6 - SOBRE LA RELACIÓN CON LOS HIJOS
(Los niños actuales necesitan más. ¿Te has fijado?)
Entrenamiento para padres. La paz comienza en casa: sabiduría y
apoyo para padres de índigos Las drogas, la muerte y la vida en el más allá.
Un legado duradero Falta de atención e hiperactividad en venta
Unos juicios afirman que los fabricantes de fármacos y los
psiquiatras inventaron el trastorno de falta de atención e
hiperactividad para vender Ritalina
A continuación, presentamos dos análisis hechos por dos individuos
competentes que están «en la brecha». Trabajan todos los días con
niños y padres, y ponen por escrito esos pensamientos para nosotros,
en una época en la que parece que todas las semanas se producen
disparos en las escuelas.
Rendimos homenaje a los padres de todo el mundo que están en pleno
proceso de descubrimiento, es proceso de buscar para sus hijos algo
totalmente diferente de lo que recibieron de sus propios padres. ¡Y
eso no se debe a que hayan sido educados mal! Una de las mayores
frustraciones que experimentan muchas madres y muchos padres es que
sienten que lo están haciendo bien, como lo hicieron sus padres,
pero que algo sale mal.
¿Necesitan estos niños algo más que lo que recibimos nosotros? La
respuesta es que sí, aunque no cuesta tanto imaginarse de qué se
trata. Tiene que ver con el amor, la lógica y la amistad. Tiene que
ver con escuchar y ser conscientes. Requiere autodisciplina,
sabiduría y algunos atributos más, difíciles de encontrar en un
estilo de vida con mucho trabajo y mucho agobio, que se ha
convertido en algo habitual en una sociedad como la nuestra.
Queremos que los padres sepan que no son los únicos que sienten esa
frustración y que estos libros que escribimos no pretenden
señalarlos con el dedo. Lo único que queremos es ayudarlos a ser
mejores amigos de sus hijos, por más que piensen que ya «ha pasado
demasiada agua bajo el puente» y que, cuando son adolescentes, ya no
hay nada que hacer. Según los informes que recibimos de padres de
todo el mundo, no es así. Nunca es demasiado tarde para enseñar el
amor a los hijos.
Sin embargo, es imprescindible que ellos observen
el cambio en nosotros, antes de que éste signifique algo para ellos.
Este es un texto sobre la manera de relacionarnos con los hijos,
escrito por una mujer llamada Barbra Gilman, que tiene veinte años
de experiencia como terapeuta y un diploma de educadora para padres
de la Red Internacional para Niños y Familias. Ejerce como ministro
para personas con distintas religiones y es una alta ejecutiva de Success Strategies for Life (“Estrategias para triunfar en la
vida”).
Ha sido directora del Centro de Conciencia Espiritual de
Nueva York y ha presentado su propio programa de radio:
«Decisiones conscientes».
Da conferencias y ha dirigido centenares
de talleres sobre el desarrollo personal y espiritual y el éxito a
través de la conciencia. Su último libro se titula
The Unofficial
Guide to Living Successfully on Planet Earth. Su teléfono de
contacto es el (888) 826-8930.
ENTRENAMIENTO PARA PADRES LA PAZ COMIENZA EN CASA:
SABIDURÍA Y APOYO PARA PADRES DE ÍNDIGOS
Barbra Gilman Antes que nada, un poema que ha escrito un joven:
Para mis padres Me queréis y pensáis que eso os da derechos
para moldear mi vida como la vuestra. Pero no puede ser. Debo ser libre, ¡debo ser yo!
Ya sé que me equivocaré, y me lamentaré en sueños
por todas las cosas que vosotros, como padres, desearíais poder prevenir, pero no soy vuestro bebé.
No podéis enseñarme los trucos que tenéis a vuestra
disposición, ni llevarme siempre de la mano. Para ganar o fracasar, debo seguir yo solo mi camino
solitario a veces, a veces doloroso.
Sef Tritt, 14 años
-
¿Y si cada niño que llegara al mundo viniera con un manual
personalizado atado al dedo pequeño del
pie?
-
¿Y si a todos los padres primerizos se les pudieran dar una
serie de vacunas que los inocularan para
no repetir los errores de sus padres?
-
¿Y si todas las personas que
tuvieran niños a su cargo (tanto padres
y abuelos como educadores o amigos) recibieran un dispositivo
especial que les permitiera ser clarividentes y garantizara que no
volvieran a maltratar ni a malinterpretar las intenciones de ningún
niño, por ningún motivo?
-
¿Y si todos los niños crecieran sanos,
felices, en paz y libres?
-
¿Qué clase de mundo sería este?
Pues bien, no existen los manuales personalizados para el dedo del
pie, ni los dispositivos de clarividencia, ni las vacunas para ser
mejores padres. No hay ninguna garantía de que ninguno de nosotros
esté siquiera emocionalmente preparado para ser padres cuando lo
somos. La mayor parte de las veces simplemente nos introducimos en
la paternidad o la maternidad con la esperanza de que todo salga
bien.
Y he de decir, a nuestro favor, que en mi opinión la mayoría
de nosotros tratamos de hacerlo siempre lo mejor posible, a menudo a
pesar de los graves inconvenientes. Lo que pasa es que, muchas
veces, hacerlo lo mejor posible no basta para evitar que
transmitamos a nuestros hijos los patrones malsanos que hemos
heredado.
¿Qué podemos hacer, entonces?
La familia postmoderna
Como padres, puede que sea nuestra obligación prestar atención no
sólo a nuestros hijos sino también (y quizá fundamentalmente) a
nosotros mismos, a nuestras propias necesidades y a nuestras propias
heridas. De hecho, es muy probable que cada lector de este artículo
tenga por lo menos un recuerdo doloroso de una época en la cual sus
padres no lo entendían en absoluto o hacían justamente lo contrario
de lo que él necesitaba para llegar a ser una persona equilibrada,
con un amor propio sano y fuerte. Algunos de nosotros tenemos más de
un recuerdo. Y para otros, los recuerdos dolorosos superan con
creces a los agradables.
Sin embargo, cuando la mayoría de nosotros nos convertimos en
padres, suponemos que simplemente sabremos lo que tenemos que hacer,
o que hacer lo que han hecho nuestros padres bastará para nuestros
hijos. Pero no «sabemos simplemente» cómo ser padres y, si repetimos
lo que hicieron los nuestros cuando nos criaron, tenemos tantas
probabilidades de transmitir los mismos errores a nuestros hijos
como de nutrir su evolución para que lleguen a ser personas sanas,
completas y equilibradas.
Incluso aquellos de nosotros que nos hemos criado en un ambiente
lleno de cariño y apoyo podemos sentirnos perdidos cuando nos
enfrentamos con las exigencias que supone vivir en nuestra sociedad.
Muchas familias ya no pueden sobrevivir con un solo sueldo. Cuando
los dos padres trabajan, desaparecen la comida familiar y muchos de
los demás rituales sencillos y estabilizadores que congregaban a
toda la familia. Más aún, la falta de unión se acentúa cuando a
menudo los padres optan por matricular a sus hijos a un número
excesivo de actividades extraescolares.
El resultado es lo que llamo
«la familia postmoderna»: un grupo de personas que viven bajo el
mismo techo, pero que se mueven en tantas direcciones distintas que
apenas tienen oportunidad de desarrollar una verdadera intimidad.
Las familias postmodernas se desconectan, en lugar de
interconectarse. Algunas veces, los miembros de la familia no
parecen conocerse demasiado bien entre ellos.
A medida que ingresamos en el nuevo milenio, las fuerzas que rigen
la evolución humana han añadido a la mezcla un elemento nuevo, un
nuevo regalo para el futuro de la humanidad y un nuevo desafío para
todos nosotros: los niños índigo.
Estas nuevas almas suben a bordo para facilitar nuestra transición
hacia la etapa siguiente de la evolución de la conciencia humana.
Son
seres multidimensionales sumamente sensibles, a menudo con
muchos talentos y una intuición muy refinada. Más que nunca, en lo
que llevamos de historia escrita, nuestros hijos son diferentes de
nosotros.
