por R. Gordon Wasson
Junio 1957
del Sitio Web
Imaginaria
Versión en
ingles
Este artículo fue publicado
en la edición española de
la revista LIFE el 3 de junio de 1957.
La edición en Internet de este artículo
se ha hecha con una intención divulgadora y en reconocimiento a
la labor de R..G.Wasson, pero en ningún caso con ánimo de lucro.
He intentado contactar con la revista LIFE para pedir su
consentimiento para la publicación del artículo en Internet,
pero he tenido conocimiento de que la revista dejó de publicarse
hace unos años y no he podido encontrar a sus representantes
legales actuales. |
En las sierras de
México,
un banquero neoyorquino participa en antiguos ritos
practicados por indios que acostumbran
a masticar raros hongos
alucinantes
PREPARANDO
LA CEREMONIA
en que el autor mascó hongos
alucinadores y vio visiones,
la curandera Eva Méndez coloca las
setas sobre el humo que despiden
al quemarse ciertas hojas aromáticas.
El autor de este
artículo, uno de los vicepresidentes de J. P.
Morgan & Co. Incorporated, ha pasado los últimos
cuatro veranos en remotas sierras de México, en
compañía de su esposa, la Dra. Valentina P.
Wasson, pedíatra de Nueva York. Los esposos
Wasson se han dedicado a estudiar ciertos hongos
de cualidades alucinadoras, hasta hoy no
conocidos.
Durante
30 años han indagado el papel de los hongos
silvestres en la cultura universal. En sus
viajes por el mundo, han hecho sorprendentes
descubrimientos en un campo científico en el
cual son precursores. Sus hallazgos están
compilados en el libro Mushrooms Russia and
History obra monumental de dos tomos
copiosamente ilustrada, cuya primera edición -limitada
a 500 ejemplares- está a la venta en 125 dólares
(Pantheon Books, Nueva York).
EL
AUTOR, ex periodista y - desde 1928 - banquero,
aparece en su casa de Nueva York con un aparato grabador,
fotos de hongos y un hongo de piedra.
En la noche del 29 de junio de 1955,
y en una aldea mexicana tan lejana que la mayoría de habitantes
no hablan español, mi amigo Allan Richardson y yo compartimos
con una hospitalaria familia india una "comunión sagrada", en la
cual se adoraron, primero, y se consumieron, luego, ciertos
hongos "divinos".
En la ceremonia religiosa los indios mezclaron
ritos cristianos y paganos en forma desconcertante para el
cristiano, pero natural para los indígenas.
Dirigieron el ritual
dos mujeres, madre e hija, ambas curanderas; y el oficio se
celebró en lengua mixeteca. Los hongos producen visiones a
quienes los comen.
Mi amigo y yo masticamos y tragamos las setas,
tuvimos alucinaciones, y salimos aterrados del trance. Habíamos
venido de muy lejos para participar en la ceremonia, mas no
esperábamos nada tan asombroso como la pericia de las curanderas
oficiantes y los estupefacientes efectos de los hongos.
Richardson y yo fuimos los primeros blancos que comimos los
hongos divinos, cuyas propiedades guardan en secreto, desde hace
muchos siglos, varios grupos de indígenas que viven al margen
del progreso en el sur de México. Ningún antropólogo ha descrito
hasta hoy la escena que allí presenciamos.
Richardson
es fotógrafo de la sociedad neoyorquina y director de educación
visual en la Escuela Brearley, y yo soy banquero.
Pero no fue
obra del azar nuestro encuentro en la cámara subterránea de una
pequeña choza indígena con paredes de adobe y techo de paja. Por
cuarta vez hacíamos un viaje a México, a la sierra de Oaxaca,
atraídos por el rito de los hongos.
Para mi esposa - que llegaría
con nuestra hija al día siguiente - y para mí, aquella aventura
sería la culminación de casi 30 años de estudio del extraño
empleo de hongos alucinantes en las culturas de primitivas de
Europa y Asia.
Así
fue como cierta noche del mes de junio mi amigo Allan Richardson
y yo nos encontramos en las sierras del sur de México, alojados
en la choza de una familia aborigen de la sierra Mixeteca, a
18.095 m. de altura. (aquí debería poner 'pies', pero la
traducción pone 'metros')
Como
nuestra estada sólo podía durar más o menos una semana, no había
tiempo que perder.
Fui a la municipalidad donde, sentado a solas
frente a una gran mesa, encontré al "síndico", un indio como de
35 años llamado Filemón, que hablaba español. Aprovechando su
actitud amistosa, me incliné sobre la mesa y le pregunté en voz
baja si podía hablarle con absoluta confianza.
Lleno de
curiosidad, me alentó a continuar.
"¿Puede ayudarme a conocer
los secretos del hongo divino?", le dije, empleando el nombre mixeteco de la planta sagrada, 'nti sheeto, pronunciando con
exactitud el "saltillo" que precede la voz y los tonos musicales
de las sílabas.
Cuando se repuso de la sorpresa, me contestó con
amabilidad que nada le sería más fácil, y me invitó a "pasar por
su casa" a la hora de la siesta.
Allan
y yo llegamos allí a eso de las 3 p.m. La casita de Filemón está
en la falda de una montaña, entre una vereda que pasa al nivel
del piso superior, y un profundo barranco.
