CAPÍTULO III
HISTORIA DE UNOS MAPAS IMPOSIBLES
Este capítulo es reproducción de un artículo de Paul-Émile Victor. -
Dos mapas del mundo en el museo Topkapi. - Curioso relato de Piri
Reis sobre Cristóbal Colón. - La sorpresa de Arlington H. Mallery.
- ¡Mapas de antes de la glaciación! - En Historia, hay que esperar
sorpresas tan grandes como en física nuclear. - La interpretación
rusa. - La hipótesis fenicia. - ¿Hubo cartógrafos hace diez mil
años? - ¿Hubo mapas celestes? - ¿Hubo una rama ignorada de la raza
humana? - El gran descubrimiento arqueológico del siglo está aún por
nacer.
Los mapas de Piri Reis tienen una realidad histórica perfectamente
fechada y comprobada, que empieza en 1513, y una realidad
«prehistórica», en el sentido técnico de la palabra, es decir,
únicamente conjetural y sin documentos corroboradores, que
corresponde a antes de 1513. Empecemos por lo que se sabe de modo
seguro e irrefutable.
El día 9 de noviembre de 1929, Malil Edhem,
director de los Museos Nacionales turcos, al proceder al inventario
y a la clasificación de todo lo existente a la sazón en el famoso
museo Topkapi, de Estambul, descubrió dos mapas del mundo -o,
mejor dicho, fragmentos de ellos- que se creían perdidos para
siempre: los mapas de Piri Reis, célebre héroe (para los turcos) o
pirata (para todos los demás) del siglo XVI, que relata
prolijamente en su libro de memorias, Bahriye, las condiciones y
circunstancias en que levantó estos mapas.
De momento, el relato
escrito no despertó mucha atención; pero el mapa habría de darle,
gradualmente, un valor considerable. En realidad, hubo que esperar
al término de la Segunda Guerra Mundial para emprender de veras el
estudio comparativo de los mapas y del texto de Piri Reis.
Perteneciente a una familia de grandes marinos turcos, Piri Reis,
notable navegante, cosechó éxitos en los cuatro rincones del
Mediterráneo y de los mares vecinos, obtuvo numerosas victorias
navales y contribuyó a afirmar la supremacía marítima,
incontestable a la sazón, del Imperio otomano.
Pero Piri Reis era
hombre culto e inteligente, y así, mientras corría sus aventuras,
empleó algún tiempo en escribir el Bahriye en el que abundan las
notas pintorescas y vivaces sobre todos los puertos del
Mediterráneo, y los mapas de diversa índole (21 en total). Y
también, antes de empezar a escribir, se tomó tiempo para diseñar
dos mapas del mundo: uno, en 1513, y el otro, en 1528 (durante el
reinado de Soleimán el Magnífico).
Fue un cartógrafo concienzudo y ejemplar. Empieza afirmando que el
trazado de un mapa requiere profundos conocimientos y una capacidad
indiscutible. En su prólogo al Bahriye, habla prolijamente de su
primer mapa, dibujado en su ciudad natal, Gelibolu, desde el 9 de
marzo hasta el 7 de abril de 1513 (año 919 de la Héjira). Declara,
que, para trazarlo, cotejó todos los mapas que conocía,
aproximadamente una veintena, algunos muy secretos y muy antiguos,
comprendidos ciertos mapas orientales que, seguramente, nadie más
que él poseía en Europa.
Su conocimiento del griego, del italiano, del español y del
portugués le ayudó muchísimo a sacar el mayor partido de las
indicaciones contenidas en todos los mapas que consultó. Además,
disponía de un mapa confeccionado por el propio
Cristóbal Colón y
que había llegado a su poder gracias a un miembro de la tripulación
del célebre genovés. Este marinero había sido hecho prisionero por
Kemal Reis, tío de Piri Reis, y pudo, por ello, completar de viva
voz los conocimientos de nuestro cartógrafo turco.
Hasta aquí, la
obra de Piri Reis sólo tenía un interés anecdótico, aunque no
careciese de importancia, como testimonio de la grandeza del pasado
para los turcos, y como desmitificación de los «piratas berberiscos»
para los europeos. El Bahriye fue, pues, durante mucho tiempo, una
obra «clásica» turca, para personas cultas. Sin embargo, incluso
antes de que se conocieran los mapas que menciona y que habían de
plantear un formidable interrogante a muchos investigadores del
mundo entero, sus profundos conocimientos habrían podido evitar que
los historiadores cayesen en su más tremendo error: la afirmación
de que Cristóbal Colón había descubierto América.
Colón redescubrió,
o, mejor dicho, reveló a la Europa Occidental un continente cuya
existencia era sólo conocida, hasta entonces, por algunos
iniciados. El testimonio del almirante turco no puede ser más claro
e inequívoco. En el capítulo sobre «El mar occidental» (nombre que
se dio durante mucho tiempo al océano Atlántico), habla
prolijamente del navegante genovés, cuya aventura refiere en estos
términos:
«Un infiel, llamado Colombo y que era genovés, fue quien descubrió
estas tierras. Un libro llegó a las manos del susodicho Colombo, el
cual vio que se decía en el libro que, al otro lado del mar
occidental, precisamente hacia el Oeste, había costas e islas, y
toda clase de metales, así como piedras preciosas. El susodicho,
después de estudiar largamente el libro, fue a suplicar, uno tras
otro, a todos los notables de Génova, diciéndoles: "Dadme dos
barcos para ir allá y descubrir esas tierras."
Ellos le
respondieron: "¡Oh, hombre vano! ¿Cómo puede encontrarse un límite
al mar occidental? Éste se pierde en la niebla y en la noche."
»El susodicho Colombo vio que nada sacaría de los genoveses y se
apresuró a ir al encuentro del Rey de España, para contarle
detalladamente su historia. Le respondieron lo mismo que en Génova.
Pero suplicó durante tanto tiempo a los españoles, que su Rey acabó
por darle dos barcos, muy bien pertrechados, y le dijo: "¡Oh,
Colombo! Si sucede lo que tú dices, te haré Rapudán de aquel país."
Dicho lo cual, el Rey envió a Colombo
al mar occidental.»
Piri Reis pasa seguidamente al relato que le hizo el marinero de
Cristóbal Colón, que era ahora su esclavo. Resultaría inútil
reproducir por entero este relato, en el que se explica el asombro
de los marinos europeos ante los salvajes casi completamente
desnudos que encontraron en las islas donde pusieron pie al llegar.
Sin embargo, existe un detalle que es esencial para nuestro objeto:
«Los habitantes de esta isla vieron que ningún mal les venía de
nuestro barco; por consiguiente, cogieron pescados y nos los
trajeron, empleando sus canoas. Los españoles se alegraron no poco
y les dieron baratijas, pues Colombo había leído en su libro que a
aquellas gentes les gustaban mucho las baratijas.»
Este detalle
extraordinariamente sorprendente y que, a nuestro entender, no ha
sido aún comentado por nadie, adquiere mayor relieve si lo
relacionamos con unas indicaciones contenidas en uno de los mapas
de Piri- Reis, donde éste afirma que el libro en cuestión databa de
tiempos de Alejandro El Magno. Resulta difícil afirmar que nuestro
almirante turco tuviese este famoso libro en su poder, pero, en
todo caso, conocía sin duda alguna su texto.
Fue, pues, deliberadamente, que Cristóbal Colón partió a descubrir
América. Confiaba en su valioso libro, y los hechos sucesivos
demostraron que tenía razón; pero limitó sus confidencias a los
notables genoveses y al rey de España. Públicamente, fingió
compartir la opinión corriente en su época: como la Tierra era
redonda, parecía natural que, navegando hacia el Oeste, volvería
fatalmente, más pronto o más tarde, al punto de partida, después de
pasar en su trayecto, pero en sentido inverso, por los países
orientales conocidos en Europa.
Algunos cartógrafos daban
testimonio de esta creencia general. Existe, por ejemplo, un mapa
atribuido a un tal Toscanelli y que Cristóbal Colón llevó consigo
en su expedición: en él se ve, de derecha a izquierda, las costas
europeas; después, el «mar occidental», y, por último, la isla de
«Cepanda» (otra forma de «Cipango», nombre con que se conocía
entonces al Japón), el país de «Catay» (China), la India y las
islas del Asia sudoriental. ¡Ni el menor atisbo de América en este
mapa! Esta arraigada opinión explica que se diese al Nuevo Mundo el
nombre de «Indias Occidentales».
Como no es nuestro propósito la desmitificación de Cristóbal Colón,
no nos extenderemos sobre sus predecesores, que descubrieron
también América, pero sin darse cuenta de la importancia del hecho y
sin tratar de profundizar en la cuestión. Los vikingos son los más
conocidos, y pronto volveremos a hablar de ellos. Pero Piri Reís
cita otros, a los que saludan los de pasada: Savobrandán
(convertido en San Brandán), el portugués Nicola Giuvan, otro
portugués, Antón el Genovés, etcétera.
