PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN
Es tarea ingrata e incómoda, para un discípulo, la presentación de
una obra escrita por su propio Maestro. Por ello, no me propongo
analizar aquí El misterio de las catedrales, ni subrayar su belleza
formal y su profunda enseñanza. A este respecto, confieso, muy
humildemente, mi incapacidad y prefiero dejar a los lectores el
cuidado de apreciarlo en lo que vale, y a los Hermanos de Heliópolis
el gozo de recoger esta síntesis, tan magistralmente expuesta por
uno de los suyos. El tiempo y la verdad harán todo lo demás.
Hace ya mucho tiempo que el autor de este libro no está entre
nosotros. Se extinguió el
hombre. Sólo persiste su recuerdo. Y yo experimento una especie de
dolor al evocar la imagen del Maestro laborioso y sabio al que tanto
debo, mientras deploro, ¡ay!, que desapareciera tan pronto. Sus
numerosos amigos, hermanos desconocidos que esperaban de él la
solución del misterio Verbum dimissum, le llorarán conmigo.
¿Podía él llegado a la cima del Conocimiento, negarse a obedecer las
órdenes del Destino? Nadie es profeta en su tierra Este viejo adagio
nos da, tal vez, la razón oculta del trastorno que produce la chispa
de la revelación en la vida solitaria y estudiosa del filósofo. Bajo
los efectos de esta llama divina, el hombre viejo se consume por
entero. Nombre, familia, patria, todas las ilusiones, todos los
errores, todas las vanidades, se deshacen en polvo. Y, como el Fénix
de los poetas, una personalidad nueva renace de las cenizas. Así lo
dice, al menos, la Tradición filosófica.
Mi Maestro lo sabía. Desapareció al sonar la hora fatídica, cuando
se produjo la Señal ¿Y quién se atrevería a sustraerse a la Ley? Yo
mismo, a pesar del desgarro de una separación dolorosa, pero
inevitable, actuaría de la misma manera, si me ocurriese hoy el
feliz suceso que obligó al Adepto a renunciar a los homenajes del
mundo.
Fulcanelli ya no existe. Sin embargo, y éste es nuestro consuelo, su
pensamiento permanece, ardiente y vivo, encerrado para siempre en
estas páginas como en un santuario.
Gracias a él la catedral gótica nos revela su secreto. Y así nos
enteramos, con sorpresa y emoción de cómo fue tallada por nuestros
antepasados la primera piedra de sus cimientos, resplandeciente
gema, más preciosa que el mismo oro, sobre la cual edificó Jesús su
Iglesia. Toda la verdad, toda la Filosofía, toda la Religión
descansaban sobre esta Piedra única y sagrada. Muchos, henchidos de
presunción, se creen capaces de modelarla, - y, sin embargo, ¡cuán
raros son los elegidos cuya sencillez, cuya sabiduría, cuya
habilidad, les permite lograrlo!
Pero esto importa poco. Nos basta con saber que las maravillas de
nuestra Edad Media contienen la misma verdad positiva, el mismo
fondo científico, que las pirámides de Egipto, los templos de
Grecia, las catacumbas romanas, las basílicas bizantinas.
Tal es el alcance general del libro de Fulcanelli.
Los hermetistas -o al menos los que son dignos de este nombre-
descubrirán otra cosa en él. Dicen que del contraste de las ideas
nace la luz, ellos descubrirán que aquí, merced a la confrontación
del Libro con el Edicio, despréndase el Espíntu y muere la Letra.
Fulcanelli hizo, para ellos, el primer esfuerzo, a los hermetistas
corresponde hacer el último. El camino que falta por recorrer es
breve. Pero hace falta conocerlo bien y no caminar sin saber adónde
uno va.
¿Queréis que os diga algo más?
Sé, no por haberlo descubierto yo mismo, sino porque el autor me lo
afirmó, hace más de
diez años, que la llave del arcano mayor ha sido dada, sin la menor
ficción, por una de las
figuras que ilustran la presente obra. Y esta llave consiste
sencillamente en un color, manifestado al artesano desde el primer
trabajo. Ningún filósofo, que yo sepa, descubrió la importancia de
este punto esencial. Al revelarlo yo, cumplo la última voluntad de
Fulcanelli y sigo el dictado de mi conciencia.
Y ahora, séame permitido, en nombre de los Hermanos de Heliópolis y
en el mío propio, dar calurosamente las gracias al artista a quien
mi maestro confió la ilustración de su obra. Efectivamente, gracias
al talento sincero y minucioso del pintor Julien Champagne, ha
podido El misterio de las catedrales envolver su esoterismo austero
en un soberbio manto de láminas originales.
E. CANSELIET F. C. H.
Octubre 1925
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PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN
Cuando escribió El misterio de las catedrales, en 1922, Fulcanelli
no había recibido El don de Dios, pero estaba tan cerca de la
Iluminación suprema quejuzgó necesario esperar y conservar el
anonimato, el cual por lo demás, había observado constantemente,
acaso más por inclinación de su carácter que por obedecer
rigurosamente la regla del secreto. Porque hay que decir que este
hombre de otro tiempo, por su apariencia extraña, sus maneras
anticuadas y sus ocupaciones insólitas, llamaba, sin pretenderlo, la
atención de los desocupados, los curiosos y los tontos, mucho menos,
empero, de la que había de suscitar, un poco más tarde, la
desaparición total de su personalidad común.
Así desde la compilación de la primera parte de sus escritos el
Maestro manifestó su voluntad absoluta y sin apelación de que su
identidad real permaneciese en la sombra, de que desapareciese su
marbete social definitivamente trocado por el seudónimo impuesto por
la Tradición y conocido desde hacía largo tiempo. Este nombre
célebre ha quedado tan firmemente grabado en la memoria, hasta las
generaciones futuras más lejanas, que es ciertamente imposible que
sea sustituido jamás por cualquier patronímico, por muy verdadero,
brillante o famoso que fuese.
Sin embargo, no debemos pensar que el padre de una obra de tan alta
calidad la abandonase, inmediatamente después de haberla engendrado,
sin razones adecuadas, por no decir imperiosas, y profundamente
meditadas. Éstas, en un plano muy distinto, condujeron a un
renunciamiento que no deja de causar admiración, cuando incluso los
autores más puros, entre los mejores, se muestran siempre sensibles
al oropel de la obra impresa. Cierto que, en el reino de las letras
de nuestro tiempo, el caso de Fulcanelli no se parece a ningún otro,
porque emana de una disciplina ética infinitamente superior, según
la cual el nuevo Adepto ajusta su destino al de sus raros
predecesores, aparecidos sucesivamente, como él en su época
determinada, jalonando, como faros de salvación y de misericordia,
el camino infinito.
