EL MISTERIO
DE LAS CATEDRALES
I
La más fuerte impresión de nuestra primera juventud -teníamos a la
sazón siete años-, de la que conservamos todavía vívido un recuerdo,
fue la emoción que provocó, en nuestra alma de niño, la vista de una
catedral gótica. Nos sentimos inmediatamente transportados,
extasiados, llenos de admiración, incapaces de sustraernos a la
atracción de lo maravilloso, a la magia de lo espléndido, de lo
inmenso, de lo vertiginoso que se desprendía de esta obra más divina
que humana.
Después, la visión se transformó; pero la impresión permanece. Y, si
el hábito ha modificado el carácter vivo y patético del primer
contacto, jamás hemos podido dejar de sentir una especie de
arrobamiento ante estos bellos libros de imágenes que se levantan en
nuestra plaza y que despliegan hasta el cielo sus hojas esculpidas
en piedra.
¿En qué lenguaje, por qué medios, podríamos expresarles nuestra
admiración, testimoniarles
nuestro reconocimiento y todos los sentimientos de gratitud que
llena nuestro corazón, por todo lo
que nos han enseñado a gustar, a conocer, a descubrir, esas obras
maestras mudas, esos maestros sin palabras y sin voz?
¿Sin palabras y sin voz? ¡Qué estamos diciendo! Si estos libros
lapidarios tienen sus letras esculpidas -frases en bajos refleves y
pensamientos en ojivas-, tampoco dejan de hablar por el espíritu
imperecedero que se exhala de sus páginas. Más claros que sus
hermanos menores manuscritos e impresos-, poseen sobre éstos la
ventaja de traducir un sentido único, absoluto, de expresión
sencilla, de interpretación ingenua y pintoresca, un sentido
expurgado de sutilezas, de alusiones, de equívocos literarios.
«La lengua de piedras que habla este arte nuevo -dice con gran
propiedad J. F. Colfs (I)- es a la
vez clara y sublime. Por esto, habla al alma de los más humildes
como a la de los más cultos. ¡Qué
lengua tan patética es el gótico de piedras! Una lengua tan
patética, en efecto, que los cantos de un
Orlando de Lasso o de un Palestrina, las obras para órgano de un
Haendel o de un Frescobaldi, la
orquestación de un Beethoven o de un Cherubini, o, lo que es todavía
más grande, el sencillo y
severo canto gregoriano, no hacen sino aumentar las emociones que la
catedral nos produce por sí
sola. ¡Ay de aquellos que no admiran la arquitectura gótica, o, al
menos, compadezcámosles como a
unos desheredados del corazón!»
Santuario de la Tradición, de la Ciencia y del Arte, la catedral
gótica no debe ser contemplada como una obra únicamente dedicada a
la gloria del cristianismo, sino más bien como una vasta concreción
de ideas, de tendencias y de fe populares, como un todo perfecto al
que podemos acudir sin temor cuando tratamos de conocer el
pensamiento de nuestros antepasados, en todos los terrenos:
religioso, laico, filosófico o social.
Las atrevidas bóvedas, la nobleza de las naves, la amplitud de
proporciones y la belleza de ejecución, hacen de la catedral una
obra original, de incomparable armonía, pero que el ejercicio del
culto parece no tener que ocupar enteramente.
Si el recogimiento, bajo la luz espectral y policroma de las altas
vidrieras, y el silencio invitan a la
oración y predisponen a la meditación, en cambio, la pompa, la
estructura y la ornamentación
producen y reflejan, con extraordinaria fuerza, sensaciones menos
edificantes, un ambiente más laico
(1) J. F. Colfs, La Fil@n généalogique de toutes les Ecoles
gothiques,París, Baudry, 1884. y, digamos la palabra, casi pagano.
Allí se pueden discernir, además de la inspiración ardiente nacida
de una fe robusta, las mil preocupaciones de la grande alma popular,
la afirmación de su conciencia y de su voluntad propia, la imagen
de su pensamiento en cuanto tiene éste de complejo, de abstracto, de
esencial, de soberano.
Si venimos a este edificio para asistir a los oficios divinos, si
penetramos en él siguiendo los entierros o formando parte del alegre
cortejo de las fiestas sonadas, también nos. apretujamos en él en
otras muchas y distintas circunstancias. Allí se celebran asambleas
políticas bajo la presidencia del obispo; allí se discute el precio
del grano y del ganado; los tejedores establecen allí la cotización
de sus paños; y allí acudimos a buscar consuelo, a pedir consejo,
implorar perdón. Y apenas si hay corporación que no haga bendecir
allí la obra maestra del nuevo compañero y que no se reúna allí, una
vez al año, bajo la protección de su santo patrón.
Otras ceremonias, muy del gusto de la multitud, celebranse también
allí durante el bello
período medieval. Una de ellas era la Fiesta de los locos -o de los
sabios-, kermesse hermética
procesional, que salía de la iglesia con su papa, sus signatarios,
sus devotos y su pueblo -el pueblo
de la Edad Media, ruidoso, travieso, bufón, desbordante de
vitalidad, de entusiasmo y de ardor-, y
recorría la ciudad... Sátira hilarante de un clero ignorante,
sometido a la autoridad de la Ciencia
disfrazada, aplastado bajo el peso de una indiscutible superioridad.
¡Ah, la Fiesta de los locos, con
su carro del Triunfo de Baco, tirado por un centauro macho y un
centauro hembra, desnudos como el propio dios, acompañado del gran
Pan; carnaval obsceno que tomaba posesión de las naves ojivales!
¡Ninfas y náyades saliendo del baño; divinidades del Olimpo, sin
nubes y sin enaguas: Juno, Diana, Venus y Latona, dándose cita en la
catedral para oír misa! ¡Y qué misa! Compuesta por el iniciado
Pierre de Corbeil, arzobispo de Sens, según un ritual pagano, y en
que las ovejas de 1220 lanzaban el grito de gozo de las bacanales:
¡Evohé! ¡Evohé!, y los hombres del coro respondían, delirantes:
Haec est clara dies clararum clara dierum! Haec est festas dies festarum festa dierum! (2)
Otra era la Fiesta del asno, casi tan fastuosa como la anterior, con
la entrada triunfal, bajo los arcos sagrados, de maitre Alibororn,
cuya pezuña hollaba antaño el suelo judío de Jerusalén. Nuestro
glorioso Cristóforo era honrado en un oficio especial en que se
exaltaba, después de la epístola, ese poder asnal que ha valido a la
Iglesia el oro de Arabia, el incienso y la mirra del país de Saba
Parodia grotesca que el sacerdote, incapaz de comprender, aceptaba
en silencio, inclinada la frente bajo el peso del ridículo que
vertían a manos llenas aquellos burladores del país de Saba, o Caba,
¡los cabalistas en persona! Y es el propio cincel de los maestros
imaginemos de la época, el que nos confima estos curiosos regocijos.
En efecto, en la nave de Nótre-Dame de Estrasburgo, escribe
Witkowski (3),
«el bajorrelieve de uno de los capiteles de las
grandes columnas reproduce una procesión satírica en la que vemos un
cerdito, portador de un acetre, seguido de asnos revestidos con
hábitos sacerdotales y de monos provistos de diversos atributos de
la religión, así como una zorra encerrada en una urna. Es la
Procesión de la zorra o de la Fiesta del asno».
Añadamos que una
escena idéntica, iluminada, figura en el folio 40 del manuscrito
núm.
5.055 de la Biblioteca Nacional.
Había, en fin, ciertas costumbres chocantes que traslucen un sentido
hermético a menudo muy
duro,
que se repetían todos los años y que tenían por escenario la iglesia
gótica, como la Flagelación del
Aleluya, en que los monaguillos arrojaban, a fuertes latigazos, sus
sabots (4) zumbadores fuera de
las naves de la catedral de Langres; el Entierro del Carnaval; la
Diablería de Chaumont; las
procesiones y banquetes
(2)
¡Este día es célebre entre los días célebres!
¡Este día es de fiesta entre los días de fiesta!
(3)
G. J. Witkowski, LArt profane á 1’Eglise. Extranjero. París,
Schemit, 1908, página 35. (4) Trompo con perfil de Tau o Cruz. En
cábala, sabot equivale a cabot o chabot, el chat botié (gato con
botas) de los Cuentos de la Madre Oca. El roscón de Reyes contiene a
veces un sabot en vez de un haba. de la Infantería de Dijon, último
eco de la Fiesta de los locos, con su Madre loca, sus diplomas
rabelesianos, su estandarte en el que dos hermanos, con la cabeza
gacha, se divertían mostrando las nalgas; el singular Juego de
pelota, que se disputaba en la nave de San Esteban de la catedral de
Auxerre y desapareció allá por el año 1538; etcétera.
II
La catedral es el refugio hospitalario de todos los infortunios. Los
enfermos que iban a Nótre-Dame de París a implorar a Dios alivio
para sus sufrimientos permanecían allí hasta su curación completa.
