2 Las escaleras cósmicas
El hombre y el cosmos
Diferentes peldaños y escaleras
Seres extrahumanos
¿Superiores en sus valores morales?
Resumen de sus cualidades
Leyes del Cosmos
El hombre y el cosmos
El Cosmos es muchísimo más complejo de lo que a primera vista se nos
muestra. Y aunque parezca una paradoja, muchos de los que se llaman
a sí mismos científicos, son los que menos se percatan de esta gran
verdad, pues tienen la mente demasiado tecnificada y creen que sólo
lo que ellos pueden comprobar con sus aparatos o con sus cálculos,
es lo que es «real» o posible. Pero no es así.
Del Cosmos apenas si
conocemos una infinitésima parte, debido fundamentalmente a que el
instrumento con el que contamos para conocerlo —nuestro cerebro— a
pesar de ser un formidable instrumento en relación con su tamaño, es
en fin de cuentas muy limitado, sobre todo comparado con la vastedad
y la complejidad del Cosmos.
Los hombres, infantilmente y ayudados o engañados en esto por las
religiones —por los Dioses—, pensamos que somos el centro del
Universo. Así nos lo han hecho creer y así lo hemos venido
repitiendo por los siglos.
«Todas las criaturas fueron hechas para
el hombre» leemos en la Biblia.
Pero esto es solamente una falsedad
más, para tener tranquilas nuestras mentes.
El hombre es sólo otro de los infinitos seres inteligentes, semi-inteligentes
y carentes de inteligencia, que pueblan el inconmensurable Universo.
Nuestra infantilidad al enfrentarnos y al enjuiciar las otras
realidades del Cosmos es patente y además lastimosa. Somos unos
auténticos niños en cuanto nos ponemos a enjuiciar las cosas que no
podemos percibir clara y directamente por nuestros sentidos.
Hablamos de nuestra realidad como si fuese la única realidad
existente; dividimos los seres en inteligentes y no inteligentes
juzgando únicamente de acuerdo a las coordenadas de nuestras mentes
y a los mecanismos que nuestros cerebros tienen para aprehender lo
que nosotros llamamos «la realidad»; y hasta nos atrevemos a
dictaminar que algo no existe o no puede existir porque «repugna» a
nuestros engramas cerebrales. Somos unos perfectos niños pueblerinos
aseverando muy seriamente que «la fuente de nuestro pueblo es la
fuente más grande del mundo»; sencillamente porque echa mucha agua.
Sólo en relación con el término «inteligente» podríamos llenar
muchas páginas analizando nuestra infantilidad y superficialidad al
aplicar este término. Decimos que los animales no son inteligentes y
sin embargo, debido a procesos cerebrales, muchos de ellos son
capaces de hacer cosas que los hombres no somos capaces de hacer. No
sólo eso sino que existen muchas colonias de animales que —debido
siempre a procesos cerebrales— logran unirse, organizar su trabajo y
vivir, mucho más armónica y «civilizadamente» de lo que lo hacemos
los hombres.
Y no es que los hombres pensemos que esta manera gregaria de vivir
ya ha sido superada por nosotros; la verdad es que los hombres
quisiéramos poder lograr el orden y la armonía que las termitas
tienen en sus colonias, pero no somos capaces de lograrlo y a lo más
que llegamos es a organizarnos «democráticamente» a través de eso
que se llama partidos políticos, en donde muchos buscones
acomplejados hacen su caldo gordo jugando con el bienestar de
millones de conciudadanos y dándonos como resultado final estas
tambaleantes sociedades de hormigas locas amontonadas y robotizadas.
(Y no digamos nada de los regímenes totalitarios, fruto de la mente
primitiva de algún militar o de la paranoia comunista).
Al entrar a enjuiciar el
Cosmos, tenemos que ser mucho más prudentes
de lo que somos al juzgar las cosas que nos rodean, de las que más o
menos tenemos datos precisos y muchísimo más inmediatos de los que
tenemos acerca de las enormes realidades del Universo. Los hombres,
en cuanto dejamos de ver, de oír y de palpar, entramos ya en el
mundo de sombras del que nos habla Platón en sus diálogos. Y ni
siquiera podemos estar muy seguros de los datos que los sentidos nos
proporcionan, ni de la manera cómo éstos son computados por nuestro
cerebro.