Filiación sin tacha, prodigiosamente perpetuada, a fin de que se
reafine sin cesar, en su doble
manifestación espiritual y científicta la Verdad eterna universal e
indivisible. A semejanza de
la mayoría de los Adeptos antiguos, Fulcanelli al arrojar a las
ortigas de la zanja el gastado
despojo del hombre viejo, no dejó en el camino más que la huella
onomástica de su fantasma, cuya altiva enseña proclama la
aristocracia suprema.
Quienes posean algún conocimiento sobre los libros de alquimia del
pasado sabrán que la enseñanza oral de maestro a discípulo prevalece
sobre cualquier otra, lo cual tiene fuerza de aforismo. Fulcanelli
recibió su iniciación de esta manera, como la recibimos nosotros
después de él aunque tengamos que declarar, por nuestra parte, que
Cyliani nos había abierto ya de par en par la puerta del laberinto,
en el curso de aquella semana de 1915 en que su opúsculo fue
reeditado.
En nuestra Introducción a Las doce llaves de la Filosofía,
insistimos deliberadamente en que Basilio Valentín fue el iniciador
de nuestro Maestro, y lo hicimos, entre otras razones, para tener
ocasión de cambiar el epíteto del vocablo, es decir, de sustituir
-por prurito de exactitud-, con el adjetivo numeral primero, el
calificativo verdadero que habíamos utilizado antaño, en nuestro
prólogo a las Moradas filosofales.
En aquella época, ignorábamos la
conmovedora carta que transcribiremos un poco más adelante y que
debe su impresionante belleza al aliento de entusiasmo, al acento
fervoroso que inflama a su autor, sumido en el anónimo por el
raspado de la firma, como se borra el nombre del destinatario por
falta de señas. Éste fue indudablemente el maestro de Fulcanelli el
cual dejó entre sus papeles la epístola reveladora cruzada por dos
franjas oscuras en el lugar de los pliegues, por haber pertenecido
largo tiempo guardada en la cartera, adonde iba, empero, a buscarla
el polvo impalpable y graso del hornillo en continua actividad.
El
autor de El Misterio de las catedrales conservó, pues, durante
muchos años, como un talismán la prueba escrita del triunfo de su
verdadero iniciador, que nada nos impide que publiquemos hoy, tanto
más cuanto que nos da una idea elocuente y justa del terreno sublime
en que se sitúa la Gran Obra No creemos que nadie nos reproche 1ª
longitud de la extraña epístola de la que sin duda sería lamentable
suprimir una sola palabra:
Mi viejo amigo,
Esta vez, ha recibido usted verdaderamente el don de Dios, es una
Gracia grande, y, por primera vez, comprendo la rareza de este
favor. Considero, en efecto, que, en su abismo insondable de
sencillez, el arcano es imposible de encontrar por la sola fuerza de
la razón, por muy sutil que ésta sea y por mucho que se haya
ejercitado. En fin, posee usted el Tesoro de los Tesoros, demos
gracias a la Divina Luz por haberle hecho partícipe de él. Por lo
demás, lo tiene justamente merecido por su fe inquebrantable en la
Verdad, por su constancia en el esfuerzo, por su perseverancia en el
sacrificio, y también, no lo olvidemos... por sus buenas obras.
Cuando mi mujer me anunció la buena nueva, me quedé aturdido de
gozosa sorpresa y no cabía en mí de felicidad.
Tanto, que me decía: ojalá no paguemos esta hora de embriaguez con un terrible mañana.
Pero, por muy breve que sea mi información sobre la cosa, creí
comprender, y esto en mi certeza, que el fuego sólo se apaga cuando
la obra se ha cumplido y toda la masa tintórea impregna el vaso,
que, de decantación en decantación, permanece absolutamente saturado
y se vuelve luminoso como el sol.
Ha llevado usted su generosidad hasta el punto de asociarnos a este
alto y oculto conocimiento que
le pertenece de pleno derecho y de un modo absolutamente personal.
Mejor que nadie,
comprendemos todo su precio, y, también mejor que nadie, somos
capaces de guardarle por ello
eterno reconocimiento. Sabe usted que las más bellas frases y las
más elocuentes protestas no valen
lo que la sencillez emocionada de estas solas palabras: es usted
bueno, y, por esta gran virtud, ha
colocado Dios sobre su frente la diadema de la verdadera realeza.
Él
sabe que hará usted un uso digno de este cetro y de los inestimables
gajes que lleva consigo. Nosotros le conocemos desde hace tiempo
como el manto azul de sus amigos en desgracia; pero el manto
caritativo se ha ensanchado de pronto, pues ahora todo el azul del
cielo y su gran sol cubren sus nobles hombros. Ojalá pueda gozar
mucho tiempo de esta grande y rara dicha, para satisfacción y
consuelo de sus amigos, e incluso de sus enemigos, pues la desdicha
lo borra todo y usted posee, a partir de hoy, la varita mágica que
hace todos los milagros.
Mi mujer, con la inexplicable intuición de los seres sensibles,
había tenido un sueño verdaderamente extraño. Había visto a un
hombre envuelto en todos los colores del prisma, elevándose hasta el
sol. La explicación no se hizo esperar. ¡Qué maravilla! ¡Qué bella y
victoriosa respuesta a mi carta cargada, sí, de dialéctica y
-teóricamente- exacta, pero muy distante aún de lo Verdadero, de lo
Real ¡Ah! Casi puede decirse que el que saluda a la estrella de la
mañana pierde para siempre el uso de la vista y de la razón, pues
queda fascinado por su falsa luz y es precipitado en el abismo... A
menos que, como a usted, no venga un gran golpe de suerte a
arrancarle del borde del precipicio.
Ardo en deseos de verle, mi viejo amigo, de oírle contar sus últimas
horas de angustia y de triunfo. Pero, créalo, jamás podré traducir
en palabras la gran alegría que experimentamos y toda la gratitud
que sentimos hacia usted en el fondo de nuestro corazón. ¡Aleluya!
Le abrazo y le felicito,
Su viejo...
El que sabe hacer la Obra con sólo el mercurio ha encontrado lo que
hay de más perfecto; es decir, ha recibido la luz y realizado el
Magisterio.
