7 - EL DÍA EN QUE EL SOL SE DETUVO
La avaricia inicial de los españoles por el oro y los tesoros
oscureció su asombro por encontrar en Perú, esa tierra desconocida
de los confines del mundo, una avanzada civilización con ciudades y
caminos, palacios y templos, reyes y sacerdotes -y religiones. La
primera oleada de sacerdotes que acompañaron a los conquistadores se
inclinaron por destruir todo lo que tuviera que ver con la
«idolatría» de los indígenas. Pero los sacerdotes que les siguieron
-que, en aquella época, eran los eruditos de su país- se vieron
expuestos a las explicaciones de los ritos y creencias nativas a
través de los nobles indígenas que se habían convertido al
cristianismo.
La curiosidad de los sacerdotes cristianos se agudizó al darse
cuenta de que los indígenas andinos creían en un Creador Supremo y
que sus leyendas daban cuenta de un Diluvio. Y resultó que muchos
detalles de aquellos relatos locales eran extrañamente similares a
los relatos bíblicos del Génesis. De ahí que fuera inevitable que,
entre las primeras teorías referentes al origen de los «indios» y
sus creencias, emergiera como idea principal una relación con las
tierras y el pueblo de la Biblia.
Al igual que en México, tras tomar en consideración a diversos
pueblos de la antigüedad, la teoría de las Diez Tribus Perdidas de
Israel pareció la más plausible, no sólo por la similitud de las
leyendas nativas con los relatos bíblicos, sino también por algunas
costumbres de los indígenas peruanos, como la de la ofrenda de los
primeros frutos, una Fiesta de Expiación a finales de septiembre,
que se corresponde por su naturaleza y fechas con el Día de la
Expiación judío, y otros mandatos bíblicos, como el del rito de la
circuncisión, la abstención de la sangre en la carne de los animales
y la prohibición de comer peces sin escamas.
En la Festividad de los
Primeros Frutos, los indígenas entonaban las místicas palabras
Yo Meshica, He Meshica, Va Meshica; y algunos de los sabios españoles
discernieron en el término Meshica la palabra hebrea «Mashi'ach» -el
Mesías.
(En la actualidad, los expertos creen que el componente Ira en los
nombres divinos andinos es comparable al mesopotámico Ira/Illa, del
cual proviene el bíblico El; que el nombre Malquis, por el cual los
incas veneraban a su ídolo, es el equivalente de la deidad cananea
Molekh («Señor»); y que, del mismo modo, el título real inca
Manco
se deriva de la misma raíz semita que significa «rey».)
A la vista de tales teorías sobre el origen bíblico israelita, la
jerarquía católica en Perú, después de aquella primera ola de
destrucción, se puso en marcha para registrar y preservar el legado
indígena. A clérigos locales, como el padre Blas Valera (hijo de un
español y de una indígena), se les animó a plasmar por escrito lo
que sabían y habían escuchado. Antes de que finalizara el siglo XVI,
se hizo un esfuerzo concertado y patrocinado por el obispo de Quito
para compilar historias locales, evaluar todos los lugares antiguos
conocidos y reunir en una biblioteca todos los manuscritos
relevantes. Gran parte de lo que se ha sabido desde entonces se basa
en lo que se aprendió en aquel momento.
Intrigado por estas teorías, y aprovechándose de los manuscritos
reunidos, un español llamado Fernando Montesinos llegó a Perú en
1628 y consagró el resto de su vida a la recopilación de una amplia
historia cronológica de los peruanos. Alrededor de veinte años más
tarde, finalizó una obra maestra titulada Memorias antiguas
historiales del Perú, y la depositó en la biblioteca del convento de
San José de Sevilla. Allí estuvo, olvidada y sin publicar durante
dos siglos, hasta que se incluyeron fragmentos de ella en una
historia francesa de las Américas. El texto español íntegro vio la
luz ya en 1882 (P. A. Means lo tradujo al inglés en 1920, y fue
publicada por Hakluyt Society en Londres, Inglaterra).
Tomando un punto de partida común tanto de los recuerdos bíblicos
como de los andinos -el relato del Diluvio-, Montesinos siguió la
repoblación de la Tierra en línea con los registros bíblicos, desde
el Monte Ararat en Armenia pasando por la Tabla de los Pueblos del
capítulo 10 del Génesis. En el nombre de Perú (o Piru/Pirua en
lengua indígena), vio una interpretación fonética del nombre bíblico
Ophir, nieto de Héber, antepasado de los hebreos, que a su vez fue
biznieto de Sem.
Ofir también era el nombre de la famosa
Tierra del
Oro de la cual los fenicios trajeron oro para el templo de Jerusalén
que el rey Salomón estaba construyendo. El nombre de Ofir en la
Tabla de los Pueblos está justo delante del de su hermano Javilá,
que le dio nombre a la famosa tierra del oro de la que se habla en
el relato bíblico de los cuatro ríos del Paraíso:
Y el nombre de uno era Pisón; es el río que rodea toda la tierra de Javilá, donde hay oro.
Montesinos sostenía que fue mucho antes de la época de los reinos de Judá e Israel, mucho antes del exilio de las Diez Tribus a manos de
los asirios, que este pueblo bíblico había llegado a los Andes. Y
sugería que no era otro que el mismo Ofir el que había liderado a
los primeros colonos en el Perú, cuando la humanidad comenzó a
extenderse por la Tierra después del Diluvio.
Los relatos incas que reunió Montesinos atestiguaban que, mucho
antes que la más antigua dinastía inca, había existido un antiguo
imperio. Tras un período de crecimiento y prosperidad, unos
fenómenos repentinos asolaron el país: aparecieron cometas en los
cielos, la tierra tembló con los terremotos, se iniciaron las
guerras. El soberano que reinaba en aquel momento abandonó Cuzco y
llevó a sus seguidores a un lugar apartado, a un refugio en unas
montañas llamadas Tampu-Tocco; sólo unos cuantos sacerdotes se
quedaron en Cuzco para mantener su santuario. Y fue durante esta
calamitosa época cuando se perdió el arte de la escritura.