Lo cierto es que, incluso antes de que fuese encontrado el mapa del
mundo, se hubiera debido dar más crédito a Piri Reis. En su libro,
repite en muchas ocasiones: «Nada hay en este libro que no se funde
en hechos.» Los 215 mapas que se contienen en el Balzriye permitían
comprobar perfectamente sus dichos. Y añade. «El más pequeño error
hace inútil cualquier carta marina.» No olvidemos que es un marino
quien lo dice, un hombre que conoce las traiciones y la servidumbre
del mar. Tengamos presente esa observación al examinar sus mapas del
mundo.
Sólo se poseen fragmentos de estos mapas, pero en ellos figura la
totalidad del Atlántico y sus costas americanas, europeas,
africanas, árticas y antárticas. Aparecen trazados sobre pergamino
de color, iluminados y enriquecidos con numerosas ilustraciones:
retratos de los soberanos de Portugal, de Marruecos y de Guinea; en
África, un elefante y un avestruz; en América del Sur, llamas y
pumas; en el océano y junto a las costas, barcos, y en las islas,
pájaros.
Los pies de las ilustraciones están escritos en turco. Las
montañas se indican con su perfil, y los ríos, con líneas gruesas.
Los colores se utilizan de modo convencional: los parajes rocosos
aparecen pintados de negro; las aguas arenosas y poco profundas, se
señalan con puntos rojos, y los escollos ocultos bajo la superficie
del mar, con cruces.
Éstos son los venerables pergaminos descubiertos en 1929. Los
turcos los contemplaron con precaución y devoción, pensando con
nostalgia en la fastuosa época del Imperio otomano y sin que se les
ocurriese estudiar más a fondo el asunto. Varias bibliotecas del
mundo adquirieron reproducciones. En 1953, un oficial de la Marina
turca envió una copia al ingeniero jefe de la Oficina hidrográfica
de la Marina de los Estados Unidos, el cual la mostró a un
especialista en mapas antiguos, conocido suyo: Arlington H.
Mallery.
Y entonces empezó verdaderamente el «asunto» de los mapas de Piri
Reis.
¿Quién es Arlington H. Mallery?
Ingeniero de profesión, se había
interesado siempre en las cosas del mar, y durante la Segunda
Guerra Mundial había prestado servicio en los transportes de
tropas. Al licenciarse -era capitán-, dedicó sus ocios a un tema
que le apasionaba: Europa había descubierto América antes de
Cristóbal Colón. Pacientes investigaciones lingüísticas (para
demostrar la influencia del noruego antiguo en la lengua iroquesa),
minuciosos estudios de las sagas escandinavas, búsquedas
arqueológicas pacientemente dirigidas, descifrado de antiguos
«portulanos», le llevaron a reconstituir la epopeya vikinga en
Islandia, en Groenlandia, en Terranova y en el litoral canadiense.
Dio cuenta de sus descubrimientos en un libro, América perdida,
publicado en 1951 y prologado por Matew W. Stirling, director de la
Oficina de Etnología americana de la «Smithsonian Institution», que
tuvo considerable resonancia. El capitán Mallery defendía su tesis y
aportaba pruebas de que había existido en América una civilización
del hierro no sólo antes de la conquista europea, sino también,
quizás, antes del pueblo americano.
Sin embargo, esto no fue más que el comienzo de una aventura que
haría de ser mucho más emocionante. Cuando recibió los mapas de
Piri Reis, tenía ya mucha experiencia en la materia, y le bastó el
primer vistazo a los documentos para comprender que aquel
descubrimiento no tenía parangón con los anteriores. Arlington H.
Mallery tuvo inmediatamente la intuición de que aquellos mapas
ocultaban un misterio fascinante.
Pero no se lanzó a ciegas a su estudio. Sus trabajos anteriores le
habían enseriado a consultar siempre a las autoridades técnicas
consideradas indiscutibles. Y esto fue lo que hizo, trabajando con
cartógrafos famosos (principalmente, con Mr. I. Walters),
científicos y técnicos polares (entre ellos, el R. P. Linchan).
El primer problema que se planteó fue el descifrado mismo de los
mapas, es decir, del sistema de proyección empleado, que, al menos a
los ojos de un profano, parece extraño a primera vista. Pero los
especialistas, gracias a los recursos de la trigonometría moderna,
pudieron descifrarlos: un explorador sueco, Nordenskjold, consiguió
efectuar, en dieciocho años, la «traducción» de los portulanos al
lenguaje cartográfico moderno. Su trabajo sirvió de base, primero, a
Mallery, y después, a Charles Hapgood y a sus discípulos.
Éstos
efectuaron comprobaciones tan exactas, que pudieron afirmar que
los mapas de Piri Reis procedían de orígenes diferentes, y
reconstituir, al menos teóricamente, el primitivo rompecabezas.
Este trabajo, constantemente verificado por matemáticos, es, hasta
la fecha, la mejor demostración de que los mapas de Piri Reís
constituyen un problema real, y de que las intuiciones de las
primeras personas que los descubrieron y, sobre todo, de Mallery,
eran acertadas. Las pruebas de su antigüedad son muy numerosas.
Nótese, por ejemplo, que la llama dibujada en aquellos mapas era
desconocida por los europeos de la época.
En cuanto a las
longitudes, exactamente indicadas, ni siquiera Cristóbal Colón sabía
calcularlas. Para comprender su carácter excepcional, lo primero
que hay que hacer es comparar estos mapas con otros de la misma
época: la diferencia salta inmediatamente a la vista, incluso para
aquellos que trabajaron dieciocho años en los portulanos. Citemos
algunos de aquellos: el mapa de Jean Severs, publicado en Leyden en
1514, exacto en cuanto se refiere a Europa y África (nótese, en
particular, que la América Central y la América del Norte se
confunden).
El mapa atribuido a Lopa Hamen y publicado en 1519 no
es mejor que el anterior: las dimensiones de América son
desproporcionadas en relación con las de África; la distancia entre
África y América es mucho menor que la real, y la configuración
general del Nuevo Mundo es casi imposible de reconocer.
Otro mapa, trazado por un portugués cuyo nombre se ignora, apareció
en 1520. América termina bruscamente al sur del Brasil. Hay que
concretar que fue precisamente aquel año cuando Magallanes emprendió
su viaje marítimo alrededor de América y que, por tanto, los
resultados de esta exploración eran aún desconocidos.
Más aún: un mapa de América, publicado en la cosmografía de
Sebastián Munster en
1550 -o sea, casi cuarenta años después de los de Piri Reis-, dista
mucho de ser satisfactorio, aunque el Nuevo Mundo aparezca al fin
identificado como continente. Nos hallamos, pues, ante unos hechos
concretos: las afirmaciones del Bahriye son corroboradas por los
mapas de Piri Reis. Es indiscutible que éste poseía informaciones
veraces sobre América, diferentes de las proporcionadas por
Cristóbal Colón y anteriores a éste. Pero, ¿cuánto tiempo
anteriores? Aquí está toda la cuestión.
Debemos examinar ahora la interpretación moderna de estos mapas.
Nos enfrentamos con dos tesis: la americana y la rusa.
Sigamos ante todo a Mallery, que tuvo el mérito de descubrir el
misterio, y a Hapgood, que se empeñó en resolverlo.
La porción del mapa comprendida entre Terranova y el sur del
Brasil, dejando aparte su exactitud, asombrosa para la época, no
plantea problemas de descifrado.
En lo que atañe al norte y al sur
del mapa, y una vez «traducidas» las indicaciones al lenguaje
cartográfico moderno, Mallery adquirió el convencimiento de que Piri
Reis había dibujado las costas de la Antártida, y de que, por otra
parte, Groenlandia y el continente antártico aparecían diseñados...
¡tal como eran antes de la glaciación de los polos!
Esta hipótesis, a primera vista extravagante, sólo puede formularse
-incluso antes de discutirla, cosa que liaremos seguidamente- si se
está en condiciones de definir, más o menos exactamente, la
configuración de los zócalos terrestres del Ártico y de la Antártida
bajo la capa de hielo que las recubre en la actualidad.
Sólo recientemente se han adquirido conocimientos a este respecto.
Las técnicas modernas (gravimetría, sondeos sísmicos, etcétera),
perfeccionadas y experimentadas ante todo en Groenlandia por las
expediciones polares francesas, y después en la Antártida, han dado
resultados espectaculares.
En primer lugar, se pudo medir el espesor de la capa de hielo: en
Groenlandia, el espesor máximo es de 3.300 metros; en la Antártida,
alcanza los 4.500 metros. Después, se pudo confeccionar un mapa del
relieve groenlandés, con sus alturas, tal como es en realidad debajo
de la enorme capa de hielo. Trabajos parecidos se efectuaron en
ciertas zonas de la Antártida.