Se les destinaba una capilla, situada cerca de la segunda puerta y
que estaba iluminada por seis lámparas. Allí pasaban las noches. Los
médicos evacuaban sus consultas en la misma entrada de la basílica,
alrededor de la pila del agua bendita. Y también allí celebró sus
sesiones la Facultad de Medicina, al abandonar la Universidad, en el
siglo XIII, para vivir independiente, y donde permaneció hasta 1454,
fecha de su última reunión, convocada por Jaeques Desparts.
Es asilo inviolable de los perseguidos y sepulcro de los difuntos
ilustres. Es la ciudad dentro de la ciudad, el núcleo intelectual y
moral de la colectividad, el corazón de la actividad pública, el
apoteosis del pensamiento, del saber y del arte.
Por la abundante floración de su ornato, por la variedad de los
temas y de las escenas que la adornan, la catedral aparece como una
enciclopedia muy completa y variada -ora ingenua, ora noble, siempre
viva-de todos los conocimientos medievales. Estas esfinges de piedra
son, pues, educadoras, iniciadoras primordiales.
Este pueblo de quimeras erizadas, de juglares, de mamarrachos, de
mascarones y de gárgolas amenazadoras -dragones, vampiros y
tarascas-, es el guardián secular del patrimonio ancestral. El arte
y la ciencia, concentrados antaño en los grandes monasterios,
escapan del laboratorio, corren al edificio, se agarran a los
campanarios, a los pináculos, a los arbotantes, se cuelgan de los
arcos de las bóvedas, pueblan los nichos, transforman los vidrios en
gemas preciosas, los bronces en vibraciones sonoras, y se extienden
sobre las fachadas en un vuelo gozoso de libertad y de
expresión.
¡Nada más laico que el exoterismo de esta enseñanza! Nada
más humano que esta profusión de imágenes originales, vivas, libres,
movedizas, pintorescas, a veces desordenadas y siempre interesantes;
nada más emotivo que estos múltiples testimonios de la existencia
cotidiana, de los gustos, de los ideales, de los instintos de
nuestros padres; nada más cautivador, sobre todo, que el simbolismo
de los viejos alquimistas, hábilmente plasmados por los modestos
escultores medievales. A este respecto, Nótre-Dame de París es,
incontestablemente, uno de los ejemplares más perfectos, y, como
dijo Víctor Hugo, «el compendio más cabal de la ciencia hermética,
de la cual la iglesia de Saint-Jacques-la-Boucherie era un
jeroglífico completo».
Los alquimistas del siglo XIV se reúnen en ella, todas las semanas,
el día de Saturno, ora en el pórtico principal, ora en la puerta de
san Marcelo, ora en la pequeña Puerta Roja, toda ella adornada de
salamandras. Denys Zachaire nos dice que esta costumbre subsistía
todavía en el año 1539, los domingos y días festivos, y Noél du Fail
declara que la gran reunión de tales académicos tenía lugar en
Nótre-Dame de Paris (1).
Allí, bajo el brillo cegador de las ojivas pintadas y doradas (2),
de los cordones de los arcos, de
los tímpanos de
(1) Noéi du Fail, Propos nistiques, balivemeries, contes et discours
deu trapel (c. X). París, Gosselin, 1842.
(2) En las catedrales, todo era dorado y pintado de vivos colores.
El texto de Martyrius, obispo y viajero armenio del siglo xv, así lo
atestigua. Dice este autor que el pórtico de Nótre-Dame de París
resplandecía como la entrada del paraíso. Campeaban en él el
púrpura, el rosa, el azul, la plata y el oro. Todavía pueden
descubrirse rastros de dorados en la cima del tímpano del pórtico
principal. El de la iglesia de Saint-Germain-I’Auxerrois conserva
sus pinturas, su bóveda azul constelada de oro.
figuras multicolores, cada cual exponía el resultado de sus trabajos
o explicaba el orden de sus investigaciones. Se emitían
probabilidades; se discutían las posibilidades; se estudiaban en su
mismo lugar la alegoría del bello libro, y esta exégesis abstrusa de
los misteriosos símbolos no era la parte menos animada de estas
reuniones.
Siguiendo a Gobineau de Montluisant, Cambriel y tutti quanti vamos a
emprender la piadosa peregrinación, a hablar con las piedras y a
interrogarlas. ¡Lástima que sea tan tarde! El vandalismo de Soufflot
destruyó en gran parte lo que en el siglo xvi podía admirar el
alquimista. Y, si el arte debe mostrarse agradecido a los eminentes
arquitectos Toussaint, Geffroy Dechaume, Boeswillwald,
Viollet-le-Duc y Lassus, que restauraron la basílica odiosamente
profanada por la Escuela, en cambio la Ciencia no recobrará jamás lo
que perdió.
Sea como fuere, y a pesar de estas lamentables mutilaciones, los
motivos que aún subsisten son lo bastante numerosos para que no
tengamos que lamentar el tiempo y el trabajo que nos cueste la
visita. Nos consideraremos satisfechos y pagados con creces de
nuestro esfuerzo, si logramos despertar la curiosidad del lector,
retener la atención del observador sagaz y demostrar a los amantes
de lo oculto que no es imposible descubrir el sentido del arcano
disimulado bajo la corteza petrificada del prodigioso libro mágico.
III
Ante todo, debemos decir unas palabras sobre el término gótico,
aplicado al arte francés que impuso sus normas a todas las
producciones de la Edad Media, y cuya irradiación se extiende desde
el siglo XIV al XV.
Algunos pretendieron, equivocadamente, que provenía de los Godos,
antiguo pueblo de Germania; otros creyeron que se llamó así a esta
forma de arte, cuya originalidad y cuya extraordinaria singularidad
era motivo de escándalo en los siglos xvii y VXIII, en son de burla,
dándole el sentido de bárbaro.-tal es la opinión de la escuela
clásica, imbuida de los principios decadentes del Renacimiento.
Empero, la verdad, que brota de la boca del pueblo, ha sostenido y
conservado la expresión arte gótico, a pesar de los esfuerzos de la
Academia para sustituirla por la de arte ojival Existe aquí un
motivo oscuro que hubiera debido hacer reflexionar a nuestros
lingüistas, siempre al acecho de etimologías. ¿Por qué, pues, han
sido tan pocos los lexícólogos que han acertado? Por la sencilla
razón de que la explicación debe buscarse en el origen cabalístico
de la palabra más que en su raíz literal.
Algunos autores perspicaces y menos superficiales, impresionados por
la semejanza que existe entre gótico y goético, pensaron que había
de existir una relación estrecha entre el Arte gótico y el Arte
goético o mágico.
Para nosotros, arte gótico no es más que una deformación ortográfica
de la palabra argótico, cuya homofonía es perfecta, de acuerdo con
la ley fonética que rige, en todas las lenguas y sin tener en cuenta
la ortografía, la cábala tradicional. La catedral es una obra de
arth goth o de argot. Ahora bien, los diccionarios definen el argot
como «una lengua particular de todos los individuos que tienen
interés en comunicar sus pensamientos sin ser comprendidos por los
que les rodean». Es, pues, una cábala hablada. Los argotiers, o sea,
los que utilizan este lenguaje, son descendientes herméticos de los
argo-nautas, los cuales mandaban la nave Argos, y hablaban la lengua
argótica mientras bogaban hacia las riberas afortunadas de Cólquida
en busca del famoso Vellocino de Oro.
Todavía hoy, decimos del hombre muy inteligente, pero también muy
astuto: lo sabe todo, entiende el argot. Todos los Iniciados se
expresaban en argot, lo mismo que los truhanes de la Corte de los
milagros -con el poeta Villon a la cabeza- y que los Frimasons, o
francmasones de la Edad Media, «posaderos del buen Dios», que
edificaron las obras maestras argóticas que admiramos en la
actualidad. También ellos, estos nautas constructores, conocían el
camino que conducía al Jardín de las Hespérides...
Todavía en nuestros días, los humildes, los miserables, los
despreciados, los rebeldes ávidos de libertad y de independencia,
los proscritos, los vagabundos y los nómadas, hablan el argot, este
dialecto maldito, expulsado de la alta sociedad de los nobles, que
lo son tan poco, y de los burgueses bien cebados y
bienintencionados, envueltos en el armiño de su ignorancia y de su
fatuidad. El argot ha quedado en lenguaje de una minoría de
individuos que viven fuera de las leyes dictadas, de las
convenciones, de los usos y del protocolo, y a los que se aplica el
epíteto de voyous, es decir, videntes, y la todavía más expresiva de
hijos o criaturas del sol. El arte gótico es, en efecto, el art got
o cot (Xo), el arte de la Luz o del Espíritu.
Alguien pensará, tal vez, que éstos son simples juegos de palabras.
Lo admitimos de buen grado. Lo esencial es que guían nuestra fe
hacia una certeza, hacia la verdad positiva y científica, clave del
misterio religioso, y no la mantienen errante en el dédalo
caprichoso de la imaginación. No hay, aquí abajo, casualidad, ni
coincidencia, ni relación fortuita; todo está previsto, ordenado,
regulado, y no nos corresponde a nosotros modificar a nuestro antojo
la voluntad inescrutable del Destino. Si el sentido corriente de las
palabras no nos permite ningún descubrimiento capaz de elevarnos, de
instruirnos, de acercarnos al Creador, entonces el vocabulario se
vuelve inútil.
