Prólogo

Es alarmante que la existencia del género humano, desde los albores de la historia, se haya movido sin excepción por unos derroteros en los que cada palabra - y, sobre todo, las palabras esenciales de la vida - no adquiría su significado propio, único e irrevocable, sino las acepciones que en cada ciclo cultural convenían a los grupos de presión en turno de poder.

 

Es alarmante, sobre todo, comprobarlo ahora y aquí, cuando la mente del hombre está, en general, tan deformada por milenios de dependencia, que ya resulta casi imposible pensar que lleguemos algún día a darnos cuenta de nuestra auténtica situación y empecemos a llamar a las cosas por su nombre de una vez por todas; a entender su verdadero significado, sus motivos y hasta el lugar exacto que ocupan ellas en nuestra existencia y nosotros en la suya.


El hombre es el gran engañado del cosmos. Prefiero decirlo así, con vergüenza, pero sin medias tintas.

 

Y - diré más - es o somos engañados conscientemente, como si estuviéramos ansiosos de engaño, de dependencia, como si estuviéramos ancestralmente necesitados de que otros - quienes fueran - nos saquen de nuestra radical inseguridad, aunque sea a costa de dominios, de imposiciones y de obediencias que hayan de marcarnos para siempre como esclavos de cuanto - persona o entidad presuntamente celeste - aceptamos como cosa superior, como señora y dueña de nuestras vidas, de nuestro pensamiento y de nuestro mismo destino en tanto que especie zoológica, que es lo que somos.


Curiosamente, el ser humano es el único animal que obedece a aquello que desconoce radicalmente, el único ser que teme enfrentarse con lo desconocido.

 

El único que ha convertido en práctica vital y en pan nuestro de cada día ese horrible refrán de la mal llamada sabiduría popular que cuenta que,

«más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer».

Si nos molestamos en observar el comportamiento de las bestias salvajes, comprobaremos que sólo huyen de aquello que saben que les es hostil. Y que, en cambio, se atreven a husmear - tan cuidadosamente como queramos - en lo que desconocen.


Parece como si, a todos los niveles vitales, el ser humano hubiera perdido definitivamente el sentido de su propia libertad y se hubiera plegado a todas las fuerzas que le arrastran irremisiblemente hacia la dependencia.

 

Desde el slogan - horrible y criminal - del «¡sé libre, vístete con...!», hasta el voto periódico y presuntamente voluntario en las urnas democráticas, cuidadosa y matemáticamente medido, la vida del hombre discurre sin remedio por las coordenadas de la manipulación, en una tensión constante entre los que necesitan ser condicionados y los que creen a pies juntillas que detentan la autoridad magistral para condicionar irremisiblemente a quienes mantienen debajo de su bota, de su ley o de su credo.


Si repasamos la historia, los dogmas religiosos de todo tipo, la política, la guerra, las creencias, los juegos, las costumbres y hasta el eventual futuro del género humano (si repasamos todo esto con los ojos abiertos, quiero decir), comprobaremos, al menos a niveles personales, que el devenir de la especie, desde sus albores, ha sido una constante sucesión de tensiones entre entidades minoritarias detentoras de poder y una masa informe de gente incapaz de ejercer, ni por fuera ni desde dentro, su legítimo e inalienable derecho a la libertad.

 

El ser humano ha sido - y lo es cada vez más - un ente condicionado, dependiente, propicio a la manipulación. Obedece por miedo y hasta con alegría a todo aquello que cree que le evita «la funesta manía de pensar» y le impone sus verdades por decreto.

 

En esta tesitura, el hombre libre - y quiero decir realmente libre - se convierte en un proscrito, en un perseguido obligado al silencio, cuando no a la mazmorra, a la hoguera o al disparo en la nuca a la vuelta de la primera esquina.