Arlington H. Mallery disponía, pues, de elementos geográficos
modernos con los que comparar los datos de los mapas de Piri Reis.
Sus conclusiones personales, enérgicamente sostenidas en el Foro de
la Universidad de Georgetown, fueron rotundas: la Groenlandia
dibujada por el almirante turco correspondía a las líneas de
relieve descubiertas por las expediciones polares francesas (que
revelan dos estrechamientos medios que cortan Groenlandia). En
cuanto a la costa que prolonga en gran manera la de América del Sur,
no era otra cosa que la de la Antártida: Arlington H. Mallery se
tomó el trabajo de seguir el mapa milímetro a milímetro y de hacer,
cada vez, la oportuna comparación con los datos modernos.
Hay que
decir que, de este modo, llegó a conclusiones que son, al menos,
sorprendentes: por ejemplo, las islas indicadas por Piri Reis
frente a las costas coinciden con los que parecen ser picos
montañosos subglaciales descubiertos por la expedición antártica
noruegosuecobritánica en la Tierra de la Reina Maud, y cuyo trazado
fue publicado en el Geographie Journal de junio de 1954.
También con referencia a la Tierra de la Reina Maud, Mallery
estudió, en el curso de sus comparaciones, un mapa de la costa
continental antártica levantado por Peterman en 1954. A su entender,
ambos coincidían perfectamente, salvo en un punto: Piri Reis
indicaba dos bahías, y Peterman, tierra firme. Mallery planteó el
problema al Servicio Hidrográfico.
Había conseguido interesar
hasta tal punto a los técnicos más competentes, que los americanos
emprendieron sondeos sísmicos de comprobación en aquel lugar. ¡Y era
el mapa de Piri Reis el que estaba en lo cierto! No es, pues, de
extrañar que, al celebrarse la sesión antes mencionada, la
hipótesis de la antigüedad de los mapas de Piri Reis dejase de ser
meramente especulativa.
«Los trabajos realizados hasta el día de
hoy -dice el R. P. Linehan- indican que estos mapas parecen
extraordinariamente exactos.»
Y en otra parte añade:
«Creo que unos
estudios sísmicos complementarios, que permitan determinar el
emplazamiento respectivo del hielo y de la tierra firme,
demostrarán que estos mapas son aún más exactos que lo que pensamos
actualmente.»
Pero no todo el mundo está de acuerdo a este respecto. Los rusos,
que, como es sabido, participan con muchas naciones occidentales en
el estudio del continente antártico, formularon otras tesis sobre
el asunto. Realizando sus propios trabajos de transposición,
llegaron a la conclusión de que el trazado de Piri Reis no
corresponde a la Antártida, sino al extremo sur de Patagonia y de la
Tierra del Fuego. Pero esto no plantea un problema menor, puesto
que estas regiones no empezaron a ser oficialmente conocidas hasta
1520.
Por otra parte, en la propia Rusia se han emitido otras opiniones
sobre la cuestión. El profesor L. D. Dolguchin, del Instituto
Geográfico, pensó que estos mapas podían representar la Antártida,
pero que las informaciones que se contienen en elles no proceden de
antes de la glaciación, período que hace remontar a un millón de
años atrás (después veremos las tesis actuales sobre este
problema).
El profesor M. Y. Mepert, secretario del Instituto
Arqueológico, declaró:
«En Historia, hay que esperar sorpresas tan
grandes como en física nuclear. Por esto es necesario estudiar
estos mapas.»
Tratándose de un tema tan poco conformista, conviene, en todo caso,
avanzar con precaución. El primer punto comprobado es que Piri Reis
poseía, sobre el continente americano, datos anteriores al
«descubrimiento» de Cristóbal Colón. Se podría suponer que estos
datos proceden de la epopeya de los vikingos, a la sazón bien
conocida y casi salida del limbo medieval. Pero los vikingos, por
temerarios que fuesen, sólo conocían una pequeña parte de la
América del Norte, la cual, por otra parte, ignoraban que fuese un
continente. Un reciente descubrimiento ha dado mucho que hablar: el
de un mapa encontrado en Suiza y que lleva la fecha de 1440.
En él
se ve, a la altura de Escandinavia, primero, Islandia; después,
Groenlandia, y, por último, una isla más vasta, en la que se cree
reconocer las desembocaduras del San Lorenzo y del Hudson,
convertidas en profundas bahías. La inscripción dice así:
«Descubrimientos de Bjarni y de Leif.» Aclaremos que, según las
sagas noruegas, Bjarni Herjolfson navegó hasta las costas
americanas en el año 986, y Leif Ericson, en el 1002.
Los vikingos no pueden explicar, pues, por sí solos, los mapas de
Piri Reis. Éstos son corroborados por otros hechos. Existe, por
ejemplo, otro mapa del mundo, conocido por el nombre de Mapa de
Gloreanus y que se encuentra en la Biblioteca de Bonn. Mientras no
se demuestre lo contrario, data de 1510. Parece, pues, anterior a
los de Piri Reis. Este mapa nos da no solamente la configuración
exacta de toda la costa atlántica de América, desde el Canadá hasta
la Tierra del Fuego, cosa ya de por sí extraordinaria, sino también
la de toda la costa del Pacífico, igualmente de Norte a Sur.
Los datos de la Historia oficial no bastan para resolver el misterio
planteado por la existencia de estos mapas. Debemos, pues, remontar
con audacia la cronología. Detengámonos, ante todo, en la
interpretación rusa: Piri Reis habría dibujado, no la Antártida,
sino Patagonia y la Tierra del Fuego. Estos países eran, a la sazón,
desconocidos. Ni siquiera los conocían los vikingos. El único
pueblo navegante al que tal vez se podría atribuir este
conocimiento es el fenicio.
Se ha comprobado históricamente que
los fenicios practicaban la navegación de cabotaje por toda la
costa occidental europea. ¿Fueron más lejos? ¿Se atrevieron a
enfrentarse con la inmensidad del océano? Al menos, puede
formularse la pregunta. Es cierto que, a través de la Antigüedad y
de la Edad Media, se transmitió una tradición referente a la
existencia de un continente más o menos mítico al otro lado del
océano. Ya hemos hablado del famoso libro, presuntamente de tiempos
de Alejandro Magno, cuya lectura impulsó a Colón a su gran aventura.
Ciertos compiladores griegos hablan de un continente llamado
«Antictoné» (es decir, «tierra de los antípodas»).
Se dice que san
Isidoro de Sevilla, que vivió desde el 560 hasta el 636, declaró:
«Existe otro continente, además de los tres que conocemos. Está al
otro lado del océano, y allí, el sol calienta más que en nuestras
regiones.»
Y debemos pensar también en la epopeya, aún poco
conocida, de los monjes bretones que partieron a evangelizar los
pueblos de un famoso continente del que habían oído hablar: cruzada
dramática y sumamente mortífera. Sabemos que partieron de las
costas de Bretaña.
¿Llegaría a América uno de sus barcos?
Existen sólidos argumentos a favor de la hipótesis fenicia, tanto
más cuanto que en América del Sur, y aun del Norte, se han
descubierto vestigios de características mediterráneas: el más
reciente descubrimiento se debe a un holandés, el profesor Stocks.
Estos descubrimientos son, en general, muy discutidos. La idea de
que los fenicios fuesen capaces de efectuar travesías oceánicas no
tiene, en sí, nada de fantástico. Su marina, tanto mercante como de
guerra, les permitía llevar a cabo esta hazaña.
En cambio, resulta
más difícil imaginar los motivos que tuvieron para guardar en
secreto sus descubrimientos. Pero el poderío de su diminuto país se
fundaba únicamente en su marina, y el conocimiento exclusivo de unos
lugares de aprovisionamiento habría constituido un triunfo muy
interesante para ellos. Después, el secreto se habría perdido más o
menos en el curso de la Historia. Pensemos, a este respecto, en los
vikingos: algunos siglos después de sus expediciones marítimas, hubo
que «redescubrir» Groenlandia, Terranova y el Catadá. Tales secretos
corporativos son fáciles de guardar y, más aún, de perder.
Pasemos ahora a la hipótesis de Mallery: heredero de una larga
serie de tradiciones secretas, Piri Reis debió de tener conocimiento
de datos geográficos que, en lo tocante a Groenlandia y a la
Antártida, databan de antes de la glaciación. Se plantea una primera
cuestión: ¿Cuándo se produjo esta glaciación?
