12 - LOS DIOSES DE LAS LÁGRIMAS DE ORO
Algún tiempo después del 4000 a.C, el gran Anu, soberano de
Nibiru,
vino a la Tierra en visita de estado.
No era la primera vez que hacía tan arduo viaje espacial. Unos
440.000 años terrestres antes -sólo 122 años de Nibiru-, su hijo
primogénito, Enki, había liderado el primer grupo de 50 anunnaki que
llegaron a la Tierra. Su objetivo era obtener oro, con el cual había
sido bendecido este séptimo planeta.
En
Nibiru, la naturaleza y la
tecnología se habían combinado para enrarecer y dañar la atmósfera
del planeta, una atmósfera que no sólo necesitaba respirar, sino
también cubrir al planeta como un invernadero, para evitar que se
disipara el calor interno. Y sus científicos concluyeron que, para
evitar que Nibiru se convirtiera en un globo helado y sin vida,
habría que suspender partículas de oro en las partes altas de la
atmósfera.
Enki, el brillante científico, amerizó en el Golfo Pérsico y
estableció su base, Eridú, en sus costas. Su plan consistía en
extraer el oro de las aguas del golfo; pero no consiguieron
suficiente de esta manera, y la crisis en Nibiru se agudizó. Cansado
de las promesas de Enki de que su proyecto sería un éxito, Anu llegó
a la Tierra para ver las cosas con sus propios ojos.
Con él, venía
su heredero legal, Enlil, que, aunque no era el primogénito, tenía
el derecho de sucesión porque su madre, Antu, era hermanastra de
Anu. Él carecía de la brillantez científica de Enki, pero era un
excelente administrador; no le fascinaban los misterios de la
naturaleza, pero creía que podía hacerse cargo y conseguir que las
cosas funcionaran. Y lo que había que hacer, todos los estudios lo
indicaban, era extraer el oro allí donde era abundante: en el sur de
África.
Se desencadenaron las más airadas discusiones, no sólo en lo
referente al proyecto en sí, sino también entre los dos hermanastros
rivales. Anu llegó incluso a pensar en quedarse en la Tierra y dejar
a uno de sus hijos como regente en Nibiru; pero la idea aún provocó
más discordias. Al final, lo echaron a suertes. Enki se iría a
África y organizaría las labores de extracción, mientras que Enlil
se quedaría en el E.DIN (Mesopotamia) y construiría las
instalaciones necesarias para refinar los minerales y embarcar el
oro en dirección a Nibiru. Y Anu volvió al planeta de los anunnaki.
Aquélla fue su primera visita.
Y, después, vino la segunda visita, provocada por otra emergencia.
Cuarenta años de Nibiru después del primer aterrizaje, los anunnaki
que habían sido destinados para trabajar en las minas de oro se
amotinaron. En qué medida tuvo lugar por el arduo trabajo en las
profundas minas y en qué medida reflejaba la envidia y las
fricciones entre los dos hermanastros y sus contingentes, es algo
que sólo se puede adivinar. Lo cierto es que los anunnaki
supervisados por Enki en el sur de África se amotinaron, se negaron
a seguir trabajando, y tomaron a Enlil como rehén cuando fue allí
para neutralizar la crisis.
Todos estos acontecimientos quedaron registrados; se los contaron a
los terrestres milenios después, para que supieran cómo había
comenzado todo. Se convocó un Consejo de Dioses. Enlil insistía en
que Anu viniera a la Tierra a presidirlo, para que pronunciara
sentencia contra Enki. En presencia de los líderes reunidos, Enlil
detalló la cadena de acontecimientos y acusó a Enki de haber
dirigido el motín. Pero, cuando los amotinados relataron su
historia, Anu sintió simpatía por ellos. Eran astronautas, no
mineros; y su trabajo había terminado por hacerse insoportable.
Pero, ¿es que no era necesario hacer este trabajo? ¿Cómo iban a
sobrevivir en Nibiru si no se extraía el oro? Enki tenía una
solución: ¡crearemos unos trabajadores primitivos, dijo, que se
harán cargo de los trabajos duros! Ante la asombrada asamblea
explicó que había estado llevando a cabo experimentos con la ayuda
de la oficial médico jefe, Ninti/Ninharsag. En la Tierra, en el este
de África, existe un ser primitivo -un hombre-simio.
Este ser debió
de evolucionar en la Tierra a partir de la propia Simiente de Vida
de Nibiru, que pasó de Nibiru a la Tierra durante la ancestral
colisión celeste con Tiamat. Existe compatibilidad genética; lo que
hace falta es implementar mejoras en este ser, dándole algunos de
los genes de los anunnaki. Entonces, se convertirá en una criatura a
imagen y semejanza de los anunnaki, capaz de utilizar herramientas,
lo suficientemente inteligente como para obedecer órdenes.
Y así fue como se creó el LULU AMELU, el «trabajador mezclado», por
medio de la manipulación genética y la fertilización del óvulo de
una mujer-simio en una probeta de laboratorio. Pero los híbridos no
podían procrear; las hembras anunnaki tenían que hacer de diosas del
nacimiento en cada ocasión, por lo que Enki y Ninharsag
perfeccionaron a los híbridos por medio de un sistema de
ensayo-error, hasta que lograron el modelo perfecto.
Le llamaron Adam, «el de la Tierra» -terrestre. Con estos siervos fértiles, se
produjo oro en abundancia. Los siete asentamientos se convirtieron
en ciudades, y los anunnaki -600 en la Tierra y 300 en las
estaciones orbitales- se acostumbraron a una vida relajada. Algunos,
incluso, y a pesar de las objeciones de Enlil, tomaron por esposas a
las Hijas del hombre, y tuvieron hijos con ellas. Para los anunnaki,
la tarea de extraer oro ya no era una tarea con lágrimas; pero, a Enlil, todo aquello se le empezaba a antojar una misión pervertida.
Todo terminó con el Diluvio. Durante mucho tiempo, las observaciones
científicas venían advirtiendo que la capa de hielo que estaba
creciendo en el continente antártico se estaba haciendo inestable;
la próxima vez que pasara Nibiru por las cercanías de la Tierra,
entre Marte y Júpiter, su atracción gravitatoria podría hacer que
esa tremenda masa de hielo se deslizara fuera del continente,
generando una marea de proporciones globales, cambiando abruptamente
los océanos y las temperaturas de la Tierra, provocando tormentas
sin precedentes. Después de consultar con Anu, Enlil dio la orden:
¡disponed las naves espaciales, estad preparados para abandonar la
Tierra!
Pero, ¿qué iba a pasar con la humanidad?, se preguntaban sus
creadores, Enki y Ninharsag. Dejad que perezcan, dijo Enlil, e hizo
jurar a todos los anunnaki que guardarían el secreto, para que los
desesperados terrestres no interfirieran en los preparativos de
partida de los anunnaki.
Enki, aunque reacio, juró también; pero,
simulando que hablaba con una pared, dio instrucciones a su fiel
seguidor, Ziusudra, para que construyera un Tibatu, una nave
sumergible, en la cual él, su familia y bastantes animales podrían
sobrevivir a la avalancha de agua, para que la vida en la Tierra no
pereciera. Y le proporcionó a Ziusudra un navegante, para que
llevara la nave hasta el Monte Ararat, la montaña más visible de
Oriente Próximo.
