El interés por la ciencia y por el modo en que las cosas funcionan se despertó en él muy pronto. Siendo un chaval, en su casa de Wilkes-Barre, Pennsylvania, inventó una tetera que no vertía gotas, y su padre, un exitoso hombre de negocios, le instó a sacar beneficio de la idea. Sin embargo, cuando Bohm se enteró de que el primer paso de la empresa consistía en hacer una encuesta puerta a puerta para probar su invento en el mercado, se desvaneció su interés en el negocio.
Más parecía una tierra gobernada por la brujería que una extensión del mundo natural; era un reino como el de Alicia en el País de las Maravillas, en el que las fuerzas inexplicables eran la norma y lo lógico se había vuelto del revés.
Los físicos han descubierto que un electrón, si bien puede comportarse a veces como una pequeña partícula compacta, materialmente no posee dimensión alguna. A la mayoría nos cuesta imaginarlo porque, en nuestro nivel de existencia, todas las cosas tienen dimensiones; pero si intentáramos medir la anchura de un electrón, descubriríamos que es una tarea imposible. Un electrón no es simplemente un objeto tal y como lo conocemos.
Así como los magos de los cuentos populares son capaces de cambiar de forma, también el electrón se puede manifestar como partícula o como onda.
Esos algos se denominan «quanta» y constituyen, según los físicos, la materia básica de la que está hecho el universo entero.
Los físicos pueden llegar a esta conclusión porque han ideado tácticas inteligentes para deducir el comportamiento de un electrón cuando no está siendo observado (deberíamos señalar que ésta es sólo una de las interpretaciones de los indicios y no la conclusión a la que llegan todos los físicos; como veremos después, el propio Bohm hace una interpretación distinta).
Pero si parpadeáramos mientras la bola
está en tránsito, descubriríamos que, durante el segundo o los dos
segundos en que no la estábamos observando, la bola habría dejado de
trazar una sola línea y habría dejado en cambio una amplia franja
ondulante, como la que deja una serpiente del desierto cuando se
mueve por la arena zigzagueando (véase fig. 5).
El físico Nick Herbert mantiene esta interpretación, la cual - afirma - muchas veces le ha hecho imaginar que el mundo a su espalda siempre es «un brebaje cuántico radicalmente ambiguo que fluye sin cesar»; pero siempre que se da la vuelta e intenta verlo, su mirada lo congela al instante y se convierte otra vez en la realidad ordinaria.
Según él, esto nos convierte en pequeños Midas, el rey legendario que nunca conoció el tacto de la seda o la caricia de una mano porque todo lo que tocaba se convertía en oro.
Y concluye afirmando:
FIGURA 5 Los físicos han descubierto pruebas convincentes de que los electrones y otros quanta se manifiestan como partículas únicamente mientras los estemos mirando. El resto del tiempo se comportan como ondas. Esto es tan extraño como que una bola trace una sola línea recta en la pista de las bolas mientras la estás contemplando y deje un rastro de ondas cada vez que parpadeas.
Y se le antojaba igualmente asombroso ver que los físicos, en su mayoría, tendían a dar poca importancia al fenómeno. De hecho, estaba tan subestimado que uno de los ejemplos más famosos de interconexión permaneció oculto durante varios años en una de las suposiciones básicas de la física cuántica, antes de que alguien se diera cuenta de que estaba ahí.
Pero si el acto de la observación ayudaba realmente a crear esas propiedades, ¿qué implicaba para el futuro de la ciencia?
Encontraba especialmente objetable la conclusión a la que había llegado Bohr de que las propiedades de una partícula no existen hasta que son observadas, porque, en combinación con otro hallazgo de la física cuántica, implicaba que las partículas subatómicas estaban conectadas entre sí de un modo que a juicio de Einstein era sencillamente imposible.
Al ser el positrón la antipartícula del electrón, ambos acabarán aniquilándose finalmente el uno a otro y se desintegrarán formando dos quanta de luz o «fotones» que se desplazarán en direcciones opuestas (la capacidad de transformarse de un tipo de partícula en otro es otra de las propiedades del quantum). De acuerdo con la teoría cuántica, por mucho que se aparten los fotones, siempre tienen ángulos de polarización idénticos, como se descubrirá al medirlos. (La polarización es la orientación espacial del aspecto ondulatorio del fotón cuando se desplaza desde su punto de origen).