Nuestra inteligencia abstracta tiene que corregir en
muchísimas ocasiones a nuestras sensaciones, aunque en la práctica
sigamos comportándonos como si éstas fuesen verdaderas. Cuando
pasamos las yemas de los dedos, por ejemplo, por un cristal o por
una mesa de mármol, nuestros sentidos nos dicen que aquella es una
superficie completamente tersa; y sin embargo nuestra inteligencia
sabe perfectamente que aquella superficie, analizada al microscopio,
de ninguna manera es tersa sino que es, más bien, como una esponja,
en la que abundan muchísimo más los huecos que los espacios macizos.
Y no digamos nada, si la contemplamos con ojos electrónicos, porque
entonces cambia todo el panorama y todo se convierte en huecos hasta
caer en las simas o vacíos intraatómicos en los que desaparece
totalmente lo que llamábamos «materia sólida».
Las grandes realidades del Universo y las leyes que las rigen,
escapan en gran manera a la comprensión de nuestro cerebro, por más
que a veces algunas de estas realidades las tengamos constantemente
a la vista y hasta sepamos utilizarlas en nuestras vidas diarias;
pero desconocemos casi completamente su esencia. Tenemos como
ejemplo la luz y la gravedad, dos realidades omnipresentes en
nuestras vidas, que por otra parte son dos misterios que la ciencia
apenas si ha comenzado a desentrañar.
Y si no es cierto que «todas las criaturas han sido hechas para el
hombre», es aún menos cierto que nosotros seamos el centro del
Universo.
Las matemáticas, con un elemental cálculo de probabilidad,
están contra este aserto, y si por alguna razón desconocida, fuese
cierto, la sabiduría de Dios quedaría muy mal parada, ya que este
planeta nuestro, junto con sus habitantes, no es precisamente un
modelo de perfección.
El Universo es como una infinita escalera que asciende de seres
menos perfectos a seres más perfectos; y el hombre habitante de este
planeta no es más que uno de los innumerables peldaños de esa
escalera. Los miles de especies de plantas y los cientos de miles de
especies de animales no son sino otros peldaños de esa mismas
escalera. Una inmensa escalera cuya base está formada por eso que
medio despectivamente llamamos materia, y cuya cima está formada por
lo que, sin comprenderlo bien, llamamos «el reino: del espíritu».
Y
todavía por encima de ese reino del espíritu, sin pertenecer a nada
ni ser abarcado por nada, ni ser entendido por nada ni por nadie,
estaría eso que los hombres infantilmente llamamos «Dios».
Por haberlo ya tratado en mi libro «Por qué agoniza el
cristianismo», dejo aquí de lado el gran error que comete la
humanidad cuando se enfrenta con el problema de Dios y no sólo lo
humaniza y hasta lo mata, sino que comete la audacia de definirlo,
explicarlo y diseccionarlo. El Dios del cristianismo es una cosa
más; una cosa inteligente, grande y poderosa, pero una cosa más. El
pecado fundamental de la teología cristiana es el haber «cosificado»
a Dios.
Dios no es ni puede ser nada de eso. Dios es algo diferente de todo
lo que la mente humana pueda concebir o imaginar. Dios es para la
mente humana lo que la teoría de la relatividad es para un mosquito.
Si no fuese así y la esencia de Dios fuese comprensible por la mente
humana, Dios no valdría gran cosa.
Diferentes peldaños y escaleras
Pero dejémonos de hablar del «Incomprensible» y del único que en
realidad «ES», y fijémonos en algunos de los peldaños de esa
infinita escalera que constituye el Universo.
Como acabamos de decir, el hombre no es más que uno de los infinitos
peldaños de esa escalera, y de ninguna manera es el más alto o el
centro del Universo, por mucho que se empeñe en pensar que «el Hijo
de Dios se ha encarnado en nuestro planeta y se ha hecho como uno de
nosotros».
Pero al hablar de una escalera estamos dando pie a que el lector se
haga una idea falsa. Porque en realidad no se trata de una única
escalera sino de muchas escaleras. El hombre es un peldaño de una de
esas escaleras y los Dioses son un peldaño superior que muy
probablemente pertenece a otra escalera diferente.
Es decir, que los
hombres, por mucho que evolucionen (o por mucho que reencarnen en
éste o en otros planetas, según las creencias de muchos) nunca
llegarán a ser Dioses de la misma especie que éstos a los que nos
estamos refiriendo. Llegarán si a ser unos seres superevolucionados
y espiritualizados, posiblemente superiores en cualidades y en
sabiduría a los Dioses, pero no precisamente unos seres como éstos
que en la actualidad y todo a lo largo de la historia vemos
interfiriendo en la vida de los seres humanos.