Tal vez un pasaje habrá chocado, sorprendido o desconcertado al
lector atento y ya
familiarizado con los principales datos del problema hermético. Es
cuando el íntimo y sabio
correspondiente exclama:
«¡Ay! Casi puede decirse que el que saluda a la estrella de la
mañana pierde para
siempre el uso de la voz y de la razón pues queda fascinado por su
falsa luz y es precipitado
en el abismo. »
¿No parece esta frase contradecir lo que afirmamos, hace más de
veinte años en un
estudio sobre el Vellocino de Oro (1), es decir, que la estrella es
el gran signo de la Obra,
que sella la materia filosofal-que le dice al alquimista que no ha
encontrado la luz de los
locos, sino la de los sabios, que consagra la sabiduría y que la
llamamos estrella de la
mañana? Pero, ¿s e ha señalado que concretábamos brevemente que el
astro hermético es
ante todo admirado en el espejo del arte o mercurio, antes de ser
descubierto en el cielo
químico, donde alumbra de manera infinitamente más discreta? Si nos
hubiéramos
preocupado más del deber de la caridad que de la observancia del
secreto, y aun a costa de
pasar por fervientes adeptos de la paradoja habríamos podido
insistir entonces en el
maravilloso arcano y, con este fin, copiar algunas líneas escritas
en un viejísimo carnet,
después de una de aquellas eruditas charlas con Fulcanelli que,
acompañadas de café
azucarado y frío, hacían nuestras profundas delicias de adolescente
asiduo y estudioso,
ávido de un saber inapreciable:
Nuestra estrella es única y, sin embargo, es doble. Aprenda a
distinguir su huella real de su imagen, y observará que brilla con
mayor intensidad a la luz del día que en las tinieblas de la noche.
Declaración que corrobora y completa la de Basilio Valentín (Doce
llaves), no menos categórica y solemne:
(1) Alchimie, pág. 137. J. -J. Pauvert, editor.
«Los dioses han otorgado al hombre dos estrellas para que le
conduzcan a la gran Sabiduría,
obsérvalas, ¡oh, hombre!, y sigue con constancia su claridad, porque
en ella se encuentra
la Sabiduría.»
¿Acaso no son estas dos estrellas las que os muestran una de las
pequeñas pinturas alquímicas del convento franciscano de Cimiez,
acompañada de la inscripción latina que expresa la virtud salvadora
inherente al resplandor nocturno y estelar.
«Cum luce saluten; con
la luz la salvación»?
En todo caso, por poco sentido filosófico que uno tenga y por poco
trabajo que se tome en
meditar las anteriores frases de Adeptos incontestables, poseerá la
llave con ayuda de la cual
abre Cyliani 1ª cerradura del templo. Pero, si todavía no comprende,
que relea a Fulcanelli y
no vaya a buscar en otra parte una enseñanza que ningún otro libro
podría darle con tanta
precisión
Hay, pues, dos estrellas, las cuales, a pesar de que parezca
inverosímil forman en realidad una sola La que brilla sobre la
Virgen mística -a la vez nuestra madre y el mar herméticoanuncia la
concepción y no es más que el reflejo de 1ª otra, que precede al
advenimiento milagroso del Hijo. Pues si la Virgen celestial es
todavía llamada stella matutina, estrella de la mañana; si es
posible contemplar en ella el esplendor de una señal divino; si el
descubrimiento de esta fuente de gracias pone gozo en el corazón del
artista, no es, empero, más que una simple imagen reflejada por el
espejo de la Sabiduría. A pesar de su importancia y del lugar que
ocupa en los autores, esta estrella visible, pero inalcanzable, da
testimonio de la realidad de la otra, de la que coronó al Niño
divino en el momento de nacer. El signo que condujo a los Magos a la
cueva de Belén, nos dice san Crisóstomo, fue a colocarse, antes de
desaparecer, sobre la cabeza del Salvador, rodeándole de un halo
luminoso.
Insistimos en ello, porque estamos seguros de que algunos nos lo
agradecerán: se trata verdaderamente de un astro noctumo cuya
claridad resplandece sin gran fuerza en el polo del cielo hermético.
Importa, pues, instruirse, sin dejarse engañar por las apariencias,
sobre este cielo terrestre de que habla Wenceslao Lavinius de
Moravia y sobre el cual insiste tanto Jacobus Tollius:
«Comprenderás lo que es el Cielo leyendo el pequeño comentario que
sigue y por el cual el
Cielo químico habrá sido abierto. Pues este cielo es inmenso y viste
los campos de luz purpúrea,
donde se han reconocido sus astros y su sol.»
Es indispensable meditar bien que el cielo y la tierra aunque
confusos en el Caos cósmico
original no son diferentes en sustancia ni en esencia, sino que
llegan a serlo en calidad, en
cantidad y en virtud ¿Acaso la tierra alquímica, caótica, inerte y
estéril no contiene el cielo
filosófico? ¿Ha de ser, pues, imposible al artista, imitador de la
Naturaleza y de la Gran Obra
divina, separar en su pequeño mundo, con ayuda del fuego secreto y
del espíritu universal las
partes cristalinas, luminosas y puras, de las partes densas,
tenebrosas y groseras? No, por lo tanto, debe realizarse esta
separación que consiste en extraer la luz de las tinieblas y en
efectuar el trabajo del primero de los Grandes Días de Salomón.
Gracias a ella podremos saber lo que es la tierra filosofal y lo que
los Adeptos han llamado cielo de los Sabios.
Philaléthe, que, en su Entrada abierta al Palacio cerrado del Rey,
es quien más se extendió sobre la práctica de la Obra, señala la
estrella hermética y llega a la conclusión de la magia cósmica de su
aparición:
«Es el milagro del mundo, la reunión de las virtudes superiores en
las inferiores; por esto el Todopoderoso la marcó con un signo
extraordinario. Los Sabios 1ª vieron en Oriente, se llenaron de
admiración y comprendieron en seguida que un Rey purísimo había
nacido en el mundo.
»Tú, cuando hayas visto su estrella, síguela hasta la Cuna; allí
verás al hermoso Niño.»
« Tómese cuatro partes de nuestro dragón ígneo que oculta en su
vientre nuestro Acero
mágico, y nueve partes de nuestro Imán mézclese todo por medio de
Vulcano ardiente, en
forma de agua mineral donde sobrenadará una espuma que debe ser
quitada. Arrójese la
costra, tómese el núcleo, purifíquese tres veces, por el fuego y la
sal cosa que se hará
fácilmente si Saturno ha visto su imagen en el espejo de Marte. »
Por último, añade Philaléthe.