El Año Geofísico Internacional dio vivo impulso, entre otras, a
estas investigaciones. En 1957, los trabajos convergentes del doctor
J. L. Hough, de la Universidad de Illinois, por medio del sondeo, y
del doctor W. D. Hurry, de los laboratorios de geofísica del
Instituto Carnegie, por el método del radiocarbono, empezaron a
delimitar el problema: el período de glaciación actual de los polos
empezó entre 6.000 y 15.000 años atrás. Este margen de
incertidumbre ha sido posteriormente muy reducido.
Los
especialistas (y en particular Claude Lorius, jefe glaciólogo de las
expediciones polares francesas) fijan el comienzo del período
glacial entre 9.000 y 10.000 años atrás. Además, están de acuerdo
en que acaba de empezar un período de desglaciación. Parece, pues,
posible que, hace unos diez milenios, Groenlandia y la Antártida
tuviesen la configuración que se observa en los mapas de Piri Reis.
Su relieve se manifestaba libremente; una parte de las tierras
actualmente cubiertas por el hielo o sumergidas era, entonces, aún
visible.
En vista de esto, parece que se podría concluir diciendo que los
conocimientos que sirvieron para el trazado de estos mapas datan de
unos 10.000 años atrás.
Después de todo lo que acabamos de decir, esta conclusión es
inevitable; pero contradice todas las teorías clásicas actuales
sobre la historia de la civilización y debe ser considerada con
gran cautela. ¿Qué dicen los manuales de Prehistoria? Hace diez mil
años, reinaba (si podemos expresarnos así) el hombre de Cro-Magnon,
al cual se atribuyen las pinturas de Lascaux, pero que no conocía el
trabajo de los metales, ni el cultivo de la tierra, ni la
domesticación de los animales.
Ahora bien, Arlington H. Mallery, el gran especialista, dice de los
mapas de Piri Reis:
«En la época en que se confeccionó el mapa, no
era solamente preciso que hubiese exploradores, sino también
técnicos en hidrografía particularmente competentes y organizados,
pues no se puede dibujar el mapa del continente o territorios tan
extensos como la Antártida, Groenlandia o América, como por lo visto
se dibujó hace algunos milenios, si no se es más que un simple
individuo o incluso un pequeño grupo de exploradores. Se necesitan
técnicos experimentados, conocedores de la astronomía, así como de
los métodos necesarios para el trazado de mapas.»
Arlington H. Mallery va aún más lejos. Dice:
«No comprendemos cómo
pudieron confeccionarse esos mapas sin la ayuda de la aviación.
Además, las longitudes son absolutamente exactas, cosa que nosotros
mismos sólo sabemos hacer desde hace apenas dos siglos.»
Habría que proceder, pues, a una «revisión desgarradora» de
nuestros conceptos referentes a la historia de la Humanidad. ¿Qué
conjeturas podemos hacer sobre una civilización desarrollada que
habría existido hace unos diez mil años?
Por su parte, Arlington H. Mallery, especialista de la América
precolombina, y que tiene, en este campo, notables descubrimientos
en su haber, andaba en busca de una gran civilización
desaparecida, que habría existido en el continente americano. Pudo
presentar un cúmulo de elementos, algunos de los cuales son
desconcertantes, sobre todo unos altos hornos para tratar el hierro
-sobre cuya fecha están en desacuerdo los especialistas- y unas
piedras provistas de inscripciones.
Este descubrimiento fue hecho en Pensilvania, al este de Harrisburg,
en la casa de los hermanos Strong. Los especialistas consultados por
Mallery, -Sir W. M. Petrie, Sir Arthur J. Evans y J. L. Myres-
descubrieron en tales inscripciones ciertas semejanzas, tal vez
fenicias, tal vez cretenses. Sea como fuere, las inscripciones
parecían corresponder a una fase anterior a las primeras escrituras
mediterráneas, dado que la alfabetización había empezado en ellas,
pero la escritura, que ya no es realmente silábica, contiene aún 170
signos. Actualmente, no ha sido todavía descifrada.
Arlington H. Mallery opina que es la escritura de una antigua
civilización americana, anterior, naturalmente, a las
civilizaciones precolombinas conocidas (inca, maya, o azteca). Se
puede conjeturar que éstas conservaron algunos vestigios: así se
explicarían la misteriosa fortaleza de
Tiahuanaco, cuya fecha ha
sido imposible fijar; ciertas particularidades de la astronomía
maya, que parece referirse a un estado del cielo anterior en muchos
milenios al que conocemos; las extrañas leyendas referentes a
antiguos civilizadores; etcétera.
Pero, aun admitiendo que semejante civilización existiese hace diez
mil años en el continente americano, aún habría que explicar cómo
sus conocimientos geográficos pudieron llegar a Europa.
Y, ya que hemos franqueado ahora el muro de la razón, podemos dar
libre curso a la fantasía:
-
¿Y si esta civilización avanzada hubiese
existido, no solamente en América, sino en toda la Tierra?
-
¿Habría
tenido esta civilización un origen extraterrestre?
En lo que atañe
a los mapas de Piri Reis, nos resulta muy difícil hacer intervenir a
los venusianos o a seres de otros planetas: porque, si, como es de
suponer, disponían de los cohetes más perfeccionados, ¿qué necesidad
tenían de levantar un mapa detallado, no de los continentes -cosa
que aún habría podido explicarse-, sino de las orillas y las
costas? Esto no impide, desde luego, que se pueda estudiar este
problema; pero los mapas de Piri Reis son obra exclusiva de marinos
terrestres.
Entonces, ¿serían habitantes de la Atlántida o de Gondwana?
Pero el
desplazamiento de los continentes tiene una historia que se remonta
mucho más allá de diez milenios y de la época que nos interesa;
estos continentes, si existieron, habían desaparecido o se habían
hecho pedazos mucho tiempo antes.
Podríamos suponer, pues, que una rama de la raza humana, coexistente
con otras menos desarrolladas, hubiese alcanzado, hace ocho o diez
mil años, un grado de civilización considerable, y que tuviese un
conocimiento muy completo de su planeta; y que hubiese sido
destruida, inopinadamente, por un cataclismo. Charles H. Hapgood se
muestra rotundo en sus conclusiones.
Sólo hace un siglo que se
empezó a hacer retroceder los límites de la Historia y se
encontraron vestigios materiales de civilizaciones hasta entonces
consideradas como míticas (Troya, Creta), o incluso desconocidas
(Sumer, los hititas, el valle del Indo). El profesor americano
declara que hay que continuar las investigaciones, y que éstas
habrán de conducir forzosamente al descubrimiento de la avanzada
civilización que existió hace diez mil años.
Naturalmente, le
dejamos la responsabilidad de estas afirmaciones, apoyadas,
repitámoslo una vez más, por una concienzuda experimentación
científica. El gran descubrimiento arqueológico del siglo está aún
por hacerse...
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CAPÍTULO IV
LAS CICATRICES DE LA TIERRA
Un error fatal. - Así podríamos terminar... -- El cráter Barringer.
- Meteoritos gigantes. - Regiones más allá del sistema solar. - Una
idea sobre los Diluvios. - Una idea sobre las eras glaciales. - Las
minas celestes de Sudbury. - ¿Una protección? - Los meteoritos
secundarios y la posible simiente de la vida. - La idea de una
cosmo-historia. - Los que descubrieron un cielo estrellado.-
¿Causalidad externa? - Los misteriosos cantos de la ópera terrestre.
Rusos, americanos, chinos, ingleses y franceses creen, en el mismo
momento, que acaba de lanzarse un ataque atómico masivo. Todos
ellos ponen en funcionamiento, en el mismo instante, los sistemas
de represalia. Y arde la Tierra. Ahora bien, la causa de esto no ha
sido la malignidad de una nación, sino el ciego «ni bien ni mal» del
cielo. La verdad es que ha caído un meteorito gigante. Así podríamos
terminar, aniquilados desde lo alto... Es un futuro previsible.
Estas caídas de meteoritos gigantescos se produjeron en el pasado.
La Tierra muestra aún sus cicatrices. El cráter Barringer, en
Arizona, fue abierto por una explosión cuya potencia puede
calcularse en 2,5 megatones (25 veces la bomba de, Hiroshima) y que
se produjo hace 50.000 años. Cuando el ingeniero de minas
americano, D. M. Barrin Zer, declaró que la causa de esta explosión
había sido la caída de un enorme meteorito, tropezó con la oposición
oficial más obstinada. Se preferían las hipótesis de una erupción
volcánica o de una explosión de gas natural.
Pero Barringer acabó
haciendo prevalecer su opinión. Hoy se admite que hubo una colisión
entre la Tierra y un cuerpo de diez mil toneladas que se desplazaba
a la velocidad de 40 kilómetros por segundo. Se recogieron,
alrededor de los cráteres, bolitas microscópicas de hierro
producidas, al parecer, por la condensación de una nube de vapor de
hierro provocada por el choque.
