8 - LO QUE HEMOS APRENDIDO
Los salvajes japoneses
Las madres que lloran por la noche
«A pesar de todo lo que nos hemos esforzado por brindar “ventajas”,
en realidad hemos producido la generación de jóvenes más ocupada,
más competitiva, sometida a más presiones y más super-organizada de
nuestra historia,
y, posiblemente, la más desdichada.
Parecemos empeñados en suprimir buena parte de la infancia.»
Eda J. Le Shan
educadora estadounidense y autora de
The Conspiracy Against Childhood
Han pasado dos años desde que se publicó la información original
sobre los índigo. En ese período de tiempo, hemos visto que parte de
la información fundamental que presentamos al principio sobre ellos
se ha convertido en noticia de primera plana. Fuimos rotundos al
afirmar que algunos de los exámenes que se hacían en la educación
primaria eran obsoletos y al describir la reacción de los niños
frente a ellos. Mientras escribimos este libro, la portada de la
revista Time (del 12 de marzo de 2001) anuncia un artículo sobre el
Test de Aptitud Académica, con artículos y debates de educadores que
sugieren que esta prueba, que se creó en 1926, resulta obsoleta, sin
duda, y se debería suprimir.
En la prensa y en la televisión nacionales, han ocupado un lugar
destacado las historias sobre las trampas que se hacen con la
colaboración de los profesores, las escuelas que fracasan, un
programa nacional de cupones educacionales, la enseñanza en casa y
una cantidad increíble de noticias relacionadas con la falta de
atención y la hiperactividad. Como ya hemos dicho, también se han
convertido en noticia de primera plana los escándalos relacionados
con la Ritalina, y los indicios de que algunos niños están
utilizando la Ritalina, adquirida de forma ilegal, como su «droga
favorita» parece validar lo que advertíamos en un principio: que
esta droga no suele ser una solución sino simplemente un paliativo,
y además malo. ¡Y ahora nos enfrentamos con la posibilidad de que se
difunda su adicción!
Por la parte positiva, en un artículo a toda página publicado en
Time aparecían niños de seis años practicando yoga, como ya habíamos
señalado, con la sugerencia de que los niños se «aficionan» a ese
tipo de actividades introspectivas mejor de lo que cabría imaginar.
Muchas otras revistas también han publicado artículos sobre los
«nuevos niños» (sin llamarlos índigos, necesariamente).
También aparecen en todo el país colonias de vacaciones para
índigos, como ya hemos señalado. Si el lector quiere conocer una que
hay en Idaho, puede conectarse a Internet y visitar
www.campindigo.org.
He aquí una cita de esa página:
«Las colonias animan a cada niño a
explorar sus propias verdades,
talentos y capacidades, enseñándoles a respetarse a sí mismos, a los
demás v al medio ambiente.»
Aparte están los niños que matan a otros niños. Nunca hemos tenido
delante nada que nos obligara a prestar más atención. Esas tragedias
son llamadas profundas de toma de conciencia, que exigen cambios
fundamentales en la manera de relacionarse con los hijos y de
escolarizar, lo que representa la base de nuestro trabajo y así ha
sido durante muchos años. Acompañamos con el corazón a los padres y
los alumnos que han sufrido esos episodios espantosos. Parece que a
esas criaturas preciosas que llamamos «nuestros hijos» les está
ocurriendo lo inimaginable.
La ira alcanza un nivel elevado, debido sobre todo a la frustración
de una generación de padres y educadores que sienten que han hecho
todo lo posible, pero que algo se les ha «colado entre las rendijas»
para permitir el desarrollo de un defecto tan fundamental en la
escolarización y la educación dominantes, un defecto que deforma la
mente de un niño que es capaz de llevar un revólver a la escuela
para matar a otros niños.
Hemos recibido cartas de algunos profesionales muy preocupados y muy
instruidos, que nos han escrito diciendo que no tenía ningún sentido
que hiciéramos un segundo libro sobre los índigo que fuera cálido y
agradable. Nos decían que lo que estaba ocurriendo no tenía nada de
eso. Necesitaban ayuda y les parecía que el segundo libro debía ser
semejante al primero, es decir, brindar consejo a los padres y los
educadores. En respuesta a su preocupación, quisiéramos decir que
otros autores (aparte de nosotros) están escribiendo libros que, sin
duda, seguirán esa línea y brindarán más información académica.
Uno de esos libros nuevos ha sido escrito por una de las
colaboradoras de nuestro primer libro, Los niños índigo, la doctora
Doreen Virtue, que ha escrito
The Care and Feeding of Indigo
Children,9 publicado por Hay House en agosto de 2001. Se están
escribiendo otros trabajos, y el nombre que introdujimos en 1999,
los «niños índigo», ahora también se utiliza en Internet. Una
búsqueda reciente con las palabras «niños índigo» en uno de los
principales byscadores de internet (una herramienta que recorre el
ciberespacio en busca de temas) obtuvo más de 68.000 respuestas.
Mientras escribimos este libro se celebran dos ceremonias
conmemorativas y funerarias en nuestra
propia comunidad de San Diego. Por todas partes están colgadas las
fotos de los dos alumnos de
secundaria que murieron de un disparo en el incidente de la Santana High School de Santee, hace apenas
una semana. Eso produce mucha rabia y frustración.
