Resulta significativo que tanto la narración bíblica cuanto
—en menor medida, eso sí— su contrapartida moderna parezcan creadas
para inculcar y mantener el sentimiento de culpa, poderoso pero
arbitrario sistema de realimentación negativa en la sociedad humana.
Suele haber en nuestros días acuerdo
general sobre que la actividad industrial está mancillando la cuna
de la humanidad ¡representa una amenaza para el conjunto de la
biosfera cuyo carácter es más ominoso cada año. En este punto, sin
embargo, disiento del pensamiento convencional. Es posible que, en
última instancia, nuestro frenético desarrollo tecnológico se pruebe
doloso o destructivo para nuestra especie, pero las pruebas
aportadas para demostrar que la actividad industrial, ya sea en su
nivel de hoy o en el de un futuro inmediato, puede poner en peligro
al conjunto de la vida de Gaia, son verdaderamente muy endebles.
Hay plantas, como la Dichapetalum toxicarium africana y las especies emparentadas con ella, que han aprendido un par de cosas sobre la química del flúor: incorporan este potente elemento a substancias naturales tales como el ácido acético y llenan sus hojas de la sal resultante. Ciertos bioquímicos se han referido a este compuesto hablando de una llave inglesa metabólica, esclarecedora alusión a los destrozos causados cuando penetra en los ciclos químicos, delicadamente engranados, de casi cualquier otro organismo viviente.
Si se tratara de un compuesto de manufactura industrial, sería citado como un ejemplo más del uso perverso y maligno que hace el hombre de la tecnología química para asestar golpes bajos y reforzar su posición en la biosfera, pero es, sin embargo, un producto natural, y solamente uno de entre los compuestos de alta toxicidad orgánicamente fabricados que permiten jugar sucio a sus poseedores; no hay convención de Ginebra para limitar los trucos poco limpios utilizados en la naturaleza.
Uno de los mohos de la
familia Aspergillus ha descubierto cómo fabricar una substancia
llamada aflatoxina que es mutagénica, carcinogénica y teratogénica;
dicho con otras palabras, es causa de mutaciones, tumores y
malformaciones fetales. Se la sabe origen de grandes sufrimientos
como causa de cánceres gástricos, provocados por la ingesta de
cacahuetes contaminados con este agresivo producto químico natural.
Si por contaminación entendemos el vertido masivo de substancias de desecho, hay verdaderamente pruebas sólidas de que la contaminación es tan natural para Gaia como para nosotros y casi todos los demás animales es respirar. Ya he mencionado el mayor desastre ecológico padecido por nuestro planeta: la aparición en la atmósfera de oxígeno libre gaseoso hace aproximadamente un eón y medio.
La totalidad de la superficie terrestre expuesta al aire o a las mareas devino entonces letal para un dilatado conjunto de microorganismos anaerobios (es decir, cuyo crecimiento es únicamente posible en ausencia de oxígeno) que, como consecuencia de ello, se vieron relegados a una existencia subterránea en los fangos de los fondos fluviales, lacustres y oceánicos. Muchos millones de años después las condiciones que los habían erradicado de la superficie empezaron a transformarse poco a poco, y hoy han regresado de su destierro ocupando el más seguro y cómodo de los ambientes: el tubo digestivo de los animales, desde los mosquitos a los elefantes, donde llevan una existencia regalada, rodeados de alimentos, y gozan de óptimo status.
Mi colega Lynn Margulis opina que representan uno de los aspectos más importantes de Gaia y bien podría ser que los grandes mamíferos, especie humana incluida, sirvieran sobre todo para proporcionarles un entorno anaerobio. El que este asunto —la destrucción generalizada de los anaerobios— tuviera un final feliz, no mengua las dimensiones de la catástrofe provocada por la contaminación oxigénica en el momento de producirse.
Para ilustrar
el efecto del envenenamiento por oxígeno sobre la vida anaerobia, ya
he puesto el ejemplo de un alga marina capaz de generar cloro
mediante fotosíntesis que lograba apoderarse completamente de los
océanos.
Hoy, cuando a consecuencia del
Decreto
sobre la Limpieza del Aire, el hollín ha desaparecido de la
atmósfera, el camuflaje de estas criaturas está volviendo
rápidamente al gris original. Las rosas, sin embargo, aún se dan
mejor en Londres que en remotas áreas rurales cuya atmósfera carece
de dióxido sulfuroso, contaminante del aire urbano y destructor de
unos hongos parásitos de las citadas flores.