Los textos de la Creación y del Diluvio que los anunnaki les
dictaron a los sumerios ofrecen relatos mucho más detallados y
concretos que las versiones bíblicas, más concisas, con las que
estamos familiarizados. Llegado el momento, tuvo lugar la
catástrofe.
Pero en la Tierra no sólo había semidioses; algunas de
las principales deidades, miembros del círculo sagrado de Doce, eran
también, de alguna forma, terrestres: Nannar/Sin e Ishkur/Adad, los
hijos más jóvenes de Enlil, habían nacido en la Tierra; lo mismo
ocurría con los hijos gemelos de Sin, Utu/Shamash e Inanna/Ishtar.
Enki y Ninharsag (con la cual él pudo compartir su secreta
«Operación Noé») se unieron a los demás para sugerir que los
anunnaki no dejaran la Tierra por las buenas, sino que permanecieran
en órbita terrestre durante un tiempo para ver lo que ocurría. Y
así, después de que la inmensa ola hubiera ido y venido, y de que
cesaran las lluvias, las cumbres de la Tierra comenzaron a verse, y
los rayos del Sol, brillando a través de las nubes, pintaron arco
iris en los cielos.
Enlil, al descubrir que la humanidad había sobrevivido, se enfureció
en un principio, pero después se ablandó. Se dio cuenta de que los
anunnaki aún podrían vivir en la Tierra; pero, si tenían que
reconstruir sus centros y reanudar la producción de oro, al hombre
habría que permitirle proliferar y prosperar, y habría que dejar de
tratarlo como a un esclavo para empezar a hacerlo como a un
compañero.
En los tiempos antediluvianos, el espaciopuerto para la ida y venida
de los anunnaki y de los suministros, así como para el embarque del
oro, estaba en Mesopotamia, en Sippar. Pero todo aquel fértil valle
entre el Eufrates y el Tigris tenía ahora encima miles de millones
de toneladas de lodo. Utilizando todavía la doble cumbre del Ararat
como punto focal sobre el cual anclar el ápice del Corredor de
Aterrizaje, erigieron dos montañas artificiales gemelas en el
paralelo 30, a orillas del Nilo -las dos grandes pirámides de
Gizeh-, para que hicieran de balizas de aterrizaje del espaciopuerto
postdiluviano de la península del Sinaí. Estaba tan cerca, incluso
más, de las fuentes de oro africanas de lo que había estado el
espaciopuerto de Mesopotamia.
Para que los terrestres pudieran sobrevivir, multiplicarse y ser
útiles a los anunnaki, se les concedió la civilización en tres
estadios. Se trajeron de Nibiru semillas para cultivos vitales, se
domesticaron variedades silvestres de cereales y animales, se les
enseñaron las tecnologías de la arcilla y el metal. Esta última fue
de gran importancia, pues tenía que ver con el propio éxito de los
anunnaki a la hora de reanudar el suministro de oro, ahora que las
viejas minas estaban atascadas de lodo y agua.
La primera vez que Nibiru pasó por las cercanías de la Tierra
después del Diluvio se recibieron materiales vitales de allí, pero
poco de valor se pudo enviar de vuelta. En las fuentes de oro de
antaño había que encontrar filones nuevos, hacer túneles en las
laderas, excavar pozos en la tierra, perforar las rocas. Había que
dotar de herramientas a la humanidad -herramientas duras- para que
pudieran extraer lo que los anunnaki podían localizar y perforar con
sus pistolas de rayos.
Afortunadamente, la avalancha de agua también
había hecho algo bueno, pues había expuesto filones, los había
lavado y había llenado los lechos fluviales de pepitas de oro,
mezcladas entre el lodo y la grava. Hacerse con este oro podría
abrir nuevas fuentes, más fáciles de trabajar, pero de más difícil
acceso y transporte, pues el lugar en donde había pepitas de oro en
grandes cantidades estaba al otro lado de la Tierra: allí, a lo
largo de unas cadenas montañosas frente al gran océano, habían
quedado expuestas riquezas indecibles. Y estaban allí para hacerse
con ellas, si los anunnaki iban allí; si se podía encontrar un modo
de embarcar aquel oro.
Y ahora que Nibiru se había acercado de nuevo a la Tierra, el gran
Anu, con su esposa Antu, venía a la Tierra en visita de estado, para
ver con sus propios ojos cómo iban las cosas. ¿Qué se había
conseguido al conceder a la humanidad los dos metales divinos, AN.NA
y AN.BAR, con los cuales hacer herramientas duras? ¿Qué se había
conseguido al extender las operaciones al otro lado del mundo?
¿Estaban los almacenes llenos de oro, como se había dicho, listo
para ser embarcado hacia Nibiru?
«Después de que el Diluvio barriera la Tierra, cuando se trajo la
Realeza desde el Cielo, la Realeza estuvo primero en Kis».
Así
comienza la relación, en las
Listas de los Reyes Sumerios, de las
distintas dinastías y capitales de la primera civilización en
Oriente Próximo. Y lo cierto es que la arqueología ha confirmado la
preeminente antigüedad de esta ciudad sumeria. De sus 23 soberanos,
uno lleva un nombre-epíteto que podría indicar que fue metalúrgico;
se dice con toda claridad que el vigésimo segundo soberano, Enmen-baragsi, fue el «que se llevó como botín el arma fundida de Elam».
Elam, en las montañas al este y al sudeste de Sumer, era uno
de los lugares en donde comenzó la metalurgia; y la mención del
preciado botín, un arma fundida, confirma las evidencias
arqueológicas de una metalurgia totalmente desarrollada en Oriente
Próximo poco después del 4000 a.C.
Pero «Kis fue herida por las armas», quizás por los mismos elamitas
cuya tierra había sido invadida; y la realeza, la capital, se
transfirió a una flamante ciudad llamada Uruk (la bíblica Erek). De
sus doce reyes, el más conocido fue Gilgamesh, de heroico renombre.
Su nombre significaba «a Gibil, dios de la Fundición [consagrado]».
Parece ser que la metalistería fue importante para los reyes de Uruk. Uno de ellos que tenía la palabra herrero, describe el motivo
por el cual era famoso. El primer soberano, cuyo reinado comenzó
cuando Uruk no era más que un recinto sagrado, tenía el prefijo MES
-«Maestro fundidor»- como parte de su nombre. La inscripción de este
rey resulta ser inusualmente larga:
Mes-kiag-gasher, hijo del divino Utu, se convirtió en sumo sacerdote del Eanna así como en rey... Meskiaggasher entró en el Mar Occidental y partió hacia las Montañas.
Esta información, en la que se registra una hazaña renombrada, es
muy importante, habida cuenta de la longitud de la inscripción,
cuando lo normal es que se pusiera solamente el nombre del rey y la
duración de su reinado. Qué mar cruzó Meskiaggasher, el Maestro
Fundidor, y a qué montañas llegó, nunca lo sabremos seguro; pero los
términos parecen sugerir el otro lado del mundo.