Como dijo una mujer, contemplando a un bebé índigo: «nacen
sabiendo»
La sinceridad es crucial
¿Qué es eso que saben los niños índigo y la mayoría de nosotros no?
Instintivamente, los niños índigo saben quiénes son y lo que
necesitan. Saben cómo se tienen que tratar entre sí los seres
humanos. Esperan que las personas sean respetuosas. En ninguna
circunstancia responden bien a las mentiras, las manipulaciones o la
violencia. Los niños índigo esperan explicaciones y no se suelen
conformar con un «porque lo digo yo».
Además, reaccionan mejor
cuando se los trata como adultos, en todo sentido.
«¡Pero yo no le miento a mis hijos! ¡No los manipulo! ¡No utilizo la
violencia!»
Ahora mismo escucho el coro de voces. La mayoría de
nosotros nunca hemos engañado a propósito a nuestros hijos, ni hemos
utilizado su amor propio como recurso para controlar su conducta; la
mayoría de nosotros no hemos levantado jamás la mano a nuestros
hijos, con rabia. Sin embargo, los sociólogos, los psicólogos y los
críticos culturales de muchos ámbitos han observado que nuestra
propia cultura está sumida en la violencia, el engaño y la
manipulación.
¿Hasta qué punto somos conscientes de las maneras,
pequeñas pero poderosas, en que nuestra vida se puede ver afectada
personalmente por los mensajes culturales que han adoctrinado
ciertos hábitos que tenemos en la mente, desde nuestra más tierna
infancia?
Es posible que no engañemos directamente a nuestros hijos y que
hasta nos parezca que, si les ocultamos cierta información, lo
hacemos por su propio bien. En este punto comenzamos a alejarnos de
la verdad y la mayoría de nosotros ni siquiera nos lo planteamos dos
veces.
Analicemos el mito de Papá Noel, tan aceptado que lo reconocen y lo
celebran incluso muchos niños que no se han criado en el
cristianismo. Como símbolo, tiene un atractivo popular que va más
allá de la afiliación religiosa. Pero, ¿y si dijera que, detrás de
ese anciano amable, con su gorro rojo afelpado, hay una mentira
violenta y manipuladora, diseñada para ayudar a los adultos a
controlar el comportamiento infantil y a mantener las cosas como
están? ¿Exagero?, dice el lector.
Vamos a echar un vistazo.
Papá Noel trae a los niños toda la recompensa del amor
incondicional, todas las Navidades, ¿o no? Su saco simbólico rebosa,
pero el mito que conocemos la mayoría de nosotros desde nuestra
infancia es que, si no nos portamos bien, Papá Noel no nos traerá
nada. Es decir que, si no somos buenos, se llevará todos nuestros
juguetes, lo cual no tiene nada que ver con el amor incondicional.
En un contexto así, Papá Noel se convierte en una forma de castigo,
propiciada por la cultura, una mentira que ejerce violencia
psicológica y, al mismo tiempo, manipula a los niños.
Claro que todo esto puede parecernos exagerado a algunos de nosotros
y hasta podemos llegar a decirnos que nuestros hijos no se lo toman
demasiado en serio como para que eso los perjudique, lo cual no deja
de ser una suposición peligrosa. Una de las cosas que enseño en mi
trabajo con los padres es a mirar el mundo a través de los ojos de
nuestros hijos.
Para los niños pequeños, esta historia no es ningún
mito, sino algo muy, pero que muy real; y si bien usar a Papá Noel
para controlar el comportamiento brinda, en el mejor de los casos,
un mensaje para estar motivados externamente, en el peor enseña a
obedecer a través del miedo a la carencia y a que dejen de amarnos y
aceptarnos.
De pronto tomé conciencia de esa dinámica cuando una madre me contó
lo siguiente acerca de su hija, una niña índigo de doce años. Madre
e hija iban en coche a comprar, cuando pusieron por la radio la
canción «Papá Noel viene a la ciudad».
La madre se puso a menear la cabeza, evocando recuerdos felices de
su infancia, como las nevadas y
el chocolate caliente, cuando su hija, Kim, exclamó:
«Eso es
maltrato infantil, mamá. ¡Qué canción más
espantosa!»
«He de reconocer que me quedé estupefacta - me dijo la madre de Kim -
y que jamás volví a pensar en Papá Noel de la misma manera».
Vamos a ver: Papá Noel es, en el fondo, un símbolo de generosidad y
de gracia. Claro que hay que festejarlo, pero no lo usemos como una
amenaza o una recompensa. Dejemos que sea un símbolo de la
abundancia y los milagros que surgen verdaderamente del amor
incondicional.
Hemos de tomar conciencia de los mensajes con los que nos han
criado, mensajes que muchos de nosotros hemos aceptado a ciegas,
aunque puede que hayan sido perniciosos para nosotros de maneras
sutiles, mensajes que tal vez ayudaran a nuestros padres a controlar
nuestra conducta, pero que cada vez serán menos eficaces para
influir en las generaciones de índigos. No pretendo convencer al
lector de que vede a Papá Noel de su familia para ser un buen padre.
¡Por supuesto que no!
Pero espero convencerlo de que, como padres,
tenemos que tomar conciencia: los antiguos métodos de disciplina y
control ya no sirven.
Si podemos aceptar que estos nuevos niños
están aquí para enseñarnos y si podemos aprender a ver a través de
sus ojos, la vida de todos nosotros cambiará para mejor.
Perspectivas diferentes
¿Es verdad que los niños ven estas cosas de forma tan diferente?
Pues sí, y no sólo cuando son adolescentes.
Otra madre con la que trabajé me contó que un día su hijo de seis
años se le acercó y le preguntó:
«Mamá, ¿por qué ya no me quieres?»
Sorprendida y perpleja, la madre dijo:
«¡Claro que te quiero, Danny!
¿Por qué piensas que no te
quiero?»
Danny respondió:
«Porque ahora sólo me lees un cuento a la hora de
dormir y antes me leías dos».
Jamás se le había ocurrido a esa madre tan ocupada que un cambio tan
insignificante en la rutina pudiera hacer que su hijo se sintiera
tan herido y poco querido. Sin duda, ella no tenía la menor
intención de causar daño a su hijito. No era más que una madre
común, que tenía mucho trabajo y trataba de hacerse tiempo para
todo.
Y, como a tantos de nosotros, no se le había ocurrido pensar
cómo interpretaba la realidad su hijo, aunque sí que se detuvo a
escuchar lo que tenía que decir y a hacer caso de sus sentimientos.
Danny ya sabe que lo siguen queriendo, aunque las costumbres cambien
a veces.
Pero antes de venir a mi clase, la madre de Danny no sabía
lo importante que era prestar atención a sus sentimientos y
simplemente no solía hacerle caso, diciéndole:
«No tiene
importancia, cariño. ¡Qué tontería que pienses eso!»
Cuando aprendió
a ponerse a su nivel y a ver el mundo con él, coincidiendo con él,
aprendió a conocer los misterios de su universo, comprendió la
profundidad de sus sentimientos y pudo ayudarlo a adaptarse sin
traumas.
Ya sabemos que cuando sufren un trauma, ya sea porque los tratan mal
o, simplemente, porque no
los entienden, los niños índigo suelen acabar tomando Ritalina y
otros fármacos similares, diseñados
para modificar la conducta. Ese tipo de respuesta paliativa a las
necesidades y las demandas de nuestros jóvenes puede contribuir a
hacer más manejables la jornada escolar y las tardes en casa, pero,
¿cómo ayuda a nuestros niños? En realidad no los ayuda, sino que
sólo sirve para que los adultos puedan mantener las cosas como
están.
Pero,
-
¿Cuál es la situación que los adultos pretenden mantener?
-
¿Acaso el mundo está tan bien equilibrado, tan lleno de paz y amor
que podemos darnos el lujo de no cuestionar nuestras decisiones?
-
¿Podemos, de verdad, decidir pasar por alto la posibilidad de que,
si nuestros hijos tienen dificultades, tal vez seamos nosotros los
que tenemos que cambiar?