Deriva de la oxidación del
metano atmosférico, fuente que produce cantidades del orden de los
1.000 millones de toneladas cada año. Se trata, por consiguiente, de
una substancia natural, procedente de los vegetales indirectamente;
llena también las vejigas natatorias de muchas criaturas marinas.
Los sifonóforos, por ejemplo, están repletos de este gas a
concentraciones tales que acabarían con nosotros en un dos por tres
de alcanzar niveles equivalentes en la atmósfera.
Parece legítimo pensar que la humana es capaz de
soportar sin perecer una exposición normal a los numerosos riesgos
de nuestro entorno: si, por cualquier causa, uno o más de estos
riesgos aumentara, aparecerían adaptaciones tanto individuales como
de especie. La respuesta defensiva
normal de un individuo al incremento de la luz ultravioleta es el
bronceado de la piel, adaptación que con el transcurso de algunas
generaciones se hace permanente. Los pecosos, los de pieles
delicadas, no lo pasan demasiado bien cuando se exponen al rigor del
sol tropical, pero la especie sufrirá, únicamente, si los tabúes
raciales impiden que las futuras generaciones tengan libre acceso a
los genes que otorgan una pigmentación oscura.
Muchos de nosotros hemos tenido la oportunidad de contemplarlas por la noche desde un aeroplano en vuelo. Suponiendo que haya viento suficiente para dispersar el smog y la superficie sea visible, la vista habitual es una alfombra verde ligeramente salpicada de gris. En ella destacan claramente los complejos industriales, junto a los que aparecen las apretadas viviendas de los obreros, pero sin embargo la impresión general es que, por doquiera, la vegetación aguarda el momento propicio para volver por sus fueros y apoderarse de todo nuevamente. Algunos de nosotros recordamos la rápida invasión floral que cubría las áreas urbanas despejadas por las bombas en la Segunda Guerra Mundial.
Las regiones
industriales, vistas desde lo alto, pocas veces son los estériles
desiertos que los catastrofistas profesionales nos han enseñado a
esperar. Si esto es así para las áreas más populosas y contaminadas
de nuestro planeta, no parece que las actividades humanas sean
motivo de muy urgente preocupación, aunque por desgracia esto no es
necesariamente cierto: se trata tan sólo de buscar los trastornos en
los lugares incorrectos.
Las vacaciones en regiones menos
desarrolladas junto al mar o entre montañas confirman, por
contraste, la creencia de que el área donde viven o trabajan resulta
inadecuada para la vida, fortaleciendo además su determinación de
hacer algo al respecto.
Es en estas regiones profundamente alteradas, en estas
enormes extensiones de terreno pelado por la erosión, donde el
hombre y sus rebaños han disminuido más intensamente el potencial de
vida.
Quedan incluso espacios libres para jardines, parques, bosques, páramos, setos, bosquecillos, para no decir nada de núcleos urbanos, carreteras e industria. Verdad es que, en su entusiasmo ante el aumento de la productividad y de los beneficios, el granjero se ha mostrado proclive a utilizar su maquinaria industrial más como un carnicero que como un cirujano, y que aún se muestra tendente a considerar a los organismos distintos de su ganado y sus cultivos como plagas, hierbajos o alimañas.
Podríamos estar viviendo hoy una fase transitoria que desembocara en otro período de maravillosa armonía entre el hombre y su entorno, un período con reminiscencias de lo que fue la paradisíaca campiña del sur de Inglaterra no hace tanto tiempo. A buen seguro que los sociólogos y los lectores de Hardy señalarán la infeliz suerte de los braceros y de los animales, así como las crueldades a las que despreocupadamente eran sometidos unos y otros, pero los temas primarios de este libro no son la gente, los rebaños o los animales domésticos, sino la biosfera y la magia de la Madre Tierra.
Queda
aún en Wessex lo bastante de este bucólico paisaje para probar que
todavía es posible algún tipo de armonía y para alimentar la
esperanza de que con el progreso de la tecnología pueda incluso
extenderse. Y por lo tocante al hombre del campo, señalar que ha
sufrido las crueles tiranías del pasado para alcanzar las dudosas
satisfacciones de un mayor estatus y el aburrimiento ruidoso y
maloliente de la agricultura mecanizada.