Podemos comprender la urgencia por traer la metalurgia a Uruk: tenía
que ver con la inminente visita de estado de Anu. Quizás para
hacerle ver que todo iba bien, que la ciudad, Uruk, se había
construido en su honor, y presumir de logros metalúrgicos. En el
centro del recinto sagrado se construyó un templo de muchos niveles,
con las esquinas hechas de metal fundido. Su nombre, E.ANNA, se
suele interpretar como «casa de Anu»; pero también podía significar
«casa de estaño». Los textos en los que se detalla el protocolo y el
programa de la visita real a Uruk nos muestran un lugar pródigo en
oro.
Las tablillas encontradas en los archivos de Uruk, que, según lo que
anotó el escriba, eran copias de textos sumerios anteriores, se
pueden leer sólo a partir de la mitad.
Anu y Antu ya están sentados
en el patio del templo, contemplando una procesión de dioses que
lleva el cetro dorado. Mientras tanto, unas diosas preparan los
dormitorios de los visitantes en la E.NIR -«casa de la Brillantez»-
que estaba cubierta con la «hechura de oro del Mundo Inferior». Al
oscurecer el día, un sacerdote ascendió hasta el nivel más alto del
zigurat para observar la esperada aparición de Nibiru, el «gran
planeta de Anu del Cielo».
Después de que se recitaran los himnos
correspondientes, los visitantes se lavaron las manos en sendas
jofainas de oro y se les sirvió la cena en siete bandejas de oro;
cerveza y vino les escanciaron en recipientes de oro. Y, después de
algunos himnos más ensalzando «al planeta del Creador, el planeta
que es el héroe del Cielo», una procesión de antorchas portadas por
dioses acompañó a los visitantes hasta su «recinto dorado» para
pasar allí la noche.
A la mañana siguiente, los sacerdotes llenaron los incensarios de
oro durante los sacrificios, mientras se despertaba a los dioses
para servirles un elaborado desayuno servido en fuentes de oro.
Cuando llegó el momento de partir, una procesión de dioses llevó a
los visitantes hasta el muelle en donde estaba amarrado su barco,
acompañados por los cantos de los sacerdotes.
Dejaron la ciudad a
través de la Puerta Elevada, bajaron por la avenida de los dioses y
llegaron a «el muelle sagrado, el dique del barco de Anu», que tenía
que llevarlos por «el sendero de los dioses». En una capilla llamada
Casa de Akitu, Anu y Antu se unieron a los dioses de la Tierra en
sus oraciones, recitando las bendiciones siete veces. Y después,
«agarrándose las manos», los dioses partieron.
Si, en la época de esta visita de estado,
los anunnaki ya habían
estado buscando oro en el Nuevo Mundo, ¿Anu y Antu habrían incluido
en su itinerario una visita a las nuevas tierras del oro? Y los
anunnaki de la Tierra, ¿no habrían intentado impresionarles con sus
nuevos logros, con sus nuevas perspectivas, con la promesa de
suministrar a Nibiru el vital metal en cantidades suficientes, de
una vez por todas?
Si la respuesta es sí, entonces se podría explicar la existencia de
Tiahuanacu y de otras muchas cosas más; pues si en Sumer se fundó
una nueva ciudad con un flamante recinto sagrado, con un recinto de
oro y una avenida de los dioses y unos muelles sagrados para la
visita de Anu a la Tierra de Antaño, sería de suponer que se fundara
también una nueva ciudad con un flamante recinto de oro y una
avenida sagrada y muelles sagrados en el corazón de las Nuevas
Tierras.
Y, como en Uruk, sería de esperar encontrarse con un
observatorio para determinar el momento de la aparición de Nibiru en
los cielos nocturnos, seguida por la elevación del resto de los
planetas.
Creemos que un paralelismo así podría explicar la necesidad de un
observatorio como el Kalasasaya, por su precisión y por su fecha:
hacia el 4000 a.C. Sugerimos que sólo una visita de estado de estas
características podría explicar la elaborada arquitectura de
Puma-Punku, sus regios muelles y, sí, su recinto chapado en oro.
Pues eso es exactamente lo que los arqueólogos han encontrado en
Puma-Punku: evidencias incontrovertibles de que no sólo se cubrió
con placas de oro parte de los pórticos (como los paneles traseros
de la Puerta del Sol en Tiahuanacu), sino que se chapó en oro la
totalidad de las paredes, entradas y cornisas.
En muchos bloques de
piedra pulidos, Posnansky encontró y fotografió hileras de pequeños
agujeros redondos que «servían para sujetar las placas de oro que
los cubrían, a través de clavos, también de oro». Y, cuando en 1943,
pronunció una conferencia sobre el tema en la Sociedad Geográfica,
presentó uno de estos bloques con cinco clavos de oro todavía
clavados en él (los otros clavos se los habían llevado los
buscadores de oro cuando arrancaron las placas).
La posibilidad de que en Puma-Punku se hubiera erigido en la época
más remota un edificio con las paredes, el techo y las cornisas
recubiertas de oro, tal como lo había sido la E.NIR en Uruk, se hace
más significativa cuando descubrimos que los bajorrelieves que
decoran las puertas ceremoniales en Puma-Punku, así como algunas de
las gigantescas estatuas del Gran Dios en Tiahuanacu, tenían
incrustaciones de oro.
Posnansky descubrió y fotografió los agujeros de sujeción, «algunos
de dos milímetros de diámetro, alrededor de los relieves». Una
importante puerta de Puma-Punku, llamada la Puerta de la Luna, tenía
«incrustado en oro» tanto el relieve de Viracocha como el rostro del
dios en la franja inferior, «lo cual hacía que los jeroglíficos
principales resaltaran con gran brillantez».
No menos importante fue el descubrimiento de Posnansky de que, en el
lugar de los ojos del dios, el oro incrustado y los clavos
«sujetaban unos redondeles de turquesa en las hendiduras de los
ojos. Hemos descubierto -proseguía Posnansky-, muchas de estas
piezas de turquesa perforadas en el centro, en los estratos
culturales de Tiahuanacu», detalle que le llevó a creer que, no sólo
los relieves de las puertas, sino también las gigantescas estatuas
de piedra de los dioses que se encontraron en Tiahuanacu, tenían el
rostro incrustado en oro y los ojos en turquesa.
Este descubrimiento es de lo más significativo, pues no existen
turquesas -ni piedras semipreciosas azules verdosas- en ningún lugar
de Sudamérica. Es un mineral cuya más antigua extracción se sitúa a
finales del quinto milenio a.C, en la península del Sinaí y en
Irán.
Además de esto, las técnicas de incrustación eran puramente de
Oriente Próximo, y no se encuentran en ningún otro lugar de las Américas -ciertamente, no en aquéllas épocas.