Pasaron los siglos. Los reyes iban periódicamente desde Tampu-Tocco
a Cuzco para consultar los oráculos divinos. Pero un día, una mujer
de noble linaje anunció que a su hijo, Rocca, se lo había llevado el
dios Sol. Días después, el muchacho volvió a aparecer vestido con
prendas doradas. Dijo que había llegado el momento del perdón, pero
que el pueblo debía observar determinados mandatos: la sucesión real
se establecería sobre un hijo del rey nacido de una hermanastra
suya, aun cuando no fuera el primogénito; y no se debía retomar la
escritura. El pueblo acató las órdenes y volvió a Cuzco, con Rocca
como nuevo rey; a él se le dio el título de Inca -soberano.
Al darle el nombre de Manco Capac a este primer Inca, los
historiadores incas lo asimilaron al legendario fundador de Cuzco,
Manco Capac, el de los cuatro hermanos Ayar. Montesinos separó y
distanció correctamente a la dinastía inca contemporánea de los
españoles (que comenzó a reinar ya en el siglo XI d.C.) de la de sus
predecesores. Su conclusión, de que la dinastía inca estaba
compuesta de catorce reyes, incluidos Huayna Capac, que murió cuando
llegaron los españoles, y sus dos belicosos hijos, ha sido
confirmada por todos los expertos.
Concluyó que Cuzco había sido realmente abandonada antes de que la
dinastía inca reinstaurara la realeza en la capital. Montesinos
creía que, durante el tiempo de abandono de Cuzco, habían reinado 28
reyes desde un refugio secreto en las montañas llamado Tampu-Tocco.
Y, antes de aquello, había existido de hecho un antiguo imperio que
tuvo a Cuzco por capital. Allí se sentaron en el trono 62 reyes; de
ellos, 46 fueron reyes-sacerdotes y 16 fueron soberanos semidivinos, hijos del dios Sol. Y, antes de todo aquello, los
mismos dioses habían gobernado el país.
Se cree que Montesinos había encontrado una copia del manuscrito de
Blas Valera en La Paz, y que los sacerdotes jesuitas le permitieron
hacer una copia. También se basó en gran medida en los escritos del
padre Miguel Cabello de Balboa, cuya versión relataba que el primer
soberano, Manco Capac, no había llegado a Cuzco directamente desde
el lago Titicaca, sino desde un lugar secreto llamado Tampo-Toco
(«lugar de descanso de las ventanas»). Fue allí donde Manco Capac
«abusó de su hermana Mama Occllo» y tuvo un hijo de ella.
Montesinos, tras confirmar esto en el resto de fuentes de las que
disponía, aceptó la información como basada en hechos reales. Así,
comenzó las crónicas de la realeza en Perú con el viaje de los
cuatro hermanos Ayar y de sus cuatro hermanas, que fueron enviados a
encontrar Cuzco con la ayuda de un objeto de oro. Pero él registró
una versión en la que el primero en ser elegido jefe fue un hermano
que llevaba el nombre de un antepasado que había llevado al pueblo
hasta los Andes, Pirua Manco (y de ahí el nombre de Perú).
Él fue
quien, al llegar al lugar elegido, anunció su decisión de construir
allí una ciudad. Llegó acompañado de esposas y hermanas (o
esposas-hermanas), una de las cuales le dio un hijo al que se llamó
Manco Capac. Fue éste el que construyó en Cuzco el Templo del Gran
Dios, Viracocha; y, por tanto, fue éste el momento que se dio para
la fundación del antiguo imperio y el del comienzo de las crónicas
de las dinastías. Manco Capac fue aclamado como Hijo del Sol, y fue
el primero de 16 reyes así considerados. En su época, se veneraban
otras deidades, una de las cuales fue la Madre Tierra, y otra un
dios cuyo nombre significaba Fuego; se le representaba con una
piedra que Pronunciaba oráculos.
La ciencia principal de aquella época, según Montesinos, era la
astrología; y se conocía el arte de escribir, sobre hojas procesadas
de llantén o sobre piedras. El quinto Capac «renovó el cálculo del
tiempo» y comenzó a registrar el paso del tiempo y los reinados de
sus antepasados. Fue él quien introdujo la cuenta de un millar de
años como un Gran Período, y de siglos y períodos de cincuenta años,
equivalentes al bíblico Jubileo. El Capac que instauró este
calendario y esta cronología, Inti Capac Yupanqui, fue el que
terminó el templo e instauró en él el culto del gran dios Illa Tici
Vira Cocha, que significa «brillante iniciador, creador de las
aguas».
En el reinado del duodécimo Capac, llegaron a Cuzco las noticias del
desembarco en la costa de «unos hombres de gran estatura... gigantes
que poblaron toda la costa», que disponían de herramienta-s de metal
y estaban arrasando la tierra. Después de un tiempo, comenzaron a
entrar en las montañas; afortunadamente, provocaron la ira del Gran
Dios y éste los destruyó con un fuego celeste.
Liberado de los peligros, el pueblo se olvidó de los mandatos y los
ritos del culto. Se abandonaron «buenas leyes y costumbres», pero
esto no pasó desapercibido para el Creador. Como castigo, ocultó el
sol a aquella tierra; «no hubo amanecer durante veinte horas». Hubo
un gran lamento entre el pueblo y se ofrecieron oraciones y
sacrificios en el templo, hasta que (después de veinte horas) el sol
volvió a aparecer. Inmediatamente después de aquello, el rey
reinstauró las leyes de conducta y los ritos del culto.
El cuadragésimo Capac en el trono de Cuzco fundó una academia para
el estudio de la astronomía y la astrología, y determinó los
equinoccios. El quinto año de su reinado, según calculó Montesinos,
fue el que hacía 2.500 desde el Punto Cero que, supuso él, marcaba
el Diluvio. También fue el 2.000 desde que comenzara la realeza en
Cuzco; para celebrarlo, se le concedió al rey un nuevo título,
Pacha-cuti (Reformador). Sus sucesores promoverían también el
estudio de la astronomía; uno de ellos introdujo un año con un día
de más cada cuatro años, y un año extra cada cuatrocientos años.
Durante el reinado del quincuagésimo octavo monarca, «cuando se
completó el Cuarto Sol», se llevaban 2.900 años desde el «Diluvio».
Montesinos calculó que fue el año en que nació Jesucristo.
