PREFACIO
de Erich von Dániken
Los científicos no son los únicos en lograr grandes hallazgos al
explorar lo desconocido. Karl Brugger (nacido en 1942), tras
completar sus estudios en historia contemporánea y en sociología,
partió para América del Sur como periodista. Allí tuvo noticias de
Akakor. Desde 1974, Brugger es asimismo corresponsal de varias
emisoras de radio y de televisión de la República Federal de
Alemania. Está considerado actualmente como un especialista en temas
indios.
En 1972 conoció en Manaus a Tatunca Nara, el hijo de un caudillo
indio. Manaus está situada en la confluencia del río Solimoes y del
río Negro, es decir, en la primera mitad del Amazonas. Tatunca Nara
es el jefe de las tribus indias Ugha Mongulala, Dacca y
Haisha.
Tatunca Nara
Brugger, concienzudo y escéptico investigador, escuchó la historia
realmente increíble que el mestizo le relató. Después de haberla
verificado punto por punto, decidió publicar la crónica que había
registrado en cinta magnetofónica.
Personalmente, no me sorprendo con facilidad, ya que estoy habituado
a lo fantástico y siempre preparado para lo más extraordinario, pero
he de confesar que me sentí extrañamente conmovido por la Crónica de Akakor de Brugger. Nos des cubre una dimensión que hará que incluso
los escépticos vean que lo impensable es a menudo imaginable.
Incidentalmente, la Crónica de Akakor se ajusta con precisión a un
cuadro que es familiar para los mitologistas de todo el mundo. Los
Dioses vinieron «del cielo», instruyeron a los primeros humanos,
dejaron tras de si algunos misteriosos aparatos y desaparecieron
nuevamente «en el cielo». Los devastadores desastres que Tatunca
Nara describe pueden relacionarse hasta en sus más mínimos detalles
con la obra de
Immanuel Velikovsky Mundos
en Colisión.
La historia
del príncipe indio que nunca vio los trabajos de Velikovsky, sus
extraordinarias descripciones sobre el curso de una catástrofe
global mundial, e incluso la cronología exacta y precisa, son
sencillamente asombrosas. Asimismo, la afirmación de que algunas
partes de Sudamérica están recorridas por pasadizos subterráneos
artificiales no puede sorprender a los expertos. En un libro
anterior, yo mismo he afirmado haber contemplado tales estructuras
subterráneas con mis propios ojos.
La Crónica de Akakor proporciona
respuesta a muchas de las cosas que tan sólo se suponen en otras
obras sobre temas similares.
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INTRODUCCIÓN
La Amazonia comienza en Santa María de Belém, a 120 kilómetros de
las costas del Atlántico. En el año 1616, cuando doscientos soldados
portugueses bajo el mando de Francisco Castello Branco tomaron
posesión de este territorio en nombre de Su Majestad el rey de
Portugal y España, su cronista lo describió como un fragmento de
tierra pacífico y acogedor con árboles gigantescos.
Hoy, Belém es
una inmensa ciudad con rascacielos, embotellamientos de tráfico y
una población de 633.000 habitantes. Constituye el punto de partida
de la civilización blanca en su conquista de los bosques vírgenes de
la Amazonia. Durante cuatrocientos años, ha logrado conservar las
huellas de su heroico y místico pasado. Ruinosos palacios de estilo
colonial y casas de azulejos con enormes portales de hierro dan
testimonio de una época notable en la que el descubrimiento del
proceso de vulcanización del caucho elevó a Belém al rango de una
metrópoli europea.
El mercado de dos plantas del puerto se remonta
asimismo a aquel período, y en él puede adquirirse todo tipo de
cosas: pescado procedente del río Amazonas o del océano; frutas
tropicales de dulcísimos olores; hierbas, raíces, bulbos y flores
medicinales; dientes de cocodrilo a los que se cree poseedores de
propiedades afrodisíacas, y rosarios de terracota.