Figura 131
Virtualmente, la totalidad de las estatuas que se han encontrado en
Tiahuanacu muestran a los dioses con tres lágrimas en cada ojo. Las
lágrimas estaban incrustadas en oro, como se puede ver todavía en
algunas de las estatuas que se exhiben hoy en el Museo del Oro de La
Paz. Hay una famosa estatua, que recibió el apodo de «el Fraile»
(Fig. 131a), y que tiene alrededor de tres metros de altura, que se
talló, como el resto de estatuas gigantes de Tiahuanacu, en
arenisca; esto sugiere que todas ellas pertenecen al período más
antiguo de Tiahuanacu.
La deidad sostiene una herramienta serrada en
la mano derecha; las tres estilizadas lágrimas de cada ojo, que
indudablemente estuvieron incrustadas en oro, se pueden ver con toda
claridad (como en el dibujo, Fig. 131b).
Esas tres lágrimas también
se pueden ver en el rostro de la Cabeza Gigante (Fig. 131c), que los
buscadores de tesoros desgajaron de una colosal estatua a causa de
la creencia local de que los constructores de Tiahuanacu «poseían el
secreto de hacer piedra», y que las estatuas no se tallaron de la
piedra, sino que se fundieron a través de un proceso mágico que les
permitía ocultar oro en el interior de las estatuas.
Esta creencia quizá se sustentara por las incrustaciones de oro de
las lágrimas de los dioses, un práctica que podría explicar por qué
el pueblo andino (al igual que los aztecas) llamaba a las pepitas de
oro «lágrimas de los dioses». Debido a que todas estas estatuas
estaban representando a la misma deidad de la Puerta del Sol, en
donde también se le muestra derramando lágrimas, a este dios se le
terminó llamando «El dios llorón».
Con estas evidencias, creemos que
estaría justificado llamarle el «dios de las lágrimas de oro». En un
gigantesco monolito grabado que se encontró en un lugar cercano
(Wancai), se representa a este dios con un tocado cónico y con
cuernos -el típico tocado de los dioses mesopotámicos- y con rayos
en el lugar de las lágrimas (Fig. 132), con lo que se identifica
claramente al dios de la tormenta.
Figura 132
Uno de los bloques de piedra de Puma-Punku chapados en oro, con
«misteriosas cavidades» y un profundo surco en su interior, tenía
una esquina cortada a modo de embudo, y Posnansky supuso que
formaría parte de un altar de sacrificios.
Sin embargo, hay uno de
esos lugares satélites de Tiahuanacu, cuyos restos de piedra lo
convierten en un pequeño Puma-Punku y en donde se han encontrado
objetos de oro, que se llama Chuqui-Pajcha, que en aymara significa
«donde el oro líquido pasa por el embudo», y que sugiere que, más
que libaciones sacrificiales, lo que había allí era un proceso de
producción de oro.
La disponibilidad y la abundancia de este oro en Tiahuanacu y sus
satélites no sólo es evidente en sus leyendas, relatos o nombres de
lugares, sino también en los restos arqueológicos. Muchos objetos de
oro clasificados por los expertos como Tiahuanacu clásico, a causa
de sus formas u ornamentaciones (imágenes estilizadas del dios de
las lágrimas de oro, escaleras, cruces), se encontraron en lugares
cercanos e islas en el transcurso de las excavaciones de las décadas
de 1930, 1940 y 1950.
Dignas de mención fueron las misiones
arqueológicas patrocinadas por el Museo Americano de Historia
Natural (liderada por William C. Bennett), el Museo Peabody de
Arqueología y Etnología Americana (liderada por Alfred Kidder II) y
el Museo Etnológico de Suecia (liderada por Stig Rydén, junto con
Max Portugal, entonces conservador del Museo Arqueológico de La Paz.)
Entre los objetos había copas, vasos, discos, tubos y alfileres (uno
de éstos, de unos 15 cm de longitud, tenía una cabeza con la forma
de un penacho de tres brazos). Los objetos de oro encontrados
durante excavaciones más antiguas en las dos islas sagradas,
Titicaca (Isla del Sol) y Coatí (Isla de la Luna), los describió
Posnansky en su Guía General de Tiahuanacu y su entorno, y también
A. F. Bandelier (The Islands of Titicaca and Koati).
Los
descubrimientos de Titicaca tuvieron lugar en su mayor parte en unas
ruinas inidentificables cercanas a la Roca Sagrada y su cueva; los
expertos no se ponen de acuerdo acerca de si los objetos pertenecen
a los períodos primitivos de Tiahuanacu o, como algunos sostienen,
provienen de tiempos incas, pues se sabe que los incas iban a la
isla para dar culto y erigir santuarios durante el reinado de Mayta
Capac, el cuarto soberano inca.
Los descubrimientos de objetos de oro y bronce en Tiahuanacu y sus
alrededores no dejan lugar a dudas de que el oro precedió al bronce
(es decir, al estaño) en esta región. Posnansky fue muy enfático al
relegar el bronce al tercer período de Tiahuanacu, y mostró casos en
los que se habían utilizado grapas de bronce para reparar
estructuras de la época del oro.
Dado que en las montañas cercanas
existen evidencias claras de que el mineral de estaño y el oro se
obtenían en los mismos lugares, es probable que el descubrimiento
del oro, seguido por su minería de placer en la región de Titicaca,
fuera el que revelara la existencia de la casiterita: ambos se
encuentran mezclados en los mismos lechos de ríos y arroyos.
En un
informe oficial boliviano (titulado Bolivia y la apertura del canal
de Panamá, 1912), se afirmaba que, tanto el río Tipuani como el río
que baja del Monte Illampu, además de tener mineral de estaño, «son
famosos por la presencia de gravas en donde hay inmensas cantidades
de oro»; a profundidades de más de 90 metros, no se puede encontrar
el fondo rocoso. Y «la proporción de oro se incrementa con la
profundidad de la grava».
El informe señalaba que el oro del río Tipuani era de entre 22 y 23,5 quilates, es decir, oro casi puro. La
lista de lugares en donde hay oro en Bolivia es casi interminable,
aun después de tantos siglos de explotación desde la conquista de
América. Sólo los españoles, entre 1540 y 1750, extrajeron de las
fuentes bolivianas más de 100 toneladas de oro.
Antes de que en el siglo XIX se hiciera independiente lo que ahora
llamamos «Bolivia», se le conocía como Alto Perú y formaba parte de
los dominios peruanos de los españoles. Los recursos minerales no
sabían, ciertamente, de fronteras políticas, y ya hemos hablado en
anteriores capítulos de las riquezas de oro, plata y cobre que los
españoles encontraron en Perú, y de la creencia europea de que «el
filón madre» de todo el oro del oeste de las Américas, norte y sur,
se encontraba en los Andes peruanos.
Si echamos un vistazo a un mapa de los recursos minerales de América
del Sur, tendremos una imagen clara. Hay tres bandas de diversa
amplitud de filones de oro, plata y cobre que serpentean a lo largo
de la cordillera andina con una inclinación noroeste-sudeste, desde
Colombia, en el norte, hasta Chile y Argentina, en el sur. Punteados
a lo largo de estas bandas, están algunos de los veneros de estos
metales más famosos del mundo, algunos de ellos considerados como
montañas casi puras de mineral.