Aquel primer imperio de Cuzco, comenzado con los Hijos del Sol y
continuado con unos reyes-sacerdotes, tuvo un amargo final durante
el reinado del sexagésimo segundo monarca. En su tiempo, ocurrieron
«maravillas y portentos». La tierra tembló con terremotos
interminables, los cielos se llenaron de cometas, augurio de una
inminente destrucción. Tribus y pueblos comenzaron a correr de un
lado a otro, entrando en conflicto con sus vecinos. Llegaron
invasores desde la costa, incluso desde más allá de los Andes. Hubo
grandes batallas; en una de ellas, el rey cayó bajo una flecha, y su
ejército huyó presa del pánico; sólo sobrevivieron a las batallas
quinientos guerreros.
«Así se perdió y se destruyó el gobierno de la monarquía de Perú
-dice Montesinos-, y se perdió el conocimiento de las letras.»
Los pocos que quedaron abandonaron Cuzco, dejando tras de sí tan
sólo a un puñado de sacerdotes para que cuidaran del templo. Se
llevaron con ellos al joven hijo del rey muerto, aún un niño, y
encontraron refugio en un escondrijo de las montañas llamado
Tampu-Tocco; aquél era el lugar donde, desde una cueva, partió la
primera pareja semidivina para fundar el imperio andino. Cuando el
muchacho alcanzó la edad adecuada, se le proclamó como primer
monarca de la dinastía de Tampu-Tocco, dinastía que se prolongaría
durante casi mil años, desde el comienzo del siglo n hasta el XI
d.C.
Durante todos aquellos siglos de exilio, los conocimientos fueron
disminuyendo y la escritura se olvidó. En el reinado del
septuagésimo octavo monarca, cuando se alcanzó el hito de los 3.500
años desde el Comienzo, alguien comenzó a revivir el arte de la
escritura. Entonces, el rey recibió una advertencia de los
sacerdotes referente a la invención de las letras. En su mensaje
explicaban que había sido el conocimiento de la escritura el que
había causado las pestes y las maldiciones que habían llevado a su
fin la monarquía de Cuzco.
El deseo del dios era «que nadie se
atreva a utilizar las letras o a resucitarlas, pues de su empleo
vendrían grandes males [de nuevo]». Por tanto, el rey ordenó «por
ley, bajo pena de muerte, que nadie traficara en quilcas, que eran
los pergaminos y las hojas de árboles sobre los que se solía
escribir, ni utilizara ningún tipo de letras». En su lugar,
introdujo el uso de quipos, los ramales de cuerdas de colores que se
utilizaron a partir de entonces con fines cronológicos.
En el reinado del nonagésimo monarca se culminó el cuarto milenio
desde el Punto Cero. Para entonces, la monarquía en Tampu-Tocco era
débil e ineficaz. Las tribus leales a ella eran objeto de
incursiones e invasiones de sus vecinos. Los jefes de las tribus
dejaron de pagar tributo a la autoridad central. Las costumbres se
corrompieron, proliferaron las abominaciones. En tales
circunstancias, apareció una princesa de la sangre original de los
Hijos del Sol, una tal Mama Ciboca.
Anunció que su joven hijo, que
era tan hermoso que sus admiradores le apodaron Inca, estaba
destinado a reconquistar el trono de la antigua capital, Cuzco. De
forma milagrosa, desapareció y volvió vestido con ropajes dorados,
afirmando que el dios Sol se lo había llevado a lo alto,
instruyéndole en los conocimientos secretos y diciéndole que llevara
al pueblo de vuelta a Cuzco. Su nombre era Rocca; él fue el primero
de la dinastía Inca, dinastía que llegó a tan ignominioso fin a
manos de los españoles.
Intentando situar estos acontecimientos en un marco temporal
ordenado, Montesinos afirmaba cada cierto intervalo que un período
llamado «Sol» había pasado o comenzado. Aunque no se sabe con
seguridad cuál consideraba él que era la longitud de un período (en
años), parece ser que tenía en mente las leyendas andinas de varios
«soles» en el pasado del pueblo.
Si bien los expertos sostenían -no tanto en nuestros días- que no
había habido contacto de ningún tipo entre las civilizaciones de
Centroamérica y de América del Sur, las de estos últimos sonaban
bastante diferentes de las nociones azteca y maya de los cinco
soles. De hecho, todas las civilizaciones del Viejo Mundo tenían
recuerdos de épocas pasadas, de eras en las que los dioses reinaban
solos, seguidos por semidioses y héroes y, más tarde, sólo por
mortales. Los textos sumerios llamados las Listas de los Reyes
registraban un linaje de señores divinos seguido por semidioses, que
sumaron un total de 432.000 años antes del Diluvio; después, hacían
una relación de reyes que reinaron a partir de entonces a través de
tiempos que consideramos históricos, y cuyos datos se han podido
verificar, resultando ser exactos.
En las listas de los reyes
egipcios, tal como las plasmó el historiador y sacerdote Manetón, se
habla de una dinastía de doce dioses que comenzó unos 10.000 años
antes del Diluvio; fue seguida por dioses y semidioses hasta los
alrededores del 3100 a.C, en que los faraones ascendieron al trono
de Egipto. Una vez más, hasta donde sus datos se pueden contrastar
con los registros históricos, todo ha resultado ser exacto.
Montesinos se encontró con estas ideas en la tradición popular
colectiva de Perú, confirmando los informes de otros cronistas de
que los incas creían que la suya era la Quinta Era o Sol.
-
La Primera
Era fue la de los viracochas, unos dioses que eran blancos y con
barba.
-
La Segunda Era fue la de los gigantes; algunos de ellos no
eran benévolos, y hubo conflictos entre los dioses y los gigantes.
-
Después vino la Era del hombre primitivo, de los seres humanos aculturizados.
-
La Cuarta Era fue la era de los héroes, hombres que
eran semidioses.
-
Y después llegó la Quinta Era, la era de los reyes
humanos, de los cuales los incas fueron los últimos del linaje.
Montesinos ubicó también la cronología andina en el marco europeo
relacionándola con determinado Punto Cero (él pensaba que debía
tratarse del Diluvio) y, más concretamente, con el nacimiento de
Cristo. Comentó que las dos secuencias temporales coincidían en el
reinado del quincuagésimo octavo monarca: 2.900 años después del
Punto Cero fue el «primer año de Jesucristo». Las monarquías
peruanas comenzaron, según él, 500 años después del Punto Cero, es
decir, en el 2400 a.C.
