El Libro de la Hormiga
Esta es la hormiga. Incansable en su trabajo, nada se le resiste.
Poderosos son los montículos que construye. Grandes las comunidades
que establece. Incontable es su número. Todo lo destruye. Carcome la
carne de los huesos del jaguar herido.
1 Los Blancos Bárbaros en el imperio de los Incas
1492 - 1534
La transición desde la Edad Media a la era moderna vino
caracterizada por los descubrimientos españoles y portugueses. Éstos
movieron a las naciones europeas a atravesar el Atlántico. Audaces
marinos habían ya descubierto las islas atlánticas en la primera
mitad del siglo XV, y en el año 1492 Cristóbal Colón descubrió
América. Colón realizó cuatro viajes al Nuevo Mundo y en Haití fundó
la primera colonia española. En 1 500, el navegante portugués Cabral
descubrió Brasil. En 1519, Cortés inició la conquista de México.
Tras tres años de resistencia, Moctezuma II, el rey de los aztecas,
capituló. Posteriormente sería asesinado por los españoles.
Misioneros cristianos excesivamente celosos destruyeron la vieja
civilización mexicana. En 1531, Pizarro inició la conquista de Perú.
El poderoso imperio de los incas, que se hallaba debilitado por una
guerra civil, cayó derrotado tras tres años de lucha contra las
mejor armadas tropas españolas. Su Rey del Sol,
Atahualpa, que había sido traicionado y capturado, seria
estrangulado en el año 1533. Únicamente sobrevivieron a la
destrucción pequeños ecos de una civilización alta mente
desarrollada, principalmente obras arquitectónicas, la escritura en
nudos y objetos de oro.
La población inca que según los escritores
contemporáneos llegó a contar con diez millones de personas, quedó
reducida en unos pocos años a tan sólo tres millones. El valor de
los lingotes de oro transportados por los españoles desde Perú aseen
dio a unos 5.000 millones de dólares en moneda actual.
La llegada de los Blancos Bárbaros
Todo está incluido en la Crónica de Akakor, escrito con buenas
palabras y con lenguaje claro. Mas yo la estoy relatando cuando ya
el tiempo se acaba. Estoy exponiendo el Libro de la Sabiduría y la
vida de mi pueblo según el legado de los Dioses para dar una
descripción del pasado y de! futuro. Porque los Ugha Mongulala están
condenados a la extinción. Cada ve/ son más los árboles que caen,
muertas sus raíces. Cada ida son más numerosos los guerreros caídos
ante las invisibles flechas de los Blancos Bárbaros. Un río infinito
de sangre recorre los bosques del Gran Río hasta las ruinas de
Akakor.
Desde que los Blancos Bárbaros avanzan por el interior de
nuestro país, el desaliento y el desánimo embargan a mi pueblo, tal
y como está escrito en la crónica:
Noticias extrañas llegaron al consejo supremo acerca de unos hombres
extranjeros barbudos y de sus poderosas naves que se deslizaban
silenciosamente sobre las
aguas y cuyos mástiles llegaban hasta el cielo. Noticias sobre
extranjeros blancos, robustos y poderosos como dioses. Eran como
nuestros Padres Antiguos. Y el consejo supremo, pensando en los
Maestros Antiguos, dispuso que fueran encendidas hogueras de
alegría. Quemaron ofrendas sacrificales ante los Dioses, quienes
por fin habían regresado. Y la buena nueva corrió entre los hombres;
se esparció de tribu en tribu; día y noche sonaron los tambores.
Toda la nación lloró de alegría. Porque la profecía se había
cumplido. Los Dioses estaban regresando.
A comienzos del año 12.013 (1532, según el calendario de los Blancos
Bárbaros) tales pensamientos habrían sido sacrílegos. Parecía como
si la profecía de los Padres Antiguos fuera a cumplirse. Seis mil
años después de su última visita a la Tierra, regresaban, tal y como
habían prometido. Y la alegría del Pueblo Escogido era por tanto
grande. Se acercaba una nueva era en el horizonte, un retorno a los
días en los que los Ugha Mongulala habían gobernado sobre el mundo
en el Norte, en el Sur, en el Oeste, y en el Este.
Los únicos que no
compartían el júbilo general eran los sacerdotes. Ellos dudaban de
las noticias sobre el regreso de los Dioses, aun cuando las fechas correspondíanse con las predicciones: doce mil años hacía que los
Padres Antiguos habían abandonado la Tierra; seis mil años habían
pasado desde el tránsito de Lhasa. Pero los sacerdotes, que conocen
todas las cosas, que ven el futuro, y para quienes nada permanece
oculto, observaron signos ominosos en el cielo. Muy pronto se
descubrió que las noticias sobre el retorno de nuestros Maestros
Antiguos constituían un cruel error. Los extraños no venían con
buenas intenciones, para asumir el poder con bondad y con sabiduría.
En vez de felicidad y de paz interior, trajeron lágrimas, sangre y
violencia. En un frenesí de odio y de avaricia, los extranjeros
destruyeron el imperio de nuestra nación hermana, los incas.
Quemaron ciudades y aldeas, y asesinaron a hombres, mujeres
y niños.
Los Blancos Bárbaros —así es como hoy los llamamos— rechazaban el legado de los Padres Antiguos y erigieron templos
bajo el signo de la cruz; y en su honor sacrificaron a millones de
hombres. Una gran estrella se estaba acercando a la Tierra y
arrojaba una cansina luz sobre las llanuras y las montañas. El Sol
también había cambiado, tal y como está escrito en la crónica:
«,¡Ay de nosotros! Los signos apuntan hacia el desastre. El Sol no
se muestra brillante y amarillo, sino rojo como la sangre espesa.»
Así era como hablaban los sacerdotes. «Los extranjeros no traen la
paz. No confían en el legado de los Padres Antiguos. Sus
pensamientos están hechos de sangre. Siembran la sangre por todo el
imperio.-»
El desastre que nuestros sacerdotes habían predicho afectó en primer
lugar a los incas. Estalló una guerra civil en su imperio. Los dos
hijos de Huayna Capác lucharon entre sí por el puesto de príncipe.
En una sangrienta batalla que tuvo lugar en los campos cercanos a
Cuzco, el primogénito Huáscar fue derrotado por su hermano más joven
Atahualpa. El vencedor y su ejército avanzaron hacia la capital e
iniciaron un sangriento reinado de terror. Atahualpa habría
destruido a los partidarios de su desgraciado hermano si los
extraños no hubieran desembarcado en las playas del océano
occidental. Su llegada impidió su victoria definitiva.
Poderosas naves llegaron a la costa. Vinieron silenciosamente sobre
el mar. Y desembarcaron unos hombres barbudos, con potentes armas y
extraños animales, tan veloces y tan fuertes como el jaguar que
caza. Y en sólo un día, un poderosos rival se levantó contra
Atahualpa.
Había ganado un cruel enemigo, que era falso y estaba lleno de
astucia.
La destrucción del imperio inca
Poco después de su llegada a Perú, los Blancos Bárbaros dejaron
traslucir sus auténticas intenciones. Deslumbrados por la riqueza y
los tesoros de Cuzco, iniciaron una cruel guerra de conquista.
Asaltaron primero las ciudades de la costa: ocuparon los campos
periféricos y sometieron a las tribus aliadas de los incas. A
continuación los Blancos Bárbaros se prepararon para una campaña
contra las montañas de los Andes. En el lugar denominado Catamarca,
a diez horas de camino de Cuzco, se encontraron con el ejército de
Atahualpa, el príncipe de los Hijos del Sol.
Terribles son las noticias que traen los exploradores. Horrendas sus
revelaciones. Atahualpa tuvo que pagar cara su arrogancia. Cayó
víctima de la astucia de los extranjeros. Fue traicionado y
capturado. Y el segundo hijo de Huayna Capác fue apresado. Sus
guerreros perecieron ante las armas de los Blancos Bárbaros. La
llanura se cubrió de sangre. En los campos donde el inca perdió la
batalla, la sangre cubría hasta los tobillos. Y los barbudos
guerreros siguieron adelante. Asesinando y saqueando, llegaron hasta
Cuzco. Violaron a las mujeres. Robaron el oro. Abrieron incluso las
tumbas. La miseria y la desesperación cayeron sobre las montañas en
las que un día Atahualpa, el príncipe de los Hijos del Sol, fuera
poderoso.
Mi pueblo supo de la auténtica crueldad de los Blancos Bárbaros por
los muchos refugiados incas. Los barbudos extranjeros cometieron
atrocidades peores que las que nunca habían cometido las tribus
salvajes. Apenas doce lunas después de su llegada, una profunda
oscuridad se extendía sobre el imperio de los Hijos del Sol,
únicamente iluminado por las ciudades y aldeas que ardían. Muy
pronto los Ugha Mongulala se vieron obligados a admitir la terrible
verdad: su nación hermana estaba condenada a la desaparición. Los
extranjeros poseían unas extrañas armas que despedían flamígeros
rayos, disponían de unos extraños animales con pies de plata que,
guiados por los hombres, sembraban la muerte y la perdición entre
las huestes de los Hijos del Sol. Ante ellos, los guerreros de
Atahualpa huían perseguidos por el pánico.
Mas los incas eran una nación fuerte. A pesar de las superiores
armas de los extranjeros, lucharon bravamente por su país. Después
de la devastadora derrota en Catamarca, el ejército superviviente se
reagrupó en las montañas que rodean Cuzco y en la frontera del país
llamado Bolivia. El cuerpo principal del ejército se apostó en los
pasos de las montañas que conducían a la costa. Escogidos guerreros
atacaron al enemigo por la espalda. De este modo impidieron el
avance de los Blancos Bárbaros durante bastante tiempo. Solamente
cesarían en su resistencia cuando los extranjeros quemaron vivo a
Atahualpa en honor de su dios, con lo que esta profecía de nuestros
sacerdotes se había cumplido.