Y todo ello, ¿por qué? No hay respuesta autorizada. Y, si la hay, queda ahogada por los gritos de los que saben chillar mejor, o más fuerte, para proclamar vital y espiritualmente y políticamente incluso, su ¡vivan las cadenas!, el mismo grito que lanzaba el pueblo al paso de Fernando VII cuando regresaba a sus dominios hispánicos con las intenciones puestas en la restauración de los poderes del sable y de la casulla, a mayor gloria de Dios.


No se trata ahora, sin embargo, de buscar los posibles orígenes sociopolíticos de la manipulación. Al menos, yo estoy convencido de que, en esas coordenadas, la manipulación que podemos detectar no es más que el reflejo de otra, mucho más profunda y desconocida, que afecta a nuestra realidad inmediata, a nuestra esencia como seres vivientes, a nuestra concepción cósmica, a nuestras esperanzas de superación y de trascendencia.

 

Más aún, creo que puede establecerse un paralelismo claro y tajante entre esa Gran Manipulación Cósmica que incide en la naturaleza misma del hombre y esa otra, menor, que se ejerce sin que tengamos conciencia clara de las entidades más o menos anónimas de nuestro entorno inmediato que la llevan a cabo.

 

Y pienso que sólo entendiendo y asimilando los motivos de ésta lograremos vislumbrar las razones de aquélla.


Por eso he tenido que plantearme un libro de apariencia tal vez extraña, en el que los motivos parecen confundirse eventualmente y del que, de inmediato, yo mismo sería incapaz de dar una definición sobre si es escrito político, histórico o - Dios no lo quiera - religioso. Y no sé siquiera si podría aconsejar a ninguno de sus lectores que lo incluyera entre sus libros fantásticos y fortianos, pero, si lo hiciera, tampoco podría hacerle ningún reproche, porque todavía nadie - que yo sepa, al menos - ha sido capaz de establecer los límites estrictos entre lo aparente racional y lo real irracional.


Me explicaré, siquiera sea como advertencia, antes de seguir buscando razones a la sinrazón fundamental. El ser humano, tal como lo han advertido buen número de escuelas filosóficas de todos los tiempos y de todas las latitudes, vive en un mundo de apariencias. Las propias ciencias lo atestiguan, aunque tan a menudo se revuelvan contra tal aserto.

 

Nosotros, los seres humanos, nos movemos entre estas apariencias que nos transmiten los sentidos, sin detenernos a pensar (ni a vivir) que efectivamente lo son.

 

Comprendemos - o creemos comprender - las sensaciones, las tomamos vitalmente como reales, como auténticas e inamovibles. Y todo aquello que no encaja en sus coordenadas - es decir, todo cuanto está respondiendo a atisbos de otra Realidad no captada - lo rechazamos por ilógico, por irreal, por irracional y por imposible; o, lo que es peor aún, lo admitimos sin rechistar, como manifestación de una presunta divinidad inalcanzable, todopoderosa y omnisciente, a la que sólo por la fe y por las creencias - impuestas - podemos aprehender.


Esa Realidad nos está manipulando desde unas coordenadas - ¿dimensionales tal vez? - que normalmente somos incapaces no sólo de alcanzar, sino hasta de entender.

 

Pero su juego es, a determinados niveles, exactamente igual al que ejercen sobre nosotros las entidades manipuladoras de nuestro propio mundo, hasta el punto de que pocas veces llegamos a identificar la naturaleza de esa radical dependencia y nos es totalmente imposible distinguir sus límites, precisamente porque, tan a menudo, la pequeña manipulación que nuestro entorno ejerce sobre nosotros trata de apoyarse - con un conocimiento intuitivo más o menos real del problema - en las manifestaciones que, con la apariencia de prodigios inexplicables, surgen ante nosotros rompiendo, incluso violentamente, los esquemas de nuestra lógica de andar por casa.

 

Así se proclaman los mitos milagrosos y los prodigios satánicos, las «demostraciones» indiscutidas e indiscutibles de la todopoderosa divinidad de tumo que domina sobre los pobres humanos para que la obedezcan y - sobre todo - para que obedezcan a sus presuntos representantes terrenos autorizados.