El problema que tienen los expertos con la historia y la cronología
de Montesinos no es, por tanto, el de la escasez de claridad, sino
su conclusión de que la realeza y la civilización urbana comenzaran
-en Cuzco- casi 3.500 años antes de los incas. Aquella civilización,
según la información que amasara Montesinos y aquellos sobre los que
basó su trabajo, disponía de escritura, incluyó la astronomía entre
sus ciencias y tuvo un calendario lo suficientemente largo como para
requerir unas reformas periódicas. De todo esto (y mucho más)
disponía también la civilización sumeria, que floreció hacia el 3800
a.C, y la civilización egipcia, que le siguió hacia el 3100 a.C.
Otro vástago de la civilización sumeria, la del valle del Indo,
llegó hacia el 2900 a.C.
¿Por qué no iba a ser posible que este triple despliegue no tuviera
una cuarta ocurrencia en los Andes? Imposible, si no hubiera habido
contactos entre el Viejo y el Nuevo Mundo. Posible, si los que
habían concedido todos los conocimientos, los dioses, fueran los
mismos y estuvieran presentes por toda la Tierra.
Afortunadamente, por increíbles que puedan sonar, nuestras
conclusiones se pueden demostrar.
La primera prueba de la veracidad de los acontecimientos y las
cronologías recopiladas por Montesinos ya se ha dado.
Un elemento clave en la presentación de Montesinos es la existencia
de un antiguo imperio, de un linaje de reyes en Cuzco que finalmente
se vieron obligados a dejar la capital y a buscar refugio en Un
apartado lugar de las montañas llamado Tampu-Tocco. Este interregno
duró un millar de años; por fin, se eligió a un joven de noble
estirpe para que llevara al pueblo de vuelta a Cuzco y fundara la
dinastía inca.
¿Existió un Tampu-Tocco, y sería un lugar identificable a partir de
las señales que diera Montesinos? Esta pregunta ha intrigado a
muchos. En 1911, Hiram Bingham, de la Universidad de Yale, buscando
las ciudades perdidas de los incas, encontró el lugar; en la
actualidad, se le llama
Machu Picchu.
Bingham no estaba buscando Tampu-Tocco cuando puso en marcha ésta su
primera expedición; pero después de volver una y otra vez y de las
exhaustivas excavaciones que se realizaron durante más de dos
décadas, llegó a la conclusión de que Machu Picchu era en realidad
la perdida capital provisional del Antiguo Imperio. Sus
descripciones del lugar, que siguen siendo las más completas, se
encuentran en sus libros Machu Picchu, a Citadel of the Incas y
The
Lost City of the Incas.
La razón principal para creer que Machu Picchu es la legendaria Tampu-Tocco es la pista de las Tres Ventanas.
Montesinos anotó que
«en el lugar de su nacimiento, el Inca Rocca ordenó que se hicieran
unas obras consistentes en un muro de albañilería con tres ventanas,
que eran el emblema de la casa de sus padres, de los cuales
descendía». El nombre del lugar al cual la casa real había ido desde
la afligida capital, Cuzco, significaba «refugio de las tres
ventanas».
No debería de sorprender que un lugar se llegara a reconocer por sus
ventanas, dado que ninguna casa en Cuzco, desde la más humilde hasta
la más grandiosa, tenía ventanas. Que un lugar se reconociera por un
número concreto de ventanas -tres- sólo podía ser como consecuencia
de su singularidad, antigüedad o santidad de tal construcción. Esto
es lo que sucedía con Tampu-Tocco, en donde, según las leyendas,
había una construcción con tres ventanas que jugó un importante
papel en la aparición de las tribus y en el inicio del antiguo
imperio en Perú, una construcción que debía de ser, por tanto, «el
emblema de la casa de sus padres, de los que [el Inca Rocca]
descendía».
La leyenda y el legendario lugar aparecen en el relato de los
hermanos Ayar. Según lo cuenta Pedro Sarmiento de Gamboa (Historia
general llamada Yndica) y otros de los primeros cronistas, los
cuatro hermanos Ayar y sus cuatro hermanas, después de que los
creara el dios Viracocha en el lago Titicaca, llegaron o fueron
llevados por el dios a Tampu-Tocco, en donde «salieron de dicha
ventana por orden de Tici-Viracocha, declarando que Viracocha los
creó para que fueran señores».
El mayor de los hermanos, Manco Capac, llevaba un emblema sagrado
con la imagen de un halcón, y llevaba también una varilla de oro que
el dios le había dado para que localizara el lugar exacto de la
futura capital, Cuzco. El viaje de las cuatro parejas de
hermanos-hermanas comenzó pacíficamente; pero no tardaron en
aparecer los celos. Con el pretexto de haber olvidado ciertos
tesoros en una cueva en Tampu-Tocco, se envió al segundo hermano,
Ayar Cachi, para que los recuperara. Sin embargo, esto no fue mas
que un ardid de los otros tres hermanos para encerrarlo en la cueva,
en donde se convirtió en piedra.
Por tanto, según estos relatos, Tampu-Tocco data de tiempos muy
antiguos:
«El mito de los Ayar -escribía H. B. Alexander en
Latín American Mythology-, nos remonta a la época megalítica y a las
cosmogonías relacionadas con el Titicaca».
Cuando los exiliados
abandonaron Cuzco, fueron a un lugar que ya existía, un lugar en
donde una construcción con tres ventanas había jugado ya un
importante papel en acontecimientos aún más antiguos. Sabiendo esto
es como podemos pasar ahora a hablar de Machu Picchu, pues es allí
donde se encontró una construcción con tres ventanas en una de sus
paredes, detalle que no se ha visto en ninguna otra parte del
antiguo Perú.
«Machu Picchu, o Gran Picchu, es el nombre quechua de un agudo pico
que se eleva a más de tres mil metros sobre el nivel del mar y a más
de mil doscientos metros sobre los rugientes rápidos del río
Uru-bamba, cerca de la sierra de San Miguel, a dos días de duro
viaje hacia el norte de Cuzco -escribió Bingham-.
l noroeste del Machu Picchu existe otro hermoso pico, rodeado de magníficos
precipicios, llamado Huayna Picchu, o Pequeño Picchu. En la estrecha
cresta que se extiende entre los dos picos se encuentran las ruinas
de una ciudad inca cuyo nombre se ha perdido entre las sombras del
pasado... Es posible que representen a dos antiguos lugares,
Tampu-Tocco, el lugar de nacimiento del primer Inca, y Vilcabamba
Viejo.»
