12. EL DIOS QUE REGRESÓ DEL CIELO

¿Fue el cruce de caminos de Marduk y de Abraham en Jarán sólo una coincidencia casual, o fue elegida Jarán por la mano invisible del Hado?

Es una cuestión insidiosa que pide aventurar una respuesta, pues el lugar adonde envió Yahveh a Abram para una atrevida misión y el lugar donde Marduk hizo su reaparición tras una ausencia de mil años, fue más tarde el mismo lugar donde empezaron a desarrollarse una serie de acontecimientos increíbles (de acontecimientos milagrosos, se podría decir). Fueron sucesos de alcance profético, que afectaron tanto el curso de los asuntos humanos como de los divinos.

Los elementos clave, registrados para la posterioridad por testigos presenciales, comenzaron y terminaron con el cumplimiento de las profecías bíblicas concernientes a Egipto, Asiría y Babilonia; y supusieron la partida de un Dios de su templo y de su ciudad, su ascenso a los cielos y su regreso desde los cielos medio siglo más tarde.


Y, por un motivo quizá más metafísico que geográfico o geopolítico, muchos de los acontecimientos cruciales de los dos últimos milenios de la cuenta que comenzara cuando los Dioses, reunidos en consejo, decidieron darle la civilización a la Humanidad, tuvieron lugar en Jarán o a su alrededor.

Ya hemos mencionado el rodeo que dio Asaradón por Jarán. Los detalles de esa peregrinación quedaron registrados en una tablilla que formaba parte de la correspondencia real de Assurbanipal, hijo y sucesor de Asaradón. Cuando Asaradón contemplaba la idea de atacar Egipto, giró hacia el norte en lugar de hacia el oeste, y buscó el «templo del bosque de cedros», en Jarán.

 

Allí,

«vio al Dios Sin, que se apoyaba en un báculo, con dos coronas en la cabeza. El Dios Nusku estaba de pie ante él. El padre de mi majestad el rey entró en el templo. El Dios puso una corona sobre su cabeza, diciendo: “¡Irás a otros países, y los conquistarás!” Él partió y conquistó Egipto».

 

(Por la Lista de los Dioses Sumerios sabemos que Nusku era un miembro del entorno de Sin.)

La invasión de Egipto por parte de Asaradón es un hecho histórico, que verifica por completo la profecía de Isaías. Los detalles del rodeo por Jarán sirven además para confirmar la presencia allí, en 675 a.C, del Dios Sin; pues fue varias décadas después que Sin «se enfureció con la ciudad y con su pueblo» y se fue (a los cielos).

En la actualidad, Jarán sigue estando donde estaba en la época de Abraham y su familia. En el exterior de las semiderruidas murallas de la ciudad (murallas de tiempos de la conquista islámica), el pozo donde se encontrara Jacob con Rebeca sigue teniendo agua, y en las llanuras de los alrededores siguen pastando las ovejas, como lo hacían hace cuatro mil años.

 

En siglos pasados, Jarán fue un centro de aprendizaje y literario, donde los griegos de después de Alejandro pudieron acceder a los conocimientos «caldeos» acumulados (los escritos de Beroso fueron parte de los resultados) y, mucho después, musulmanes y cristianos intercambiaron culturas.

 

Pero el orgullo del lugar (Fig. 91) fue el templo dedicado al Dios Sin, entre cuyas ruinas sobrevivieron al paso de los milenios los testimonios escritos de los milagrosos acontecimientos concernientes a Nannar/Sin.

Este testimonio no tenía nada de habladurías; estaba compuesto por informes de testigos presenciales.

 

No fueron testigos anónimos, sino una mujer llamada Adda-Guppi y su hijo Nabuna’id. No eran, como sucede en nuestros días, un policía local y su madre dando cuenta de un avistamiento OVNI en alguna región escasamente habitada. Ella era la suma sacerdotisa del gran templo de Sin, un santuario sagrado y reverenciado desde milenios antes de su tiempo; y su hijo era el último rey (Nabonides) del más poderoso imperio de la Tierra en aquellos días, Babilonia.

 

La suma sacerdotisa y su hijo el rey registraron los acontecimientos en unas estelas, en unas columnas de piedra inscritas con escritura cuneiforme y acompañadas con representaciones gráficas. Cuatro de ellas las han encontrado los arqueólogos durante el siglo XX, y se cree que las estelas las emplazaron el rey y su madre en cada una de las esquinas del famoso templo del Dios Luna en Jarán, el E.HUL.HUL («Templo de la Doble Alegría»). Dos de las estelas llevan el testimonio de la madre, las otras dos registran las palabras del rey.

