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del Sitio Web Editorial-Streicher
El Homo Sapiens ha temido a la muerte desde que fue capaz de pensar.
Contempla los ciclos de la muerte y el renacer en la Naturaleza. Ve las estrellas que palidecen al alba y vuelven a brillar de nuevo la noche siguiente. ¿Qué se encuentra entre la muerte y la nueva vida? ¿Alguna situación misteriosa de espera, de expectativa del nuevo nacimiento?
Los que están convencidos de que la vida continúa más allá de la muerte pueden encontrar la fuerza suficiente para enfrentarse a la muerte con una relativa firmeza de ánimo. Pero persiste el miedo a la muerte; pues, tal como sabemos por propia experiencia, la esperanza es titubeante y dudosa.
Muchos piensan con inquietud y con aprensión en los sucesos terribles con los que nos amenazan los textos sagrados:
En el Nuevo Testamento, Marcos anuncia (13:24-25):
Su colega Lucas es más concreto todavía: indica, incluso, las señales de advertencia que precederán al Día del Juicio (21:10-26).
El Corán describe también estos sucesos turbulentos en términos no menos dramáticos (sura 82):
El Día del Juicio se recuerda incluso en el canto gregoriano, en esas canciones tan sencillas pero tan impresionantes que todavía se cantan en los monasterios católicos. El Dies Irae (literalmente, "el día de la ira") se canta en la liturgia de los difuntos.
En Marcos (13:26-27) leemos:
Lucas (21:28) añade otra frase:
Pero si me preguntáis en qué sagradas escrituras, no sabría decíroslo, pues todas las religiones de esta casa de locos terrenal creen que sólo sus escrituras revelan la verdad. Está profetizado que un juez celestial aparecerá "sobre las nubes" para medir las obras buenas y malas con una vara inapelable.
Y antes de que los afortunados escogidos sean llevados al cielo, el resto de la Humanidad será azotado, golpeado, torturado y descuartizado.
Sonarán trompetas, y con cada toque sucederán hechos horribles en los que se convierte en sangre una tercera parte del mar, muere la tercera parte de todas las criaturas y se hunde la tercera parte de todos los barcos.
Por último, el Sol y la Luna quedan envueltos en la oscuridad y la gente sufre la plaga de todas las criaturas imaginables (langostas, escorpiones, etcétera) sin el consuelo de poder morir.
El terror no tiene fin: entran en escena caballos con cabeza de león que vomitan fuego, humo y azufre.
La imaginación humana no sólo puede tener visiones hermosas: es igualmente capaz de evocar escenas terribles. Las personas iracundas desean que sus enemigos vayan al infierno, y a continuación se imaginan el infierno en su forma más espeluznante.
También está
claro que las personas buscan un consuelo a sus sufrimientos
terrenales esperando un mundo más hermoso en el que las cosas les
irán mejor. Por extensión, pueden desear también que los otros (los
malos, los injustos, los ricos, los ateos, etcétera) reciban su
merecido y que les toque sufrir mientras ellos beben el néctar de
los dioses y gozan de la gloria del paraíso.
Cuanto peor están las cosas en el mundo, más anhelan las personas una Edad de Oro futura en la que reinen la justicia y la igualdad.
Como "de la nada no puede salir nada", ni siquiera una edad de oro, hace falta un rey de algún tipo, un jefe, un resucitado, un redentor, un profeta; en otras palabras, alguien que tenga el poder suficiente para limpiar esta pocilga y para sacarnos de aquí.
Este deseo,
comprensible psicológicamente, es responsable de todas las
resurrecciones, de todos los mesías y de todos los profetas que
hemos disfrutado a lo largo de los siglos. [...]
Tampoco me cuesta trabajo, siquiera, comprender el caso de profetas como,
...aunque este último afirme que es Dios.
Sus dotes asombrosas y, si se quiere, sus conocimientos universales, pueden ser explicados por una teoría moderna, razonable y deducida matemáticamente que fue formulada por el físico atómico francés Jean E. Charon.
Dice lo siguiente:
Así se explican los conocimientos de los profetas, aunque ellos mismos no sean conscientes de dónde les vienen estos conocimientos, lo cual es, en sí mismo, una contradicción.
Pero ¿cuáles no-creyentes?: ¿los que no creen en los dogmas católicos?, ¿los que han tenido la desventura de ser educados en una iglesia cristiana?, ¿los que tienen la mala suerte de no haberse criado en tierras árabes o asiáticas?, ¿los que no conocen las enseñanzas del Corán, o las del budismo, o las del hinduísmo?, ¿los que pertenecen a la religión sintoísta del Japón?, ¿o los que no se adhieren al Libro de Mormón?
¡Parece que nuestro querido Dios y Señor ha dejado las cosas muy confusas, de una manera u otra!.
Pero ¿a qué se debe que Jesús se convirtiera en el mesías de los cristianos, pero que su propio pueblo, el judío, no lo reconociera como tal?