En la actualidad, el viaje de Cuzco a Machu Picchu, que se encuentra
a una distancia de 120 kilómetros en línea recta, no precisa de dos
días de duro viaje, como necesitó Bingham para llegar aquí. Un tren
que traquetea montañas arriba y abajo, atravesando túneles y
cruzando puentes, y ciñéndose a las laderas que flanquean el río
Urubamba, llega allí en menos de cuatro horas. En otra media hora,
un aterrador autobús lleva desde la estación del tren hasta la
ciudad. La sobrecogedora panorámica es tal como la describió
Bingham.
En la ensilladura que hay entre los dos picos se levantan
casas, palacios y templos -ya todos sin techo-, rodeados de bancales
que cuelgan sobre las laderas, dispuestos para el cultivo. El pico
del Huayna Picchu se eleva en el noroeste como un centinela (Fig.
72); más allá de él y a su alrededor, los picos compiten entre sí
hasta donde alcanza la vista. En el fondo, el río Urubamba forma una
garganta en forma de herradura que circunda en parte la alta
posición de la ciudad, recortando sus abundantes aguas un sendero
blanquecino en el verde esmeralda de la selva.
Como le corresponde a una ciudad que, según creemos, sirvió al
principio como modelo para Cuzco y después la imitó, Machu Picchu
estaba compuesta también por doce distritos o grupos de
construcciones. Las agrupaciones reales y sacerdotales están al
oeste, y las residenciales y funcionales (ocupadas en su mayor parte
por las vírgenes y las jerarquías del clan) al este, separadas por
una serie de amplias terrazas.
El pueblo llano, que trabajaba y
cultivaba las laderas abancaladas, vivía fuera de la ciudad y en los
campos de los alrededores (muchas de estas aldeas se han encontrado
desde que Bingham llegara a Machu Picchu).
Figura 72
Los diferentes estilos de construcción, al igual que en Cuzco y en
otros emplazamientos arqueológicos, sugieren diferentes fases de
ocupación. Las viviendas están construidas en su mayor parte con
piedras del campo sujetas con argamasa. Las residencias reales están
construidas con sillares colocados en hileras, tan finamente
tallados y desbastados como en Cuzco. Después, hay una construcción
en donde la obra es tan perfecta que no tiene igual; y también están
los bloques megalíticos poligonales. En muchos casos, los restos de
la primitiva época megalítica y de los tiempos del Antiguo Imperio
han permanecido como estaban; en otros, es obvio que se construyó
con posterioridad sobre las primitivas hiladas.
Mientras que los distritos orientales ocupaban cada metro cuadrado
disponible de la cima de la montaña y se extendían desde la muralla
de la ciudad por el sur hasta el norte, en la medida en que el
terreno lo permitía, y hacia el este en bancales agrícolas y de
enterramientos, el grupo de distritos occidental, que también
comenzaba en la muralla, se extendía hacia el norte sólo hasta los
límites de una plaza sagrada, como si una línea invisible demarcara
el terreno sagrado que no podía ser invadido.
Más allá de esa línea invisible de demarcación, y frente a la gran
plaza aterrazada que hay al este, están las ruinas de lo que Bingham
identificó como la Plaza Sagrada, principalmente «porque en dos de
sus lados están los templos más grandes», uno de los cuales muestra
las tres ventanas cruciales. Es aquí, en la construcción de lo que
Bingham llamó el Templo de las Tres Ventanas y, junto a él, en la
Plaza Sagrada, el Templo Principal, donde los bloques megalíticos
poligonales se utilizaron en Machu Picchu.
La forma en la que se
tallaron, se modelaron, se desbastaron y se encajaron, sin argamasa,
los sitúa junto con los bloques ciclópeos de piedra y las
construcciones megalíticas de Sacsahuamán; y, sobrepasando cualquier
poligo-nalidad vista en Cuzco, uno de los bloques de piedra de Machu
Picchu tiene 32 ángulos.
El Templo de las Tres Ventanas se levanta en el extremo oriental de
la Plaza Sagrada; los ciclópeos bloques de piedra de su muro
oriental se elevan muy por encima del nivel de la terraza que hay al
oeste (Fig. 73), permitiendo una amplia visión en esta dirección a
través de las tres ventanas (Fig. 74). De forma trapezoidal, sus
alféizares se recortan en las piedras ciclópeas que forman la pared
misma.
Al igual que en Sacsahuamán y en
Cuzco, el tallado, el modelado y la angulación de las duras piedras de granito se hizo
como si se tratara de suave masilla; también aquí, los bloques de
piedra de granito blanco tuvieron que ser traídos desde grandes
distancias, a través de terreno escabroso y ríos, bajando valles y
subiendo montañas.
Figura 73
El Templo de las Tres Ventanas sólo tiene tres paredes, estando su
lado occidental completamente abierto; hay allí un pilar de piedra
de algo más de dos metros de alto (véase Fig. 74).
Bingham supuso
que podría haber soportado un techo, pero admitió también que habría
sido «un dispositivo que no se había encontrado en ningún otro
edificio». Según nuestra opinión, aquel pilar, junto con las tres
ventanas, cumplía algún fin de orientación astronómica.
Figura 74
Figura 75
Frente a la Plaza Sagrada, por el norte, se encuentra la
construcción que Bingham llamó el Templo Principal; tiene también
sólo tres paredes, de algo más de 3,5 metros de altura. Descansan
sobre bloques de piedra ciclópeos o están construidas con ellos; la
pared occidental, por ejemplo, está construida con sólo dos bloques
de piedra gigantes, sujetos con una piedra en forma de T. Un enorme
monolito, que mide 4,2 por 1,5 por 1 metros, descansa contra la
pared central norte, en la cual hay siete hornacinas que imitan
ventanas trapezoidales, aunque no lo son (Fig. 75).
Una sinuosa escalinata lleva desde el límite septentrional de la
Plaza Sagrada hasta una colina cuya cima se allanó para que sirviera
como plataforma del Intihuatana, una piedra tallada con gran
precisión para observar y medir los movimientos del Sol (Fig. 76).
