CAPÍTULO III
HISTORIA DE UNOS MAPAS IMPOSIBLES

Este capítulo es reproducción de un artículo de Paul-Émile Victor. - Dos mapas del mundo en el museo Topkapi. - Curioso relato de Piri Reis sobre Cristóbal Colón. - La sorpresa de Arlington H. Mallery. - ¡Mapas de antes de la glaciación! - En Historia, hay que esperar sorpresas tan grandes como en física nuclear. - La interpretación rusa. - La hipótesis fenicia. - ¿Hubo cartógrafos hace diez mil años? - ¿Hubo mapas celestes? - ¿Hubo una rama ignorada de la raza humana? - El gran descubrimiento arqueológico del siglo está aún por nacer.

Los mapas de Piri Reis tienen una realidad histórica perfectamente fechada y comprobada, que empieza en 1513, y una realidad «prehistórica», en el sentido técnico de la palabra, es decir, únicamente conjetural y sin documentos corroboradores, que corresponde a antes de 1513. Empecemos por lo que se sabe de modo seguro e irrefutable.

 

El día 9 de noviembre de 1929, Malil Edhem, director de los Museos Nacionales turcos, al proceder al inventario y a la clasificación de todo lo existente a la sazón en el famoso museo Topkapi, de Estambul, descubrió dos mapas del mundo -o, mejor dicho, fragmentos de ellos- que se creían perdidos para siempre: los mapas de Piri Reis, célebre héroe (para los turcos) o pirata (para todos los demás) del siglo XVI, que relata prolijamente en su libro de memorias, Bahriye, las condiciones y circunstancias en que levantó estos mapas.

 

De momento, el relato escrito no despertó mucha atención; pero el mapa habría de darle, gradualmente, un valor considerable. En realidad, hubo que esperar al término de la Segunda Guerra Mundial para emprender de veras el estudio comparativo de los mapas y del texto de Piri Reis.


Perteneciente a una familia de grandes marinos turcos, Piri Reis, notable navegante, cosechó éxitos en los cuatro rincones del Mediterráneo y de los mares vecinos, obtuvo numerosas victorias navales y contribuyó a afirmar la supremacía marítima, incontestable a la sazón, del Imperio otomano.

 

Pero Piri Reis era hombre culto e inteligente, y así, mientras corría sus aventuras, empleó algún tiempo en escribir el Bahriye en el que abundan las notas pintorescas y vivaces sobre todos los puertos del Mediterráneo, y los mapas de diversa índole (21 en total). Y también, antes de empezar a escribir, se tomó tiempo para diseñar dos mapas del mundo: uno, en 1513, y el otro, en 1528 (durante el reinado de Soleimán el Magnífico).


Fue un cartógrafo concienzudo y ejemplar. Empieza afirmando que el trazado de un mapa requiere profundos conocimientos y una capacidad indiscutible. En su prólogo al Bahriye, habla prolijamente de su primer mapa, dibujado en su ciudad natal, Gelibolu, desde el 9 de marzo hasta el 7 de abril de 1513 (año 919 de la Héjira). Declara, que, para trazarlo, cotejó todos los mapas que conocía, aproximadamente una veintena, algunos muy secretos y muy antiguos, comprendidos ciertos mapas orientales que, seguramente, nadie más que él poseía en Europa.


Su conocimiento del griego, del italiano, del español y del portugués le ayudó muchísimo a sacar el mayor partido de las indicaciones contenidas en todos los mapas que consultó. Además, disponía de un mapa confeccionado por el propio Cristóbal Colón y que había llegado a su poder gracias a un miembro de la tripulación del célebre genovés. Este marinero había sido hecho prisionero por Kemal Reis, tío de Piri Reis, y pudo, por ello, completar de viva voz los conocimientos de nuestro cartógrafo turco.

 

Hasta aquí, la obra de Piri Reis sólo tenía un interés anecdótico, aunque no careciese de importancia, como testimonio de la grandeza del pasado para los turcos, y como desmitificación de los «piratas berberiscos» para los europeos. El Bahriye fue, pues, durante mucho tiempo, una obra «clásica» turca, para personas cultas. Sin embargo, incluso antes de que se conocieran los mapas que menciona y que habían de plantear un formidable interrogante a muchos investigadores del mundo entero, sus profundos conocimientos habrían podido evitar que los historiadores cayesen en su más tremendo error: la afirmación de que Cristóbal Colón había descubierto América.

 

Colón redescubrió, o, mejor dicho, reveló a la Europa Occidental un continente cuya existencia era sólo conocida, hasta entonces, por algunos iniciados. El testimonio del almirante turco no puede ser más claro e inequívoco. En el capítulo sobre «El mar occidental» (nombre que se dio durante mucho tiempo al océano Atlántico), habla prolijamente del navegante genovés, cuya aventura refiere en estos términos:

«Un infiel, llamado Colombo y que era genovés, fue quien descubrió estas tierras. Un libro llegó a las manos del susodicho Colombo, el cual vio que se decía en el libro que, al otro lado del mar occidental, precisamente hacia el Oeste, había costas e islas, y toda clase de metales, así como piedras preciosas. El susodicho, después de estudiar largamente el libro, fue a suplicar, uno tras otro, a todos los notables de Génova, diciéndoles: "Dadme dos barcos para ir allá y descubrir esas tierras."

 

Ellos le respondieron: "¡Oh, hombre vano! ¿Cómo puede encontrarse un límite al mar occidental? Éste se pierde en la niebla y en la noche."


»El susodicho Colombo vio que nada sacaría de los genoveses y se apresuró a ir al encuentro del Rey de España, para contarle detalladamente su historia. Le respondieron lo mismo que en Génova. Pero suplicó durante tanto tiempo a los españoles, que su Rey acabó por darle dos barcos, muy bien pertrechados, y le dijo: "¡Oh, Colombo! Si sucede lo que tú dices, te haré Rapudán de aquel país."

 

Dicho lo cual, el Rey envió a Colombo al mar occidental.»

Piri Reis pasa seguidamente al relato que le hizo el marinero de Cristóbal Colón, que era ahora su esclavo. Resultaría inútil reproducir por entero este relato, en el que se explica el asombro de los marinos europeos ante los salvajes casi completamente desnudos que encontraron en las islas donde pusieron pie al llegar. Sin embargo, existe un detalle que es esencial para nuestro objeto:

«Los habitantes de esta isla vieron que ningún mal les venía de nuestro barco; por consiguiente, cogieron pescados y nos los trajeron, empleando sus canoas. Los españoles se alegraron no poco y les dieron baratijas, pues Colombo había leído en su libro que a aquellas gentes les gustaban mucho las baratijas.»

Este detalle extraordinariamente sorprendente y que, a nuestro entender, no ha sido aún comentado por nadie, adquiere mayor relieve si lo relacionamos con unas indicaciones contenidas en uno de los mapas de Piri- Reis, donde éste afirma que el libro en cuestión databa de tiempos de Alejandro El Magno. Resulta difícil afirmar que nuestro almirante turco tuviese este famoso libro en su poder, pero, en todo caso, conocía sin duda alguna su texto.


Fue, pues, deliberadamente, que Cristóbal Colón partió a descubrir América. Confiaba en su valioso libro, y los hechos sucesivos demostraron que tenía razón; pero limitó sus confidencias a los notables genoveses y al rey de España. Públicamente, fingió compartir la opinión corriente en su época: como la Tierra era redonda, parecía natural que, navegando hacia el Oeste, volvería fatalmente, más pronto o más tarde, al punto de partida, después de pasar en su trayecto, pero en sentido inverso, por los países orientales conocidos en Europa.

 

Algunos cartógrafos daban testimonio de esta creencia general. Existe, por ejemplo, un mapa atribuido a un tal Toscanelli y que Cristóbal Colón llevó consigo en su expedición: en él se ve, de derecha a izquierda, las costas europeas; después, el «mar occidental», y, por último, la isla de «Cepanda» (otra forma de «Cipango», nombre con que se conocía entonces al Japón), el país de «Catay» (China), la India y las islas del Asia sudoriental. ¡Ni el menor atisbo de América en este mapa! Esta arraigada opinión explica que se diese al Nuevo Mundo el nombre de «Indias Occidentales».


Como no es nuestro propósito la desmitificación de Cristóbal Colón, no nos extenderemos sobre sus predecesores, que descubrieron también América, pero sin darse cuenta de la importancia del hecho y sin tratar de profundizar en la cuestión. Los vikingos son los más conocidos, y pronto volveremos a hablar de ellos. Pero Piri Reís cita otros, a los que saludan los de pasada: Savobrandán (convertido en San Brandán), el portugués Nicola Giuvan, otro portugués, Antón el Genovés, etcétera.