Los padres cortan
las calles y tocan el claxon en
señal de protesta contra la infinidad de camiones de la prensa
nacional que invaden nuestra población
como buitres electrónicos y encajan micrófonos y cámaras delante de
los acongojados padres, profesores y alumnos.
«¿Cómo fue? ¿Qué ha
visto?»
El público está cansado de revivir ese horror. Queremos
respuestas; basta de reality shows.
El diez de marzo de 2001, Bill Maher, presentador del programa de
televisión Politically Incorrect, ocupó su lugar delante de la
cámara y anunció al público nacional lo enfadado que estaba. Según
él, ya era hora de que «recuperáramos a nuestras familias»; afirmó
que convertir a los niños en socios dentro de la familia era un
error, porque «estaban asumiendo el mando», dijo, y «nos controlaban
la vida».
Siguió diciendo que los niños deben aprender a obedecer,
como hacían cuando él era niño, y que no había que darles una
posición igualitaria. Había que ponerlos en su lugar. Los adultos
eran sabios, pero los niños no, observó, y no deberíamos dejar que
siguieran «mandando sobre nosotros». ¡Y lo decía en serio! Nos
quedamos delante del televisor, sintiéndonos traicionados por la
ignorancia inherente a esas antiguas maneras de pensar.
Ninguno de esos tiroteos en las escuelas ha sido protagonizado por
un niño que hubiese sido respetado en su familia, que tuviese los
«mejores amigos» en sus padres y que hubiese tenido la oportunidad
de ser tratado como un «socio dentro la familia» mientras crecía.
Esos atributos tan básicos de la paternidad o la maternidad índigos
proporcionan amor propio a los hijos, junto con la capacidad de
distinguir entre el bien y el mal, cuando se los somete a la presión
de los padres, que es inevitable en nuestra sociedad.
Casi sin excepción, los tiroteos en las escuelas han sido
perpetrados por niños confusos que no han tenido ocasión de hablar
de sus problemas en casa, o que tenían padres tan ajenos a lo que
hacían sus hijos que hasta habrían podido construir una bomba en su
propio garaje sin que ellos se dieran cuenta. Según sus
antecedentes, los «niños asesinos» se sentían casi siempre
frustrados, a menudo acosados en la escuela, y no eran capaces de
hacer frente a los estímulos diarios causantes del estrés.
En lugar
de poder regresar a casa y encontrar un «amigo» dentro de la
estructura familiar, algunos de esos niños creaban su propia
realidad «llena de rabia», con juegos mortales y páginas Web
espantosas. Según las investigaciones, algunos de esos niños hasta
seguían tratamientos con Ritalina, lo cual nos indica, una vez más,
que este fármaco no cumple todo lo que promete. Esos niños no se
comunicaban con sus padres o puede que no se sintieran lo bastante
próximos a ningún miembro de su familia como para poder iniciar un
diálogo.
Con el debido respeto por el señor Maher, un cómico excelente, nos
parece que con sus comentarios hizo un flaco servicio a los niños de
todas partes. ¿De verdad creemos que cualquiera de esos niños, que
ahora están muertos o en la cárcel por sus actos, se habría
comportado mucho mejor si les hubiésemos dado de bofetadas desde que
eran niños y les hubiésemos dicho que «tenían que portarse bien
porque si no ...»? Se trata de índigos: humanidad sabia en cuerpos
infantiles, obligados a aceptar un paradigma que resulta totalmente
devastador para algunos de ellos. Si están llenos de rabia, la culpa
la tienen las situaciones restrictivas en las que los han metido,
que se caracterizan por altos muros de indiferencia o por adultos
demasiado ocupados para detenerse y compartir.
Seguimos creyendo que la respuesta fundamental al fenómeno que
tenemos delante es un cambio fundamental de actitud con respecto a
la educación de los hijos. Que sean socios dentro de la familia.
Nunca hemos insinuado que fueran dictadores ni que asumieran el
poder. Brindar a los niños la posibilidad de elegir y respetarlos
dentro de la familia no quiere decir darles el mando. Todavía es
necesaria la disciplina, y «poner límites» con respecto a lo que es
aceptable sigue siendo un componente válido de la relación con los
hijos.
Lo que ocurre, sin embargo, cuando uno respeta a un niño
mientras crece, es que la disciplina familiar se comprende y se
acepta mucho mejor que cuando al niño simplemente se le dice:
«Espera a que seas mayor», «A tu edad no sabes nada» o «Haz lo que
te digo».
Seguir el consejo del señor Maher sería volver a relacionarnos con
nuestros hijos de la forma que era habitual hace cincuenta años, lo
cual, por cierto, es una opinión que comparten muchos de los que
siguen levantando las manos en señal de frustración. Les parece que
puesto que ellos «salieron bien», ¿por qué no volver a «los viejos
tiempos», cuando los niños se veían pero no se oían, cuando ellos
respetaban a sus padres y no había disparos en las escuelas? Si
fuera así, ¿cómo se explica la explosión de violencia infantil que
se ha producido hace poco en Japón?