En él explicaban por qué la existencia de las partículas gemelas demostraba la imposibilidad de que la tesis de Bohr fuera correcta. Argumentaban que se podían crear dos partículas semejantes, pongamos los fotones emitidos cuando se desintegra el positronio, y dejar que se desplazaran alejándose a una distancia significativa.
Luego se interceptarían y se medirían sus ángulos de polarización. Si las polarizaciones se miden precisamente en el mismo momento y se ve que son idénticas, como predice la física cuántica, y si Bohr tenía razón y propiedades como la polarización no empiezan a existir hasta que son observadas o medidas, esto indica que los dos fotones tienen que estar de una manera u otra comunicándose entre sí instantáneamente de modo que saben en qué ángulo de polarización han de coincidir.
El problema era que, según la teoría de la relatividad de Einstein, nada puede viajar a una velocidad mayor que la de la luz, y no digamos instantáneamente, porque equivaldría a romper la barrera del tiempo y abriría la puerta a toda clase de paradojas inaceptables. Einstein y sus colegas estaban convencidos de que ninguna «definición razonable» de la realidad posibilitaría la existencia de una interconexión más rápida que la luz y, por tanto, Bohr tenía que estar equivocado.
Hoy su argumentación se conoce como la paradoja Einstein-Podolsky-Rosen, o paradoja EPR, para resumir.
Einstein, por tanto, estaba basando su argumentación en un error, puesto que consideraba que las partículas gemelas eran independientes. Las partículas gemelas formaban parte de un sistema indivisible y no tenía sentido pensar en ellas de otro modo.
Un factor que contribuyó al triunfo de Bohr fue que la física cuántica había demostrado tener un éxito tan espectacular en la predicción de fenómenos, que había pocos físicos dispuestos a considerar siquiera la posibilidad de que pudiera tener algún fallo. Además, cuando Einstein y sus colegas plantearon el argumento de las partículas gemelas, el experimento nunca se pudo llevar a cabo porque lo impidieron razones técnicas y de otro tipo. Eso hizo que fuera aún más fácil quitárselo de la cabeza.
Es curioso porque aunque Bohr había ideado su argumentación como réplica al ataque de Einstein contra la física cuántica, su tesis de que los sistemas subatómicos son indivisibles tiene repercusiones igualmente profundas para la naturaleza de la realidad, como veremos más adelante.
Lo irónico es que tampoco se prestara atención a dichas repercusiones y que se tapara, una vez más, la importancia potencial de la interconexión.
Cuando se licenció en el Pennsylvania State College, fue a la
Universidad de California, en Berkeley, donde se doctoró en 1942.
Antes de recibir el doctorado trabajó en el Lawrence Berkeley
Radiation Laboratory y allí se encontró con otro ejemplo increíble
de interconexión cuántica. En aquel laboratorio de Berkeley, Bohm empezó lo que se convertiría en su obra cumbre sobre los plasmas. Un plasma es un gas con una alta densidad de electrones y de iones positivos, o átomos con carga positiva. Bohm descubrió asombrado que cuando los electrones estaban en un plasma, dejaban de comportarse como entidades individuales y empezaban a comportarse como si formaran parte de un todo mayor e interconectado.
Aunque parecía que sus movimientos individuales eran aleatorios, cantidades inmensas de electrones eran capaces de producir efectos sorprendentemente bien organizados. Como si fuera una criatura ameboide, el plasma se regeneraba constantemente y cercaba con un muro todas las impurezas, al igual que un organismo biológico encerraría una sustancia extraña en una cista.
Tan atónito estaba Bohm ante esas cualidades orgánicas, que comentó después que había tenido a menudo la impresión de que aquel mar de electrones estaba «vivo».