El nombre significa «lo que ata al sol», y se supone que ayudaba a
determinar los solsticios, cuando el Sol se mueve muy al norte o al
sur, momento en el cual se celebraban ritos para «atar al Sol» y
hacerlo volver, no fuera que siguiera yéndose y desapareciera,
devolviendo a la Tierra a una oscuridad que ya había sufrido en una
ocasión anterior, según las leyendas.
Figura 76
En el extremo opuesto de esta parte -sagrada y real- occidental de
Machu Picchu, justo al sur del distrito real, se eleva otro
magnífico (e inusual) edificio de la ciudad. Llamado el Torreón por
su forma semicircular; está construido con sillares -piedras
talladas, modeladas y desbastadas- de una perfección nunca vista,
sólo pareja a la de los sillares del muro semicircular que rodeaba
el Santo de los Santos de Cuzco.
El muro semicircular, que se
alcanza a través de siete escalones (Fig. 77), crea su propio
recinto sagrado, en cuyo centro hay una roca tallada y modelada con
incisiones de ranuras. Bingham encontró evidencias de que esta roca
y las paredes cercanas sufrían los efectos de fuegos periódicos, y
llegó a la conclusión de que tanto la roca como el recinto se
utilizaban para sacrificios y otros rituales relacionados con la
veneración de la roca.
Figura 77
(Esta roca sagrada en el interior de una construcción especial nos
trae a la cabeza la roca sagrada que forma el corazón del Monte del
Templo en Jerusalén, así como la Kaaba, la piedra negra oculta en el
interior de la mezquita de La Meca.)
La santidad de la roca de Machu Picchu no proviene de su
protuberante extremo superior, sino de lo que se encuentra debajo.
Es una enorme roca natural en cuyo interior existe una cueva,
ampliada y modelada artificialmente con formas geométricas precisas
que, aunque no lo son, parecen escaleras, asientos y antepechos
(Fig. 78).
Además, el interior se mejoró con sillares de granito
blanco del color y el grano más puros. Bingham supuso que la cueva
natural original se amplió y se realzó para conservar momias reales,
traídas allí por la sacralidad del lugar. Pero, ¿por qué era
sagrado, y tan importante como para albergar a los reyes fallecidos?
Figura 78
Esta pregunta nos lleva de vuelta a la leyenda de los hermanos Ayar,
uno de los cuales fue encerrado en una cueva en el Refugio de las
Tres Ventanas. Si el Templo de las Tres Ventanas era aquel lugar
legendario, y la cueva también lo era, las leyendas confirmarían el
lugar como la legendaria Tampu-Tocco.
Sarmiento, uno de los cronistas españoles que a su vez fue también
un conquistador, daba cuenta en su Historia de los incas de una
leyenda local según la cual el noveno Inca (hacia el 1340 d.C),
«teniendo curiosidad por las cosas de la antigüedad y deseando
perpetuar su nombre, fue personalmente hasta la montaña de Tampu-Tocco... y entró en la cueva en la que se tiene por cierto que
Manco Capac y sus hermanos entraron cuando iban hacia Cuzco por vez
primera... Después de hacer una inspección minuciosa, veneró el
lugar con rituales y sacrificios, y puso puertas de oro en la
ventana de Capac Tocco, y ordenó que, de entonces en adelante, aquel
sitio debería ser venerado por todos, convirtiéndolo en un lugar
sagrado de oración para sacrificios y oráculos. Después de esto,
volvió a Cuzco.»
El sujeto de esta historia, al noveno Inca, se llamaba Titu Manco
Capac; se le dio el título adicional de Pachacutec («reformador»)
porque, tras su regreso de Tampu-Tocco, reformó el calendario. Así
es como las Tres Ventanas y el Intihuatana, la Roca Sagrada y el
Torreón confirman la existencia de Tampu-Tocco, el relato de los
hermanos Ayar, los reinados preincaicos del antiguo imperio y los
conocimientos de astronomía y calendáricos, elementos clave en la
historia y cronología que compiló Montesinos.
La veracidad de los datos de Montesinos puede recibir un apoyo
adicional si se demuestra que tenía razón en lo referente a la
existencia de escritura en los tiempos del imperio antiguo. Y nos
encontramos con que Cieza de León sostiene el mismo punto de vista,
afirmando que «en la época precedente a los emperadores incas
existió escritura en Perú... sobre hojas, pieles, tejidos y
piedras».
Muchos expertos sudamericanos se unen ahora a los antiguos cronistas
en la creencia de que los nativos de aquellas tierras tenían una o
más formas de escritura en la antigüedad.
En numerosos estudios se habla de petroglifos («escritos en la
piedra»), que se han encontrado por todas partes, en donde se
observan diversos grados de escritura pictográfica o jeroglífica.
Rafael Larco Hoyle, por ejemplo (La escritura peruana preincaica),
sugería, con la ayuda de imágenes, que el pueblo de la costa hasta
Paracas estaba en posesión de una escritura jeroglífica similar a la
de los mayas.
Arthur Posnansky, el destacado explorador de
Tiahuanacu, presentó voluminosos estudios en los que demostraba que
los grabados que aparecían en los monumentos eran de una escritura
pictográfica-ideográfica -un paso anterior a la escritura fonética.
Y un famoso descubrimiento, la Piedra de Calango, que se exhibe
actualmente en el Museo de Lima (Fig. 79), sugiere una combinación
de pictogramas con una escritura fonética, quizás incluso
alfabética.
Figura 79
Uno de los mayores exploradores de América del Sur,
Alexander von
Humboldt, trató de este tema en su principal obra, Vues des
cordilléres et monuments des peuples indigenes de l'Amerique
(1824).
«Recientemente, se ha puesto en duda -escribió-, que los
peruanos tuvieran, además de Quippus, conocimientos de una escritura
de signos. Hay un pasaje en El origen de los indios del Nuevo Mundo
(Valencia, 1610), página 91, que no deja lugar a dudas a este
respecto».
Después de hablar de los jeroglíficos mexicanos, el padre
García añade:
«Al principio de la Conquista, los indios de Perú se
confesaban pintando caracteres que hacían una relación de los Diez
Mandamientos y de las transgresiones cometidas contra ellos».
Es
posible concluir que los peruanos estaban en posesión de una
escritura de imágenes, pero que sus símbolos eran más burdos que los
jeroglíficos mexicanos, y que, en términos generales, la gente hacía
uso de los quippus.