Todo esto es tan confuso, y está acompañado (como
era de esperar) de tantos miles de comentarios farragosos, que debo
concentrarme en las cuestiones esenciales.
El libro "profético" de Isaías se traduce a veces en tiempo presente ("Nos es nacido un niño"), a veces en futuro ("El aumento de su reino y de la paz no tendrá fin").
El niño esperado no podía haber nacido todavía en tiempos de Isaías, lógicamente. Por lo tanto, resulta útil saber que el alefato hebreo en que están escritos los textos proféticos sólo contiene las consonantes y no puede reflejar el futuro gramatical (Baumgartner, W: Hebraisches Schulbuch, Basilea, 1971).
Para facilitar la lectura, las vocales se indicaban con puntos pequeños entre las consonantes.
En el texto original existía el imperfecto (pasado continuo) y el perfecto (pasado completo). No existía el futuro. Por lo tanto, los traductores podrán hacer las interpretaciones que quieran, y así es como el pasado continuo se convierte (abracadabra) en una posibilidad futura.
Nadie conoce la verdad, pero no hay profecías mesiánicas a las que se haya atribuido una importancia tan universal como las de Isaías 9:6 y Daniel 7:27.
Lo que no se nos ha aparecido todavía tendrá que aparecérsenos en el futuro: ¡cualquier cosa, con tal de mantener la esperanza!.
El teólogo doctor Werner Küppers hace el siguiente comentario revelador:
La teología judía se aferra al Mesías como
"hombre de origen humano"
(Klausner, J.: Der jüdische und der christliche Messias, Zurich,
1943); muchas veces no se le representa como una personalidad
individual, sino como el conjunto de todo el pueblo de Israel.
Pero ambas versiones teológicas dejan sin respuesta diversas preguntas. ¿Dónde surgió la idea de un mesías?; ¿qué antigüedad tiene esta idea? No tiene mucho sentido citar a profetas como Isaías, Daniel o Ezequiel si sabemos que sus textos han sido manipulados y reescritos. Por la misma causa, tampoco podemos confiar en ellos para determinar fechas con alguna precisión: la idea de un mesías es, claramente, mucho más antigua que los profetas.
Lo que ellos han registrado no son más que los vestigios en la memoria popular de una expectativa que ha existido desde la expulsión del paraíso. Los profetas, y sus redactores posteriores, se apoyaban en la sabiduría tradicional que abarcaba las esperanzas y las expectativas de todo un pueblo.
Esta esperanza ya formaba parte integral - quizás era incluso una preocupación central - de una raza de seres humanos antes de que se registrase por escrito ninguna palabra. Las expectativas de ser salvados y liberados son,
Es fácil demostrar lo contrario: muchas culturas y pueblos antiguos tenían expectativas mesiánicas.
En 1919 el teólogo H. W Schomerns escribió:
Yo creo que estas afirmaciones deberían moderarse con un conocimiento de las otras religiones.
Deberíamos empezar por leer acerca de ellas y por entenderlas; y cualquier persona que, después de estos estudios, siga otorgando al cristianismo una superioridad absoluta, está cerrando los ojos y apoyándose en la fe ciega.
Todas las religiones, sean pre o post-cristianas, contienen la idea de la redención. Todas, sin excepción, esperan con impaciencia las señales celestiales y el regreso prometido de su mesías. La más importante y, sin duda, la más dinámica de las religiones post-cristianas es el Islam.
En el libro sagrado de los
musulmanes, el Corán, Jesús es aclamado como profeta, pero no es
venerado como Mesías ni como hijo de Dios.
Pero a mí, como profano en teología, me parece asombroso que sobre la base de unos mismos materiales, todas estas cabezas pensantes inteligentísimas lleguen a versiones completamente diferentes de la verdad.
El judaismo, el islam y el cristianismo basan sus exégesis en unos mismos profetas antiguos.
¿Cómo puede decirse, pues, que la exégesis es una ciencia exacta? Si lo fuera, sin duda podría esperarse de ellos que llegaran a resultados semejantes. Como claramente no es así, yo digo que ya nadie conoce la verdad. Estos investigadores se limitan a servir a su propia causa, crean en ella o no.
O, de manera semejante a las trompetas del Apocalipsis, otro versículo del Corán (sura 20, versículo 103) dice:
El sura 17, versículo 59, comenta incluso que no quedará en pie ninguna ciudad tras el día del castigo y de la resurrección.
Del mismo modo que en el judaismo y en el cristianismo, la literatura sobre la segunda venida del Mahdi llena bibliotecas enteras. No hay cuestión alguna sobre este tema que no haya pensado y escrito alguien. Un extranjero preguntó una vez al quinto imán, Al Baquir, qué señales se verían antes del regreso del Mahdi.
El imán respondió:
Según estos criterios, el Mahdi ya debería haber llegado hace mucho tiempo.
Sin olvidar que, antes de que venga el Mahdi,
Según mis cálculos, deben de haber existido muchos más de sesenta mil falsos profetas hasta la fecha.