Como en el caso de los plasmas que había estudiado en Berkeley, no se trataba ya de una situación en la que participaban dos partículas y cada una se comportaba como si supiese lo que estaba haciendo la otra, sino de verdaderos mares de partículas en los que cada una se comportaba como si supiese lo que estaban haciendo innumerables billones de partículas.
Bohm llamó «plasmones» a esos movimientos colectivos de electrones y su descubrimiento estableció su gran reputación como físico.
Tras pasar tres años enseñando la asignatura de Física Cuántica en Princeton, decidió mejorar su comprensión de la misma escribiendo un libro de texto. Cuando terminó, descubrió que seguía sin sentirse cómodo con lo que decía la física cuántica y envió copias del libro a Bohr y a Einstein para pedirles su opinión.
No recibió respuesta de Bohr, pero Einstein se puso en contacto con él y le dijo que, puesto que ambos estaban en Princeton, deberían reunirse para hablar del libro. En la primera de lo que iba a convertirse en una serie de animadas conversaciones que se prolongarían seis meses, Einstein le dijo entusiásticamente que era la explicación más clara de la teoría cuántica que había oído nunca.
No obstante, admitió que la teoría le resultaba tan insatisfactoria como al propio Bohm.
Inspirado por la influencia recíproca que existía entre él y Einstein, aceptó la validez de sus recelos sobre la física cuántica y decidió que tenía que haber una visión alternativa. Cuando publicó su libro de texto Quantum Theory, en 1951, éste fue recibido como un clásico, pero era un clásico sobre una materia en la que Bohm no tenía ya toda su confianza.
Su mente, siempre activa y en constante búsqueda de explicaciones más profundas, ya estaba escudriñando una manera mejor de describir la realidad.
Empezó por suponer que las partículas, como los electrones, sí existen en ausencia del observador. Aceptó también que había una realidad más profunda por debajo del muro inviolable de Bohr, un nivel subcuántico que todavía esperaba ser descubierto por la ciencia. A partir de esas premisas, descubrió que podía explicar los descubrimientos de la física cuántica tan bien como Bohr, con sólo proponer la existencia de una nueva clase de campo en ese nivel subatómico.
A ese nuevo campo lo llamó «potencial cuántico» y explicó que teóricamente se extendía por todo el espacio, al igual que la gravedad. No obstante, a diferencia de lo que ocurría en los campos gravitacionales, magnéticos y demás, su influencia no disminuía con la distancia. Sus efectos eran sutiles, pero el campo tenía la misma fuerza en todas partes.
Bohm publicó su interpretación de la teoría cuántica en 1952.
Una de ellas era la presunción, muy extendida, de que cualquier teoría, como la teoría cuántica, puede ser completa por sí sola. Bohm la criticaba alegando que la naturaleza puede ser infinita. Como ninguna teoría puede explicar completamente algo que es infinito, Bohm insinuaba que si los investigadores se abstuvieran de hacer suposiciones semejantes, la investigación científica sin barreras saldría beneficiada.
Ahora bien, en una lista completa de las causas que contribuyeron a la muerte de Lincoln tendrían que figurar los acontecimientos que llevaron a la invención de la pistola, los factores que hicieron que Booth quisiera matar a Lincoln, las etapas de la evolución de la raza humana que posibilitaron que una mano fuera capaz de sostener una pistola, etcétera, etcétera.
Bohm admitía que durante la mayor parte del tiempo se podía pasar por alto la larguísima cadena de causas que condujeron a un efecto determinado, pero creía también que era importante que los científicos recordaran que no podía existir una sola relación causa/efecto al margen del universo como totalidad.
Cuando estudió con más detenimiento el significado del potencial cuántico, halló en él varias características que implicaban una desviación aún más radical con respecto al pensamiento ortodoxo. Una de ellas era la importancia de la totalidad. La ciencia clásica había considerado siempre que el estado de totalidad de un sistema se debía meramente a la interacción de las partes.
Sin embargo, el potencial cuántico daba la vuelta a esa visión e indicaba que, en realidad, era el todo el que organizaba el comportamiento de las partes, lo cual, además de llevar un paso adelante la afirmación de Bohr de que las partículas subatómicas no son algos independientes sino que forman parte de un sistema indivisible, sugería que la totalidad era la realidad primaria en varios aspectos.