Filemón nos guió
enseguida, barranco abajo, a un lugar donde abundan los hongos
divinos. Después de tomar fotografías recogimos y guardamos unos
cuantos en una caja de cartón y regresamos, trepando con
dificultad por el barranco, bajo el intenso calor húmedo de
aquella tarde tórrida.
Sin darnos tiempo para descansar, Filemón
nos despachó monte arriba, para que conociéramos a Eva Méndez,
la curandera que oficiaría el rito de los hongos. La mujer,
amiga de Filemón, es una "curandera de primera categoría", "una
señora sin mancha".
La encontramos en la casa de su hija -que
tiene la misma vocación de la madre- recostada sobre una estera
y descansando de las fatigas de una ceremonia celebrada la noche
anterior.
Eva, una mujer madura, tiene una expresión espiritual
y una presencia que nos impresionaron. Les mostramos los hongos
a las dos mujeres y ambas elogiaron, con exclamaciones de júbilo,
la firmeza, lozanía y abundancia de aquellos tiernos ejemplares.
Por medio de un intérprete preguntamos si podríamos utilizarlos
aquella misma noche. Dijeron que sí.
LA CASA
donde se celebraron los ritos con hongos es de adobe, y
techo saliente de paja. A la derecha, abajo, está la
puerta del cuarto de ceremonias. |
UNAS 20 personas nos congregamos en la sala del piso bajo de la
casa de Filemón, poco después de las 8. Allan y yo éramos los
únicos extranjeros, y los únicos de toda la concurrencia que no
sabíamos hablar mixeteco.
Sólo Filemón y su esposa podían
hablarnos en español. Nunca se nos había dispensado, entre
campesinos indígenas, una acogida como la que allí nos
tributaron.
No nos trataron fríamente, como blancos intrusos,
sino como sí fuéramos de los suyos. Se presentaron luciendo su
mejor ropa: las mujeres, de huipiles trajes indígenas; los
hombres, de pantalón blanco, sujeto con cuerdas a la cintura, y
un vistoso sarape sobre la camisa blanca y limpia.
Nos instaron,
algo ceremoniosamente, a beber chocolate, y recordé de pronto
que un antiguo cronista español ya había explicado que antes de
servirse los hongos, se tomaba chocolate.
Imaginé lo que nos
esperaba. Al fin comprobaríamos que aún subsistía el antiguo
ritual indígena de la comunión, y nosotros íbamos a ser testigos.
Los hongos, que estaban en su caja, eran mirados con acatamiento,
aunque sin solemnidad.
Son sagrados: jamás se los emplea para
dar incentivo a un regocijo vulgar, como, a menudo, el blanco
hace con el alcohol.
A eso de las 10:30 p.m. Eva Méndez limpió los hongos y luego,
entre oraciones, los pasó por el humo del incienso de copal que
ardía en el suelo. Hizo esta operación sentada en una estera,
ante una rústica mesa convertida en altar y adornada con
imágenes cristianas del Niño Jesús y el Bautizo en el Jordán.
Después repartió los hongos entre los adultos, reservando 13
pares para ella y otros tantos para su hija. (Los hongos se
cuentan siempre por pares.)
En suspenso esperé hasta que la
curandera, volviéndose hacia mí, me dio seis pares en una taza.
No podía sentirme más feliz: había sonado la hora decisiva tras
muchos años de investigación. Allan recibió también seis pares,
agitado por encontradas emociones. Mary, su esposa, había
consentido en que me acompañara sólo con la condición de que no
probaría aquellos detestables hongos.
Ahora, ante el dilema, le
oí musitar con angustia:
"Dios mío. ¿Qué dirá Mary?"
A
continuación todos comimos los hongos, masticándolos lentamente,
por espacio de media hora.
Tenían un sabor desagradable, amargo,
y un olor rancio y penetrante. Allan y yo estábamos decididos a
resistir los efectos que pudieran causarnos para observar mejor
lo que allí aconteciera aquella noche.
Sin embargo, nuestra
resolución se desvaneció ante el poderío de los hongos.
RECIBIENDO
los hongos, Wasson toma la ración nocturna
de manos de la curandera Eva Méndez. Atrás (derecha)
se ve al antropólogo francés que lo acompañó,
Guy Stresser-Péan, que ya ha comenzado a
masticar su porción.
|
COMIENDO
los hongos lentamente, como es costumbre,
Wasson los saca de una taza que contiene su
ración. Entre tanto, la curandera reza ante
un altar doméstico. Wasson tardó media hora
en comer los doce hongos.
|
|
Antes
de la medianoche, "la señora" (como llaman a Eva Méndez) arrancó
una flor de un ramo que estaba sobre el altar y con ella apagó
la llama de la única vela que aún ardía.
Quedamos a obscuras y a
obscuras permanecimos hasta oír el canto del gallo. Por espacio
de media hora, aguardamos en silencio. Allan sintió frío y se
envolvió en una frazada.
Pocos minutos después se inclinó y me
dijo al oído:
"Gordon, estoy viendo visiones."
Le aconsejé que
no se preocupara pues yo también las veía.
Las alucinaciones,
que ya habían comenzado, alcanzaron mayor intensidad a altas
horas de la noche, y continuaron con la misma fuerza hasta
alrededor de las 4 a.m. Las piernas nos flaquearon ligeramente y
al principio sentimos náuseas. Nos echamos sobre una estera,
pero nadie deseaba dormir, con excepción de los niños, que no
habían comido hongos.