Pero el cráter Barringer no es el más importante. El Vreedovrt, en
la Unión Sudafricana, tiene un volumen de diez kilómetros cúbicos.
Parece ser que el proyectil arrancó la corteza terrestre, dando
salida a la lava que llenó inmediatamente una parte de la brecha.
Tal vez se produjeron colisiones aún más terribles, y hay motivos
para suponer que el mar del Japón, la bahía de Hudson y el mar de
Weddell se crearon de este modo. Si este hecho es cierto, la energía
desarrollada habría sido del orden astronómico de 1033 ergios. Esta
cifra dice muy poco. pero corresponde a una cuarta parte de la
energía emitida por el Sol en un segundo, o a la conversión, al 100
por ciento, de un millón de toneladas de materia en energía.
Se hace una objeción a estas hipótesis. Una colisión de fuerza
semejante habría elevado la temperatura de la atmósfera, sobre el
planeta, a doscientos grados centígrados. Toda la superficie de la
Tierra habría quedado esterilizada. Ahora bien, en toda la historia
biológica conocida del Globo, no se encuentran huellas de tal
esterilización. Sin embargo, se admiten corrientemente colisiones
que engendrasen energías de un millón de megatones, y las cicatrices
producidas por las mismas en la corteza terrestre han sido
identificadas en número bastante considerable.
En el Canadá se han descubierto una docena de ellas, con diámetros
que oscilan entre 2 y 60 kilómetros, y una antigüedad que varía de
2 a 500 millones de años. En Australia, podemos citar el cráter de
Wolf Creek, y, en los Estados Unidos, de modo principal, el cráter
circular de Deep Bay, donde se ha formado un lago, que tiene doce
kilómetros de diámetro y ciento cincuenta metros de profundidad.
Según los cálculos, un proyectil de más de mil toneladas que se
desplace a velocidad suficiente, no es detenido por la atmósfera. Un
proyectil que procediese del sistema solar no superaría la
velocidad de 42 kilómetros por segundo, pues, en otro caso,
escaparía de este sistema. Así, pues, un meteorito que llegase a
velocidades del orden de 100 a 150 kilómetros por segundo habría de
proceder de regiones de más allá del sistema solar.
Citaremos en fin, seguidamente, los meteoritos secundarios, es
decir, salidos de la Tierra, y que, al ser proyectados, podrían
transportar materia viva a las lejanas estrellas y, de este modo,
dar origen en el cosmos a una vida análoga a la nuestra.
Si los puntos de caída de los grandes meteoritos se distribuyen al
azar, hay tres probabilidades contra una de que el impacto se
produzca en el mar. La colisión volatilizaría decenas de millares de
kilómetros de océano. La Tierra entera se vería cubierta, durante
muchos días, de nubes tan espesas como las de Venus. Mareas
fabulosas barrerían el planeta. Podemos imaginar un fenómeno de este
género. Probablemente, se produjo ya alguna vez. Ahora bien, una
marea de esta clase se asemeja exactamente a un diluvio, al Diluvio
Universal que encontró eco en todas las tradiciones.
Es, pues, perfectamente lógico imaginar que una civilización o una
serie de civilizaciones pudieron ser aniquiladas de este modo por
la «ira del cielo ».
Las cicatrices de la Tierra revelan dos o tres catástrofes por cada
millón de años. Basta esto para poner en tela de juicio el ordenado
desarrollo, fundado exclusivamente en causas internas, que nos
presenta la teoría clásica de la evolución. También habría que poner
de nuevo en tela de juicio la tesis sobre el origen de las eras
glaciales, pues las espesas nubes formadas alrededor de la Tierra
por el choque del meteorito, y compuestas de vapor de agua y polvo,
tuvieron que reflejar la energía solar y rebajar considerablemente
la temperatura media.
El americano R. S. Dietz pudo demostrar que las importantes minas
canadienses de níquel, de Sudbury, proceden de un meteorito gigante.
Estas minas son explotadas desde 1860. Así, pues, desde hace un
siglo los hombres han venido explotando la riqueza de un visitante
caído del cielo. El meteorito gigante de Sudbury llegó a la Tierra
hace 1.700 millones de años. Su masa era de 3,8.10'3 toneladas.
Contenía una considerable cantidad de níquel. Lo cuál resulta
desconcertante, en vista de la proporción relativa de hierro y de
níquel de los pequeños meteoritos que caen en nuestros días.
Prosiguen los estudios, y, a medida que se descubren hechos nuevos,
se alarga la edad de la Tierra.
Como dice Dietz: «La Tierra
envejece un millón de años cada día.»
Los problemas planteados por las cicatrices de la Tierra son muy
numerosos, pero el más importante es sin duda el siguiente: el
estudio de la Luna y la observación de Marte demuestran que estos
astros fueron literalmente acribillados por los meteoritos gigantes.
En comparación con aquellos, la Tierra ha sufrido muy poco. Cierto
que su atmósfera la ha protegido de los pequeños impactos. Pero
todo induce a creer que la atmósfera no puede retener meteoritos de
una masa superior a las mil toneladas. Entonces, ¿qué? Podemos
pensar en una protección magnética o electromagnética, ejercida
por las capas electrizadas que envuelven la Tierra. Sin embargo,
una protección de esta clase detendría preferentemente los
meteoritos ricos en material magnético, como el níquel. ¿Cómo
explicar el caso de Sudbury?
Sigamos soñando. Si la Tierra es el único planeta del sistema solar
donde existe la vida, ¿habrán los grandes ingenieros del más allá
organizado su protección? Si existen, en la galaxia, seres más
poderosos que nosotros, quizás intervienen en la mecánica celeste
para que permanezcan y sigan desarrollándose la vida y la
inteligencia en ese barrio minúsculo del espacio...
El segundo enigma está relacionado con el fenómeno mismo de la
colisión. A las extraordinarias temperaturas que se produce, la
materia no puede subsistir en estado gaseoso, sino que pasa al
cuarto estado, el plasma. Es decir, los átomos pierden una gran
parte de sus electrones. Se forma una bola de fuego, y, según el
doctor R. L. Bjork, un torbellino casi perfectamente circular. Los
cráteres de la Tierra y de la Luna serían las huellas fósiles de
estos torbellinos. El torbellino arranca la corteza terrestre, dando
salida al magma primario.
Después, estalla, y esta explosión puede
enviar al espacio fragmentos de la Tierra, a una velocidad de 80
kilómetros por segundo. Cierto que queda aún mucho por descubrir a
este respecto, puesto que el cuarto estado de la materia nos es muy
poco conocido. Pero no hay que echar en olvido esta posibilidad de
una proyección, fuera de la Tierra, de fragmentos de nuestra
sustancia a gran velocidad, suficiente para que tales fragmentos
escapasen al sistema solar y surcasen el universo, con su carga de
materia viva.
Así, fragmentos de nuestra Tierra, arrancados hace 1.700 millones de
años por el meteorito de Sudbury, pudieron tal vez llegar a algún
medio fértil, en algún lugar del cielo estrellado...
Nuestra ambición se limita a proporcionar algunos puntos de apoyo a
los sueños, y a ensalzar, con un puñado de hechos, las virtudes de
la imaginación. La geología romántica moderna -al resucitar la
tesis del deslizamiento de los continentes-, las investigaciones
sobre los grandes cráteres y los estudios sobre la mecánica de los
grandes meteoritos, nos parecen mucho más adecuados que las
pretendidas revelaciones del ocultismo para abrir un interrogante
sobre las civilizaciones desaparecidas, sobre una o varias
historias pretéritas de la Humanidad, y para invitar a nuevas
interpretaciones de las tradiciones apocalípticas, de los mitos y
leyendas referentes a la existencia de Grandes Antepasados.
Pero lo
que hay que recordar por encima de todo, en nuestro breve y
fantasioso examen de las cicatrices de la Tierra, es que la historia
de nuestro Globo, y de los hombres que lo habitan, está sin duda
indisolublemente ligada a la historia del sistema solar y,
probablemente, a la del Universo. Tal vez un mismo infarto cósmico
destruyó Faetón, arrancó el planeta Plutón de su órbita de satélite
de Neptuno, y bombardeó la Tierra en Sudbury.
Otras crisis
espaciales pudieron provocar, hace unas decenas de millares de
años, la caída de meteoritos gigantes en la Tierra o en los
océanos; engendrar eras glaciales; destruir civilizaciones
nacientes o ya desarrolladas, y cubrir el cielo con nubes tan
espesas, y durante tanto tiempo, que su dispersión hizo descubrir
las estrellas a unos hombres que no las habían visto jamás y que
ignoraban el ritmo de la luz y las noches pobladas de astros.
Una
tradición de América del Sur dice que la civilización de Tiahuanaco
existió antes que las estrellas. ¿Antes que las estrellas?