Santa María de Belém es una ciudad de contrastes. Ruidosas calles
comerciales en el centro, pero el mundo de la jungla de la isla
Marajó —en un tiempo habitada por una de las grandes civilizaciones
que intentaron conquistar la Amazonia— está tan sólo a dos horas de
viaje río arriba, en la orilla opuesta. Según la historia
tradicional, los marajoaras llegaron a la isla hacia el año 1100 d.
de C., cuando su civilización se encontraba en su momento
culminante, mas cuando los exploradores europeos arribaron, el
pueblo ya había desaparecido. Lo único que quedan son hermosas
cerámicas, estilizadas figuras que claramente expresan tristeza,
alegría, sueños. Parecen querer decirnos una historia, pero ¿cuál?
Hasta llegar a la isla Marajó, el Amazonas es una laberíntica red de
canales, afluentes y lagunas. El río recorre una distancia de 6.000
kilómetros: nace en el Perú y se precipita por los rápidos de
Colombia, cambiando su nombre en cada país por el que atraviesa: de
Apurímac a Ucayali y Marañón, de Marañón a Solimóes. Desde la isla
Marajó hasta su desembocadura, el Amazonas lleva más agua que ningún
otro río del mundo.
Una gran lancha motora, el único medio de transporte en la Amazonia,
tarda tres días en llegar desde Belém hasta Santarém, el poblado de
importancia más próximo. Resultaría imposible comprender el gran río
sin haber viajado en estas lanchas motoras que incorporan la noción
amazónica del tiempo, de la vida y de la distancia. Río abajo pueden
recorrerse 150 kilómetros por día (no por hora); en estos botes el
tiempo se consume comiendo, bebiendo, soñando y amando.
Santarém está situada en la orilla derecha del Amazonas, en la
desembocadura del río Tapajoz. Su población de 350.000 habitantes
pasa por una época de fortuna, pues la ciudad es la terminal de la
Transamazónica y atrae a buscadores de oro, contrabandistas y
aventureros. Aquí floreció una de las más antiguas civilizaciones
amazónicas, el pueblo de los Tapajoz, probablemente la tribu más
numerosa de indios de la jungla.
El historiador Heriarte afirmaba
que, cuando era necesario, la tribu podía reunir hasta 50.000
arqueros para una batalla. Sea o no una exageración, los tapajoz
eran lo suficientemente numerosos para abastecer a los mercados
portugueses de esclavos durante ochenta años. Esta orgullosa y
antigua tribu no ha dejado nada detrás de sí, salvo especímenes
arqueológicos y el río que lleva su nombre.
En el recorrido que va desde Santarém hasta Manaus nos salen al paso
ríos, ciudades y leyendas del mundo amazónico. Parece ser que el
aventurero español Francisco de Orellana luchó contra las amazonas
en la desembocadura del río Nhamunda. El lago lacy, el Espejo de la
Luna, queda en la orilla derecha del río, cerca del poblado de Faro.
Según la leyenda, en la luna llena las amazonas se descolgaban desde
las montañas cercanas hasta el lago para encontrarse con sus
amantes, que las aguardaban.
Sumergían en el lago unas extrañas
piedras que, bajo el agua, podían amasarse como el pan, pero que en
tierra firme eran rígidas y compactas. Las amazonas denominaban a
estas rocas Muiraquita y se las regalaban a sus
amantes. Los científicos consideran a estas piedras como milagros
arqueológicos: son duras como el diamante y están modeladas
artificialmente, aunque se ha demostrado que los tapajoz carecían de
herramientas para trabajar este tipo de material.
El auténtico Amazonas comienza en la confluencia del Solimoes y el
Negro. Un bote tarda veinte minutos en alcanzar Manaus, ya que no
existen comunicaciones por carretera. Aquí fue donde conocí a
Tatunca Nara. La fecha: 3 de marzo de 1972. M., al mando en Manaus
del contingente brasileño en la jungla, facilitó el encuentro. Fue
en el bar Gracas á Deus («Gracias a Dios») donde por primera vez me
enfrenté con el blanco caudillo indio. Era alto, tenía el pelo largo
y oscuro y un rostro finamente moldeado. Sus ojos castaños, ceñudos
y suspicaces, eran los característicos del mestizo. Tatunca Nara
vestía un descolorido traje tropical, regalo de los oficiales, como
posteriormente me explicaría.