Poniéndolo en una comparación más inteligible, un cabo de la Guardia
Civil, por mucho que ascienda, nunca llegará a ser general del
Ejército del Aire, porque son dos cuerpos diferentes aunque en los
dos haya escalafones y aunque los dos pertenezcan a las fuerzas
armadas del Estado.
Naturalmente al hablar así no podemos presentar pruebas de las que
les gustan a los científicos y ni siquiera podemos apoyarnos en
textos incuestionables (de la misma manera que tampoco nos harán
mella los «textos sagrados» que se nos presenten en contra).
Hablamos así por pura deducción lógica ante hechos que no podemos
negar; hechos que por otra parte son desconocidos por la mayoría de
los humanos debido a sus prejuicios y a la tenacidad con que han
sido ocultados por la religión y por la ciencia.
Y hablamos así,
porque así han hablado también muchos grandes pensadores de la
antigüedad y contemporáneos, cuyas voces en su mayor parte han sido
silenciadas
o ridiculizadas por los intereses creados de los poderes
constituidos.
En cuanto a los otros peldaños que componen la escalera en la que
está colocado el hombre, si reflexionamos un poco sobre la
naturaleza y sus diversos reinos (mineral, vegetal, animal, humano,
orgánico, inorgánico, etc.) veremos que entre ellos hay una
gradación nada abrupta, de modo que nos encontramos con muchas
criaturas que dan la impresión de pertenecer a dos reinos o de ser
una especie de puente entre ellos. Tal sucede por ejemplo con los
aminoácidos, ciertos hongos, los corales, las proteínas, etc.
Y bastará asimismo que analicemos la composición física de. cuerpo
humano, que no es sino un compendio de todo lo que compone la
naturaleza; desde los elementos simples que estudian la física y la
química, hasta las profundidades psicológicas que investiga la
psicología o las alturas místicas de que nos hablan las religiones.
Aunque a algún lector le pueda parecer extraño, hay muchas escuelas
de pensamiento —algunas de ellas anteriores al cristianismo— que
sostienen que el alma de los animales, tras mil evoluciones, llega a
convertirse en el alma de un ser racional. Y en un nivel inferior,
podemos ver cómo los minerales son absorbidos por los vegetales y
cómo a su vez éstos son absorbidos por los animales, formando todos
ellos, junto con el hombre una escala ininterrumpida de vida
atómica, molecular, celular, psíquica y espiritual.
Cuál puede ser el próximo peldaño para el hombre tras su vida en
este planeta, no podemos decirlo con seguridad. Los defensores de la
reencarnación nos aseguran que volveremos a aparecer en la Tierra en
épocas futuras y en otras circunstancias; y los que no aceptan estas
doctrinas nos dicen que nuestra alma, despojada del cuerpo, pasa a
un estado ulterior en el que gozará y padecerá las consecuencias de
sus actos en esta vida.
Sea lo que sea, casi toda la humanidad está
segura de que a la hora de la muerte, lo único que se interrumpe es
la vida protoplásmica, pero la esencia de nuestro ser —nuestro
espíritu inteligente— pasa a otro nivel de existencia o a otra
dimensión en la que seguiremos viviendo de una manera más
consciente.
Seres extrahumanos
Pero volvamos a lo que nos interesa especialmente en este capítulo,
que es la descripción de las cualidades de estos seres a los que
llamamos «los Dioses». Si apenas podemos saber nada de los otros
peldaños que constituyen la escalera cósmica a la que nosotros
pertenecemos, menos podemos saber aún de los peldaños de aquélla a
la que pertenecen los Dioses.
Sin embargo, algo podemos columbrar si mantenemos abierta nuestra
inteligencia y no nos dejamos convencer por lo que nos dicen las
enseñanzas dogmáticas de la ciencia o de la religión. Y aquí
entraremos, aunque sólo sea de pasada, en un terreno que si bien
para algunos resultará totalmente irreal, para una mente despierta y
que analice profundamente los hechos, resultará, por el contrario,
tremendamente interesante y clave para entender muchas cosas
ignoradas del Universo.