Jamás
habíamos estado tan despiertos, y las visiones aparecían,
tuviéramos los ojos cerrados o abiertos: brotaban del centro del
campo visual y se extendían conforme se acercaban, vertiginosa o
pausadamente, según el ritmo que nuestra voluntad eligiera.
De
vivos colores, eran siempre armoniosas. Empezaban como motivos
artísticos, angulares, como los que podrían adornar una alfombra,
una tela, un tapiz o la mesa de trabajo de un arquitecto. Luego
se convertían en palacios, con patios, arquerías y jardines,
palacios esplendorosos, recamados de piedras semipreciosas. Vi
luego una bestia mitológica tirando de una carroza real.
Más
tarde tuve la impresión de que las paredes se habían disuelto y
yo, suspendido en el vacío y con el espíritu ya liberado,
contemplaba panoramas montañosos, cordilleras escalonadas que
llegaban hasta el mismo cielo y por las cuales cruzaban unas
caravanas de camellos.
Tres
días después, al repetir el experimento en el mismo cuarto y con
las mismas curanderas en lugar de montañas vi aguas diáfanas que
fluían por un juncal infinito y hacia un mar inconmensurable
bajo la luz pálida del sol poniente.
En esta ocasión apareció un
ser humano, una mujer de vestidura primitiva que de pie
contemplaba el horizonte; una mujer enigmática, bella como una
escultura, pero una escultura viva y cubierta con prendas
bordadas y multicolores. Me parecía estar al margen de un mundo
del cual yo no formaba parte, un mundo con el cual no podía
establecer contacto.
Ahí estaba yo, suspendido en el espacio,
ojo penetrante, invisible, incorpóreo, que veía sin ser visto.
De contornos claramente definidos, de líneas y colores precisos,
las visiones parecían más reales que cualquier objeto visto
hasta entonces con los propios ojos. Tuve la sensación de
distinguirlo todo con absoluta claridad, sin las distorsiones de
la visión corriente.
Veía los arquetipos, las "ideas platónicas"
que fundamentan las imperfectas imágenes de la vida cotidiana.
En mi mente surgió un pensamiento:
¿Encerrarían estos hongos
milagrosos el secreto recóndito de los antiguos misterios? ¿Sería
aquella asombrosa movilidad de que yo gozaba la explicación del
mágico vuelo de las brujas en el folklore de los pueblos
nórdicos de Europa?
Desfilaban estas reflexiones por mi cerebro
mientras las visiones poblaban mis retinas, pues por efecto de
los hongos se produce una escisión del espíritu, un
desdoblamiento de la personalidad, una especie de esquizofrenia
en que lo racional continúa razonando y observando las
sensaciones de que lo perceptivo disfruta.
La mente se mantiene
ligada, como por una cuerda elástica, a los sentidos errabundos.
ALLAN
RICHARDSON come hongos, aunque prometió a su esposa no
hacerlo. |
La
señora y su hija no permanecían inactivas.
Cuando las
alucinaciones se encontraban aún en su fase inicial, notamos que
la madre movía rítmicamente los brazos tarareando en voz baja
algo incoherente. Las palabras se transformaron pronto en
sílabas sueltas y precisas que parecían horadar las tinieblas.
Luego, por etapas, la curandera empezó a entonar un cántico con
tonalidades de música primitiva.
Me pareció un preludio a la
aparición del "Anciano de Muchos Días". Bien avanzada la noche,
la hija hizo coro a la madre.
Cantaban bien, con firmeza, aunque
en voz baja, un canto de indescriptible emotividad y ternura,
fresco, vibrante y melodioso. Nunca había imaginado que la
lengua mixeteca se prestara a tanta poesía. Si el encanto de
aquella hora se debió en parte a la ilusión causada por los
hongos, las alucinaciones deben ser auditivas, además de
visuales.
Por no ser musicólogo, ignoro si el cántico era de
inspiración europea o, en parte, indígena. De vez en cuando el
salmo llegaba a su culminación, cesaba de pronto, y la curandera
barbotaba algunas palabras violentas, febriles, rotundas, que
caían en la obscuridad como puñaladas. Eran los hongos que por
su mediación transmitían - según creencia de los indios - la
respuesta de Dios a los problemas planteados por los
participantes en el rito.
A intervalos, tal vez cada media hora,
había un corto intermedio. Descansaba la señora y algunas
personas encendían cigarrillos.
En
cierto momento, mientras la hija cantaba, la señora se puso de
pie en un lugar despejado del aposento e inició una danza
cadenciosa, con aplausos o palmadas. No sé exactamente cómo
logró ese efecto. Los aplausos o palmadas producían un ruido
resonante y real. No pareció emplear ningún artificio, fuera de
golpear una palma contra la otra o quizás ambas contra el cuerpo.
Aplausos y palmadas poseían un tono peculiar; su ritmo era
complejo a veces, y su insistencia y volumen variaban sutilmente.
Supongo, mas sin seguridad porque nos hallábamos en la
obscuridad, que la señora miraba sucesivamente hacia los cuatro
puntos cardinales.
De todos modos, estoy seguro de que aquellos
misteriosos sonidos de percusión se producían por ventriloquia;
procedían de lugares y distancias imprevisibles, y resonaban tan
pronto cerca como lejos de mis oídos, arriba, abajo, aquí, allá,
a la manera del fantasma de Hamlet, hic et ubique.
Estábamos
hechizados y atónitos.