Me parece que no.
De hecho, creo que el
futuro de nuestro mundo depende de que los padres, los educadores y
los demás adultos que se ocupan del bienestar de los niños
desarrollen la intuición y el comportamiento necesarios para que
ellos, a su vez, puedan desarrollar al máximo sus capacidades. Y
hemos de poder hacerlo con plena conciencia de que, en muchos casos,
no tenemos idea de que muchas de esas capacidades se deben a que los
niños índigo suelen estar dotados de talentos tan novedosos.
¿Qué podemos hacer?
Educarnos a nosotros mismos, leer sobre los
niños índigo, explorar las experiencias de nuestra propia infancia,
tanto las positivas como las negativas, crecer como personas.
El curso que doy, «El redireccionamiento de la conducta de los
hijos», consiste en un programa de formación que dura cinco semanas,
disuado para ayudar a los padres a introducir los cambios que
necesitan en su propia vida para que puedan cambiar su relación con
sus hijos para mejor.
¿Cómo le voy a enseñar a mi hijo a hablarse a
sí mismo de forma positiva si todo el día tengo la cabeza llena de
diatribas autocríticas? ¡Es imposible! Y menos con los niños índigo,
que son tan sensibles: olerían la hipocresía al instante y se
acabaría la lección antes de la hora de comer. De modo que, en
primer lugar, el curso enseña a los padres a hablarse a sí mismos de
forma positiva y, a continuación, les ayuda a aprender a adaptar esa
habilidad para sus hijos. Es como aprender otro idioma.
¿Cómo puede uno servir de ejemplo para los demás de respeto y
consideración por uno mismo si lleva una vida tan estresada que
nunca tiene tiempo de ocuparse de uno mismo? ¡Es imposible! Por eso,
el curso de redireccionamiento empieza por enseñar a los padres a
dedicar tiempo a quererse y a nutrirse a sí mismos. Una persona
demasiado estresada es como un pozo que se ha secado. Cuando
aprendemos a volver a llenarnos con regularidad, estamos en
condiciones de nutrir y refrescar mejor a quienes nos rodean. Y
cuando nos queremos de verdad a nosotros mismos simplemente queremos
con más sinceridad a todos los demás que están a nuestro alrededor.
Si queremos aprender a apoyar los sueños de los niños, hay que
brindarles una atención concentrada, dedicar tiempo a respetar sus
verdaderas intenciones, respetar sus límites, manifestar afecto
abiertamente, dejarles experimentar las consecuencias naturales, en
lugar de los castigos o las recompensas, utilizar los errores como
una oportunidad para animarlos... hemos de aprender a rellenar el
pozo de nuestro espíritu. Pero, ¿cómo?
El curso de
redireccionamiento nos enseña a guiar a nuestros hijos, en primer
lugar, acompañándolos, aprendiendo a ver el mundo desde su punto de
vista. Nuestros niños índigo encabezarán la marcha con alegría, de
modo que basta con jugar, festejar, crear e indagar. Los niños
captan de forma innata que la clave para sanar y restaurar el
espíritu reside en la expresión libre y desinhibida de la sencilla
alegría de estar vivos. Lo único que tenemos que hacer es dejar que
nuestros hijos nos guíen.
Claro que no siempre resulta fácil: a partir de la infancia nos
enseñan a «crecer» y, en cuanto acabamos la carrera, o pescamos un
trabajo especial, o tenemos un bebé, empezamos a decirnos: «Ya está,
ya soy adulto». Comenzamos a imitar el comportamiento de los
«adultos» y a asumir sus responsabilidades. Crecemos demasiado y
perdemos contacto con la parte curiosa, creativa y aventurera de
nosotros mismos.
Otra madre me contó lo que ocurrió una tarde que pasó con su hija de
siete años y dos amigas suyas. Hacía calor y llovía y las tres niñas
estaban dentro de la casa, poniéndolo todo patas arriba. Se trataba
de una madre muy responsable y no quería recurrir a la televisión,
pero la situación se le estaba yendo de las manos. Se dio cuenta de
que cada vez se ponía más severa y de que se estresaba cada vez más,
que decía que no en casi todas las frases y que empezaba a alzar la
voz.
De pronto tuvo como una visión, se dio cuenta de lo desgraciada que
se sentía y se echó en el sofá,
fingiendo una pataleta, se puso a golpear con los puños y a gritar:
«No quiero ser adulta. No me gusta ser
adulta y tener que decir que no todo el tiempo. ¡Quiero ser niña y
pasármelo bien!»
Se hizo un gran silencio en la habitación. Las tres niñas se
quedaron mirándola y después todas se echaron a reír.
«Venga, vamos
- dijo ella - ¡vamos a dar una vuelta a la manzana bajo la lluvia!»
Y
así lo hicieron, tres veces.
Después se dieron una ducha caliente y tomaron chocolate desleído.
El resto del día, las niñas se pusieron a leer y a jugar
tranquilamente, las tres juntas. De vez en cuando, durante los dos
años siguientes, la madre escuchaba a su hija contar que ella y su
madre y sus dos amigas habían salido a dar la vuelta a la manzana,
corriendo bajo la lluvia, ¡tres veces! Tanto había significado para
su hija esa pequeña aventura.
Pero había significado mucho más para la madre. En realidad, lo que
ella encontró fue una parte maravillosa de sí misma, capaz de jugar
y de ser espontánea: había vuelto a conectarse con su niña interior.
Dudaba si utilizar la expresión «niño interior» en este artículo,
porque se ha dado tanta publicidad al concepto, a lo largo de los
últimos quince años, más o menos, que muchos de nosotros ya no
queremos saber más de él. «Ah, eso», decimos y dejamos de prestar
atención. De lo que no nos damos cuenta es de que no nos limitamos a
dejar de prestar atención a la idea o la expresión, sino que dejamos
de prestar atención, ¡otra vez!, al niño interior.
¡Pobrecillo! Imagine el lector, por un momento, cómo se sentiría:
uno tiene cuatro años y es el centro de una inmensa campaña
publicitaria; todo el mundo quiere leer sobre uno, jugar con uno y
saber más de uno, y prácticamente no tiene ninguna intimidad;
después, poco a poco, todos sus nuevos «amigos» dicen:
«Ya está,
hasta aquí hemos llegado; la «vida» nos llama».
A continuación, todo el mundo regresa a su vida de adultos,
olvidándose de uno por completo. Cuando uno comenzaba a
acostumbrarse a tanta atención, vuelve a quedarse solo. ¿Cómo se
sentiría? ¿Confundido? ¿Dolido? ¿Desconcertado? ¿Poco querido?
Lo que quiero señalar, usando un poco la imaginación, es que, para
volver a integrar de verdad una parte tan frágil de nosotros mismos
dentro del núcleo de la conciencia, no basta con salir de vacaciones
un fin de semana y suponer que eso cambiará la calidad de nuestra
vida a largo plazo, sino que hay que trabajarla o, mejor dicho,
jugar con ella, todos los días.
Una vez asistió a uno de mis seminarios una mujer; llamémosla Doña
Perfecta. Era una gran señora, muy fuerte, una triunfadora en su
trabajo, pero que se movía como si fuera un robot. Parecía una
persona muy agradable, pero poco cálida, como si tuviera el corazón
cubierto por un muro, de modo que le encargué que hiciera un
ejercicio: durante una semana, tenía que visualizarse como si fuera
un payaso. Lo hizo bastante bien, de modo que, la semana siguiente,
le pedí que fuera a una tienda de disfraces y comprara una gran
nariz roja, que se pusiera una bufanda alrededor del cuello, un
sombrero estrafalario y que empezara a relacionarse con sus hijos de
esa manera.
Cuando volvimos a vernos, me dijo que su hijo de trece
años le había dicho que nunca se había sentido tan próximo a ella.
«Sea lo que fuere que estés haciendo en tu vida para provocar estos
cambios, mamá - le dijo - gracias».
Más o menos un mes después, me llamó para decirme que le habían
concedido un ascenso que jamás pensó siquiera que fuera posible.