Lo cierto es que, incluso antes de que fuese encontrado el mapa del mundo, se hubiera debido dar más crédito a Piri Reis. En su libro, repite en muchas ocasiones: «Nada hay en este libro que no se funde en hechos.» Los 215 mapas que se contienen en el Balzriye permitían comprobar perfectamente sus dichos. Y añade. «El más pequeño error hace inútil cualquier carta marina.» No olvidemos que es un marino quien lo dice, un hombre que conoce las traiciones y la servidumbre del mar. Tengamos presente esa observación al examinar sus mapas del mundo.

Sólo se poseen fragmentos de estos mapas, pero en ellos figura la totalidad del Atlántico y sus costas americanas, europeas, africanas, árticas y antárticas. Aparecen trazados sobre pergamino de color, iluminados y enriquecidos con numerosas ilustraciones: retratos de los soberanos de Portugal, de Marruecos y de Guinea; en África, un elefante y un avestruz; en América del Sur, llamas y pumas; en el océano y junto a las costas, barcos, y en las islas, pájaros.

 

Los pies de las ilustraciones están escritos en turco. Las montañas se indican con su perfil, y los ríos, con líneas gruesas. Los colores se utilizan de modo convencional: los parajes rocosos aparecen pintados de negro; las aguas arenosas y poco profundas, se señalan con puntos rojos, y los escollos ocultos bajo la superficie del mar, con cruces.


Éstos son los venerables pergaminos descubiertos en 1929. Los turcos los contemplaron con precaución y devoción, pensando con nostalgia en la fastuosa época del Imperio otomano y sin que se les ocurriese estudiar más a fondo el asunto. Varias bibliotecas del mundo adquirieron reproducciones. En 1953, un oficial de la Marina turca envió una copia al ingeniero jefe de la Oficina hidrográfica de la Marina de los Estados Unidos, el cual la mostró a un especialista en mapas antiguos, conocido suyo: Arlington H. Mallery.


Y entonces empezó verdaderamente el «asunto» de los mapas de Piri Reis.


¿Quién es Arlington H. Mallery?

 

Ingeniero de profesión, se había interesado siempre en las cosas del mar, y durante la Segunda Guerra Mundial había prestado servicio en los transportes de tropas. Al licenciarse -era capitán-, dedicó sus ocios a un tema que le apasionaba: Europa había descubierto América antes de Cristóbal Colón. Pacientes investigaciones lingüísticas (para demostrar la influencia del noruego antiguo en la lengua iroquesa), minuciosos estudios de las sagas escandinavas, búsquedas arqueológicas pacientemente dirigidas, descifrado de antiguos «portulanos», le llevaron a reconstituir la epopeya vikinga en Islandia, en Groenlandia, en Terranova y en el litoral canadiense.

 

Dio cuenta de sus descubrimientos en un libro, América perdida, publicado en 1951 y prologado por Matew W. Stirling, director de la Oficina de Etnología americana de la «Smithsonian Institution», que tuvo considerable resonancia. El capitán Mallery defendía su tesis y aportaba pruebas de que había existido en América una civilización del hierro no sólo antes de la conquista europea, sino también, quizás, antes del pueblo americano.


Sin embargo, esto no fue más que el comienzo de una aventura que haría de ser mucho más emocionante. Cuando recibió los mapas de Piri Reis, tenía ya mucha experiencia en la materia, y le bastó el primer vistazo a los documentos para comprender que aquel descubrimiento no tenía parangón con los anteriores. Arlington H. Mallery tuvo inmediatamente la intuición de que aquellos mapas ocultaban un misterio fascinante.


Pero no se lanzó a ciegas a su estudio. Sus trabajos anteriores le habían enseriado a consultar siempre a las autoridades técnicas consideradas indiscutibles. Y esto fue lo que hizo, trabajando con cartógrafos famosos (principalmente, con Mr. I. Walters), científicos y técnicos polares (entre ellos, el R. P. Linchan).


El primer problema que se planteó fue el descifrado mismo de los mapas, es decir, del sistema de proyección empleado, que, al menos a los ojos de un profano, parece extraño a primera vista. Pero los especialistas, gracias a los recursos de la trigonometría moderna, pudieron descifrarlos: un explorador sueco, Nordenskjold, consiguió efectuar, en dieciocho años, la «traducción» de los portulanos al lenguaje cartográfico moderno. Su trabajo sirvió de base, primero, a Mallery, y después, a Charles Hapgood y a sus discípulos.

 

Éstos efectuaron comprobaciones tan exactas, que pudieron afirmar que los mapas de Piri Reis procedían de orígenes diferentes, y reconstituir, al menos teóricamente, el primitivo rompecabezas. Este trabajo, constantemente verificado por matemáticos, es, hasta la fecha, la mejor demostración de que los mapas de Piri Reís constituyen un problema real, y de que las intuiciones de las primeras personas que los descubrieron y, sobre todo, de Mallery, eran acertadas. Las pruebas de su antigüedad son muy numerosas. Nótese, por ejemplo, que la llama dibujada en aquellos mapas era desconocida por los europeos de la época.

 

En cuanto a las longitudes, exactamente indicadas, ni siquiera Cristóbal Colón sabía calcularlas. Para comprender su carácter excepcional, lo primero que hay que hacer es comparar estos mapas con otros de la misma época: la diferencia salta inmediatamente a la vista, incluso para aquellos que trabajaron dieciocho años en los portulanos. Citemos algunos de aquellos: el mapa de Jean Severs, publicado en Leyden en 1514, exacto en cuanto se refiere a Europa y África (nótese, en particular, que la América Central y la América del Norte se confunden).

 

El mapa atribuido a Lopa Hamen y publicado en 1519 no es mejor que el anterior: las dimensiones de América son desproporcionadas en relación con las de África; la distancia entre África y América es mucho menor que la real, y la configuración general del Nuevo Mundo es casi imposible de reconocer.


Otro mapa, trazado por un portugués cuyo nombre se ignora, apareció en 1520. América termina bruscamente al sur del Brasil. Hay que concretar que fue precisamente aquel año cuando Magallanes emprendió su viaje marítimo alrededor de América y que, por tanto, los resultados de esta exploración eran aún desconocidos.


Más aún: un mapa de América, publicado en la cosmografía de Sebastián Munster en 1550 -o sea, casi cuarenta años después de los de Piri Reis-, dista mucho de ser satisfactorio, aunque el Nuevo Mundo aparezca al fin identificado como continente. Nos hallamos, pues, ante unos hechos concretos: las afirmaciones del Bahriye son corroboradas por los mapas de Piri Reis. Es indiscutible que éste poseía informaciones veraces sobre América, diferentes de las proporcionadas por Cristóbal Colón y anteriores a éste. Pero, ¿cuánto tiempo anteriores? Aquí está toda la cuestión.

Debemos examinar ahora la interpretación moderna de estos mapas. Nos enfrentamos con dos tesis: la americana y la rusa.


Sigamos ante todo a Mallery, que tuvo el mérito de descubrir el misterio, y a Hapgood, que se empeñó en resolverlo.
La porción del mapa comprendida entre Terranova y el sur del Brasil, dejando aparte su exactitud, asombrosa para la época, no plantea problemas de descifrado.

 

En lo que atañe al norte y al sur del mapa, y una vez «traducidas» las indicaciones al lenguaje cartográfico moderno, Mallery adquirió el convencimiento de que Piri Reis había dibujado las costas de la Antártida, y de que, por otra parte, Groenlandia y el continente antártico aparecían diseñados... ¡tal como eran antes de la glaciación de los polos!


Esta hipótesis, a primera vista extravagante, sólo puede formularse -incluso antes de discutirla, cosa que liaremos seguidamente- si se está en condiciones de definir, más o menos exactamente, la configuración de los zócalos terrestres del Ártico y de la Antártida bajo la capa de hielo que las recubre en la actualidad.


Sólo recientemente se han adquirido conocimientos a este respecto. Las técnicas modernas (gravimetría, sondeos sísmicos, etcétera), perfeccionadas y experimentadas ante todo en Groenlandia por las expediciones polares francesas, y después en la Antártida, han dado resultados espectaculares.