 

En las estelas de Adda-Guppi, la suma sacerdotisa del templo, se habla de la partida y el ascenso al cielo del Dios Sin; y en las inscripciones del rey, Nabuna’id, se cuenta el milagroso y singular regreso del Dios.

 

Con un evidente sentido de la historia y a la manera de una consumada funcionaría del templo, Adda-Guppi proporcionó en sus estelas datos precisos sobre los sorprendentes sucesos; las fechas, vinculadas como era costumbre entonces a los años de reinado de reyes conocidos, han podido ser (y han sido) verificadas por los expertos modernos.


En la estela mejor conservada, catalogada por los expertos como H1B, Adda-Guppi comenzaba así su testimonio escrito (en lengua acadia):

Yo soy la dama Adda-Guppi,madre de Nabuna’id, rey de Babilonia,

devota de los Dioses Sin, Ningal, Nuskuy Sadarnunna, mis deidades,

ante cuya divinidad he sido piadosa

ya desde mi infancia.

Adda-Guppi dice que nació en el vigésimo año de Assurbanipal, rey de Asiria (a mediados del siglo VII a.C).

 

Aunque, en sus inscripciones, Adda-Guppi no especifica su genealogía, otras fuentes sugieren que provenía de un distinguido linaje. Vivió, según su inscripción, a lo largo de los reinados de varios reyes asirios y babilonios, alcanzando la madura edad de noventa y cinco años cuando los milagrosos eventos tuvieron lugar. Los expertos han descubierto que su listado de reinados está de acuerdo con los anales asirios y babilonios.

He aquí, pues, el registro del primer suceso remarcable, en las propias palabras de Adda-Guppi:

Fue en el decimosexto año de Nabopolasar,

rey de Babilonia, cuando Sin, señor de Dioses,

se enfureció con su ciudad y su templo y subió al cielo;

y la ciudad, y el pueblo con ella,

fue a la ruina.

El año lleva información en sí, pues los acontecimientos (conocidos por otras fuentes) que tuvieron lugar en aquel tiempo, corroboran lo que Adda-Guppi registró. Pues fue en el año 610 a.C. cuando el derrotado ejército asirio se retiró a Jarán para su última resistencia.

Existen bastantes temas que piden una aclaración como consecuencia de esta declaración:

¿Se enfurecería Sin «con la ciudad y con su pueblo» porque dejaron entrar a los asirios? ¿Decidió irse por culpa de los asirios, o por la inminente llegada de las hordas Umman-Manda? ¿Cómo, con qué medios, subió al cielo, y dónde fue? ¿A otro lugar en la Tierra, o lejos de la Tierra, a un lugar celestial? Lo que escribió Adda-Guppi toca muy por encima estos temas y, de momento, nosotros también vamos a dejar pendientes las preguntas.

Lo que la suma sacerdotisa afirma es que, tras la partida de Sin, «la ciudad, y el pueblo con ella, fue a la ruina».

 

Algunos expertos prefieren traducir la palabra de la inscripción como «desolación», pensando que describe mejor lo que le sucedió a la otrora floreciente metrópolis, una ciudad a la cual el profeta Ezequiel (27,23) puso entre los grandes centros del comercio internacional, especializada,

«en todo tipo de cosas, en vestidos azules y bordados, en cofres de ricos aparejos, ensamblados con cordones y hechos de cedro».

De hecho, la desolación de la abandonada Jarán trae a la memoria las palabras de apertura del bíblico Libro de las Lamentaciones, acerca de la desolada y profanada Jerusalén:

«¡Qué solitaria está la ciudad, en otro tiempo tan llena de gente! En otro tiempo grande entre las naciones, ahora convertida en viuda; en otro tiempo reina entre las provincias, ahora convertida en vasalla».

Aunque todos huyeron, Adda-Guppi se quedó. «A diario, sin cesar, día y noche, durante meses, durante años», estuvo yendo a los santuarios abandonados. Llorando, abandonó los vestidos de lana fina, se quitó las joyas, dejó de llevar plata y oro, renunció a perfumes y óleos de dulces aromas.

 

Como un fantasma, deambulando por los vacíos santuarios, «yo iba vestida con ropas desgarradas, iba y venía sin hacer ruido», escribió.