Humboldt también contó que, estando en Lima, oyó hablar de un
misionero llamado Narcisse Gilbar que había encontrado, entre los
indios panos del río Ucayali, al norte de Lima, un libro de hojas
plegadas, similar a los que habían utilizado los aztecas en México;
pero nadie en Lima podía leerlo.
«Se decía que los indígenas le
contaron al misionero que el libro hablaba de antiguas guerras y
viajes.»
En 1855, Ribero y Von Tschudi dieron cuenta de otros descubrimientos
y concluyeron que en realidad había existido otro método de
escritura en Perú además de los quipos. En una obra que Von Tschudi
hizo por separado hablando de sus propios viajes (en Reisen durch
Südamerika), éste habla de la emoción que sintió cuando le enseñaron
una fotografía de un pergamino de piel con marcas jeroglíficas. El
pergamino real lo encontró en el museo de La Paz, en Bolivia, e hizo
una copia de la escritura que figuraba en él (Fig. 80 a).
«Estos
símbolos me provocaron el mayor de los asombros -escribió-y estuve
durante horas delante de este pergamino de piel», intentando
descifrar «el laberinto» de su escritura.
Determinó que la escritura
comenzaba por la izquierda, después continuaba en la segunda línea
desde la derecha, en la tercera línea volvía a comenzar desde la
izquierda, y así sucesivamente, serpenteando. Concluyó también que
estaba escrito en la época en que se adoraba al Sol; pero no pudo ir
más lejos.
Localizó el lugar de origen de la inscripción en las costas del Lago
Titicaca. El padre de la misión eclesiástica del pueblo lacustre de
Copacabana confirmó que aquélla era una escritura conocida en la
zona, pero la atribuyó al período posterior a la Conquista. Claro
está que la explicación no resultaba satisfactoria, dado que, si los
indígenas no hubieran tenido su propia escritura, habrían adoptado
la escritura latina de los españoles para expresarse. Aun cuando
esta escritura jeroglífica evolucionara después de la Conquista,
dice Jorge Cornejo Bouroncle (La idolatría en el antiguo Perú), «su
origen debe de haber sido mucho más remoto».
Arthur Posnansky (Guía general ilustrada de Tiahuanaco) descubrió
más inscripciones sobre las rocas de dos islas sagradas del lago Titicaca, y señaló que eran muy similares a las enigmáticas
inscripciones descubiertas en
la isla de Pascua (Fig. 80b),
conclusión con la que, en la actualidad, suelen coincidir los
expertos. Pero se sabe que la escritura de la isla de Pascua
pertenece a la familia de las escrituras indoeuropeas del Valle del
Indo y de los hititas.
Un rasgo común a todas ellas (incluidas las
inscripciones del Lago Titicaca) es su sistema «como de arado de
buey»: la escritura de la primera línea comienza por la izquierda y
termina por la derecha; en la segunda línea es al revés, terminando
por la izquierda; en la tercera es igual que en la primera, y así
sucesivamente.
Figura 80
Sin querer entrar ahora en la cuestión de cómo llegó al lago
Titicaca una escritura que imita a la de los hititas (Fig. 80c),
parece que queda confirmada la existencia de una o más formas de
escritura en el antiguo Perú. Así pues, también a este respecto, la
información proporcionada por Montesinos demuestra ser correcta. Si,
a pesar de todo esto, al lector le resulta todavía difícil de
aceptar la inevitable conclusión de que hubo una civilización del
tipo del Viejo Mundo en los Andes hacia el 2400 a.C, entonces
aportaremos algunas evidencias más.
Los expertos han ignorado por completo como pista válida la
reiterada afirmación de las leyendas andinas de que hubo una
terrorífica oscuridad en tiempos remotos. Nadie se ha preguntado si
no sería ésta la misma oscuridad -la no aparición del sol en el
momento en que debería de haberlo hecho- de la cual hablan las
leyendas mexicanas en el relato de Teotihuacán y sus pirámides.
Pues, si de verdad sucedió este fenómeno, que el sol no salió y la
noche se hizo interminable, debió de ser algo que se pudo observar
en todo el continente americano.
Los recuerdos colectivos mexicanos y los andinos parecen
corroborarse entre sí en este punto, apoyando así la veracidad de
ambos, como dos testigos ante un mismo acontecimiento.
Pero, por si esto no fuera lo suficientemente convincente, podemos
recurrir a la Biblia en busca de evidencias, y podemos recurrir nada
menos que a Josué como testigo.
Según Montesinos y otros cronistas, un acontecimiento de lo más
inusual tuvo lugar durante el reinado de Titu Yupanqui Pachacuti II,
decimoquinto monarca del Imperio Antiguo. Fue en el tercer año de su
reinado, en que «las buenas costumbres se olvidaron y la gente se
entregó a todo tipo de vicios», cuando «no hubo amanecer durante
veinte horas». Es decir, la noche no terminó cuando tendría que
haberlo hecho, y la salida del Sol se retrasó durante veinte horas.
Después de un gran lamento, de confesiones de los pecados,
sacrificios y oraciones, el Sol apareció finalmente.
Esto no pudo ser un eclipse: no fue que el Sol se viera oscurecido
por una sombra. Además, ningún eclipse dura tanto, y los peruanos
eran conocedores de estos eventos periódicos. El relato no dice que
el Sol desapareciera; dice que no salió -«no hubo amanecer»-durante
veinte horas.
Fue como si el Sol, dondequiera que estuviera escondido, se hubiera
parado de pronto.
Si los recuerdos andinos son ciertos, en algún otro lugar -en la
otra parte del mundo-, el DÍA tuvo que ser igual de largo, y no
debió terminar cuando debería de haber terminado, por ser un día
veinte horas más largo.
Increíblemente, este acontecimiento está registrado, y en ningún
sitio mejor que en la misma Biblia. Fue cuando los israelitas, bajo
el liderazgo de Josué, acababan de cruzar el río Jordán y de entrar
en la Tierra Prometida, después de tomar las ciudades fortificadas
de Jericó y Ay. Fue cuando todos los reyes amorreos formaron una
alianza para crear una fuerza combinada contra los israelitas. Una
gran batalla tuvo lugar en el valle de Ayyalón, cerca de la ciudad
de Gabaón.