El verbo, que asegura al hombre la superioridad
indiscutible, la soberanía que posee sobre todo lo viviente, pierde
entonces su nobleza, su grandeza, su belleza, y no es más que una
triste vanidad. Sí; la lengua, instrumento del espíritu, vive por sí
misma, aunque no sea más que el reflejo de la Idea universal.
Nosotros no inventamos nada, no creamos nada. Todo está en todo.
Nuestro microcosmos no es más que una partícula ínfima, animada,
pensante, más o menos imperfecta, del macrocosmos. Lo que creemos
descubrir por el solo esfuerzo de nuestra inteligencia existe ya en
alguna parte. La fe nos hace presentir lo que es; la revelación nos
da de ello la prueba absoluta.
A menudo flanqueamos el fenómeno
-léase milagro-, sin advertirlo, ciegos y sordos. ¡Cuántas
maravillas, cuántas cosas insospechadas no descubriríamos, si
supiésemos disecar las palabras, quebrar su corteza y liberar su
espíritu, la divina luz que encierra! Jesús se expresó sólo en
parábolas: ¿podemos negar la verdad que éstas enseñan? Y, en la
conversación corriente, ¿no son acaso los equívocos, las sinonimias,
los retruécanos o las asonancias, lo que caracteriza a las gentes de
ingenio, felices de escapar a la tiranía de la letra y mostrándose,
a su manera, cabalistas sin saberlo?
Añadamos, por último, que el argot es una de las formas derivadas de
la Lengua de los pájaros, madre y decana de todas las demás, la
lengua de los filósofos y de los diplomáticos. Es aquella cuyo
conocimiento revela Jesús a sus apóstoles, al enviarles su espíritu,
el Espíritu Santo. Es ella la que enseña el misterio de las cosas y
descorre el velo de las verdades más ocultas. Los antiguos incas la
llamaban Lengua de Corte, porque era muy empleada por los
diplomáticos, a los que daba la clave de una doble ciencia, la
ciencia sagrada y la ciencia profana.
En la Edad Media, era
calificada de Gaya ciencia o Gay saber, Iengua de los dioses,
Diosa-Botella (1). La Tradición afirma que los hombres la hablaban
antes de la construcción de la torre de Babel (2), causa de su
perversión y, para la mayoría, del olvido total de este idioma
sagrado. Actualmente, fuera del argot, descubrimos sus
características en algunas lenguas locales, tales como el picardo,
el provenzal, etcétera, y en el dialecto de los gitanos.
Según la mitología, el célebre adivino Tiresias (3) tuvo un
conocimiento perfecto de la Lengua de
los pájaros, que le habría enseñado Minerva, diosa de la Sabiduría.
La compartió, según dicen, con Tales de Míleto, Melampo y Apolonio
de Tiana (4), personajes imaginarios cuyos nombres hablan
elocuentemente, en la ciencia que nos ocupa, y lo bastante
claramente para que tengamos necesidad de analizarlos en estas
páginas.
(1) La vida de Gargantúa y de Pantagruel de François Rabelais, es
una obra esotérica, una novela de argot. El buen cura de Meudon se
reveló en ella como un gran iniciado con ribetes de cabalista de
primer orden. (2) El tour (giro), la tournure ba empleada para bel.
(3) Tiresias, según dicen, había perdido la vista por haber revelado
a os mortales los secretos del Olimpo. Sin embargo, vivió «siete,
ocho o nueve edades de hombre» y fue, sucesivamente, ¡hombre y
mujer! (4) Filósofo cuya vida, llena de leyendas, de milagros y de hechos
prodigiosos, parece muy hipotética. Nos parece que el nombre de este
personaje casi fabuloso no es más que una imagen mito-hermética del
compuesto, o rebis filosofal logrado con la unión de hermano y
hermana, de Gabritius y Beya, de Apolo y Diana. De ahí que no nos
sorprendan, por ser de orden químico, las maravillas contadas por
Filóstrato.
IV
Con raras excepciones, el plano de las iglesias góticas -catedrales,
abadías o colegiatas- adopta la forma de una cruz latina tendida en
el suelo. Ahora bien, la cruz es el jeroglífico alquímico del crisol
(creuset), al que se llamaba antiguamente (en francés) cruzoz
crucible y croiset (según Ducange, en el latín de la decadencia,
crucibulum, crisol, tenía por raíz, crux, crucis, cruz).
Efectivamente, es en el crisol donde la materia prima, como el
propio Cristo, sufre su Pasión; es en el crisol donde muere para
resucitar después, purificada, espiritualizada, transformada. Por
otra parte, ¿acaso el pueblo, fiel guardián de las tradiciones
orales, no expresa la prueba terrenal humana mediante parábolas
religiosas y símiles herméticos? -Llevar su cruz, subir al Calvario,
pasar por el crisol de la existencia, son otras tantas alocuciones
corrientes donde encontramos idéntico sentido bajo un mismo
simbolismo.
No olvidemos que, alrededor de la cruz luminosa vista en sueños por
Constantino, aparecieron
estas palabras proféticas que hizo pintar en su labarum: In hoc
signo vinces; vencerás por este
signo. Recordad también, hermanos alquimistas, que la cruz tiene la
huella de los tres clavos que
se emplearon para inmolar al Cristo-materia, imagen de las tres
purificaciones por el hierro y por el
fuego. Meditad igualmente sobre este claro pasaje de san Agustín en
su Diálogo con Trifón
(Dialogus cum Tryphone, 40):
«El misterio del cordero que Dios había
ordenado inmolar en Pascua -dice- era la figura del Cristo, con la que los creyentes
pintan sus moradas; es decir, a ellos
mismos, por la fe que tienen en Él. Ahora bien, este cordero que la
ley ordenaba que fuera asado
entero era el símbolo de la cruz que el Cristo debía padecer. Pues
el cordero, para ser asado, es
colocado de manera que parece una cruz: una de las ramas lo
atraviesa de parte a parte, desde la
extremidad inferior hasta la cabeza; la otra le atraviesa las
espaldillas, y se atan a ella las patas
anteriores del cordero (el griego dice., las manos, XE¿PC:9).»
La cruz es un símbolo muy antiguo, empleado desde siempre, en todas
las religiones, en todos los
pueblos, y erraría quien la considerase como un emblema especial del
cristianismo, según ha
demostrado cumplidamente el abate Ansault (1). Diremos incluso que
el plano de los grandes
edificios religiosos de la Edad Media, con su adición de un ábside
semicircular o elíptico soldado al
coro, adopta la forma del signo hierático egipcio de la cruz ansada
que se lee ank y designa la vida
universal oculta en las cosas. Podemos ver un ejemplo de ello en el
museo de Saint-Germain-en-Laye, en un sarcófago cristiano procedente de las criptas arlesianas
de Saint-Honorat. Por otra
parte, el equivalente hermético del signo ank es el emblema de Venus
o Ciprina (en griego,
Kv7rpLg, o sea, la impura), el cobre vulgar que algunos, para velar
todavía más su sentido, han
traducido por bronce y latón.
«Blanquea el latón y quema tus
libros», nos repiten todos los buenos
autores, Kv7rpo@ es la misma palabra que Y,ov(ppog, es decir,
azufre, el cual, en este caso, tiene
la significación de estiércol, fiemo, excremento, basura.
«El sabio
encontrará nuestra piedra hasta en
el estiércol -escribe el Cosmopolita-, mientras que el ignorante no
podrá creer que se encuentre en
el oro.»
Y es así como el plano del edificio cristiano nos revela las
cualidades de la materia prima, y su
preparación, por el signo de la Cruz, lo cual, para los alquimistas,
tiene por resultado la obtención
de la Primera piedra, piedra angular
(1) Abate Ansault, La Croix avant Jésus-Crig París, V. Retaux, 1894.
de la Gran Obra filosofal. Sobre esta piedra edificó Jesús su
iglesia; y los francmasones medievales siguieron simbólicamente el
ejemplo divino. Pero, antes de ser tallada para servir de base a la
obra de arte gótica, y también a la obra de arte filosófica, dábase
a menudo a la piedra bruta, impura, material y grosera, la imagen
del diablo.
Nótre-Dame de París poseía un jeroglífico semejante, que se
encontraba bajo la tribuna, en el ángulo del recinto del coro. Era
una figura de diablo, que abría una boca enorme, en la cual apagaban
los fieles sus cirios; de suerte que el bloque esculpido aparecía
manchado de cera y de negro de humo. El pueblo llamaba a esta imagen
Maistre Pierre du Coignet, cosa que no dejaba de confundir a los
arqueólogos. Ahora bien, esta figura, destinada a representar la
materia inicial de la Obra, humanizada bajo el aspecto de Lucifer
(portador de luz, la estrella de la mañana), era el símbolo de
nuestra piedra angular, la Piedra del rincón, la piedra maestra del
rinconcito.
«La piedra que los constructores rechazaron -escribe Amyraut (2)-ha sido convertida en la piedra maestra del ángulo,
sobre la que descansa toda la estructura del edificio; pero es
también escollo y piedra de escándalo, contra la cual tropiezan para
su desgracia.»