Recostados
en la estera, y en la obscuridad, hablábamos en voz baja y
tomábamos notas, con el cuerpo inerte y pesado como plomo,
mientras nuestros sentidos flotaban libremente en el espacio,
acariciados por la brisa, contemplando vastos panoramas o
explorando jardines de belleza inefable. Al mismo tiempo llegaba
a nuestros oídos el canto de la curandera joven y las palmadas
delicadas, ultraterrenas, de criaturas invisibles que se
deslizaban en derredor.
Los
indios que habían comido hongos hacían coro.
En momentos
culminantes proferían exclamaciones de asombro y adoración, en
tono suave, como en respuesta a las cantantes y en armonía con
sus voces. Eran exclamaciones espontáneas y de calidad artística.
En
aquella primera ocasión el sueño nos venció a todos alrededor de
las 4 de la mañana. Allan y yo despertamos a las 6, descansados,
con la mente despejada, y emocionados por la experiencia hecha.
Los amables dueños de la casa nos sirvieron café y pan.
Después
nos despedimos y regresamos a pie a la casa donde nos habíamos
alojado, a unos dos kilómetros de distancia.
Un rito raro y
solemne, y éxtasis en las tinieblas
Durante
dos noches extrañas, infinitas,
tenebrosas, Wasson y Richardson
permanecieron sentados en un cuarto
subterráneo con la curandera Eva
Méndez.
La primera, ambos probaron
los hongos sagrados y tuvieron
alucinaciones.
La segunda,
Richardson se abstuvo de comerlos e
instaló su flash, y apuntando en la
obscuridad la cámara hacia el sitio
en que se producían los ruidos,
fotografió algunos aspectos de la
ceremonia.
En
letanía solemne y cadenciosa, Eva
Méndez cantó una invocación al hongo
en nombre de Jesucristo, proclamó
sus buenas intenciones y conjuró a
los espíritus.
Conforme avanzaba el
rito, Wasson se perdía en un
laberinto de fantasías.
"Por primera
vez, dijo, comprendí el significado
de la palabra éxtasis. Por primera
vez fue algo más que la descripción
del estado mental de otra persona."
|
|
SOSTENIENDO
una vela de cera virgen ante las
humeantes brasas de copal, el
milenario incienso de los indios,
Eva Méndez invoca a los santos.
Los
niños permanecieron en el cuarto,
aunque no tomaron parte activa en la
ceremonia.
|
EL
MOMENTO CULMINANTE llega a eso de
las 3:30 a.m., cuando Eva Méndez
"cura" a su hijo enfermo, de 17
años. Mientras éste, sonriendo, se
extasía con las visiones evocadas
por los hongos, la madre pide
consejo al cielo.
El niño de la drecha, arrullado quizás por las
rítmicas invocaciones, duerme
tranquilo durante el rito. Unos 12
indios de rostro impasible, sentados
o acostados sobre petates, pasaron
la noche en el cuarto subterráneo de
6 por 6 metros.
|
|
EN
UNA LETANÍA al empezar la noche, la
curandera recita sus múltiples
cualidades:
"¿No soy virtuosa? Soy
creadora, soy estrella, galgo, mujer
celestial. Soy personificación
femenina de la nube y del rocío que
cubre la hierba."
|
EN
MEDITACIÓN silenciosa, Eva Méndez se
sienta ante el jarro de hongos.
Aunque comió una ración doble,
permaneció tranquila, en actitud
digna, pronunciando invocaciones
poéticas, impaciente a veces con los
espíritus tardíos.
|
|
|
De
las muchas ceremonias con hongos sagrados que he visto, nueve en
total, he sacado en claro que deben hacerse en congregación, por
lo menos en la región mixeteca.
Y como la costumbre de
congregarse a fin de participar en la ceremonia debe de provenir
de la tradición aborigen, los indios tienen que superar mucho en
número a los blancos.
Empero, esto no significa que los hongos
pierdan sus virtudes cuando no se los come en grupo. Mi esposa y
nuestra hija Masha, de 18 años, se reunieron con nosotros un día
después de la ceremonia, y el 5 de julio, arrebujadas en bolsas
de dormir, comieron hongos sin más compañía que la mía y la de
Allan.
Ellas también fueron presa de alucinaciones y vieron
visiones multicolores como nosotros.
Mi esposa asistió a un
baile en el Palacio de Versalles, en el que personajes ataviados
con trajes de época, bailaban un minué de Mozart. Nuevamente, el
12 de agosto de 1955 - seis semanas después de haber recogido los
hongos en México - comí algunos, ya secos, en mi casa de Nueva
York y descubrí entonces que el poder alucinante de las setas,
lejos de disminuir, había aumentado bastante.
POR LA
MAÑANA, después de comer hongos, Wasson y su esposa
revisan las notas que él tomó a obscuras. Los frascos
contienen hongos para Heim.
|
Durante
un paseo por el bosque, hace muchos años, mi esposa y yo
decidimos lanzarnos por el mundo en busca del hongo misterioso.
Nos casamos en Londres en el año 1926. Ella, de estirpe rusa,
nacida y educada en Moscú, acababa de graduarse en medicina en
la Universidad de Londres. Yo soy de Great Falls, Montana, y
desciendo de anglosajones. A fines del verano de 1927 pasamos
una vacación en las montañas de Catskill de Nueva York.
Durante
la tarde del primer día salimos a caminar por una encantadora
senda que atravesaba varios bosquecillos en los que se filtraban
los rayos oblicuos de un sol poniente.