Se supone que vendrá acompañado de huestes de ángeles, que poseerá un poder inmenso y que estará entronizado en las nubes. ¿Proceden estas creencias de un núcleo de recuerdo popular? ¿Recuerdan una primera promesa, un "volveremos"?
De la montaña salió un joven que implantó el embrión de Zoroastro en el vientre de su madre. Los parsis se negaron a aceptar el Corán como libro sagrado, pues su religión era más antigua que el Islam. Emigraron a Irán y a la India. Aunque su lengua, el gujarati, es una lengua hindú moderna, siguen practicando el culto en la lengua religiosa del Avesta, de manera semejante a la tradición católica de celebrar el culto religioso en latín.
El dios más importante de esta religión se
llama Ahura Mazda [Ormuz], que creó el cielo y la Tierra.
Las huestes celestiales son francamente militaristas: hay "soldados" de las constelaciones, y se libran batallas por todo el universo.
Se alaba a las diversas estrellas con términos muy exaltados (Afrigan Rapithwin, versículo 13):
Estos homenajes parecen ser algo más que meros adornos de la fantasía pura, pues los parsis poseían, desde un principio, cierto grado de conocimientos astronómicos.
Sabían, por ejemplo, que los planetas eran "cuerpos simples de forma redonda". Desde los tiempos más remotos, en los templos de los parsis se había venerado a los diversos dioses y a sus lugares de origen en el universo, de modos tales que casi presagiaban la revolución del pensamiento astronómico que desencadenó Galileo Galilei en 1610.
En cada templo se encontraba un modelo circular del planeta al que estaba dedicado. En cada templo se llevaba una ropa especial y se seguían unas costumbres determinadas en función del planeta al que se veneraba. En el templo de Júpiter había que presentarse vestido de juez o de erudito; en el templo de Marte, por su parte, los parsis iban vestidos de rojo, llevaban ropas militares y tenían que conversar "con tonos soberbios".
En el templo de Venus había risas y bromas;
en el templo de Mercurio había que hablar como orador o como
filósofo. En el templo de la Luna, los sacerdotes parsis se
comportaban como niños que juegan a luchar entre sí y daban saltos y
volteretas. En el templo del Sol había que llevar ropas de brocado y
había que comportarse "como corresponde a los reyes del Irán".
En estos textos abundan en el universo tales máquinas voladoras.
Casi no hace falta decir siquiera que los parsis esperaban la reaparición de sus dioses. Creían que los "seres de luz" (Abegg, E.: Der Messiasglaube in Indien und Irán, Berlín/Leipzig, 1928) volverían a descender de los cielos y a salvar a la Humanidad atribulada.
El propio Zoroastro preguntó a su dios Ahura Mazda sobre el fin del mundo, y éste le dijo que habría una batalla final entre los buenos y los corrompidos. Bajarían de los cielos muchos "archiconquistadores". Éstos serían inmortales y poseerían el conocimiento de todas las cosas. Antes de que aparezcan en los cielos, el Sol se cubrirá de oscuridad, habrá terremotos y fuertes tormentas y vientos y caerá una estrella del cielo.
Después de una batalla terrible, en las que los ejércitos se enfrentarán en masa, alboreará una nueva Edad de Oro. La Humanidad adquirirá entonces tales conocimientos en las artes de la curación que,
Esta versión de la "redención" no parece demasiado diferente de la
que nos encontramos en otras religiones, aparte de la presencia de
estos "archiconquistadores", de los dioses procedentes de los mundos
estelares, que aparecen como salvadores definitivos y esperados.
Al principio de las cuatro épocas del mundo hubo una Era de los Dioses, la Krita-yuga o Deva-yuga. Este período fue perfecto en todos los sentidos, pues en él no existía ni la enfermedad ni la envidia, ni el enfrentamiento, ni la mala voluntad, ni el miedo, ni el dolor.
En aquellos tiempos, según las enseñanzas hinduístas, todas las personas tenían fijo su propósito únicamente en el Brahma superior, e incluso los miembros de las cuatro castas vivían en armonía entre sí. La vida y los propios seres humanos eran sencillamente perfectos. La gente se dedicaba a hacer una vida ascética y al estudio de las escrituras. Los deseos materiales eran desconocidos.
La gente amaba la verdad y el conocimiento. No había injusticia, pues nadie sentía ningún anhelo terrenal.
En el Bhagavata-Purana, uno de los muchos textos de la religión hinduísta, se describe a las gentes de esa edad dorada como satisfechos, amistosos, pacientes, delicados y misericordiosos. Eran felices porque llevaban la paz en sus corazones y no estaban reñidos con nada.
Volverá una Era de belleza, de fuerza, de
juventud y de armonía.
La más alta de estas deidades era el "Príncipe del universo, que lo gobernaba todo" (Schomems, H. W: op. cit.).