Después, en el abandonado recinto sagrado, descubrió una túnica que había pertenecido a Sin. Debía de ser una magnífica prenda, del tipo de las túnicas que llevaban en aquellos tiempos las distintas deidades, como se puede ver en las representaciones de los monumentos mesopotámicos (véase Fig. 28).

 

Para la descorazonada suma sacerdotisa, el hallazgo le pareció un augurio del Dios; fue como si, de repente, él le hubiera dado una presencia física de sí mismo. No podía quitar los ojos del sagrado atuendo, sin atreverse siquiera a tocarlo, salvo «sosteniéndolo por la orla». Como si el mismo Dios estuviera allí para escucharla, Adda-Guppi se postró y «en oración y humildad» pronunció la siguiente promesa:

¡Si volvieras a tu ciudad, toda la gente de Cabeza Negra adoraría tu divinidad!

«La gente de Cabeza Negra» era el término que utilizaban los Sumerios para identificarse a sí mismos; y el empleo de este término por parte de la suma sacerdotisa, en Jarán, era enormemente inusual. Sumer, como entidad política y religiosa, había dejado de existir casi 1.500 años antes de la época de Adda-Guppi, cuando el país y su capital, la ciudad de Ur, cayeron víctimas de la mortífera nube nuclear, en 2024 a.C.

 

En la época de Adda-Guppi, Sumer no era más que un santo recuerdo; su antigua capital, Ur, un lugar de desmoronadas ruinas; su pueblo (la gente de «Cabeza Negra») se hallaba disperso por muchos países. Entonces, ¿cómo podía la suma sacerdotisa de Jarán ofrecer a su Dios, Sin, devolverle su señorío en la distante Ur, y convertirlo de nuevo en Dios de todos los Sumerios, dondequiera que “ estuvieran dispersos?

Era una visión veraz del Regreso de los Exiliados y de la Restauración de un Dios en su antiguo centro de culto merecedor de profecías bíblicas. Para conseguirlo, Adda-Guppi le propuso a su Dios un trato: ¡si él volviera y utilizara su autoridad y sus poderes divinos para convertir a su hijo Nabuna’id en el próximo rey imperial, reinando en Babilonia tanto sobre babilonios como sobre asirios, Nabuna’id restauraría el templo de Sin en Ur y restablecería el culto de Sin en todos los países donde hubiera gente de Cabeza Negra!

Al Dios Luna le gustó la idea.

«Sin, señor de los Dioses del Cielo y la Tierra, por mis buenas acciones me miró con una sonrisa; escuchó mis plegarias, aceptó mi promesa. La ira de su corazón se calmó; con el Ehulhul, el templo de Sin en Jarán, la residencia divina en la cual su corazón se regocijaba, se reconcilió; y tuvo un cambio de corazón.»

El sonriente Dios, escribió Adda-Guppi en su inscripción, aceptó el trato:

Sin, señor de los Dioses,

miró con favor mis palabras.

A Nabuna’id, mi único hijo,

salido de mi vientre,

llamó a la realeza,

la realeza de Sumer y Acad.

Todos los países, desde la frontera de Egipto,

desde el Mar Superior hasta el Mar Inferior,

confió a sus manos.

Agradecida y abrumada, Adda-Guppi levantó sus manos y «reverentemente, implorando» dio las gracias al Dios por «pronunciar el nombre de Nabuna’id, llamándolo a la realeza».

 

Después, le imploró al Dios que asegurara el éxito de Nabuna’id, es decir, que persuadiera a los demás grandes Dioses para que estuvieran del lado de Nabuna’id cuando combatiera con sus enemigos, para que pudiera así cumplir la promesa de reconstruir el Ehulhul y devolverle la grandeza a Jarán.

En una posdata, que se añadió a las inscripciones cuando Adda-Guppi, con 104 años, estaba en su lecho de muerte (o registrando sus palabras justo después del deceso), el texto da cuenta de que ambos lados mantuvieron su acuerdo:

«Por mí misma lo vi cumplido; [Sin] hizo honor a la palabra que me dio», haciendo que Nabuna’id se convirtiera en rey de un nuevo Sumer y Acad (en 555 a.C); y Nabuna’id mantuvo la promesa de restaurar el templo del Ehulhul en Jarán, «perfeccionó su estructura».