Éramos jóvenes enamorados
sin preocupaciones. De pronto mi esposa se alejó. Había visto
unos hongos silvestres en la espesura y, corriendo sobre la
alfombra de hojas secas, se arrodilló, en actitud reverente,
ante varios grupos de aquellas plantas.
Extasiada, les dio todo
género de nombres cariñosos en ruso. Los acarició y aspiró su
aroma agreste.
Yo, como buen anglosajón, nada conocía del mundo
de las setas, y consideraba que cuanto menos supiera de esas
traicioneras excrecencias, tanto mejor. Para ella, eran dechados
de gracia de infinito atractivo para una mente perceptiva.
Insistió en recoger algunos ejemplares, riéndose de mis
protestas y mofándose de mi horror.
Regresó a la cabaña con la
falda llena de hongos, y los limpió y cocinó. Esa misma noche se
los comió, ella sola, mientras yo, su flamante marido, me
imaginaba ya convertido en viudo a la mañana siguiente.
Aquel
hecho desconcertante y penoso para mí, dejó en ambos una huella
perdurable. Desde entonces buscamos explicación a la diferencia
cultural que nos separaba en ese minúsculo sector de nuestras
vidas. El método que seguimos consistió en recopilar cuanto dato
existiera acerca del aprecio que los pueblos indoeuropeos y sus
vecinos tenían a los hongos silvestres.
Procuramos determinar
las variedades conocidas por cada pueblo, cómo las usaban y los
nombres vernáculos que les daban.
Hurgamos en la etimología de
dichos nombres hasta llegar a las metáforas ocultas en sus
raíces. Buscamos alusiones a los hongos en mitos, leyendas,
baladas y proverbios, en obras de escritores inspirados en el
folklore, en frases estereotipadas del habla común, en la jerga
y hasta en los reveladores recovecos del vocabulario obsceno.
Buscamos su rastro en las páginas de la historia, en el arte y
en las Escrituras Sagradas.
No nos interesaba lo que se pudiera
estudiar en los libros acerca de los hongos, sino lo que la
gente del campo aprende, sin mentores, desde la infancia, la
herencia folklórica del círculo hogareño. Habíamos dado sin
proponernos con un campo de investigación que todavía no había
sido explorado.
A
medida que ampliábamos nuestros conocimientos descubrimos en la
información reunida la existencia de un hecho constante. Cada
pueblo indoeuropeo es, por herencia cultural, "micófobo" o
"micófilo": o rechaza y desconoce totalmente el mundo de los
hongos, o lo conoce y aprecia en forma sorprendente.
Las pruebas
abundantes y a menudo graciosas de esta teoría abarcan muchas
secciones de un nuevo libro en el cual exponemos el caso y lo
sometemos al juicio de los eruditos.
Los rusos son grandes micófilos, como también los catalanes, quienes poseen más de 200
vocablos para designar a los hongos. Los antiguos griegos,
celtas y escandinavos eran micófobos, como los anglosajones.
Otro fenómeno que cautivó nuestra atención es que desde las
épocas más remotas los hongos silvestres aparecen rodeados del
aura sobrenatural que los antropólogos llaman maná. Incluso el
nombre en inglés de tales hongos, toadstool (literalmente
asiento de sapo), significó quizás originalmente demonic stool
(asiento del demonio) y se aplicó en concreto a un hongo
alucinante de Europa.
En la Grecia y Roma antiguas se creía que
ciertas variedades eran procreadas por el rayo.
Nuestras
investigaciones acerca de este mito, carente de todas base
científica, demostraron que tiene aún creyentes entre los
pobladores de países separados entre sí por grandes distancias,
como,
-
los beduinos, hindúes, persas y pamirios
-
tibetanos, chinos, filipinos
-
maorís de Nueva Zelandia
-
hasta zapotecos
mexicanos...
Este cúmulo de pruebas nos llevó hace muchos años a
formular una premisa audaz: quizás en tiempos prehistóricos
remotos nuestros antepasados hayan adorado un hongo divino, lo
que explicaría la aureola de poder sobrenatural que parece
envolver al hongo.
Nosotros fuimos los primeros en exponer la
hipótesis de la existencia de un hongo divino en la cultura
primigenia de Europa, y esta conjetura, a su vez, planteó otra
interrogación:
¿Qué clase de hongo adoraron aquellos pueblos y
por qué?
Nuestra
hipótesis no resultó demasiado desacertada.
En Siberia existen
seis pueblos primitivos (tanto que los antropólogos los
consideran reliquias de museo, ideales para el estudio de la
cultura primitiva) que celebran ritos mágicos con hongos
alucinantes. Los dayacas de Borneo y los aborígenes del monte
Hagen de Nueva Guinea emplean unos hongos similares.
En China y
Japón, según una antigua tradición, hay un hongo divino "de la
inmortalidad"; y en la India, conforme a cierta escuela, después
de comer hongos en su última cena, Buda se sumió inmediatamente
en el Nirvana.
Cuando
Hernán Cortés conquistó a México, sus acompañantes relataron que
los aztecas usaban determinada clase de hongos en sus
festividades, sirviéndolos, según decían los primeros frailes
misioneros, en una comunión diabólica, con el nombre de
teonanacatl o "carne de Dios".
Nadie se preocupó entonces por
estudiar esta costumbre, y los antropólogos le han concedido
poca atención hasta ahora. Movidos por nuestro interés en la
materia, nosotros aprovechamos la oportunidad de conocer el rito
que se nos presentó en México; y en el curso de los años hemos
invertido nuestras escasas horas de ocio en la búsqueda del
hongo divino, tanto en ese país como en la América Central.