Los dioses hindúes son tantos, tan diversos y están tan interrelacionados entre sí que no puedo describirlos aquí con mayor detalle. Baste decir que los dioses habían dominado el arte de viajar por el aire y por el espacio por medio de máquinas voladoras de toda clase y de todo tipo.
Todos estos objetos voladores tenían un carácter real y material:
En los textos religiosos hindúes se describen con gran detalle aparatos voladores con temibles sistemas de armas, sobre todo en los Vedas, que se tienen por las fuentes más antiguas del lenguaje y de la religión.
La palabra veda significa "conocimiento sagrado".
Uno de estos textos, el Rig-veda, es una colección de 1.028 himnos a los dioses. Afirma sin ambigüedades que estas máquinas voladoras venían del cosmos a la Tierra, y que los dioses bajaron en persona a impartir conocimientos a los seres humanos.
Del mismo modo que en
las leyendas judías, en los textos hindúes se describen batallas
entre los dioses; pero no en un cielo indefinido de gloria
espiritual, sino "en el firmamento", "sobre la Tierra".
Lo mismo puede encontrarse en el capítulo 3, versículos 6-10, del Sabhaparva.
Estas estaciones espaciales gigantescas tenían nombres tales como Vaihayasu, Gaganacara y Khecara. Eran tan enormes que las naves-lanzadera (los vimanas) podían entrar en su interior por enormes puertas.
De éstas se extiende la discordia a las gentes de la Tierra, y también a los propios dioses, en una guerra de proporciones galácticas (versículo 77):
Los dioses del hinduísmo libraban batallas entre sí "en el firmamento", como Ismael (o Lucifer) en la tradición judía:
Y ¿qué leemos en Enoc? Éste describió el motín de los ángeles, y enumeró, incluso, sus nombres.
Visnú nacerá un día como Krishna y salvará a la Tierra del lío en que se ha metido.
Es un misterio para los occidentales el papel que desempeña en todo esto el concepto del karma o de la reencarnación. ¿Cómo llegaron a creer los hinduistas en un ciclo continuo de renacimientos, en el que llevan a cuestas de una vida a otra sus obras buenas y malas?
El jainismo es, con el budismo y el hinduismo, una de las tres grandes religiones de la India. El jainismo surgió en el norte de la India siglos antes de la aparición del budismo y fue difundiéndose por todo el subcontinente. Sus seguidores afirman que fue fundado en tiempos muy antiguos, hace miles de años. Creen que sus enseñanzas son eternas e imperecederas, aunque puedan yacer olvidadas durante largas épocas.
La religión jainista aparece recogida en una serie de textos pre-budistas que
son francamente extraordinarios: no merecen otro calificativo.
Estos textos, de modo parecido a la Biblia, están recopilados bajo el título genérico de Shvetambaras. Se dividen en 45 secciones, cuyos títulos son todos verdaderos trabalenguas.
Dentro de ésta, el "Utpada-Purva" trata de la formación y de la disolución de todas las diversas sustancias (química). El "Viryapravada-Purva" describe las fuerzas que están activas en la sustancia de los dioses y de los grandes hombres. El "Pranavada-Purva" estudia el arte de la curación. El "Lokabindusara-Purva" trata de las matemáticas y de la redención.
Además, el "Aupapatika" nos explica el modo de alcanzar la existencia divina. También se nos proporciona una lista de reyes divinos (Prakirnas, libro 7).
El contenido de los textos perdidos sólo se ha conservado en fragmentos, pero incluso éstos tratan de las cosas más asombrosas:
También en la literatura sánscrita se describe el vuelo por los aires.
En mi libro Der Gótter-schock trato con detalle de este tema (Däniken, E. von: Der Gótter-Schock, Munich, 1992).
Los profetas
de nuestra época están naciendo ahora, o quizás ya sean adultos. Los
jefes religiosos del jainismo creen conocer, incluso, sus nombres y
otros detalles de sus vidas.
Rishaba tenía proporciones gigantes. Todos los patriarcas que lo sucedieron fueron cada vez menos longevos y menos altos; no obstante, el vigésimo primero (que se llamaba Arishtanemi) llegó a vivir 1.000 años y medía diez codos de alto.
Sólo los dos últimos, Parshva y Mahavira, alcanzaron una edad que a nosotros nos parecería "razonable". Parshva vivió cien años y sólo medía nueve pies [2,74 metros] de estatura, mientras que Mahavira, el vigésimo cuarto tirthamkara sólo alcanzó los 72 años de edad y sólo medía 7 pies [2,12 metros].
El sacerdote Manetón dejó escrito que el primer monarca divino de Egipto había sido Hefaisto, que también había traído el don del fuego. Después de él vinieron Cronos, Osiris, Tifón, Horus, y el hijo de Isis.
Desde Osiris e Isis hasta el reinado de Alejandro, que fundó la ciudad de Egipto que lleva su nombre, se dice que pasaron más de 10.000 años; pero algunos dien que ese período abarca en realidad un poco menos de 23.000 años... (Wahrmund, A., Stuttgart, 1866).