Nos referimos a la existencia de otras criaturas no humanas,
inferiores en rango y en poderes a los Dioses de los que venimos
hablando. Nos referimos a la existencia de «elementales» duendes,
gnomos, elfos, «espíritus» y toda suerte de entidades legendarias
que tanto hace sonreír a los científicos y que tanto incomoda a los
religiosos: a los primeros, porque tales entidades no quieren
someterse a sus pruebas de laboratorio y actúan de una manera
completamente independiente de las leyes que ellos han estatuido
para la naturaleza (!), y a los segundos porque les rompe todo su
tinglado dogmático, dejando un poco en paños menores algunas de sus
creencias fundamentales.
(No incluimos entre estos seres a las
clásicas hadas, porque ésta ha sido en muchísimas ocasiones, la
apariencia que los Dioses han adoptado para manifestarse. Los miles
de «apariciones marianas» —sin excepción— no han sido otra cosa que
manifestaciones de hadas, pero en un contexto cristiano).
Lo cierto es que, gústenos o no, la humanidad ha creído siempre —y
sigue creyendo— que existen ciertos seres misteriosos, con un cierto
grado de inteligencia y con muy diversas apariencias y actuaciones,
que en determinadas circunstancias se manifiestan a los hombres.
Una
prueba circunstancial de la existencia (aunque sólo sea temporal) de
estas misteriosas entidades, es el indiscutible hecho de que en
todas las razas, en todas las culturas, en todas las épocas, en el
seno de todas las religiones y en todos los continentes, los hombres
han acuñado siempre una variadísima cantidad de nombres para
designar las diversas clases de entidades con las que sus asombrados
ojos se encontraban en las espesuras de los bosques, en las
revueltas de los caminos, en lo alto de algún arbusto, junto a una
fuente, en medio del mar o invadiendo la intimidad de sus hogares.
Muchos idiomas de tribus primitivas carecen casi por completo de
nombres y verbos abstractos, pero sin excepción, son ricos en
términos para designar a los diversos tipos de estas entidades con
las que tienen más facilidad de encontrarse debido al primitivo
sistema de vida y a los apartados lugares en los que de ordinario
habitan.
Es sumamente extraño que todos los pueble por igual tengan
tantas maneras de designar algo que no existe. Estas entidades
procedentes de otras dimensiones o planos de existencia pertenecen
también a otras escalas cósmicas diferentes de la humana; es decir
su evolución y ascensión hacia mayores grados de inteligencia se
hace por caminos diferentes, aunque en cierta manera paralelos a los
de los hombres. Y ésta es posiblemente la razón de por qué en
algunas ocasiones hay una cierta tangencia de sus vidas con nuestro
mundo y de las nuestras con el suyo.
Los recuentos y las visiones de Mme. Blavatski pueden muy bien ser —entre muchísimas otras— un
ejemplo de esto último. Podríamos llenar muchas páginas acerca de la
existencia de estos misteriosos seres, pero esto nos llevaría muy
lejos. Únicamente queremos dejar en la mente del lector la idea de
que todo este tema es mucho más profundo de lo que la gente piensa,
y por supuesto, mucho más real de lo que la ciencia cree.
(Tengo en mi poder grabaciones hechas por mí mismo en el sureste de
la República Mexicana —en donde abundan enormemente este tipo de
entidades a las que allí se les suele llamar «chaneques» y «aluches»—
en las que tímidas niñas campesinas me narran con toda ingenuidad,
cómo podían ver todas las noches a seres de no más de un palmo de
altura, divertirse enormemente en el pilón situado en la parte
trasera del solar de su casa.
Su gran diversión consistía en jugar y
hacer ruido con la vajilla de la casa que allí estaba para ser
lavada por una de las niñas. Las criaturas aparecían y desaparecían
por la atarjea por donde se sumían las aguas del pilón.
Y tengo que confesarle al lector que en alguna ocasión mi vida
estuvo en peligro debido a otras investigaciones y excursiones que
hice en esta misma región, con la intención de observar de cerca a
estos escurridizos personajes).
¿Superiores en sus valores morales?
Volvamos a nuestros Dioses. Cuando en páginas anteriores decíamos
que eran unos seres que estaban (dentro de su escala evolutiva) en
peldaños superiores o más elevados que los que los hombres ocupamos
en nuestra escala, no queríamos decir precisamente que sean
absolutamente superiores en todo a nosotros. Indudablemente lo son
en algunas manifestaciones de inteligencia y de fuerza o de poder;
pero los valores en los seres vivos son muchos y muy diversos,
aparte de que muy probablemente varían mucho de una escala cósmica a
otra, habiendo valores que sólo existen
o sólo son aplicables dentro de una determinada escala, siendo
totalmente desconocidos y hasta absolutamente incomprensibles dentro
de otras.