El cinturón de cuero, ancho y con una
hebilla de plata, era realmente sorprendente. Los primeros minutos
de nuestra conversación fueron difíciles. Con cierta indiferencia,
Tatunca Nara expuso en un deficiente alemán sus impresiones de la
ciudad blanca, con sus miles de personas, la prisa y la
precipitación en las calles, los altos edificios y el ruido
insoportable. Sólo cuando hubo vencido sus reservas y su suspicacia
inicial, me contó la más extraordinaria historia que jamás había
escuchado.
Tatunca Nara me habló de la tribu de los
ugha mongulala,
un pueblo que había sido «escogido por los dioses» hacía 15.000
años. Describió dos grandes catástrofes que habían asolado la
Tierra, y habló de Lhasa, el legislador, un hijo de los dioses que
gobernó el continente sudamericano, y de sus relaciones con los
egipcios, el origen de los incas, la llegada de los godos y una
alianza de los indios con 2.000 soldados alemanes. Me habló de
gigantescas ciudades de piedra y de los poblados subterráneos de los
antepasados divinos. Y afirmó que todos estos hechos habían sido
registrados en un documento denominado la Crónica de Akakor.
La parte más extensa de su historia se refería a la lucha de los
indios contra los blancos, contra los españoles y los portugueses,
contra los plantadores de caucho, los colonos, los aventureros y los
soldados peruanos. Estas luchas habían empujado cada vez más a los
ugha mongulala —cuyo príncipe sostenía ser— hacia los Andes, e
incluso hacia el interior de los poblados subterráneos. Ahora estaba
apelando a sus enemigos más encarnizados, a los hombres blancos,
para obtener su ayuda a causa de la inminente extinción de su
pueblo.
Antes de hablar conmigo, Tatunca Nara había dialogado con
importantes funcionarios brasileños del Servicio de Protección
India, pero sin éxito. En cualquier caso, ésta era su historia. ¿Iba
a creérmela o a rechazarla? En el húmedo calor del bar Gracas á Deus
se me reveló un extraño mundo, el cual, de existir, convertiría las
leyendas mayas e incas en realidad.
El segundo y el tercer encuentro con Tatunca Nara tuvieron lugar en
la habitación con aire acondicionado de mi hotel. En un monólogo que
se prolongó durante horas y horas, únicamente interrumpido por mis
cambios de cinta, me narró la historia de los ugha mongulala, las
Tribus Escogidas Aliadas, desde el año cero hasta el 12.453 (es
decir, desde 1 0.481 a. de C. hasta 1 972, según el calendario de la
civilización blanca). Pero mi entusiasmo inicial había desaparecido.
La historia parecía demasiado extraordinaria: otra leyenda más de
los bosques, el producto del calor tropical y del efecto místico de
la jungla impenetrable. Cuando Tatunca Nara concluyó su relato, yo
tenía doce cintas con un fantástico cuento de hadas.
La historia de Tatunca Nara sólo comenzó a parecer creíble cuando me
reuní de nuevo con mi amigo, el oficial brasileño M. Éste formaba
parte del «Segundo Departamento»: era un miembro del servicio
secreto. Conocía a Tatunca Nara desde hacía cuatro años y confirmó
por lo menos el final de su aventurera historia. El caudillo había
salvado las vidas de doce oficiales brasileños cuyo avión se había
estrellado en la provincia de Acre, conduciéndolos de vuelta a la
civilización. Las tribus indias de los yaminaua y de los kaxinawa
reverenciaban a Tatunca Nara como su caudillo, aun cuando él no
pertenecía a dichas tribus. Estos hechos estaban documentados en los
archivos del servicio secreto brasileño. Decidí realizar algunas
averiguaciones más sobre la historia de Tatunca Nara.