En su mito de las cinco razas de la Humanidad escribió (hacia el año 700 a.C.) que originalmente los dioses inmortales, Cronos y sus compañeros, habían creado a los seres humanos:
Voy a volver ahora a los jainistas, que, como hemos visto, no son ni mucho menos los únicos que recuerdan fechas de proporciones aterradoras.
Muchas crónicas jainistas son francamente revolucionarias desde el punto de vista de la ciencia moderna. Su concepto del tiempo, del kala, parece formulado por Albert Einstein.
Treinta muhurtas equivalen a un ahoratra, que es la duración exacta de un día y una noche.
¿Se dan cuenta? Si multiplicamos 48 minutos (un muharta) por 30, obtenemos 1.440 minutos, que es exactamente el número de minutos que hay en 24 horas. Pero la medida del tiempo de los jainistas tiene millares de años de antigüedad, y en un principio fue comunicada a los seres humanos por seres celestiales.
La cuenta de los jainistas llega hasta números de 77 cifras. Más allá de estas cifras, los valores temporales se dan en términos de conceptos concretos, semejantes a nuestros años-luz, para una distancia de 9.500.000.000.000 [9 billones 500 mil millones de] kilómetros.
Este átomo puede unirse con otros para formar un skandha, que abarca entonces varios puntos en el espacio o un numero de éstos imposible de medir. Nuestra propia ciencia enseña lo mismo: dos átomos pueden formar una cadena de proporciones mínimas, pero también existen cadenas moleculares que contienen muchos millones de átomos.
Estas cadenas atómicas producen sustancias y materiales de diversas densidades.
Las enseñanzas jainistas distinguen seis formas principales de cadenas o conexiones de este tipo:
En el jainismo, hasta una sombra o un reflejo se consideran materiales, porque son producidas por una cosa.
Ni siquera el sonido se clasifica en la categoría de "fino-fino", sino que se considera una materialidad fina, resultado del "frote de grupos de átomos entre sí".
¿Me siguen?
El átomo mismo está compuesto de partículas subatómicas, una de las cuales es el electrón, que oscila a un ritmo inconcebible de 10 elevado a 23 veces por segundo.
Los jainistas considerarían la materia de este electrón como "fina-fina": ya no es posible captarla y, además, es inmortal. Los átomos pueden pasar a todas las cadenas y combinaciones posibles, pero el electrón los acompaña siempre. Actúa como "el espíritu dentro de la materia", de manera parecida a un campo magnético o a una onda de radio, que penetra sustancias determinadas.
Y resulta que los pensamientos de toda forma de vida influyen sobre sus obras.
Y Max Planck, ganador del premio Nóbel, lo formuló con estas palabras:
Nuestra existencia es la consecuencia de un acto previo.
No existiríamos sin una vida anterior que nos hiciera aparecer (y esto no cambiará aunque, en el futuro, aprendamos a crear vida artificialmente). Dicho de otro modo, toda existencia es un eslabón en la larga cadena de las existencias futuras previas. Dado que nuestros pensamientos dirigen nuestros actos, estos actos dejan su rastro, a su vez, sobre nuestra mente o nuestro espíritu.
Podríamos describir, por ejemplo, un campo magnético como una mente, pero es una mente que desempeña una influencia sobre la materia.
Los jainistas conciben lo que llamamos "alma" como la materialidad "fina-fina" del cuerpo físico. Esta materialidad está tan intocada por el cuerpo como el electrón lo está por el núcleo del átomo. El electrón pertenece al átomo, pero los dos no entran nunca en contacto entre sí.
El átomo puede cambiar de posición, unirse a otros para formar cadenas moleculares gigantescas, y siempre estará acompañado de electrones; pero lo raro es que no son los mismos electrones, pues el electrón "salta" de un átomo a otro, por ejemplo, cuando se le aplica calor. Y en la misma milmillonésima de segundo en la que un electrón salta a un nuevo átomo, otro electrón ocupa el lugar que deja vacío.
De modo que tenemos una actividad
"fina-fina" eterna e inmortal, una oscilación más allá del átomo
material.
No importa qué le suceda al cuerpo, que se queme o que se lo coman los gusanos, pues el karma sigue siendo inmortal. Este karma contiene toda la información sobre la forma vital a la que pertenece. A lo largo de la vida pensamos y sentimos; estos pensamientos y estos sentimientos se trasponen sobre la sustancia "fina-fina" del karma, como en un grabado.
Cuando este karma se forma sobre un nuevo cuerpo, ya contiene toda la información de su existencia anterior y sigue conteniéndola para toda la eternidad. Pero, dado que el fin último de la vida es alcanzar un estado de serenidad absoluta (siendo uno con Brahma), el karma nos conducirá a esa meta por una serie de incontables reencarnaciones.
Lo que puede asombrarnos, no obstante, es que unas teorías tan complejas fueran enseñadas hace miles de años y por unos maestros que aparecieron de las profundidades del universo. La última época de los jainistas (a la que siguen nuestros propios tiempos) comenzó hacia el 600 a.C. con el último de los 24 tirthamkaras.