« Y que el Todopoderoso estampe su sello real en esta Obra y la
adorne con él
particulannente. »
La estrella a decir verdad, no es un signo especial de la labor de
la Gran Obra. Podemos encontrarla en multitud de combinaciones
arquímicas, de procedimientos particulares y de operaciones
espagíricas de menor importancia; sin embargo, ofrece siempre el
mismo valor indicativo de transformación parcial o total de los
cuerpos sobre los cuales se ha fijado. Juan Federico Helvetius nos
dio un ejemplo típico de ello en el pasaje de su Becerro de Oro
(Vitulus Aureus) que traducimos a continuación:
«Cierto orfebre de La Haya (ciu nomen est Grillus), discípulo muy
ejercitado en alquimia, pero hombre muy pobre según la naturaleza de
esta ciencia pidió hace algunos años (2) a mi mejor amigo, es decir,
a Juan Gaspar Knbtter, tintorera, espíritu de sal preparado de
manera no vulgar. Al preguntar Knótter si este espíritu de sal
especial sería o no utilizado para los metales, Gril respondió que
para los metales, seguidamente vertió este espíritu de sal sobre
plomo que había colocado en un recipiente de vidrio utilizado para
confituras o alimentos.
Pues bien, al cabo de dos semanas, apareció, flotando, una muy
curiosa y resplandeciente
Estrella plateada, que parecía trazada con un compás por un artista
muy hábil Por lo que
Gril lleno de inmensa alegría, nos manifestó que había visto ya la
estrella visible de los
Filósofos, sobre la cual probablemente, se había informado en
Basilio (Valentín). Yo y otros
muchos hombres honorables contemplamos con suma admiración esta
estrella flotante en el
espíritu de sal, mientras que, en el fondo, permanecía el plomo de
color de ceniza e hinchado
a la manera de una esponja. Sin embargo, en un intervalo de sie te o
nueve días, fue
desapareciendo la humedad del espíritu de sal absorbida por el
grandísimo calor del aire
(2)
Hacia 1664, año de la edición príncipe e imposible de encontrar
en Vitulus Aureus. del mes de julio, y la estrella llegó al fondo,
depositándose sobre aquel plomo esponjoso y terroso. Fue un
resultado digno de admiración y no para un reducido número de
testigos. Por último, Gril copeló en una vasta la parte de este
plomo ceniciento a que se había adherido la estrella y obtuvo, de
una libra de este plomo, doce onzas de plata de copela y, además, de
estas doce onzas, dos onzas de oro excelente. »
Tal es el relato de Helvetius. Sólo lo damos para confirmar la presencia del signo
estrellado en todas las modificaciones intemas de cuerpos tratados
filosóficamente. Sin embargo, no quisiéramos ser causa de trabajos
infructuosos o engañadores que sin duda emprendedan algunos lectores
entusiastas, fundándose en la reputación de Helvetius, en la
probidad de los testigos oculares y, tal vez también en nuestro
constante afán de sinceridad Por esto queremos observar, a quienes
quisieran repetir el ensayo, que faltan en esta narración dos datos
esenciales: la composición química exacta del ácido clorhídrico y
las operaciones efectuadas previamente sobre el metal.
Ningún
químico será capaz de contradecirnos si afirmamos que el plomo
ordinario, sea cual fuere, no tomará jamás el aspecto de la piedra
pómez sometiéndolo en frío, a la acción del ácido muriático. Varios
preparativos son, pues, necesarios para provocar la dilatación del
metal separar de él las impurezas más groseras y los elementos
inestables, y producir en fin, mediante la fermentación necesaria,
la hinchazón que le hace adquirir una estructura esponjosa, blanda y
que manifiesta ya una marcadísima tendencia al cambio profundo de
las propiedades específicas.
Blaise de Vignére y Naxágoras, por ejemplo, han escrito largamente
sobre la conveniencia de una prolongada cocción previa. Pues, si es
cierto que el plomo común está muerto -porque ha sufrido la
reducción, y una gran llama, dice Basilio Valentín, devora un fuego
pequeño-, no es menos verdad que el mismo metal pacientemente
alimentado con sustancia ígnea, se reanimará, reanudará poco a poco
su actividad abolida y, de masa química inerte se convertirá en
cuerpo filosóficamente vivo.
Tal vez alguien se asombrará de que hayamos tratado tan prolijamente
de un solo punto de la Doctrina hasta dedicarle la mayor parte de
este prólogo, lo cual en consecuencia, nos hace temer que hayamos
rebasado la finalidad corrientemente asignada a los escritos de este
género. Se advertirá, no obstante, que era lógico que
desarrollásemos este tema que nos introduce, a pie llano podríamos
decir, en el texto de Fulcanelli.
Efectivamente, ya en su umbral se
entretiene largamente nuestro Maestro en el papel capital de la
Estrella, en la Teofanía mineral que anuncia, con certeza, la
elucidación tangible del gran secreto enterrado en los edificios
religiosos. El misterio de las catedrales: así se titula
precisamente esta obra de la que hoy ofrecemos -después de la tirada
de 1926, compuesta únicamente de trescientos ejemplares-la segunda
edición aumentada con tres dibujos de Julien Champagne y varias
notas originales de Fulcanelli recogidas tal cual sin la menor
adición ni el más pequeño cambio. Estas se refieren a una cuestión
muy angustiosa que ocupó largo tiempo la pluma del Maestro y de la
que diremos unas palabra a propósito de las Moradas filosofales.
Por lo demás, si hubiera que justificar el mérito de El misterio de
las catedrales, bastaría
señalar que este libro ha sacado de nuevo a plena luz la cábala
fonética cuyos principios y su
aplicación habían caído en el más absoluto olvido. Después de esta
enseñanza detallada y
precisas tras las breves consideraciones apocadas por nosotros con
ocasión del centauro, del
hombre-caballo del Plessis-Bourré, de Dos mansiones alquímicas, será
ya imposible confundir
la lengua matriz, el enérgico idioma fácilmente comprendido aunque
jamás hablado y,
siempre según de Cyrano Bergerac, el instinto o la voz de la
Naturaleza, con las transposiciones, los trastocamientos, las
sustituciones y los cálculos no menos abstrusos que arbitrarios de
la kábala judía.