Mi investigación en Río de Janeiro, Brasilia, Manaus y Río Branco
produjo unos resultados sorprendentes. La historia de Tatunca Nara
se halla recogida en los periódicos a partir de 1968, cuando por vez
primera se menciona a un caudillo indio que salvó las vidas de doce
oficiales, le fueron concedidos un permiso de trabajo brasileño y un
documento de identidad. Según diversos testimonios, el misterioso
caudillo habla un deficiente alemán y sólo comprende algunas
palabras de portugués, pero está familiarizado con varias lenguas
indias habladas en las zonas altas del Amazonas. Unas pocas semanas
después de su llegada a Manaus, Tatunca Nara desapareció súbitamente
sin dejar huella.
En 1969 estalló una violenta lucha entre las tribus indias salvajes
y los colonos blancos en la provincia fronteriza peruana de Madre de
Dios, miserable y desamparada región situada en las laderas
orientales de los Andes. Volvía a encarnarse la vieja historia de la
Amazonia: una sublevación de los oprimidos contra los opresores,
seguida de la victoria de los blancos, sempiternos vencedores. El
líder de los indios, quien, según los informes de prensa peruanos,
era conocido como Tatunca («gran serpiente de agua»), huyó tras la
derrota a territorio brasileño. Con objeto de impedir una repetición
de los ataques, el gobierno peruano solicitó del brasileño la
extradición, pero las autoridades brasileñas se negaron a cooperar.
Las hostilidades en la provincia fronteriza de Madre de Dios se
prolongaron durante 1970 y 1971. Las tribus indias salvajes huyeron
hacia los bosques casi inaccesibles cercanos al nacimiento del río
Yaco. A Tatunca Nara parecía habérselo tragado la tierra. Perú cerró
la frontera con Brasil e inició la invasión sistemática de los
bosques vírgenes. Según los testigos oculares, los indios peruanos
compartieron el destino de sus hermanos brasileños: fueron
asesinados y murieron víctimas de las enfermedades de la
civilización blanca.
En 1972, Tatunca Nara regresó a la civilización blanca y en el
pueblo brasileño de Río Branco se puso en contacto con el obispo
católico Grotti. Conjuntamente, solicitaron alimentos para los
indios del río Yaco en las iglesias de la capital de Acre. Dado que
la provincia de Acre había sido considerada como «libre de los
indios», ni siquiera al obispo se le concedió ayuda estatal.
Tres
meses después, Monseñor Grotti murió en un misterioso accidente
aéreo.
Pero Tatunca Nara no se rindió. Con la ayuda de los doce oficiales
cuya vida había salvado, entró en contacto con el servicio secreto
brasileño. Apeló asimismo al Servicio de Protección India (FUNAI) y
le habló a N., secretario de la embajada de la República Federal de
Alemania en Brasilia, sobre los 2.000 soldados alemanes que, según
sostenía, habían desembarcado en Brasil durante la Segunda Guerra
Mundial y están todavía vivos en Akakor, la capital de su pueblo.
N.
no creyó la historia y negó a Tatunca Nara todo acceso posterior a
la embajada. FUNAI sólo accedió a cooperar una vez que muchos de los
detalles de la historia de Tatunca Nara sobre tribus indias
desconocidas de la Amazonia fueron comprobados durante el verano de
1972. El servicio formó una expedición para establecer contacto con
los misteriosos ugha mongulala y dio instrucciones a Tatunca Nara
para que hiciera todos los preparativos necesarios. Sin embargo,
estos planes se vieron interrumpidos por la resistencia de las
autoridades locales de la provincia de Acre. Siguiendo instrucciones
personales del entonces gobernador Wanderlei Dantas, Tatunca Nara
fue arrestado. Poco antes de su extradición a la frontera peruana,
sus amigos oficiales lo liberaron de la prisión de Río Branco y lo
devolvieron a Manaus. Y aquí fue donde encontré de nuevo a Tatunca
Nara.