Este tirthamkara se llamaba Mahavira, y ¿quién era? Era el hijo de un rey, cuyo embrión fue implantado en el vientre de su madre, la joven reina, por seres celestiales (Daniken, E. von: "Embryo transfer in ancient India" en Ancient Skies, núm. 3, 1991). Se espera que todos estos maestros celestiales de la Antigüedad habrán de reaparecer, renacidos en nuevos cuerpos.
Existen muchas pinturas jainistas antiguas en las que aparece representado el vigésimo cuarto tirthamkara, el profeta Mahavira. Por encima de la procesión en su honor [que aparece representada en la sección de ilustraciones de este libro] flotan cinco aeronaves celestiales.
Los jainistas no esperan a un solo salvador, sino a varios a la vez. Los profetas o tirthamkaras regresan constantemente, en cada una de las épocas. Después de su aparición no hay un fin del mundo definitivo, no se alcanza el gozo y el néctar celestial, ni tampoco la condenación eterna, sino que comienza simplemente un nuevo acto en el drama del universo.
Los tirthamkaras tienen menos de salvadores que de ayudantes. Preparan a los seres humanos para la etapa y para la época siguiente.
Por eso nacen como seres humanos (recordemos al "hijo del hombre" en las profecías de Enoc); pero su sustancia, su conocimiento kármico, procede del universo. No son fuerzas terrestres, sino extraterrestres las que implantan la semilla o el embrión en el vientre.
Vale la pena recordar, asimismo, que estas ideas estaban extendidas varios siglos, o incluso varios miles de años, antes del nacimiento de Cristo, y que los jainistas mal pueden haber tomado del cristianismo el concepto del nacimiento virginal: ¡más bien será al revés!.
Su unidad de medida era el rajju, la distancia que recorre Dios volando en seis meses, cuando viaja a 2.057.152 yojanas por segundo.
Más allá está el espacio
interplanetario.
Los jainistas lo han creído siempre: para ellos, todo el universo está lleno de formas de vida que están repartidas desigualmente por los cielos. Es interesante advertir que aunque reconocen la existencia de las plantas y de las formas de vida básica en muchos planetas diferentes, afirman que sólo en algunos planetas determinados existen seres dotados de "movimiento voluntario" (Glasenapp, H. von: op. cit.).
En ellos, al parecer, se pueden encontrar maravillosos palacios voladores: unas estructuras voladoras que forman muchas veces ciudades enteras. Estas ciudades celestiales están alineadas unas sobre otras de tal modo que los vimanas (los carros divinos) pueden salir en todas direcciones desde el centro de cada "nivel".
Cuando termina una época y están a punto de nacer nuevos tirthamkaras, suena una campana en el palacio principal del "cielo". Esta campana hace que suenen campanas en los otros 3.199.999 palacios celestiales. Enseguida los dioses se reúnen, en parte por amor a los tirthamkaras y en parte por curiosidad.
Y a continuación,
transportados por un palacio volador, visitan nuestro sistema solar,
y comienza una nueva época sobre la Tierra.
El jainismo, no obstante, era una doctrina anterior a la llegada del Buda (560-480 a.C). Buda significa "el despierto" o "el iluminado". El nombre propio del Buda era Siddharta. Nació en el seno de una familia noble y se crió entre lujos en el palacio de su padre, en las estribaciones del Himalaya del Nepal. A los veintinueve años de edad se cansó de esa vida falsa.
Dejó su casa, se dedicó durante siete años a la práctica de la meditación y buscó un camino de conocimiento.
El Buda estaba convencido de que el futuro traería a otros budas.
En su discurso de despedida, el Mahaparinibbana-Sutta, habla de estos budas del futuro. Profetizó a sus discípulos que uno de ellos llegaría en una época en que la India estaría abarrotada de gente y las ciudades y las aldeas estarían pobladas tan densamente como gallineros.
En toda la India habría 84.000 ciudades; en la ciudad de Ketumati (la actual Benarés) viviría un rey llamado Sankha, que gobernaría a todo el mundo pero sin usar la fuerza, sólo por medio del poder de su rectitud.
Y durante el reinado de este rey bajaría a la Tierra el sublime Metteya (también llamado Maitreya):
La profecía del Buda en la que anunciaba a un "súper-Buda" es semejante a las enseñanzas jainistas del regreso de los tirthamkaras.
El budismo habla también de las diferentes épocas, que
se comparan con una rueda que gira. La única diferencia es que en el
budismo estas épocas tienen una duración inmensa.
He aquí un simple ejemplo (Jeremías, A.: Handbuch der Altorientalischen Geisteskultur, Berlín/Lepzig, 1929).
La duración que se atribuye a los reinados de los dioses Anu, Enlil, Ea, Sin y Shamash se asemejan notablemente a las duraciones que se asignan a los yugas o épocas en la India:
El Kali-Yuga aparece dos veces por una razón:
El número de ceros no tiene importancia, pero la coincidencia de las cifras significativas demuestra la existencia de una fuente primitiva común.