Por eso importa distinguir los dos vocablos, cábala
y kábala, a fin de utilizarlos como se debe: el primero, como
derivado de xaj3a>,>,ni o del Latín caballus, caballo; el segundo,
del hebreo kabbalah que significa tradición. En fin, no se podrá ya,
a pretexto de los sentidos figurado admitidos por analogía, de
corrillo, manejo o intriga, negar al sustantivo cábala la función
que sólo él es capaz de desempeñar y que Fulcanelli lo confirmó
magistralmente, al encontrar la llave perdida de la Gaya ciencia, de
la Lengua de los dioses o de los pájaros. Las mismas que Jonathan
Swift, el singular deán de San Patricio, conocía a fondo y
practicaba a su manera, con tanto saber y virtuosismo.
Savignies, agosto de 1957
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PRÓLOGO DE LA TERCERA EDICIÓN
«Vale más vivir con grandes agobios pobre, que haber sido seiíor
y pudrirse en una rica tumba.
¡Que haber sido señor! ¿Qué digo?
Señor, ¡ay! ¿acaso ya no lo es? Según dicen los davídicos,
jamás conoceréis su lugar.»
FRANCOIS VILLON
El testamento, XXXVI y XXXVH.
Era necesario y, sobre todo, cuestión la más elemental de salubridad
filosófica, que El misterio de las catedrales reapareciese lo antes
posible. Gracias a Jean-Jacques Pauvert, es cosa hecha, y lo es a la
manera a que nos tiene acostumbrados y que, para mayor bien de los
estudiosos, obedece siempre a la doble preocupación de ajustar, en
el mejor sentido de la palabra, la perfección profesional y el
precio de venta al lector. Dos condiciones, extrínsecas y capitales,
muy convenientes a la evidente Verdad, a la cual por añadidura, ha
querido acercarse todavía más’ Jean-Jacques Pauvert dando esta vez la
primera obra del Maestro con la fotografía perfecta de las
esculturas dibujadas por Julien Champagne. De este modo, la
inhabilidad de la placa sensible, en la confrontación de la plástica
original viene a proclamar la sabiduría y la habilidad del excelente
artista que conoció a Fulcanelli en 1915, diez años antes de que
gozásemos nosotros del mismo inestimable privilegio y, sin embargo,
grávido y envidiado con demasiada frecuencia.
¿Qué es la alquimia para el hombre, sino -verdaderamente, y nacidos
de cierto estado de alma derivado de ,a gracia real y eficaz-la
busca y el despertar de la Vida secretamente adormecida bajo la
gruesa envoltura del ser y la ruda corteza de las cosas? En los dos
planos universales, donde se asientan juntos la materia y el
espíritu, existe un progreso absoluto que consiste en una
purificación permanente, hasta la perfección última.
Con este fin, nada expresa mejor el modo de operar que el antiguo
apotegma tan preciso en su imperativa brevedad: Solve et coagula;
disuelve y coagula. Es una técnica sencilla y lineal que requiere
sinceridad, resolución y paciencia, y que apela a esa imaginación,
¡ay!, casi totalmente abolida, en nuestra época de saturación
agresiva y esterilizadora, en la inmensa mayoría de las gentes.
Raros son los que se aplican a la idea viva, a 1ª imagen fructífera,
al símbolo siempre inseparable de toda elaboración filosofal o de
toda aventura poética, y que se abre poco a poco, en lenta
progresión a una mayor cantidad de luz y de conocimiento.
Muchos alquimistas, y la Turba* en parúcular, han dicho, por boca de
Baleus, que «la madre se apiada de su hijo mientras que éste es muy
duro con ella». El drama familiar se desarrolla, de manera positiva,
en el seno del macrocosmos alquimicofísico, de suerte que cabe
esperar, para el mundo terrestre y su Humanidad, que la Naturaleza
acabe perdonando a los hombres y conformándose, de la mejor manera,
con los tormentos que éstos le imponen perpetuamente.
* Compilación de citas atribuidas a filósofos antiguos y a filósofos
alquimistas propiamente dichos. Escrita en latín, pero traducida del
árabe, gozó de gran crédito entre los alquimistas de la Edad Media.
(N. del T)
Ved ahora lo más grave: mientras la francmasonería busca
continuamente 1ª palabra perdida (verbum dimissum), la Iglesia
universal (XaOoÁ¿Xi7 katholiké), que posee este Verbo, está en
camino de abandonarlo en el ecumenismo del diablo. Nada favorece
tanto a esta falta imperdonable como la temerosa obediencia del
clero, tan a menudo ignorante, al falaz impulso, que se dice
progresivo, de fuerzas ocultas que sólo se proponen destruir la obra
de Pedro. El ritual mágico de la misa latina profundamente
trastornado, ha perdido su valor y, actualmente, marcha de acuerdo
con el sombrero flexible y el traje de calle que adoptan los
clérigos, felices con el disfraz, en prometedora etapa hacia la
abolición del celibato filosófico...
A favor de esta política de constante abandono, instálase 1ª herejía
funesta, en la razonadora vanidad y en el desprecio profundo de 1as
leyes misteriosas. Entre éstas, la necesidad ineluctable de la
putrefacción fecunda de toda materia, sea cual fuere, a fin de que
prosiga en ella la vida bajo 1ª engañosa apariencia de la nada y de
la muerte. Ante 1ª fase transitoria, tenebrosa y secreta, que abre a
la alquimia operante sus asombrosas posibilidades, ¿no es terrible
que la Iglesia consienta, para lo sucesivo, esta atroz cremación que
antaño prohibía absolutamente?
Inmenso es el horizonte que ahora os descubre 1ª parábola del grano
que cae al suelo, relatada por san Juan :
«En verdad, en verdad os digo, que, si el grano de trígo que cae a
tierra no muere, permanece solo, pero, si muere, llevará mucho
fruto.» (XII, 24.)
También el discípulo amado nos transmite otra enseñanza preciosa de
su Maestro, a propósito de Lázaro, de que la Putrefacción del cuerpo
no puede significar la abolición total de la vida:
«Dijo Jesús.- Quitad 1ª piedra. Maria, hermana del muerto, le dijo:
Señor, ya hiede, pues hace cuatro días que está ahí. Jesús le dijo.-
¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?» (XI, 39 y
40.)
En su olvido de la Verdad hermética que aseguró sus cimientos, la
Iglesia, ante la cuestión de la incineración de los cadáveres
adopta, sin ningún esfuerzo, las malas razones de la ciencia del
bien y del mal según la cual la descomposición de los cuerpos, en
cementerios cada vez más colmados, constituye una amenaza de
infección. Y de epidemias, porque los vivos siguen respirando la
atmósfera que los rodea. Especioso argumento que, al menos, nos hace
sonreír, sobre todo sabiendo que fue ya formulado, con toda
gravedad, hace más de un siglo, cuándo florecía el mezquino
positivismo de los Comte y los Littré. Enternecedora solicitud en
fin, que no se ejercitó en nuestros benditos tiempos, cuando las dos
hecatombes, grandiosas por su duración y por su multitud de muertos,
en superficies más bien reducidas, donde la inhumación se hacía
esperar a menudo mucho más y se efectuaba a menor profundidad de lo
que permitían los reglamentos.