Como reacción frente a esta teología prefabricada sobre la Otra Realidad, surge la ciencia académica.

 

Al menos, ese otro dogma pragmático y pretendidamente experimental que llamamos ciencia. Sus sacerdotes - que también los tiene - proclaman que todo debe poderse explicar por la razón. Es más: que aquello que no puede explicarse racionalmente no existe. Y aún más: que como no existe, nadie tiene el derecho a mentarlo ni a pensarlo; que las cosas - todas las cosas - o se explican o son alucinaciones; que, en fin, nada es cierto si no puede probarse.


El ser humano parece obligado inapelablemente a elegir entre estas dos dependencias primarias: o cree y acepta a ciegas la creencia, o se lanza a tumba abierta a confiar en una ciencia que juega a los bolos con la realidad aparente y niega por principio lo inexplicable o lo que no ha pasado por el cedazo de su pragmatismo.

 

El hombre «tiene que» creer o «tiene que» aceptar a los que dicen saber. Si no lo hace, o se condena o se le suspende.

 

Y nadie, que yo sepa, se resigna a ninguna de estas dos cosas, porque arrastra en su inconsciente colectivo siglos de mentalizaciones en los que se le ha impuesto, por las buenas o por las bravas, la doble necesidad física de la salvación condicionada o del triunfo igualmente condicionado. Nadie quiere ser proscrito, ni en esta vida ni en la otra.

 

En esa amenaza constante de proscripción, que pende sobre la cabeza del hombre como una espada de Damocles, está la clave de la manipulación a niveles inmediatos.


Pero esos niveles - sociales, económicos, científicos, religiosos, o simplemente supersticiosos (dando a la superstición sus dimensiones puramente psíquicas) - no son, como todo, más que el puro y simple reflejo de otra manipulación que llega desde la Otra Realidad y que es la que realmente configura y mediatiza el comportamiento humano en tanto que especie, en tanto que categoría dentro del conjunto cósmico.

 

Y aquí sí tenemos que penetrar, querámoslo o no, en el ámbito del misterio, de lo improbable - es decir, de lo que es imposible de probar - , de lo sospechado, de lo apenas intuido, de lo que se nos viene encima sin que tengamos la mínima oportunidad de controlarlo, a menos que seamos capaces de superar nuestra propia conciencia y de situarnos en el plano evolutivo inmediato, en contacto y con conocimiento vivido de la siguiente cara de la Realidad.


El ser humano se ha proclamado, irracionalmente, Rey de la Creación.

 

Sin embargo, si queremos molestarnos en analizar fríamente la naturaleza de este término, ya de por sí condicionante, veremos que la palabra abarca sólo el mundo físico y sensorial que se presenta ante nuestros medios de percepción: un mundo de tres dimensiones dominadas, habitado por una multitud de entidades que no las dominan. De ahí que, en cierta manera, mandemos sobre ellas gracias a nuestra racionalidad, porque somos capaces de provocar toda una serie de efectos, de acciones y de sensaciones, que son perfectamente incomprensibles para el resto de los seres que nos rodean.


Ahora bien, también sobre nosotros, seres humanos, se proyectan hechos que nuestra razón no es capaz de controlar, y mucho menos de explicar.

 

Son los hechos que. por muy reales que los sintamos, se nos plantean como irracionales, aquellos que de ningún modo encajan en los esquemas mentales a los que estamos habituados, aquellos para los cuales no sirve en modo alguno la plantilla de los saberes aprendidos, aceptados y asumidos.


Si nos molestamos en comparar estas formas de mediatización con las que ejercen sobre nosotros las fuerzas manipuladoras de nuestro entorno, veremos que guardan un paralelismo perfectamente adecuado a sus fines. Ambas actúan desde coordenadas que. al menos en su apariencia inmediata, no tienen nada que ver con las relaciones (causa efecto, medio-fin, antecedente-consecuente) sobre las que basamos nuestro comportamiento y nuestro conocimiento.