Para comprender esto mejor, podemos fijarnos en algo que tenemos
constantemente delante de nosotros. Muchos de nuestros valores
morales, a los que muy frecuentemente les atribuimos una absoluta
universalidad, no la tienen, y de hecho nosotros mismos nos
encargamos de no aplicarlos en nuestras relaciones con los animales.
Esos valores o normas morales tienen sólo validez a nivel humano y
no tenemos inconveniente alguno en prescindir de ellos en cuanto se
trata de criaturas o seres que no están a nuestro mismo nivel.
Cuando nace un becerro lo castramos, lo ponemos a tirar toda la vida
de un arado y luego en premio lo matamos y nos lo comemos. Todas
estas acciones serían horribles si se las hiciésemos a un ser
humano; pero las vemos como algo completamente natural porque se
trata de un animal.
El hecho de que «se trata de un animal» nos aquieta por completo en
cuanto a algún remordimiento que pudiésemos tener. Y eso que se
trata de un ser cuya vida es tan parecida a la nuestra, incluso en
los «sentimientos» que la vaca madre demuestra tener hacia su recién
nacido.
(Sin embargo, hay que notar que no todas las religiones son tan
desaprensivas hacia la vida no humana como lo es la religión
cristiana. En algunas de ellas —como por ejemplo en el jainismo de
la India— el respeto hacia todo lo que vive es uno de los
mandamientos fundamentales).
Si nosotros claramente no aplicamos algunos de nuestros principios
morales y jurídicos a aquellos seres que no son de nuestro mismo
rango humano, no tendremos que extrañarnos de que otros seres no
humanos, y que por añadidura aparentan ser más fuertes y más
avanzados que nosotros, no apliquen en su trato con nosotros ciertos
principios que muy probablemente usan entre ellos.
Y no valdrá decir que entre nosotros y los animales hay una
diferencia esencial que no existe entre estos seres «superiores» y
nosotros; es decir los animales no pertenecen al mundo de los seres
inteligentes mientras que nosotros sí. Ya dijimos antes que los
animales, si no tienen una inteligencia igual que la nuestra,
tienen, por su parte, algún tipo de inteligencia con la que en
muchos casos hacen cosas que nosotros no podemos hacer, aunque lo
intentemos. Y muy bien puede ser que en determinados casos sea mayor
la diferencia que hay entre nuestra inteligencia y la de los Dioses
que entre la nuestra y la de los animales.
Y por otro lado, vemos que la fiereza y el valor con que una hembra
animal defiende a sus crías, es en todo semejante a la que puede
mostrar en determinados momentos una mujer, demostrándonos con ello
que sus sentimientos hacia su prole se parecen muchísimo a los
nuestros. Y a pesar de ello no tenemos ningún inconveniente en
separar a la cría de su madre, y aun matarla si nos conviene.
Todo esto ha sido traído a colación a propósito de nuestra
afirmación en páginas anteriores, de que los Dioses eran
«superiores» a nosotros. Naturalmente el que conozca bien la manera
de actuar de los Dioses, se quedaría asombrado ante esta afirmación
de su superioridad, ya que como veremos enseguida, los Dioses, en
muchísimas ocasiones —por no decir en todas— no se portan nada bien
con nosotros y hasta se puede decir que cometen tremendas
injusticias.
La palabra «superior», por lo tanto, no hay que entenderla de una
manera absoluta sino de una manera relativa. Superiores en
conocimientos, en poderes físicos y psicológicos, etc., pero no
precisamente en bondad o en otros valores morales vigentes entre los
hombres. Indudablemente ellos tienen también patrones y criterios de
bondad y maldad, de belleza y fealdad, etc., pero no son
precisamente iguales a los que rigen entre nosotros.
Y aparte de esto, seguramente que también entre ellos hay quienes se
atienen a tales principios y quienes no se atienen y los violan,
demostrándonos con esto que no son tan absolutamente «superiores» a
nosotros como a primera vista pudiera parecer, y que
fundamentalmente son, como nosotros, unas criaturas en evolución y
consecuentemente muy lejos de haber logrado la absoluta perfección.