El imperio inca se derrumbó bajo una
terrible tormenta de fuego.
¡Ay de los Hijos del Sol! ¡Qué destino tan terrible les ha
correspondido! Traicionaron el legado de los Dioses y ahora ellos
mismos han sido traicionados. Han sido castigados. Han sido sangrientamente abatidos por los Blancos Bárbaros.
Porque los extranjeros no conocían la misericordia. No perdonaron ni
a las mujeres ni a los niños. Se comportaban como bestias salvajes,
como hormigas, destruyéndolo todo a su paso. Había comenzado la era
de la sangre para los Hijos del Sol. Toda una nación estaba expiando
los pecados de Viracocha.
Los Días del Perro comenzaron cuando el
Sol y la Luna fueron oscurecidos por la sangre.
La retirada de los Ugha Mongulala
A los cinco años de la llegada de los Blancos Bárbaros, el imperio
inca parecíase al de Akakor después de la primera Gran Catástrofe.
Su capital yacía en ruinas. Aldeas y poblados habían sido
incendiados. Los supervivientes se habían retirado al interior de
las altas montañas o servían como esclavos a los Blancos Bárbaros.
El signo de la cruz, que es idéntico al signo de la muerte, podía
verse por doquier. Hasta ese momento, los Ugha Mongulala habían sido
testigos distantes de la tragedia. Los Blancos Bárbaros estaban
dedicados de lleno al saqueo de la riqueza de los incas. Sus
guerreros temían a la densa inmensidad de las lianas en las laderas
orientales de los Andes, y únicamente los incas que huían cruzaron
la frontera fortificada que Lhasa había ordenado construir.
En el año 12.034 la guerra se extendió a Akakor. Los españoles, así
es como los Blancos Bárbaros se llamaban a sí mismos, tuvieron
noticias de nuestra capital por una traición. Y como su codicia por
el oro era insaciable, prepararon un ejército. Tras una dura lucha
con la Tribu del Terror Demoníaco, el ejército avanzó por el flanco oriental de los Andes hacia
la región de Machu Picchu. El consejo supremo se vio obligado a
adoptar una decisión de la más trascendental importancia: la guerra
contra los Blancos Bárbaros o la retirada hacia las regiones más
interiores de Akakor.
El príncipe Umo y los ancianos se decidieron
por la retirada, aunque los señores de la guerra y los guerreros
aconsejaron en contra. Ordenaron que las ciudades fronterizas fueran
abandonadas y que todo signo de la capital fuera destruido.
Únicamente habrían de quedar en las regiones abandonadas pequeños
contingentes de exploradores para observar los movimientos de los
guerreros hostiles y prevenir a Akakor de un ataque. Ésta fue la
decisión de Umo. Y así se hizo.
Los acontecimientos que siguieron demostraron la justeza de la
decisión del príncipe Umo. Su decisión salvó a los Ugha Mongulala de
una guerra que nunca podían haber ganado. Pero al mismo tiempo
condenó a los incas a su extinción definitiva. El consejo supremo
rechazó la petición de ayuda de los generales incas y se preparó
para un difícil conflicto defensivo. Si tenia que haber guerra, ésta
se desarrollaría allí donde las barreras naturales obstaculizarían a
los Blancos Bárbaros: en los valles elevados de los Andes y en la
inmensidad de las lianas sobre el Gran Río.
Los guerreros
obedecieron las instrucciones del consejo supremo, y se retiraron de
las regiones amenazadas. Con los corazones contritos, incluso
tuvieron que abandonar Machu Picchu, la ciudad sagrada de Lhasa.
Largas columnas de porteadores trasladaron todos los objetos, las
joyas, las ofrendas sacrificiales y las provisiones hasta Akakor. A
continuación los guerreros arrasaron las casas y las murallas y a su
retirada destruyeron los caminos. Los sacerdotes destruyeron los
templos. Los artesanos bloquearon las entradas con pesadas piedras.
Con tanta minuciosidad cumplieron
las órdenes de los ancianos que aún hoy los Ugha Mongulala
únicamente pueden localizar Machu Picchu con la ayuda de mapas y de
dibujos. Sólo los pasadizos subterráneos de la Montaña de la Luna
quedaron sin tocar. Porque nadie que no comprenda los signos del
pasado puede revelar el secreto de Lhasa, el Hijo Elegido de los
Dioses.
Y así fue cómo el sumo sacerdote clausuró la ciudad su grada. Ocultó
el secreto del Hijo Elegido de los Dioses, del creador y formador,
así que gobernó sobre los cuatro vientos, sobre las cuatro esquinas
de la Tierra y sobre la superficie del cielo.
Y ocultó el secreto
con estas palabras:
«Permanecerás en las sombras de tu sombra
mientras la mirada de los Dioses esté ausente y la Tierra esté
oscurecida por la noche. Luego la sombra de tus sombras te indicará
el camino. Te indicará la dirección desde el corazón del cielo hasta
el corazón de la Tierra».
Durante largo tiempo pareció como si los Dioses fuesen a perdonar a
los Ugha Mongulala del destino de su nación hermana, y Akakor
permaneció ajena a los Blancos Bárbaros. Aunque éstos avanzaron en
sus campañas hasta la región del nacimiento del Río Rojo, nunca
traspasaron los bosques de las laderas orientales de las montañas.
Sus guerreros morían de las extrañas enfermedades del Gran Bosque o
caían bajo las flechas envenenadas de las Tribus Aliadas. Un único
grupo llegó hasta los alrededores de la capital de mi pueblo. En el
monte Akai, a tres horas de camino de Akakor, se libró una memorable
batalla, y que ha quedado descrita en la crónica para la posteridad.
Fue en el monte Akai donde los guerreros se encontraron: los Blancos
Bárbaros con sus terribles armas y los guerreros de hierro de los
Servidores Escogidos. Durante un tiempo, la batalla estuvo indecisa.
Los ejércitos peleaban con dureza. Entonces los Servidores Escogidos
se atrevieron a atacar. Avanzaron hasta el corazón de sus enemigos.
Cegaron sus ojos con antorchas; trabaron sus pies con lazos;
golpearon sus cabezas con piedras hasta que la sangre afluyó por la
boca y por la nariz. Y los Blancos Bárbaros huyeron de pánico,
abandonando todo detrás de sí, sus armas y sus armaduras, sus
animales y sus esclavos. Lo único que querían era salvar sus vidas,
y ni eso pudieron lograr. Apenas alguno pudo huir, y muchos de ellos
fueron llevados cautivos a Akakor.
Los cautivos fueron los primeros Blancos Bárbaros en Akakor. Los
Ugha Mongulala, los observaban con horror y con reverencia.
Únicamente los sacerdotes los trataron con desprecio. Como un signo
de su humillación, arrojaron polvo de la tierra sobre los falsos
creyentes. Luego el consejo supremo envió a los Blancos Bárbaros
como esclavos a las minas de oro y de plata.
Expiarían sus crímenes
hasta el final de sus días, tal y como está escrito en la crónica:
Estas son las noticias. Así fue cómo habló el sumo sacerdote a los
Blancos Bárbaros:
«¿Quién os ha autorizado para gobernar sobre la
vida y sobre la muerte? ¿Quiénes sois que os permitís despreciar el
legado de los Dioses? ¿De dónde procedéis que os permitís traer la
guerra a nuestro país? Verdaderamente, vuestros actos son malvados.
Habéis derramado la sangre. Habéis cazado a los
hombres. Habéis destruido las tribus de los Hijos del Sol y habéis
esparcido su sangre por las montañas».
Éstas fueron las palabras del
sumo sacerdote. Fueron terribles. Mas los corazones de los Blancos
Bárbaros no se conmovieron. Les costó llegar a comprender su
destino, porque les esperaba la cautividad eterna.
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2 La guerra en el Este
1534 - 1691
Siguiendo los pasos de los descubrimientos de los navegantes
españoles y portugueses, la civilización europea inició su expansión
en el Nuevo Mundo. Las potencias marítimas de España y Portugal (a
las que más tarde se unirían Inglaterra y los Países Bajos) se
enriquecieron con la explotación de sus colonias. Mientras que
España saqueaba Perú y México, Portugal iniciaba la conquista de la
costa oriental brasileña. En los años 1541-42, Orellana, compañero
de batallas de Pizarro, realizó su histórico viaje a través del
continente sudamericano.
Él fue el primero en navegar el río
Amazonas, al que dio nombre por las belicosas mujeres que decía
haber encontrado en su viaje. Tras su regreso en 1546 al Nuevo
Mundo, murió de malaria en la desembocadura del Amazonas. Por la
misma época, los ingleses y los holandeses iniciaron la exploración
de los afluentes del Amazonas.
En el año 1616, el portugués Caldera Castello Branco, en nombre del Reino Unido de
Portugal y España, fundó la ciudad de Belém, desde la que se
iniciaría la exploración de la Amazonia por parte de los
portugueses. La figura más destacada fue la de Pedro Texeira, quien
en 1637 repetiría en dirección opuesta el histórico viaje de
Orellana. Texeira determinó en nombre de Portugal la futura frontera
occidental de Brasil en la confluencia de los ríos Aguarico y Ñapo.
Pedro Texeira, quien se enorgullecía de haber matado con sus propias
manos a 30.000 salvajes, murió en el año 1641.