¿Qué había ocurrido? La empresa le dijo que no sabían lo que había
hecho, pero que algo había cambiado.
Así es como funciona: un simple paso para ponerse en contacto con el
niño interior y llevar esa conexión a la práctica cotidiana puede
cambiar todos los aspectos de la vida de alguien. En todos los años
que llevo trabajando con personas, he observado que la gente que
entra allí y trabaja con el niño interior produce los cambios más
milagrosos. Doña Perfecta estaba dispuesta a introducir un cambio y
a ponerlo en práctica, y esa es la clave.
Si tenemos el valor de ser sinceros con nosotros mismos y con
nuestros hijos, podemos abrir un camino hacia una nueva vida, tanto
para los padres como para los hijos. Los niños índigo saben lo que
necesitan y, si nos mantenemos abiertos y aprendemos a escuchar sin
ponernos a la defensiva, ellos nos lo dirán. La sinceridad, la
confianza y la transparencia se pueden conseguir a base de pasos
sencillos, si los padres están dispuestos a comenzar consigo mismos.
Considerar con seriedad el punto de vista de un niño puede resultar
algo nuevo para muchos de nosotros, pero tal vez lo que el mundo más
necesite sea, precisamente, conocer el punto de vista de los índigo.
Lo mismo que ocurrió con el hijo de Doña Perfecta, a los índigo
nunca les pasa desapercibido cuando sus padres dan pasos sinceros
para conseguir un mundo más pacífico, porque conocen por instinto el
mayor de los secretos: que la paz comienza en casa.
A veces A veces la vida se da la vuelta y te da un golpe en la cabeza...
... y hace daño. A veces el amor te arranca el corazón del pecho
y te arroja a las profundidades... ... y aprendes a seguir adelante.
A veces no te encuentras en tus cabales... ... y sonríes.
A veces los sueños se hacen realidad pero no hay nadie para
pellizcarte... ... de modo que sigues soñando.
Kat, 13 años
A continuación, presento la fascinante historia que cuenta Shirley
Michael sobre una índigo llamada
Amber. La formación de la doctora Michael incluye una maestría en
orientación psicopedagógica y un
doctorado en psicología transpersonal, aparte de tener experiencia
en nutrición oriental y occidental,
somática, medicina vibracional, aromaterapia, terapias del color y
el sonido, biofísica, energía y terapia
de la danza y el movimiento.
Atiende una consulta privada de
psicopedagogía y dirige talleres y seminarios sobre diversos temas.
Publica habitualmente artículos sobre salud y sanación. Es madre de
un índigo, su experiencia más educativa hasta la fecha.
Para más información, el lector puede ponerse en contacto con la
doctora Michael por correo electrónico, en la siguiente dirección:
smichael@znet.com.
LAS DROGAS, LA MUERTE Y LA VIDA EN EL MÁS ALLÁ
Dra. Shirley Michael
Por la mañana recibo la llamada de una madre desesperada. Su hija de
trece años había amenazado a la familia con cuchillos de cocina y
estaban aterrorizados. ¿Qué podían hacer?
Cuando llegó a mi consulta, Amber, de trece años, tenía el mismo
aspecto que muchas adolescentes:
cabello largo, sin maquillaje, iba vestida de un modo que no tenía
nada de particular.
Parecía una persona reservada y había una chispa de curiosidad en
sus ojos castaños. Su madre se marchó, como le había pedido; quería
estar a solas con Amber y le dije que llamaría a sus padres esa
tarde.
Di las gracias a Amber por venir y le dije que no pretendía ponerme
«en su contra» y que entendía que hacía falta mucho valor por su
parte para venir a verme a mí, una desconocida. Además, le dije que
no estaba de parte de sus padres y que lo único que me interesaba
era aclarar la situación, si ella quería. Que ella decidiera. Me
miró a los ojos y dijo: «Vale».
Cuando le pregunté por qué había aceptado venir a verme, me dijo que
a veces ella misma se asustaba de algunas de las cosas que hacía y
que no quería hacer daño a nadie, pero que la mayor parte del tiempo
se sentía como un «globo hinchado, a punto de estallar».
Amber sacaba notas mínimas en los estudios, se aburría en la escuela
y no comprendía de qué manera lo que aprendía la ayudaría a
mantenerse por sí misma, cuando finalmente se independizara. Se
sentía diferente de la mayoría de los otros niños. Le parecía que
los adultos no la respetaban y enseguida percibía superficialidad o
hipocresía en todos los que la rodeaban, incluidos sus maestros y
sus padres.
Cuando respetaba a un profesor, hacía los deberes según
su propio nivel de satisfacción; cuando no lo respetaba (como
ocurría con la mayoría de ellos), se negaba en redondo a hacer los
deberes, sin importarle si aprobaba o no. No soportaba que le
dijeran que no podía hacer algo «porque yo lo digo» o porque siempre
se había hecho de una manera determinada. Se rebelaba ante lo que
consideraba rigidez, pero anhelaba alguna estructura benévola que
estuviera orientada hacia ella como una «persona real».
Enseguida me di cuenta, porque la vi tan despierta, por sus ojos y
su sabiduría innata, que allí había una adulta joven con una gran
inteligencia, mucho más madura, sin duda, que muchas personas de su
edad y, en cierto modo, que los adultos que la rodeaban.
Quería experimentar la vida según sus propios términos, a pesar de
ser una adolescente de trece años que carecía de la madurez
evolutiva para tomar ciertas decisiones por sí misma, y eso la
fastidiaba. ¡Quería ser adulta ya mismo! Le encantaba dibujar y
sentir los colores y las formas, mover el cuerpo (bailar) y, sobre
todo, le gustaba experimentar la vida «haciendo»: todas las
características de una persona que aprende cinestésicamente.
Las disparidades de su entorno producían en Amber mucha confusión.
Las lecciones de vida que recibía de sus padres, el centro
educativo, la iglesia y lo que observaba en la sociedad eran, a
veces, contradictorias, lo cual le parecía una hipocresía.
Despreciaba a los adultos que hablaban sin sentido de lo que a ella
le parecía la «verdad». Le encantaba sentir el torrente de ira en su
cuerpo y asustar a los que la rodeaban cuando lo dejaba salir en
serio.
Amber reconoció que era, en cierto modo, una actriz y una
tirana, y que le gustaba ver a sus padres y a su hermano caminando
de puntillas a su alrededor. Le encantaba hacer teatro, porque era
la única ocasión en que se sentía poderosa en la familia. No
obstante, sabía que a veces estaba a punto de pasarse y le daba
miedo no ser capaz de parar. También se daba cuenta de que sus
padres no sabían qué hacer con ella y, si bien le agradaba la
sensación de tener poder sobre ellos, en su interior temía que no
pudieran protegerla de sí misma.
A Amber la querían mucho sus padres, que la habían adoptado de bebé.
Su hermano, que sí era hijo natural suyo, era unos años menor.
Cuando empezaba a andar, la describieron como una niña «difícil»,
muy obstinada, que «insistía hasta conseguir lo que deseaba». Al
hacerse mayor se fue volviendo más enérgica y se enfadaba con
facilidad, cuando no obtenía lo que quería. Sus padres realmente se
sentían perplejos y frustrados con su conducta, porque su hijo era
tranquilo, estaba siempre dispuesto a cooperar, obtenía buenas notas
y participaba en actividades atléticas. Amber miraba los deportes
con desdén y le parecía que competir era «ridículo».
Su familia vivía en un barrio de clase media en el que predominaban
los blancos, había poca delincuencia y muchas escuelas cerca. Sus
padres eran cultos y conservadores. Su padre ocupaba un cargo
administrativo intermedio y su madre trabajaba media jornada, para
poder estar con sus hijos por la tarde. Los dos alentaban a ambos
hijos a jugar al fútbol, al béisbol, a bailar y a participar en
otras actividades de la comunidad. Asistían a la iglesia con
regularidad. En otras palabras, eran «buenos» padres.