Las lentas fuerzas de la naturaleza,
y sin duda la inmensa avalancha de agua del Diluvio, sacaron los
metales y sus minerales de los filones incrustados en la roca,
exponiéndolos y lavándolos por las laderas y los lechos fluviales. Y
dado que los ríos más grandes de América del Sur nacen en las
estribaciones orientales de los Andes y discurren por las inmensas
llanuras de Brasil hasta el Océano Atlántico, no debe sorprender que
también hubiera oro y cobre en grandes cantidades en esta parte del
continente.
Pero, en última instancia, el origen de todos los metales
ornamentales y de extracción minera estuvo siempre en los filones de
la cordillera andina; y, si se observan estas bandas de filones que
se entrecruzan, y se delimitan con colores diferentes en el mapa, la
imagen que queda se parece mucho a la de la estructura helicoidal
doble del ADN, entrelazada en sí misma y con su homólogo el ARN, las
cadenas genéticas de vida y herencia de todo lo que vive en la
Tierra.
En el interior de estas bandas, se encuentran dispersos otros
valiosos minerales, algunos de ellos raros -platino, bismuto,
manganeso, wolframio, hierro, mercurio, azufre, antimonio, asbesto,
cobalto, arsénico, plomo, zinc y, muy importantes para la fundición
y el refinado, tanto antiguos como modernos, carbón y petróleo.
Algunos de los filones más ricos de oro, en parte lavados en los
lechos fluviales, se encuentran al este y al norte del lago Titicaca. Allí, en la Cordillera Real, que rodea el lago desde el
nordeste al sudeste, una cuarta banda de filones se une a las demás:
una banda de estaño en forma de casiterita. Esta banda se halla
presente en la costa oriental del lago, gira hacia el oeste a lo
largo de la cuenca del Titicaca para, después, correr hacia el sur
casi en paralelo al río Desaguadero. Se une a otras tres bandas de
filones cerca de Oruro y del lago Poopó, y allí desaparece.
Cuando Anu y su esposa llegaron para ver las riquezas minerales, la
zona sagrada de Tiahuanacu, su recinto sagrado y sus muelles, todo
estaba preparado. ¿A quiénes enrolaron y llevaron allí los anunnaki,
hacia el 4000 a.C, para construir todo aquello?
Para entonces, los
pueblos de las montañas que rodeaban Sumer tenían ya una
rudimentaria tradición en trabajos metalúrgicos y de cantería, y
pudieron estar entre los artesanos que se llevaron allí. Pero la
verdadera tecnología metalúrgica, incluida la fundición, la
tecnología de construcción a partir de planos arquitectónicos y la
de seguimiento de orientaciones estelares, estuvo en manos de los
sumerios.
La efigie central del semisubterráneo recinto sagrado es la de un
hombre barbado, como lo son muchas de las cabezas de piedra que se
sujetaron al muro del recinto y que retratan a dignatarios
desconocidos. Muchas de ellas llevan turbante como los que llevaban
los dignatarios sumerios (Fig. 133).
Figura 133
Figura 134
Habría que preguntarse dónde y cómo asimilaron los incas,
continuando con la costumbre del Imperio Antiguo, las normas de
sucesión de los sumerios (o, lo que es lo mismo, las de los
anunnaki).
¿Por qué, en sus conjuros, los sacerdotes incas invocaban
al Cielo pronunciando las palabras mágicas Zi-Ana, y a la Tierra,
con las palabras Zi-ki-a, términos absolutamente sin significado en
quechua o en aymara (según S.A. Lafone Quevedo, Ensayo
mitológico), pero que en sumerio significaban «vida celeste» (ZI. ANA)
y «vida
de tierra y agua» (ZI.KI.A)?
¿Y por qué los incas conservaron de la
época del Imperio Antiguo el término Anta para los metales en
general y para el cobre en particular -un término que es sumerio, AN.TA, se habría clasificado junto con
AN.NA (estaño) y AN.BAR
(hierro)?
A estas reliquias lingüísticas de la metalurgia sumeria (que las
tomaron prestadas sus sucesores) se les sumó el descubrimiento de
pictogramas sumerios de la minería. Los arqueólogos alemanes
dirigidos por A. Bastian se encontraron con estos símbolos grabados
en las rocas de las riberas del río Manizales, en la región aurífera
central de Colombia (Fig. 134a); y una misión del gobierno francés,
bajo la dirección de E. André, se encontró, mientras exploraban los
lechos fluviales de la región oriental, con símbolos similares (Fig.
134b) grabados en las rocas que había por encima de unas cuevas que
se habían profundizado artificialmente.
Muchos petroglifos de los
centros auríferos andinos, las rutas que llevan hasta éstos o a los
lugares en donde aparece el término Uru como componente del nombre,
disponen de símbolos que tienen todo el aspecto de pictogramas o de
escritura cuneiforme, como los de la cruz radiante (Fig. 134c)
encontrada entre unos petroglifos al noroeste del lago Titicaca -un
símbolo que los sumerios utilizaban para representar al planeta
Nibiru.
Y añadamos a todo esto la posibilidad de que algunos de los sumerios
llevados al lago Titicaca pudieran haber dejado descendientes hasta
nuestros días. En la actualidad, sólo quedarían unos cuantos
centenares de ellos; viven en algunas de las islas del lago,
navegando con sus botes de juncos. Los aymarás y los kollas, que
componen la mayor parte de los habitantes de la región, los
consideran los remanentes de los más antiguos pobladores de la zona,
forasteros de otra tierra a la que llaman Uru. Dicen que significa
«Los de antaño»; pero, ¿no se llamarán así porque vinieron de la
capital sumeria, Ur?
Según Posnansky, los urus hablan de cinco deidades o
Samptni:
-
Pacani-Malku, que significa Señor de Antaño o Grande;
-
Malku, que
significa Señor;
-
y los dioses de la Tierra, de las Aguas y el Sol.
El término malku tiene un obvio origen en Oriente Próximo, donde
significaba (y sigue haciéndolo en hebreo y árabe) «rey». W. La
Barre, en uno de los pocos estudios que se han hecho sobre los urus
(American Anthropologist, vol. 43), dice que los «mitos» uru cuentan
que,
«nosotros, la gente del lago, somos los más antiguos en la
Tierra. Estamos aquí desde hace mucho tiempo, desde antes de que el
Sol se escondiera... Antes de que el Sol se ocultara, nosotros ya
llevábamos mucho tiempo aquí. Después vinieron los kollas... Ellos
utilizaban nuestros cuerpos para los sacrificios cuando hacían los
cimientos de sus templos... Tiahuanaco se construyó antes del tiempo
de la oscuridad».
Hemos determinado ya que el Día de la Oscuridad, «cuando el Sol se
escondió», tuvo lugar hacia el 1400 a.C. Ya hemos explicado que fue
un acontecimiento global que dejó su huella en las escrituras y en
la memoria de los pueblos de ambos lados del mundo. Esta leyenda uru, o su memoria colectiva, afirma que
Tiahuanacu se construyó
antes de este suceso, y que los urus ya estaban allí desde mucho
antes.