En primer lugar, se pudo medir el espesor de la capa de hielo: en Groenlandia, el espesor máximo es de 3.300 metros; en la Antártida, alcanza los 4.500 metros. Después, se pudo confeccionar un mapa del relieve groenlandés, con sus alturas, tal como es en realidad debajo de la enorme capa de hielo. Trabajos parecidos se efectuaron en ciertas zonas de la Antártida.
Arlington H. Mallery disponía, pues, de elementos geográficos modernos con los que comparar los datos de los mapas de Piri Reis.

 

Sus conclusiones personales, enérgicamente sostenidas en el Foro de la Universidad de Georgetown, fueron rotundas: la Groenlandia dibujada por el almirante turco correspondía a las líneas de relieve descubiertas por las expediciones polares francesas (que revelan dos estrechamientos medios que cortan Groenlandia). En cuanto a la costa que prolonga en gran manera la de América del Sur, no era otra cosa que la de la Antártida: Arlington H. Mallery se tomó el trabajo de seguir el mapa milímetro a milímetro y de hacer, cada vez, la oportuna comparación con los datos modernos.

 

Hay que decir que, de este modo, llegó a conclusiones que son, al menos, sorprendentes: por ejemplo, las islas indicadas por Piri Reis frente a las costas coinciden con los que parecen ser picos montañosos subglaciales descubiertos por la expedición antártica noruegosuecobritánica en la Tierra de la Reina Maud, y cuyo trazado fue publicado en el Geographie Journal de junio de 1954.


También con referencia a la Tierra de la Reina Maud, Mallery estudió, en el curso de sus comparaciones, un mapa de la costa continental antártica levantado por Peterman en 1954. A su entender, ambos coincidían perfectamente, salvo en un punto: Piri Reis indicaba dos bahías, y Peterman, tierra firme. Mallery planteó el problema al Servicio Hidrográfico.

 

Había conseguido interesar hasta tal punto a los técnicos más competentes, que los americanos emprendieron sondeos sísmicos de comprobación en aquel lugar. ¡Y era el mapa de Piri Reis el que estaba en lo cierto! No es, pues, de extrañar que, al celebrarse la sesión antes mencionada, la hipótesis de la antigüedad de los mapas de Piri Reis dejase de ser meramente especulativa.

«Los trabajos realizados hasta el día de hoy -dice el R. P. Linehan- indican que estos mapas parecen extraordinariamente exactos.»

Y en otra parte añade:

«Creo que unos estudios sísmicos complementarios, que permitan determinar el emplazamiento respectivo del hielo y de la tierra firme, demostrarán que estos mapas son aún más exactos que lo que pensamos actualmente.»

Pero no todo el mundo está de acuerdo a este respecto. Los rusos, que, como es sabido, participan con muchas naciones occidentales en el estudio del continente antártico, formularon otras tesis sobre el asunto. Realizando sus propios trabajos de transposición, llegaron a la conclusión de que el trazado de Piri Reis no corresponde a la Antártida, sino al extremo sur de Patagonia y de la Tierra del Fuego. Pero esto no plantea un problema menor, puesto que estas regiones no empezaron a ser oficialmente conocidas hasta 1520.


Por otra parte, en la propia Rusia se han emitido otras opiniones sobre la cuestión. El profesor L. D. Dolguchin, del Instituto Geográfico, pensó que estos mapas podían representar la Antártida, pero que las informaciones que se contienen en elles no proceden de antes de la glaciación, período que hace remontar a un millón de años atrás (después veremos las tesis actuales sobre este problema).

 

El profesor M. Y. Mepert, secretario del Instituto Arqueológico, declaró:

«En Historia, hay que esperar sorpresas tan grandes como en física nuclear. Por esto es necesario estudiar estos mapas.»

Tratándose de un tema tan poco conformista, conviene, en todo caso, avanzar con precaución. El primer punto comprobado es que Piri Reis poseía, sobre el continente americano, datos anteriores al «descubrimiento» de Cristóbal Colón. Se podría suponer que estos datos proceden de la epopeya de los vikingos, a la sazón bien conocida y casi salida del limbo medieval. Pero los vikingos, por temerarios que fuesen, sólo conocían una pequeña parte de la América del Norte, la cual, por otra parte, ignoraban que fuese un continente. Un reciente descubrimiento ha dado mucho que hablar: el de un mapa encontrado en Suiza y que lleva la fecha de 1440.

 

En él se ve, a la altura de Escandinavia, primero, Islandia; después, Groenlandia, y, por último, una isla más vasta, en la que se cree reconocer las desembocaduras del San Lorenzo y del Hudson, convertidas en profundas bahías. La inscripción dice así: «Descubrimientos de Bjarni y de Leif.» Aclaremos que, según las sagas noruegas, Bjarni Herjolfson navegó hasta las costas americanas en el año 986, y Leif Ericson, en el 1002.


Los vikingos no pueden explicar, pues, por sí solos, los mapas de Piri Reis. Éstos son corroborados por otros hechos. Existe, por ejemplo, otro mapa del mundo, conocido por el nombre de Mapa de Gloreanus y que se encuentra en la Biblioteca de Bonn. Mientras no se demuestre lo contrario, data de 1510. Parece, pues, anterior a los de Piri Reis. Este mapa nos da no solamente la configuración exacta de toda la costa atlántica de América, desde el Canadá hasta la Tierra del Fuego, cosa ya de por sí extraordinaria, sino también la de toda la costa del Pacífico, igualmente de Norte a Sur.
 

Los datos de la Historia oficial no bastan para resolver el misterio planteado por la existencia de estos mapas. Debemos, pues, remontar con audacia la cronología. Detengámonos, ante todo, en la interpretación rusa: Piri Reis habría dibujado, no la Antártida, sino Patagonia y la Tierra del Fuego. Estos países eran, a la sazón, desconocidos. Ni siquiera los conocían los vikingos. El único pueblo navegante al que tal vez se podría atribuir este conocimiento es el fenicio.

 

Se ha comprobado históricamente que los fenicios practicaban la navegación de cabotaje por toda la costa occidental europea. ¿Fueron más lejos? ¿Se atrevieron a enfrentarse con la inmensidad del océano? Al menos, puede formularse la pregunta. Es cierto que, a través de la Antigüedad y de la Edad Media, se transmitió una tradición referente a la existencia de un continente más o menos mítico al otro lado del océano. Ya hemos hablado del famoso libro, presuntamente de tiempos de Alejandro Magno, cuya lectura impulsó a Colón a su gran aventura. Ciertos compiladores griegos hablan de un continente llamado «Antictoné» (es decir, «tierra de los antípodas»).

 

Se dice que san Isidoro de Sevilla, que vivió desde el 560 hasta el 636, declaró:

«Existe otro continente, además de los tres que conocemos. Está al otro lado del océano, y allí, el sol calienta más que en nuestras regiones.»

Y debemos pensar también en la epopeya, aún poco conocida, de los monjes bretones que partieron a evangelizar los pueblos de un famoso continente del que habían oído hablar: cruzada dramática y sumamente mortífera. Sabemos que partieron de las costas de Bretaña.

 

¿Llegaría a América uno de sus barcos?


Existen sólidos argumentos a favor de la hipótesis fenicia, tanto más cuanto que en América del Sur, y aun del Norte, se han descubierto vestigios de características mediterráneas: el más reciente descubrimiento se debe a un holandés, el profesor Stocks. Estos descubrimientos son, en general, muy discutidos. La idea de que los fenicios fuesen capaces de efectuar travesías oceánicas no tiene, en sí, nada de fantástico. Su marina, tanto mercante como de guerra, les permitía llevar a cabo esta hazaña.

 

En cambio, resulta más difícil imaginar los motivos que tuvieron para guardar en secreto sus descubrimientos. Pero el poderío de su diminuto país se fundaba únicamente en su marina, y el conocimiento exclusivo de unos lugares de aprovisionamiento habría constituido un triunfo muy interesante para ellos. Después, el secreto se habría perdido más o menos en el curso de la Historia. Pensemos, a este respecto, en los vikingos: algunos siglos después de sus expediciones marítimas, hubo que «redescubrir» Groenlandia, Terranova y el Catadá. Tales secretos corporativos son fáciles de guardar y, más aún, de perder.


Pasemos ahora a la hipótesis de Mallery: heredero de una larga serie de tradiciones secretas, Piri Reis debió de tener conocimiento de datos geográficos que, en lo tocante a Groenlandia y a la Antártida, databan de antes de la glaciación. Se plantea una primera cuestión: ¿Cuándo se produjo esta glaciación?