Cuando Amber vino a verme, hacía poco que me había enterado de la
existencia del trabajo de Nancy
Tappe y el paradigma de los niños índigo. Por mi intuición y la
descripción de Nancy,
me di cuenta de que Amber era índigo, la primera que encontraba como
profesional. Mi formación casi no me había preparado para una
experiencia semejante. Trabajé con las entrañas y la intuición la
mayor parte del tiempo, hablé con Amber como si fuera adulta, la
cuestioné poniendo amor en la voz y, en general, todo salió bien.
Amber era una índigo «humanista» clásica y presentaba las siguientes
características:
-
Quería amar y respetar a sus padres.
-
Le gustaba que la acariciaran, la abrazaran y fueran cariñosos con
ella.
-
No le gustaba estar sola, pero no porque tuviera miedo, sino
porque quería estar acompañada.
-
Le encantaban los animales y a ellos, ella.
-
Vivía el presente y, cuando sabía lo que quería hacer, hacía todo
lo posible por conseguirlo.
-
Esperaba que el mundo que la rodeaba,
y en particular sus padres y los demás adultos, fueran sinceros.
-
Esperaba que la trataran con respeto y, cuando no era así,
reaccionaba, a veces de forma violenta.
-
Sabía que necesitaba una estructura, pero que no fuera rígida.
-
Le desagradaban las restricciones y quería tomar sus propias
decisiones.
-
Era imposible hacerla cambiar de opinión o intimidarla
por medio de la culpa y con amenazas no se podía hacerla cambiar de
forma de actuar.
-
Quería que la dejaran elegir, en lugar de darle órdenes.
-
Quería cometer sus propios errores, para aprender de sus «propias
experiencias».
-
Se aburría en la escuela y veía los puntos débiles del sistema y
de algunos profesores.
-
Le gustaban los proyectos creativos, del
hemisferio derecho del cerebro, más que los ejercicios lineales,
propios del hemisferio izquierdo, como las matemáticas y la lectura.
-
Sentía gran curiosidad por todo, incluidas la muerte, las drogas y
el sexo.
-
Poseía un conocimiento innato sobre la espiritualidad y
creía en la otra vida y en la reencarnación, aunque ni su iglesia ni
sus padres le habían hablado de eso.
-
No le gustaban los adultos ambiguos y desconfiaba de los secretos.
-
Era capaz de borrar a alguien de su cabeza por sospechar que no la
respetaba o por ser falso o poco sincero.
-
Se sentía como si fuese adulta, a pesar de saber que no lo era.
-
Podía manipular fácilmente a sus padres con sus pataletas.
-
Era
muy intuitiva y a veces era capaz de saber lo que pensaban los
demás.
-
Era muy sensible a las energías que había a su alrededor, como los
estados de ánimo de los demás.
-
No sentía ninguna culpa por todo lo anterior y lo que más quería
era encontrar a su verdadera madre.
Cuando Amber tenía once años, un
día se puso a fisgar en el despacho de sus padres y encontró los
papeles de su adopción. Antes de eso, durante varios años, había
preguntado a sus padres si era adoptada y ellos siempre le decían:
«¡Por supuesto que no!»
Amber temblaba cuando me lo contó y se echó
a llorar por lo que consideraba la máxima traición de sus padres.
-
¿Cómo pudieron mentirle durante tantos años, cuando ella sospechaba
que no le decían la verdad?
-
¿Por qué no tuvieron confianza en ella y
le revelaron esa información?
-
¿Por qué tenía que ser un secreto?
-
¿Acaso se avergonzaban de ella?
-
¿Realmente pensaban que se
marcharía?
-
¿No se daban cuenta de que ella los quería a ellos y no a
su madre verdadera, a la que no había conocido?
-
¿Acaso pensaban que
era estúpida?
-
¿Cómo era posible que no se dieran cuenta de lo
espantoso que era sentir que no pertenecía a la familia desde que
tenía uso de razón?
Su rabia, su dolor y sus sentimientos de
humillación eran reales.
Amber se tambaleaba al borde de su existencia. Varias veces había
pensado en suicidarse, había probado las drogas y esperaba con ansia
probar las relaciones sexuales. Necesitaba y quería que la guiara
alguien en quien pudiera confiar, que le enseñara a tomar decisiones
por sí misma y a encontrar un canal constructivo para su intensa
energía. Era evidente que había aprendido a manipular a sus padres
con sus enfados mucho antes de que estallara la cuestión de la
adopción y necesitaba aprender a asumir la responsabilidad por su
comportamiento. La presión constante de saber que no encajaba en su
ambiente social ni familiar casi la volvía loca.
Estaba fuera de
lugar y ella lo sabía.
A medida que Amber fue creciendo, sus padres se sentían como si
vivieran con una bomba atómica. No habían conocido nunca a una niña
como ella y estaban llegando al límite. A pesar de sus buenas
intenciones, no estaban preparados para manejar a un niño índigo de
forma constructiva. Sólo contaban con sus propias experiencias
familiares y con artículos que habían leído en la prensa popular. El
padre era pasivo y se refugiaba en la televisión; la madre era la
que más hablaba y la que imponía la disciplina a los niños.
Había muy pocos abrazos o contacto físico en la familia, pocas veces
se decían «te quiero» y, a medida
que la intensidad emocional de la familia fue creciendo, eso
disminuyó aún más. Amber anhelaba que sus
padres la tocaran y la abrazaran espontáneamente con cariño y que le
demostraran que la querían. Los
dos padres se turnaban para llevar y traer a ambos niños de sus
actividades. Era una familia típica, que hacía muchas cosas, como
tantas otras familias del barrio.
Cuando sugerí a los padres de Amber que la ayudaran a localizar a su
madre, se horrorizaron. Temían que Amber no volviera con ellos y que
la perderían.
También les sugerí que la sacaran de las escuelas
públicas y la apuntaran a un instituto de arte dramático, que sería
más adecuado para sus talentos y su vocación. También se negaron a
hacerlo. Poco después, interrumpieron las sesiones que Amber tenía
conmigo y dijeron que buscarían una «segunda opinión».
Unos años después, me encontré con la madre de Amber, que me dijo
que, al final, decidieron seguir mi consejo y trasladaron a Amber a
un ambiente escolar más adecuado para ella.
Amber continuó los
estudios y los acabó. Sus padres la ayudaron, también, a encontrar a
su madre biológica, que al final resultó una experiencia positiva
para toda la familia. Si bien la conducta de Amber seguía
poniéndolos a prueba, su carácter imprevisible y su cólera habían
disminuido de forma considerable después de ponerse en contacto con
su verdadera madre.
La llamé por teléfono y mantuvimos una conversación estupenda. Me
contó detalles de su primer encuentro con su madre y con su padre
biológico, cuya existencia había sido un misterio para ella. Su
madre y su padre de nacimiento se habían casado algunos años después
de la adopción de Amber. Amber los iba a ver cada seis meses y nunca
olvidaba decir a sus padres adoptivos que los quería y que, para
ella, eran sus «verdaderos» padres.
Me dijo que encontrar a sus
padres sanguíneos la ayudó a adquirir una sensación real de sí misma
y que ya no se sentía tan diferente de los otros. Además, tenía un
trabajo que contribuía a su sensación de autosuficiencia y estaba
aprendiendo a hacerse más responsable de su conducta.
Y recuperó el
respeto por sus padres adoptivos.
En una sociedad atribulada, índigos atribulados
No todos los niños índigo son irascibles, volubles y destructivos.
Algunos son tan amorosos que se te derrite el corazón. Los niños
índigo son individuos únicos, como todos los niños; sin embargo,
como colectivo, presentan características específicas (véase la
lista de Amber), que difieren de las de los niños de la generación
anterior.
Durante el período que pasó Amber en la escuela, el
porcentaje de niños índigo era muy inferior al actual. Su sensación
de ser diferente de sus pares se agudizaba, sin duda, por la
cuestión de la adopción; sin embargo, es bastante habitual que los
índigo se sientan «diferentes». Desde algún lugar de su interior,
saben que ven, sienten y reaccionan ante la vida de un modo
diferente al de muchos de sus compañeros y la mayoría de los
adultos. Hoy día, es probable que el 95 por 100 de los niños de los
cursos inferiores sean índigo; diría que la edad máxima se sitúa en
los treinta y pocos años.