Hasta el día de hoy, los aymarás navegan en canoas de juncos
que, según dicen, aprendieron a construirlas de los urus. La notable
similitud de estos botes con los botes de juncos sumerios llevaron a
Thor Heyerdahl a hacer una réplica de estos y embarcarse en los
viajes de la Kon-Tiki (un epíteto de Viracocha), para demostrar que
los antiguos sumerios pudieron haber cruzado los océanos.
La extensión de la presencia sumeria/uru en los Andes se puede
percibir en otros detalles, como el hecho de que uru signifique
«día» en todas las lenguas andinas, tanto en aymara como en quechua,
el mismo significado («luz del día») que tuvo en Mesopotamia. Otros
términos andinos, como uma/mayu, que es agua, khun, que es rojo,
kap, que es mano, enu/ienu, que es ojo, makai, que es golpe, tienen
un origen mesopotámico tan evidente que Pablo Patrón (Nouvelles
études sur les langues americaines) concluyó que,
«está claramente
demostrado que las lenguas quechua y aymara de los indígenas de Perú
tuvieron un origen sumerio-asirio».
El término uru aparece como componente de muchos nombres geográficos
bolivianos y peruanos, como en el del importante centro minero
Oruru, el Valle Sagrado de los Incas de Urubamba («Llanura/valle de
los Urus») y su conocido río, y otros muchos. De hecho, en unas
cuevas que hay en el centro del Valle Sagrado, aún viven los
remanentes de una tribu que se considera descendiente de los urus
del lago Titicaca; y se niegan a abandonar las cuevas para ir a
vivir en casas porque, según dicen, las montañas se derrumbarán si
ellos dejan de vivir en su interior, provocando con ello el fin del
mundo.
Existen otros vínculos aparentes entre la civilización de
Mesopotamia y la de los Andes.
-
¿Cómo explicar, por ejemplo, el hecho
de que, como en el caso de Tiahuanacu, la capital sumeria, Ur,
estuviera circundada por un canal con un puerto en el norte y otro
en el suroeste (un canal que llevaba al Eufrates)?
-
¿Y cómo explicar
que el Recinto Dorado del templo de Cuzco tuviera las paredes
cubiertas con placas de oro, al igual que los de Puma-Punku y Uruk?
-
¿Y cómo la «Biblia en Imágenes» del Coricancha, en donde se
representa a Nibiru y su órbita?
También estaban las muchas costumbres que llevaron a los recién
llegados españoles a ver en los indígenas a los descendientes de las
Diez Tribus de Israel. Estaban las ciudades costeras y sus templos,
que recordaron a los exploradores los recintos sagrados y los zigura-ts de Sumer.
-
¿Y cómo explicar los tejidos, increíblemente
adornados, de los pueblos costeros cercanos a Tiahuanacu, únicos en
las Américas, salvo si se comparan con los tejidos sumerios,
concretamente con los de Ur, que fueron famosos en la antigüedad por
sus colores y sus exquisitos diseños?
-
¿Por qué se representaba a los
dioses con tocados cónicos, y a una diosa con la cuchilla umbilical
de Ninti?
-
¿Por qué un calendario como el mesopotámico, y un Zodiaco
como en Sumer, con la precesión de los equinoccios y doce casas?
Sin la intención de hacer un refrito de todas las evidencias que
llenan los capítulos anteriores, se nos antoja que todas las piezas
del rompecabezas de los comienzos andinos encajan en su sitio, si
reconocemos la mano de los anunnaki y la presencia en esta región de
los sumerios (solos o con sus vecinos) hacia el 4000 a.C.
Las
leyendas de la ascensión a los cielos del Creador y sus dos hijos,
la Luna y el Sol, desde la roca sagrada de la Isla del Sol (la Isla Titicaca) bien pueden ser recuerdos de la partida de
Anu, de su hijo
Sin y de su nieto Shamash: después de hacer un corto viaje en barco
desde Puma-Punku hasta un vehículo aéreo de los anunnaki que
esperaba en la isla.
En aquella memorable noche en Uruk, en cuanto se divisó Nibiru, los
sacerdotes encendieron las antorchas como señal para las poblaciones
cercanas. Y, así, se fueron encendiendo hogueras, hasta que todo Sumer resplandeció, celebrando la presencia de Anu y Antu, y el
avistamiento del Planeta de los Dioses.
Tanto si la gente era consciente como si no de que estaban
presenciando un avistamiento celeste que sólo ocurría una vez cada
3.600 años terrestres, lo que sí que debían saber era que se trataba
de un fenómeno que sólo tendrían ocasión de verlo una vez en sus
vidas. La humanidad no ha dejado de anhelar el regreso de aquel
planeta, y simplemente recuerda aquella era como una Era de Oro: no
sólo en términos físicos, sino también porque culminó un período de
paz y de progresos sin precedentes para la humanidad.
Pero tan pronto (en términos anunnaki) Anu y Antu regresaron a
Nibiru, la pacífica división de la Tierra entre los clanes anunnaki
se vio alterada. Fue hacia el 3450 a.C, según nuestros cálculos,
cuando tuvo lugar el incidente de la Torre de Babel: una
intentona de Marduk/Ra por conseguir la supremacía de su ciudad, Babilonia,
en Mesopotamia.
Aunque frustrada por Enlil y Ninurta, aquel intento
por involucrar a la humanidad en la construcción de una torre de
lanzamiento trajo la decisión de los dioses de dispersar a la
humanidad y confundir sus lenguas. Aquella civilización y aquella
lengua únicas se dividieron, y tras un período caótico que duró unos
350 años, se formó la civilización del Nilo, con su propia lengua y
su propia escritura, aunque rudimentaria. Esto sucedió, según nos
dicen los egiptólogos, hacia el 3100 a.C.
Frustrado en sus esfuerzos por hacerse con la supremacía en el
civilizado Sumer, Marduk/Ra se valió de que se hubiera concedido la
civilización a los egipcios para volver a aquella tierra y reclamar
su soberanía a su hermano Thot, con lo que éste quedó como un dios
sin pueblo; y nuestra hipótesis es que, acompañado por algunos
fieles seguidores, eligió una morada en los Nuevos Reinos -en
Mesoamérica.
Y sugerimos también que no sólo sucedió «hacia el 3100 a.C», sino
exactamente en el 3113 a.C. -la época, el año e, incluso, el día en
que los mesoamericanos comenzaron su Cuenta Larga.
Contar el paso del tiempo tomando como punto de arranque del
calendario un acontecimiento importante no es nada extraño. El
calendario occidental cristiano cuenta los años a partir del
nacimiento de Cristo. El calendario musulmán comienza con la Hégira,
la huida de Mahoma desde La Meca a Medina. Echando un vistazo a los
muchos ejemplos de tierras y monarquías precedentes, mencionaremos
el calendario judío, que es, en efecto, el antiguo calendario (el
más antiguo de todos) de Nippur, la ciudad sumeria consagrada a Enlil.
En contra de la idea generalizada de que los judíos cuentan
los años (5.748 en 1988) desde el «principio del mundo», el
calendario judío cuenta realmente los años desde el comienzo del
calendario nippuriano, en el 3760 a.C. -momento, suponemos, en que
tuvo lugar la visita de estado de Anu a la Tierra.