El Año Geofísico Internacional dio vivo impulso, entre otras, a estas investigaciones. En 1957, los trabajos convergentes del doctor J. L. Hough, de la Universidad de Illinois, por medio del sondeo, y del doctor W. D. Hurry, de los laboratorios de geofísica del Instituto Carnegie, por el método del radiocarbono, empezaron a delimitar el problema: el período de glaciación actual de los polos empezó entre 6.000 y 15.000 años atrás. Este margen de incertidumbre ha sido posteriormente muy reducido.

 

Los especialistas (y en particular Claude Lorius, jefe glaciólogo de las expediciones polares francesas) fijan el comienzo del período glacial entre 9.000 y 10.000 años atrás. Además, están de acuerdo en que acaba de empezar un período de desglaciación. Parece, pues, posible que, hace unos diez milenios, Groenlandia y la Antártida tuviesen la configuración que se observa en los mapas de Piri Reis. Su relieve se manifestaba libremente; una parte de las tierras actualmente cubiertas por el hielo o sumergidas era, entonces, aún visible.


En vista de esto, parece que se podría concluir diciendo que los conocimientos que sirvieron para el trazado de estos mapas datan de unos 10.000 años atrás.


Después de todo lo que acabamos de decir, esta conclusión es inevitable; pero contradice todas las teorías clásicas actuales sobre la historia de la civilización y debe ser considerada con gran cautela. ¿Qué dicen los manuales de Prehistoria? Hace diez mil años, reinaba (si podemos expresarnos así) el hombre de Cro-Magnon, al cual se atribuyen las pinturas de Lascaux, pero que no conocía el trabajo de los metales, ni el cultivo de la tierra, ni la domesticación de los animales.


Ahora bien, Arlington H. Mallery, el gran especialista, dice de los mapas de Piri Reis:

«En la época en que se confeccionó el mapa, no era solamente preciso que hubiese exploradores, sino también técnicos en hidrografía particularmente competentes y organizados, pues no se puede dibujar el mapa del continente o territorios tan extensos como la Antártida, Groenlandia o América, como por lo visto se dibujó hace algunos milenios, si no se es más que un simple individuo o incluso un pequeño grupo de exploradores. Se necesitan técnicos experimentados, conocedores de la astronomía, así como de los métodos necesarios para el trazado de mapas.»

Arlington H. Mallery va aún más lejos. Dice:

«No comprendemos cómo pudieron confeccionarse esos mapas sin la ayuda de la aviación. Además, las longitudes son absolutamente exactas, cosa que nosotros mismos sólo sabemos hacer desde hace apenas dos siglos.»

Habría que proceder, pues, a una «revisión desgarradora» de nuestros conceptos referentes a la historia de la Humanidad. ¿Qué conjeturas podemos hacer sobre una civilización desarrollada que habría existido hace unos diez mil años?

Por su parte, Arlington H. Mallery, especialista de la América precolombina, y que tiene, en este campo, notables descubrimientos en su haber, andaba en busca de una gran civilización desaparecida, que habría existido en el continente americano. Pudo presentar un cúmulo de elementos, algunos de los cuales son desconcertantes, sobre todo unos altos hornos para tratar el hierro -sobre cuya fecha están en desacuerdo los especialistas- y unas piedras provistas de inscripciones.


Este descubrimiento fue hecho en Pensilvania, al este de Harrisburg, en la casa de los hermanos Strong. Los especialistas consultados por Mallery, -Sir W. M. Petrie, Sir Arthur J. Evans y J. L. Myres- descubrieron en tales inscripciones ciertas semejanzas, tal vez fenicias, tal vez cretenses. Sea como fuere, las inscripciones parecían corresponder a una fase anterior a las primeras escrituras mediterráneas, dado que la alfabetización había empezado en ellas, pero la escritura, que ya no es realmente silábica, contiene aún 170 signos. Actualmente, no ha sido todavía descifrada.


Arlington H. Mallery opina que es la escritura de una antigua civilización americana, anterior, naturalmente, a las civilizaciones precolombinas conocidas (inca, maya, o azteca). Se puede conjeturar que éstas conservaron algunos vestigios: así se explicarían la misteriosa fortaleza de Tiahuanaco, cuya fecha ha sido imposible fijar; ciertas particularidades de la astronomía maya, que parece referirse a un estado del cielo anterior en muchos milenios al que conocemos; las extrañas leyendas referentes a antiguos civilizadores; etcétera.


Pero, aun admitiendo que semejante civilización existiese hace diez mil años en el continente americano, aún habría que explicar cómo sus conocimientos geográficos pudieron llegar a Europa.


Y, ya que hemos franqueado ahora el muro de la razón, podemos dar libre curso a la fantasía:

  • ¿Y si esta civilización avanzada hubiese existido, no solamente en América, sino en toda la Tierra?

  • ¿Habría tenido esta civilización un origen extraterrestre?

En lo que atañe a los mapas de Piri Reis, nos resulta muy difícil hacer intervenir a los venusianos o a seres de otros planetas: porque, si, como es de suponer, disponían de los cohetes más perfeccionados, ¿qué necesidad tenían de levantar un mapa detallado, no de los continentes -cosa que aún habría podido explicarse-, sino de las orillas y las costas? Esto no impide, desde luego, que se pueda estudiar este problema; pero los mapas de Piri Reis son obra exclusiva de marinos terrestres.


Entonces, ¿serían habitantes de la Atlántida o de Gondwana?

 

Pero el desplazamiento de los continentes tiene una historia que se remonta mucho más allá de diez milenios y de la época que nos interesa; estos continentes, si existieron, habían desaparecido o se habían hecho pedazos mucho tiempo antes.


Podríamos suponer, pues, que una rama de la raza humana, coexistente con otras menos desarrolladas, hubiese alcanzado, hace ocho o diez mil años, un grado de civilización considerable, y que tuviese un conocimiento muy completo de su planeta; y que hubiese sido destruida, inopinadamente, por un cataclismo. Charles H. Hapgood se muestra rotundo en sus conclusiones.

 

Sólo hace un siglo que se empezó a hacer retroceder los límites de la Historia y se encontraron vestigios materiales de civilizaciones hasta entonces consideradas como míticas (Troya, Creta), o incluso desconocidas (Sumer, los hititas, el valle del Indo). El profesor americano declara que hay que continuar las investigaciones, y que éstas habrán de conducir forzosamente al descubrimiento de la avanzada civilización que existió hace diez mil años.

 

Naturalmente, le dejamos la responsabilidad de estas afirmaciones, apoyadas, repitámoslo una vez más, por una concienzuda experimentación científica. El gran descubrimiento arqueológico del siglo está aún por hacerse...
 

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CAPÍTULO IV
LAS CICATRICES DE LA TIERRA

Un error fatal. - Así podríamos terminar... -- El cráter Barringer. - Meteoritos gigantes. - Regiones más allá del sistema solar. - Una idea sobre los Diluvios. - Una idea sobre las eras glaciales. - Las minas celestes de Sudbury. - ¿Una protección? - Los meteoritos secundarios y la posible simiente de la vida. - La idea de una cosmo-historia. - Los que descubrieron un cielo estrellado.- ¿Causalidad externa? - Los misteriosos cantos de la ópera terrestre.

Rusos, americanos, chinos, ingleses y franceses creen, en el mismo momento, que acaba de lanzarse un ataque atómico masivo. Todos ellos ponen en funcionamiento, en el mismo instante, los sistemas de represalia. Y arde la Tierra. Ahora bien, la causa de esto no ha sido la malignidad de una nación, sino el ciego «ni bien ni mal» del cielo. La verdad es que ha caído un meteorito gigante. Así podríamos terminar, aniquilados desde lo alto... Es un futuro previsible.


Estas caídas de meteoritos gigantescos se produjeron en el pasado. La Tierra muestra aún sus cicatrices. El cráter Barringer, en Arizona, fue abierto por una explosión cuya potencia puede calcularse en 2,5 megatones (25 veces la bomba de, Hiroshima) y que se produjo hace 50.000 años. Cuando el ingeniero de minas americano, D. M. Barrin Zer, declaró que la causa de esta explosión había sido la caída de un enorme meteorito, tropezó con la oposición oficial más obstinada. Se preferían las hipótesis de una erupción volcánica o de una explosión de gas natural.

 

Pero Barringer acabó haciendo prevalecer su opinión. Hoy se admite que hubo una colisión entre la Tierra y un cuerpo de diez mil toneladas que se desplazaba a la velocidad de 40 kilómetros por segundo. Se recogieron, alrededor de los cráteres, bolitas microscópicas de hierro producidas, al parecer, por la condensación de una nube de vapor de hierro provocada por el choque.