Este encuentro tuvo un desarrollo diferente. Yo había verificado
completamente su historia y comparado las grabaciones con materiales
existentes en archivos y con informes de historiadores
contemporáneos. Algunos puntos eran explicables, pero otros muchos
seguían siendo todavía increíbles, tales como el de los poblados
subterráneos y el del desembarco de 2.000 soldados alemanes. Pero
era poco probable que todo fuera fabricado: los datos del oficial M.
y la historia de Tatunca Nara coincidían.
En el curso de esta reunión Tatunca Nara repitió una vez más su
narración. Sobre un mapa indicó la localización aproximada de
Akakor, describió la ruta de los soldados alemanes desde Marsella
hasta el río Purusy mencionó los nombres de varios de sus
dirigentes. Dibujó varios símbolos de los dioses, en los cuales al
parecer estaba escrita la Crónica de Akakor. Una y otra vez volvía
en su conversación sobre aquellos misteriosos antepasados cuya
memoria había permanecido eternamente intacta en su pueblo. Comencé
a creer en una historia cuya auténtica incredulidad se convertía en
un desafío, y cuando Tatunca Nara sugirió que le acompañase a
Akakor, acepté.
Tatunca Nara, el fotógrafo brasileño J., y yo abandonamos Manaus el
25 de septiembre de 1972. Remontaríamos el río Purus hasta donde
pudiéramos en un barco alquilado, tomaríamos después una canoa con
motor fuera borda y la utilizaríamos para alcanzar la región del
nacimiento del río Yaco en la frontera entre Brasil y Perú, luego
continuaríamos a pie por las colinas bajas al pie de los Andes hasta
llegar a Akakor. Tiempo necesario para la expedición: seis semanas;
probable regreso: a comienzos de noviembre.
Nuestro equipo se componía de hamacas, redes para mosquitos,
utensilios de cocina, alimentos, las ropas habituales para la jungla
y vendajes médicos. Como armas, un Winchester 44, dos revólveres, un
rifle de caza y un machete. Además, llevábamos nuestro equipo de
filmación, dos registradoras magnetofónicas y cámaras.
Los primeros días fueron muy diferentes de lo que esperábamos: nada
de mosquitos, ni de serpientes de agua ni de pirañas. El río Purus
era como un lago sin orillas. Contemplábamos la jungla sobre el
horizonte, con sus misterios ocultos tras una muralla verde.
El primer pueblo que alcanzamos fue Sena Madureira, último
asentamiento antes de penetrar en las todavía inexploradas regiones
fronterizas entre Brasil y Perú. Era un lugar Típico de la Amazonia:
polvorientas carreteras de arcilla, ruinosas barracas y un
desagradable olor a agua estancada. Ocho de cada diez habitantes
sufren de beriberi, lepra o malaria.
La malnutrición crónica ha
dejado a estos seres en un estado de triste resignación. Rodeados
por la brutalidad de la inmensidad y aislados de la civilización,
dependen principalmente del licor de caña de azúcar, único medio de
escapar a una realidad sin esperanza. En un bar, nos despedimos de
la civilización y nos topamos con un hombre que dice conocer las
zonas altas del río Purus. En su búsqueda de oro, fue hecho
prisionero por los indios haisha, una tribu semicivilizada que se
asienta en la región del nacimiento del río Yaco. Su relato es
desalentador: nos habla y no para sobre rituales caníbales y flechas
envenenadas.
El 5 de octubre, en Cachoeira Inglesa, cambiamos el bote por la
canoa. A partir de aquí dependemos de Tatunca Nara. Los mapas de
ordenanza describen el curso del río Yaco, pero sólo de una manera
imprecisa. Las tribus indias que viven en esta región no tienen aún
contactos con la civilización blanca. A J. y a mí nos domina un
sentimiento de incomodidad. ¿Existe, después de todo, un lugar como
Akakor? ¿Podemos confiar en Tatunca Nara? Pero la aventura se
muestra más apremiante que nuestra propia ansiedad.