En cuanto a la talla de esta piedra angular -queremos
decir su preparación-, podemos verla expresada en un bello bajo
relieve de la época, esculpido en el exterior del edificio, en una
capilla del ábside, del lado de la calle del Cloître-Nótre-Dame.
(2) M. Amyraut, Paraphrase de la Pretwre Epitre de saint Píerre (c.
ii, v. 7). Saumur, Jean Lesnier, 1646, pág. 27.
V
Así como se reservaba al tallista de imágenes la decoración de las
partes salientes, se confiaba
al ceramista la ornamentación del suelo de las catedrales. Éste era
generalmente enlosado o
embaldosado con placas de tierra cocida pintadas y recubiertas de un
esmalte plomífero. Este arte había adquirido en la Edad Media
bastante perfección para asegurar a los temas historiados la
variedad suficiente de dibujo y colorido. Se utilizaban también
pequeños cubos multicolores de mármol, a la manera de los mosaicos
bizantinos. Entre los mitos más frecuentemente empleados, conviene
citar los laberintos, que se trazaban en el suelo, en el punto de
intersección de la nave y el crucero. Las iglesias de Sens, de
Reims, de Auxerre, de Saint-Quentin, de Poitiers y de Bayeux han
conservado sus laberintos.
En la de Amiens, observábase, en el
centro, una gran losa en la que se había incrustado una barra de oro
y un semicírculo del mismo metal, representando la salida del sol en
el horizonte. Más tarde se sustituyó el sol de oro por un sol de
cobre, el cual desapareció a su vez, para no ser ya reemplazado. En
cuanto al laberinto de Chartres, vulgarmente llamado la lieue (por
le lieu, el lugar) y dibujado sobre el pavimento de la nave, se
compone de toda una serie de círculos concéntricos que se repliegan
unos en otros con infinita variedad. En el centro de esta figura,
veíase antaño el combate de Teseo contra el Minotauro. Nueva prueba,
pues, de la infiltración de temas paganos en la iconografía
cristiana y, en consecuencia, de un sentido mito-hermético evidente.
Sin embargo, sería imposible establecer relación alguna entre estas
imágenes y las famosas construcciones de la antigüedad, los
laberintos de Grecia y de Egipto.
El laberinto de las catedrales, o laberinto de Salomón, es, nos dice
Marcellin Berthelot (1),
«una figura cabalística que se encuentra al
principio de ciertos manuscritos alquímicos y que forma parte de las
tradiciones mágicas atribuidas al nombre de Salomón. Es una serie de
círculos concéntricos, interrumpidos en ciertos puntos, de manera
que forman un trayecto chocante e inextricable».
La imagen del laberinto se nos presenta, pues, como emblemático del
trabajo entero de la Obra, con sus dos mayores dificultades: la del
camino que hay que seguir para llegar al centro -donde se libra el
rudo combate entre las dos naturalezas-, y la del otro camino que
debe enfilar el artista para salir de aquél.. Aquí es donde necesita
el hilo de Ariadna si no quiere extraviarse en los meandros de la
obra y verse incapaz de encontrar la salida.
Lejos de nuestra intención escribir, como hizo Batsdorff, un tratado
especial para explicar lo que
es este hilo de Ariadna, que permitió a Teseo cumplir su misión.
Pero sí pretendemos, apoyándonos en la cábala, proporcionar a los
investigadores sagaces algunos datos sobre el valor simbólico del
famoso mito.
Ariane es una forma de ariagne (araña), por metátesis de la i. En
español, la ñ equivale a la gn; apaxv-q (araña) puede, pues, leerse
arahné, arahni, arahgne. ¿Acaso nuestra alma no es la araña que teje
nuestro propio cuerpo? Pero esta palabra exige todavía otras
formaciones. El verbo ALP'O significa tomar, asir, arrastrar,
atraer, de donde se deriva alpnv, lo que toma, ase, atrae. Así,
pues, a¿p?7v es el imán, la virtud encerrada en el cuerpo que los
sabios llaman su magnesia.
Prosigamos. En provenzal, el hierro se llama aran e iran, según los
diferentes dialectos.
Es el Hiram
masónico, el divino Aries el arquitecto del Templo de Salomón. Los
felibres llaman
(1) La Grande Encyclopédie. Art. Labyrinthe, t. XXI, pág. 703. a la
araña: aragno e iragno, airagno,, en picardo, se dice
arégni.Cotéjese todo esto con el griego Z¿6npog, hierro e imán. Esta
palabra tiene ambos sentidos. Pero aún hay más. El verbo apva>
expresa el orlo de un astro que sale del mar: de donde se deriva
apvav (aryan), el astro que sale del mar, que se levanta; apvc¿v, o
ariane, es, pues, el Oriente, por permutación de vocales. Además,
apvw tiene también el sentido de atraer, luego, apvav es también el
imán. Si volvemos ahora a l¿8i7pog, origen del latino sidus,
sideris, estrella, reconoceremos a nuestro aran, iran, airan
provenzal, el c¿pvav griego, el sol que sale.
Ariadna, la araña mística, escapada de Amiens, sólo dejó sobre el
pavimento del coro la huella de su tela...
Recordemos, de paso, que el más célebre de los laberintos antiguos,
el de Cnosos, en Creta, descubierto en 1902 por el doctor Evans, de
Oxford, era llamado Absolum. Y observemos que este término se parece
mucho a absoluto, que es el nombre con que los alquimistas antiguos
designaban la piedra filosofal.
VI
Todas las iglesias tienen el ábside orientado hacia el sudeste; la
fachada, hacia el noroeste, y el crucero, que forma los brazos de la
cruz, de nordeste a sudoeste. Es una orientación invariable,
establecida a fin de que fieles y profanos, al entrar en el templo
por Occidente y dirigirse en derechura al santuario, miren hacia
donde sale el sol, hacia Oriente, hacia Palestina, cuna del
cristianismo. Salen de las tinieblas y se encaminan a la luz.
Como consecuencia de esta disposición, uno de los tres rosetones que
adornan el crucero y la fachada principal no está nunca iluminado
por el sol; es el rosetón septentrional, que luce en la fachada
izquierda del crucero. El segundo resplandece al sol de mediodía; es
el rosetón meridional, que se abre en el extremo derecho del
crucero. El último se ilumina bajo los rayos colorados del sol
poniente; es el gran rosetón, el de la fachada principal, que
aventaja a sus hermanos laterales en dimensiones y en esplendor. De
esta manera se suceden, en las fachadas de las catedrales góticas,
los colores de la Obra, según una evolución circular que va desde
las tinieblas -representadas por la ausencia de luz y el color
negro-a la perfección de la luz rubicunda, pasando por el color
blanco, considerado como «intermedio entre el negro y el rojo».
En la Edad Media, el rosetón central se llamaba Rota, la rueda.
Ahora bien, la rueda es el jeroglífico alquímico del tiempo
necesario para la cocción de la materia filosofal y, por ende, de la
propia cocción. El fuego mantenido, constante e igual, que el
artista alimenta noche y día en el curso de esta operación, se
llama, por esta razón, fuego de rueda. Sin embargo, además del calor
necesario para la licuefacción de la piedra de los filósofos, se
necesita un segundo agente, llamado fuego secreto o filosófico. Es
este último fuego, excitado por el calor vulgar, lo que hace girar
la rueda y provoca los diversos fenómenos que el artista observa en
su redoma:
Ve por este camino, no por otro, te advierto; observa solamente las huellas de mi rueda.
Y para dar a todo una calor igual, no subas ni desciendas al cielo y a la tierra.
Si demasiado subes, el cielo quemarás; si bajas demasiado, destruirás la tierra.
En cambio, si mantienes en medio tu carrera, el avance es seguido y la ruta más segura (1)
El rosetón representa, pues, por sí solo, la acción del fuego y su
duración. Por esto los
decoradores medievales trataron de reflejar, en sus rosetones, los
movimientos de la materia
excitada por el fuego elemental, como así puede observarse en la
fachada norte de la catedral de
Chartres, en los rosetones de Toul (Saint-Gengoult), de
Saint-Antoine de Compiégne, etc. En la
arquitectura de los siglos XIV y XV, la
preponderancia del símbolo ígneo, que caracteriza claramente el
último período del arte medieval, hizo que se diera al estilo de
esta época el nombre de Gótico flamígero.
Ciertos rosetones, emblemáticos del compuesto, tienen un sentido
particular que subraya todavía más las propiedades de esta sustancia
que el Creador selló con su propia mano.
Este sello mágico le dice al artista que ha seguido el buen camino y
que la mixtura ha sido
preparada
según los cánones.
Es una figura radiada, de seis puntas (digamma), llamada Estrella de
los Magos, que resplandece
en
la superficie del
(1) De Nuysement, Poéme philosophic de la Vérité de la Phisique
Mineralle, en Traittez de 1’Harmonie et Constitution generalle du
Vray SeL París, Périer et Buisard, 1620 y 1621, pág. 254. compuesto,
es decir, encima del pesebre en que descansa jesús, el Niño-Rey.