La especie humana, con la ayuda de las industrias a su mando, ha causado perturbaciones importantes en algunos de los ciclos químicos fundamentales de nuestro planeta. Somos causantes de un incremento del 20 por ciento en el ciclo del carbono, del 50 por ciento en el del nitrógeno y de más del 100 por cien en el del azufre. Según aumente la población mundial y nuestro consumo de combustibles fósiles haga lo mismo, estas perturbaciones, evidentemente, crecerán todavía más.
¿Cuáles son las consecuencias más probables?
Lo único que hasta ahora ha sucedido es
un aumento del 10 por ciento en el dióxido carbónico de la
atmósfera, y un incremento —esto, sin embargo, es discutible— de las
brumas atribuibles a partículas de sulfates y polvo del suelo.
Los animales
grandes, las plantas y las algas pueden tener importantes funciones
especializadas, pero el peso principal de la actividad
autorreguladora de Gaia recae sobre los microorganismos.
Las
plataformas continentales y las tierras pantanosas cuentan
generalmente con características y propiedades que las convierten en
excelentes candidatas para este papel. Quizá podamos crear desiertos
y terrenos yermos con relativa impunidad, pero si devastamos las
plataformas continentales explotándolas irresponsablemente,
estaremos corriendo un grave riesgo.
La primavera silenciosa que no alegre el canto de un solo pájaro aún no ha llegado, pero muchas aves, particularmente las rapaces más raras, se hallan cercanas a la extinción. El cuidadoso estudio realizado por George Woodwell sobre la distribución y el destino del DDT utilizado en todo el planeta es un modelo perfecto de cómo deben manejarse la farmacología y la toxicología de Gaia. La acumulación de DDT no era tan grande como se pensaba y la recuperación de sus efectos tóxicos más rápido de lo supuesto.
Parece haber procesos naturales encargados de su remoción no previstos cuando la investigación comenzaba. El período de máxima concentración de DDT en la biosfera ha quedado ahora bien atrás. Es indudable que, en el futuro, seguirá siendo utilizado para combatir las enfermedades transmitidas por insectos, pero se empleará más cuidadosa y más económicamente. Tales substancias son como medicinas, beneficiosas en dosis apropiadas pero dañinas o incluso letales cuando se administran en exceso.
Del fuego, la primera de
las armas tecnológicas, se decía que era un buen criado pero un mal
amo. Lo mismo sucede con las contribuciones más recientes al arsenal
de la tecnología.
En apoyo de la campaña realizada en los Estados Unidos para lograr la prohibición de todos los aerosoles se han visto titulares como éstos:
Bajo el titular se
afirmaba textualmente "Estos 'inofensivos' aerosoles pueden
destruir toda la vida sobre la Tierra". Tan descabelladas
exageraciones pueden ser buena política, pero son mala ciencia.
Cuando vaciemos el balde debemos procurar no tirar al niño con el
agua sucia; en realidad, como los ecologistas se apresurarían a
indicarnos, ni siquiera es aceptable ya desprendernos del agua del
baño. Hemos de reciclarla.
La experiencia de Gaia puede indicarnos cuál es el camino a seguir. Si los cálculos de los científicos son correctos, muchos sucesos del pasado habrían deteriorado sensiblemente la capa de ozono. Por ejemplo, una erupción volcánica como la del Krakatoa en 1895 lanzó a la estratosfera cantidades enormes de compuestos de cloro que pudieron haber supuesto la destrucción de hasta el 30 por ciento de la capa de ozono, cifra doble al menos, del daño que los fluorocarbonos podrían haber causado en el año 2010 si siguen siendo introducidos en la atmósfera al ritmo de hoy.
Otras posibilidades son tormentas solares gigantescas, choques con meteoritos grandes, inversiones de los campos magnéticos terrestres, la conversión a supernova de alguna estrella cercana e incluso la sobreproducción patológica de óxido nitroso en el suelo y en los mares. Alguno de estos incidentes —o todos— han debido ocurrir en el pasado con relativa frecuencia, introduciendo en la estratosfera grandes cantidades de los óxidos de nitrógeno a los que se achaca la destrucción del ozono.