Renovó el culto de Sin y de su esposa Ningal, «todos los ritos olvidados los hizo de nuevo». Y la divina pareja, acompañados por el emisario divino, Nusku, y su consorte (?), Sadarnunna, regresaron al Ehulhul en una procesión solemne y ceremonial.

La inscripción duplicada de la estela contiene diecinueve líneas más, añadidas sin duda por el hijo de Adda-Guppi. En el noveno año de Nabuna’id (en el 546 a.C),

«se la llevó su Hado. Nabuna’id, rey de Babilonia, su hijo, salido de su vientre, enterró su cadáver, lo envolvió en ropajes [reales] y lino blanco y puro. Adornó su cuerpo con espléndidos ornamentos de oro con engarces de hermosas piedras preciosas. Con dulces óleos ungió su cuerpo; y lo puso para su descanso en un lugar secreto».

Los funerales por la madre del rey tuvieron una amplia respuesta.

«Gentes de Babilonia y Borsippa, habitantes de lejanas regiones, reyes, príncipes y gobernadores llegaron desde la frontera de Egipto en el Mar Superior hasta el Mar Inferior», desde el Mediterráneo hasta el Golfo Pérsico.

Los funerales, en los que la gente se arrojaba cenizas sobre la cabeza, se lloraba y se autoinfligían cortes, duraron siete días.

Antes de que volvamos a las inscripciones de Nabuna’id y a sus relatos plagados de milagros, conviene que nos detengamos a preguntarnos cómo, si lo que anotó Adda-Guppi fue cierto, se las ingenió ésta para comunicarse con una deidad que, según sus propias declaraciones, ya no se encontraba en el templo ni en la ciudad, puesto que había ascendido al cielo.

La primera parte, la de Adda-Guppi hablándole a su Dios, es fácil: ella oraba, le dirigía sus oraciones. La oración, como forma de plantearle a la deidad los propios temores o preocupaciones, pidiéndole salud, buena fortuna o una larga vida, o buscando orientación para elegir bien entre diversas alternativas, todavía está entre nosotros. Se registran plegarias o llamamientos a los Dioses desde que se inició la escritura en Sumer.

 

De hecho, la plegaria como medio de comunicación con la propia deidad precedió probablemente a la palabra escrita y, según la Biblia, comenzó cuando los primeros seres humanos se convirtieron en Homo sapiens: fue cuando nació Enós («Hombre Homo sapiens»), el nieto de Adán y Eva, «que se empezó a invocar el nombre de Dios» (Génesis 4,26).

Al tocar la orla de la túnica del Dios, postrándose, con gran humildad, Adda-Guppi le oraba a Sin. Lo hizo un día tras otro, hasta que él escuchó sus plegarias y respondió.

Y ahora viene la parte más difícil: ¿cómo respondió Sin? ¿cómo pudieron llegar sus palabras, su mensaje, a la suma sacerdotisa? La misma inscripción nos proporciona la respuesta: la respuesta del Dios le llegó a ella en un sueño.

 

Quizás en un sueño parecido a un trance, el Dios se le apareció:

En el sueño Sin, señor de los Dioses, posó sus dos manos sobre mí. Me habló así:

 

«Debido a ti los Dioses volverán a habitar en Jarán. Confiaré a tu hijo, Nabuna’id, las residencias divinas en Jarán. Él reconstruirá el Ehulhul, perfeccionará su estructura; restaurará Jarán y la hará más perfecta de lo que fue antes.»

Este modo de comunicación, dirigido desde una deidad a un humano, estaba lejos de ser inusual; de hecho, era el más empleado habitualmente.

 

Por todo el mundo antiguo, reyes y sacerdotes, patriarcas y profetas recibieron la palabra divina por medio de sueños. Podían ser sueños oraculares o de augurios, en los que a veces sólo escuchaban palabras, pero que
otras veces incluían visiones.

 

De hecho, en la misma Biblia se relata un episodio en el que Yahveh les decía a la hermana y al hermano de Moisés durante el Éxodo:

«Si hay un profeta entre vosotros, Yo, el Señor, me daré a conocer a él en una visión y le hablaré en un sueño.»

Nabuna’id también da cuenta de comunicaciones divinas recibidas por medio de los sueños. Pero sus inscripciones cuentan muchas más cosas: un acontecimiento singular y una teofanía poco común.

 

Sus dos estelas (a las cuales se refieren los expertos como H 2 A y H2B) están adornadas en su parte superior con una representación en la que el rey sostiene un extraño báculo y está delante de los símbolos de tres cuerpos celestes, los Dioses planetarios a los que él veneraba (Fig. 92).