Entre los edificios que presentan rosetones estrellados de seis
pétalos -reproducción del tradicional Sello de Salomón (2)-citaremos
la catedral de Saint-Jean y la iglesia de Saint-Bonaventure, de Lyon
(rosetones de las fachadas); la iglesia de Saint-Gengoult, de Toul;
los dos rosetones de SaintVulfran, de Abbeville; la fachada de la
Calende de la catedral de Rouen; el espléndido rosetón de la
Sainte-Chapelle, etc.
Como este signo tiene el más alto interés para el alquimista -¿acaso
no es el astro que le guía y que le anuncia el nacimiento del
Salvador?-, conviene citar aquí ciertos textos que relatan,
describen y explican su aparición. Dejaremos al lector el cuidado de
establecer las comparaciones útiles, de coordinar las versiones, de
aislar la verdad positiva, mezclada con la alegoría legendaria en
estos fragmentos enigmáticos.
(2) La convalaria poligonal, vulgarmente llamada Sello de Salomón
debe este apelativo a su tallo, cuya sección es estrellada, como el
signo mágico atribuido al rey de los israelitas, hijo de David.
VII
Varrón, en sus Antiquitates rerum humanarum, recuerda la leyenda de
Eneas, salvando a su padre y a sus penates de las llamas de Troya, y
llegando, después de largas peregrinaciones, a los campos
Laurentinos (1), término de su viaje. De ello nos da la razón
siguiente:
Es quo de Troja est egressus AEneas, Veneris eum per diem quotidie
stellam vidisse, donec ad agrum Laurentum veniret, in quo eam non
vidit ulterius; qua recognovit terras esse fatales (2).
(Cuando hubo
partido de Troya, vio todos los días y durante el día, la estrella
de Venus, hasta que llegó a los campos Laurentinos, donde dejó de
verla, lo cual le dio a entender que aquéllas eran las tierras
señaladas por el Destino.)
Veamos ahora una leyenda tomada de una obra que tiene por título
Libro de Set, y que un autor del siglo vi relata en estos términos
(3):
«He oído hablar a algunas personas de una Escritura que, aunque no
muy cierta, no es contraria
a la ley y se escucha más bien con agrado. Leemos en ella que
existía un pueblo en el Extremo
Oriente, a orillas del Océano, que (1) Cabalísticamente, el oro injerido, injertado.
(2) Varro, en Servius, AEneid, t. III, pág. 386. (3) Opus iinperfectum ¿n Mattheum Hom II, incorporado a las Aeuvres
de Saint Jean Chrysostome, Patr. grecque, t. LVI, pág. 637. poseía
un Libro atribuido a Set, el cual hablaba de la aparición futura de
esta estrella y de los presentes que había que llevar al Niño, cuya
predicción se suponía transmitida por las generaciones de los
Sabios, de padres a hijos.»
Eligieron entre ellos a doce de los más
sabios y mas aficionados a los misterios de los cielos, y se
dispusieron a esperar esta estrella. Si moría alguno de ellos, su
hijo o el más próximo pariente que esperaba lo mismo, era elegido
para reemplazarlo.»
Les llamaban, en su lengua, Magos, porque glorificaban a Dios en el
silencio y en voz baja.»
Todos los años, después de la recolección, estos hombres subían a
un monte que, en su lengua, llamábase monte de la Victoria, en el
cual había una caverna abierta en 1ª roca, agradable por los
riachuelos y los árboles que la rodeaban. Una vez llegados a este
monte, se lavaban, oraban y alababan a Dios en silencio durante tres
días,-esto lo hacían durante cada generación, siempre esperando, por
si casualmente aparecía esta estrella de dicha durante su
generación. Pero al fin apareció, sobre este monte de la Victoria,
en forma de un niño pequeño y presentando la figura de una cruz, les
habló, les instruyó y les ordenó que emprendieran el camino de
Judea.»
La estrella les precedió, así, durante dos años, y ni el pan ni el
agua les faltaron jamás en sus viajes.»
Lo que hicieron después, se explica en forma resumida en el
Evangelio.»
Según otra leyenda, de época ignorada, la estrella tenía una forma
diferente (4):
«Durante el viaje, que duró trece días, los Magos no tomaron
descanso ni alimento; no sintieron
necesidad de ello, y este período les pareció que no había durado
más que un día. Cuanto más se
acercaban a Belén, más intenso era el brillo de la estrella; ésta
tenía la forma de un águila,
volando a través de los aires y agitando sus alas; encima veíase una
cruz »
La leyenda que sigue, titulada De las cosas que ocurrieron en
Persia, cuando el nacimiento
de Cristo, se atribuye a Julio
(4) Apócrifos, t. 11, pág. 469.
Africano, cronógrafo del siglo iii, aunque se ignora a qué época
pertenece realmente (5):
«La escena se desarrolla en Persia, en un templo de Juno (Hp?79)
construido por Círo. Un
sacerdote anuncia que Juno ha concebido. -Todas las estatuas de los
dioses se ponen a bailar y a
cantar al oír esta noticia. -Desciende una estrella y anuncia el
nacimiento de un Niño Principio y
Fin -Todas las estatuas caen de bruces en el suelo. -Los Magos
anuncian que este Niño ha nacido
en Belén y aconsejan al rey que envie embajadores. -Entonces aparece
Baco (,á¿ovvuog), que
predice que este Niño arrojará a todos los falsos dioses. -Partida
de los Magos, guiados por la
estrella. Llegados a Jerusalén, anuncian a los sacerdotes el
nacimiento del Mesías. -En Belén,
saludan a María, hacen pintar por un esclavo hábil su retrato con el
Niño, y lo colocan en su templo
principal con esta inscripción: A Júpiter Mitra (AL¿ I-IÁLW, al dios
sol), al Dios grande, al rey
Jesús, lo dedica el Imperio de los persas. »
«La luz de esta estrella, escribe san Ignacio (6), superaba la de
todas las demás; su resplandor
era inefable, y su novedad hacía que los que la contemplaban se
quedaran mudos de estupor. El sol,
la luna y los otros astros formaban el coro de esta estrella. »
Huginus de Barma, en la Práctica de su obra (7), emplea los mismos
términos para expresar la
materia de la Gran Obra sobre la cual aparece la estrella:
«Tomad
tierra de verdad -dice-, bien
impregnada de rayos del sol, de la luna y de los otros astros.»
En el siglo iv, el filósofo Calcidio, que, como dice Mulaquius, el
último de sus editores, sostenía
que había que adorar a los dioses de Grecia, los dioses de Roma y
los dioses extranjeros, se refiere
a la estrella de los Magos y a la explicación que de ella daban los
sabios. Después de hablar de
(5) Julius Africanus, en Patr. grecque t. X, págs. 97 y 107.
(6) Epístola a los efesios, c. XIX.
(7) Huginus de Barma, Le Régne de Saturne changé en Siécle dor.
París, Dericu, 1780. una estrella llamada Ahc por los egipcios, y
que anuncia desgracias, añade:
«Hay otra historia más santa y más venerable, que atestigua que,
mediante el orto de cierta estrella, se anunció no enfermedades ni
muertes, sino la venida de un Dios venerable, para la gracia de la
conversación con el hombre y para ventaja de las cosas mortales.
Después de ver esta estrella viajando durante la noche, los más
sabios de los caldeos, como hombres perfectamente adiestrados en la
contemplación de las cosas celestes, indagaron, según cuentan, el
nacimiento reciente de un Dios, y, al descubrir la majestad de este
Niño, le rindieron los homenajes debidos a un Dios tan grande. Lo
cual conocéis vos mucho mejor que otros.» (8)
Diodoro de Tarso (9) se muestra aún más positivo cuando afirma que
«esta estrella no era una de esas que pueblan el cielo, sino una
cierta virtud o fuerza (Svvat¿Lg) urano-diurna (Oc ¿o,rEpap), que
había tomado la fonna de un astro para anunciar el nacimiento del
Señor de todos».
Evangelio según san Lucas, U, v. 1 a 7:
«Estaban velando en aquellas cercanías unos pastores y haciendo
centinela durante la noche sobre su grey. Cuando he aquí que un
Angel del Señor apareció junto a ellos y una luz divina los cercó
con su resplandor, por lo que empezaron a temer grandemente. Mas el
Angel les dijo:
»No temáis, porque vengo a daros una Buena Noticia de grandísimo
gozo para todo el pueblo; y es que os ha nacido hoy el Salvador, que
es Cristo Señor nuestro, en la ciudad de David. Y ésta será la señal
para conocerle: hallaréis un Niño envuelto en pañales y reclinado en
un pesebre.
»Entonces mismo se dejó ver con el Ángel una multitud de la milicia
celestial que alababa a Dios y decía: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los
hombres de buena voluntad.»
(8) Calcidio, Comm in Timaeun Platonis, c. 125; en Frag.
philosophorum graecorum de Didot, t. 11, pág. 210. -Calcidio se
dirige, indudablemente a un iniciado. (9) Diodoro de Tarso, Del
Destino, en Photiuv, cod. 233; Patr. grecque, t. Clll, página 878.