El número 4.320.000 del Maha-Yuga ("gran época") es idéntico al del tercer rey antediluviano En-me-en-lu-an-na, que reinó durante 12 sar, o 43.200 años. Y el número 288.000 del Deva-Yuga corresponde al periodo de reinado del sexto rey, En-sib-zi-an-na. Éste duró ocho sar, o 28.800 años.
Esta fuente común debe
remontarse a tiempos muy antiguos, pues de lo contrario se hablaría
de ella en las crónicas históricas.
He comprobado que en todas las culturas se manifiesta esta idea bajo una forma u otra, y que siempre está relacionada con las estrellas y con salvadores que vienen de más allá de la Tierra; por otra parte, se suele hablar de la fertilización artificial de un embrión que traen los "dioses". No me queda más opción que creer que estas ideas tienen un origen común al que la psicología no puede acceder.
Naturalmente, es comprensible que las personas esperen la llegada de un gran salvador, rey y "súper-Buda": cuando los tiempos son malos, la gente espera todo tipo de tierras de Jauja.
Pero esto no puede explicar las coincidencias y las correspondencias entre todas las tradiciones diferentes. Los meros deseos no pueden proporcionar unas crónicas tan precisas en primera persona ni todos los detalles de fechas y de nombres.
¿Acaso es de creer que Enoc se inventara la larga lista de nombres y de funciones de los "ángeles" amotinados?; ¿o que la idea de medir el universo con el número de 2.057.125 yijanas le vino sencillamente a la cabeza de un soñador que estaba tumbado bajo una higuera?
La psicología tampoco sirve ya para explicar la identidad
de las fechas de las diversas tradiciones culturales, ni la idea
generalizada de que se realizaron fertilizaciones artificiales e
implantes de embriones. Otra cosa muy distinta es el modo en que las
religiones posteriores transformaron estos conceptos para glorificar
a sus salvadores con un nacimiento virginal: eso es ciertamente
comprensible desde un punto de vista psicológico.
Al fin y al cabo, es lo que sucedía en la
Antigüedad: todos los grandes dioses y dioses-reyes tenían que tener
unas credenciales virginales para ser tenidos por iguales a sus
predecesores.
Hammurabi se convirtió más tarde en el mayor de los legisladores. De él proceden las leyes y reglas más antiguas que se conservan destinadas a ordenar la vida social humana: el Código de Hammurabi.
Esta estela de piedra de más de dos metros de altura, en la que se grabaron dichas leyes, fue desenterrada a principios de nuestro siglo [siglo 20] en Susa. Hoy puede contemplarse en el museo del Louvre en París. El Código de Hammurabi contiene 282 párrafos; según Hammurabi, se los comunicó el dios del cielo (del mismo modo que Moisés recibió las Tablas de la Ley directamente de la mano de Dios).
En la "introducción" a su recopilación de leyes, Hammurabi dice expresamente que,
Y, naturalmente, el pueblo esperaba el regreso de su legislador.
¿Debemos tildar de mentiroso al legislador supremo?
Eso sería como acusar a Moisés de inventarse la historia de que había recibido las tablas de piedra en la montaña sagrada.
Pero ¿cómo lo sabemos? No estábamos delante, y el esqueleto de Hammurabi no ha sido sometido nunca a un análisis genético. Es muy característico de la lógica humana que rechacemos la pretensión de Hammurabi de haber mantenido contactos con seres de otros mundos mientras aceptamos los relatos de Moisés y de otros profetas.
Así es: cuatro pechos, los suficientes para darnos envidia a algunos.
Este rey Asurbanipal recibía la autoridad de sus decisiones de los "consejos divinos" de los dioses Bel, Marduk y Nabu. Este último era el dios omnisciente del que la Humanidad aprendió la escritura. En el Louvre se conserva un relieve cilíndrico en el que Nabu aparece representado junto a Marduk. El templo principal de Nabu estaba situado en Borsippa y llevaba el nombre de "Templo de los Siete Transmisores de Órdenes del Cielo y la Tierra".
Extraño nombre.
No todos los reyes y fundadores de religiones aseguraban llevar dentro de sí una "semilla divina": sólo algunos de esos albores del tiempo imposibles de fechar estaban convencidos de que llevaban un código genético muy especial, que debían transmitir. No debemos olvidar que aparecen relatos semejantes en muchas tradiciones diferentes y en diversos textos sin fecha: en los textos egipcios, en Enoc, en los textos jainistas y, naturalmente, en los apócrifos del Antiguo Testamento.
En estos últimos se habla también de maestros divinos, aunque se llamen "ángeles caídos"; y también allí, entre las brumas de la tradición judía, nos encontramos con abundantes personajes cuya semilla no era de origen terrenal.
Naturalmente, estas cosas no son muy bien acogidas por el público, que las recibe con precaución.