La
supervivencia de nuestra especie y la rica variedad de la vida en
Gaia parece prueba concluyente de que o el deterioro de la capa de
ozono no es tan letal como a menudo se pretende
o que las teóricas agresiones citadas nunca tuvieron efecto. Y más
aún: durante los primeros 2.000 millones de años transcurridos desde
la aparición de la vida en la Tierra, todos los seres vivos de la
superficie, las bacterias y las algas verde azules estuvieron
expuestas, sin protección alguna, a la totalidad de la radiación
ultravioleta procedente del Sol.
Se cuenta,
por consiguiente, con tiempo sobrado y la mejor disposición por
parte de los científicos para investigar cuanto sea necesario a fin
de descartar o confirmar las alegaciones citadas, dejando luego a
los legisladores la tarea de decidir racionalmente lo que debe
hacerse.
Hay satélites en órbita alrededor de la Tierra provistos de instrumentos para monitorizar la atmósfera, los océanos y las masas de tierra firme. En tanto mantengamos un elevado nivel de tecnología este programa de observación continuará, pudiendo incluso ampliarse. Si la tecnología fracasa, habrán fracasado también otros sectores de la industria y los efectos potencialmente dañinos de la contaminación industrial descenderán concomitantemente.
Es posible, por último, el logro de una
tecnología sensata y económica que nos permita vivir más en armonía
con
el resto de Gaia. Creo que si somos capaces de esto último, será
conservando y modificando la tecnología, no mediante una
reaccionaria
campaña de "vuelta a la naturaleza". Un alto nivel tecnológico no
tiene
por qué ser siempre dependiente de la energía. Piénsese en la
bicicleta, el
planeador, el velero moderno o en un minicomputador, capaz, en
algunos
minutos, de realizar cálculos que llevarían años de efectuarse sin
su
auxilio, y ello consumiendo menos electricidad que una bombilla.
Si Gaia existe, existen entonces asociaciones de especies que cooperan para llevar a cabo ciertas funciones reguladoras esenciales. Todos los mamíferos y la mayoría de los vertebrados tienen glándula tiroides: ella es la encargada de captar las escasísimas cantidades de yodo que circulan con la sangre, utilizado como ingrediente esencial en la síntesis de unas hormonas que regulan nuestro metabolismo y sin las cuales no podríamos vivir. Como se indicó en el capítulo 6, ciertas algas marinas desempeñarían una función similar pero a escala planetaria.
Estas largas cintas vegetales, cuyo hábitat, en las aguas costeras, está permanentemente cubierto por el mar, concentran el yodo disuelto en el agua y sintetizan a partir de él un curioso grupo de substancias yodadas. Algunas de ellas, volátiles, pasan del océano a la atmósfera. Destaca en este grupo el yoduro de metilo, compuesto que en estado puro es un líquido volátil cuyo punto de ebullición se sitúa en los 42°C. Es muy venenoso y, casi con toda seguridad, mutagénico y cancerígeno.
Si fuera un producto de origen industrial, el estricto cumplimiento de la legislación estadounidense podría hacer que los baños de mar fueran prohibidos. La concentración de yoduro de metilo en agua y aire costeros pueden medirse fácilmente con el equipo extremadamente sensible que ahora poseemos, y la ley estadounidense establece la no exposición a substancias que contengan niveles detectables de un elemento cancerígeno. ¡No temáis! Los niveles actuales de yoduro de metilo de mares y sus alrededores son cierta y obviamente toleradas por las criaturas de ese entorno.
Las aves marinas, los peces o las focas pueden sufrir
de muchas cosas, pero no de los efectos de la producción local de
yoduro de metilo. Tampoco parece probable que de nuestros
ocasionales baños de mar se derive algún tipo de perjuicio.
Afortunadamente, el yodo es también una substancia volátil y permanece en el aire el tiempo suficiente para ser empujado por las corrientes aéreas al interior de los continentes. Se cree que otra parte reacciona en el aire para volver a dar yoduro de metilo, pero lo importante es que, de una forma u otra, el yodo marino concentrado por las algas es arrastrado por aire hacia las masas de tierra donde es absorbido por los mamíferos —como nosotros mismos—, cuya salud sufre graves trastornos sin él.