Evangelio según san Mateo, 11, v. 1 a 1 1:
«Habiendo nacido Jesús en Belén de Judá en tiempo del rey Herodes,
he aquí que unos Magos de Oriente llegaron a Jerusalén, diciendo:
¿dónde está el que ha nacido Rey de los judíos? Porque hemos visto
su estrella en Oriente y venimos a adorarle. »... Entonces Herodes, llamando en secreto a los Magos, se informó
de ellos sobre el tiempo en que la estrella se les había aparecido,
y encaminándolos a Belén, les dijo:
»Id, e informaos cuidadosamente
de ese Niño; y hallándole, avisadme, para que yo vaya también a
adorarle. »Ellos, luego que oyeron al rey, partieron; y de pronto, la estrella
que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta que vino a
posarse sobre el lugar donde estaba el Niño. »A la vista de la estrella, se regocijaron con inmensa alegría. Y
entrando en la casa, hallaron al Niño con María su madre, y prosternándose, le adoraron; y abiertos
sus tesoros, le ofrecieron presentes de oro, incienso y mirra.»
A propósito de unos hechos tan extraños, y ante la imposibilidad de
atribuir la causa a algún fenómeno celeste, A. Bonnetty (10),
impresionado por el misterio que envuelve a estas narraciones,
pregunta:
«¿Quiénes son esos Magos, y qué hay que pensar de esa estrella? Esto
se preguntan, en este
momento, los críticos racionalistas y otros. Y es difícil responder
a estas preguntas, porque el
Racionalismo y el Ontologismo antiguos y modernos, al extraer todos
sus conocimientos de ellos
mismos, han hecho olvidar todos los medios por los cuales los
pueblos antiguos de Oriente
conservaban las tradiciones primitivas. »
(10) A. Bonnetty, Documents historiques sur la Religion des Romains,
tomo 11, página 564.
Encontramos la primera mención de la estrella en boca de Balam.
Éste, al parecer nacido en la ciudad de Péthor, a orillas del
Éufrates, dícese que vivía, allá por el año 1477 a. de J. C., en
pleno Imperio asirio, que estaba a la sazón en sus comienzos.
Profeta o mago en Mesopotamia, exclama Balam:
«¿Cómo podría maldecir a aquél a quien su Dios no maldice? ¿Cómo execraría, pues, a aquel a quien
Jehová no execra? ¡Escuchad! La veo, pero no ahora; la contemplo,
pero no de cerca... Una estrella se eleva de Jacob y el cetro sale
de Israel ... » (Núm. XXIV, 47).
En la iconografía simbólica, la estrella sirve para designar tanto
la concepción como el
nacimiento. La Virgen es representada a menudo nimbada de estrellas.
La de Larmor (Morbihan), perteneciente a un bellísimo tríptico de la
muerte de Cristo y el sufrimiento de María -Mater dolorosa-, en el
cielo de cuya composición central podemos observar el sol, la luna,
las estrellas y el cendal de Iris, sostiene con la mano derecha una
gran estrella -maris stella-, epíteto que se da a la Virgen en un
himno católico.
G. J. Witkowski (11) nos describe un vitral muy curioso, que se
encontraba cerca de la sacristía
de la antigua iglesia de
Saint-Jean de Rouen, actualmente destruida. En este vitral se
hallaba representada la Concepción
de san Román «Su padre, Benito, consejero de Clotario 11, y su
madre, Felicitas, estaban
acostados en una cama, completamente desnudos, según la costumbre
que duró hasta mediados del
siglo xvi. La concepción estaba representada por una estrella que
brillaba encima de la colcha, en
contacto con el vientre de la mujer... La cenefa de este vitral, ya
singular por su motivo principal,
aparecía adornada con medallones en los que el observador advertía,
sorprendido, las figuras de
Marte, Júpiter, Venus, etc., y, para que no cupiese la menor duda
sobre su identidad, la imagen de
cada deidad iba acompañada de su nombre.»
(11) G. J. Witkowski, LArt profane á I’Eglise. Francia París,
Schemit, 1908, página 382.
VIII
Lo mismo que el alma humana tiene sus pliegues secretos, así la
catedral tiene sus pasadizos ocultos. Su conjunto, que se extiende
bajo el suelo de la iglesia, constituye la cripta (del griego
Kpv7rrog, oculto).
En este lugar profundo, húmedo y frío, el observador experimenta una
sensación singular y que le impone silencio: la sensación del poder
unido a las tinieblas. Nos hallamos aqui en el refugio de los
muertos, como en la basílica de Saint-Denis, necrópolis de los
ilustres, como en las catacumbas romanas, cementerio de los
cristianos. Losas de piedra; mausoleos de mármol; sepulcros; ruinas
históricas, fragmentos del pasado. Un silencio lúgubre y pesado
llena los espacios abovedados. Los mil ruidos del exterior, vanos
ecos del mundo, no llegan hasta nosotros. ¿Iremos a parar a las
cavernas de los cíclopes? ¿Estamos en el umbral de un infierno
dantesco, o bajo las galerías subterráneas, tan acogedoras, tan
hospitalarias, de los primeros mártires? Todo es misterio, angustia
y temor, en este antro oscuro...
A nuestro alrededor, numerosas columnas, enormes, macizas, a veces
gemelas, irguiéndose sobre sus bases anchas y cortadas en desigual.
Capiteles cortos, poco salientes, sobrios, rechonchos. Formas rudas
y gastadas, en que la elegancia y la riqueza ceden el sitio a la
solidez. Músculos gruesos, contraídos por el esfuerzo, que se
reparten, sin desfallecer, el peso formidable del edificio entero.
Voluntad nocturna, muda, rígida, tensa en su resistencia perpetua al
aplastamiento. Fuerza material que el constructor supo ordenar y
distribuir, dando a todos estos miembros el aspecto arcaico de un
rebaño de paquidermos fósiles, soldados unos a otros, combando sus
dorsos huesudos, contrayendo sus vientres petrificados bajo el peso
de una carga excesiva. Fuerza real, pero oculta, que se ejercita en
secreto, que se desarrolla en la sombra, que actúa sin tregua en la
profundidad de las construcciones subterráneas de la obra. Tal es la
impresión que experimenta el visitante al recorrer las galerías de
las criptas góticas.
Antaño, las cámaras subterráneas de los templos servían de morada a
las estatuas de Isis, las cuales
se transformaron, cuando la introducción del cristianismo en Galia,
en esas Vírgenes negras a las
que, en nuestros días, venera el pueblo de manera muy particular. Su
simbolismo es, por lo demás,
idéntico; unas y otras muestran, en su pedestal, la famosa
inscripción: Virgini pariturae; A la Virgen
que debe ser madre. Ch. Bigame (1) nos habla de varias estatuas de
Isis designadas con el mismo
vocablo: «Ya el sabio Elías Schadius -dice el erudito Pierre Dujols,
en su Bibliografía general de
lo Oculto había señalado en su libro De dictis Germanicis, una
inscripción análoga: Isidi, seu
Virgini ex qua fllius proditurus est (2). Estos iconos no tendrían,
pues, al menos exotéricamente,
el sentido cristiano que se les otorga. Isis antes de la concepción,
es, en la teogonía astronómico dice
Bigarne-, el atributo de la Virgen que varios documentos, muy
anteriores al cristianismo,
designan con el nombre de Virgo paritura, es decir, la tierra antes
de su fecundación, que pronto
será animada por los rayos del sol.
(1) Véase Bigame, considerátions sur le culta disis chez les Eduens,
Beaune,1862.
(2) A Isis, o a la
Virgen de quien nacerá el Hijo.
Es también la madre de los
dioses, como atestigua una piedra de
Die: Matri Deum Magnae Ideae.» Imposible definir mejor el sentido
esotérico de nuestras
Vírgenes negras. Representan, en el simbolismo hermético, la tierra
primitiva, la que el artista
debe elegir como sujeto de su gran obra. Es la materia prima en
estado mineral, tal como
sale de las capas metalíferas, profundamente enterrada bajo la masa
rocosa. Es, nos dicen los textos, «una sustancia negra, pesada,
quebradiza, friable, que tiene el aspecto de una piedra y se puede
desmenuzar a la manera de una piedra». Parece, pues, natural que el
jeroglífico humanizado de este mineral posea su color específico y
se le destine, como morada, los lugares subterráneos de los templos.
En nuestros días, las Vírgenes negras son poco numerosas. Citaremos
algunas de ellas que gozan de gran celebridad. La catedral de
Chartres es la más rica en este aspecto, puesto que posee dos: una,
que lleva el expresivo nombre de NótreDame-sous-Terre, se halla en
la cripta y está sentada en un trono cuyo zócalo muestra la
inscripción que ya hemos indicado: Vírgini pariturae,-la otra,
exterior, llamada Nótre-Dame-du-Pílier, ocupa el centro de un nicho
lleno de exvotos en forma de corazones inflamados. Esta última, nos
dice Witkowski, es objeto de veneración por parte de muchísimos
peregrinos.
«Antiguamente -añade este autor-, la columna de piedra
que le sirve de soporte aparecía gastada por la lengua y los dientes
de sus fogosos adoradores, como el pie de san Pedro, en Roma, o la
rodilla de Hércules, a quien adoraban los paganos en Sicilia; pero,
para protegerla de los besos demasiado ardientes, fue recubierto con
madera en 1831.»