 

La lógica racional que nos han imbuido desde las alturas de la autoridad, de la enseñanza programada y del poder, no cuenta a la hora de intentar el análisis de esas fuerzas que se manifiestan.

 

Y no cuenta precisamente porque esas mismas fuerzas, secularmente, han previsto a su modo que la raíz de su dominio se asienta en el mantenimiento del engaño de la conciencia humana, en la deformación lógica de unas mentes - las nuestras - que, a menos que realicemos un obligado esfuerzo sobrehumano de ruptura de los esquemas en los que nos han insertado, nos seguirán manteniendo en la mentira secular de una apariencia pura tomada por realidad obligada e inmutable.


Voy a tratar, en las páginas siguientes, de plantear la naturaleza y el comportamiento de los elementos manipuladores que actúan sobre nosotros, desde dentro y desde fuera de los ámbitos propios de nuestro conocimiento.

 

Y me gustaría poder mostrar cómo esas manipulaciones se manifiestan igualmente condicionadoras de nuestro comportamiento, vengan de donde vengan; y cómo el ser humano navega durante toda su existencia en un mar de ciegas obediencias que, sin formar en modo alguno parte integrante de su naturaleza, delimitan su libertad de acción y hasta de evolución, conduciéndole por donde quieren las fuerzas humanas y metahumanas que pretenden conformar las conciencias y condicionar los actos en su propio y exclusivo beneficio.


Pero no quiero de ninguna manera que éste sea un libro en el que nadie consiga vislumbrar el conformismo como única y pasiva solución a las presiones manipuladoras que se ejercen sobre el ser humano. Por el contrario, hay una solución, un camino - o varios - de liberación.

 

El hombre tiene absoluta necesidad de comprender y de asumir lo desconocido y el conocimiento que se le escamotea. Sólo puede temerse lo que se ignora radicalmente.

 

Sólo se obedece a ciegas lo que se teme.

 

Si logramos vislumbrar la naturaleza de la otra Realidad o - excepcionalmente - acceder a ella por voluntad propia, dejaremos de sentirla como fuerza desconocida e incontrolable que nos domina y nos conforma la conciencia sin que podamos hacer nada por evitarlo.


No digo que los caminos que voy a apuntar sean ciertos ni únicos. Sería monstruosa por mi parte la pretensión de haber encontrado una Piedra Filosofal única, cuando ese hallazgo sólo puede ser resultado de búsqueda y de encuentro por parte de cada individuo.

 

E insisto en el individualismo, precisamente porque tengo el convencimiento de que la unión en grupos o en sectas, sean del tipo que sean y por más que proclamen a los cuatro vientos la libertad del nombre como intención, como fin y como meta, conforman otra manera de dependencia en la que puede caer cualquiera que no haya desarrollado su voluntad liberadora, o su intención trascendente, en primer lugar a niveles personales e intransferibles. No olvidemos que la labor de los grandes maestros de cualquier rincón del planeta no consiste en enseñar (contra lo que el mismo significado usual de la palabra parece indicar), sino en ayudar a que cada cual encuentre libremente su propio camino.

 

Sólo en ese sistema de coordenadas de libertad y de individualismo podrá el ser humano hallar el centro de su trascendencia. Y. al hallarlo, estará en condiciones de enfrentarse conscientemente a muchas de las incógnitas que plantea la Otra Realidad y de encararse con probabilidades de triunfo a la manipulación de que el género humano es objeto, desde el instante mismo de su aparición sobre la faz de la tierra.

 

Porque conocer a los dioses es empezar a dominarlos, y es precisamente esa victoria fundamental del hombre ta que tratan de retrasar todas las entidades manipuladoras que nos oprimen, intentando evitar nuestra lógica evolución.

 

Regresar al Índice