En palabras de Bohm,
Y observaba, una vez más, que,
Una característica del potencial cuántico más sorprendente aún era su repercusión en la naturaleza de la localización.
En el nivel de nuestras vidas cotidianas, las cosas tienen posiciones muy específicas; no obstante, según la interpretación de Bohm de la física cuántica, la posición deja de existir en el nivel subcuántico, el nivel en que actúa el potencial cuántico. Los puntos del espacio se vuelven todos iguales y no tiene sentido decir que una cosa está separada de otra.
Los físicos denominan «no localidad» a esa propiedad.
Al mirar los dos monitores de televisión podrías creer equivocadamente que los peces que aparecen en ambas pantallas son dos entidades distintas. Después de todo, cada imagen será un poco distinta de la otra puesto que las cámaras están colocadas en distintos ángulos. Pero si sigues mirando, al final caerás en la cuenta de que hay una relación entre los dos peces: cuando uno gira, el otro gira también, con un giro ligeramente distinto pero relacionado; cuando uno mira al frente, el otro mira al lateral, y así sucesivamente.
Si no conocieras toda la situación, podrías llegar a la conclusión errónea de que los peces se están comunicando de manera instantánea, aunque no sea ése el caso. No se produce comunicación alguna porque a un nivel más profundo de la realidad - la realidad del acuario - el hecho es que los dos peces son sólo uno y el mismo (véase fig. 6).
Esto, según Bohm, es precisamente lo que ocurre entre partículas como los dos fotones que emite un átomo positronio al desintegrarse.
Uno de ellos fue John Stewart Bell, físico teórico del CERN, un centro para la investigación atómica pacífica situado cerca de Ginebra, Suiza. Al igual que Bohm, él tampoco estaba satisfecho con la teoría cuántica y pensaba que tenía que haber una alternativa.
Como dijo posteriormente:
Bell se percató también de que la teoría de Bohm implicaba la existencia de la no localidad y se preguntaba si habría algún modo de verificarla experimentalmente.
Arrinconó el asunto en el fondo de la mente durante años hasta que, en 1964, gracias a un año sabático, tuvo libertad para dedicarle toda su atención. Entonces, no tardó en encontrar una prueba matemática, ingeniosa y simple, que revelaba la manera de llevar a cabo el experimento. El único problema era que requería un nivel de precisión tecnológica que todavía no era factible.
Para estar seguro de que partículas como las de la paradoja EPR no utilizaban medios normales de comunicación, las operaciones básicas del experimento debían llevarse a cabo en un instante tan infinitesimalmente breve que no habría tiempo suficiente para que un rayo de luz cruzara la distancia que separaba las dos partículas.
Eso significaba que los instrumentos utilizados
en el experimento tenían que hacer todas las operaciones necesarias
en millonésimas de segundo.
FIGURA 6 Bohm cree que las partículas subatómicas están conectadas como lo están las imágenes de un pez en los dos monitores de televisión. Aunque parezca que las partículas, como los electrones, están separadas unas de otras, el hecho es que, en un nivel más profundo de la realidad - un nivel parecido al del acuario - sólo son aspectos distintos de una unidad cósmica más profunda.
Allí encontró otro ejemplo importante de interconexión no local, junto con un joven investigador, alumno suyo, llamado Yakir Aharonov. Ambos descubrieron que, en las circunstancias adecuadas, un electrón puede sentir la presencia de un campo magnético situado en una zona en la que la posibilidad de encontrar al electrón es cero.
Hoy se conoce ese fenómeno como el efecto Bohm-Aharonov; cuando publicaron su descubrimiento, muchos físicos creían que no era posible. Todavía hoy queda el suficiente escepticismo residual como para que de vez en cuando aparezcan ensayos argumentando que no existe tal efecto, a pesar de que se ha confirmado en numerosos experimentos.
En una entrevista que le hicieron varios años después, resumió sencillamente la filosofía que apuntala su coraje:
No obstante, la escasa respuesta que encontraron sus ideas sobre la totalidad y la no localidad, así como su propia incapacidad para encontrar la forma de avanzar, le hicieron centrar la atención en otras cuestiones.