¿Por qué no aceptar entonces nuestra hipótesis de que la llegada de
Quetzalcóatl, es decir, la Serpiente Alada, a su nuevo reino se
tomara como punto de arranque de la Cuenta Larga del calendario
mesoamericano, especialmente por ser el dios que introdujo el
calendario en estas tierras?
Figura 135
Tras ser derrocado por su propio hermano,
Thot (conocido en los
textos sumerios como Ningishzidda -Señor del Árbol de la Vida) se
convirtió en el aliado natural de los adversarios de su hermano, los
dioses enlilitas y su Guerrero Jefe, Ninurta.
En los registros
sumerios se dice que, cuando Ninurta le pidió a Gudea que le hiciera
un templo-zigurat, fue Ningishzidda/Thot el que diseñó los planos de
construcción; también especificó los extraños materiales necesarios
para ello, y se ocupó de suministrarlos. Como amigo de los
enlilitas, tuvo que mantener buenas relaciones con Ishkur/Adad, y
con el reino andino que se puso bajo su control en la región del
Titicaca; y, probablemente, sería bien recibido allí como invitado.
De hecho, podemos discernir evidencias de que un dios Serpiente y
sus seguidores africanos echaron probablemente una mano en el
desarrollo de algunos de los emplazamientos satélites de
procesamiento de metales de los alrededores de Tiahuanacu.
Existen
algunas estelas y esculturas de piedra de la época entre los
Períodos I y II de Tiahuanacu que están decoradas con símbolos de
serpientes -un símbolo que, por otra parte, es extraño y desconocido
en Tiahuanacu; y algunas de las esculturas de personas encontradas
en lugares cercanos (Fig. 135), así como dos colosales bustos que
los nativos se llevaron al pueblo de Tiahuanacu para decorar la
entrada de la iglesia (Fig. 136), muestran, aún en tan erosionado
estado, rasgos negroides.
Figura 136
Posnansky, herido por las críticas de su «fantástica» antigüedad, no
intentó fechar la transición desde el Período I, cuando se utilizó
la arenisca para la construcción y el santuario, hasta el Período
II, más sofisticado, cuando se empezó a utilizar una piedra más
dura, la andesita.
Pero el hecho de que este cambio marcara también
un giro en el centro de atención de Tiahuanacu desde el oro al
estaño, nos sugiere la época del 2500 a.C. Si, como suponemos, los
dioses enlilitas a cargo de los dominios montañosos de Oriente
Próximo (Adad, Ninurta), se encontraban entonces en el Nuevo Reino,
ocupados con la fundación de la colonia casita, esto explicaría por
qué, más o menos en la misma época, Inanna/Ishtar usurpó el poder en
Oriente Próximo y lanzó una sangrienta ofensiva contra Marduk/Ra
para vengar la muerte de su amado esposo Dumuzi (provocada, según
ella, por Marduk).
Fue en aquella época, y probablemente como consecuencia de la
inestabilidad de los Viejos Reinos, cuando los dioses involucrados
se decidieron a crear una nueva civilización lejos de todas las
demás:
en los Andes. Mientras Tiahuanacu era el centro del suministro de
estaño, los suministros de oro eran casi inagotables a lo largo de
las vertientes andinas. Todo lo que había que hacer era darle al
hombre andino los conocimientos y las herramientas necesarias para
hacerse con el oro.
Y así fue como, hacia el 2400 a.C. -justo como dijo Montesinos-, se
le dio a Manco Capac la varita de oro en Titicaca y se le envió a la
región del oro de Cuzco.
¿Qué forma tenía y para qué servía esta varita mágica? Uno de los
más concienzudos estudios sobre el tema es Corona incaica, de
Juan
Larrea. Analizando objetos, leyendas y representaciones pictóricas
de los soberanos incas, llegó a la conclusión de que era un hacha,
un objeto llamado Yuari, que, cuando se le entregó a Manco Capac, se
le dio el nombre de Tupa-Yuari, Hacha Real (Fig. 137a). Pero, ¿era
un arma o una herramienta?
Para encontrar la respuesta, tendremos que ir al antiguo Egipto. El
término egipcio para «dioses, divino» era Neteru, «Guardianes», que,
no obstante, era el término que se utilizaba para designar a Sumer
(en realidad, Shumer) -«tierra de los guardianes»; y en las primeras
traducciones de los textos bíblicos y pseudobíblicos al griego, el
término
Nefilim (alias Anunnaki) se tradujo por «guardianes».
El
jeroglífico de esta palabra era un hacha (Fig. 137b); E. A. Wallis
Budge (The Gods of the Egyptians), en un capítulo especial titulado
«El hacha como símbolo de Dios», llegó a la conclusión de que estaba
hecha de metal, y mencionó que el símbolo (como el término Neter)
se había tomado prestado de los sumerios. Y eso es, precisamente, lo
que se puede vislumbrar en la
Fig. 133.
Figura 137
Así se puso en marcha la civilización andina:
dándole al hombre
andino un hacha con la cual extraer el oro de los dioses.
Los relatos de Manco Capac y de los hermanos Ayar marcan también,
con toda probabilidad, el fin de las fases mesopotámica y del oro en
Tiahuanacu. A continuación, hubo una pausa, que se prolongó hasta
que el lugar volvió a la vida como capital mundial del estaño.
Llegaron los casitas y empezaron a enviar estaño, o bronce ya hecho,
a través de la ruta del Pacífico. Con el tiempo, se pusieron en
marcha otras rutas.
La existencia de poblaciones con una abundancia
sorprendente de objetos de bronce apunta a una posible ruta por el
río Beni, en dirección este, hasta la costa atlántica de Brasil,
para desde ahí, con la ayuda de las corrientes oceánicas, alcanzar
el Mar de Arabia y llegar a Egipto a través del Mar Rojo, o a
Mesopotamia a través del Golfo Pérsico.
Pudo haber, y probablemente
hubo, una ruta a través del Imperio Antiguo y el río Urubamba, como
sugieren los emplazamientos megalíticos y el descubrimiento de un
trozo de estaño puro en Machu Picchu. Esta ruta llevaba al Amazonas
y al extremo nororiental de Sudamérica, para cruzar después el
Atlántico y llegar a África Occidental, y por último al
Mediterráneo.
Y después, en el momento en que Mesoamérica alcanzó un mínimo de
poblaciones civilizadas, se ofreció una tercera alternativa más
rápida, a través del estrecho cuello de botella que establecía un
puente de tierra virtual entre el Océano Pacífico y el Atlántico
cruzando el Caribe -ruta que seguirían más tarde, pero al revés, los
conquistadores.
Esta tercera ruta, la de la civilización olmeca, debió convertirse
en la preferida a partir del 2000 a.C, como se evidencia por la
presencia de mediterráneos, pues, en el 2024 a.C, los anunnaki,
dirigidos por Ninurta, destruyeron con armas nucleares el espaciopuerto del Sinaí, por temor a que cayera en manos de los
seguidores de Marduk.