Con su virgen subterránea, Chartres tiene fama de
ser el más antiguo lugar de peregrinación. Al principio, no era más
que una antigua estatuilla de Isis, «esculpida antes de Jesucristo»,
según dicen viejas crónicas locales. En todo caso, la imagen actual
data solamente de finales del siglo XVIII, pues la de la diosa Isis
fue destruida en una época ignorada y sustituida por una imagen de
madera, con el Niño sentado sobre las rodillas, que fue quemada en
1793.
En cuanto a la Virgen extra de Nótre-Dame du Puy -cuyos miembros
están ocultos-, presenta la figura de un triángulo, gracias al manto
que se ciñe a su cuello y se ensancha sin un pliegue hasta los pies.
La tela está adornada con cepas y espigas de trigo -alegóricas del
pan y del vino eucarísticosy deja pasar, al nivel del ombligo, la
cabeza del Niño, coronada con la misma suntuosidad que la de su
madre.
Nótre-Dame-de-Confession, célebre Virgen negra de las criptas de
Saint-Victor,de Marsella, constituye un bello ejemplar de estatuaria
antigua, esbelta, magnífica y carnosa. Esta figura, llena de
nobleza, sostiene un cetro con la mano derecha y ciñe su frente con
una corona de triple florón (lám. l).
Nótre-Dame de Rocamadour, lugar famoso de peregrinación, ya
frecuentado en 1166, es una
madona milagrosa cuyo origen se remonta, según la tradición, al
judío Zaqueo, jefe de los
publicanos de Jericó, y que domina el altar de la capilla de la
Virgen, construida en 1479. Es una
estatuita de madera, ennegrecida por el tiempo y envuelta en un
manto de laminillas de plata que
protege la carcomida imagen.
«La celebridad de Rocamadour se remonta
al legendario eremita san
Amador o Amadour, el cual esculpió en madera una estatuilla de la
Virgen a la que se atribuyeron
numerosos milagros. Se dice que Amador era el seudónimo del
publicano Zaqueo, convertido por
Jesucristo; venido a Galia, propagó el culto de la Virgen. Este
culto es muy antiguo en
Rocamadour; sin embargo, las grandes peregrinaciones no empezaron
hasta el siglo XII (3).»
En Vichy, la Virgen negra de la iglesia de Saint-Blaise es venerada
desde «la más remota antigüedad», según decía ya Antoine Gravier,
sacerdote comunalista del siglo xvii. Los arqueólogos sostienen que
esta escultura es del siglo XIV, y, como la iglesia de Saint-Blaise,
donde aquélla está depositada, no fue construida hasta el siglo xv,
en sus partes más antiguas, el abate Allot, que nos habla de esta
estatua, piensa que se encontraba anteriormente en la capilla de
Saint-Nicolas, fundada en 1372 por Guillaume de Hames.
La iglesia de Guéodet, denominada aún Nótre-Dame-dela-Cité, en
Quimper, posee también una Virgen negra.
Camifie Flammarion (4) nos habla de una estatua parecida que vio en
los sótanos del
Observatorio, el 24 de septiembre de
1871, dos siglos después de la primera observación termométrica
efectuada en él en 1671.
(3) La Grande Encyclopédie, t. XXVIII, pág. 761.
(4) Camille Flammarion, L’Atmosphére. París, Hachette, 1888, pág.
362.
«El
colosal edificio de Luis XIV -escribe-, que eleva la balaustrada de
su terraza
a veintiocho metros del suelo, se hunde en el subsuelo a igual
profundidad: veintiocho metros. En
el ángulo de una de las galerías subterráneas, se observa una
estatuilla de la Virgen, colocada allí
en aquel mismo año de 1671, y a la que unos versos grabados a sus
pies invocan con el nombre
de Nótre-Dame de dessoubs terre.»
Esta Virgen parisiense poco
conocida, que personifica en la
capital el misterioso tema de Hermes, parece ser gemela de la de
Chartres: la benoiste Damme
souterraine.
Otro detalle útil para el hermetista, en el ceremonial prescrito
para las procesiones de Vírgenes
negras, sólo se quemaban cirios de color verde.
En cuanto a las estatuillas de Isis -nos referimos a las que
escaparon a la cristianización-, son
todavía más raras que las Vírgenes negras. Tal vez habría que buscar
la causa de esto en la gran
antigüedad de estos iconos. Witkowski (5) hace referencia a una que
se encontraba en la catedral
de Saint-Etienne, de Metz.
(5) Véase LArt profane á I’Eglise. Extranjero. Op. cit.,
pág. 26.
«Esta figura de Isis, en piedra -escribe
dicho autor-, que medía 0,43
m. de altura por 0,92 m. de anchura, procedía del viejo claustro. El
alto relieve sobresalía 0,18 m. del fondo; representaba un busto
desnudo de mujer, pero tan escuálido que, sirviéndonos de una
gráfica expresión del abate Brantóme, “sólo podía mostrar el
armazón”; llevaba la cabeza cubierta con un velo. Dos tetas secas
pendían de su pecho, como las de las Dianas de Éfeso.
La piel estaba pintada de rojo, y la tela de la talla, de negro...
Había estatuas análogas en Saint-Germain-des-Prés y en Saint-Etienne de Lyon.»
En todo caso, por lo que a nosotros interesa, el culto de Isis, la
Ceres egipcia, era muy
misterioso. Sabemos únicamente que se festejaba solemnemente a la
diosa, todos los años, en la
ciudad de Busiris, y que se le sacrificaba un buey. «Después de los
sacrificios -dice Heródoto-,
hombres y mujeres, en número de varias decenas de millar, se
propinan fuertes golpes. Estimo
que sería impío por mi parte decir en nombre de qué dios se
golpean.»
Los griegos, igual que los
egipcios, guardaban un silencio absoluto sobre los misterios del culto de Ceres, y los historiadores no nos han enseñado nada que
pueda satisfacer nuestra curiosidad. La revelación del secreto de
estas prácticas a los profanos se castigaba con la muerte.
Considerábase incluso como un crimen prestar oídos a su divulgación.
La entrada al templo de Ceres, siguiendo el ejemplo de los
santuarios egipcios de Isis, estaba rigurosamente prohibida a todos
los que no hubieran recibido la iniciación.
Sin embargo, las
noticias que nos han sido transmitidas sobre la jerarquía de los
grandes sacerdotes nos permiten suponer que los misterios de Ceres
debían ser del mismo orden que los de la Ciencia hermética. En
efecto, sabemos que los misterios del culto se dividían en cuatro
categorías: el hierofante, encargado de instruir a los neófitos; el
porta antorcha, que representaba al Sol; el heraldo, que representaba
a Mercurio, y el ministro del altar, que representaba a la Luna. En
Roma, las Cereales se celebraban el 12 de abril. En las procesiones,
llevaban un huevo, símbolo del mundo, y se sacrificaban cerdos.
Hemos dicho anteriormente que en una piedra de Die, que representa a
Isis, ésta era llamada madre de los dioses. El mismo epíteto se
aplicaba a Rea o Cibeles. Las dos divinidades resultan, así,
próximas parientes, y nos inclinamos a considerarlas como
expresiones diferentes de un solo y mismo principio. Monsieur
Charles Vincens confirma esta opinión mediante la descripción que
nos da de un bajo relieve con la figura de Cibeles, que pudo verse,
durante siglos, en el exterior de la iglesia parroquias de Pennes
(Bouches-du-Rhóne), con su inscripción: Matri Deum.
«Este curioso
fragmento -nos dice-desapareció allá por el año 1610, pero está
grabado en el Recueil de Grosson (pág. 20).»
Singular analogía
hermética: Cibeles era adorada en Pesinonte, Frigia, bajo la forma
de una piedra negra que se decía haber caído del cielo. Fidias
representa a la diosa sentada en un trono entre dos leones, llevando
en la cabeza una corona mural de la que desciende un velo. A veces,
se la representa sosteniendo una llave y en actitud de separar su
velo. Isis, Ceres, Cibeles: tres cabezas bajo el mismo velo.
IX
Terminado este trabajo preliminar, debemos emprender ahora el
estudio hermético de la catedral, y, para limitar nuestras
investigaciones, tomaremos como modelo el templo cristiano de la
capital: Nótre-Dame de París.
Ciertamente, nuestra tarea es difícil. Ya no vivimos en los tiempos
de micer Bemard, conde de Treviso, de Zachaire o de Flamel. Los
siglos han dejado su huella profunda en la fachada del edificio, la
intemperie lo ha surcado de grandes arrugas, pero los destrozos del
tiempo son pocos comparados con los del furor humano. Las
revoluciones estamparon allí su sello, lamentable testimonio de la
cólera plebeya; el vandalismo, enemigo de lo bello, sació su odio
con horribles mutilaciones, y los propios restauradores, aunque
llevados de las mejores intenciones, no supieron siempre respetar lo
que no habían destruido los iconoclastas.
Nótre-Dame de París levantaba antaño su majestuosa mole sobre una
gradería de once escalones. Apenas aislada, por un estrecho atrio,
de las casas de madera, de las paredes acabadas en punta y
escalonadas, ganaba en atrevimiento y en elegancia lo que perdía en
masa. Hoy en día, y gracias al retroceso de los edificios próximos,
parece tanto más maciza cuanto que está más separada y que sus
paredes, sus columnas Y sus contrafuertes salen directamente del
suelo; la sucesiva acumulación de tierra ha ido cubriendo poco a
poco las gradas hasta absorber la última de ellas.