Creemos haber descubierto sus vestigios en unos frescos del
valle de México que datan más o menos del año 400, y en los
"hongos de piedra" labrados por los mayas de las sierras de
Guatemala, cuyos orígenes se remontan, en uno o dos casos, por
lo menos, hasta el año 1000 a. de J.C.
UN
DIBUJO MEXICANO del siglo XVI muestra tres hongos
mágicos,
un hombre comiéndolos y, atrás, un dios que le habla por
medio de las setas.
|
EL HONGO
de piedra, de Guatemala,
esculpido durante el siglo V a. de J.C.
|
Al
día siguiente de nuestra aventura nocturna, Allan y yo no
hicimos otra cosa que hablar de ella.
Habíamos asistido a una
ceremonia ritual, con canto y danza, jamás descrita por
antropólogos del Nuevo Mundo, ceremonia notablemente parecida,
en varios aspectos, a las celebradas por algunos arcaicos
pueblos paleo-siberianos. Pero quizás el significado de lo que
habíamos presenciado tuviera una trascendencia mayor.
Los hongos
alucinantes son productos naturales, teóricamente al alcance del
habitante de muchos parajes del planeta, incluso Europa y Asia.
En el curso de su evolución, mientras buscaba a tientas el
remedio de su pobre condición, el hombre debe haber llegado a
descubrir el secreto de los hongos alucinantes.
El efecto que le
produjeron no pudo ser sino profundo y actuar como una especie
de detonador de nuevas ideas.
Debieron de revelarle, por medio
de las alucinaciones, mundos situados más allá de los horizontes
por él conocidos, en el espacio y el tiempo; mundos de diversos
niveles de existencia, un paraíso quizás, tal vez hasta un
infierno. En la mente crédula del ser primitivo, los hongos
deben haber fortalecido el concepto de lo milagroso.
El hombre
comparte con el animal muchas emociones, pero las de
glorificación, veneración y temor de Dios son privativas del
género humano. Al rememorar el beatífico asombro, el éxtasis y
el caritas engendrados por los hongos divinos, nos atrevemos a
formular la hipótesis de que quizás a ellos se deba la idea
misma de Dios en el hombre primitivo.
No
por mera casualidad, tal vez, el indio Filemón contestó así a mi
pregunta acerca del efecto de los hongos:
"Lo llevan ahí donde
Dios está."
Oí repetidas veces la misma respuesta, casi como si
se tratara de un catecismo, de labios de indios de diversas
zonas culturales.
En todo tiempo han existido almas
extraordinarias -los místicos y los poetas- que sin ayuda de
drogas han tenido acceso al reino de quimeras cuya llave es el
hongo alucinante.
William Blake conocía el secreto:
"Si la
visión de la imaginación - decía - no es más fuerte y más clara
que la de los ojos mismos, se puede decir que en verdad, la
imaginación no existe."
Pero es innegable que los hongos ponen
tales visiones al alcance de un gran número de mortales.
Las
visiones debieron de surgir sin duda de nuestro propio ser. Mas
no recordaban nada que hubiéramos visto previamente con nuestros
propios ojos. En algún lugar recóndito del ser existe tal vez un
repositorio donde tales visiones permanecen hasta ser conjuradas.
¿Son mutaciones subconscientes de cosas leídas, vistas e
imaginadas, transmutadas de tal manera que al ser invocadas
emergen con formas que no se pueden reconocer? ¿O es que los
hongos agitan abismos mucho más profundos, los abismos de lo
Desconocido?
A medida que ampliábamos nuestro
conocimiento acerca del uso de los hongos divinos en cada una de
las visitas sucesivas que hicimos a los pueblos indígenas del
sur de México, surgían nuevas y no menos emocionantes cuestiones.
En cinco zonas culturales los indios conjuran el poder milagroso
de los hongos, pero el empleo que hacen de ellos varía mucho de
una región a otra. Es indispensable una investigación práctica
efectuada en cada una de dichas zonas por expertos antropólogos
y micólogos.
Hay contados especialistas en hongos, pues la
micología es un campo poco explorado de las ciencias naturales.
Entre estos micólogos figura el profesor
Roger Heim, director
del Museo Nacional de Historia Natural de Francia, de prestigio
universal, pues no sólo posee un vasto conocimiento micológico
sino que es erudito en otras ramas de la ciencia y versado en
humanidades.
Él nos asesoró durante las primeras etapas de
nuestra investigación, y en 1956, en vista del progreso que
habíamos hecho, juzgó conveniente acompañarnos en la siguiente
expedición.
La integraban además,
-
un químico, el profesor James
A. Moore de la Universidad de Delaware
-
un antropólogo, Dr. Guy Stresser-Péan, de la Sorbona
-
nuevamente, como fotógrafo,
nuestro leal amigo Allan Richardson
CULTIVADOS
en París los hongos recogidos en México por el profesor
Heim se reproducen en el laboratorio. Estos son
Psilocybe Mexicana de Heim.
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Esta
vez el problema primordial consistió en identificar los hongos
alucinantes y disponer el modo de abastecer de ellos a los
laboratorios que los estudiarían, problema más difícil de lo que
el lego puede imaginar.
Aunque los primeros cronistas españoles
de la época de la colonia ya hicieron referencia a los hongos
divinos hace cuatro siglos, ni antropólogos ni micólogos se
habían preocupado, hasta la época actual, por profundizar la
materia.