La mortífera nube nuclear avanzó imparable hacia el este por todo el
sur de Mesopotamia, devastando Sumer y su última capital, Ur. Y,
como si el destino lo hubiese decretado, la nube se desvió hacia el
sur perdonando a Babilonia; y Marduk, sin perder el tiempo, marchó
con un ejército de seguidores cananeos y amorreos, declarando la
realeza en Babilonia.
Creemos que fue entonces cuando se tomó la decisión de conceder la
civilización a los seguidores africanos de Ningishzidda/Thot/Quetzalcóatl en su
reino centroamericano.
Uno de los extraños estudios académicos que admiten que los olmecas
eran negroides africanos fue África and the Discovery of America, de
Leo Wiener, profesor de eslavo y otras lenguas en la Universidad de
Harvard. Basándose en los rasgos raciales y en otras
consideraciones, pero principalmente en el análisis lingüístico,
concluyó que la lengua olmeca pertenecía al grupo de lenguas mande,
que tuvieron su origen en el oeste de África, entre los ríos Niger y
Congo.
Pero este estudio lo realizó en 1920, antes de que se
conocieran los restos de la verdadera época olmeca, por lo que
atribuyó su presencia en Mesoamérica a los marinos y los traficantes
de esclavos árabes de la Edad Media.
Más de medio siglo tendría que pasar hasta que se abordara este tema
en otro importante estudio académico, Unexpected Faces in Ancient
America, de Alexander von Wuthenau. Con una gran aportación de
fotografías de rostros de semitas y negroides del legado artístico
de Mesoamérica, Wuthenau supuso que los primeros vínculos entre el
Viejo y el Nuevo Mundo se desarrollaron durante el reinado del
faraón egipcio Ramsés III (siglo XII a.C), y que los olmecas eran
cusitas de Nubia (la principal fuente de oro de Egipto).
Pensó que
algunos otros negros africanos pudieron llegar a América a bordo de
«barcos fenicios y judíos», entre el 500 y el 200 a.C. Ivan van
Sertima, cuyo estudio They Came Before Columbus estableció un
puente sobre el vacío de medio siglo entre los dos trabajos
académicos anteriores, se inclinó por la solución cusita: fue cuando
los reyes negros de Kush ascendieron al trono de Egipto en el siglo
VIII a.C, conformando la vigesimoquinta dinastía, y comerciando con
plata y bronce que, probablemente como consecuencia de los
naufragios, dominaban en Mesoamérica.
Esta conclusión vino propiciada por la idea de que las gigantes
cabezas olmecas eran, más o menos, de aquella época; pero ahora
sabemos que los comienzos de los olmecas se remontan al 2000 a.C.
Entonces, ¿quiénes fueron estos africanos?
Sostenemos que los estudios lingüísticos de Leo Wiener son
correctos, pero no así su marco temporal. Cuando uno compara los
rostros de las colosales cabezas olmecas (Fig. 138a) con las de los
africanos occidentales (como éste del líder nigeriano, General I. B. Banagida -Fig. 138b), un puente de obvia similitud cruza el abismo
de los milenios.
Es de esta parte de África de la que Thot pudo
llevarse a sus seguidores expertos en minería, pues es allí donde
son abundantes el oro, y el estaño y el cobre con los cuales alear
el bronce.
Figura 138
Nigeria es famosa por sus figurillas de bronce -fundidas con el
mencionado proceso de Cera Perdida- desde hace milenios; en unas
investigaciones recientes, en las que se ha hecho dataciones con
radiocarbono, se ha comprobado que las más antiguas pueden ser de
alrededor del 2100 a.C.
También allí, en África Occidental, lo que hoy se conoce como Ghana,
recibió durante siglos el nombre de Costa de Oro, pues eso es lo que
era, una fuente de oro conocida incluso por los fenicios. Y después
tenemos la región del pueblo ashanti, famosa en todo el continente
por su orfebrería; entre sus trabajos se suelen ver objetos de oro
con la forma de pirámides escalonadas en miniatura (Fig. 139), en
unos países en donde no han existido nunca estas construcciones.
Creemos que, cuando el orden en el Viejo Mundo quedó trastocado,
Thot se llevó consigo a sus seguidores expertos: para comenzar una
nueva vida, una nueva civilización y unas nuevas operaciones
mineras.
Con el tiempo, como hemos demostrado, estas operaciones y esos
mineros, los olmecas, se trasladaron hacia el sur, primero a las
costas mexicanas del Pacífico, y luego, a través del istmo, a la
parte norte de América del Sur. Su destino final sería la región de Chavín, donde se encontrarían con
los mineros del oro de Adad, el
pueblo de la varita de oro.
Figura 139
La edad de oro de los Nuevos Reinos no duraría para siempre. Los
emplazamientos olmecas de México fueron destruidos; los mismos
olmecas y sus barbados compañeros tuvieron un fin brutal. La
cerámica mochica nos muestra a unos esclavizados gigantes y a unos dioses alados combatiendo con hojas de metal. El Imperio Antiguo
presenció choques tribales e invasiones, y en las alturas del Titicaca, las leyendas aymara recordarían a unos invasores que
subieron a las montañas desde la costa y mataron a los hombres
blancos que aún quedaban allí.
-
¿Sería esto el reflejo de los conflictos entre
los anunnaki,
conflictos en los cuales fueron involucrando cada vez más a la
humanidad?
-
¿O todo esto comenzó a suceder después de que los dioses
se fueran -navegando por el mar, ascendiendo al cielo?
Fuese lo que fuese que sucediera, lo que es cierto es que, con el
tiempo, los vínculos entre los Viejos y los Nuevos Reinos se
rompieron. En el Viejo Mundo, las Américas se convirtieron en no más
que un borroso recuerdo -insinuado por este o aquel autor clásico,
de los relatos de la Atlántida escuchados a los sacerdotes egipcios,
incluso de asombrosos mapas que dibujaban continentes desconocidos.
¿Acaso era todo un mito, que hubiera tierras de oro y estaño más
allá de las Columnas de Hércules?
Con el tiempo, los Nuevos Reinos
se convertirían en los Reinos Perdidos, al menos para los
occidentales. Allí, en los Nuevos Reinos, el pasado de oro se
convirtió sólo en un recuerdo legendario con el transcurso de los
siglos. Pero los recuerdos no morirían, y los relatos persistirían;
los relatos de cómo y dónde comenzó todo, de Quetzalcóatl y
Viracocha, de cómo volverían algún día.
Cuando nos encontramos ahora con cabezas colosales, muros
megalíticos, emplazamientos abandonados, una solitaria puerta con un
dios llorón, nos debemos preguntar: ¿no tendrían razón los pueblos
de América al decirnos que aquellos dioses estuvieron entre ellos,
al esperar su regreso?
Figura 140
Pues, hasta que el hombre blanco llegó otra vez, trayendo con él el
caos, los pueblos de los Andes, donde todo comenzó, sólo podían
mirar en los vacíos recintos dorados y conservar la esperanza de ver
de nuevo, alguna vez, a su alado dios de las lágrimas de oro.
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