Resumen de sus cualidades
Antes de entrar en el tema de cuáles pueden ser estas leyes de la
evolución que nos obligan tanto a los Dioses como a los humanos, y
que tanto ellos como nosotros podemos cumplir o violar, resumamos
las cualidades y defectos más importantes de estas escurridizas
criaturas que desde los más remotos tiempos dan la impresión de
estar jugando al escondite con la humanidad:
-
Son inteligentes, a juzgar por muchas de sus actuaciones; es decir,
se dan cuenta del mundo que los rodea y reaccionan a él conforme a
las diversas circunstancias. Sin embargo en muchas ocasiones no
reaccionan como nosotros reaccionaríamos, diciéndonos con esto que
su inteligencia debe ser en algún aspecto diferente a la nuestra.
Nos damos cuenta de que la mera palabra «inteligencia» encierra en
sí todo un mundo de aspectos, variantes y posibles explicaciones que
hacen todavía más difícil el calibrar hasta qué punto la
inteligencia de los Dioses es parecida a la nuestra y hasta qué
punto ellos son «inteligentes».
-
Si hemos de juzgar por nuestros patrones, en muchas ocasiones la
inteligencia de estos seres aparenta ser mucho más avanzada que la
nuestra. Sin ir más lejos, los aparatos en que a veces se
dejan ver, realizan unas maniobras y tienen unos sistemas de
propulsión, que superan totalmente los que nuestra más avanzada
técnica ha logrado.
-
Conocen y usan mucho mejor que nosotros las leyes de la naturaleza;
no sólo las que nosotros conocemos, sino otras que desconocemos, y
por eso sus acciones a veces nos parecen milagros y en la antigüedad
eran lógicamente atribuidas a «los Dioses».
-
Entre las leyes físicas que ellos conocen están algunas que los
capacitan para hacerse visibles
o invisibles a nuestros ojos y, más generalmente, perceptibles o
imperceptibles a nuestros sentidos y aun a los aparatos con los que
potenciamos nuestros sentidos.
-
Son enormemente psíquicos, teniendo una gran facilidad para
interferir en los procesos fisiológicos y eléctricos de nuestro
cerebro, logrando de esta manera distorsionar a su voluntad nuestras
ideas y sentimientos.
-
No están aprisionados en la materia como nosotros o más
específicamente, en una materia como la nuestra; en ellos lo
psíquico y lo espiritual (que no hay que confundir con lo
«moralmente bueno») tiene una gran primacía sobre lo material que
también constituye su ser.
Acerca de su origen es una infantilidad humana el ponerse a decir
que «son de aquí» o «son de allá»; no son de ningún sitio y son de
todas partes. Lo primero que tendríamos que hacer es una gran
distinción entre ellos mismos, ya que entre ellos hay muchas más
distinciones de las que podemos encontrar entre los humanos.
Algunos
parece ser que desarrollan sus actividades permanentemente en
nuestro planeta y hasta que no salen nunca de él, considerando a
éste como su planeta y considerándose como los principales
habitantes de él, al igual que lo hacemos los hombres. (Con la gran
diferencia de que ellos saben de nuestra existencia y nosotros no
sabemos de la de ellos).
Otros parece que tienen facilidad para
moverse por el espacio exterior y no sería raro que desarrollasen
también sus misteriosas actividades en otros planetas o lugares del
Cosmos. Acerca de esto es muy difícil saber nada con certeza, aunque
ya vamos estando seguros de que las informaciones que en este
sentido han ellos mismo proporcionado en muchas ocasiones a diversos
mortales, no son nada de fiar.
Más adelante veremos por qué mienten
o por qué no entendemos lo que nos dicen.
Como apunté en el párrafo anterior, hay grandes diferencias entre
ellos en todos los aspectos: en cuanto a su posible origen, en
cuanto a sus poderes o capacidades, en cuanto a su «bondad» o
«maldad» en relación a nosotros, etc., etc. Creo que podemos llegar
a la conclusión de que, al igual que entre los hombres, hay entre
ellos grandes enemistades y también grupos afines3.