Y de pronto se dice que Erich von Däniken está confabulado con una pandilla de racistas idiotas, como si fuera yo el que hubiese inventado la idea de la "semilla celestial" y de "los elegidos". No se me puede responsabilizar de estos conceptos: están tomados directamente de antiguas tradiciones y textos que eran sagrados para muchos pueblos.
A su padre terrenal se le llama Lamec, pero en realidad Lamec no era su padre biológico: cualquiera puede leerlo en los manuscritos del mar Muerto. Allí se dice que cierto día Lamec regresó a su casa de un viaje que había durado más de nueve meses. Cuando llegó se encontró con un niño recién nacido que no era de su familia: tenía los ojos distintos, el pelo de color distintos y la piel distinta.
Lamec, furioso, interrogó a su esposa, que le juró por todo lo sagrado que no se había acostado con ningún extraño, ni mucho menos con un soldado o con un hijo del cielo. Lamec, preocupado, fue a pedir consejo a su padre. Éste era el mismísimo Matusalén. Matusalén no le pudo aclarar la cuestión, de modo que fue a consultárselo a su vez a su padre, el abuelo de Lamec.
Y ¿quién era éste?: nuestro amigo Enoc.
Éste dijo a su hijo Matusalén que Lamec debía aceptar al niño como a su propio hijo y que no debía enfadarse con su esposa, pues los "guardianes del cielo" habían dejado la semilla en el vientre de su esposa. Lo habían hecho para que del huevo en nido ajeno, por así decirlo, saliera el progenitor de una nueva raza tras el diluvio.
Y ¿quién había organizado la fertilización artificial de la esposa de Lamec?: estos mismos viajeros del espacio.
Los tibetanos distinguen entre el cielo trascendente y el firmamento.
Cuando hubo establecido el orden en el país, desapareció de nuevo y volvió a su casa del cielo, no sin antes prometer, por supuesto, que volvería algún día. Como los primitivos monarcas misteriosos de la China o los dioses-reyes del antiguo Egipto, el rey Gesar era un maestro de la Humanidad. Como ellos, era tenido por un "hacedor de humanidad", antes de cuya venida los seres humanos vivían todavía como animales.
En la genealogía real del Tíbet, llamada Gyelrap, se registran los nombres de veintisiete reyes; siete de ellos bajaron del firmamento a la Tierra por una escalera de mano. E incluso los textos más antiguos también bajaron volando a la Tierra en una caja. El gran maestro tibetano con un trabalenguas por nombre, Padmasambhava (llamado también U-Rgyan Pad-Ma), trajo de los cielos a la Tierra unos textos indescifrables.
Antes de su partida, sus discípulos depositaron estos textos en una cueva para conservarlos hasta "una época en que fueran entendidos" (Grünwedel, A.: Mythologie des Buddhismus in Tibet und in der Mongola, Leipzig, 1900).
El propio maestro desapareció ante los ojos de sus discípulos y regresó a las nubes. Al parecer, no subió entre un haz de luz, sino que "apareció un caballo de oro y plata", y todos lo vieron ascender a las nubes en este corcel.
¿Les suena? ¡Enoc y su corcel bien podían ser parientes próximos suyos!.
Los números y
los periodos que se citan nos recuerdan poderosamente la teoría de
la relatividad de Einstein; con la importante diferencia, por
supuesto, de que los libros tibetanos Kandshur y Tandshur tienen
miles de años de antigüedad.
Antes de concluir su trabajo sobre la Tierra y de despegar hacia las estrellas prometió regresar en un futuro lejano.
¡Qué sorpresa!.
Y, por si alguien no lo había adivinado, también prometió regresar.
Pero, en nombre del cielo, ¿cuáles son anteriores: los textos cristianos, o los otros?
Los
dioses con boleto de ida y vuelta son un fenómeno mundial, y los
ejemplos que he citado en este capítulo no son más que la punta del
iceberg.
Los cristianos y los judíos esperan al Mesías; los musulmanes, al Mahdi (que en realidad no es más que otro nombre de una figura mesiánica). La palabra "mesías" significaba originalmente "el ungido".
Procede del hebreo maschiach (en griego, christos), que significa "el rey ungido"; pero no puede representar a un rey terrenal, pues, como escribió el célebre profesor doctor Hugo Gressmann, la palabra "mesías" excluye el concepto de un ser humano:
Observemos el denominador común de todos estos conceptos asociados al "mesías":
Según las diversas religiones, es:
En muchas tradiciones, el regreso de los dioses se asocia a algún tipo de Día del Juicio o de ajuste de cuentas final, y a una serie de sucesos naturales catastróficos.
Cada religión añade su propio color e interpretación, ajusta el relato un poco o mucho para reforzar su propio mensaje y para asegurar la salvación exclusiva de los que creen en ella. Pero las leyendas que componen el núcleo de todas estas creencias son mucho más antiguas que cada una de las religiones, ya sea la cristiana, la musulmana, la judía o la budista.
Repito, entonces:
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