Doce días después de haber dejado Manaus, el paisaje comienza a
cambiar. Hasta aquí el río semejaba un mar terroso sin orillas.
Ahora nos deslizamos a través de las lianas por debajo de árboles
voladizos. Tras una curva del río, hallamos a un grupo de buscadores
que han construido una primitiva factoría sobre la orilla del río y
criban la arena de grano grueso con cedazos. Aceptamos su invitación
de pasar la noche y escuchar sus extraños relatos sobre indios con
el pelo pintado de rojo y azul con flechas envenenadas...
El viaje se convierte en una expedición contra nuestras propias
dudas. Nos hallamos a apenas diez días de nuestro presunto objetivo.
La monótona dieta, el esfuerzo físico y el temor a lo desconocido
han contribuido cada uno lo suyo. Lo que en Manaus parecía una
fantástica aventura se ha convertido ahora en una pesadilla.
Principalmente, comprendemos que nos gustaría dar la vuelta y
olvidarlo todo sobre Akakor antes de que sea demasiado tarde.
Todavía no hemos visto a ningún indio. En el horizonte aparecen las
primeras cumbres nevadas de los Andes; a nuestras espaldas se
extiende el verde mar de las tierras bajas amazónicas. Tatunca Nara
se prepara para el regreso con su pueblo. En una extraña ceremonia,
se pinta su cuerpo: rayas rojas en su rostro, amarillo oscuro en el
pecho y en las piernas. Ata su pelo por detrás con una cinta de
cuero decorada con los extraños símbolos de los ugha mongulala.
El 13 de octubre nos vemos obligados a regresar. Después de un
peligroso pasaje sobre rápidos, la canoa es atrapada por un remolino
y zozobra. Nuestro equipo de cámaras, empaquetado en cajas,
desaparece bajo los densos arbustos de la orilla; la mitad de
nuestros alimentos y de las provisiones médicas se han perdido
también. En esta situación desesperada, decidimos abandonar la
expedición y regresar a Manaus. Tatunca Nara reacciona con
irritación: se muestra violento y contrariado. A la mañana
siguiente, J. y yo levantamos nuestro último campamento. Tatunca
Nara, con la pintura de guerra de su pueblo, cubriéndole únicamente
un taparrabos, toma la ruta terrestre para regresar con su pueblo.
Este fue mi último contacto con el caudillo de los ugha mongulala.
Después de mi regreso a Río de Janeiro en octubre de 1972, traté de
olvidarme de Tatunca Nara, de Akakor y de los dioses. Sería tan sólo
en el verano de 1973 cuando la memoria retornaría: Brasil había
iniciado la invasión sistemática de la Amazonia. Doce mil
trabajadores estaban construyendo dos carreteras troncales a través
de la todavía inexplorada jungla, cortando una distancia de 7.000
kilómetros. Treinta millares de indios tomaron los bulldozers por
tapires gigantes y huyeron hacia la inmensidad. Había comenzado el
último ataque de la Amazonia.
Y con ello volvieron a mi mente las viejas leyendas, tan fascinantes
y tan místicas como antes. En abril de 1973, FUNAI descubrió una
tribu de indios blancos en las zonas altas del río Xingú, y que
Tatunca Nara me había mencionado un año antes. En mayo, durante un
trabajo de investigación en el Pico da Neblina, los guardias
fronterizos brasileños establecieron contacto con unos indios que
eran dirigidos por mujeres, lo que también había sido descrito
detalladamente por Tatunca Nara. Y, finalmente, en junio de 1973,
varias tribus indias fueron vistas en la región de Acre, que hasta
entonces se había supuesto «libre de indios».
¿Existe realmente Akakor? Tal vez no exactamente como Tatunca Nara
la ha descrito, pero la ciudad es indudablemente real. Después de
revisar las cintas grabadas con Tatunca Nara, decidí escribir su
historia, «con buenas palabras y con lenguaje claro», tal y como
especifican los indios.