3 Algo que podrá corroborar lo que estamos diciendo, fue el suceso
ocurrido en 1978 en las afueras de Bogotá y del que fueron testigos
los miembros de una familia que regresaban a la capital. Según la
persona que me narró los hechos, dos ovnis estuvieron enfrascados en
una feroz batalla contra un tercero durante unos cinco minutos. Los
dos atacantes perseguían al otro a una velocidad vertiginosa, dando
unos inverosímiles quiebros en el aire, de la misma manera que dos
moscas se persiguen, haciendo unas maniobras totalmente imposibles
para nuestros aparatos más modernos. Además se veía claramente que
de los dos aparatos salían una especie de balas luminosas hacia el
otro ovni, muy parecidas a las que vemos en los juegos electrónicos
hoy tan en boga. (Sin embargo es imposible que todo el suceso no
haya sido más que un espectáculo de puro teatro para hacernos creer
que estaban Peleando).
Pero esta «bondad» o «maldad» y esta aparente enemistad o afecto que
con frecuencia algunos de ellos demuestran hacia los hombres, es muy
probablemente algo completamente relativo, pudiendo variar de
acuerdo a muy diversas circunstancias. (Un ser humano puede también
ser bueno con unas personas y malo con otras, y puede ser bueno con
una persona por la mañana y ser malo con la misma persona por la
tarde).
Aparentemente hay entre «su mundo» y nuestro mundo, o dicho de otra
manera, entre su dimensión y nuestra dimensión, o entre su nivel de
existencia y el nuestro, ciertas diferencias y cierta barreras de
tipo físico que aunque ellos logran salvar, sin embargo no les
permiten estar en nuestro medio y desarrollar sus actividades con
facilidad o con la naturalidad con que lo haría un ser humano,
siendo esto también causa de que en muchas ocasiones su actuar sea
extraño e incomprensible para nosotros.
Una de estas barreras es nuestro tiempo, al que parece les es
difícil acomodarse, y hasta comprender. En ocasiones cuando han
tenido que acomodarse estrictamente a nuestro horario, su
puntualidad o su conducta han sido completamente erráticas.
No son inmortales (aunque los griegos y romanos gustaban de
llamarles así) en el sentido que nosotros solemos darle a esta
palabra. Juzgando por nuestros patrones de tiempo, parece que su
permanencia en su nivel de existencia es mucho más extensa que la
nuestra en esta etapa terráquea. Pero parece que llegado un momento,
«mueren» o abandonan el estado de «Dioses» por mucho que en él hayan
permanecido. Esto es posiblemente debido a una ley general del
cosmos de la que hablaremos más adelante.
Algunos de ellos, tienen tendencia a escoger individuos humanos para
protegerlos y ayudarlos de muy diversas maneras o también para
ensañarse en ellos haciéndoles la vida imposible, no parando muchas
veces hasta que los aniquilan. De la misma manera, grupos de ellos
—comandados por un jefe— suelen escoger a grupos de humanos (tribus,
razas, naciones) «protegiéndolos» de muchas maneras; aunque esa
protección, como más adelante veremos, se nos haga muy sospechosa;
porque más que protección se trata de un uso que ellos hacen del ser
humano.
A veces un mejor uso, conlleva una real protección o ayuda,
mientras que en otras ocasiones sólo destruyendo o perjudicando al
individuo o pueblo se puede conseguir lo que de él se quiere, y en
ese caso no tienen inconveniente en hacerlo. Obran exactamente igual
que nosotros con los animales: sea que los ayudemos o que los
destruyamos, es siempre para usarlos en una u otra forma. (El que
tiene un perro en su casa, no lo tiene primordialmente por amor al
perro, sino por amor a sí mismo; porque le gusta a él o a alguien de
su familia, tener un perro).
Hasta aquí algunas de las cualidades que echamos de ver en los
Dioses. Indudablemente su personalidad y su íntimo psiquismo tiene
que tener muchos otros aspectos y profundidades que escapan por
completo a nuestra mirada y que son totalmente ininteligibles por
nuestra mente.
Lo mismo que las profundidades del alma humana
escapan por completo a la rudimentaria inteligencia de los animales,
por más que éstos sean capaces en algunas circunstancias de
comprender nuestros deseos y hasta de adivinarlos.
Leyes del Cosmos
Veamos ahora algunas de las leyes generales del Cosmos a las que
tanto nosotros como los Dioses —y por supuesto las criaturas
inferiores a nosotros— estamos sometidos:
Hay un perpetuo movimiento y cambio; nada en el Cosmos está quieto.