Esa es una cultura famosa por
las características de la relación entre padres e hijos.
Aparentemente, los japoneses siempre nos han proporcionado un modelo
cultural maravilloso de unidad familiar, en el cual los niños se
portan bien y honran a sus mayores. Sin embargo, las últimas
noticias que llegan de Japón indican que algunos de los problemas
que tenemos en Estados Unidos también son frecuentes en el Lejano
Oriente.
Reproducimos un pasaje de un artículo publicado en la
revista Time (el 8 de enero de 2000).
LOS SALVAJES JAPONESES
por Tim Larimer
Durante la década perdida de estancamiento económico que atravesó el
país [Japón], los jóvenes de verdad han entrado en una espiral
constante y descendente de apatía, desencanto y rebelión. [...] Cada
vez con mayor frecuencia, los jóvenes japoneses han comenzado a
manifestar explosiones de cólera inexplicables.
Los índices de
delitos violentos entre los jóvenes han aumentado (casi un 25 por
100 en los once primeros meses del año 2000) con respecto al año
anterior y lo mismo ocurre con la deserción escolar y los delitos
cometidos en las escuelas. Hace poco, un estudio oficial reveló que
alrededor de una cuarta parte de los alumnos de los primeros cursos
de la secundaria reconocían que a veces «tienen estallidos de ira o
recurren a la violencia».
Sólo el año pasado, unos adolescentes
japoneses hicieron lo siguiente: el secuestro de un autobús, en el
cual le cortaron el cuello a un pasajero; un joven asesinó a su
propia madre con un bate de béisbol, y tres miembros de una familia
murieron apuñalados. Y el mes pasado, un chaval de diecisiete años
fabricó una bomba con clavos, tornillos, pólvora y una taza de café
y la hizo estallar en una tienda de vídeos de Tokio.
Llevaba una
escopeta y dijo a la policía, según los periódicos locales:
«Quería
destruir gente». [...]
Es evidente que algo ocurre con la juventud
japonesa. Si la culpa no la tienen la animación, ni los videojuegos,
ni el cine, ¿entonces quién la tiene?
Según la información de que disponemos, los niños han cambiado y el
viejo modelo, por bien que haya funcionado, ya no va a servir más.
Las décadas de los cincuenta y de los sesenta ya han pasado y, con
ellas, una vieja cultura de inocencia, así como también un mundo que
tenía la mitad de la población que el actual. Los índigo son el
resultado de la evolución humana y una esperanza para todos
nosotros. Contra todas las previsiones, parece que la humanidad ha
evitado todas las profecías del milenio y del Apocalipsis.
Por el
contrario, nos encontramos ahora en una encrucijada de conciencia,
en la cual nuestros hijos están bien informados, son sabios y están
preparados para otro tipo de relación con los padres y de
escolarización. Se enfrentan con un mundo en el cual la tolerancia
comienza a manifestarse de formas totalmente nuevas y los viejos
paradigmas de la política y la religión comienzan a parecerles
falsos. La integridad suele ser prioritaria en su radar de la
humanidad y, cuando no la ven, incluso siendo muy jóvenes,
reaccionan. A veces, cuando no la encuentran en casa o en la
escuela, se retiran, se refugian en su interior mientras tratan de
descubrir qué más les puede ofrecer el mundo o, mejor aún, qué
pueden crear ellos a través de su ira y su rabia, que funcione
mejor.
Algunos jóvenes, que están tan frustrados como nosotros, quieren
expresar sus ideas sobre esta cuestión. Después de todo, ¡es lo que
les toca vivir! A veces pensamos que los jóvenes viven en una
burbuja y que sólo nosotros, como adultos, podemos reunirnos, crear
comités, escribir libros y resolver este dilema. Pero, cada vez más,
los adolescentes y los adultos jóvenes se reúnen entre sí,
impulsados por su propio sentido de la responsabilidad y... pues sí,
hasta escriben libros. Recomendamos encarecidamente uno que fue
escrito por una persona muy joven.
Se titula
Ending School Violence: Solutions from
America's Youth,10 de
Jason Ryan Dorsey.
Amazon.com opina lo siguiente acerca del libro de Jason:
Cada sección de este libro, compilado por el joven orador más
destacado de Estados Unidos, Jason R. Dorsey, de veintiún años, está
repleta de perspicacia juvenil y de soluciones prácticas.
Jasón ha
trabajado con más de ciento cincuenta mil jóvenes de todo tipo y de
todas partes del país y se refiere directamente a las experiencias,
las dificultades y las oportunidades que encuentran todos los días.
Para ayudar a nuestros jóvenes, debemos aprender directamente de
ellos.
Debemos dar forma a nuestras escuelas desde dentro hacia
fuera, poniendo a los estudiantes en primer lugar, porque son ellos
los que crean la violencia escolar y los que la padecen.
El lector se habrá percatado de que ninguno de nuestros escritos
presenta problemas sin soluciones. Tratamos de publicar libros que
identifiquen ciertas cuestiones y también que ofrezcan sugerencias
sobre lo que se puede hacer.
De modo que, después de lo que acabamos de afirmar, ofrecemos al
lector algunas pautas. El éxito que tenga en su relación con un hijo
índigo o casi índigo depende de varias condiciones:
-
La edad del niño. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido sin que se
reconozcan sus cualidades como índigo?