La larga inscripción que hay debajo comienza directamente con el gran milagro y su singularidad:

Éste es el gran milagro de Sin
que por Dioses y Diosas
no ha tenido lugar en el país,
desde días ignotos;
que la gente del País
no ha visto ni ha encontrado escrito
en las tablillas desde los días de antiguo:
que el divino Sin,
Señor de Dioses y Diosas,
viviendo en los cielos,
ha bajado de los cielos
a plena vista de Nabuna’id,
rey de Babilonia.

No resulta injustificada la afirmación de que éste fuera un milagro singular, pues el acontecimiento suponía tanto el regreso de una deidad como una teofanía, dos aspectos de interacción divina con humanos que, como la inscripción prudentemente califica, no era desconocido en los Días de Antiguo.

 

No podemos saber si Nabuna’id (a quien algunos expertos han apodado «el primer arqueólogo» debido a su debilidad por descubrir y excavar las ruinas de emplazamientos antiguos) calificó así esta afirmación sólo por estar en el lado seguro, o si realmente estaba familiarizado, por medio de tablillas antiguas, con acontecimientos como éstos, que habían tenido lugar en otros lugares y mucho tiempo atrás; pero lo cierto es que estos acontecimientos sucedían.

Así, en los tiempos turbulentos que terminaron con la caída del imperio Sumerio hacia el 2000 a.C, el Dios Enlil, que estaba por algún otro sitio, llegó apresuradamente a Sumer cuando se le informó que su ciudad, Nippur, estaba en peligro. Según una inscripción del rey Sumerio Shu-Sin, Enlil regresó «volando de horizonte a horizonte; viajó de sur a norte; se apresuró cruzando los cielos, sobre la Tierra». Sin embargo, ese regreso fue repentino, sin anunciar, y no formaba parte de una teofanía.

Unos quinientos años más tarde, todavía a casi mil años del regreso y la teofanía de Sin, la más grande de las teofanías registradas tuvo lugar en la península del Sinaí, durante el Éxodo israelita de Egipto. Notificada previamente y con instrucciones sobre cómo preparar el acontecimiento, los Hijos de Israel (todos ellos, 600.000) presenciaron el descenso del Señor sobre el Monte Sinaí.

 

La Biblia remarca que se hizo «a la vista de todo el pueblo» (Éxodo 19,11). Pero esa gran teofanía no fue un regreso.

Tales idas y venidas divinas, incluidos el ascenso y el descenso de Sin hacia y desde los cielos, implican que los Grandes
Anunnaki poseían los vehículos voladores requeridos (y no sólo lo implican, sino que los tenían).

 

Yahveh aterrizó sobre el Monte Sinaí en un objeto que la Biblia llama Kabod y que tenía la apariencia de un «fuego devorador» (Éxodo 24,11); el profeta Ezequiel describe el Kabod (traducido habitualmente por «gloria», pero que significa literalmente «la cosa pesada») como un vehículo luminoso y radiante equipado con ruedas dentro de ruedas. Quizá tuviera en mente algo comparable al carro circular en el cual se representaba al Dios asirio Assur (Fig. 85).

 

Ninurta tenía el Imdugud, el «Divino Pájaro Negro»; y Marduk disponía de un alojamiento especial en su recinto sagrado en Babilonia para su «Viajero Supremo»; probablemente, era el mismo vehículo que los egipcios llamaban el Barco Celeste de Ra.

¿Y qué hay de Sin y de sus idas y venidas celestiales?

Que ciertamente poseyera tal vehículo volador (un requisito esencial para la partida y el regreso del cielo de los que se dan cuenta en las inscripciones de Jarán) queda atestiguado en muchos de los himnos dedicados a él.

 

En un himno Sumerio, se habla de Sin volando sobre su amada ciudad de Ur, incluso se refieren al Barco del Cielo del Dios como su «gloria»:

Padre Nannar, Señor de Ur,

cuya gloria es el sagrado Barco del Cielo...

cuando en el Barco del Cielo tú asciendes,

tú eres glorioso.

Enlil ha adornado tu mano con un cetro,

imperecedero cuando sobre Uren

el Barco Sagrado te subes.

Aunque hasta el momento no se ha identificado ninguna representación del «Barco del Cielo» del Dios Luna, sí que existe una posible representación.