En medio del espacio limitado, de una parte, por la imponente
basílica, y, de otra, por la pintoresca aglomeración de pequeños
edificios adornados de agujas, espigas y veletas, con sus pintadas
tiendas de viguetas talladas y rótulos burlescos, con sus esquinas
quebradas por hornacinas con virgenes o santos, flanqueadas de
torrecillas, de atalayas y de almenas, en medio de este espacio,
decimos, se erguía una estatua de piedra, alta y estrecha, que
sostenía un libro en una mano y una serpiente en la otra. Esta
estatua formaba parte de una fuente monumental en la que se leía
este dístico:
Qui sitis, hue tendas: desunt si forte liquores, Pergredere,
aeternas diva paravit aquas.
Tú que tienes sed, ven aquí. Si por azar faltan las ondas, ha
dispuesto la Diosa 1as aguas eternas.
La gente del pueblo la llamaba, ora Monsieur Legris, ora Vendedor de
gris, Gran ayunador o Ayunador de Nótre-Dame.
Se han dado muchas interpretaciones a estas expresiones extrañas
aplicadas por el vulgo a una imagen que los arqueólogos no lograron
identificar. La mejor explicación es la que nos da Amédée de
Ponthieu (1), la cual nos parece tanto más interesante cuanto que su
autor, que no era hermetista, juzga imparcialmente y sin ideas
preconcebidas:
«Delante de este templo -nos dice, refiriéndose a Nótre-Dame-, se
elevaba un monolito
sagrado, informe a causa del tiempo. Los antiguos lo llamaban
Febígeno (2), hijo de Apolo; el vulgo lo llamó más tarde Maitre
Píerre, queriendo decir Píedra maestra piedra del poder (3); se
llamaba también micer Legris, en una época en que gris significaba
fuego y, en particular feu grisou, fuego fatuo...
»Según unos, sus rasgos informes recordaban los de Esculapio, o de
Mercurio, o del dios Terme (4); según otros, los de Archambaud,
mayordomo mayor de Clodoveo II, que dio el terreno sobre el que fue
construido el hospital; otros creían ver las facciones de Guillermo
de París, que lo había erigido al mismo tiempo que el frontispicio
de Nótre-Dame; el abate Leboeuf veía en él la figura de Jesucristo;
otros, la de santa Genoveva, patrona de París.
»Esa piedra fue retirada en 1748, cuando se agrandó la plaza del
Parvis-de-Nótre-Dame.»
(1) Amédée de Ponthieu, Légendes du Vieux Par¡£ París,
BachelinDeflorenne, 1867, pág. 91.
(2) Engendrado del sol o del oro.
(3) Es la piedra angular de la que ya hemos hablado.
Aproximadamente en la misma época, el capítulo de Nótre-Dame recibió
la orden de eliminar la
estatua de san Cristóbal. El coloso, pintado de gris, hallábase
adosado a la primera columna de la
derecha, entrando en la nave. Había sido erigido en 1413 por Antoine
des Essarts, chambelán del
rey Carlos VI. Se pretendió quitarlo en 1772, pero Christophe de
Beaumont, a la sazón arzobispo de París, se opuso rotundamente a
ello. Sólo después de muerto éste, fue la estatua arrastrada fuera
de la metrópolis y destruida. Nótre-Dame de Amiens posee todavía el
buen gigante cristiano portador del Niño Jesús; pero lo cierto es
que si escapó a la destrucción, fue debido únicamente a que forma
parte del muro: es una escultura en bajo relieve. La catedral de
Sevilla conserva también un san Cristóbal colosal y pintado al
fresco. El de la iglesia de Saint-Jacques-la-Boucherie pereció con
el edificio, y la bella estatua de la catedral de Auxerre, que
databa de 1539, fue destruida, por orden oficial, en 1768, sólo
algunos años antes que la de París.
Es evidente que para motivar tales actos, se requerían poderosas
razones. Aunque nos parezcan injustificadas, encontramos, empero, su
causa en la expresión simbólica sacada de la leyenda y condensada
-sin duda con excesiva claridad- en la imagen. San Cristóbal, cuyo
nombre primitivo, Offerus, nos revela Jacques de Voragine,
significa, para la masa, el que lleva a C risto (del griego
Xpturo@opog); pero la cábala fonética descubre otro sentido,
adecuado y conforme a la doctrina hermética. Se dice Cristóbal en
vez de Ctúofo.(4)
Los Termes eran bustos de Hermes (Mercurio). que lleva el oro
(en griego, XPVUQ(Popog). Partiendo de esto, comprendemos mejor la
gran importancia del símbolo, tan elocuente, de san Cristóbal. Es el
jeroglífico del azufre solar (Jesús)
o del oro naciente, levantado sobre las ondas mercuriales y elevado
a continuación por la energía propia del Mercurio, al grado de poder
que posee el Elixir. Según Aristóteles, el Mercurio tiene por color
emblemático el gris o el violeta, lo cual basta para explicar el
hecho de que las estatuas de san Cristóbal estuviesen revestidas de
una capa de dicho tono. Cierto número de antiguos grabados que se
conservan en la Sala de las Estampas de la Biblioteca Nacional, y
que representan al coloso, aparecen ejecutados a simple trazo y en
un tono de hollín desleído. El más antiguo data de 1418.
En Rocambadour (Lot), podemos ver todavía una gigantesca estatua de
san Cristóbal erigida
sobre la explanada de Saint-
Michel, delante de la iglesia. A su lado observamos un viejo cofre
ferrado, y encima de éste, un tosco fragmento de espada clavado en
la roca y sujeto por una cadena. Según la leyenda, este fragmento
perteneció a la famosa Durandarte, la espada que rompió el paladín
Roldán al abrir la brecha de Roncesvalles. Sea como fuere, la verdad
que se infiere de estos atributos es muy transparente. La espada que
hiende la roca, la vara de Moisés que hace brotar el agua de la
piedra de Horeb, el cetro de la diosa Rea, que golpeó con él el
monte Dyndimus, la jabalina de Atalanta, son, en realidad, un solo y
mismo jeroglífico de esa materia oculta de los Filósofos, de la que
san Cristóbal representa la naturaleza, y el cofre ferrado, el
resultado.
Lamentamos no poder extendemos más sobre el magnífico emblema que
tenía reservado el
primer lugar en las basílicas ojivales. No nos queda ninguna
descripción precisa y detallada de estas grandes figuras, grupos
admirables por la enseñanza que contenían, pero a los que una época
superficial y decadente hizo desaparecer, sin tener la excusa de una
indiscutible necesidad.
El siglo xviii, reino de la aristocracia y del ingenio, de los
abates cortesanos, de las marquesas empolvadas, de los gentiles
hombres con peluca, benditos tiempos de los maestros de danza, de
los madrigales y de las pastoras de Watteau, siglo brillante y
perverso, frívolo y amanerado, que había de ahogarse en sangre, fue
particularmente nefasto para las obras góticas.
Arrastrados por la fuerte corriente de decadencia que tomó, reinando
Francisco 1, el nombre paradójico de Renacimiento, incapaces de un
esfuerzo equivalente al de sus antepasados, ignorando completamente
el simbolismo medieval, los artistas se dedicaron a reproducir obras
bastardas, sin gusto, sin carácter, sin intención esotérica, más que
a continuar y perfeccionar la admirable y sana creación francesa.
Arquitectos, pintores y escultores, prefiriendo su propia gloria a
la del arte, acudieron a los modelos antiguos desfigurados en
Italia.
Los constructores de la Edad Media habían heredado la fe y la
modestia. Artífices anónimos de verdaderas obras maestras,
edificaron para la Verdad, para la afirmación de su ideal, para la
propagación y el ennoblecimiento de su ciencia. Los del
Renacimiento, preocupados sobre todo de su personalidad, celosos de
su valor, edificaron para perpetuar sus nombres. La Edad Media debió
su esplendor a la originalidad de sus creaciones; el Renacimiento
debió su fama a la fidelidad servil de sus copias.
Aquí, una idea;
allá, una moda. De un lado, el genio; del otro, el talento. En la
obra gótica, la hechura permanece sometida a la Idea; en la obra
renacentista, la domina y la borra. Una habla al corazón, al
cerebro, al alma: es el triunfo del espíritu; la otra se dirige a
los sentidos: es la glorificación de la materia. Del siglo XII al
XV, pobreza de medios, pero riqueza de expresión; a partir del XVI,
belleza plástica, mediocridad de invención. Los maestros medievales
supieron animar la piedra calcárea común; los artistas del
Renacimiento dejaron el mármol inerte y frío.
El antagonismo de estos dos períodos, nacidos de conceptos opuestos,
explica el desprecio del Renacimiento y su profunda repugnancia por
todo lo gótico.
Semejante estado de espíritu tenía que ser fatal para la obra de la
Edad Media; y a él debemos atribuir, en efecto, las innumerables
mutilaciones que hoy en día deploramos.
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