Todo ello le llevó a echar una mirada más detenida al orden en la década de 1960. La ciencia clásica, por lo general, divide las cosas en dos categorías: aquéllas con una disposición ordenada de las partes y las que tienen las partes desordenadas o en una disposición azarosa. Los copos de nieve, los ordenadores y las cosas vivas son todos ellos ordenados. La distribución de un puñado de granos de café esparcidos por el suelo, los restos que deja una explosión o una serie de números generados por una ruleta son desordenados todos ellos.
A lo mejor tienen un orden de un «grado [tan] indefinidamente alto», que nos parece que son aleatorias (es interesante señalar que los matemáticos no son capaces de demostrar la aleatoriedad; y aunque algunas secuencias de números se clasifican como aleatorias, son sólo estimaciones dictadas por el conocimiento y la experiencia).
Lo que interesó a Bohm fue que, cuando se giraba la manivela del cilindro, la gota de tinta se extendía por la espesa glicerina y parecía que desaparecía. Pero en cuanto se giraba la manivela en la dirección opuesta, el resto de tinta desvanecido lentamente se plegaba sobre sí mismo y formaba de nuevo la gotita (véase fig. 7).
FIGURA 7 Cuando se echa una gota de tinta en un bote lleno de glicerina y se gira un cilindro que hay en su interior, parece que la gota se extiende y desaparece. Pero cuando el cilindro se gira en la dirección opuesta, la gota surge de nuevo. Bohm utiliza este fenómeno para ejemplificar
cómo el orden puede ser manifiesto
(explícito) u oculto (implícito). El descubrimiento le llenó de entusiasmo, porque le proporcionaba una forma nueva de contemplar muchos de los problemas que había estado considerando. Poco después de toparse con el artilugio de la tinta y la glicerina, encontró una metáfora aún mejor para entender el orden, una metáfora que le permitía no sólo atar los diversos cabos de años de cavilaciones, sino también hacerlo con tal fuerza explicativa que casi parecía haber sido expresamente concebida con ese fin. Era el holograma.
Al igual que la mancha de tinta en estado disperso, los patrones de interferencia grabados en una película holográfica parecían desordenados a simple vista. Ambos poseen un orden que está oculto o envuelto del mismo modo en que, en un plasma, el orden está envuelto en la conducta aparentemente aleatoria de cada uno de sus electrones.
Pero ésta no era la única revelación que hacía el holograma.
Publicó sus primeros trabajos sobre su visión holográfica del universo a principios de la década de 1970, y en 1980 presentó un compendio meditado y maduro de sus pensamientos en un libro titulado La totalidad y el orden implicado, en donde no se limitó a reunir sus miles de ideas, sino que las transfiguró en una nueva manera de mirar la realidad tan increíble como radical.
Por debajo de la misma hay un orden de existencia más profundo, un nivel de realidad vasto y primario que da origen a todos los objetos y apariencias del mundo físico, de la misma manera que una placa holográfica da origen al holograma. Bohm llama orden implicado (que significa «envuelto») a ese nivel más profundo de la realidad, y se refiere a nuestro nivel de existencia como el orden explicado o desenvuelto.
Cuando parece que un electrón se mueve, se debe a una serie continua de envolvimientos y desenvolvimientos.
Los sostiene una afluencia constante del orden implicado. Y cuando parece que se destruye una partícula, no está perdida, sencillamente se ha vuelto a envolver en el orden más profundo del que surgió. Una película holográfica y la imagen que genera constituyen también un ejemplo de los órdenes implicado y explicado. La película es el orden implicado porque la imagen codificada en sus patrones de interferencia es un todo oculto envuelto en la totalidad.
El holograma que se proyecta a
partir de la película es el orden explicado porque representa la
versión perceptible y desenvuelta de la imagen. El intercambio fluido y constante entre los dos órdenes explica que las partículas puedan cambiar de forma y convertirse de un tipo de partícula en otro, como el electrón en el positronio.