Las algas a cuyo cargo queda esta función vital viven a lo largo de una estrecha franja que rodea a los continentes y las islas del mundo. El mar abierto es comparativamente un desierto donde escasea la vida. Poniendo la vista en Gaia, es importante pensar que el mar abierto es una especie de Sahara marino, y tener bien presente que la abundante vida de los océanos y mares se concentra en las aguas costeras y por encima de las plataformas continentales.
Las propuestas de explotar estas algas a gran escala son para mí más perturbadoras, encierran una amenaza mayor, que cualquiera de los posibles efectos de los contaminantes industriales hasta aquí discutidos. La correa (denominación común de estas algas) es fuente de muchas substancias útiles además del yodo. Las alginas, por ejemplo, esos pegajosos polímeros naturales, son aditivos valiosos en diversos productos de uso industrial y doméstico.
El llevar a efecto la explotación costera a la escala que hoy se cultivan las tierras podría tener desagradables consecuencias para Gaia y para la especie humana. Un gran aumento del número de algas incrementaría subsiguientemente el flujo de cloruro de metilo (el equivalente natural de los gases propelentes de los aerosoles) creando un problema casi idéntico al que se afirma es consecuencia de la liberación de fluorocarbonos. El desarrollo de tipos de alga con mayor contenido de los polímeros antedichos sería uno de los primeros objetivos a cubrir y tales tipos quizá carecieran de la capacidad de captar el yodo disuelto en el agua o, por el contrario, se incrementaría al punto de alcanzar niveles tóxicos para otras formas de vida litoral. Otro factor es la normal proclividad de los granjeros hacia los monocultivos.
Los cultivadores de correas considerarían probablemente otras algas como hierbajos y los herbívoros de la zona litoral como plagas amenazadoras para sus beneficios. Harían todo lo posible —lo que a menudo es mucho— para destruirlos. Tal eliminación quizá no importara mucho en las masas de tierra firme que reciben los beneficios de la liberalidad marina, pero estos dones son producto de un conjunto de especies que habitan fundamentalmente en las aguas costeras y las plataformas continentales, a cuyo cargo quedan servicios esenciales de tipo similar, pero claramente distintos, a los cumplidos por las laminarias.
El alga Polysiphonia fastigiata
extrae azufre del mar y lo convierte en dimetil sulfuro que pasa a
la atmósfera; probablemente sea el vehículo natural del azufre en el
aire. Una especie todavía por identificar realiza una labor
semejante con el selenio, otro elemento vestigial fundamental para
los mamíferos terrestres. La eliminación de estas "malas hierbas"
del mar en interés de un mejor resultado de los cultivos podría
tener consecuencias incalculables.
De no existir este proceso, que por cada átomo de carbono extraído del ciclo de la fotosíntesis y la respiración deja una molécula adicional de oxígeno en el aire, la concentración atmosférica de este último decaería inexorablemente hasta desaparecer casi por completo. Este es un riesgo carente de significado a corto plazo: harían falta decenas de miles de años, o incluso más, para que el oxígeno atmosférico disminuyera de forma apreciable.
La regulación
del oxígeno es, no obstante, un proceso gaiano clave y el que tenga
lugar en las plataformas continentales sabiendo lo que ahora sabemos
sobre estas regiones, parece hacer poco prudente trastear con ellas
y, a la vista de lo aún por saber, hasta peligroso.
Cuando el hombre industrial urbano hace algo ecológicamente incorrecto lo percibe e intenta corregirlo: las áreas realmente críticas y necesitadas de vigilancia atenta son, más probablemente, los trópicos y los mares y océanos próximos a los litorales de los continentes. Es en estas regiones, hacia los que pocos vuelven la vista, donde las prácticas dañinas pueden alcanzar el punto de no retorno antes de advertir las consecuencias. Es de estas regiones de donde, con mayor probabilidad, pueden llegarnos las sorpresas desagradables.
En ellas, el hombre debilita la vitalidad de Gaia
reduciendo su productividad y suprimiendo especies esenciales para
su sistema de mantenimiento vital; puede además exacerbar la
situación vertiendo al aire o al mar cantidades enormes de
compuestos potencialmente peligrosos a escala planetaria.
Como ha dicho Garret Hardin, el número óptimo de personas no coincide con el máximo que la Tierra pueda albergar, afirmación expresada con el máximo de crudeza y rotundidad por la frase:
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