Pero el cráter Barringer no es el más importante. El Vreedovrt, en la Unión Sudafricana, tiene un volumen de diez kilómetros cúbicos. Parece ser que el proyectil arrancó la corteza terrestre, dando salida a la lava que llenó inmediatamente una parte de la brecha.


Tal vez se produjeron colisiones aún más terribles, y hay motivos para suponer que el mar del Japón, la bahía de Hudson y el mar de Weddell se crearon de este modo. Si este hecho es cierto, la energía desarrollada habría sido del orden astronómico de 1033 ergios. Esta cifra dice muy poco. pero corresponde a una cuarta parte de la energía emitida por el Sol en un segundo, o a la conversión, al 100 por ciento, de un millón de toneladas de materia en energía.


Se hace una objeción a estas hipótesis. Una colisión de fuerza semejante habría elevado la temperatura de la atmósfera, sobre el planeta, a doscientos grados centígrados. Toda la superficie de la Tierra habría quedado esterilizada. Ahora bien, en toda la historia biológica conocida del Globo, no se encuentran huellas de tal esterilización. Sin embargo, se admiten corrientemente colisiones que engendrasen energías de un millón de megatones, y las cicatrices producidas por las mismas en la corteza terrestre han sido identificadas en número bastante considerable.


En el Canadá se han descubierto una docena de ellas, con diámetros que oscilan entre 2 y 60 kilómetros, y una antigüedad que varía de 2 a 500 millones de años. En Australia, podemos citar el cráter de Wolf Creek, y, en los Estados Unidos, de modo principal, el cráter circular de Deep Bay, donde se ha formado un lago, que tiene doce kilómetros de diámetro y ciento cincuenta metros de profundidad.


Según los cálculos, un proyectil de más de mil toneladas que se desplace a velocidad suficiente, no es detenido por la atmósfera. Un proyectil que procediese del sistema solar no superaría la velocidad de 42 kilómetros por segundo, pues, en otro caso, escaparía de este sistema. Así, pues, un meteorito que llegase a velocidades del orden de 100 a 150 kilómetros por segundo habría de proceder de regiones de más allá del sistema solar.


Citaremos en fin, seguidamente, los meteoritos secundarios, es decir, salidos de la Tierra, y que, al ser proyectados, podrían transportar materia viva a las lejanas estrellas y, de este modo, dar origen en el cosmos a una vida análoga a la nuestra.


Si los puntos de caída de los grandes meteoritos se distribuyen al azar, hay tres probabilidades contra una de que el impacto se produzca en el mar. La colisión volatilizaría decenas de millares de kilómetros de océano. La Tierra entera se vería cubierta, durante muchos días, de nubes tan espesas como las de Venus. Mareas fabulosas barrerían el planeta. Podemos imaginar un fenómeno de este género. Probablemente, se produjo ya alguna vez. Ahora bien, una marea de esta clase se asemeja exactamente a un diluvio, al Diluvio Universal que encontró eco en todas las tradiciones.


Es, pues, perfectamente lógico imaginar que una civilización o una serie de civilizaciones pudieron ser aniquiladas de este modo por la «ira del cielo ».


Las cicatrices de la Tierra revelan dos o tres catástrofes por cada millón de años. Basta esto para poner en tela de juicio el ordenado desarrollo, fundado exclusivamente en causas internas, que nos presenta la teoría clásica de la evolución. También habría que poner de nuevo en tela de juicio la tesis sobre el origen de las eras glaciales, pues las espesas nubes formadas alrededor de la Tierra por el choque del meteorito, y compuestas de vapor de agua y polvo, tuvieron que reflejar la energía solar y rebajar considerablemente la temperatura media.


El americano R. S. Dietz pudo demostrar que las importantes minas canadienses de níquel, de Sudbury, proceden de un meteorito gigante. Estas minas son explotadas desde 1860. Así, pues, desde hace un siglo los hombres han venido explotando la riqueza de un visitante caído del cielo. El meteorito gigante de Sudbury llegó a la Tierra hace 1.700 millones de años. Su masa era de 3,8.10'3 toneladas.

 

Contenía una considerable cantidad de níquel. Lo cuál resulta desconcertante, en vista de la proporción relativa de hierro y de níquel de los pequeños meteoritos que caen en nuestros días. Prosiguen los estudios, y, a medida que se descubren hechos nuevos, se alarga la edad de la Tierra.

 

Como dice Dietz: «La Tierra envejece un millón de años cada día.»


Los problemas planteados por las cicatrices de la Tierra son muy numerosos, pero el más importante es sin duda el siguiente: el estudio de la Luna y la observación de Marte demuestran que estos astros fueron literalmente acribillados por los meteoritos gigantes. En comparación con aquellos, la Tierra ha sufrido muy poco. Cierto que su atmósfera la ha protegido de los pequeños impactos. Pero todo induce a creer que la atmósfera no puede retener meteoritos de una masa superior a las mil toneladas. Entonces, ¿qué? Podemos pensar en una protección magnética o electromagnética, ejercida por las capas electrizadas que envuelven la Tierra. Sin embargo, una protección de esta clase detendría preferentemente los meteoritos ricos en material magnético, como el níquel. ¿Cómo explicar el caso de Sudbury?


Sigamos soñando. Si la Tierra es el único planeta del sistema solar donde existe la vida, ¿habrán los grandes ingenieros del más allá organizado su protección? Si existen, en la galaxia, seres más poderosos que nosotros, quizás intervienen en la mecánica celeste para que permanezcan y sigan desarrollándose la vida y la inteligencia en ese barrio minúsculo del espacio...


El segundo enigma está relacionado con el fenómeno mismo de la colisión. A las extraordinarias temperaturas que se produce, la materia no puede subsistir en estado gaseoso, sino que pasa al cuarto estado, el plasma. Es decir, los átomos pierden una gran parte de sus electrones. Se forma una bola de fuego, y, según el doctor R. L. Bjork, un torbellino casi perfectamente circular. Los cráteres de la Tierra y de la Luna serían las huellas fósiles de estos torbellinos. El torbellino arranca la corteza terrestre, dando salida al magma primario.

 

Después, estalla, y esta explosión puede enviar al espacio fragmentos de la Tierra, a una velocidad de 80 kilómetros por segundo. Cierto que queda aún mucho por descubrir a este respecto, puesto que el cuarto estado de la materia nos es muy poco conocido. Pero no hay que echar en olvido esta posibilidad de una proyección, fuera de la Tierra, de fragmentos de nuestra sustancia a gran velocidad, suficiente para que tales fragmentos escapasen al sistema solar y surcasen el universo, con su carga de materia viva.


Así, fragmentos de nuestra Tierra, arrancados hace 1.700 millones de años por el meteorito de Sudbury, pudieron tal vez llegar a algún medio fértil, en algún lugar del cielo estrellado...


Nuestra ambición se limita a proporcionar algunos puntos de apoyo a los sueños, y a ensalzar, con un puñado de hechos, las virtudes de la imaginación. La geología romántica moderna -al resucitar la tesis del deslizamiento de los continentes-, las investigaciones sobre los grandes cráteres y los estudios sobre la mecánica de los grandes meteoritos, nos parecen mucho más adecuados que las pretendidas revelaciones del ocultismo para abrir un interrogante sobre las civilizaciones desaparecidas, sobre una o varias historias pretéritas de la Humanidad, y para invitar a nuevas interpretaciones de las tradiciones apocalípticas, de los mitos y leyendas referentes a la existencia de Grandes Antepasados.

 

Pero lo que hay que recordar por encima de todo, en nuestro breve y fantasioso examen de las cicatrices de la Tierra, es que la historia de nuestro Globo, y de los hombres que lo habitan, está sin duda indisolublemente ligada a la historia del sistema solar y, probablemente, a la del Universo. Tal vez un mismo infarto cósmico destruyó Faetón, arrancó el planeta Plutón de su órbita de satélite de Neptuno, y bombardeó la Tierra en Sudbury.

 

Otras crisis espaciales pudieron provocar, hace unas decenas de millares de años, la caída de meteoritos gigantes en la Tierra o en los océanos; engendrar eras glaciales; destruir civilizaciones nacientes o ya desarrolladas, y cubrir el cielo con nubes tan espesas, y durante tanto tiempo, que su dispersión hizo descubrir las estrellas a unos hombres que no las habían visto jamás y que ignoraban el ritmo de la luz y las noches pobladas de astros.

 

Una tradición de América del Sur dice que la civilización de Tiahuanaco existió antes que las estrellas. ¿Antes que las estrellas?