Comenzó con un ataque nocturno de los israelitas, que
puso a los cananeos en fuga. Al amanecer, cuando las fuerzas
cananeas se reagruparon cerca de Bet Jorón, el Señor Dios,
«arrojó
grandes piedras desde el cielo sobre ellos... y murieron; hubo más
de ellos que murieron por las piedras, que los que murieron por la
espada de los israelitas».
Entonces Josué le habló a
Yahveh, el día en que Yahveh entregó
a los amorreos a los Hijos de Israel, diciendo: «A la vista de los israelitas, que el Sol se detenga en Gabaón y la Luna en el valle de Ayyalón.»
Y el Sol se detuvo, y la Luna se paró, hasta que el pueblo se vengó de sus enemigos. Cierto es, pues todo esto está escrito en el Libro de Jashar: el Sol se detuvo en mitad de los cielos y no se apresuró en bajar en casi un día entero.
Los expertos han estado pugnando durante generaciones con este
relato del capítulo 10 del Libro de Josué. Algunos lo han descartado
como mera ficción; otros ven en él los ecos de un mito; y otros más
intentan explicarlo en términos de un eclipse de Sol inusualmente
prolongado. Pero no sólo es que estos eclipses de Sol son
desconocidos, sino que, además, el relato no habla de la
desaparición del Sol. Al contrario, relata un acontecimiento en el
cual el Sol continuó viéndose, colgado en los cielos, durante «casi
un día entero»
-¿digamos veinte horas?
El incidente, cuya singularidad se reconoce en la Biblia («no hubo
un día como aquél, ni antes ni después»), al tener lugar en el lado
opuesto de la Tierra con respecto a los Andes, describiría por tanto
un fenómeno que sería el inverso al sucedido en América. En Canaán,
el Sol no se puso durante unas veinte horas; en los Andes, el Sol no
salió durante el mismo lapso de tiempo.
¿Acaso no describen los dos relatos el mismo acontecimiento y, por
provenir desde dos lados diferentes de la Tierra, atestiguan su
veracidad?
Lo que pudo suceder todavía es un enigma. La única pista bíblica es
la mención de las grandes piedras que cayeron del cielo. Dado que
sabemos que lo que los relatos describen no es la detención del Sol
(y la Luna), sino una alteración en la rotación de la Tierra sobre
su eje, una explicación posible sería la de que un cometa hubiera
pasado demasiado cerca de la Tierra, desintegrándose en el proceso.
Y, dado que algunos cometas orbitan el Sol en dirección opuesta a
las manecillas del reloj, que es la inversa a la dirección orbital
de la Tierra y el resto de planetas, su fuerza cinética podría haber
contrarrestado temporalmente la rotación de la Tierra, provocando
una ralentización.
Sea cual sea la causa exacta del fenómeno, lo que nos interesa ahora
es su ubicación temporal. La fecha generalmente aceptada para el
Éxodo es la del siglo XIII a.C. (hacia el 1230 a.C), y los expertos
que propugnan una fecha anterior en unos dos siglos se encuentran en
franca minoría. Sin embargo, en nuestras obras anteriores (véase
Las
guerras de los dioses y los hombres), nosotros hemos llegado a la
conclusión de que el año 1433 a.C. encajaría a la perfección este
acontecimiento, así como los relatos bíblicos de los patriarcas
hebreos, con los acontecimientos contemporáneos conocidos y las
cronologías de Mesopotamia y Egipto.
Después de la publicación de
nuestras conclusiones (en 1985), dos eminentes arqueólogos y
expertos bíblicos, John J. Bimson y David Livingstone, llegaron,
tras un exhaustivo estudio (Biblical Archeology Review,
Septiembre/Octubre 1987) a la conclusión de que el Éxodo tuvo lugar
hacia el 1460 a.C. Además de sus propios descubrimientos
arqueológicos y de un análisis de los períodos de la Edad del Bronce
en el Oriente Próximo de la antigüedad, los datos bíblicos y el
proceso de cálculo que emplearon fue el mismo que utilizamos
nosotros dos años antes.
(También explicamos entonces por qué
habíamos decidido reconciliar las dos líneas de datos bíblicos
fechando el Éxodo en el 1433 a.C. en vez de en el 1460 a.C).
Dado que los israelitas erraron por los desiertos del Sinaí durante
cuarenta años, la entrada en Canaán tuvo lugar en 1393 a.C; y el
acontecimiento observado por Josué tuvo que ocurrir poco después.
La pregunta ahora es la siguiente: el fenómeno opuesto, la noche
interminable, ¿ocurrió en los Andes al mismo tiempo?
Desgraciadamente, la forma en que los escritos de Montesinos han
llegado hasta los expertos actuales deja algunas lagunas en los
datos relativos a la duración del reinado de cada monarca, y esto
nos obligará a obtener la respuesta dando un rodeo.
El
acontecimiento, según nos informa Montesinos, tuvo lugar en
el
tercer año del reinado de Titu Yupanqui Pachacuti II. Para
determinar este momento, tendremos que calcular desde ambos
extremos. Se nos dice que los primeros 1.000 años desde el Punto
Cero se cumplieron durante el reinado del cuarto monarca, es decir,
en el 1900 a.C; y que el trigésimo segundo rey reinó 2.070 años
después del Punto Cero, es decir, en el 830 a.C.
¿Cuándo reinó el decimoquinto monarca? Los datos de los que
disponemos sugieren que los nueve reyes que separan al cuarto del
decimoquinto monarca remaron un total de unos 500 años, colocando a
Titu Yupanqui Pachacuti II en los alrededores del 1400 a.C. Y
calculando hacia atrás desde el trigesimosegundo monarca (830 a.C),
llegamos al 564 como número de años transcurridos, dándonos la fecha
de 1394 a.C. para Titu Yupanqui Pachacuti II.
De ambos modos llegamos a una fecha para el acontecimiento andino
que coincide con la fecha bíblica y la fecha del acontecimiento en Teotihuacán.
La impactante conclusión es evidente:
EL DÍA EN QUE EL SOL SE DETUVO EN CANAÁN FUE LA NOCHE SIN AMANECER
EN LAS AMÉRICAS.
El acontecimiento, así verificado, se levanta como una prueba
irrefutable de la veracidad de los recuerdos andinos de un Imperio
Antiguo que comenzó cuando los dioses concedieron a la humanidad la
varita de oro en el lago Titicaca.
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