 

Sobre una importante ruta que unía el este con el oeste a través del río Jordán estaba Jericó, una de las ciudades más antiguas que se conocen. La Biblia (y otros textos antiguos) se refiere a ella como la Ciudad del Dios Luna, que es lo que el nombre bíblico Yeriho significa. Fue allí donde el Dios bíblico le dijo al profeta Elias (siglo IX a.C.) que cruzara el río Jordán para ser arrebatado hacia el cielo en un carro de fuego.

 

Como se relata en 2 Reyes 2, no fue un acontecimiento casual, sino una cita acordada previamente. Partiendo en su viaje final de un lugar llamado Gilgal, el profeta iba acompañado por su ayudante, Eliseo, y por un grupo de discípulos. Y cuando llegaron a Jericó, los discípulos le preguntaron a Eliseo: «¿No sabes que el Señor se llevará al maestro hoy?» Y Eliseo, afirmando, les instó a que guardaran silencio.

Cuando llegaron al río Jordán, Elias insistió en que los demás se quedaran atrás. Cincuenta de sus discípulos avanzaron hasta la orilla del río y se detuvieron; pero Eliseo no se quería ir.

 

Entonces,

«Elias tomó su manto y lo enrolló, y golpeó las aguas, que se dividieron a derecha e izquierda, y pasaron los dos a pie enjuto».

Luego, en el otro lado del Jordán, un carro de fuego con caballos de fuego apareció de repente y separó a uno del otro; y Elias subió al cielo en un torbellino.

En la década de 1920, una expedición arqueológica enviada por el Vaticano inició unas excavaciones en un lugar del Jordán llamado Tell Ghassul, «Montículo del Mensajero». Su antigüedad se remonta a milenios, y algunos de los habitantes más antiguos de Oriente Próximo estaban enterrados allí. En algunos de los muros caídos, los arqueólogos descubrieron murales muy hermosos y poco comunes, pintados con diversos colores.

 

En uno de ellos se veía una «estrella», que parecía más bien una brújula que indicara los principales puntos cardinales y sus subdivisiones; otro mostraba una deidad sentada que, recibía a una procesión ritual.

 

Otros murales representaban objetos bulbosos negros con aberturas parecidas a ojos y patas extendidas (Fig. 93); estos últimos bien podrían haber sido esa especie de «carro de fuego» que se llevó a Elias al cielo.

 

De hecho, el lugar pudo ser muy bien el mismo de la ascensión de Elias: de pie sobre el montículo, uno puede ver el río Jordán no muy lejos y, más allá, brillando en la distancia, la ciudad de Jericó.

 

Según la tradición judía, el profeta Elias regresará algún día para anunciar la Era Mesiánica.

Es evidente que Adda-Guppi y su hijo Nabuna’id pensaban que esa era había llegado ya, y que venía señalada y significada por el Regreso del Dios Luna. Ellos esperaban que su Era Mesiánica les introdujera en una época de paz y prosperidad, una nueva era que comenzaría con la reconstrucción y la nueva consagración del Templo de Jarán.

 

Pero pocos se han dado cuenta de que visiones proféticas similares tuvieron lugar más o menos al mismo tiempo referentes al Dios y al Templo de Jerusalén. Y, sin embargo, lo cierto es que ése era el tema de las profecías de Ezequiel, que comenzaban «cuando los cielos se abrieron» y él vio el radiante carro celestial entrando en un torbellino.


La cronología que nos ofrecen las inscripciones de Jarán, verificada por los expertos en los anales asirios y babilonios, indica que Adda-Guppi nació hacia el 650 a.C; que Sin abandonó su templo en Jarán en 610 a.C, y que volvió en 556 a.C.

 

Es exactamente el mismo período en el cual Ezequiel, que había sido sacerdote en Jerusalén, fue llamado a la profecía, mientras estaba entre los deportados judíos en el norte de Mesopotamia. Él mismo nos proporciona una fecha exacta: Fue en el quinto día del cuarto mes del quinto año del exilio del rey de Judea Joaquín, «cuando yo estaba entre los deportados en las orillas del río Kebar, se abrieron los cielos y tuve visiones divinas», escribe Ezequiel justo al principio de sus profecías. ¡Era el 592 a.C!

El Kebar (o Jabur, como se le conoce ahora) es uno de los afluentes del Eufrates, que inicia su recorrido en las montañas de lo que hoy es el este de Turquía. No muy lejos, al este del río Jabur, hay otro importante afluente del Eufrates, el río Balikh; y es a orillas del Balikh donde ha estado situada Jarán durante milenios.