 

Absurda afirmación, si tomamos las cosas al pie de la letra. Pero no tanto si suponemos que, en un momento dado, los hombres vieron levantarse el telón, disolverse las nubes y brillar, por vez primera, un cielo constelado sobre sus cabezas.


Se ha dicho con frecuencia que sin las estrellas no habría podido desarrollarse ninguna civilización, pues los hombres no habrían tenido la menor idea de las leyes cíclicas de la Naturaleza, ni punto de referencia, ni conciencia del infinito. Si esta opinión está en lo cierto, la Ciencia habría empezado, para ciertos hombres, en el deslumbramiento de las estrellas hechas visibles, y tal vez fue esto lo que ocurrió en Stonehenge y entre nuestros antepasados del neolítico, que establecieron un calendario estelar.


En lo que atañe a la vida, a la inteligencia, al nacimiento y a la muerte de las civilizaciones, las interacciones entre la Tierra, los otros planetas y, sin duda alguna, todo el cosmos, deberían parecernos mucho más importante de lo que admite el sistema cerrado de la ciencia oficial, que se aferra religiosamente a una causalidad interna, a una evolución continua y a una dinámica simple de los «progresos» de la historia humana. La idea de que tales interacciones pudieron y pueden aún afectar a la Tierra, volver y revolver la historia humana, constituye uno de los temas de la presente obra.

 

Esta se propone escuchar, en la ópera terrestre, el «misterioso canto de la vuelta atrás».

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CAPÍTULO V
DOS CUENTOS DE HADAS, CON VISTAS AL FUTURO

Bibliotecas de mentiras. - Unas palabras sobre los ocultistas. - El descubrimiento de Medzamor. - Un complejo metalúrgico del tercer milenio. - La pinza Brucelles. - Hubo una prehistoria científica e industrial. - Dos ejercicios de imaginación. - Primer ejercicio: el cuento de hadas del Viento Solar. - La fábula y su moraleja. - Las justificaciones del sueño. - Segundo ejercicio: el cuento de hadas de Faetón. - Para que la Historia permanezca abierta.

Como puede verse, este libro no quiere enseñar una religión. No tenemos vocación para ello. Tampoco tenemos acceso a las ciencias secretas. Ni contamos con alfombras volantes. Sólo una alfombra pequeña para hacer gimnasia.


Por consiguiente, ninguna revelación llegada especialmente para nosotros, desde un Tibet quiera, nos autoriza a cantar:

En cierta verde isla del océano
donde crece hoy en día el oscuro coral,
llenos de orgullo, fausto y majestad,
alzábanse los palacios de la antigua Atlantis.

Pero, como ninguna certidumbre histórica ha venido aún a prohibir a rajatabla la idea de una Humanidad desconocida, que floreció y se extinguió en un remoto pasado, podemos permitirnos los ejercicios de imaginación. A condición de presentarlos como tales. Y de realizarlos correctamente. Escogiendo bien los puntos de apoyo, respirando profundamente, tensando los músculos.

 

¿Queréis hacer un poco de gimnasia con nosotros?

 

He aquí dos ejercicios a nuestro estilo. Dos hipótesis. La primera fue sugerida por dos ingenieros americanos, amantes de la antropología-ficción: Walt y Leigh Richemond. La segunda, por un escritor soviético: Rudenko. Dos hipótesis. O, mejor dicho, dos cuentos de hadas. Llamaremos al primero, Cuento del Viento Solar. Al segundo, Cuento de Faetón.


Todas las tradiciones evocan este antiguo mundo humano y su desaparición catastrófica. Naturalmente, puede no ser más que un mito. Pero también podríamos preguntarnos si la idea de una Humanidad que crea mitos para expresar su psicología profunda, no será un mito moderno. Tal vez se trata de relatos adulterados de hechos objetivos, de realidades exteriores y concretas.


Los ocultistas, que sostienen apasionadamente que la Edad de Oro quedó atrás y que una catástrofe -de la que existe un enojoso precedente en el pasado- vendrá a castigar justamente al mundo moderno, no han dejado de facilitarnos datos. Pero sus informaciones provienen de fuentes misteriosas, tan elevadas y secretas, que nosotros, desdichados infieles, tardamos poco en desanimarnos.

 

Cuando el asidero del sueño está tan alto, cuesta mucho agarrarse a él... ¿O será que aquella gente tiene, por naturaleza, las piernas tan cortas que no tocan el suelo? Madame Blavatsky recibe la «revelación» de la existencia de Lemuria, donde nació «la tercera raza madre».

 

Sumergida Lemuria, aparece una «cuarta raza madre» en la Atlántida. Scott-Elliott, heredero de las visiones de Madame Blavatsky y de Annie Besant, describe una «civilización tolteca», la más evolucionado de la Atlántida, así como sus fuerzas cósmicas y sus astronaves. Rudolf Steiner (en la parte más discutible de una obra inmensa y con frecuencia genial) añade a la epopeya de Scott-Elliott unos detalles cuya procedencia -dice- no podría divulgar sin cometer un pecado abominable.

 

El coronel James Churchward afirma que un sabio hindú le envió unas tablillas escritas en la lengua del continente lemúrido, al que denomina Mú. Este militar americano inicia, a los setenta años, la redacción de cuatro obras sobre la civilización de los Grandes Antiguos, con un lujo de detalles que entusiasmará a las multitudes. ¿Cómo escribir en serio cuatro volúmenes de sueños falaces? Ingenua pregunta. En realidad, existen «monumentos de impostura y bibliotecas enteras de mentiras».


Paralelamente a los ocultistas, algunos teóricos, mezclando las leyendas, la Astronomía, la Geología, la Climatología, la Botánica, la Zoología y la Antropología, trataron de establecer el lugar y de explicar la existencia y la desaparición de una alta civilización primordial. La obra de Ignace Donnelly, Atlantis, publicada en 1882, alcanzó un éxito prodigioso.

 

Partiendo «de un montoncito de hechos y de una montaña de conjeturas», Donnelly sitúa el Paraíso Perdido en el lugar que ocupa el actual océano Atlántico. Los Dioses de la Antigüedad son, los Señores del continente sumergido. Como su precursor Donnelly, el psicoanalista Velikovskv, partiendo de una tesis astronómica discutible (Venus fue, al principio, un cometa desprendido de Júpiter, que rozó por dos veces la Tierra), explica el Génesis y el Éxodo, y justifica la Escritura por el recuerdo de una tremenda catástrofe física.


¿No se podrían establecer hipótesis que, sin ser menos fantásticas, prescindiesen un poco más de lo inverosímil? Vamos a intentarlo.


Desde que, en los albores de la sociedad industrial, el astrónomo Jean-Sylvain Bailly pensó que otros hombres, en tiempos muy remotos, pudieron poseer un conocimiento técnico, esta idea se ha abierto camino. No sólo en el campo de la fantasía, sino también en el de los hechos exhumados. «El hombre no esperó al siglo XX para sacar provecho de la Tierra», dice Korium Meguertchian, doctor en ciencias del Servicio Geológico armenio. Acaba de descubrir (en 1968) la fábrica más antigua del mundo en Medzamor, en el glacis armenio-soviético.

 

Según él, la leyenda de los sacerdotes del fuego, transmitida por los vecinos y los invasores de Medzamor, no es más que el recuerdo de los obreros de un complejo metalúrgico que data del tercer milenio. Y estos obreros,

«enguantados, cubierta la boca con un filtro protector, se parecían como hermanos a los proletarios del Creusot, de Essen o del Donetsk».

En esta ciudad metalúrgica, levantada sobre capas más antiguas, donde están enterradas instalaciones fabriles de la Prehistoria, se trataba un mineral de importación. El periodista científico Jean Vidal (Science et Vie, julio de 1969), a su regreso de la Armenia soviética, donde investigó junto a Meguertchian y sus colegas, escribe:

«Redactar la lista de los objetos encontrados sólo equivaldría, de momento, a hacer un inventario rudimentario, pues Medzamor oculta aún muchas cosas ignoradas. Pero entre estos objetos hay uno que llena de asombro a los historiadores de la metalurgia. Se trata de la pinza Brucelles, de acera, de la que se han encontrado muchos modelos en capas correspondientes a principios del primer milenio. La Brucelles, especie de pinza de depilación, permite al químico y al relojero sujetar los microobjetos que son incapaces de manipular.»