El porcentaje de índigos atribulados es directamente proporcional a
la cantidad de individuos, madres, padres y familias atribuladas que
hay en nuestra sociedad. En ese sentido, la población de índigos no
se diferencia de las generaciones anteriores.
No obstante, debido a su sensibilidad, perciben el caos, la
disfunción y la falta de amor nutriente en su cuerpo y en su campo
emocional muchísimo más que sus predecesores. Eso puede tener
consecuencias devastadoras para su desarrollo emocional, lo cual
explica, sin duda, el aumento del consumo de drogas (incluidas las
llamadas drogas «legales», como la Ritalina y el Prozac) entre los
niños de todas las edades.
Por el contrario, es probable que un
ambiente que brinde apoyo, estimule la singularidad y establezca
unos límites benévolos produzca un ser humano equilibrado y de un
interés increíble.
Además de Amber, conozco a varios índigo que han tenido una vida muy
problemática y, cuando han decidido que querían algo diferente, han
recuperado rápidamente la compostura. Los índigo recurren a una gran
fuerza interior, pueden superar adicciones si se lo proponen y sanan
su vida con mucha más objetividad que la mayoría de nosotros.
Por el
contrario, si ellos no quieren introducir ningún cambio en su vida,
¡nadie los hará cambiar de opinión!
Suicidio, muerte y espiritualidad
Las conversaciones que mantuve con Amber y, posteriormente, con
otros adultos jóvenes, despertaron mi curiosidad sobre lo que
pensarían los chavales acerca de las drogas, la muerte y la
espiritualidad. Para averiguarlo, reuní un protocolo de
investigación e invité a participar a adultos jóvenes de entre
dieciséis y diecinueve años. Sus respuestas me dejaron atónita.
Dejando aparte unos cuantos detalles, las respuestas a la mayoría de
las preguntas guardaban una similitud extraordinaria; además,
indicaban una concepción filosófica profunda. La mayoría de los
participantes obtenían una nota «media» en los estudios, varios
«insuficientes» y había algunos alumnos sobresalientes.
Sólo uno de
ellos había recibido una enseñanza religiosa formal, otro había oído
hablar de conceptos metafísicos y el resto había recibido algo o
nada de formación religiosa formal o por parte de sus padres. Salvo
las clases de educación sobre las drogas, ninguno de los
participantes había asistido jamás, en la escuela, a una clase en la
que el debate se centrara en la muerte o la espiritualidad, y no era
frecuente que sus padres les hablaran o debatieran con ellos sobre
esos temas.
Con respecto a la muerte: La mayoría de los participantes recordaban
que sabían algo de la muerte a los cinco años, algunos incluso a los
tres. Todos creían que ese conocimiento había llegado a su
conciencia sin que mediaran sus padres ni ninguna otra influencia.
Se les formuló la siguiente pregunta: «¿Qué significa la muerte?»
-
«Detenerse en el planeta, pero pasar a otra cosa.»
-
«Abandonar el cuerpo físico.»
-
«El final de una parte y pasar a la siguiente.»
-
«El paso de un estado a otro.»
-
«Entrar en otra dimensión.»
-
«Lo mejor de la muerte es lo que hay más allá.»
-
«Uno tiene la oportunidad de salir de este planeta.»
Todos tenían mucha curiosidad por la muerte y querían saber cómo era
la experiencia en realidad. Más del 75 por 100 se había planteado
seriamente el suicidio en más de una ocasión, sobre todo los que
consumían drogas habitualmente. Sin embargo, de ese grupo, el 50 por
100 no las consumían habitualmente, pero su vida era tan dolorosa
que no sabían cómo acabar con el dolor. (Un participante quiso
«irse» cuando tenía unos cinco o seis años, después de que sus
padres se divorciaran). Su amor por la familia, por caótica que esta
fuera, impedía que llevaran a cabo el intento de suicidio.
La pregunta siguiente era: «¿Crees en una vida después de la muerte
y en la eternidad del alma?»
(La mayoría respondieron «sin duda». Algunos no estaban tan seguros
pero, después de reflexionar un poco, dijeron que sí que creían.)
-
«Naces, vives, sigues adelante.»
-
«Estoy seguro de que el alma continúa; quiero decir que no es el
final, lo sé.»
-
«Tu alma vive en un cuerpo, lo pide prestado a la tierra, pero al
final va a tener que devolvérselo.»
-
«El alma se va a donde sea que vaya; después supongo que se queda
allí, hasta que regresa en otro
cuerpo.»
La última pregunta era: «¿En qué consiste sentirse solo o sentirse
diferente?»
-
«Solo quiere decir no tener a nadie que sea como yo.»
-
«En cierto modo, me hace sentir algo triste y también orgulloso de
ser un poco diferente de los demás. También triste porque en
realidad no puedo establecer lazos con mucha gente. Una cosa
compensa la otra.»
-
«Es un asco.»
Más o menos por la misma época en
que finalicé este proyecto de investigación, leí el siguiente
artículo en la revista Family Circle (agosto de 1991), que lo dice
todo.
UN LEGADO DURADERO
Por las mañanas, Cody Thornton, de tres años, se sienta en la
escalera y se pone a charlar con la fotografía de su hermano mayor,
Casey, que está colgada de la pared. Fue el lugar que Casey [de
cinco años] eligió para tener una conversación íntima con Cody, en
el otoño del año pasado.
Mira, Cody - dijo - me estoy muriendo y eso significa que ya no voy
a poder seguir creciendo contigo.
Habían pasado dos años desde que comunicaron a Casey que sufría de
leucemia linfoblástica aguda.
El pequeño había soportado radiación, quimioterapia, una
esperanzadora remisión que duró catorce meses, dos recaídas y un
transplante de médula ósea como última oportunidad, y después otra
recaída.
¿Con cuánta fuerza estás dispuesto a luchar con esto? - recuerda su
madre, que le preguntó a Casey durante ese período.
Su respuesta la dejó atónita. Dijo:
¿Sabes?, el Casey de cinco años tiene muchísimas ganas de vivir,
porque quiero estar con vosotros, pero no sé qué es lo que elige mi
alma.
Las drogas y los ángeles índigo
Las drogas son una parte inevitable de nuestra cultura. ¡A los
estadounidenses nos encantan las drogas! Al nacer, nuestros hijos
ingresan en una sociedad que gasta miles de millones, cada año, en
analgésicos, comprimidos para no engordar, descongestionantes,
antidepresivos, estimuladores de la libido, píldoras
anticonceptivas... y la lista continúa. Añadamos a eso el tabaco y
el alcohol.
Sentada frente a mí está Jenna, una bonita índigo de veintidós años,
con unos ojos gris azulado claro y un cutis precioso. Es una
dulzura.
Jenna nació en una familia que consumía alcohol, cigarrillos,
antidepresivos y aspirinas para la resaca.
Claro que a los vecinos no les importaba. El padre de Jenna era
médico y su madre, artista.
Jenna recuerda haber visto ángeles y haber hablado con las plantas y
los pájaros cuando tenía tres años. Le encantaba la naturaleza.
Miraba la pantalla del televisor y veía el universo y hablaba con
las estrellas; le fascinaba mirar a las estrellas: le parecían tan
cercanas. A los siete años, comunicó a sus padres que no quería ir a
la universidad y que quería estudiar los ángeles, las estrellas y
los extraterrestres. Su padre dijo que lo que pensaba era «del
demonio y que ella era malvada» y la castigó.
Su madre la llevaba a la misa católica y Jenna asistió a un colegio
privado religioso desde tercero hasta el segundo curso de la
enseñanza secundaria. Lo único que le gustaba de la iglesia eran
los rituales, el incienso, usar el rosario y cantar. No le parecía
justo que las niñas no pudieran participar en la misa. Los
sacerdotes le parecían «aburridos» y las monjas, indiferentes; nadie
se comunicaba con su alma.