-
El lugar donde viven. Seamos realistas. A veces vivimos en lugares
en los que la supervivencia es más importante que ninguna otra cosa.
Cuesta plantearse algunas de estas cuestiones un poco más elevadas
cuando lo que más preocupa a los padres es poder llevar un plato de
comida a la mesa.
-
La situación del progenitor. Si se trata de una familia
monoparental, si vive en un distrito escolar inadecuado.
-
El valor del progenitor. A menudo, lo más difícil es iniciar un
diálogo con nuestros propios hijos. Lo sabemos.
Vamos a analizar cada uno de estos puntos más detalladamente.
LA EDAD
Si el lector tiene un hijo de uno o dos años y está leyendo
este libro, tiene suerte, porque está en condiciones de comenzar a
relacionarse con él siguiendo un paradigma nuevo; podrá descubrir en
realidad a su hijo y deleitarse viendo cómo acepta las cosas que son
nuevas y muy propias de los índigo. Sin embargo, muchos lectores
tendrán hijos mayores, adolescentes o preadolescentes, algunos de
los cuales ya habrán decidido que sus padres están sólo un escalón
por encima de la caca de perro.
Ponen los ojos en blanco cada vez
que uno les habla, arrastran los pies y miran al suelo, en lugar de
mirarnos a la cara, y transmiten un mensaje corporal sin palabras
equivalente a: «Vale, lo que tú digas». Cuando acaban su sesión de
no escuchar, se largan por la puerta a una vida privada que tan sólo
esperamos que pueda contar con nuestra aprobación.
Ha llegado la hora de emprender la interacción de nuestra vida: un
encuentro forzado en el cual dejemos de lado nuestro escudo, con la
esperanza de que no sea demasiado tarde. Lo más probable es que no
lo sea. Sugerimos al lector que informe a sus hijos de que quiere
hablar con ellos, que les pida que escojan un momento adecuado y que
le dediquen una hora. Ha de exigir que fijen un momento y que no
dejen que nada les haga cambiar de planes; nada de nada. De este
modo, les está dando a entender que esa reunión es más importante
que cualquier otra tarea o cuestión familiar. El lector ha de estar
preparado para la posibilidad de que protesten con energía (por
decirlo de alguna manera), pero debe insistir.
El lector se sentará frente a ellos con una libreta y les pedirá que
lo miren mientras hablan. En primer lugar, les dirá que no se trata
de ninguna conferencia en las que se les vaya a imponer un castigo,
ni a minimizar o a amonestar. Les dirá que, más que ninguna otra
cosa en el mundo, lo que quiere es ser su amigo; a continuación les
pedirá que le digan qué es lo que no va bien, según ellos.
Deberá adoptar una actitud abierta. No ha de esperar milagros pero,
por encima de todo lo demás, su aceptación debe ser incondicional.
Conviene que el lector recuerde que la entrevista se refiere a
ellos, los hijos, no a él, de modo que no conviene que les hable de
cómo eran las cosas cuando él era niño. No hay que sermonearlos, ni
hay que enfadarse.
Conviene que escuche sin rechistar, aunque le
digan cosas que estén totalmente equivocadas, o que resulten
exageradas, o incluso ofensivas. No debemos olvidar que, si ellos se
abren de verdad, lo importante es que le estarán diciendo las cosas
ellos mismos, para bien o para mal. Conviene dejarlos despotricar
contra nosotros. Conviene dejarlos que se quejen de todo, aunque no
sea justo que lo hagan. Vale la pena tomar notas, porque eso
demuestra que prestamos atención. Pero hemos de escuchar... tan sólo
escuchar.
Al final, no hemos de hacer lo previsible. No tenemos que responder
punto por punto. Al menos no todavía. Hay que comprender que la
mayor parte de lo dicho parte de lo que ellos sienten y ese es el
sentido de la entrevista. Conviene usar la imaginación. Se les puede
pedir que hablen un poco más sobre lo que es importante para ellos y
en eso podemos darles una mano. Puede que opinen que somos demasiado
estrictos, demasiado viejos para entender su música, que no
apreciamos su moda ni a sus amigos, que no somos lo bastante
cariñosos, generosos o inteligentes.
Esa primera reunión debería acabar con una serie de preguntas. Cada
caso es diferente, pero a continuación incluimos una muestra de lo
que se puede preguntar:
-
«¿Qué puedo hacer yo para mejorar tu vida?»
Es posible que respondan
afirmando cosas absurdas o que no tienen nada que ver. No importa.
Estamos brindando a nuestros hijos la oportunidad de una catarsis
(un lugar seguro) y también la posibilidad de desahogarse. Además,
estamos comenzando a crear un vínculo nuevo que antes no existía.
Conviene contar hasta diez y prestar atención. Otra cosa: el mero
hecho de escuchar no supone que uno vaya a hacer todo lo que piden.
-
«¿Hay soluciones intermedias a las que podamos llegar? ¿Qué harías
si estuvieras en mi lugar?»