En contraste con esto, cabe recordar aquí los experimentos, macabros
y singulares, a que se dedicaron a comienzos del Segundo Imperio,
con paciencia y determinación propias de otra edad, los célebres
médicos, toxicólogos por añadidura, Mateo José Orfila y
Marie-Guillaume Devergie, sobre la lenta y progresiva descomposición
del cuerpo humano. He aquí el resultado del éxperimento realizado,
hasta entonces, en la fetidez y la intensa proliferación de los
vibriones:
«El olor disminuye gradualmente; por fin llega una época en que
todas las partes blandas
extendidas en el suelo no forman más que un detrito cenagoso,
negruzco y de un olor que
tiene algo de aromático.»
En cuanto a la transformación del hedor en perfume, hay que observar
su impresionante semejanza con lo que declaran los viejos Maestros
con respecto a la Gran Obra física, y entre ellos, en particular,
Morien y Raimundo Lulio, al precisar que al olor infecto (odor
teter) de la disolución oscura sucede el perfume más suave, porque
es propio de la vida y del calor (quia et vitae proprius est et
caloris).
Después de lo que acabamos de apuntar, ¿qué no habremos de temer, si
pueden desarrollarse a nuestro alrededor, en el plano en que nos
hallamos, el testimonio dudoso y la argumentación especiosa?
Propensió n deplorable, que invariablemente muestran la envidia y la
mediocridad, cuyos enfadosos y persistentes efectos nos imponemos
hoy el deber de destruir.
Decimos esto, a propósito de una muy objetiva rectificación de
nuestro maestro Fulcanelli
al estudiar, en el Museo de Cluny, 1ª estatua de Marcelo, obispo de
París, que se hallaba en
Nótre-Dame, en el entrepaño del pórtico de santa Ana, antes de que
los arquitectos Viollet-le-Duc y Lassus la sustituyesen, allá por el año 1850, por una
aceptable copia El Adepto de El
misterio de las catedrales se vio de este modo impulsado a reparar
las faltas cometidas por Louis-Fraçois Cambriel, quien, hallándose
en condiciones de detallar la escultura primitiva, que ocupaba su
sitio en la catedral desde comienzos del siglo XIV, escribió, bajo
el reinado de Carlos X, esta breve y caprichosa descripción:
«Este obispo se lleva un dedo a la boca, para decir a cuantos lo ven
y quieren enterarse de lo que representa.. Si descubrís y adivináis
lo que represento con este jeroglí fico, ¡callaos .. ! ¡No digáis
nada!-»
(Curso de Filosofía hermética o de Alquimia en diecinueve
lecciones. París, Lacour et Maistrasse, 1843.)
Estas líneas van acompañadas, en la obra de Cambriel de un torpe
diseño que les dio origen o que fue inspirado por ellas. Como a
Fulcanelli nos cuesta imaginar que dos observadores, a saber, el
escritor y el dibujante, pudieran ser víctimas separadamente, de 1ª
misma ilusión. En el grabado, el santo obispo, que luce barba, en
evidente anacronismo, tiene la cabeza cubierta con una mitra
adornada con cuatro pequeñas cruces. Y sostiene, con la mano
izquierda, un corto báculo que apoya en el hueco del hombro.
Imperturbable, levanta el índice al nivel del mentón, con la
expresión mímica de quien recomienda secreto y silencio.
«La comprobación es fácil -concluye Fulcanelli-, puesto que poseemos
la obra original y la
superchería queda de manifiesto al primer golpe de vista. Nuestro
santo, de acuerdo con la
costumbre medieval va completamente afeitado, su mitra, muy sencilla
, carece de todo
adorno,- el báculo, que sostiene con la mano izquierda, se clava,
por su extremo inferior, en
las fauces del dragón. En cuanto al famoso ademán de los Personajes
del Mutus Liber y de
Harpócrates, es enteramente fruto de la desatada imaginación de
Cambriel. San Marcelo fue
representado impartiendo su bendición, en una actitud llena de
nobleza, inclinada la frente,
doblado el antebrazo, la mano al nivel del hombro y alzados los
dedos medio e índice. »
Quedaba según se acaba de ver, totalmente resuelta la cuestión que
es objeto de todo el párrafo VII del capítulo PARIS de la presente
obra, y de la que, ahora, podrá el lector enterarse a fondo. El
engaño había sido, pues, descubierto, y perfectamente establecida la
verdad, cuando Emile -Jules Grillot de Givry, unos tres años más
tarde, y con referencia al pilar central del pórtico sur de
Nótre-Dame, escribió en su Museo de los brujos las líneas que
siguen:
«La estatua de san Marcelo, que se encuentra actualmente en el
pórtico de Nótre-Dame, es una reproducción moderna que no tiene
valor arqueológico; forma parte de la restauración de los
arquitectos Lassus y Viollet-le-Duc. La estatua verdadera, del siglo
XIV, se encuentra actualmente confinada en un rincón de la gran sala
de las Termas del Museo de Cluny, donde la hemos hecho fotografiar
(fig. 342).
Se observará que el báculo del obispo se hunde en la
boca del dragón, condición esencial para que sea legible el
jeroglífico, e indicación de que es necesario un rayo celeste para
encender el hornillo de Atanor. Ahora bien, en una época que podemos
situar a mediados del siglo xvi, esta antigua estatua fue quitada
del pórtico y sustituida por otra en la que el báculo del obispo,
para contrariar a los alquimistas y destruir su tradición, había
sido deliberadamente acortado, de modo que ya no tocaba la boca del
dragón. Puede verse esta diferencia en nuestra figura 344, donde
aparece la antigua estatua, tal como era antes de 1860.
Viollet-le-Duc la hizo quitar y la reemplazó por una copia bastante
exacta de la del Museo de Cluny, restituyendo así al pórtico de Nótre-Dame su verdadera significación
alquímica.»