Absurda
afirmación, si tomamos las cosas al pie de la letra. Pero no tanto
si suponemos que, en un momento dado, los hombres vieron levantarse
el telón, disolverse las nubes y brillar, por vez primera, un cielo
constelado sobre sus cabezas.
Se ha dicho con frecuencia que sin las estrellas no habría podido
desarrollarse ninguna civilización, pues los hombres no habrían
tenido la menor idea de las leyes cíclicas de la Naturaleza, ni
punto de referencia, ni conciencia del infinito. Si esta opinión
está en lo cierto, la Ciencia habría empezado, para ciertos
hombres, en el deslumbramiento de las estrellas hechas visibles, y
tal vez fue esto lo que ocurrió en Stonehenge y entre nuestros
antepasados del neolítico, que establecieron un calendario
estelar.
En lo que atañe a la vida, a la inteligencia, al nacimiento y a la
muerte de las civilizaciones, las interacciones entre la Tierra, los
otros planetas y, sin duda alguna, todo el cosmos, deberían
parecernos mucho más importante de lo que admite el sistema cerrado
de la ciencia oficial, que se aferra religiosamente a una causalidad
interna, a una evolución continua y a una dinámica simple de los
«progresos» de la historia humana. La idea de que tales
interacciones pudieron y pueden aún afectar a la Tierra, volver y
revolver la historia humana, constituye uno de los temas de la
presente obra.
Esta se propone escuchar, en la ópera terrestre, el
«misterioso canto de la vuelta atrás».
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CAPÍTULO V
DOS CUENTOS DE HADAS, CON VISTAS AL FUTURO
Bibliotecas de mentiras. - Unas palabras sobre los ocultistas. - El
descubrimiento de Medzamor. - Un complejo metalúrgico del tercer
milenio. - La pinza Brucelles. - Hubo una prehistoria científica e
industrial. - Dos ejercicios de imaginación. - Primer ejercicio: el
cuento de hadas del Viento Solar. - La fábula y su moraleja. - Las
justificaciones del sueño. - Segundo ejercicio: el cuento de hadas
de Faetón. - Para que la Historia permanezca abierta.
Como puede verse, este libro no quiere enseñar una religión. No
tenemos vocación para ello. Tampoco tenemos acceso a las ciencias
secretas. Ni contamos con alfombras volantes. Sólo una alfombra
pequeña para hacer gimnasia.
Por consiguiente, ninguna revelación llegada especialmente para
nosotros, desde un Tibet quiera, nos autoriza a cantar:
En cierta verde isla del océano donde crece hoy en día el oscuro coral,
llenos de orgullo, fausto y majestad, alzábanse los palacios de la antigua Atlantis.
Pero, como ninguna certidumbre histórica ha venido aún a prohibir a
rajatabla la idea de una Humanidad desconocida, que floreció y se
extinguió en un remoto pasado, podemos permitirnos los ejercicios
de imaginación. A condición de presentarlos como tales. Y de
realizarlos correctamente. Escogiendo bien los puntos de apoyo,
respirando profundamente, tensando los músculos.
¿Queréis hacer un
poco de gimnasia con nosotros?
He aquí dos ejercicios a nuestro
estilo. Dos hipótesis. La primera fue sugerida por dos ingenieros
americanos, amantes de la antropología-ficción: Walt y Leigh
Richemond. La segunda, por un escritor soviético: Rudenko. Dos
hipótesis. O, mejor dicho, dos cuentos de hadas. Llamaremos al
primero, Cuento del Viento Solar. Al segundo, Cuento de Faetón.
Todas las tradiciones evocan este antiguo mundo humano y su
desaparición catastrófica. Naturalmente, puede no ser más que un
mito. Pero también podríamos preguntarnos si la idea de una
Humanidad que crea mitos para expresar su psicología profunda, no
será un mito moderno. Tal vez se trata de relatos adulterados de
hechos objetivos, de realidades exteriores y concretas.
Los ocultistas, que sostienen apasionadamente que la Edad de Oro
quedó atrás y que una catástrofe -de la que existe un enojoso
precedente en el pasado- vendrá a castigar justamente al mundo
moderno, no han dejado de facilitarnos datos. Pero sus informaciones
provienen de fuentes misteriosas, tan elevadas y secretas, que
nosotros, desdichados infieles, tardamos poco en desanimarnos.
Cuando el asidero del sueño está tan alto, cuesta mucho agarrarse a
él... ¿O será que aquella gente tiene, por naturaleza, las piernas
tan cortas que no tocan el suelo? Madame Blavatsky recibe la
«revelación» de la existencia de Lemuria, donde nació «la tercera
raza madre».
Sumergida Lemuria, aparece una «cuarta raza madre» en
la Atlántida. Scott-Elliott, heredero de las visiones de Madame
Blavatsky y de Annie Besant, describe una «civilización tolteca», la
más evolucionado de la Atlántida, así como sus fuerzas cósmicas y
sus astronaves. Rudolf Steiner (en la parte más discutible de una
obra inmensa y con frecuencia genial) añade a la epopeya de
Scott-Elliott unos detalles cuya procedencia -dice- no podría
divulgar sin cometer un pecado abominable.
El coronel
James Churchward afirma que un sabio hindú le envió unas tablillas
escritas en la lengua del continente lemúrido, al que denomina Mú.
Este militar americano inicia, a los setenta años, la redacción de
cuatro obras sobre la civilización de los Grandes Antiguos, con un
lujo de detalles que entusiasmará a las multitudes. ¿Cómo escribir
en serio cuatro volúmenes de sueños falaces? Ingenua pregunta. En
realidad, existen «monumentos de impostura y bibliotecas enteras de
mentiras».
Paralelamente a los ocultistas, algunos teóricos, mezclando las
leyendas, la Astronomía, la Geología, la Climatología, la Botánica,
la Zoología y la Antropología, trataron de establecer el lugar y de
explicar la existencia y la desaparición de una alta civilización
primordial. La obra de Ignace Donnelly,
Atlantis, publicada en 1882,
alcanzó un éxito prodigioso.
Partiendo «de un montoncito de hechos
y de una montaña de conjeturas», Donnelly sitúa el Paraíso Perdido
en el lugar que ocupa el actual océano Atlántico. Los Dioses de la
Antigüedad son, los Señores del continente sumergido. Como su
precursor Donnelly, el psicoanalista
Velikovskv, partiendo de una
tesis astronómica discutible (Venus fue, al principio, un cometa
desprendido de Júpiter, que rozó por dos veces la Tierra), explica
el Génesis y el Éxodo, y justifica la Escritura por el recuerdo de
una tremenda catástrofe física.
¿No se podrían establecer hipótesis que, sin ser menos fantásticas,
prescindiesen un poco más de lo inverosímil? Vamos a intentarlo.
Desde que, en los albores de la sociedad industrial, el astrónomo
Jean-Sylvain Bailly pensó que otros hombres, en tiempos muy remotos,
pudieron poseer un conocimiento técnico, esta idea se ha abierto
camino. No sólo en el campo de la fantasía, sino también en el de
los hechos exhumados. «El hombre no esperó al siglo XX para sacar
provecho de la Tierra», dice Korium Meguertchian, doctor en
ciencias del Servicio Geológico armenio. Acaba de descubrir (en
1968) la fábrica más antigua del mundo en Medzamor, en el glacis
armenio-soviético.
Según él, la leyenda de los sacerdotes del fuego,
transmitida por los vecinos y los invasores de Medzamor, no es más
que el recuerdo de los obreros de un complejo metalúrgico que data
del tercer milenio. Y estos obreros,
«enguantados, cubierta la boca
con un filtro protector, se parecían como hermanos a los
proletarios del Creusot, de Essen o del Donetsk».
En esta ciudad
metalúrgica, levantada sobre capas más antiguas, donde están
enterradas instalaciones fabriles de la Prehistoria, se trataba un
mineral de importación. El periodista científico Jean Vidal (Science
et Vie, julio de 1969), a su regreso de la Armenia soviética, donde
investigó junto a Meguertchian y sus colegas, escribe:
«Redactar la
lista de los objetos encontrados sólo equivaldría, de momento, a
hacer un inventario rudimentario, pues Medzamor oculta aún muchas
cosas ignoradas. Pero entre estos objetos hay uno que llena de
asombro a los historiadores de la metalurgia. Se trata de la pinza
Brucelles, de acera, de la que se han encontrado muchos modelos en
capas correspondientes a principios del primer milenio. La
Brucelles, especie de pinza de depilación, permite al químico y al
relojero sujetar los microobjetos que son incapaces de manipular.»