Esto sirve para hacerlos pensar y
también para que se den cuenta de que hablamos en serio. Puede que
en realidad tengan ocasión de mejorar su vida, de modo que tal vez
aprovechen la oportunidad. Puesto que no vivimos en una burbuja (es
de esperar), algunos de los temas de discusión no nos causarán
ninguna sorpresa. Conviene estar dispuestos a llegar a algún acuerdo
y comenzar a negociar las cuestiones importantes. Hemos de estar
dispuestos a ceder algo. Recordemos cómo éramos cuando éramos
jóvenes y pongámonos en su lugar.
-
«¿Es demasiado tarde para que seamos amigos? ¿Me prometes que
recurrirás a mí si necesitas ayuda? ¿Volverás a reunirte otra vez
así conmigo?»
Estas son las preguntas importantes y representan el
motivo fundamental de esta conversación inicial. Es posible que
ellos simplemente hagan ver que les interesan estas preguntas pero
que no estén dispuestas a tomárselas en serio todavía. ¿Por qué?
Porque no confían en nosotros. A cualquier padre le cuesta
aceptarlo, pero así es.
Muchos adolescentes y preadolescentes confían mucho más en alguien a
quien conocen desde hace menos de un año y que tiene su propia edad
que en los padres que les dieron la vida.
Es posible que hagan falta unas cuantas de estas reuniones
especiales; al final, los hijos se acostumbrarán a que:
-
las reuniones no acaban en peleas. (Nos lo tenemos que prometer a
nosotros mismos, y harán falta sabiduría y mucho autocontrol por
nuestra parte. Si se producen peleas, aunque sólo sea una, se habrá
perdido la confianza en todo el proceso. Ya hemos dicho que no sería
fácil...)
-
no arremetemos contra ellos.
-
realmente pueden hablar con nosotros sin que vuele todo por los
aires. Basta con estar presentes y con prestar atención a sus
sentimientos. No tenemos que definirlos duran te esa etapa. No es
momento para sermones, ni para sabiduría de adultos. Es hora de
sentarse y escuchar.
Al final, según lo que nos han contado muchos padres, podremos
hablar sobre la escuela, sus amigos, su música y muchos otros temas
que poco a poco les vayamos sacando o que vayan surgiendo... pues
sí, hasta de sexo. ¿Para qué?
Nuestros hijos consiguen un amigo
nuevo que se llama mamá o papá. Algunos padres hasta dan un paso más
y asisten a un concierto con sus hijos, o salen a comprar ropa con
ellos, o algo así. Es posible que no sea lo que uno más quiera
hacer, pero nuestros hijos no lo olvidarán jamás. ¿Vale la pena el
esfuerzo?
¡Claro que sí! Después de todo, ¿no queríamos recuperar a
nuestros hijos?
EL LUGAR DONDE VIVEN
Uno puede vivir en un barrio acomodado o en un
gueto. Nuestro hijo puede asistir a una escuela ilustre o a una en
la que todos los días controlen si llevan armas. Una de las cosas
interesantes que hay que destacar es que la mayoría de las matanzas
escolares, que tienen tanta resonancia mediática, no tuvieron lugar
en escuelas de guetos, sino en barrios de clase media alta. Los
niños de los guetos nos cuentan que allí también hay muertes, sólo
que no tan dramáticas, y que los acontecimientos no llegan a las
noticias vespertinas.
Cada situación es diferente. Lo más probable es que las familias que
se limitan a sobrevivir sean más capaces de comunicarse mejor con
sus hijos. Los niños participan en las tareas y asumen
responsabilidades muy pronto y, por consiguiente, tienen mejores
oportunidades de dialogar con sus padres. Sin embargo, incluso en
esa situación, los procedimientos que acabamos de mencionar siguen
siendo necesarios, en algún momento.
Al final, hay que plantear
algunas de las preguntas importantes para que los niños comprendan
que, sea cual fuere nuestra situación, necesitamos su aportación.
LA SITUACIÓN DEL PROGENITOR
Si el padre o la madre viven solos, eso
significa que no reciben
demasiada ayuda. También significa que se encuentran en la misma
situación que muchos otros, de
modo que no son únicos. A pesar de todo, se puede lograr que esto
funcione, con un niño pequeño o
con un adolescente. Simplemente significa que el enfoque debe ser
algo diferente. Tal vez haya que
pedirles más ayuda a ellos para que salga bien.
Se pueden hacer
preguntas del tipo:
«¿Sabes por qué
estamos solos?»
Sin despotricar contra el cónyuge que tal vez se haya marchado
(puesto que, con frecuencia, los niños van a verlo), conviene hablar
con libertad de lo ocurrido, con toda naturalidad. Se puede hablar
tranquilamente, con sencillez, de temas como la pérdida del amor, la
adicción a distintas sustancias, la infidelidad y muchos más que, en
apariencia, conciernen a los adultos. Tal vez nos sorprenda ver lo
mucho que entiende un niño. Además, crea un vínculo entre él y el
progenitor. Pero no hay que dejar «mal» al otro progenitor. Basta
con explicarle al niño cómo nos sentimos ante lo ocurrido; no hace
falta explicar quién le hizo qué a quién.