 

«Medzamor -prosigue- fue fundada por sabios formados en la escuela de civilizaciones anteriores, que aportaron a su edificación una suma de conocimientos adquiridos en el curso de un período oscuro e incierto, que bien merece el nombre de "prehistoria científica e industrial". Los constructores de Medzamor tuvieron por maestros a arquitectos, metalúrgicos y astrónomos del neolítico, que tenían ya una cultura científica y cuya razón había sido amasada con la misma levadura que las ciencias y las técnicas que dominaban. Incluso antes de que la Historia empezase en Sumer, el hombre vivía en una sociedad organizada, cuyas estructuras eran, en muchos aspectos, iguales que las nuestras.»

Los anteriores descubrimientos de Çatal Huyuk y de Lepenski-Vir (civilizaciones urbanas de 7.000 y 5.500 años antes de nuestra Era) habían planteado ya enigmáticas interrogaciones al arqueólogo Mellaert, cuando éste encontró objetos de cobre «confitados» en las escorias del metal. Por consiguiente, aquellos hombres sabían aislar el metal del mineral y darle forma con ayuda del fuego.


Medzamor, situada a mil kilómetros de Catal Huyuk, aporta una primera revelación sobre una tecnología prehistórica, absolutamente insospechada hace diez años.


¿Asombroso comienzo, o vestigios de técnicas más avanzadas, en una civilización desconocida y enterrada por una catástrofe? Tenemos derecho a hacernos esta pregunta. Pero ésta trae otra consigo: ¿Qué catástrofe? ¿Provocada por Dios, por el cielo o por los propios hombres? Esto nos conduce a nuestro primer cuento de hadas, llamado Viento Solar.

Érase una vez, hace veinte mil años, una avanzada civilización que se interesaba apasionadamente por el Sol. Cuando hubo desaparecido, como vamos a ver, los hombres, guardando de aquélla un vago recuerdo, prestaron adoración al Sol y le ofrecieron numerosos sacrificios; pero el contenido racional del interés de sus antepasados por el astro se había extinguido con éstos.


Una mirada echada sobre nosotros mismos puede darnos una idea de los titánicos trabajos emprendidos por aquellos. A excepción de cantidades relativamente pequeñas de energía producida a base de átomos, extraemos toda nuestra energía del Sol, ya sea en forma fósil (carbón, petróleo), ya en forma inmediata (energía hidroeléctrica, producto de la evaporación). Fabricamos también pilas solares, que transforman los rayos en corriente.

 

Y podríamos concebir una captación más extensa. Por ejemplo, tratar de utilizar la energía termonuclear por fusión de núcleos ligeros y de núcleos pesados, cosa que equivaldría a reproducir el Sol sobre la Tierra. Podríamos, en fin, intentar la captación del viento solar. Éste es un torrente de partículas descubierto en 1960 por los sabios. Se trata de átomos de materia solar que vienen a chocar con nuestro Globo.

 

Y se piensa que este viento es tal vez el que provoca las auroras boreales y determina la formación de la capa eléctrica de la atmósfera. Estableciendo un cortocircuito entre las capas electrizadas de la alta atmósfera y el suelo, conseguiríamos una fuente de energía prodigiosa e inagotable. ¿Cómo hacerlo? ¿Haciendo conductora la atmósfera? Esto es lo que ocurre con el rayo. Un rayo láser lo bastante intenso podría producir el fenómeno.


Hace veinte mil años, una civilización técnica y científica concibió el proyecto de domesticar el viento solar. Se construyeron, en diferentes lugares de la Tierra, monumentales aisladores en forma de pirámides. En su cima había algo parecido a un súper láser. Mucho tiempo después, estos instrumentos seguirían hurgando en la memoria confusa de las generaciones supervivientes. Los hombres construirían pirámides, sin comprender, y colocarían a veces, en la cima, piedras reverberantes, engastadas en metal.


Se intentó el experimento. Pero el poder arrancado al Sol aniquiló la ambiciosa civilización, fulminó un mundo que vio «enrollarse el cielo sobre sí mismo, como un pergamino, y teñirse la Luna como de sangre».


Los grandes aisladores se volatilizaron. En vez de ellos, se encontraría mucho más tarde, en el siglo XX de nuestra Era, en diferentes lugares de África, de Australia, de Egipto, proyecciones constituidas por vidrio sometido a una enorme temperatura y bombardeado por partículas de alta energía: las tectitas.


¿Hubo supervivientes entre los detentadores del saber?

 

Tal vez algunos de ellos habían buscado refugio en profundas cavernas. O, quizás, otros se hallaban entonces de viaje por el espacio. La situación, después de la gran catástrofe, no fue sólo desastrosa geológicamente (continentes hundidos o sumergidos), sino también biológicamente. El bombardeo de la atmósfera había creado una considerable cantidad de carbono radiactivo. Al ser absorbido por los animales y por los hombres, debió de producir mutaciones y provocar la aparición de híbridos fantásticos.

 

Estos híbridos -centauros, sátiros, hombres-pájaros- sobrevivieron largo tiempo en el recuerdo humano, hasta los tiempos históricos de Grecia y de Egipto.


Los supervivientes expertos se enfrentaron con un problema técnico urgente: eliminar el carbono 14. Esto les condujo a organizar un gigantesco lavado de la atmósfera, mediante lluvias artificiales, mientras se esforzaban en conservar un número suficiente de seres humanos y de especies animales, que no habían sufrido mutación. Entre los métodos protectores figuró, sobre todo, la circuncisión. La hemofilia, producto de una mutación perjudicial, es transmitida por la hembra, mientras que la circuncisión tenía un valor selectivo. Y esta práctica, instituida como medida sanitaria genética, siguió efectuándose durante milenios, sin conocimiento de causa, por numerosos pueblos esparcidos por el mundo...


He aquí una pequeña tentativa para descifrar las tradiciones y explicar las cosas sin necesidad de recurrir al ocultismo. ¿Es una buena pista? No estamos muy seguros. Pero confiamos en que vendrá un hombre que, con la fe de un Schlieman y el genio sintético de un Darwin, reunirá los dispersos elementos de verdad y escribirá la historia de antes de la Historia.
 

Si nos decís: «Esto es una hipótesis tremenda e infantil, ¿creéis en ella?», os responderemos que no creemos en la fábula, pero sí en su moraleja.

Además, hemos escogido esta fábula, porque ilustra la manera realista-fantástica de abordar estos problemas, y apunta la dirección en que hay que buscar respuesta a muchas preguntas actuales.


Si situamos la gran catástrofe en una fecha que se remonta a veinte mil años atrás, pueden explicarse ciertas anomalías que se producen cuando se intenta establecer la antigüedad de algo por el carbono 14. Cuando se descubrió el método del carbono 14, hubo motivo para creer que la Arqueología se convertiría en una ciencia exacta. Su perfeccionamiento permitió establecer fechas de antigüedad hasta cincuenta mil años atrás.

 

Lo curioso es que no podemos situar ningún objeto entre los veinte mil y los veinticinco mil años, mientras que podemos hacerlo antes y después. Hasta ahora, no se ha encontrado ninguna explicación a esta anomalía. Por lo tanto, puede suponerse que, en aquel período, se produjo algún suceso que modificó la concentración del carbono 14 en la atmósfera.


Nuestra fábula sugiere un posible contenido real de las innumerables leyendas referentes a seres mitad hombre, mitad animal. Objeción: no se encuentran osamentas de esta clase. Respuesta: sí que se encuentran; pero el arqueólogo se imagina haber descubierto, en tumbas consagradas a alguna religión totémica, un hombre enterrado con un animal.
 

Nuestra fábula tiene la ventaja de proponer el empleo de métodos tomados de la Física para tratar de determinar la fecha de una posible gran catástrofe. Si ésta se debió a un cortocircuito en la atmósfera terrestre, semejante cortocircuito perturbó sin duda el campo magnético e incluso desplazó, quizá, los polos magnéticos. Los especialistas podrían investigar en este sentido.


Los campos de tectitas podrían ayudar a identificar los lugares en que se inició la catástrofe. El examen de la composición nuclear de las tectitas demuestra que éstas no viajaron largo tiempo por el espacio. Hay que presumir, pues, que se formaron en la Tierra o en la Luna. Su formación parece haber desarrollado una energía tan enorme que, evidentemente, uno puede negarse a admitir un origen tecnológico. Sin embargo, la catástrofe de nuestro muy hipotético relato pudo, a un mismo tiempo, crear y proyectar las tectitas alrededor del punto en que se produjo la descarga que las habría originado. Se ha podido demostrar que las tectitas habían viajado por la atmósfera a una velocidad considerable.