Jenna se encerró en sus ensoñaciones y en sus fantasías. Le gustaba
crear disfraces divertidos para la escuela y recuerda la crueldad de
los demás niños, que en sexto curso se burlaban de ella sin piedad,
porque tenía un aspecto «diferente».
En su casa reinaba un ambiente de tensión: su madre siempre estaba
deprimida y su padre bebía. Una vez encontró alcohol escondido
detrás del váter y sus padres tuvieron una airada discusión al
respecto. Cuando Jenna compartía sus experiencias con su familia, la
ponían en ridículo, no le hacían caso o la castigaban. Una vez, su
padre la encerró en su habitación y se puso a leerle las escrituras,
desde el otro lado de la puerta.
En la escuela, Jenna se sentía alejada de los demás alumnos. Se
estaba callada y se sentía invisible. Cuando comenzó el secundario,
se juntó, automáticamente, con los chavales que se teñían el pelo de
negro, vestían de negro y consumían drogas. Más o menos por esa
época, su padre abandonó a la familia. Recuerda que ella quería
morirse; tenía trece años.
Poco después de que su padre se marchara de casa, tomó su primer
ácido. A los quince años, consumía alcohol, marihuana y cigarrillos;
estaba enganchada a las anfetaminas, abandonó la escuela y no le
importaba nada. Jenna se marchó de casa, vivía donde podía y robaba
en las tiendas para comprar alimentos y para poder mantener su
consumo de drogas. A los diecisiete años era adicta a la heroína y a
la cocaína, las drogas que había elegido. Su padre seguía diciéndole
que era «malvada» y su madre trataba de asustarla, diciéndole que
«en su familia había problemas de alcoholismo».
A los diecinueve
años, había entrado y salido de siete centros de rehabilitación,
estaba desesperada y dispuesta a morir. Estaba tan enferma, que
apenas tenía fuerzas para acabar el día.
Durante ese período, comenzó a asistir a las reuniones de
Alcohólicos Anónimos (AA). Vivía en un hogar «de vida abstemia». El
momento crucial se produjo cuando su compañera de habitación murió
por sobredosis y otra amiga suya también sufrió una sobredosis y
murió esa misma semana. Los administradores de la vivienda se
enteraron de que Jenna había consumido drogas durante su estancia,
lo cual iba específicamente en contra de las normas. Le pidieron que
se marchara y, en pocas horas, volvió a quedarse sin hogar. Su madre
le permitió volver a la casa familiar. Al día siguiente, le
ofrecieron droga pero la rechazó, porque se sentía demasiado mal.
Sin pensar demasiado en ello, esa negativa marcó el comienzo de su
recuperación.
Jenna estaba realmente enfadada con Dios. Su fe se había ido
haciendo trizas poco a poco, debido al comportamiento de los adultos
que la rodeaban. De niña se dio cuenta de que los adultos, en
particular su padre, no predicaban con el ejemplo, precisamente. Si
Dios era amor, ¿por qué había tanto dolor en el mundo? Si ella era
adorable y Dios la amaba, ¿por qué había tanto sufrimiento en su
propia vida?
Se sentía traicionada por sus padres, por la iglesia y
por Dios.
Jenna siguió acudiendo a AA, le agradaban los aspectos espirituales
del programa y, poco a poco, comenzó a recuperarse lo suficiente
como para conseguir un trabajo. Quería vivir sin drogas. Una tarde
fue con una amiga a una reunión de recuperación (que no era de AA),
celebrada concretamente para adultos jóvenes. Jenna se sintió
identificada con el grupo y en particular con Shannon, la
«facilitadora», que no era mucho mayor que ella. A partir de ese
momento, Shannon se convirtió en su mentora, una joven adulta
aconsejando a otra, índigos las dos.
Jenna quería ser como Shannon: una joven abierta, segura de sí
misma, cariñosa, orientada hacia lo espiritual, apasionada y con una
misión en la vida. Shannon enseñó a Jenna a ocuparse de su cuerpo,
le decía lo que tenía que comer, la ayudó durante el proceso de
desintoxicación, la orientaba en sus elecciones, la quería de forma
incondicional y «no aguantaba tonterías».
Cuando Shannon creó una
residencia de recuperación, invitó a Jenna a vivir en ella y a
trabajar allí, como mentora de otras jóvenes adultas, como había
hecho Shannon con ella. Jenna aceptó. Ha seguido su propio proceso
de recuperación con Shannon y comparte la vivienda con el resto del
personal femenino, todas índigo. Trabaja todo el día con niños en
una guardería, algo que le encanta, y dedica el resto de su tiempo a
trabajar con jóvenes que luchan con las drogas y con la vida. Se ha
reconciliado con su padre, que hace varios años que no bebe alcohol,
y mantiene una relación mucho más estrecha con su madre.
Los dos la
animan y están orgullosos de ella.
Índigos co-creativos: cambiar el mundo
Me presentaron a Shannon hace un año, más o menos. Es un ejemplo
típico de índigo «humanista» (véase la lista de Amber), y hasta qué
punto. Cuando era muy joven, «sabía» que trabajaría con adolescentes
con problemas. Comenzó a trabajar con niños cuando estaba en la
escuela secundaria y no ha dejado de hacerlo. Es licenciada en
sociología, especializada en el abuso de sustancias por parte de los
adolescentes.
También tiene el título de instructora de yoga y
masajista y ha estudiado fitoterapia, nutrición, aromaterapia y
terapia de artes expresivas. Ha decidido crear un proceso y un
establecimiento de recuperación, que preste servicios destinados a
ayudar a los jóvenes a modificar sus hábitos autodestructivos,
centrándose en la salud física, el bienestar emocional, la conexión
espiritual y la finalidad en la vida, que es precisamente lo que ha
hecho, utilizando su propio sueldo para financiarlo.
La declaración
de intenciones de la organización, preparada por Shannon y otros
índigo, dice lo siguiente:
«Partiendo de la educación y el otorgamiento de poder, el objetivo
fundamental del programa consiste en ayudar a los jóvenes, entre los
quince y los veinticinco años, a superar las adicciones, los abusos
y la falta de poder de su cuerpo, su mente y su espíritu. Se trata
de un programa tridimensional, que destaca los aspectos físicos,
emocionales-mentales y espirituales de la sanación.
»El programa parte de la premisa de que cada uno de nosotros tiene
una finalidad única que cumplir y de que todos estamos
interconectados. Por consiguiente, lo que hacemos con nuestro cuerpo
se lo hacemos al cuerpo de la Tierra en general e, inevitablemente,
nos lo hacemos los unos a los otros. A tal fin, el programa
comprende la medicina alternativa, la conciencia del medio ambiente,
el desarrollo de aptitudes vitales y el crecimiento espiritual.
»Además, es un programa basado en los pares. A medida que se
fortalece la sensación del yo de cada participante,
comienza poco a poco a asesorar a sus compañeros, como una forma de
restitución, y ayuda a guiar a otros jóvenes en
su viaje de auto-recuperación. Los jóvenes actúan como voluntarios,
directores, personal, profesores y asesores de sus
compañeros. Este programa sirve como vehículo para que todos los
jóvenes reclamen y redescubran su verdadera
identidad.»
Shannon me invitó a formar parte de la Junta Directiva de la
organización y acepté. Trabajar con esas jóvenes índigo ha sido un
regalo y estoy maravillada con ellas. Con la energía que caracteriza
a los índigo, están decididas a conseguir lo que se proponen, son
apasionadas, no se amilanan ante la magnitud de su misión y están
dedicadas por completo a su crecimiento espiritual.
Los índigo han venido para quedarse. Son los infractores que
insisten en el cambio, el aire fresco que flota sobre las
tradiciones estancadas y los precursores de una nueva sociedad, dispuesta a cambiar hacia una conciencia más evolucionada. La mera
existencia de los índigo desafía todo lo que hacemos y decimos.
Insisten en una total honestidad y sinceridad y prefieren
desconectarse y/o marcharse en lugar de combatir si no está presente
la integridad en su entorno. Podemos colaborar y crecer con ellos o
resistirnos y aferrarnos a la complacencia. Como queramos.