Si el cónyuge ha muerto, hay que hablar con cuidado de la muerte en
general, que es algo real y que tenemos delante. No se la puede
pasar por alto, con la esperanza de que algún día los niños lo
comprendan todo, cuando sean mayores. Hablando de la muerte
desaparecen muchos temores y malos entendidos. No hablar con
franqueza sobre la muerte de alguien próximo a menudo da lugar a que
los niños crean que la muerte es tan mala que podría venir a
buscarlos a ellos cualquier día, cuando están dormidos o, peor aún,
que ha sido culpa suya, de alguna manera.
Conviene hablar de lo mucho que uno echa de menos al cónyuge ausente
y cómo se siente. Si el cónyuge desapareció cuando los niños tenían
edad suficiente para darse cuenta, conviene estar dispuestos a
llorar la pérdida juntos. A menudo nos han contado de niños muy
pequeños que, al escuchar hablar a su madre de lo que sentía, la han
abrazado, diciéndole que todo «iría bien». En realidad, utilizaron
el código de la «enfermera» o de la «madre». Eso es un buen amigo.
Se acaba la conversación con la promesa de hacerlo mejor y se decide
qué puede significar eso. Acabamos de crear lo que nos gusta llamar
«el equipo de la alegría».
¿Tenemos una escuela que nos causa problemas, a nosotros o a
nuestros hijos, en la que se utiliza un viejo paradigma de
enseñanza, sin darse cuenta de lo que le ocurre realmente al niño?
¿Qué se puede hacer? Por más que vayamos a hablar con los profesores
y los psicólogos, no conseguimos nada. Algunas escuelas (nos dicen)
hasta pueden llegar a incluirnos en una lista de «padres
problemáticos», si vamos a plantear cosas demasiadas veces. ¿Qué se
puede hacer?
La respuesta es, evidentemente, que tratemos de cambiar a nuestros
hijos a una escuela mejor o que establezcamos la enseñanza en casa.
La realidad, sin embargo, es que no siempre es posible. La
legislación, nuestra situación financiera, el lugar donde vivimos,
etcétera, a menudo nos lo impiden.
Muchos padres nos han dicho que la solución (una vez más) consiste
en llegar a un consenso entre
padres e hijos, en convertirnos en su «sala de reunión»; en
compadecernos de ellos cuando las cosas
no van bien con algún profesor o con alguien que los molesta en la
escuela; que sepan que siempre tendrán una vía de entendimiento con
nosotros y que, por más que ni ellos ni nosotros podamos cambiar la
situación, podemos reírnos o llorar juntos al respecto.
Hay que
dedicar un tiempo para hablar y después escuchar mucho. No dejemos
que una agenda apretada haga desaparecer la oportunidad de hablar.
Nos quedaremos sorprendidos de lo mucho que se consigue de este
modo. A menudo desbarata una situación o, mejor aún, da valor a
nuestros hijos para afrontar el día siguiente.
Entonces todos nos
sentimos más animados y dispuestos para el futuro.
Pensémoslo.
EL VALOR DEL PROGENITOR:
¿Por qué resulta tan difícil? Un motivo es
que esos niños han vivido con nosotros toda la vida y nos conocen
muy bien. Saben el aspecto que tenemos en paños menores y nos han
visto por la mañana, incluso antes que el espejo. Tienen delante
todas nuestras manías, nuestros malos hábitos y nuestros errores, lo
cual dificulta todo tipo de diálogo o comunicación. A veces los
hijos mayores se comportan más como antipáticos compañeros de celda
que como parientes cariñosos.
Pero, ¿verdad que no hemos olvidado lo que ocurre después de la
adolescencia? Que uno despierta un buen día y se pregunta cómo es
posible que los padres de pronto se hayan vuelto «lis tos» o que se
hayan calmado. Pero no son ellos los que han cambiado, sino uno
mismo. Es probable que tuviéramos veintitrés o veinticuatro años.
En
otras palabras, no perdamos las esperanzas; a menudo, el mero hecho
de crecer derriba los muros que existían durante esos tiempos
difíciles. Pero esperar no es una opción. Muchos padres han dicho
que la llamada brecha generacional se cerró en gran medida mediante
las técnicas que hemos mencionado y que conseguir que sus hijos
confiaran en ellos fue el mejor regalo que jamás les concedió el
universo: una situación en la que todos salieron ganando y en la que
los beneficios fueron evidentes para todos.
Supongo que hemos de decir, como autores sobre el tema, que sabemos
lo difícil que es y el valor que hay que tener para ir evolucionando
junto a estos nuevos índigo.
Para que el procedimiento resulte más
agradable, vamos a presentar lo que nos han contado algunos padres:
-
No mentir nunca. Como ya hemos dicho, los índigo son muy intuitivos.
Se dan cuenta si no les decimos las cosas claras y entonces se crea
un abismo entre ellos y nosotros. Ni siquiera conviene ya seguir
recurriendo a las verdades a medias que los padres cuentan a sus
hijos para protegerlos de la cruda realidad. ¿No podemos pagar el
alquiler? ¿Estamos preocupados?