Los únicos que conocen tales hongos son los indios de
las tribus más alejadas de nuestra cultura, aisladas de la
civilización por barreras montañosas y murallas idiomáticas.
El
investigador debe ganarse la confianza de los aborígenes y
vencer las sospechas que despierta en ellos el hombre blanco. Debe estar resuelto, además, a soportar incomodidades y a
afrontar el peligro de las plagas que flagelan las aldeas en la
temporada de las lluvias, época en que crecen los hongos.
Durante la estación seca, se ven algunos blancos; pero al llegar
las lluvias los contados extraños, misioneros, arqueólogos,
antropólogos, botánicos y geólogos, desaparecen. Existen otras
dificultades.
Por ejemplo, de los siete curanderos que comieron
hongos en mi presencia, sólo dos, Eva Méndez y su hija, son
seres consagrados a la profesión.
Entre los demás dimos con
sujetos de carácter dudoso. Uno de esos curanderos comió sólo
una dosis mínima, casi simbólica de hongos, y otro comió y nos
sirvió unos de cierta variedad carente de cualidades alucinantes.
Si sólo nos hubiéramos encontrado con estos simuladores,
habríamos creído que las pregonadas propiedades de los hongos
eran simple ilusión, un notable ejemplo del poder de la
autosugestión.
¿Pero se trataba realmente de supercherías, o es
que los hongos secos habían perdido, con el tiempo, su virtud
peculiar? ¿O acaso (y esto encierra mayor interés antropológico)
algunos curanderos substituyen deliberadamente las variedades
genuinas por otras inocuas, convencidos de que los efectos
espirituales de algo tan sagrado para ellos, son superiores a
las fuerzas del hombre?
Aun cuando se haya ganado la confianza
de una practicante honesta como Eva Méndez, el ambiente debe ser
propicio para que la ceremonia resulte perfecta, y se necesita
además abundancia de hongos, que a veces escasean hasta en la
época pluvial, como lo descubrimos por propia y gravosa
experiencia.
Hoy
sabemos a ciencia cierta que en México se usan siete clases de
hongos alucinantes. Pero no todos los indígenas, ni siquiera los
de las aldeas donde se les rinde culto, las conocen; y los
curanderos, ya sea por buena fe o por complacer al visitante, a
veces sirven hongos espurios.
Sólo comiéndolos sale uno de dudas.
Por observación directa Heim y yo hemos determinado las
cualidades de cuatro especies. Fuera de la experiencia personal,
como método de estudio es aconsejable obtener confirmación
múltiple de informadores que no se conozcan entre sí y que, si
es posible, sean nativos de diversas regiones culturales.
Así
procedimos nosotros con otras variedades. Hoy estamos seguros de
las propiedades de cuatro especies; hasta cierto punto de las de
otras dos, y nos inclinamos a aceptar las que se atribuyen a una
séptima especie. Las siete pertenecen a tres géneros.
Seis, por
lo menos, parecen ser nuevas para la ciencia y quizás logremos
descubrir otras más.
Los
hongos no se emplean como agentes terapéuticos. Por sí solos, no
producen curaciones. Los indios los "consultan" cuando se
sienten perturbados por graves problemas. Si alguien enferma,
los hongos revelan la causa del mal, pronostican si el paciente
sanará o morirá y prescriben lo que debe hacerse para acelerar
la recuperación.
Si el veredicto es mortal, el enfermo y su
familia se resignan: aquél pierde el apetito y pronto muere,
mientras sus parientes empiezan a preparar el velatorio, aún
antes del fallecimiento.
También se puede preguntar a los hongos
quién se ha robado un burro y dónde está. Y si el hijo amado
salió a correr mundo - quizás en calidad de "espada mojada", como
se denomina a los jornaleros que cruzan a nado el Río Grande
para trabajar en los EE.UU. - los hongos hacen de servicio
postal: dicen si el emigrado vive o no, si está en la cárcel, si
se ha casado, si pasa apuros o prospera.
Los indios creen que
los hongos abren las puertas de lo que llamamos percepción
extrasensoria.
Poco
a poco afloran las propiedades de los hongos. Los indios que los
comen no se vuelven "micoadictos". Cuando pasan las lluvias y
los hongos desaparecen, su falta no les produce angustia
fisiológica alguna.
Cada clase de setas posee determinada fuerza
alucinadora, y cuando no hay suficientes de una misma especie,
los indios mezclan dos o más variedades, calculando rápidamente
la dosificación correcta. Los curanderos acostumbran a tomar una
porción grande, y cada cual aprende por experiencia a determinar
la dosis que le conviene.
Según parece, el uso repetido del
hongo no obliga a aumentarla. Algunas personas requieren
porciones mayores que otras.
El aumento de la dosis intensifica
las emociones, mas no prolonga mucho el efecto. Los hongos
agudizan la memoria y anulan por completo la noción del tiempo.
En la noche que he descrito, Allan y yo vivimos eternidades.
Cuando suponíamos que una sucesión de imágenes había durado
años, el reloj nos indicaba que sólo habían transcurrido apenas
unos cuantos segundos.
Teníamos las pupilas dilatadas y el ritmo
del pulso lento. Parece que los hongos mágicos no producen
efecto acumulativo en el organismo. Eva Méndez los come desde
hace 35 años, noche tras noche, durante la temporada de lluvias.