Según las
estimaciones del padre jesuita Antonio Veira, en un período de
treinta años los conquistadores portugueses asesinaron a dos
millones de indios de la jungla.
La llegada de los Blancos Bárbaros por el Este
¿Dónde está la Tribu de la Gloria que Crece? ¿Qué ha sido de los
incas, los Hijos del Sol? ¿Dónde están la Tribu de la Gran Voz, la
Tribu de los que se Niegan a Comer, y muchos otros de los
antiguamente poderosos pueblos de las Tribus Degeneradas?
La
avaricia y la violencia de los Blancos Bárbaros las han hecho
derretirse como la nieve al sol. Muy pocas han logrado huir hacia el
interior de los bosques. Otras se han ocultado en las cumbres de los
árboles, como la Tribu que Vive en los Árboles. Allí no tienen ni
ropas protectoras ni nada para comer. Nadie sabe dónde están, y
quizás ahora ya todos se hallen muertos. Otras tribus se han rendido
a los Blancos Bárbaros que les hablaron con palabras suaves.
Mas las
buenas palabras no son compensación alguna para la miseria de todo
un pueblo. Las buenas palabras no le dan salud ni
tampoco le evitan la muerte. Las buenas palabras no dan a las tribus
un nuevo país en el que puedan vivir en paz, cazar libremente y
cultivar sus campos. Todo esto lo vio mi pueblo con sus propios
ojos. Nuestros exploradores se adentraron en el territorio de los
Blancos Bárbaros y nos trajeron estas noticias. Mi corazón se
estremece de dolor cuando pienso en todas las falsas promesas que
hicieron. Pero realmente, no podemos esperar que los blancos cumplan
sus promesas, como tampoco podemos esperar que los ríos fluyan hacia
arriba.
Porque son malvados y traicioneros, tal y como está escrito
en la crónica:
«Savia roja mana de los árboles, savia que es como la sangre.»
Así
fue cómo hablaron los mensajeros de las Tribus Aliadas cuando
llegaron ante los Servidores Escogidos.
«Porque los Blancos Bárbaros
han desembarcado también en el Este, con sus naves cuyos mástiles
llegan hasta el cielo. Han llegado con sus armas que rugen y que
desde la distancia envían la muerte, y cuyas flechas son invisibles.
Y han ocupado la Tierra.»
Éste fue el relato que los mensajeros
trajeron. Esperaron impacientes y suplicaron la decisión del consejo
supremo. Imploraron a los Dioses en solicitud de ayuda.
«No nos
abandonéis», suplicaron. «Conceded armas a nuestros hombres para que
podamos arrojar al enemigo del país y pueda regresar la luz al
imperio de los Servidores Escogidos.»
Así fue cómo hablaron los
mensajeros, los sufridos guerreros, los hombres desesperados de las
Tribus Aliadas. Y esperaron al Sol que ilumina la bóveda del cielo y
la superficie de la Tierra. Esperaron y trajeron a Akakor las
noticias de la llegada de los Blancos Bárbaros por el Este.
A comienzos del decimotercer milenio, la guerra en la frontera
occidental se interrumpió temporalmente. Los españoles se habían
cansado de las inútiles batallas. Renunciaron a la conquista de las
laderas orientales de los Andes y abandonaron el ataque de Akakor.
Una extensa tierra de nadie, protegida únicamente por nuestros
exploradores, separaba el nuevo imperio de los Blancos Bárbaros del
territorio de los Ugha Mongulala. Ya no había peligro de que nuestra
capital fuera descubierta. Pero tan pronto como los Blancos Bárbaros
habían detenido su avance en el oeste del país, comenzaron a
desembarcar por el Este y a ocupar las regiones costeras; Remontaron
el Gran Río hasta alcanzar los asentamiento de las Tribus Aliadas.
La lucha se desato de nuevo: comenzó una nueva guerra entre los
Blancos Bárbaros y el Pueblo escogido.
Pero los Ugha Mongulala habían aprendido de la extinción de los
incas. Evitaron el enfrentamiento con enemigo en campo abierto. Los
guerreros únicamente atacaron a los Blancos Bárbaros en emboscadas.
Asimismo abandonaron todas las ciudades y aldeas de esta región.
Nuestros enemigos sólo encontraron en sus incursiones pueblos
abandonados. Sufrieron de hambre y de sed. Vagaron en círculos por
los bosques impenetrables. Muchos de ellos cayeron víctimas de
nuestra arma más terrible, un veneno, un secreto directamente
heredado de nuestros Maestros Antiguos.
Con estas nuevas tácticas mi
pueblo logró mantener alejados del imperio a los Blancos Bárbaros
durante bastante tiempo. Pero entonces sucedió algo inesperado. Gran
parte de las Tribus Aliadas renunciaron a su obediencia a Akakor,
traicionando el legado de los Dioses comenzaron a adorar el signo de
la cruz.
La destrucción de las Tribus Aliadas
La Tribu de los Rostros Deformados, que se asienta en las zonas
bajas del Río Negro, inicio la rebelión de las Tribus Aliadas en las
provincias orientales del imperio. Esta nación había sido aliada de
los Ugha Mongulala desde los tiempos de Lhasa. Tras la llegada de
los Blancos Bárbaros, la tribu, que ascendía a 80.000 cabezas,
traicionó el legado de los Dioses y declaro la guerra a Akakor. En
unos meses, la guerra se había extendido por todo el territorio. En
la región del nacimiento del Gran Río. la Tribu de la Gloria que
Crece se rebeló.
Sus guerreros atacaron las ciudades de la región
del recinto religioso de Salazere y penetraron profundamente en el
interior de! imperio. La Tribu de los Cazadores de Tapires, que
inicialmente había observado a los Blancos Bárbaros con suspicacia,
traspasó las fortalezas de Mano, Samoa y Kin. Sólo unos pocos
guerreros de los Ugha Mongulala lograron escapar al baño de sangre y
huyeron a las regiones de los bosques inaccesibles situadas en las
zonas bajas del Gran Río. Con el transcurso de los siglos, sus
descendientes se mezclaron con las tribus salvajes. Únicamente han
conservado como testimonio de su origen la piel blanca de los
Servidores Escogidos. Han olvidado el legado de los dioses.
Las mayores pérdidas se produjeron durante las luchas en las
regiones meridionales del imperio. La tribu de los Caminantes, que
había sido aliada de Akakor, abandonó sus antiguos asentamientos.
Asesinando y saqueando, atravesó las zonas bajas del Gran Río hasta
llegar a la costa del océano oriental, tal como está escrito en la
Crónica:
Esta es la historia de la deserción de la tribu de los caminantes.
Cuando tuvieron noticias de los barbudo guerreros, se sorprendieron
grandemente. ¿ Por qué no ir allí? ¿Por qué no mirar a los extraños?
Y exclamaron: «Seguramente, traen grandes regalos, mayores que los
de los Servidores Escogidos». Así que partieron. Llegaron hasta el
borde del océano, hasta las naves de los Blancos Bárbaros. Los
barbudos extranjeros los recibieron con amabilidad; eran
inteligentes. Les regalaron finas telas y brillantes perlas.
Se las
regalaron coma prueba de amistad. Y los Caminantes codiciaron tanto
estos regalos que olvidaron el legado de los Dioses. Se sometieron a
los Blancos Bárbaros. De modo que su alianza con los Servidores
Escogidos había concluido. Lhasa la había establecido; había sido
sagrada. Ahora había perdido su valor; sólo quedaban los huesos. Mas
he aquí que el legado de los Dioses es más grande y más fuerte que
la traición de las Tribus Aliadas. Su esencia no se pierde, ni puede
desaparecer. La imagen de los Maestros Antiguos no puede
extinguirse, ni si quiera en mil años, nunca.
La traición de las Tribus Aliadas puso en peligro la vida de los
Ugha Mongulala. Para confundir a las superiores fuerzas del
enemigo, Akakor se valió de la astucia. Escogidos guerreros
disfrazados con las pinturas de guerra de las tribus rebeldes
atacaron los puestos de avanzada de los Blancos Bárbaros, mataron a
los enemigos y dejaron tras si señales de las tribus desertoras.
Los
Blancos Bárbaros se vengaron cruelmente de lo que ellos tomaron por
ataques de sus aliadas. Pronto estallaría una grande y confusa
guerra entre los Blancos Bárbaros, las tribus que habían desertado
de Akakor, los pueblos salvajes y los Ugha Mongulala. La Tribu de
los Caminantes sufrió las mayores pérdidas. Casi todo su pueblo
recibió una muerte cruel. La Tribu de los Cazadores de Tapires huyó a
las montañas situadas al norte del Gran Río. La Tribu de la Gloria
que Crece no tuvo otra opción que la de someterse al imperio de
Akakor.
Terrible fue el destino de los rebeldes. Sus rostros y sus cuerpos,
sus auténticas almas, estaban rojos de sangre. Sus sombras vagaban
sin descanso por la tierra. Sufrieron todo tipo de tribulaciones.
Fueron muertos. A ninguno le fue perdonada la vida. El castigo por
su falsedad fue su muerte. Tenían corazones falsos, blancos y negros
al mismo tiempo. Y pagaron su traición con la muerte.
La decadencia definitiva de mi pueblo comenzó con la deserción de
las Tribus Aliadas. Como un ejército de hormigas, los Blancos
Bárbaros avanzaban cada vez más. Si caían cien, a éstos les seguían
otros mil. Construyeron ciudades y poblados y establecieron su
propio imperio en las zonas bajas del Gran Río. Estaba emergiendo un
nuevo orden, que excluía al pueblo de los Servidores Escogidos y
rechazaba el legado de los Dioses. Comenzó una época de oscuridad en
la que sólo podía oírse el terrible sonido del aletear de los
vampiros y del ulular de los búhos.