Aunque no compartamos con ellos
nuestros temores, va bien que nos atrevamos a decirles la verdad, si
quieren saber algo. Conviene acabar con algún tipo de mensaje
positivo, tranquilizador para las dos partes, como:
O
algo por el estilo. Es mejor para los hijos saber por qué estamos
preocupados, en lugar de preguntarse si se debe a algo que ellos han
hecho. Lo mejor siempre es decir la verdad. Si procuramos adoptar
una posición integra y sincera, ellos lo entenderán. En tiempos de
crisis, ¡recemos con ellos! Conviene hacerlos partícipes todo lo
posible, pero no en el proceso del temor, sino en nuestra realidad y
en nuestra esperanza de hallar una solución.
-
Informarles sobre las cuestiones familiares importantes antes de
tomar una decisión definitiva. Aunque en la realidad es posible que
los niños no puedan influir en las decisiones importantes (por
ejemplo, si la pareja decide mudarse), al incluirlos en las
conversaciones sentirán que no nos limitamos a llevarlos de aquí
para allá, según las circunstancias.
Si tienen conocimiento de
nuestros procesos de decisión, es más probable que acepten la
situación sin montar un escándalo. Además, así podemos conocer sus
temores con respecto a ciertas situaciones, con lo cual haremos
cosas que, si no, tal vez no haríamos. ¿Cuál es el resultado? Que
nuestros hijos recordarán toda la vida que sus padres confiaban en
ellos lo suficiente como para tenerlos en cuenta de esa manera.
-
Tratar de comprender lo que hace felices a nuestros hijos y
preguntarles si, de vez en cuando, podemos participar en alguna de
sus actividades. Puede que nuestros hijos tengan alguna afición que
nos parezca absurda, improductiva o infantil. Tratemos de acordarnos
de cuando éramos niños y de desarrollar cierta tolerancia al
respecto. Acompañémosles a los sitios donde encuentran lo que les
interesa, aunque no haya allí nada que nos interese a nosotros.
Si
hay algo que no entendemos, podemos decírselo, sencillamente, y
mostrarnos dispuestos a recibir una explicación. Concursos de skate... modas estrafalarias... una música (que a nosotros nos
resulta) desagradable... el convencionalismo absurdo de los
cómics... los restaurantes vegetarianos... los deportes de riesgo...
los concursos de tractores (oh, perdón... si eso es cosa de los
maridos)... de todos modos, el lector ya se hace una idea.
Hay que
procurar tener una buena relación con los hijos sin llegar a romper
la norma de «no traer a los padres», con lo cual queremos decir que
habrá actividades en las que uno no se debe meter ni por asomo... y
ellos nos harán saber cuáles son, antes que exponerse a que sus
amigos los pongan en ridículo. Conviene preguntarles: «¿Prefieres
hacerlo con tus amigos?» Ellos siempre nos lo dirán.
Además, negociemos con nuestros hijos. Llevémoslos a un sitio al que
no podrían ir si no los llevara alguien, invitémoslos, etcétera y, a
cambio, podemos pedirles que nos acompañen a algún lugar... por
ejemplo, a ver una obra de teatro, una buena película o un concierto
sinfónico. Cuando las dos partes ceden un poco, se establece algún
tipo de acuerdo.
-
La disciplina: Conviene usarla con moderación y dejar bien claro
dónde están nuestros límites. Procuremos asegurarnos de que las
normas de la familia no estén desfasadas y que no sean
necesariamente las mismas que nos imponían cuando éramos pequeños.
Los tiempos cambian, de modo que más vale conocer todos los hechos
antes de decir automáticamente que no a algo que tal vez sea
aceptable ahora en la sociedad, e incluso para la mayoría de los
demás padres.
Los límites que uno establece y las expectativas que
tiene con respecto a las comidas, los horarios para ver la
televisión, la hora de volver a casa, los ordenadores, los juegos y
la manera de vestir resultarán mucho más aceptables si los
comentamos personalmente con nuestros hijos. Una vez más, tal vez
convenga negociar un poco con ellos y puede que los ayude a
comprender que somos razonables y que hacemos todo lo posible por
hacer que las cosas salgan bien para todos. No basta con imponer las
reglas, ¡hay que discutirlas!
Al final, sin embargo, los padres somos nosotros de modo que, si
hemos de tomar una decisión que a ellos no les agrada, conviene
hacerles saber por qué la tomamos y atenernos a ella. Después de
todo, los adultos nos enfrentamos permanentemente en la vida a
situaciones de este tipo. Tal vez recordemos cómo nos sentíamos en
el trabajo si alguna vez nos degradaban, nos criticaban o nos
echaban. En cierto modo, es lo mismo que sienten ellos cuando no
consiguen lo que quieren o no se salen con la suya. Hemos de
respetar sus sentimientos y tratar de compensar la disciplina y las
normas con amor.
Por decirlo en pocas palabras, crecer no es fácil, pero, teniendo
unos padres cariñosos, comprensivos y justos, siempre habrá sensatez
y lógica en cualquier relación, discusión o debate.
Antes, la disciplina consistía en: «Haz esto porque si no... Hazlo
porque yo lo digo». Ahora se trata
de: «Haz esto porque perteneces a una familia y estamos juntos» o
«Hazlo porque nos respetamos
mutuamente».