Ezequiel se encontraba tan lejos de Jerusalén, a orillas de un río en la Alta Mesopotamia, al borde de los territorios hititas («el País de Hatti» en los registros cuneiformes), porque era uno de los varios miles de nobles, sacerdotes y otros líderes de Judea que habían sido capturados y llevados al exilio por Nabucodonosor, el rey babilonio que invadió Jerusalén en 597 a.C.

Aquellos trágicos acontecimientos se detallan en el segundo libro de Reyes, principalmente en 24,8-12. Sorprendentemente, en una tablilla de arcilla babilónica (parte de la serie conocida como Las Crónicas Babilónicas) se registraron los mismos acontecimientos, con fechas coincidentes.

¡Sorprendentemente también, esta expedición babilónica, al igual que la anterior de Asaradón, se lanzó también desde un punto cercano a Jarán!

La inscripción babilónica detalla la toma de Jerusalén, la captura de su rey, su sustitución en el trono de Judea por otro rey elegido por Nabucodonosor, y la deportación (el «envío a Babilonia») del rey capturado y de los líderes del país. Fue así como el sacerdote Ezequiel vino a dar con su cuerpo en las orillas del río Jabur, en la provincia de Jarán.

Durante un tiempo (al parecer, durante los cinco primeros años), los deportados creyeron que las calamidades que habían caído sobre su ciudad, su templo y sobre ellos mismos serían un revés temporal. Aunque el rey de Judea Joaquín estaba cautivo, se mantenía con vida. Aunque los tesoros del Templo se habían llevado a Babilonia como botín, el Templo estaba intacto; y la mayoría del pueblo seguía estando en el país. Los deportados, que se mantenían en contacto con Jerusalén por medio de mensajeros, tenían grandes esperanzas de que algún día se reinstaurara a Joaquín, y el Templo recuperara su sagrada gloria.

Pero tan pronto como Ezequiel fue llamado a la profecía, en el quinto año del exilio (592 a.C), el Señor Dios le instruyó para que anunciara al pueblo que el exilio y el saqueo de Jerusalén y de su Templo no eran el fin del calvario. Esto no era más que una advertencia al pueblo para que enmendara sus caminos, para que se comportaran justamente entre sí, y dieran culto a Yahveh según los Mandamientos.

 

Pero Yahveh le dijo a Ezequiel que el pueblo no había enmendado sus caminos, sino que, además, se habían vuelto al culto de «Dioses extranjeros». Por tanto, dijo el Señor Dios, Jerusalén será atacada de nuevo, y esta vez será totalmente destruida, templo y todo.

Yahveh dijo que el instrumento de su ira sería de nuevo el rey de Babilonia. Es un hecho histórico fundado y conocido que, en 587 a.C, Nabucodonosor, desconfiando del rey que él mismo había puesto en el trono de Judea, asedió de nuevo Jerusalén. Esta vez, en 586 a.C, la ciudad fue tomada, incendiada y dejada en ruinas; y lo mismo ocurrió con el Templo de Yahveh que Salomón había construido medio milenio antes.

Ciertamente, gran parte de esto es bien conocido. Pero lo que pocos saben es la razón por la cual el pueblo y los líderes que quedaron en Jerusalén no tuvieron en cuenta la advertencia. Fue la creencia de que «¡Yahveh había abandonado la Tierra!».

En lo que en aquellos días él tenía por «visión remota», primero se le mostró a Ezequiel a los Ancianos de Jerusalén detrás de sus puertas cerradas, y después se le llevó en un recorrido visionario por las calles de la ciudad. Había un colapso completo tanto en la justicia como en las observancias religiosas, pues lo único que se decía era:

Yahveh ya no nos ve. ¡Yahveh ha dejado la Tierra!

Fue en el 610 a.C, según las inscripciones de Jarán, cuando,

«Sin, señor de Dioses, se enfureció con su ciudad y su templo, y subió al cielo».

Y fue en 597 a.C, algo más de una década después, cuando Yahveh se enfureció con Jerusalén, su ciudad, y su pueblo, y dejó que el incircunciso Nabucodonosor, rey por la gracia de Marduk, entrara, saqueara y destruyera el Templo de Yahveh.

Y el pueblo gritaba: «¡Dios ha dejado la Tierra!»
Y no sabían cuándo regresaría, ni si lo haría.

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