Pero antes de que las tinieblas
cayeran sobre las fronteras de Akakor. descendieron sobre los
Akahim. la nación hermana de los Ugha Mongulala.
La lucha de los Akahim
Desde los tiempos de Lhasa, el Hijo Elegido de los Dioses,
Akakor v
Akahim, la ciudad hermana de las montañas de Parima, habían sido aliadas. Durante miles de años, los Ugha Mongulala
y el pueblo de los Akahim intercambiaron presentes. Las embajadas
visitaron regularmente las cortes respectivas. Sus guerreros
lucharon unidos contra tribus hostiles. Únicamente la llegada de los
godos en el duodécimo milenio trajo algo de tensión a estas
fraternales relaciones. Los Akahim temían a las terribles armas de
hierro y pensaron que los Ugha Mongulala deseaban someterlos. Akahim
interrumpió prácticamente todas las relaciones. Los exploradores de
los dos imperios se encontraban muy de vez en cuando para intercambiar presentes y sacrificios y reafirmar la amistad y la paz. La
llegada de los Blancos Bárbaros a la desembocadura del Gran Río
produjo un cambio decisivo en el destino de los Akahim.
Las Tribus
Aliadas revelaron la existencia de su imperio a los guerreros
extranjeros. Éstos prepararon naves y salieron en busca de la
misteriosa ciudad. Los Akahim se veían enfrentados al mismo dilema
que los Ugha Mongulala habían tenido que resolverá ochenta años
antes cuando el imperio de los incas se derrumbó: o luchar contra
los Blancos Bárbaros o retirarse hacia el interior de las montañas
de Parima. Para evitar una guerra sangrienta, el consejo supremo
decidió la retirada. Mas cuando los 130 ancianos daban la orden para
la paz, ocurrió un hecho inesperado: las mujeres se opusieron a esta
decisión, destronaron al consejo supremo y asumieron el poder por sí
mismas.
Bajo la dirección de la valerosa Mena forzaron a los hombres
a tomar el arco y la flecha y a enfrentarse a los Blancos Bárbaros.
«¡Vayamos a la guerra!»: así hablaron las mujeres. «¿No somos lo
suficientemente numerosos como para expulsar a los barbudos
extranjeros? ¿No somos lo suficientemente fuertes como para
derrotarlos?»
Y las mujeres de los Akahim se sublevaron, abandonaron sus vasijas y
rompieron sus ollas; apagaron el fuego del fogón y marcharon a la
guerra. Deseaban mostrarles su fuerza a los Blancos Bárbaros. Iban a
chascar sus huesos y convertir su carne en polvo.
La guerra de los Akahim contra los Blancos Bárbaros es uno de los
capítulos más heroicos de la historia de la Humanidad. Aliados con
los supervivientes de la Tribu de los Caminantes, libraron grandes
batallas contra sus enemigos. Desde largas canoas, las mujeres
guerreras atacaron las naves enemigas que estaban ancladas,
arrojaron flechas incendiarias a las velas y éstas ardieron.
Para
detener su avance, levantaron diques en los ríos con gigantescas
piedras. Así como antes hicieran los Ugha Mongulala, destruyeron su
propio país. De esta forma, los Akahim resistieron el ataque de los
Blancos Bárbaros durante siete años. Durante este período de tiempo
mataron a miles de barbudos guerreros, pero también ellos murieron
por miles. Y entonces la fuerza de los Akahim estaba agotada. Las
mujeres habían demostrado su coraje y llevado a su pueblo al borde
de la extinción. Las quejas de la nación hermana eran tan altas que
el llanto y la tristeza estallaron en Akakor.
Roja estaba la tierra, roja de sangre real. Pero era una buena
muerte la que los valientes Akahim habían encontrado, la mejor.
Rompieron la fuerza de los enemigos. Hicieron saltar sus huesos como
cuando se muele el maíz para fabricar harina. Arrojaron sus huesos a
la corriente. Y el agua los arrastró, a través de las montañas más
elevadas, y también de las más bajas.
Las mujeres de los Akahim, conocidas como las amazonas en el idioma
de los Blancos Bárbaros, han continuado siendo valientes guerreras.
A pesar de las graves pérdidas, lograron con el tiempo restablecer
nuevamente la vida de la comunidad e impedir el avance de los
Blancos Bárbaros hacia el interior de su territorio tribal original.
Se separaron de las Tribus Aliadas y establecieron un nuevo orden en
la vida de la comunidad. De la antiguamente poderosa tribu que vivía
en los valles inaccesibles de las montañas de Parima solamente
quedan hoy unas 10.000 personas. Pasan la mayor parte de sus vidas
en las residencias subterráneas de los Dioses. Únicamente salen a la
superficie para cultivar sus tierras y para cazar.
La vida de los Akahim difiere mucho de la de mi pueblo Están
gobernados por una princesa que es descendiente de la guerrera Mena.
Ella es la soberana absoluta de su pueblo. Ella selecciona a los
miembros del consejo supremo, a los señores de la guerra y a los
funcionarios. Todos los puestos de importancia están reservados para
las mujeres. Los hombres sirven como simples soldados o trabajan en
los campos. Incluso el Sumo Sacerdote es una mujer. Como el de mi
nación, preserva el legado de los Dioses.
Desde la rebelión de las
mujeres, los Akahim desconocen el matrimonio. Únicamente durante el
embarazo entran los hombres y las mujeres en una unión in-tima. Tras
el nacimiento del hijo, el hombre es rechazado nuevamente por la
mujer. Desde la edad de doce años, las muchachas disfrutan de una
educación privilegiada en las escuelas de las sacerdotisas y son
instruidas en el arte de la guerra y en la administración del
territorio. A partir de esa misma edad, los muchachos se ven
obligados a trabajar. Carecen de derechos y viven como esclavos.
Son
expulsados de la unión tribal por el más leve delito y se ven
forzados a abandonar
las residencias subterráneas. Muchos de estos desgraciados han huido
a Akakor. Aquí han tomado una esposa de los Ugha Mongulala y han
fundado una nueva familia. Porque las mujeres de mi pueblo están
contentas con la función que los Dioses les han asignado: ser fieles
servidoras de los hombres.
Tona estaba insatisfecha con su marido. No era feliz. Su corazón se
había endurecido. De modo que acudió al Sumo Sacerdote y le pidió
consejo. Ella deseaba ayuda. Ella deseaba separarse de su marido.
Mas el Sumo Sacerdote le ordenó que fuera paciente. Habría de vivir
con su marido hasta que hubiera registrado sus diez mayores faltas;
sólo entonces podría abandonarle.
Y Tona regresó a su casa, dispuesta a
anotar las diez mayores faltas de su marido. Deseaba registrar todo
aquello que no le gustaba de él. Mas cuando hubo encontrado la primera falta pensó que no valía la pena anotarla. Y
cuando halló la segunda, pensó que también era demasiado ligera. Y
los días pasaron. Una luna siguió a otra luna. Y los años pasaron. Y
Tona envejeció. Ni siquiera había registrado una sola falta de su
marido.
Era feliz y un ejemplo para sus hijos y para los hijos de
sus hijos.
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3 Los imperios
de los Blancos Bárbaros
1691 - 1920
La historia europea hasta la revolución francesa se caracterizó por
la rivalidad entre Francia y la casa de Habsburgo, y en ultramar por
la lucha por la hegemonía colonia!. 1776 fue una fecha decisiva en
la historia del continente norteamericano, y en 1783 Inglaterra
reconoció la independencia de los Estados Unidos de América.
Simultáneamente comenzó el exterminio de los indios norteamericanos.
La historia de las colonias españolas en América del Sur concluyó en
1824 con la batalla de Ayacucho, en la que Antonio José de Sucre, al
mando de los «Patriotas» de Simón Bolívar, derrotó definitivamente a
los mercenarios españoles. Surgieron una serie de repúblicas
independientes, entre las cuales se encontraban Perú, Ecuador,
Solivia y Chile. En 1 822, Brasil proclamó su independencia respecto
de Portugal.
En el mismo año comenzó la Cabanagem, el mayor
movimiento social revolucionario de la historia brasileña. Los
mestizos y los indios, dirigidos por
Angelim, fueron derrotados por las Fuerzas del gobierno central en
una guerra que duró tres años. Los dos tercios He la población
amazónica fueron exterminados. El primer «boom» del caucho estalló
hacia el año 1870. En un período de cuarenta años, 1 50.000
colonizadores recogieron 800 millones de kilos de caucho en el
Noroeste. Tras una sangrienta guerra fronteriza, Solivia cedió en
1903 a Brasil la provincia limítrofe de Acre, a cambio del pago de
dos millones de libras esterlinas. En 1915, la competencia de las
plantaciones británicas de Malasia provocó la caída de los precios
del caucho hasta la mitad de su valor inicial.
La explotación
económica de la Amazonia se detuvo temporalmente.
La desintegración del imperio
Los Ugha Mongulala son hoy una nación pequeña. Pero somos un pueblo
antiguo, el más antiguo del mundo. Durante miles de años hemos
vivido sobre el Gran Río y en las montañas de los Andes. Nunca
fuimos más allá, ni en la guerra ni en la paz. Nunca fuimos al país
de los Blancos Bárbaros. Pero los Blancos Bárbaros han conquistado
nuestro país y tomado posesión de él. Nos persiguen, cometen actos
indignos y nos enseñan muchas cosas malas. Antes de que ellos
cruzaran los océanos, la paz y la unidad reinaban entre las Tribus
Escogidas.