En el pedrusco «muerto» y aparentemente inerte, todo está en
movimiento; un movimiento vertiginoso de trillones de partículas con
un orden pasmoso. Y lo mismo que el electrón se mueve incansable
alrededor de su núcleo en la entraña de la piedra, y que las
galaxias desmelenan en los abismos siderales sus espirales como
ingentes cabelleras, las ideas y los «sentimientos» del reino del
espíritu también cambian sin cesar, con un movimiento que no
necesita espacio ni tiempo.
En el Cosmos todo se renueva
constantemente.
Este movimiento, considerado en conjunto, tiene una tendencia
ascendente, aunque no precisamente en un sentido geográfico o
geométrico. Es una tendencia de lo que infantilmente llamamos
material, hacia lo que, también infantilmente, llamamos espiritual;
de lo menos inteligente hacia lo más inteligente; de lo pequeño,
imperfecto y débil, a lo grande, perfecto y fuerte.
Cuando el ser ha
llegado en su evolución a la etapa consciente o inteligente, parece
que esta ascensión tiene que ser voluntaria, y el no hacerla, supone
algún retraso o acaso conlleve alguna clase de sanción.
Este movimiento, no es siempre uniforme o de una ascensión
constante, sino que más bien parece realizarse —por lo menos en
muchas ocasiones— en escalas, por etapas o por impulsos, considerado
desde otro punto de vista, se podría decir que es un movimiento
ondulante o en espiral, en el que a períodos de máximo avance se
siguen períodos de calma y hasta de aparente retroceso.
Esta podría
ser la explicación de la muerte de todo aquello que vive.
Considerada por el individuo desde dentro de la etapa vital que esté
viviendo, la muerte le parece algo malo; pero considerada desde
fuera, la muerte no es más que el fin de una etapa en la existencia
de ese individuo, y el paso a una etapa superior (en caso de que ese
individuo haya cumplido con la ley enunciada anteriormente de
ascensión o evolución). Considerada en el conjunto de todo el
Cosmos, la muerte es sólo un síntoma del constante latir de la vida
en todo el Universo.
Digamos por fin, que entre las diversas escalas y entre las diversas
etapas de una misma escala, hay unas fronteras bien definidas. Por
lo general parece que existe una prohibición de transgredir esas
fronteras, sobre todo entre criaturas pertenecientes a escalas
diferentes. Entre las criaturas pertenecientes a niveles o peldaños
diferentes (pero dentro de una misma escala), parece que esa
prohibición se limita sólo a ciertos actos de destrucción abuso
irracional.
Esta prohibición de transgredir fronteras, podría ser la causa de lo
mal visto que es en casi todas las religiones y en escuelas de
pensamiento que no se consideran religiones (como son el espiritismo
y la teosofía), el suicidio, ya que éste es una salida violenta y
antinatural de la etapa que en ese momento de la existencia le ha
sido asignada a uno por la inteligencia que rige el orden del
Universo.
Para que el lector vea que estas ideas no son tan extrañas ni del
todo ajenas a otros investigadores del «más allá», le aportaré el
testimonio de un autor —John Baines— al que más tarde volveré a
citar, ya que, después de escrito mi libro, me he encontrado con que
el suyo, titulado «Los brujos hablan»
—2a. parte— tiene unas ideas completamente paralelas a las
mías, aunque él haya llegado a las mismas conclusiones partiendo de
puntos completamente diferentes:
«...ciertos seres que se encuentran en una escala evolutiva mucho
más alta que el ser humano, verdaderos Dioses del espacio, que se
aprovechan del esfuerzo humano, pero que a la vez, cumplen ciertas
funciones cósmicas, es decir, ocupan un importante puesto en la
economía universal. Ya los hemos mencionado anteriormente
llamándolos
los Arcontes del destino. También podríamos referirnos a
ellos como los Dioses del Zodíaco ya que son los que dirigen y
regulan la existencia humana en este planeta»...
«Los Arcontes del destino son seres temibles, no porque sean malos,
sino por su severidad fría e inexorable en la manipulación del
sapiens (hombre)...».
«Estos jueces ocultos provocan, por ejemplo, sin piedad alguna en
sus corazones, una guerra mundial en la cual mueren millones de
personas. Para ellos estos difuntos no tienen más valor que el
asignado por el sapiens a los miles de animales que sacrifica
diariamente para alimentarse».
Más tarde volveremos a encontrarnos con estos inquietantes
Arcontes,
señores del misterioso mundo que nos describe John Baines, y veremos
que no discrepan casi nada de nuestros Dioses.
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