«Medzamor -prosigue- fue fundada por sabios formados en la escuela
de civilizaciones anteriores, que aportaron a su edificación una
suma de conocimientos adquiridos en el curso de un período oscuro e
incierto, que bien merece el nombre de "prehistoria científica e
industrial". Los constructores de Medzamor tuvieron por maestros a
arquitectos, metalúrgicos y astrónomos del neolítico, que tenían ya
una cultura científica y cuya razón había sido amasada con la misma
levadura que las ciencias y las técnicas que dominaban. Incluso
antes de que la Historia empezase en Sumer, el hombre vivía en una
sociedad organizada, cuyas estructuras eran, en muchos aspectos,
iguales que las nuestras.»
Los anteriores descubrimientos de Çatal Huyuk y de
Lepenski-Vir
(civilizaciones urbanas de 7.000 y 5.500 años antes de nuestra Era)
habían planteado ya enigmáticas interrogaciones al arqueólogo Mellaert, cuando éste encontró objetos de cobre «confitados» en las
escorias del metal. Por consiguiente, aquellos hombres sabían
aislar el metal del mineral y darle forma con ayuda del fuego.
Medzamor, situada a mil kilómetros de Catal Huyuk, aporta una
primera revelación sobre una tecnología prehistórica, absolutamente
insospechada hace diez años.
¿Asombroso comienzo, o vestigios de técnicas más avanzadas, en una
civilización desconocida y enterrada por una catástrofe? Tenemos
derecho a hacernos esta pregunta. Pero ésta trae otra consigo: ¿Qué
catástrofe? ¿Provocada por Dios, por el cielo o por los propios
hombres? Esto nos conduce a nuestro primer cuento de hadas, llamado
Viento Solar.
Érase una vez, hace veinte mil años, una avanzada civilización que
se interesaba apasionadamente por el Sol. Cuando hubo desaparecido,
como vamos a ver, los hombres, guardando de aquélla un vago
recuerdo, prestaron adoración al Sol y le ofrecieron numerosos
sacrificios; pero el contenido racional del interés de sus
antepasados por el astro se había extinguido con éstos.
Una mirada echada sobre nosotros mismos puede darnos una idea de
los titánicos trabajos emprendidos por aquellos. A excepción de
cantidades relativamente pequeñas de energía producida a base de
átomos, extraemos toda nuestra energía del Sol, ya sea en forma
fósil (carbón, petróleo), ya en forma inmediata (energía
hidroeléctrica, producto de la evaporación). Fabricamos también
pilas solares, que transforman los rayos en corriente.
Y podríamos
concebir una captación más extensa. Por ejemplo, tratar de utilizar
la energía termonuclear por fusión de núcleos ligeros y de núcleos
pesados, cosa que equivaldría a reproducir el Sol sobre la Tierra.
Podríamos, en fin, intentar la captación del viento solar. Éste es
un torrente de partículas descubierto en 1960 por los sabios. Se
trata de átomos de materia solar que vienen a chocar con nuestro
Globo.
Y se piensa que este viento es tal vez el que provoca las
auroras boreales y determina la formación de la capa eléctrica de
la atmósfera. Estableciendo un cortocircuito entre las capas
electrizadas de la alta atmósfera y el suelo, conseguiríamos una
fuente de energía prodigiosa e inagotable. ¿Cómo hacerlo? ¿Haciendo
conductora la atmósfera? Esto es lo que ocurre con el rayo. Un rayo
láser lo bastante intenso podría producir el fenómeno.
Hace veinte mil años, una civilización técnica y científica concibió
el proyecto de domesticar el viento solar. Se construyeron, en
diferentes lugares de la Tierra, monumentales aisladores en forma
de pirámides. En su cima había algo parecido a un súper láser. Mucho
tiempo después, estos instrumentos seguirían hurgando en la memoria
confusa de las generaciones supervivientes. Los hombres
construirían pirámides, sin comprender, y colocarían a veces, en la
cima, piedras reverberantes, engastadas en metal.
Se intentó el experimento. Pero el poder arrancado al Sol aniquiló
la ambiciosa civilización, fulminó un mundo que vio «enrollarse el
cielo sobre sí mismo, como un pergamino, y teñirse la Luna como de
sangre».
Los grandes aisladores se volatilizaron. En vez de ellos, se
encontraría mucho más tarde, en el siglo XX de nuestra Era, en
diferentes lugares de África, de Australia, de Egipto, proyecciones
constituidas por vidrio sometido a una enorme temperatura y
bombardeado por partículas de alta energía:
las tectitas.
¿Hubo supervivientes entre los detentadores del saber?
Tal vez
algunos de ellos habían buscado refugio en profundas cavernas. O,
quizás, otros se hallaban entonces de viaje por el espacio. La
situación, después de la gran catástrofe, no fue sólo desastrosa
geológicamente (continentes hundidos o sumergidos), sino también
biológicamente. El bombardeo de la atmósfera había creado una
considerable cantidad de carbono radiactivo. Al ser absorbido por
los animales y por los hombres, debió de producir mutaciones y
provocar la aparición de híbridos fantásticos.
Estos híbridos
-centauros, sátiros, hombres-pájaros- sobrevivieron largo tiempo en
el recuerdo humano, hasta los tiempos históricos de Grecia y de
Egipto.
Los supervivientes expertos se enfrentaron con un problema técnico
urgente: eliminar el carbono 14. Esto les condujo a organizar un
gigantesco lavado de la atmósfera, mediante lluvias artificiales,
mientras se esforzaban en conservar un número suficiente de seres
humanos y de especies animales, que no habían sufrido mutación.
Entre los métodos protectores figuró, sobre todo, la circuncisión.
La hemofilia, producto de una mutación perjudicial, es transmitida
por la hembra, mientras que la circuncisión tenía un valor
selectivo. Y esta práctica, instituida como medida sanitaria
genética, siguió efectuándose durante milenios, sin conocimiento de
causa, por numerosos pueblos esparcidos por el mundo...
He aquí una pequeña tentativa para descifrar las tradiciones y
explicar las cosas sin necesidad de recurrir al ocultismo. ¿Es una
buena pista? No estamos muy seguros. Pero confiamos en que vendrá un
hombre que, con la fe de un Schlieman y el genio sintético de un
Darwin, reunirá los dispersos elementos de verdad y escribirá la
historia de antes de la Historia.
Si nos decís: «Esto es una hipótesis tremenda e infantil, ¿creéis en
ella?», os responderemos que no creemos en la fábula, pero sí en su
moraleja.
Además, hemos escogido esta fábula, porque ilustra la manera
realista-fantástica de abordar estos problemas, y apunta la
dirección en que hay que buscar respuesta a muchas preguntas
actuales.
Si situamos la gran catástrofe en una fecha que se remonta a veinte
mil años atrás, pueden explicarse ciertas anomalías que se producen
cuando se intenta establecer la antigüedad de algo por el carbono
14. Cuando se descubrió el método del carbono 14, hubo motivo para
creer que la Arqueología se convertiría en una ciencia exacta. Su
perfeccionamiento permitió establecer fechas de antigüedad hasta
cincuenta mil años atrás.
Lo curioso es que no podemos situar
ningún objeto entre los veinte mil y los veinticinco mil años,
mientras que podemos hacerlo antes y después. Hasta ahora, no se ha
encontrado ninguna explicación a esta anomalía. Por lo tanto, puede
suponerse que, en aquel período, se produjo algún suceso que
modificó la concentración del carbono 14 en la atmósfera.
Nuestra fábula sugiere un posible contenido real de las innumerables
leyendas referentes a seres mitad hombre, mitad animal. Objeción:
no se encuentran osamentas de esta clase. Respuesta: sí que se
encuentran; pero el arqueólogo se imagina haber descubierto, en
tumbas consagradas a alguna religión totémica, un hombre enterrado
con un animal.
Nuestra fábula tiene la ventaja de proponer el empleo de métodos
tomados de la Física para tratar de determinar la fecha de una
posible gran catástrofe. Si ésta se debió a un cortocircuito en la
atmósfera terrestre, semejante cortocircuito perturbó sin duda el
campo magnético e incluso desplazó, quizá, los polos magnéticos.
Los especialistas podrían investigar en este sentido.
Los campos de tectitas podrían ayudar a identificar los lugares en
que se inició la catástrofe. El examen de la composición nuclear de
las tectitas demuestra que éstas no viajaron largo tiempo por el
espacio. Hay que presumir, pues, que se formaron en la Tierra o en
la Luna. Su formación parece haber desarrollado una energía tan
enorme que, evidentemente, uno puede negarse a admitir un origen
tecnológico. Sin embargo, la catástrofe de nuestro muy hipotético
relato pudo, a un mismo tiempo, crear y proyectar las tectitas
alrededor del punto en que se produjo la descarga que las habría
originado. Se ha podido demostrar que las tectitas habían viajado
por la atmósfera a una velocidad considerable.