¡Menudo embrollo éste, por no decir algo peor, según el cual se
habría introducido, en suma, en el siglo xvi, una tercera estatua
entre la bella reliquia depositada en Cluny y la copia moderna,
visible en la catedral de la Cité desde hace más de cien años! De
esta estatua del Renacimiento, ausente de los archivos e ignorada en
las obras más eruditas, Grillot de Givry nos da, en apoyo de su al
menos gratuito aserto, una fotografía de la cual Bernard Husson fija
deliberadamente fecha y la hace un daguerrotipo. He aquí la leyenda
que, al pie del clisé, renueva su insostenible justificación:
Fig. 344.-ESTATUA DEL SIGLO XVI REEMPLAZADA, HACIA 1860, POR UNA
COPIA DE LA EFIGIE PRIMITIVA. Pórtico de N.-D. de París.
(Colección del autor.)
Desgraciadamente para esta imagen el presunto san Marcelo no empuña
en ella el báculo episcopal que le presta la pluma de Glillot,
decididamente perdido e imposible de identificar.
Como máximo, distinguimos en la mano izquierda del prelado chancero
y terriblemente
barbudo, una especie de barra gruesa desprovista en su extremo
superior de la voluta
adornada que hubiera podido convertirla en báculo episcopal
Pretendíase, evidentemente, que el lector infiriese, del texto y de
la ilustración que esta escultura del siglo XVI -oportunamente
inventada- era la misma que Cambriel «al pasar un día ante la
iglesia de Nótre-Dame de París, examinó con gran atención», ya que
el autor declara, en la cubierta misma de su Curso de Filosofía, que
terminó este libro en enero de 1829.
Así quedaban acreditados la
descripción y el dibujo, debidos al alquimista de
Saint-Paui-de-Fenouillet, los cuales se complementan en el error, en
tanto que el irritante Fulcanelli, demasiado afanoso de exactitud y
de franqueza, quedaba convicto de ignorancia y de error
inconcebible. Ahora bien la conclusión en este sentido, no es tan
sencilla,- así podemos comprobarlo, desde ahora, en el grabado de
François Cambriel donde el obispo es portador de un báculo pastoral
sin duda acortado, pero bien completo con su ábaco y su porción en
espiral.
No nos detendremos en la explicación dada por Grillot de Givry,
reabnente ingenioso pero un tanto elemental del acortamiento de la
verga pastoral (virga pastoralis); por el contrario, no podemos
dejar de denunciar el hecho singular de que, con toda evidencia
trató de combatir, sin traerla a la memoria -inocentemente,
precisará Jean Reyor, pretendiendo que todo ocurrió de manera
fortuita-, la pertinente corrección de El misterio de las
catedrales, del cual es imposible que una inteligencia tan avisada,
y curiosa como la suya no tuviera conocimiento. En efecto, este
primer libro de Fulcanelli había sido publicado en junio de 1926,
mientras que El museo de los brujos -fechado en París el 20 de
noviembre de 1928 apareció en febrero de 1929, una semana después de
la muerte repentina de su autor.
En aquella época, el procedimiento, que no nos pareció demasiado
honrado, nos produjo
tanta sorpresa como dolor y nos desconcertó profundamente.
Ciertamente, jamás habríamos
hablado de ello, si, después de Marcel Clavelle -alias Jean Reyor-,
no hubiese experimentado
recientemente Bernard Husson la inexplicable necesidad, a treinta y
dos años de distancia, de
volver a lanzar la piedra y venir en auxilio de Cambriel. Nos
limitaremos a dar aquí la
jactanciosa opinión del primero -en el Velo de Isis, de noviembre de
1932-, puesto que el
segundo la hizo suya íntegramente, sin reflexionar y sin mostrar el
escrúpulo que hubiera debido sentir por tratarse del Adepto
admirable y del Maestro común:
«¡Todo el mundo comparte la virtuosa indignación de Fulcanelli! Pero
lo más lamentable es la ligereza de este autor, dadas las
circunstancias. Veremos a continuación que no había motivos para
acusar a Cambriel de “artificio”, de “superchería” y de “descaro”.
»
Pongamos la cosa en su punto: el pilar que se encuentra actualmente
en el pórtico de Nótre-Dame es una reproducción moderna que forma
parte de la restauración de los arquitectos Lassus y Violletle-Duc,
efectuada hacia 1860. El pilar primitivo se encuentra confinado en
el Museo de Cluny. Sin embargo, hemos de decir que el pilar actual
reproduce con bastante fidelidad, en su conjunto, el del siglo xvi,
a excepción de algunos motivos del zócalo. En todo caso, ninguno de
estos dos pilares corresponde a la descripción y a la figura dadas
por Cambriel y reproducidas inocentemente por un conocido ocultista.
Y, no obstante, Cambriel no trató en modo alguno de engañar a sus
lectores. Describió e hizo dibujar fielmente el pilar que podían
contemplar todos los Parisienses de 1843. Y es que existe un tercer
pilar de san Marcelo, reproducción infiel del pilar primitivo, y es
este pilar el que fue reemplazado, hacia 1860, por la copia más
exacta que vemos en la actualidad. Aquella reproducción infiel
presenta, ciertamente, todas las características señaladas por el
buen Cambriel.
Éste, lejos de ser falaz, fue, por el contrario, engañado por la
poca escrupulosa copia, pero su
buena fe queda absolutamente fuera de toda duda, y esto es lo que
queríamos dejar bien sentado.»
A fin de mejor lograr su propósito, Grillot de Givry -el conocido
ocultista citado por Jean Reyor-presentó, en El museo de los brujos,
sin ninguna referencia, como hemos podido ver, una prueba
fotográfica cuyo clisé en similor denota su confección reciente.
¿Cuál es, en el fondo, el valor exacto de este documento que utilizó
para reforzar su texto y rebatir, con todas las apariencias de la
irrefutabilidad eljuicio imparcial de Fulcanelli sobre François
Cambrie; juicio tal vez severo, pero indudablemente fundado, que
Grillot de Givry, según sabemos también, se guardó muy bien de
señalar?
Ocultista en el sentido más absoluto, mostróse no menos
discreto en cuanto a la procedencia de su sensacional fotografía...
¿No será, sencillamente, que esta imagen representativa de la
estatua removida en el pasado siglo, cuando los trabajos de
Viollet-le-Duc, fue tomada en lugar distinto de Nótre-Dame de París,
o que fuera incluso reproducción de un personaje muy distinto del
obispo Marcellus de la antigua Lutecia.. ?