Las necesidades de los índigo son sencillas: mucho amor, una
estructura benévola, una orientación consciente y espacio para
demostrar su singularidad. A cambio, nuestro mundo recibirá unos
dones que no nos podemos imaginar.
Paz Tomadas de la mano caminamos
juntas la paz y yo y todas las razas negros, blancos
y todas las ballenas bailando en el mar todos los
delfines levantándose y salpicando.
Tomadas de la mano
caminamos juntas y nos preguntamos ¿Por qué la guerra?
¿Por qué la ira? ¿Por qué el odio? La paz y yo
y todas las criaturas de la tierra juntas para siempre
caminando de la mano.
Sarah Barkley
10 años
Nos gustaría acabar este capítulo con información actualizada sobre
la Ritalina. En los dos últimos años se han publicado muchos
artículos sobre este fármaco, la mayoría de los cuales no eran
positivos. Hay docenas de páginas Web que se dedican a presentar
información sobre los efectos a largo plazo que produce la Ritalina
en los niños, además de ofrecer asistencia. Es un tema que ha pasado
a ser del dominio público.
Seguimos alentando a los padres a probar alternativas, antes de
elegir el camino de la Ritalina. Aparte de la información abrumadora
que está disponible sobre las ramificaciones biológicas del
fármaco, resulta que ahora también surgen cuestiones psicológicas y
culturales.
A continuación, incluimos un artículo de Eben Carle que se publicó
en Psychology Today (junio de 2000, página 17):
FALTA DE ATENCIÓN E HIPERACTIVIDAD EN VENTA
«En un día cualquiera, en la próspera Virginia Beach, casi el 20 por
100 de los jóvenes y los privilegiados se tratan con Ritalina,
muchos de ellos sin necesidad», según la psicóloga pediátrica doctora
Gretchen LeFever. En realidad, se ha disparado el uso de la
Ritalina entre los niños estadounidenses, de los novecientos mil
usuarios que había en 1990 a los cinco millones del año 2000. Los
psicólogos señalan con el dedo a unos padres demasiado competitivos,
dispuestos a pagar cualquier precio para conseguir ventajas para sus
hijos.
Según la investigación de LeFever, publicada en el
American Journal of Public Health, si bien del 3
al 5 por 100 de los alumnos de la escuela primaria de Estados Unidos
sufren el trastorno de falta de
atención e hiperactividad, son casi seis veces más los alumnos de
quinto de Virginia Beach que se
medican por ello, cifra que, según dice, es típica en las
comunidades adineradas del país.
«Los
padres recurren a la Ritalina -afirma-, porque sirve para estimular
la concentración, obligando a los
niños a “prestar atención” por medios químicos».
Pero hay otra
ventaja, sostiene Robert Sternberg,
profesor en Yale:
«Cuando se declara que un niño tiene dificultades
de aprendizaje, dispone de tantas
ventajas (más ayuda, más tiempo para pruebas como el Test de Aptitud
Académica) que la gente se
pelea por conseguir esa etiqueta.»
No es de extrañar que muchos profesionales estén indignados. A fines
del año pasado, los miembros del Centro para la Ciencia en el
Interés Público suplicaron la intervención de la secretaria Donna Shalala, del Ministerio de Salud y Servicios Humanos de Estados
Unidos, para estimular el uso de métodos basados en la educación y
la disciplina (en lugar de las anfetaminas) para corregir problemas
de comportamiento y motivar un mejor rendimiento.
También
manifestaron su preocupación por los efectos secundarios, tales como
dolor de estómago, insomnio y raquitismo, y por el descubrimiento de
que la Ritalina había provocado cáncer de hígado en ratones de
laboratorio. Pero eso no ha puesto coto a los padres.
Señala la doctora Claudia Mills, profesora de filosofía en la
Universidad de Colorado:
«Damos Ritalina a
nuestros hijos en parte porque no podemos soportar que estén por
debajo de la media y tampoco podemos
soportar que no estén por encima de la media.»
Otro artículo pertinente (del Servicio de Noticias de Reuters, 14 de
setiembre de 2000):
UNOS JUICIOS AFIRMAN QUE LOS FABRICANTES DE FÁRMACOS Y LOS
PSIQUIATRAS
INVENTARON EL TRASTORNO DE FALTA DE ATENCIÓN E HIPERACTIVIDAD PARA
VENDER
RITALINA por Edward Tobin (no se publica todo el artículo)
NUEVA YORK (Reuters)
- Richard Scruggs, el abogado que dirigió el
acuerdo entre los estados de Estados Unidos y la industria
tabacalera en 1998, dijo que los juicios contra los fabricantes del
fármaco Ritalina para el trastorno de la hiperactividad son el
«siguiente campo de batalla de la acción popular» de este país.
El abogado de Missisipi encabeza un grupo de letrados de la parte
actora que alegan en dos juicios que los fabricantes del fármaco han
conspirado con los psiquiatras para «crear» la enferme dad conocida
como «trastorno de falta de atención e hiperactividad».
Scruggs, que antes de meterse con las grandes tabacaleras, tuvo su
primera experiencia en un juicio de acción popular a nivel nacional
con un intento exitoso en la industria del amianto, sostiene que
está en juego la salud de más de cuatro millones de niños, que están
tomando un medicamento que no necesitan.
Los dos casos, presentados ante un tribunal del estado en
Hackensack, Nueva Jersey, y ante un tribunal federal en San Diego,
acusan al grupo farmacéutico suizo Novartis AG (NOVZn.S), a la
Asociación Estadounidense de Psiquiatras (APA) y a un grupo de apoyo
sin fines de lucro llamado Niños y Adultos con el trastorno de falta
de atención e hiperactividad (CHADD).
Se reclama la condición de acción popular y miles de millones de
dólares en indemnizaciones. Tanto la empresa como la APA niegan las
alegaciones.
«Lo que se denuncia, fundamentalmente, es que [los demandados] han
ampliado de forma indebida la definición de este trastorno para
incluir a niños “normales”, a fin de promover y vender más fármacos
y tratar a más personas», declaró Scruggs para Reuters en una
entrevista telefónica, el jueves pasado.
Esos juicios representan el campo de batalla más reciente de la
acción popular en Estados Unidos pero,
puesto que tiene que ver con niños, resulta mucho más importante.
Los funcionarios del gobierno, las
compañías farmacéuticas y los profesionales de la medicina llevan
tiempo debatiendo sobre la conveniencia de
recetar Ritalina para el trastorno de falta de atención e
hiperactividad en los niños. El fármaco está en el
mercado desde hace más de cuarenta años, pero sufrió una fuerte
presión cuando la Casa Blanca lanzó una
iniciativa, en primavera, para reducir la cantidad de niños que
utilizan ese tratamiento, conocido por el nombre
químico de metilfenidato.»
Scruggs, que obtuvo más de cuatrocientos millones de dólares de
honorarios del acuerdo con la industria tabacalera, dijo que la
salud pública era el principal motivador en el caso de la Ritalina y
que, en definitiva, el objetivo de la demanda era cambiar la manera
de recetar el fármaco.
«En este momento, prácticamente todos los niños cabrían dentro de
los criterios de diagnóstico de la Ritalina. Están explotando el
temor de los padres por el bienestar de sus hijos para obtener unas
ganancias que no les corresponden; pienso que eso es censurable y
que puede tener un efecto generalizado sobre la salud de los niños
estadounidenses», afirmó.
Los abogados están buscando una certificación a nivel nacional, ha
dicho Scruggs, y esperan que otros
hagan lo mismo, basándose en que “los criterios para la enfermedad
tienen una amplitud artificial, para poder
incluir a más niños y vender más fármacos”.»
«Nada de lo que uno haga por los niños se pierde jamás. Parece que
no se fijan en nosotros, dudan, evitan
nuestra mirada y muy pocas veces nos dan las gracias, pero lo que
hacemos por ellos no se pierde jamás.»
Garrison Keillorl
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