 

Esto parece demostrar, a su vez, que, o bien proceden de la Luna, o bien fueron creadas en la Tierra a consecuencia de algún acontecimiento catastrófico. Es igualmente posible que se encuentren huellas de esta catástrofe, consistentes en trayectorias formadas en ciertos minerales por el paso de partículas de alta energía. Bastaría con que los medios científicos retuviesen la hipótesis de una gran catástrofe, para que se iniciasen investigaciones de orden físico. Tal vez entonces obtendríamos informaciones capaces de trastornar nuestras ideas sobre la historia de la Humanidad.


Por último, nuestra fábula da a entender que la utilización de la mitología como base de investigaciones sobre la realidad, tal como genialmente lo comprendió Schlieman, está sólo en sus comienzos. Todos los mitos catastróficos, sobre todo aquellos en que el fuego del cielo cae sobre los hombres, y todas las leyendas que describen seres no humanos derivados del hombre, deberían ser sistemáticamente estudiados.


En esta fábula no hemos intentado una descripción de los contemporáneos de la gran catástrofe. Tal vez cierto racismo, consciente o inconsciente, influyó hasta hoy en las investigaciones sobre el origen del hombre. Esta cuestión se plantea desde la célebre tesis del jeque Anta Diop sobre « Naciones negras y cultura», encaminada a demostrar el origen negro del antiguo Egipto.

 

En Anterioridad de las civilizaciones negras, escribe Anta Diop:

«Los resultados de las excavaciones arqueológicas, particularmente las del doctor Leakey en África oriental, permiten situar cada vez más lejos, en la noche de los tiempos, los primeros esbozos de la Humanidad. Sin embargo, se sigue admitiendo que el homo sapiens apareció hace unos cuarenta mil años, en el paleolítico superior.

 

Esta primera Humanidad, que corresponde a las capas inferiores del auriñaciense, se asemeja, morfológicamente, al tipo negro de la Humanidad actual (...) Nos sentimos inclinados a admitir, con absoluta objetividad, que el primer homo sapiens fue "negroide", y que las otras razas, la blanca y la amarilla, aparecieron más tarde, debido a diferenciaciones cuyas causas físicas, escapan aún a la ciencia. (...)

 

Todo indica que, al principio, en la Prehistoria, en el paleolítico superior, predominaron los negros. Y siguieron predominando en los tiempos históricos, durante milenios, en el campo de la civilización, de la supremacía técnica y militar.»

Resulta, pues, que los Grandes Antiguos de nuestro Cuento del Viento Solar eran negros. ¿Vivían en una armoniosa síntesis de religión y ciencia? ¿Habían dado un sentido elevado a su destino? Cuando el Sol se abatió sobre sus cabezas inteligentes y crespas, ¿qué valor, qué fe, demostraron los mejores?

 

Si la Biblia conserva un eco lejano de su tragedia, fueron estos ladrones del Sol quienes pronunciaron, por primera vez, la frase sublime:

«El Señor nos lo dio; el Señor nos lo quita. Bendito sea el nombre del Señor

Pasemos ahora al Cuento de Faetón.


También éste evoca una evolución discontinua. Pero, en él, la catástrofe no es de procedencia humana.

«La llave de la puerta que nos separa de la naturaleza interior está enmohecida desde el Diluvio», dice Gustav Meyrinck.

Pero, según el ucraniano Nicolai Danilovich Rudenko, no lo está por culpa nuestra. Fue un error de las Inteligencias del planeta Faetón. Y ahora, ellas ya no nos perjudican, y podemos ganar la partida.

 

Tuvimos otras civilizaciones, conocedoras de las ciencias y de las técnicas. Fueron destruidas por la explosión de Faetón.

 

Pero, de hoy en adelante, estaremos libres de la amenaza de estos apocalipsis. ¿Hubo fines del mundo? Ya no los habrá más. Nuestra civilización es la buena. No es mortal. O, al menos, sólo depende de nosotros que lo sea.


En 1959, los astrónomos de Checoslovaquia pudieron determinar el origen de un meteorito que cayó en su país. El proyectil cósmico procedía, según su trayectoria, de algún lugar situado entre Marte y Júpiter. Vino a sumarse a los millares de asteroides caídos en aquellos parajes desde principios del siglo XIX.

 

Era, según se cree, un ínfimo fragmento del planeta Faetón, que desapareció del cielo en tiempos remotos.

 

¿Cuándo?

 

Nuestro ucraniano piensa que hace unas decenas de millares de años. En cambio, la Astronomía retrasa muchísimo más el tiempo en que Faetón, según afirma el académico ruso V. G. Fesenkov, «estalló como una bomba».

 

Si este planeta estaba habitado, ¿serán los Akpallus, extraños escafandristas de quienes nos habla el babilonio Berose (véase la parte tercera de este libro), supervivientes de aquella catástrofe, que viajaron por el espacio, visitaron la Tierra y enseñaron a los hombres, en las orillas del Golfo Pérsico, los rudimentos de su saber?

 

Y si fragmentos de Faetón cayeron en enormes aludes repetidas veces en el curso de los tiempos, ¿no pudieron. destruir, cada vez, florecientes civilizaciones humanas? He aquí una cosmo-historia que vendría a sustituir a la Historia. Rudenko se abandona a las delicias de este sueño en lo que él denomina Cuento de hadas cósmico.

 

Es un libro, medio novela, medio ensayo, qué él mismo considera peligrosamente «idealista». Y, en su relato, unos estudiantes, que se han reunido para estudiar los problemas suscitados por la cosmo-historia, son detenidos por la Policía política, por la tentativa de creación de una nueva religión...


Para este soñador, como para C. S. Lewis, Júpiter es el centro biológico del sistema solar, el lugar del Universo en que la vida adquirió sus formas más completas. Los seres de Faetón ocupaban, en la jerarquía, un lugar intermedio entre los habitantes de Júpiter y los de la Tierra.

 

Gracias a este contacto indirecto, nació entre nosotros la idea de Dios.

 

Pero Solón, repitiendo lo que había aprendido de los sacerdotes egipcios de Sais, nos dice:

«Faetón, hijo del Sol, no pudo dominar el carro del Sol y quemó cuanto había en la Tierra; después, pereció, víctima del fuego. Cayó envuelto en llamas sobre la Tierra.»

Y el libro maya de Chilam Balam:

«La Tierra tembló. Y cayó una lluvia de fuego y de cenizas, y de rocas. Y las aguas subieron y descargaron un terrible golpe. Y en un momento todo fue destruido.»

¿Por qué el hombre, cuya antigüedad es sin duda de varios millones de años, no construyó una elevada civilización hasta tiempos recentísimos?

 

Porque los restos del planeta Faetón sólo dejaron de caer hace unos cuantos miles de años. Ahora, sólo recibimos, todos los años, un poco de polvo, unas cuantas motas de barro, y quizás esta fina materia meteorítica contiene aún restos fósiles de vida, como pretenden algunos investigadores.

 

Tales son los últimos mensajeros fantásticos del planeta muerto, de donde vinieron los que nos moldearon, los que adoraban los «grandes cerebros de Júpiter». No hay materia muerta, ni materia viva - escribe Engels, citado por Rudenko - sino fases en la existencia de la materia, donde nace la vida, para desaparecer y reaparecer de nuevo.

 

Así, pues, Faetón transmitió a la Tierra la razón, que es fuente y protección de la vida, y nosotros conservamos en nuestra memoria, más vieja de lo que pensamos, recuerdos que nos hacen ligar al espectáculo de las estrellas fugaces la idea de un peligro mortal y el deseo de formular ruegos a las benévolas potencias celestes.

 

También hemos conservado la confusa conciencia de la presencia de vida y de inteligencia en las constelaciones.

 

Ahora somos poseedores, como los Antiguos de Faetón, de un poder que, si se desencadenara, podría hacer estallar nuestro propio planeta.

«Escribo este cuento de hadas -dice Rudenko- para que mis hijos, Yuri, Oleg y Valeri puedan vivir, y para que nosotros no cometamos el mismo error que los seres de Faetón.

 

Para que, dominado el fuego del cielo, no nos aniquile también la llama celeste y flotemos todos nosotros, en los milenios venideros, convertidos en polvo en la inmensidad.»

Confiamos en haber sido comprendidos. Nuestro objetivo, al dejarnos llevar por estos sueños, no es imponer al lector tal o cual teoría, siempre incompleta. «Cocinada» a medias. Culta a medias.

 

Tratamos solamente de sugerir la posibilidad de concepciones diferentes de la historia de los hombres. Para que «haya siempre una bandera al viento en las arenas del sueño».

 

Y para que la Historia permanezca abierta.

 

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