Cambios como éste se pueden interpretar como que una partícula, digamos un electrón, se envuelve de nuevo en el orden implicado mientras que otra, un fotón, se desenvuelve y ocupa su lugar. El intercambio explica también que un quantum pueda manifestarse como partícula o como onda. Según Bohm, ambos aspectos están siempre envueltos en un conjunto cuántico y lo que determina qué aspecto se desenvuelve y cuál permanece oculto es la manera en que el observador interactúa con el conjunto.
El papel que juega el observador en la determinación de la forma que adopta un quantum no es más misterioso que el que juega un joyero cuando al manipular una piedra preciosa decide qué facetas serán visibles y cuáles no. Como el término «holograma» se refiere habitualmente a una imagen estática y ésta no transmite la naturaleza dinámica y siempre activa de los incalculables envolvimientos y desenvolvimientos que crean el universo momento a momento, Bohm prefiere describir el universo no como holograma, sino como «holomovimiento».
Como hemos visto, cuando algo está organizado holográficamente, deja de funcionar toda semejanza con la localización. Decir que cada parte de una película holográfica contiene toda la información que posee toda la película es sólo otra forma de decir que la información está distribuida de forma no local.
De ahí que si el universo está organizado con arreglo a principios holográficos, se puede esperar que también tenga propiedades no locales.
Como en el cosmos todo está hecho del tejido holográfico ininterrumpido del orden implicado, a juicio de Bohm tiene tan poco sentido pensar que el universo está formado por «partes», como creer que los distintos surtidores de una fuente son independientes del agua de la que fluyen. Un electrón no es una «partícula elemental»; es sólo el nombre que se da a cierto aspecto del holomovimiento.
Dividir la
realidad en partes y después darles nombre es siempre arbitrario, un
convencionalismo, porque las partículas subatómicas (y todas las
demás cosas que hay en el universo) no están más separadas unas de
otras que los distintos dibujos de una alfombra estampada. Es una idea profunda. Einstein asombró al mundo cuando afirmó, en la teoría de la relatividad, que el espacio y el tiempo no son magnitudes independientes, sino que están unidas uniformemente y forman parte de un todo mayor que él denominó «continuo espacio-tiempo». Bohm lleva esa idea un paso - gigante - más allá.
En su opinión, todo lo que hay en el universo forma parte de un continuo. A pesar de la aparente separación de las cosas en el orden explicado, todo es una extensión continua de todo lo demás y, al final, hasta los órdenes implicado y explicado se funden el uno con el otro.
No obstante, un análisis minucioso revela que es imposible determinar dónde termina un torbellino y dónde empieza el río. Del mismo modo, Bohm no insinúa que las diferencias entre las «cosas» carezcan de significado.
Sólo quiere que sepamos constantemente que la división en «cosas» de diversos aspectos del holomovimiento siempre es una división teórica, una forma de hacer destacar esos aspectos en nuestra percepción por la forma en que pensamos. En un intento de corregirlo, en vez de llamar «cosas» a los diferentes aspectos del holomovimiento, prefiere llamarlos «subtotalidades relativamente autónomas».
Por ejemplo, creemos que podemos extraer las partes valiosas de la tierra sin afectar a la totalidad. Creemos que es posible tratar partes del cuerpo sin preocuparnos por la totalidad. Creemos que podemos tratar diversos problemas de la sociedad como el crimen, la pobreza o la adicción a las drogas sin estudiar los problemas de la sociedad en cuanto totalidad, etcétera.
En sus escritos, Bohm argumenta vehementemente que nuestra forma actual de fragmentar el mundo en partes no sólo no funciona, sino que puede llevarnos a la extinción.
Uno de ellos es el efecto que parece tener la consciencia en el mundo subatómico. Como hemos visto, aunque Bohm rechaza la idea de que las partículas no existen hasta que son observadas, en principio no se opone al intento de unir la física y la consciencia. Cree simplemente que la mayoría de los físicos lo abordan de manera equivocada, tratando de fragmentar la realidad una vez más y afirmando que una cosa independiente como la consciencia interactúa con otra cosa independiente como una partícula subatómica.