Este libro, La Crónica de Akakor, consta de
cinco partes.
-
El Libro del Jaguar trata de la colonización de la Tierra por los
dioses y del período hasta la segunda catástrofe mundial.
-
El Libro del Águila abarca el período comprendido entre el 6000 y el
11.000 (según su propio calendario) y describe la llegada de los
godos.
-
El tercer libro, El Libro de la Hormiga, relata la lucha contra los
colonizadores españoles y portugueses tras su desembarco en Perú y
Brasil.
-
El cuarto y último libro, El Libro de la Serpiente de agua, describe
la llegada de los 2.000 soldados alemanes a Akakor y su integración
con el pueblo de los ugha mongulala; predice asimismo una tercera
gran catástrofe.
-
En la quinta parte, Apéndice, he resumido los resultados de mi
investigación en archivos brasileños y alemanes.
La parte principal del libro, la genuina crónica de Akakor, sigue
muy de cerca el relato de Tatunca Nara. He tratado de presentarlo
tan literal como me ha sido posible, aun cuando los hechos parezcan
resumir la historiografía tradicional. He seguido el mismo
procedimiento con los mapas y con los dibujos, basándome en los
datos proporcionados por Tatunca Nara.
Las muestras de escritura
fueron realizadas por Tatunca Nara en Manaus. Todas las subsecciones
van precedidas de un breve resumen de historiografía tradicional
para así dar al lector una base de comparación, aunque la he
restringido a los acontecimientos más importantes en la historia de
América del Sur. La tabla cronológica al final del libro ofrece una
yuxtaposición del calendario de Akakor con el de la historiografía
tradicional. En otra tabla, he registrado los nombres probables que
la civilización blanca da a las diversas tribus mencionadas en el
texto.
Las citas de la Crónica de Akakor, fueron recitadas por Tatunca Nara, quien las conocía por
tradición. Según él, la crónica real ha sido escrita sobre madera,
pieles, y posteriormente también sobre pergaminos, y la guardan los
sacerdotes en el Templo del Sol, la mayor herencia de los ugha
mongulala. El obispo Grotti fue el único blanco que ha podido
contemplarla, y tomó varios fragmentos. Tras su misteriosa muerte,
los documentos desaparecieron. Tatunca Nara piensa que el obispo los
ocultó o que se encuentran archivados en el Vaticano.
He examinado cuidadosamente toda la información dada en la
introducción y en el apéndice, para verificar su veracidad. Las
citas de los historiadores contemporáneos proceden de fuentes
españolas, y las traducciones son mías. He añadido mis propias
consideraciones en el Apéndice con el objeto exclusivo de permitir
una mejor comprensión por parte del lector. Por la misma razón, no
me he extendido en las teorías sobre astronautas o sobre criaturas
divinas como posibles predecesoras de la civilización humana. En
este libro se ha puesto el énfasis en la historia y en la
civilización de los ugha mongulala en contraste con las de los
Blancos Bárbaros.
¿Existe realmente Akakor? ¿Existe una historia escrita de los ugha
mongulala?
Mis propias dudas me han hecho dividir el libro en dos
partes estrictamente separadas. En La Crónica de Akakor me he
limitado a transcribir el relato de Tatunca Nara. En el Apéndice se
contiene el material que he logrado reunir de las respectivas
fuentes. Mi propia contribución no es mucha si la comparamos con la
historia de un pueblo misterioso, con Maestros Antiguos, leyes
divinas, poblados subterráneos y cosas por el estilo. Es ésta una
historia que puede tener su origen en una leyenda, pero que todavía
puede ser confirmada.
Y el lector debe decidir por sí mismo si se
trata de un relato, inteligentemente inventado y basado en los
vacíos de la historiografía tradicional o, por el contrario, de un
fragmento de historia auténtica, escrita «con buenas palabras, con
lenguaje claro».
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