Los
hongos plantean además un problema químico:
¿Qué substancia
desencadena las extrañas alucinaciones?
Tenemos pruebas
verosímiles de que es un agente distinto a las drogas conocidas:
opio, coca, mescalina (droga extraída de un cacto mexicano),
haxix, etc.
Pero el químico tendrá que andar mucho para
aislarlo, analizar su estructura molecular y reproducirlo
sintéticamente. La solución del problema es de sumo interés en
el reino de la ciencia pura. Su solución quizás pueda resultar
útil para el tratamiento de perturbaciones psíquicas.
Mi
esposa y yo hemos viajado y aprendido mucho desde aquel día,
hace 30 años, en que durante una excursión por las Catskill
notamos por primera vez la singularidad de los hongos
silvestres.
Pero nuestros descubrimientos han servido apenas
para ensanchar horizontes. Vamos a emprender una quinta
expedición a las aldeas de México, con el propósito de
acrecentar y pulir nuestros conocimientos acerca del papel de
los hongos en la vida de estos pueblos indígenas. Pero esto no
es más que el principio.
Toda prueba relacionada con el origen
primitivo de las culturas europeas debe ser revisada, con objeto
de averiguar si el hongo alucinante desempeña también alguna
función ya olvidada por la posteridad.
Raros hongos
alucinantes se ven por primera vez
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En la
última expedición que emprendió para
buscar y estudiar los hongos alucinantes,
Wasson tuvo por compañero un amigo, el
profesor Roger Heim, micólogo de fama
mundial y director de Museo Nacional de
Historia Natural de Francia.
Wasson le
había enviado ejemplares recogidos en
tres viajes anteriores.
Ahora Heim
podría examinar los hongos en el campo,
comerlos con los indios e idear técnicas
para cultivarlos en el laboratorio.
LIFE
en Español reproduce aquí las acuarelas
pintadas por Heim que presentan, en
tamaño natural, las siete clases de
hongos alucinantes descubiertos hasta
hoy.
Cuatro de ellas son especies nuevas
para la ciencia, y dos de las otras,
variedades nuevas de una especie ya
conocida, la
psilocybe caerulescens
Murrill.
Nadie
sabe todavía qué drogas contienen los
hongos que producen alucinaciones a
quien los come, y es preciso tratarlos
con suma cautela mientras sus
propiedades no estén claramente
definidas. Entre los indios su uso está
limitado por todo género de
restricciones.
En contraste con los
hongos comestibles comunes, los
alucinantes no se venden nunca en los
mercados; y ningún indígena osa comerlos
por el afán de sentir la exaltación que
causan.
Los propios indios advierten que
el empleo de tales hongos es muy "delicado". |
CON
el profesor Heim, Wasson (derecha) busca
algunos espécimen de hongos sagrados en
una ladera cercana del pueblo. Aquí
hallaron dos variedades. |
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NIÑO
de las aguas", para los aztecas, el
Psilocybe Aztecorum de Heim crece en
la yerba del volcán Popocatépetl.
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EXCRECENCIA
de troncos podridos, el Conocybe
Siligineoides de Heim fue encontrado
por Wasson en 1955.
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ERALE
descubrió en Cuba, en el año 1904,
el Stropharia cubensis. Este hongo
brota en el estiércol vacuno.
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LA
corona de espinas", el Psilocybe
Zapotecorum de Heim nace en pantanos.
Se lo halló en 1955.
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DERRUMBE"
llámase al Psilocybe caerulescens de
Murrill, Mazatecorum de Heim, que
crece en bagazo de caña.
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HONGO
de la razón" o Psilocybe
caerulescens Murrill, variedad
nigripes Heim, es de la zona chatina.
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ESTIMADO
por los indios, y el más difundido
de estos hongos, el Psilocybe
mexicana de Heim crece entre pasto.
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NOTA DE RECONOCIMIENTO
Por la colaboración que les
dispensaron, el autor de este artículo y su esposa expresan su
agradecimiento a las siguientes personas:
En México,
principalmente,
-
a Robert J. Weitlander
-
a Carmen Cook de Leonard
y su esposo Donald Leonard
-
a Eunice V. Pike, Walter Miller, Searle Hoogshagan y Bill Upson, del Instituto Lingüístico de
Verano
En los EE.UU.,
-
a Gordon Ekholm, del Museo de
Historia Natural de Nueva York,
-
a Stephan F. de Borhegyi, director del
Museo Stovall de la Universidad de Oklahoma. Igualmente
agradecen la ayuda material de la American Philosophical
Society, del Fondo Geschickter para Investigaciones Médicas y
del Banco Nacional de México, institución que puso a disposición
de los esposos Wasson su aeroplano particular y los servicios
del excelente piloto capitán Carlos Borja.
Por su asesoramiento
en micología, agradecen en forma especial al profesor Roger Heim, director del Museo Nacional de Historia Natural de Francia;
y por sus consejos en general sobre el tema, a
-
Roman Jakobson,
de la Universidad de Harvard
-
Robert
Graves, de Mallorca
-
Adriaan J. Barnouw, de Nueva York
-
Georg Morgenstierne, de la Universidad de Oslo
-
L. L. Hammerich, de la
Universidad de Copenhague
-
André Martinet, de la Sorbona
-
René Lafon, de la Facultad de Letras de Burdeos
Los nombres
de personas, lugares, razas e idiomas indígenas mencionados en
el texto de este artículo fueron alterados ex professo.
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