En cierto sentido, el observador es el observado. El observador es también el aparato medidor, los resultados de los experimentos, el laboratorio y la brisa que sopla fuera del laboratorio. De hecho, piensa que la consciencia es una forma más sutil de materia y que la base de toda relación entre las dos no se encuentra en nuestro nivel de realidad, sino en las profundidades del orden implicado.
La consciencia está presente en diversos grados del envolvimiento y del desenvolvimiento de la materia y tal vez sea ésa la causa de que los plasmas posean características de cosas vivas.
Como dice Bohm,
De manera similar, cree que tampoco tiene sentido dividir el universo en cosas vivas y cosas no vivas.
La materia animada y la materia inanimada están entretejidas inseparablemente y la vida también está envuelta en la totalidad del universo. Hasta una roca está viva en cierto modo, afirma Bohm, porque la vida y la inteligencia están presentes, no ya en toda la materia, sino también en la «energía», en el «espacio», en el «tiempo», en «el tejido del universo entero» y en todo lo demás que sacamos del holomovimiento y contemplamos erróneamente como cosas independientes.
Al igual que cada trocito de un holograma contiene la imagen del todo, cada porción del universo contiene el todo. Esto significa que podríamos encontrar la galaxia Andrómeda en la uña del dedo gordo de nuestra mano izquierda si supiéramos cómo acceder a ella.
Asimismo, podríamos encontrar a Cleopatra cuando se reunió con César por primera vez, porque, en principio, todo el pasado y las repercusiones para todo el futuro también están encubiertos en cada pequeña región del espacio y del tiempo. El cosmos entero está envuelto en cada célula de nuestro cuerpo.
Y lo mismo hace cada hoja, cada gota de lluvia, cada mota de polvo, lo cual da un significado nuevo al famoso poema de William Blake:
Ver un mundo en un grano de arena
Bohm tiene una sugerencia. Según los conocimientos actuales de la física, todas las zonas del espacio están plagadas de distintos tipos de campos formados por ondas de longitud variable. Cada onda tiene siempre algo de energía al menos.
Cuando los físicos calcularon la cantidad mínima de energía que puede tener una onda, averiguaron que ¡cada centímetro cúbico de espacio vacío contiene más energía que la energía total de toda la materia que existe en el universo conocido!
La materia no existe con independencia de ese mar, del llamado «espacio vacío». Es una parte del espacio. Para explicar lo que quiere decir, Bohm propone la siguiente analogía: un cristal enfriado hasta el cero absoluto permitirá que un chorro de electrones lo atraviese sin esparcirlos. Si se sube la temperatura, se producirán grietas en el cristal que echarán a perder su transparencia, por decirlo así, y los electrones empezarán a esparcirse.
Desde el punto de vista de un electrón, las grietas parecerían trozos de «materia» flotando en un mar de nada, pero no es eso lo que ocurre realmente. La nada y los trozos de materia no existen con independencia unos de otros. Forman parte del mismo tejido, del orden más profundo del cristal.
El universo no está separado de este mar cósmico de energía; es una onda en su superficie, un «patrón de excitación» comparativamente pequeño en medio de un océano inimaginablemente inmenso.
En otras palabras: a pesar de su materialidad aparente y de su enorme tamaño, el universo no existe en sí mismo y por sí mismo, sino que es un hijastro de algo mucho más vasto e inefable.
Más aún: no es siquiera una gran producción de ese algo más vasto, sino sólo una sombra pasajera, un problema menor en el gran esquema de las cosas.
Bohm admite que no hay razón para creer que el orden implicado es el fin de las cosas. Más allá puede haber otros órdenes jamás soñados, etapas infinitas de una evolución ulterior.
Aun dejando aparte el mar implicado de energía, el espacio está lleno de luz y de otras ondas electromagnéticas que se entrecruzan e interfieren entre sí constantemente. Como hemos visto, las partículas son también ondas. Esto significa que los objetos físicos y todo lo demás que percibimos en la realidad están compuestos por patrones de interferencia, lo cual tiene consecuencias holográficas innegables.