Ahora lo que hay es una guerra
continua. Los colonizadores blancos han avanzado hasta la región del
nacimiento del Gran Río, y nos roban nuestra tierra. Es la mejor y
la última que nos queda. En esta tierra nacimos. Aquí crecimos. Aquí
vivieron y murieron nuestros antepasados. Aquí también deseamos vivir y morir nosotros. El país nos pertenece.
Si los Blancos
Bárbaros tratan de privarnos de él, lucharemos del mismo modo como
lo hicieron nuestros antepasados, tal y como está escrito en la
crónica:
Los Blancos Bárbaros se reunieron. Tomaron sus armas y los animales
sobre los que pueden cabalgar. Numerosos eran sus guerreros cuando
llegaron por el Gran Río. Pero los Servidores Escogidos conocían su
llegada. No habían dormido. Habían estado observando a su enemigo
mientras se preparaba para la batalla. Los Blancos Bárbaros se
pusieron en marcha.
Planeaban atacar por la noche, cuando los
Servidores Escogidos estuvieran adorando a los Dioses. Pero no
lograron su objetivo. En el camino les sobrevino el sueño. Y los
guerreros de las Tribus Escogidas se acercaron y les cortaron sus
cejas y sus barbas. Arrancaron los ornamentos de plata de sus brazos
y los arrojaron al Gran Río. Hicieron esto en retribución y en
humillación. Así fue cómo mostraron su poder.
A comienzos del decimotercer milenio (el siglo XVIII) los
conquistadores blancos proseguían inexorables en su avance. Tras de
los soldados llegaron los mineros del oro, que revolvieron los ríos
en busca de las brillantes piedras. Los cazadores y los tramperos
recogieron las pieles del jaguar y del tapir. Los sacerdotes de los
Blancos Bárbaros erigieron templos bajo el signo de la cruz. Ciento
cincuenta años después de la llegada de las primeras naves a la
costa oriental, el imperio de los Ugha Mongulala se componía
únicamente de los territorios situados en las zonas altas del Gran
Río, de las regiones del Río Rojo, de la parte septentrional de
Bolivia y de las laderas
orientales de los Andes.
Las comunicaciones con la nación de los Akahim se habían interrumpido. La frontera fortificada del Oeste
yacía en ruinas. Los únicos supervivientes de las antiguamente
poderosas Tribus Aliadas eran la Tribu de los Cazadores de Tapires,
la Tribu de los Corazones Negros, la Tribu de los Espíritus Malignos
y la Tribu de los que se Niegan a Comer. La Tribu del Terror
Demoníaco había huido hacia el interior de la inmensidad de las
lianas. Los supervivientes de la Tribu de los Caminantes vivían con
los Akahim. Los Blancos Bárbaros avanzaban inexorablemente,
destruyendo a su paso toda obstrucción y todo aquello que les
desagradara. Del mismo modo como la hormiga rebana la carne de los
huesos del jaguar herido, así fue como ellos destruyeron el imperio
de las Tribus Escogidas.
Impotentes, los Ugha Mongulala contemplaban el ataque de sus
enemigos. Bajo una desesperante exasperación, experimentan la
decadencia del en un tiempo poderoso imperio. Las mujeres seguían
tejiendo ropas para sus maridos: los cazadores todavía rastreaban
la huella del jabalí y almacenaban provisiones para la estación de
las lluvias; los guerreros se mantenían vigilantes sobre las
poderosas murallas de Akakor en la protección de las altas montañas
y de los profundos valles. Pero las vidas y las acciones del Pueblo
Escogido estaban dominadas por una profunda tristeza.
Sus rostros se
mostraban pálidos, blancos y agotados, como las ñores que brotan en
la profundidad de la inmensidad de las lianas. ¿Dónde estaban los
Dioses que habían prometido regresar cuando sus hermanos de la misma
sangre y del mismo padre se hallasen en peligro? ¿Qué había sido de
la justicia de las leyes eternas que, según el legado de los Dioses,
debería imperar asimismo en los Blancos Bárbaros? El pueblo no veía
salida alguna. Tampoco los sacerdotes tenían respuesta.
Ese fue el comienzo de la decadencia. Ese fue el ignominioso final
del imperio. Así fue como comenzó la victoria de los Blancos
Bárbaros. Eran espíritus malignos, pero también fuertes y poderosos.
Cometieron crímenes incluso a la luz del día. Y los Servidores
Escogidos se unieron. Se levantaron en armas. Deseaban enfrentarse a
los Blancos Bárbaros y combatir. Querían acabar con ellos en las
cuatro esquinas del imperio. Sin temer a las potentes armas,
deseaban vengarse de sus crímenes.
Porque los Senadores Escogidos
nunca habían estado tan cegados por el poder o por la riqueza como
los Blancos Bárbaros.
La guerra sobre el Gran Río
En general, las tribus que se asientan en las zonas bajas del Gran
Río son perezosas y pacíficas, como lo es el agua que en su
presencia afluye hacia el mar. Cuando Lhasa extendió su imperio
hasta la desembocadura del río. estas tribus salieron a su encuentro
con presentes. Saludaron a sus guerrero con pruebas de amistad y se
aliaron voluntariamente con la nación más poderosa de la tierra. No
deseaban otra cosa que su tierra, en la que poder vivir en paz y
tranquilidad. Seria sólo con la llegada de los Blancos Bárbaros
cuando la vida de las tribus salvajes comenzó a cambiar.
Aunque
antiguamente habían apoyado a los Ugha Mongulala, ahora servían a
los Blancos Bárbaros, que les habían prometido riquezas y poder. Mas
los Blancos Bárbaros nada saben del valor de las promesas. Su
corazón es frío y su forma de pensar es muy extraña y complicada. No
pelean los unos contra los otros por motivo del honor de un hombre o
para demostrar su fortaleza, sino hacen la guerra sólo y
exclusivamente por la propiedad de las cosas. Y las tribus salvajes
de las zonas bajas del Gran Río comenzaron también a comprobar esto.
Tan horribles eran las atrocidades que los Blancos Bárbaros cometían
que incluso estos pacíficos pueblos se levantaron en armas. Se
unieron y declararon la guerra a sus opresores.
Fueron los exploradores quienes trajeron noticias al consejo supremo
de Akakor sobre esta revuelta, que pronto se convertiría en una
guerra civil entre los Blancos Bárbaros. Las descripciones de las
luchas eran horribles. Los Blancos Bárbaros perseguían a los
rebeldes sin piedad. Con la protección de la noche, atacaron
ciudades y aldeas. Con sus armas que vomitaban fuego, asesinaron a
las personas ordinarias. Los caudillos fueron colgados por sus
talones de los árboles, y arrancados sus corazones. Pronto el Gran
Bosque se llenó de los lamentos de los moribundos.
Los
supervivientes pasaban como sombras por el país e imploraban la
justicia de los Dioses, tal y como está escrito en la crónica:
¿Qué clase de gente es ésta que ni siquiera respeta a sus propios
dioses y que mata porque disfruta de la sangre de los extranjeros?
Son seres miserables. Son rompedores de huesos. Golpean incluso a
sus propios hermanos hasta que sangran. Extraen su sangre hasta que
se seca y esparcen sus huesos sobre los campos. Así es cómo son:
quebrantahuesos, destructores de esqueletos, gente miserable.
La guerra sin cuartel de los Blancos Bárbaros duró tres años. Por
tres veces pasó el Sol desde el Este hasta el Oeste
antes de que la guerra terminara. Cuando concluyó, la tierra sobre
el Gran Río parecía como si hubiera sido barrida. Se parecía a la
infinita inmensidad de los océanos en la que ni siquiera pueden
distinguirse las grandes naves de los Blancos Bárbaros. Las tribus
salvajes fueron exterminadas. Apenas sobrevivió un tercio de la
población. Pero también la fortaleza de los Blancos Bárbaros había
quedado agotada.
Durante las siguientes décadas los Ugha Mongulala dispusieron de un
muy necesario tiempo para respirar. Pudieron retirarse y reorganizar
la defensa de las regiones que aún poseían. Una vez más, mi pueblo
tomó ánimos. Sacrificó incienso y miel de abejas, y veneró la
memoria de los muertos. Las tribus de los Servidores Escogidos se
reunieron en asamblea. Se congregaron delante del espejo dorado para
dar gracias por la luz y llorar por los muertos. Quemaron resina,
hierbas mágicas e incienso.
Y por primera vez en su historia,
cantaron la canción del sol negro, con tristeza y con dolor:
¡Ay de nosotros! Negro brilla el Sol.
Su luz cubre la Tierra con tristeza. Sus rayos presagian la muerte.
¡Ay de nosotros!
No regresaron los guerreros,
Cayeron en la batalla sobre el Gran Río, los arqueros y los exploradores,
los hondistas y los lanceros. ¡Ay de nosotros!
Negro brilla el Sol. La oscuridad cubre la Tierra.
El avance de
los recolectores de caucho
La paz en la frontera oriental del imperio duró poco tiempo. Apenas
quince años después de la terrible guerra en las zonas bajas del
Gran Río. los Blancos Bárbaros se habían recuperado de sus pérdidas.
Prepararon un nuevo ataque sobre el Gran Bosque. Desde Manaus, que
es como llaman a su ciudad más grande, avanzaron en un amplio frente
hasta las zonas altas del Gran Río. del Río Rojo y del Río Negro. Y
una vez más, venían impulsados por su insaciable avaricia. Los
Blancos Bárbaros habían descubierto el secreto del caucho.