Esto parece
demostrar, a su vez, que, o bien proceden de la Luna, o bien fueron
creadas en la Tierra a consecuencia de algún acontecimiento
catastrófico. Es igualmente posible que se encuentren huellas de
esta catástrofe, consistentes en trayectorias formadas en ciertos
minerales por el paso de partículas de alta energía. Bastaría con
que los medios científicos retuviesen la hipótesis de una gran
catástrofe, para que se iniciasen investigaciones de orden físico.
Tal vez entonces obtendríamos informaciones capaces de trastornar
nuestras ideas sobre la historia de la Humanidad.
Por último, nuestra fábula da a entender que la utilización de la
mitología como base de investigaciones sobre la realidad, tal como
genialmente lo comprendió Schlieman, está sólo en sus comienzos.
Todos los mitos catastróficos, sobre todo aquellos en que el fuego
del cielo cae sobre los hombres, y todas las leyendas que describen
seres no humanos derivados del hombre, deberían ser
sistemáticamente estudiados.
En esta fábula no hemos intentado una descripción de los
contemporáneos de la gran catástrofe. Tal vez cierto racismo,
consciente o inconsciente, influyó hasta hoy en las investigaciones
sobre el origen del hombre. Esta cuestión se plantea desde la
célebre
tesis del jeque Anta Diop sobre « Naciones negras y cultura»,
encaminada a demostrar el origen negro del antiguo Egipto.
En
Anterioridad de las civilizaciones negras, escribe Anta Diop:
«Los resultados de las excavaciones arqueológicas, particularmente
las del doctor Leakey en África oriental, permiten situar cada vez
más lejos, en la noche de los tiempos, los primeros esbozos de la
Humanidad. Sin embargo, se sigue admitiendo que el homo sapiens
apareció hace unos cuarenta mil años, en el paleolítico superior.
Esta primera Humanidad, que corresponde a las capas inferiores del auriñaciense, se asemeja, morfológicamente, al tipo negro de la
Humanidad actual (...) Nos sentimos inclinados a admitir, con
absoluta objetividad, que el primer homo sapiens fue "negroide", y
que las otras razas, la blanca y la amarilla, aparecieron más tarde,
debido a diferenciaciones cuyas causas físicas, escapan aún a la
ciencia. (...)
Todo indica que, al principio, en la Prehistoria, en
el paleolítico superior, predominaron los negros. Y siguieron
predominando en los tiempos históricos, durante milenios, en el
campo de la civilización, de la supremacía técnica y militar.»
Resulta, pues, que los Grandes Antiguos de nuestro
Cuento del Viento
Solar eran negros. ¿Vivían en una armoniosa síntesis de religión y
ciencia? ¿Habían dado un sentido elevado a su destino? Cuando el
Sol se abatió sobre sus cabezas inteligentes y crespas, ¿qué valor,
qué fe, demostraron los mejores?
Si la Biblia conserva un eco lejano
de su tragedia, fueron estos ladrones del Sol quienes pronunciaron,
por primera vez, la frase sublime:
«El Señor nos lo dio; el Señor
nos lo quita. Bendito sea el nombre del Señor.»
Pasemos ahora al Cuento de Faetón.
También éste evoca una evolución discontinua. Pero, en él, la
catástrofe no es de procedencia humana.
«La llave de la puerta que
nos separa de la naturaleza interior está enmohecida desde el
Diluvio», dice Gustav Meyrinck.
Pero, según el ucraniano Nicolai
Danilovich Rudenko, no lo está por culpa nuestra. Fue un error de
las Inteligencias del planeta Faetón. Y ahora, ellas ya no nos
perjudican, y podemos ganar la partida.
Tuvimos otras
civilizaciones, conocedoras de las ciencias y de las técnicas.
Fueron destruidas por la explosión de Faetón.
Pero, de hoy en
adelante, estaremos libres de la amenaza de estos apocalipsis. ¿Hubo
fines del mundo? Ya no los habrá más. Nuestra civilización es la
buena. No es mortal. O, al menos, sólo depende de nosotros que lo
sea.
En 1959, los astrónomos de Checoslovaquia pudieron determinar el
origen de un meteorito que cayó en su país. El proyectil cósmico
procedía, según su trayectoria, de algún lugar situado entre Marte
y Júpiter. Vino a sumarse a los millares de asteroides caídos en
aquellos parajes desde principios del siglo XIX.
Era, según se
cree, un ínfimo fragmento del planeta Faetón, que desapareció del
cielo en tiempos remotos.
¿Cuándo?
Nuestro ucraniano piensa que
hace unas decenas de millares de años. En cambio, la Astronomía
retrasa muchísimo más el tiempo en que Faetón, según afirma el
académico ruso V. G. Fesenkov, «estalló como una bomba».
Si este
planeta estaba habitado, ¿serán los Akpallus, extraños
escafandristas de quienes nos habla el babilonio Berose (véase la
parte tercera de este libro), supervivientes de aquella
catástrofe, que viajaron por el espacio, visitaron la Tierra y
enseñaron a los hombres, en las orillas del Golfo Pérsico, los
rudimentos de su saber?
Y si fragmentos de Faetón cayeron en enormes
aludes repetidas veces en el curso de los tiempos, ¿no pudieron.
destruir, cada vez, florecientes civilizaciones humanas? He aquí
una cosmo-historia que vendría a sustituir a la Historia. Rudenko se
abandona a las delicias de este sueño en lo que él denomina Cuento
de hadas cósmico.
Es un libro, medio novela, medio ensayo, qué él
mismo considera peligrosamente «idealista». Y, en su relato, unos
estudiantes, que se han reunido para estudiar los problemas
suscitados por la cosmo-historia, son detenidos por la Policía
política, por la tentativa de creación de una nueva religión...
Para este soñador, como para C. S. Lewis, Júpiter es el centro
biológico del sistema solar, el lugar del Universo en que la vida
adquirió sus formas más completas. Los seres de Faetón ocupaban, en
la jerarquía, un lugar intermedio entre los habitantes de Júpiter y
los de la Tierra.
Gracias a este contacto indirecto, nació entre
nosotros la idea de Dios.
Pero Solón, repitiendo lo que había
aprendido de los sacerdotes egipcios de Sais, nos dice:
«Faetón,
hijo del Sol, no pudo dominar el carro del Sol y quemó cuanto había
en la Tierra; después, pereció, víctima del fuego. Cayó envuelto en
llamas sobre la Tierra.»
Y
el libro maya de Chilam Balam:
«La Tierra tembló. Y cayó una lluvia de fuego y de cenizas, y de
rocas. Y las aguas subieron y descargaron un terrible golpe. Y en un
momento todo fue destruido.»
¿Por qué el hombre, cuya antigüedad es sin duda de varios millones
de años, no construyó una elevada civilización hasta tiempos
recentísimos?
Porque los restos del planeta Faetón sólo dejaron de
caer hace unos cuantos miles de años. Ahora, sólo recibimos, todos
los años, un poco de polvo, unas cuantas motas de barro, y quizás
esta fina materia meteorítica contiene aún restos fósiles de vida,
como pretenden algunos investigadores.
Tales son los últimos
mensajeros fantásticos del planeta muerto, de donde vinieron los
que nos moldearon, los que adoraban los «grandes cerebros de
Júpiter». No hay materia muerta, ni materia viva - escribe Engels,
citado por Rudenko - sino fases en la existencia de la materia,
donde nace la vida, para desaparecer y reaparecer de nuevo.
Así,
pues, Faetón transmitió a la Tierra la razón, que es fuente y
protección de la vida, y nosotros conservamos en nuestra memoria,
más vieja de lo que pensamos, recuerdos que nos hacen ligar al
espectáculo de las estrellas fugaces la idea de un peligro mortal y
el deseo de formular ruegos a las benévolas potencias celestes.
También hemos conservado la confusa conciencia de la presencia de
vida y de inteligencia en las constelaciones.
Ahora somos
poseedores, como los Antiguos de Faetón, de un poder que, si se
desencadenara, podría hacer estallar nuestro propio planeta.
«Escribo este cuento de hadas -dice Rudenko- para que mis hijos,
Yuri, Oleg y Valeri puedan vivir, y para que nosotros no cometamos
el mismo error que los seres de Faetón.
Para que, dominado el fuego
del cielo, no nos aniquile también la llama celeste y flotemos todos
nosotros, en los milenios venideros, convertidos en polvo en la
inmensidad.»
Confiamos en haber sido comprendidos. Nuestro objetivo, al dejarnos
llevar por estos sueños, no es imponer al lector tal o cual teoría,
siempre incompleta. «Cocinada» a medias. Culta a medias.
Tratamos
solamente de sugerir la posibilidad de concepciones diferentes de la
historia de los hombres. Para que «haya siempre una bandera al
viento en las arenas del sueño».
Y para que la Historia permanezca
abierta.
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