Posteriormente, en 1982, tuvieron éxito los físicos Alain Aspect, Jean Dalibard y Gérard Roger del Instituto de Óptica de la Universidad de París. En primer lugar, produjeron una serie de fotones gemelos calentando átomos de calcio con láser. Luego, permitieron que cada fotón se desplazara en una dirección opuesta por un conducto de seis metros y medio y pasara por unos filtros especiales que los dirigían hacia uno de los dos analizadores de polarización posibles.
Cada filtro tardó diez mil millonésimas de segundo en cambiar de un analizador al otro, alrededor de treinta mil millonésimas de segundo menos de lo que tardó la luz en recorrer los 13 metros que separaban cada juego de fotones. De esta manera, Aspect y sus colegas consiguieron descartar toda posibilidad de que los fotones pudieran comunicarse a través de cualquier proceso físico conocido.
Eso significaba que o bien se estaba contraviniendo la negativa de Einstein a aceptar la posibilidad de una comunicación más rápida que la luz, o bien las dos fotones estaban conectados de forma no local. Como la mayoría de los físicos se oponen a admitir dentro de la física procesos más rápidos que la luz, el experimento de Aspect se contempla por lo general como una prueba material de que la conexión entre los dos fotones no es local.
Además, como observa Paul Davis, físico de la Universidad de Newcastle-upon-Tyne, Inglaterra, dado que todas las partículas están continuamente interactuando y separándose,
Los descubrimientos de Aspect no demuestran que el modelo de universo de Bohm sea correcto, pero le dan un respaldo enorme.
De hecho, como hemos mencionado ya, en opinión de Bohm, ninguna teoría es correcta en un sentido absoluto, ni siquiera la suya. Todas las teorías no son más que aproximaciones a la verdad, mapas finitos que usamos para intentar representar un territorio infinito e indivisible.
Esto no significa que Bohm crea que su teoría no es demostrable.
Está seguro de que, en algún momento en el futuro, se desarrollarán técnicas que permitirán someter a prueba sus ideas (cuando a Bohm le critican este punto, señala que hay varias teorías en física, como la «teoría de las supercuerdas», que probablemente no podrán demostrarse durante varias décadas).
Por ejemplo, el físico de Yale Lee Smoling simplemente no encuentra la teoría de Bohm «muy convincente, físicamente». Sin embargo, existe un respeto casi universal por la inteligencia de Bohm.
La opinión de Abner Shimony, físico de la Universidad de Boston, es representativa en este sentido:
Aparte de ese escepticismo, también hay físicos que ven con simpatía las ideas de Bohm, entre otros figuran mentes privilegiadas como Roger Penrose, de Oxford, creador de la teoría moderna del agujero negro, Bernard d'Espagnat, de la Universidad de París, una de las autoridades mundiales más importantes sobre los fundamentos conceptuales de la teoría cuántica, y Brian Josephson, de Cambridge, ganador del premio Nobel de Física en 1973.
En opinión de Josephson, el orden implicado de Bohm puede llegar algún día a incluir a Dios, o la Mente, en el marco de la ciencia, una idea que Josephson apoya.
El cerebro es un holograma envuelto en un universo holográfico.
¿Cómo puede el cerebro (que en sí mismo está compuesto por frecuencias de materia) tomar algo tan insustancial como una nube borrosa de frecuencias y hacer que parezca sólida al tacto?
En otras palabras: la lisura de una pieza de buena porcelana china y el tacto de la arena de la playa bajo los pies en realidad no son sino versiones elaboradas del síndrome del miembro fantasma.
También nosotros tenemos dos aspectos muy distintos en nuestra realidad. Podemos vernos como cuerpos físicos que se mueven por el espacio. O podemos vernos como una nube borrosa de patrones de interferencia envueltos en todo el holograma cósmico. Bohm cree que el segundo punto de vista podría ser el más correcto, porque pensar en nosotros como una mente/cerebro holográfico que mira un universo holográfico es un pensamiento teórico nuevamente, un intento de separar dos cosas que al final no pueden separarse.
Las repercusiones de tal afirmación son uno de los temas
que examinaremos al analizar el efecto de las ideas de Bohm y
Pribram en la obra de investigadores de otros campos.
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