Mi pueblo ha conocido el secreto de la cauchera durante miles de
años. Nuestros sacerdotes se sirven de su savia para preparar
medicinas y venenos. También la utilizan para preparar los colores
de las pinturas de guerra y para la construcción de casas. Pero mi
pueblo respeta las leyes de la Naturaleza. Recoge solamente pequeñas
cantidades de caucho, que es la forma como los Blancos Bárbaros
denominan a la savia de los árboles. Mi pueblo evita todo aquello
que pueda poner en peligro la vida de los bosques.
Sin piedad, los Blancos Bárbaros trajeron la destrucción de la
Naturaleza. Enviaron cientos de miles de hombres a la inmensidad de
las lianas, empujados por la promesa de la riqueza fácil y
protegidos por las armas de sus caudillos. En un corto período de
tiempo, el país antiguamente fértil se vio convertido en un desolado
desierto. Este renovado avance de los Blancos Bárbaros era más
peligroso para Akakor que sus campañas cien años antes. Entonces se
habían contentado con un rápido botín. Ahora se quedaban en los
bosques, se establecían y cultivaban la tierra. Las tribus salvajes
tuvieron que huir.
Aquellas que permanecieron fueron asesinadas por los recolectores de
caucho o mantenidas prisioneras como animales en grandes
empalizadas. Se extendió una gran desesperación. Como los Blancos
Bárbaros no conocen la luz de los Dioses, la superficie de la tierra
se oscureció.
El segundo avance de los Blancos Bárbaros sorprendió a los Ugha
Mongulala que vivían en la planicie elevada del Mato Grosso y en la
frontera boliviana. Eran éstos los mas antiguos territorios tribales
de mi pueblo. Aquí habían vivido nuestros antepasados desde la
llegada de los Dioses 15.000 años antes. Ante el avance de los
recolectores de caucho y de los colonizadores, los guerreros se
vieron obligados a retirarse. Ni siquiera el grueso del ejército de
los Ugha Mongulala habría sido capaz de contener a los Blancos
Bárbaros.
Éstos llegaron en enormes cantidades. Sus capitanes
portaban armas muy poderosas y superiores. De modo que el consejo
supremo decidió establecer una nueva frontera del imperio en la Gran
Catarata situada en las colinas al pie de los Andes. Aquí los Ugha
Mongulala se prepararon para la batalla. Desde aquí defenderían
Akakor, beneficiándose del difícil terreno. Y decidieron morir en
defensa del legado de los Maestros Antiguos.
En el transcurso de las luchas, los señores de la guerra pusieron en
práctica nuevas tácticas. A primeras horas de la mañana, cuando los
Blancos Bárbaros todavía dormían, nuestros guerreros se arrastraban
hasta los campamentos, ponían fuera de combate a los guardianes y
llevaban las chozas, que estaban construidas sobre postes, hasta el
río. Los Blancos Bárbaros que dormían se ahogaban o eran devorados
por los peces. Cuando los guardianes volvían en sí, solamente
encontraban un amplio espacio vacío. Si contaban el misterioso
acontecimiento en la aldea más próxima, nadie les creía. Los
recolectores de caucho pensaban que se habían vuelto locos.
Cuanto más frecuentemente ocurrían estos acontecimientos, mayores
eran la suspicacia y la confusión. Comenzaron a luchar los unos
contra los otros. Temerosos de nuevos ataques, se retiraron de los
bosques. El agotamiento de nuestros recursos aceleró, asimismo, la
retirada de los Blancos Bárbaros. Ni siquiera los bosques
inconmensurables eran lo suficientemente grandes para su avaricia, y
despreciando las leyes de la Naturaleza, provocaron la disminución
del número de árboles. La búsqueda de la valiosa savia se hizo cada
vez más difícil. La mayoría de los recolectores de caucho regresaron
a las costas orientales. Solamente unos cuantos poblados de las
zonas altas del Río Rojo quedaron habitados.
Los Blancos Bárbaros ocuparon la tierra. Proliferaron sobre las
riberas del Gran Río. Tuvieron hijos e hijas. Cultivaron los campos.
Construyeron aldeas de caliza y de argamasa. Realizaron grandes
hazañas. Pero no teman ni alma ni razón. No conocían el legado de
los Dioses.
Los Blancos Bárbaros se parecían a los hombres,
hablaban como los hombres, pero eran peores que los animales
salvajes.
El asalto a la capital de los Blancos Bárbaros
Desde que yo he sido enviado a observar a los Blancos Bárbaros en su
propio territorio y conocerlos, he comprendido que ellos también
poseen conocimientos y sabiduría. Muchas de las cosas que han creado
podrían ser igualmente dignas de los Ugha Mongulala. Mas mi pueblo
juzga a los hombres por sus corazones; y en los corazones de los
Blancos Bárbaros
anidan la traición y la oscuridad. Son falsos para con sus enemigos
y para con sus hermanos. Sus más importantes armas son la traición y
la astucia. Pero nosotros hemos aprendido de sus actos. Con nuestro
coraje y nuestra sabiduría podemos derrotarlos. Esto lo demostró
Sinkaia, un digno descendiente de Lhasa, el Hijo Elegido de los
Dioses.
Trescientas ochenta y cuatro generaciones habían
transcurrido desde su misteriosa marcha. La crónica registraba el
año 12.401 (1920) cuando Sinkaia fue aclamado príncipe de los Ugha
Mongulala. Muy pronto demostraría Sinkaia ser un hombre capaz. Él
guió la retirada de los Servidores Escogidos hasta la nueva frontera
fortificada situada en la Gran Catarata. Fue también él quien
reorganizó la defensa del imperio y quien dirigió una campaña dentro
del territorio de los Blancos Bárbaros. Hasta hoy en día dicha
campaña ha quedado como un símbolo del valor de los Ugha Mongulala.
Esta es la historia del asalto a la capital de los Blancos Bárbaros.
Aquí describiremos cómo sucedió. Pensando en todos los crímenes, y
en toda la tristeza, y en todo e, dolor que aquéllos habían causado
a las Tribus Escogí das, Sinkaia decidió declarar la guerra.
Y así
fue cómo habló a los más valientes guerreros:
«Esta es la orden que
os doy. Id adelante; avanzad por el interior del territorio de
nuestros enemigos. Vosotros vengaréis a los hermanos muertos.
Vengaréis toda la sangre que ha corrido desde la llegada de los
Blancos Bárbaros. Coged las mejores armas, los arcos más ligeros,
las flechas más afiladas, y abrid sus pechos. Incendiad sus casas,
matad a sus hombres; mas perdonad a las mujeres y a los niños.
Porque incluso en esta guerra honraremos el legado de los Padres
Antiguos. Acudid primero al Gran Templo del
Sol y despedíos de los Dioses, porque difícilmente podréis regresar
vivos. Pero apresuraos. El mensajero con la Flecha Dorada ya va de
camino. Os adelanta en un día y en una noche. Lleva la guerra a los
Blancos Bárbaros».
Desconozco el modo cómo la crónica de los Blancos Bárbaros describe
la campaña de Sinkaia. Desconozco asimismo el nombre que dieron a
los guerreros que penetraron en la capital a la luz del día. Yo sólo
sé lo que está escrito en la Crónica de Akakor. Según la crónica de
mi pueblo, el consejo supremo de los Blancos Bárbaros había tomado
prisioneros a quince de los más respetados hombres de entre los
incas. Sinkaia se sintió responsable de su destino. Envió un
mensajero a la ciudad llamada Lima y exigió su inmediata liberación.
Cuando los dirigentes de los Blancos Bárbaros rechazaron su
petición, envió al mensajero con la Flecha Dorada como signo de la
guerra. Seguidamente, ochenta escogidos guerreros se pusieron en
camino hacia el territorio de sus enemigos.
Según nuestra crónica, los guerreros pasaron a través de un pasadizo
subterráneo que se remonta hasta los tiempos de Lhasa, el Hijo
Elegido de los Dioses. Comienza en el Gran Templo del Sol en Akakor
y termina en el corazón de la capital de los Blancos Bárbaros. Sus
paredes están iluminadas. Unas piedras negras, que nosotros
denominamos «piedras horarias», están hundidas en los muros a
intervalos regulares para marcar las distancias. La entrada y la
salida están protegidas por símbolos de nuestros Dioses, por trampas
y por flechas envenenadas.
Ni siquiera los incas conocen el curso
del túnel. Tras la llegada de los Blancos Bárbaros, construyeron su
propio pasadizo subterráneo, que iba desde Cuzco, vía Catamarca,
hasta el patio interior de la catedral de Lima. Una losa
de piedra oculta el pasadizo del mundo exterior. Está tan
inteligentemente disimulada entre los cimientos que no puede ser
distinguida de las otras losas. Únicamente aquellos que conocen el
secreto pueden abrirla.
Los ochenta escogidos guerreros caminaron a través del pasadizo de
Lhasa. Durante tres lunas se deslizaron como sombras por entre el
país de sus enemigos. Llegaron a la capital de los Blancos Bárbaros.
Al salir el Sol rompieron el pasadizo subterráneo y trataron de
liberar a los incas cautivos. En la batalla que siguió, murieron 120
Blancos Bárbaros. Mas la ventaja del enemigo era demasiado grande.
Ninguno de los guerreros de Sinkaia regresó a Akakor.
Entregaron sus
vidas como fieles servidores de los Dioses para el Pueblo Escogido.
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4 La sabiduría
de los Ugha Mongulala
1921 - 1932
La Primera Guerra Mundial fue consecuencia de la política de las
potencias imperialistas y de la intensificación de las tensiones
nacionalistas. Terminó con la derrota absoluta de la Alemania
Imperial. La posguerra, sin embargo, renovó las diferencias
políticas y preparó a Europa para la Segunda Guerra Mundial.