En la iconografía cristiana, son muchos los santos que tienen a su
vera el dragón agresivo o
sumiso, entre ellos podemos citar a Juan Evangelista, Jaime el
Mayor, Felipe, Miguel, Jorge Y
Patricio. Sin embargo, san Marcelo es el único que toca, con el
báculo, la cabeza del
monstruo, de acuerdo con el respeto que los pintores y escultores
del pasado sintieron siempre
por su leyenda. Ésta es muy rica, y entre los últimos hechos del
obispo se cuenta el que (inter
novissima ejus opera hoc annumeratur) refiere el padre Gérard Dubois
d’Orléans (Gerardo
Dubois Aurelianensi) en su Historia de la Iglesia de París (in
Histona Ecclesiae Panswnsis), y
que resumimos aquí, traduciéndolo del texto latino:
«Cierta dama, más ilustre por la nobleza de su linaje que por las
costumbres y la fama de
una buena reputación, acabó su destino y, después, en pomposas
exequias, fue depositada en
la tumba, digna y solemnemente. A fin de castigarla por la violación
de su lecho, una horrible
serpiente avanza hacia la sepultura de la mujer, se alimenta de sus
miembros y de su cadáver,
cuya alma había corrompido con sus silbidos funestos. No la deja
descansar en el lugar del
descanso. Pero, aserrados por el ruido, los viejos servidores de la
dama se espantaron en
grado sumo, y la multitud de la ciudad empezó a acudir al
espectáculo y a alarmarse a la vista del enorme animal..»
Advertido el bienaventurado prelado, sale con el pueblo y ordena
que los ciudadanos se
mantengan como espectadores. En cuanto a él, sin asustarse, se
planta ante el dragón... el
cual como si fuera un suplicante, se postra a las rodillas del santo
obispo y parece adularle y
pedirle gracia. Entonces Marcelo, golpeándole la cabeza con su
báculo, le arrojó encima su estola
[Tum Marcellus caput ejus baculo percutiens, in eum orarium (1)
injecit]; conduciéndole en
círculo durante dos o tres millas, seguido por el pueblo, tiraba
(extrahebat) su marcha solemne
ante los ojos de los ciudadanos. Después, apostrofó a la bestia y le
ordenó que, desde
mañana, o permaneciese perpetuamente en los desiertos, o fuese a
arrojarse al mar .. »
Digamos, de paso, que casi no hace falta destacar, aquí la alegoría
hermética en que se distinguen las dos vías, seca y húmeda.
Corresponde exactamente al 50º emblema de Michel Maier, en su
Atalanta Fulgiens, en el cual el dragón aprisiona a una mujer
vestida, que yace inerte, en el esplendor de su madurez, en el fondo
de una fosa igualmente violada.
Pero volvamos a la presunta estatua de san Marcelo, discípulo y
sucesor de Prudencio, la
cual según Grillot de Givry, fue colocada a mediados del siglo xvi
en el entrepaño del
(1) Orariun4 quod vulgo stola dicitur. (Glossarium Cangii) Orarium,
lo que se llama generalmente estola. (Glosario de Du Cange.) pórtico
sur de Nótre-Dame, es decir, en el lugar de la admirable reliquia
conservada en la orilla izquierd en el museo de Cluny. Precisemos
que la efigie hermética se alberga actualmente en la torre
septentrional de su primera morada.
A fin de rechazar sólidamente la veracidad de esta afirmación,
desprovista de todo fundamento, podemos alegar el irrecusable
testimonio del señor Esprit Gobineau de Montluisant, gentilhombre
privilegiado, en su Explicación muy curiosa de los enigmas y figuras
jeroglíficas, físicas, que están en el Gran Pórtico de la iglesia
catedral y metropolitana de NótreDame de París. Ved cómo nuestro
testigo ocular, «estudiando atentamente» las esculturas, nos da la
prueba de que el alto relieve transportado a la calle del Sommerard
por Viollet-leDuc, se encontraba en el pilar de en medio del pórtico
de la derecha, «el miércoles 20 de mayo de 1640, víspera de la
gloriosa Ascensión de Nuestro Salvador Jesucristo»:
«En el pilar que está en medio y que separa las dos puertas de este
pórtico, se encuentra todavía la figura de un obispo, que introduce
su báculo en la boca de un dragón que yace bajo sus pies y que
parece salir de un baño ondulante, en cuyas ondas aparece la cabeza
de un Rey, con triple corona, que parece ahogarse en las ondas y
salir después de ellas nuevamente.»
El relato histórico, patente y decisivo, no preocupó en demasía a
Marcel Clavelle (Jean Reyor, de seudónimo), el cual se vio entonces
obligado, para salir de apuros, a trasladar a los tiempos de Luis
XIV el nacimiento de la estatua, absolutamente desconocida hasta que
Grillott la inventó bruscamente, de buena o de mala fe. Turbado de
manera semejante por la misma prueba, tampoco Bemard Husson sale muy
airoso del paso, sosteniendo, por las buenas, que la mención siglo
xvi de la Página 407 de El museo de los brujos es una errata
tipográfica, afortunadamente rectificada en el epígrafe por siglo
xvii, cosa que, como ha podido verse más arriba, no se descubre de
manera alguna.
Además, y con mengua de la exactitud, ¿no supone una irreflexión
inconcebible el hecho de admitir que un restaurador del período de
los Valois transportase, cediendo a su propia Iniciativa, a un
tiempo culpable y singular, a un museo inexistente en su época, la
magnífica estatua que, indudablemente, sólo se conserva en él desde
hace un siglo y pico, a una sala de las Termas exhumadas, junto al
delicioso palacio reconstruido por Jacques d´Ambroise? ¡Y qué
extraño parecería, en consecuencia, que este arquitecto del siglo
xvi hubiese mostrado, por la efigie gótica e imberbe que se dice
sustituyó, un afán de conservación que el cuidadoso Viollele-Duc no
había de mostrar, trescientos años más tarde, por el obispo barbudo,
obra de su remoto y anónimo colega!
Ciertamente, pudo haber ocurrido que Marcel Clavelle y Bernard
Husson, sucesivamente, se dejasen cegar tontamente por el intenso
placer de pillar en un error al gran Fulcanelli pero que Grillot de
Givry no viera la enorme falta de lógica de su inconsecuente
refutación es algo totalmente imposible de digerir.
Por lo demás, creo que todos convendrán conmigo en que importaba
mucho, en ocasión de esta tercera edición de El misterio de las
catedrales, dejar claramente establecido lo bien fundado de la
repulsa de Fulcanelli en lo que atañe a Cambriel y disipar por ende,
de modo radical el lamentable equívoco creado por Grillot de Givry;
es decir, si así se prefiere, poner realmente en su punto y cerrar
definitivamente una controversia que sabíamos tendenciosa y carente
de verdadero objeto.
Savignies, julio de 1964
EUGÉNE CANSELIET
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