Estados Unidos es un país que se basa en el gobierno de la mayoría y
en los derechos de las minorías. Tal vez convenga llamar la atención
sobre la manera en que toda una nación ha podido vivir unida durante
225 años y lo bueno de un sistema en el que no todo el mundo
consigue siempre lo que quiere. Nosotros somos la mayoría y ellos,
la minoría. Puede que nosotros ganemos, pero ellos también tienen
derechos.
-
Establecer contacto físico con nuestros hijos a menudo. Pues sí,
incluso con los adolescentes. De hecho, los ayuda a volver a ser
conscientes de su cuerpo. Si los padres (me refiero a los hombres)
lo hacen a menudo cuando ellos son pequeños, más adelante no lo
rechazarán tanto. Incluso los varones serán capaces de aceptarles un
abrazo. Si nunca lo han hecho, es hora de comenzar. No importa si
nos apartan unas cuantas veces, al principio. Hay que hacerlo, de
todas formas, porque acabarán aceptándolo. Y hasta es posible que
respondan, algún día.
-
La experiencia de criar a los hijos es, tal vez, la prueba suprema
para el ser humano y también la mayor recompensa. Hay muchos caminos
y muchos resultados, muchas historias y muchas reacciones. A veces
las cosas no salen como quisiéramos, pero cuando nos enfrentamos con
semejante desafío, nos preguntamos: ¿Cómo lo vamos a manejar? ¿Con
amor, piedad y sensatez... o con desacuerdos y mala voluntad?
Depende de nosotros.
Muchos lectores de este libro habrán perdido algún hijo por muerte o
enfermedad de modo que, para rendir homenaje a los que se han ido y,
sobre todo, para honrar el potencial de los que quedan, queremos
presentar una última historia de Betsie Poinsett.
LAS MADRES QUE LLORAN POR LA NOCHE
Betsie Poinsett
Gracias por referirse a esas preciosas almas que iluminaron el
camino para los nuevos índigo. Consiguieron que les prestara
atención enseguida, porque había estado pensando en ellos cuando leí
la nota de Lee en Internet en la que solicitaba historias sobre los
niños índigo. Me fui a dormir pensando en ello y esta mañana me
desperté convencida de que tenía que escribir.
Mi hijo fue uno de esos pre-índigo. Puedo decir que dio la vida por
la causa. Murió a los veintiún
años, en 1997, sin haber querido nunca estar en este mundo de tres
dimensiones y, sin embargo,
transformando a todas las personas que entraban en contacto con él.
Su tótem indio era la libélula, que te hace pasar de una dimensión a
otra. Vivía siempre al límite (consumía drogas y alcohol, conducía
bajo sus efectos). Sufrió muchos accidentes y de muchos salió ileso,
menos del último. De pronto, izas!, se fue. Mi prueba consistió
entonces en transformarme espiritualmente o en derrumbarme. Elegí la
transformación.
Después de la muerte de mi hijo, me llamaron muchas personas para
decirme lo espiritual que era y lo mucho que les había cambiado la
vida. Mi esposo y yo nos mirábamos y nos preguntábamos si estarían
hablando de la misma persona. Nos había alejado de él desde que
tenía alrededor de cinco años, creo que porque sabía que no duraría
mucho tiempo. Cuando murió se quedó aquí conmigo, como una energía
eléctrica abrasadora, dándome mensajes y apareciéndose a muchas
personas. Me di cuenta de que, en el «panorama general», había
estado aquí como un gran maestro.
Dejó tras de sí más de doscientos poemas y canciones que no teníamos
la menor idea de que hubiese escrito. Ahora estoy tratando de
publicarlos en un libro, en su recuerdo, y además estoy escribiendo
otro sobre mis experiencias con él, titulado
Mothers Who Cry in the
Night.
A uno de sus amigos se le han muerto más de veinte amigos en los
últimos cuatro años. ¿Tienen ustedes idea de la cantidad de chavales
como estos que han venido y se han marchado? Se me ocurren más de
treinta y cinco, a ojo de buen cubero. Necesitan que los honremos.
Sin ellos, estos nuevos niños índigo no serían posibles.
He aquí
parte de un poema que le escribió mi hijo a un amigo, que en paz
descanse:
Conrad Más y más mi amor por ti
continúa más y más no muere jamás nada de adioses
el miedo ya no tiene poder mientras mi mente se desliza
hacia otro paradigma clasificado sólo por la luz
otro amigo en vuelo volando hacia las estrellas
mientras las cuentas de colores atrapadas en frascos
aplacan el dolor y siguen siendo un cambio constante de
ritmo para sustituir A otro amigo perdido en la gracia.
Cree en mis palabras Son la única manera en que puedo expresar
No hay forma de decir Si mi mente debilitada
Pudiera reestablecerse No importa la riqueza
Sólo te quiero a ti.
Ella camina a través del sol
en transparente majestad. La vida acaba de comenzar.
Los ojos de un águila con un tono del cielo Amor infinito por esta criatura luminosa
Un amigo de las dimensiones de la Libélula se reagrupa
Un maestro de la vida ha cortado el lazo dotado con poderes de alcance chamánico
revelando la necesidad de más amor para lamentar.
1966
Bennett E. Poinsett11
(Betsie966@aol.com)
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