Entretanto, los Estados Unidos se habían elevado al rango de
potencia mundial. Los últimos núcleos de la población nativa
quedaron relegados a las Reservas Indias. En los países de América
Latina se desarrollaron grandes diferencias políticas y sociales.
Perú, la cuna de los incas, era ahora gobernado por 300 familias. El
ochenta por cien de la población brasileña dependía de una manera
absoluta de los propietarios de enormes haciendas. En la Amazonia,
el avance de la civilización blanca quedó temporalmente suspendido a
finales del «boom» del caucho. Los indios de los bosques vírgenes se
retiraron al interior de las regiones de los bosques, salvándose así
de
la extinción total.
En 1926, el Mariscal Rondón creó el
Servicio de
Protección India del Estado Brasileño, mas la corrupción y el crimen
lo convirtieron en un instrumento de la clase superior blanca.
El nuevo orden del imperio
En un tiempo, la voz de mi pueblo era una voz poderosa. Ahora es
difícil y ya no puede conmover los corazones de los Blancos
Bárbaros. Porque éstos son fríos hasta con sus propios hermanos.
Tienen casas lo suficientemente grandes como para albergar a todas
las familias de una aldea, y sin embargo arrojan de ellas a los
caminantes. Sostienen en sus manos grandes racimos de plátanos, pero
no dan una sola fruta a los hambrientos. Así es como permanentemente
se comportan los Blancos Bárbaros.
Ésta es la razón por la que hemos
huido hacia las regiones inaccesibles de las montañas, pese a que
nuestros guerreros deseaban la guerra, tal y como está escrito en la
crónica:
«Ya no poseemos un poderoso ejército.» Así hablaron los señores de
la guerra ante el consejo supremo. «Tampoco tenemos aliados ni
fortalezas que protejan el imperio. Nuestros guerreros se retiran
ante las superiores fuerzas del enemigo. Se ven empujados por las
montañas y por los valles. Mas todavía podemos unirnos; toda vía
podemos atacarles con nuestros arcos y con nuestras flechas. Podemos
atacar sus aldeas, en las que han construido sus casas y anclado sus
barcos.» Así hablaron los señores de la guerra ante el consejo
supremo, y los que escuchaban se conmovieron por su valor.
El planeado ataque a los poblados de los Blancos Bárbaros sobre el
Gran Río nunca tuvo lugar. El consejo supremo decidió en contra de
una nueva guerra, que habría sido una lucha inútil. Los guerreros de
los Ugha Mongulala estaban indefensos ante las armas del enemigo.
De modo que el consejo supremo se concentró en la reorganización del
territorio que seguía en sus manos. Para protegerlo contra ataques
por sorpresa, el consejo ordenó el establecimiento de puestos de observación en las cuatro esquinas del imperio, en la Gran Catarata
situada en la frontera entre Brasil y Bolivia. en la región del
nacimiento del Gran Río, en las montañas que rodean Machu Picchu. y
en las laderas septentrionales del monte Akai.
Todo extraño que se
atreviera a avanzar más allá de estos puntos seria inexorablemente
muerto por los guerreros de los Ugha Mongulala. Al mismo tiempo, el
consejo supremo renovó la amistad con las Tribus Aliadas que seguían
siendo leales. Las únicas que quedaban y en las que por aquel
tiempos se podía confiar eran la Tribu de los Corazones Negros. la
Tribu de la Gran Voz en la Gran Catarata, la Tribu del Terror
Demoníaco en las zonas altas del Río Rojo, y unas cuantas tribus
menores en los bosques orientales. Únicamente estas tribus habían
conservado el legado de los Maestros Antiguos.
Sus caudillos eran iniciados. Todo lo conocían sobre el Pueblo
Escogido. Pero no rompieron su voto de silencio. Sus corazones
estaban llenos de veneración. Inclinaban sus cabezas cuando
recordaban a los Dioses.
El consejo supremo restableció asimismo la seguridad interior del
imperio. Con su retirada voluntaria, los Ugha Mongulala habían
perdido más de las tres cuartas partes de su territorio y se vieron
obligados a adaptar la vida de la comunidad a las nuevas
condiciones. Las mujeres comenzaron a trabajar en los campos y
recibieron responsabilidades para administrar y supervisar las
provisiones. Las funciones de los hombres consistían en la
construcción de fortificaciones y en la defensa de las fronteras.
Seguían cazando animales y mantenían las comunicaciones con las
últimas Tribus Aliadas.
Pasaron los años sin ningún acontecimiento decisivo. Los Blancos
Bárbaros continuaban extendiendo sus nuevos imperios. Los Ugha
Mongulala vivían en retirada de acuerdo con el legado de los Dioses.
Lo único que quedaba del viejo estilo de vida eran los guerreros que
todavía se mantenían apostados en los ríos, tal y como está escrito
en la crónica:
Armados de arcos y de flechas, los guerreros de las Tribus Escogidas
se pusieron en camino. Subieron hasta las altas montañas y bajaron
hasta el Gran Río. Atravesaron rebaños de animales y de pájaros,
prestos los cuchillos y afiladas las lanzas de bambú. Y fueron
también hasta la Gran Catarata, a donde llegaron para mantener la
vigilancia. Los guerreros se apostaron en las cuatro direcciones, en
la Dirección Azul, en la Dirección Negra, en la Dirección Roja y en
la Dirección Amarilla.
Allí se apostaron para herir de muerte a los
Blancos Bárbaros que se atrevieran a avanzar hacia Akakor.
El elevado conocimiento de los sacerdotes
Los Dioses se hacen esperar. Aunque los sacerdotes han calculado que
su regreso está próximo y cercano, sus naves doradas aún no han
aparecido. Mi pueblo ha estado solo en lucha contra los Blancos
Bárbaros, que lenta e inexorablemente han ido integrando el Gran
Bosque en su imperio. Pero los Ugha Mongulala todavía no han sido
derrotados. Los hombres continúan viviendo de acuerdo con las leyes
de Lhasa, protegidos por el conocimiento y la sabiduría de nuestros
Maestros Antiguos.
Para que lo que a continuación sigue sea comprensible, debo hablar
una vez más sobre la Edad de Oro, cuando los Dioses gobernaban un
vasto imperio sobre la Tierra. Durante miles de años, los sacerdotes
han conservado y preservado el legado de los Dioses. Nada se ha
perdido, ni el conocimiento de los Padres Antiguos ni los documentos
secretos que se guardan en el Gran Templo del Sol subterráneo. Estos
se componen de grabados, de mapas y de dibujos misteriosos
realizados por los Dioses y que hablan sobre la enigmática y oscura
prehistoria de la Tierra.
Uno de los mapas muestra que nuestra Luna no es la primera y que
tampoco es la única en la historia de la Tierra. La Luna que
nosotros conocemos comenzó a acercarse a la Tierra y a girar en
derredor de ella hace miles de años. En aquel entonces el mundo
tenia otro aspecto. En el Oeste, allí donde los mapas de los Blancos
Bárbaros solamente registran agua, existía una gran isla. Asimismo,
en la parte septentrional del océano se encontraba una gigantesca
masa de tierra. Según nuestros sacerdotes, ambas quedaron sumergidas
bajo una inmensa ola durante la primera Gran Catástrofe, la de la
guerra entre las dos razas divinas. Y añaden que esta guerra trajo
la
desolación a la Tierra y también a los mundos de Marte y de Venus,
que es como los Blancos Bárbaros los llaman.
Basándose en los documentos dejados por los Dioses, nuestros
sacerdotes conocen muchas de las cosas que siguen siendo
desconocidas para los Blancos Bárbaros. Conocen las cosas más
pequeñas y las más grandes, y la materia de la que todo se compone.
Estudiaron el curso de las estrellas y las relaciones en la
Naturaleza. Exploraron las fuerzas espirituales del hombre, cómo
gobernarlas y cómo aplicarlas.
Nuestros sacerdotes han aprendido a
hacer que los objetos puedan volar por el espacio, y a abrir el
cuerpo del enfermo sin tocarlo. Saben cómo transmitir el pensamiento
sin utilizar palabras. Esto les permite comunicarse con otras
personas a través de las mas largas distancias, no en detalle, sino
que pueden transmitirse si sus corazones están alegres o tristes.
Pero para esta comunicación son precisos el conocimiento del legado
de los Dioses y un poder absoluto sobre las fuerzas mentales.
Mi pueblo nada tendría que temer de un enfrentamiento mental con los
Blancos Bárbaros. Cierto que nuestros enemigos construyen poderosas
herramientas y que fabrican potentes armas; que perforan la tierra,
bajo las montañas y a través de las rocas; que se elevan en el cielo
en el vientre de un pájaro gigante y que. como las águilas, vuelan
de nube en nube; que sus barcos son grandes y poderosos y que cruzan
invencibles el océano. Pero sus armas no pueden asustarnos. Todavía
no han construido nada que los salve de la muerte o que prolongue
sus vidas. Todavía no han hecho nada que sea superior a las acciones
de los Dioses en su tiempo. Y ni todas sus artes, ni toda su magia,
los han hecho más felices. Pero la vida de los Ugha Mongulala es
simple y está dirigida por el legado de los Dioses. Cuando los
Blancos Bárbaros juegan a ser dioses, nosotros los miramos con
lástima.
La vida de las Tribus Escogidas era consiguientemente feliz. Sus
leyes se derivaban de una única y sencilla fuente. Sólo había un
orden, y los Servidores Escogidos actuaban de acuerdo con él. En
todos sus actos seguían el legado de los Dioses. Porque ellos nos
enseñaron cómo arrancar el fruto del árbol y cómo hacer salir las
raíces de la tierra. Ellos nos dieron arcos y flechas para proteger
nuestro cuerpo del enemigo. Nos dieron alegría para danzar y para
jugar. Nos enseñaron el secreto de los hombres, de los animales y de
las plantas.
Fieles a los deseos de nuestros Maestros Antiguos, los sacerdotes
recogieron todos los conocimientos y todas las experiencias y los
conservaron en las residencias subterráneas. Los objetos y los
documentos que dan testimonio de los 12.000 años de la historia de
mi pueblo se guardan en una habitación labrada en la roca. Aquí se
hallan también los misteriosos dibujos de nuestros Padres Antiguos.
Están grabados en verde y en azul sobre un material desconocido para
nosotros. Ni el agua ni el fuego pueden destruirlo.
De los tiempos
de Lhasa, todavía conservamos su traje dorado, sus poderosas armas y
el cetro de gobernante, hecho de una piedra rojiza. De la época de
los godos, hemos conservado las cabezas de dragón de sus barcos, sus
escudos alados, sus armaduras y sus espadas de hierro. También se
guarda aquí la primera crónica escrita de los Blancos Bárbaros, la
llamada Biblia.
Más de la mitad de las residencias subterráneas están ocupadas por
los ornamentos y las joyas procedentes de los templos de nuestras
ciudades abandonadas. Las herramientas y las escrituras de los
soldados alemanes que llegaron hasta nosotros en el año 12.422
(1941) ocupan un lugar especial.
Nos dieron sus vestidos, sus armas, y el signo de su nación: una
cruz negra sobre una tela blanca. Se parece a nuestras ruedas de
fuego, que los niños hacen rodar montaña abajo en la época del
solsticio. Nuestro propio símbolo se remonta a los tiempos de los
Padres Antiguos: un brillante sol rojo que se eleva sobre un mar
profundamente azul.
El testimonio más importante de la alianza entre los soldados
alemanes y los Ugha Mongulala es el acuerdo firmado entre las dos
naciones. Está escrito en el lenguaje de los Padres Antiguos y en el
de los Blancos Bárbaros y fue firmado por el príncipe y por los
dirigentes de los soldados alemanes.
Además de los documentos del pasado, en las residencias subterráneas
se alojan también objetos de la vida cotidiana, tales como vasijas
de arcilla, joyas e instrumentos musicales. Existen diversos tipos
de flautas, hechas de huesos de jaguar o de arcilla cocida. Las
maracas de madera y los tambores están hechos de troncos vacíos de
árboles y recubiertos con pieles de tapir. Los bastones de los
tambores tienen cabezas cubiertas de caucho. Durante las ceremonias
de duelo en el Gran Templo del Sol utilizamos unos grandes cuernos
huecos que producen un sonido profundo y lleno de tristeza. Esta
música acompaña al yo esencial en su tránsito hacia la segunda vida.
El mayor tesoro de mi pueblo, la Crónica de Akakor, se encuentra en
un pasadizo revestido de oro y que une el Gran Templo del Sol con
las residencias subterráneas. La primera parte, que abarca desde el
tiempo de la partida de los Dioses hasta el final de la era de la
sangre, está escrita sobre pieles de animales. Desde los tiempos de
Lhasa, los sacerdotes utilizan el pergamino.
La entrada a la habitación en la que se conserva la crónica está
defendida por escogidos guerreros que son los responsables del
testimonio de la historia de mi pueblo, y al conservar la crónica,
podremos dar cuenta a los Dioses para cuando regresen.
Un caudillo de los Blancos Bárbaros en Akakor
Mi pueblo sabe cómo preservar el secreto de Akakor. Durante los
12.000 años de historia de las Tribus Escogidas, muy pocos
extranjeros han entrado en nuestra capital. Durante el reinado de
Lhasa, el Hijo Escogido de los Dioses, los embajadores de Samón
visitaron nuestro imperio. Tres milenios después, los incas
discutieron con nosotros la guerra y la paz. En el duodécimo
milenio, los godos llegaron a las costas orientales de! imperio,
establecieron contacto con nuestros guerreros y se unieron a nuestro
pueblo. Luego llegaron los Blancos Bárbaros. Para impedir el
descubrimiento de Akakor, los Ugha Mongulala abandonaron la mayor
parte del en un tiempo poderoso imperio.
Los pocos enemigos que
alcanzaron la ciudad de Akakor fueron enviados para siempre a las
minas de oro y de plata. Un grupo de blancos, buscadores de caucho,
fue el único cuyas personas fueron ejecutadas por orden del consejo
supremo. Se hablan adentrado hasta Akakor en el año 12.408 (1927).
Su caudillo se llamaba a sí mismo Jacob, un hombre que había rendido
homenaje al signo de la cruz. Dado que nuestros sacerdotes deseaban
saber qué tipo de dios se hallaba oculto detrás de dicho signo,
convocaron una asamblea de todo el pueblo.
Ante los ojos de los
Servidores Escogidos se mantuvo una tensa discusión, tal y como está
escrito en la crónica, con buenas palabras, con lenguaje claro:
Y Jacob se detuvo delante del consejo supremo. Elevó su voz para
iniciar su defensa. Mas le sobrevino un extraño sentimiento.
Contempló a quienes se hallaban delante de él y a los que había
ordenado matar: hombres iguales a él, con la piel blanca y con
rostros honestos. Y Jacob comenzó a sudar. La sangre afluyó a su
cabeza. Su boca estaba seca. El arma poderosa cayó de sus manos. En
su loca desesperación rezó a su dios. Jacob comenzó a hablar sobre
las leyes de su pueblo.
«Es mejor matar a los salvajes que dejarles
vivir, porque son como los animales del bosque. Estas son mis
órdenes. Así es como debo actuar.»
Entonces habló Magus, el sumo
sacerdote de las Tribus Escogidas:
«Has hablado sobre mi pueblo como
un hombre que se cree que es un dios que puede decidir sobre la vida
y la muerte. Mas, ¿no sabes tú también que la vida real se prolonga
más allá de la muerte? Yo, tú, todos nosotros, hemos tenido una
existencia antes de esta vida. Y también viviremos después de la
muerte. Los sentimientos transitorios son ajenos a nosotros. La
felicidad y la tristeza, el calor y el frío, nada significan para
nosotros. Nosotros estamos libres de estos sentimientos
transitorios, realmente libres. Y sólo aquel que ha reconocido esta
verdad, el auténtico significado de la vida y de la muerte, puede
entrar en la segunda vida. Porque el yo esencial que habita en
nuestro cuerpo no está sujeto ni al tiempo ni al espacio. Nadie
puede destruirlo, puesto que es indestructible y no conoce ni el
nacimiento ni la muerte. Ningún arma puede herirle, ningún fuego
quemarle, ningún agua ahogarle, ningún calor secarle. Pero para
vosotros todo termina con la muerte».
«Dime, sacerdote», afirmó
entonces Jacob, «¿cuál es el camino de tu pueblo? ¿Cómo cumplís
las leves de vuestros Dioses?»
Y Magus contestó:
«Dos caminos
conducen a esta meta: los actos y el conocimiento. El conocimiento
puede lograrse mediante actos justos. Sin sabiduría no puede
alcanzarse la meta. El mayor deber de mi pueblo es el servicio a la
comunidad. Sus peores enemigos son la avaricia y la ira».
Ahora
Jacob se mostraba enfadado. Sus palabras estaban llenas de enojo.
Amenazó con su corazón helado:
«Incluso si me matáis, no viviréis.
Porque mi pueblo es como la hormiga. Infatigable en su creatividad,
no conoce la resistencia».
Y un murmullo se extendió entre los
presentes. La amargura llenó los corazones del pueblo. Y el Sumo
Sacerdote se levantó. Dijo la última verdad completa:
«Una persona
que no está unida a nada, que no se cree a sí misma como el
instrumento de los Dioses, no es humana; es infame. Está perdida,
como el animal herido en el bosque. Tú, Blanco Bárbaro, careces de
fe. Niegas la voluntad de los Dioses. Ni siquiera respetas a tu
propio Dios. Ni siquiera cumples tus propias leyes. Debes por tanto
morir, y todos tus amigos contigo».
Esta anotación concluye la discusión entre Jacob y el sumo sacerdote
Magus. Los buscadores de caucho fueron ejecutados. Akakor dobló los
puestos de vigilancia sobre los ríos. Los Ugha Mongulala esperaban
el regreso de los Dioses. Este período, cuando llegaron los
soldados alemanes, que está explicado en la cuarta parte de la
crónica, sometió a mi pueblo a las pruebas más difíciles. Las
últimas Tribus Aliadas renunciaron a su alianza. Los Servidores
Escogidos tuvieron que huir al interior de las residencias
subterráneas.
Lo único que les quedaba era el legado de los Dioses.
Éste no nos lo pueden quitar los Blancos Bárbaros, pues está
reflejado sobre
cada árbol, sobre cada flor, sobre cada mata de hierba, sobre el
mar, sobre el cielo y sobre las nubes. Los Dioses extienden sus
manos a todos los hombres, y no creen en que unos sean diferentes a
otros, o que uno de ellos pueda decir:
«Yo habito en el sol, tú
perteneces a la sombra».
Por su legado, todo debe estar en el sol,
aunque ahora nosotros nos hayamos visto obligados a ocultarnos en la
sombra de las montañas.
Todo es repetición. Nada pasa que no pueda iniciarse de nuevo. Todo
ha ocurrido ya con anterioridad: la victoria y la derrota, el poder
y la debilidad. Desde tiempos inmemoriales, la naturaleza se ha
repetido a sí misma.
Sólo el legado de los Dioses permanece para
siempre, eternamente.
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