7  Cómo defendernos de los Dioses

 

 

Comenzaré el capítulo con dos afirmaciones extrañas:

  1. Si ciertos Dioses 20 deciden interferir en la vida de un hombre, el hombre no tendrá prácticamente medios de impedirlo y estará a merced de lo que el Dios quiera hacer con él.

    Esta afirmación, puesta así a secas, suena terrible; pero por dura que parezca, es algo que a lo largo de los milenios ha sucedido muchas veces. Este fatalismo (que claramente vemos cumplido en las vidas de ciertos hombres), todas las religiones han tratado de sublimarlo o de explicarlo de mil maneras; pero no han sido capaces de evitarlo, porque los Dioses a los que invocan, son precisamente los que lo causan, por más que se presenten como «padres» y como «bienhechores».

     

    Y lógicamente, ellos son los que se encargan de mandarnos, de vez en cuando, «salvadores», para que a los hombres no nos entre la desesperación ante tantas situaciones adversas y ante tanto dolor y sufrimiento inevitables en nuestras vidas. Dolor y sufrimiento causado en gran parte por ellos, y admitido y sufrido por nosotros como si fuese algo connatural a nuestras vidas y a nuestra existencia en este planeta.

    La segunda afirmación viene a contrarrestar la primera y a darnos un gran alivio tras la inquietud que pueda habernos quedado:

     

  2. Los Dioses apenas si suelen interesarse en las vidas privadas de los hombres, y rara vez suelen interferir con algún individuo en particular.

    A primera vista, podría dar la impresión de que esta afirmación está en contradicción con lo que venimos diciendo, pero sin embargo no es así. Los Dioses se interesan no poco por la humanidad considerada como un todo, o por lo menos en grandes grupos sociales homogéneos; pero se interesan poco en los individuos particulares, como no sea en aquéllos que pueden ejercer gran influencia en mucha gente.

     

    Al igual que los hombres nos interesamos poco en determinada vaca, conejo o cerdo, mientras que la humanidad —hablando en general— siempre se ha preocupado de mejorar las razas de estos animales, para que nos diesen un mejor rendimiento. Tal como he dicho repetidas veces, el mejor modo de estudiar, de una manera panorámica, la relación de los Dioses con los hombres, es comparándola con nuestra relación con el mundo de los animales.

     

    Por duro que esto suene, es ni más ni menos que la realidad.

20 Digo «ciertos Dioses» porque la mayoría de ellos no pueden interferir. Interfieren sólo aquéllos que tienen un gran poder y otros que, por estar su nivel de existencia o su grado de evolución, más cercano al nuestro, encuentran más fácil el traspasar la barrera que de ellos nos separa.

Pero volvamos al tema de cómo podemos defendernos de la injerencia de los Dioses en nuestras vidas, sobre todo en nuestras vidas privadas.

Es un axioma que «debajo del agua, el pez más tonto le puede morder al hombre más listo». En nuestro mundo, los hombres estamos en nuestro elemento, y si nos mantenemos en él, a los Dioses, quienesquiera que ellos sean o comoquiera que se manifiesten, se les hace más difícil interferir en nuestras vidas, porque están fuera de su elemento natural.

 

Porque aunque suene raro, su elemento natural es también un elemento físico, como físicos son ellos, por más que las leyes físicas por las que se rigen nos sean completamente desconocidas, y por más que su «psiquismo» sea muy diferente o esté enormemente más desarrollado que el nuestro.

La deducción lógica de todo esto es la primera regla que tenemos que seguir para defendernos de ellos:

 

  1. No debemos trascender los limites de nuestro ambiente humano, o dicho en otras palabras, no debemos tratar de entrar en el terreno de ellos


    Y entra en el terreno de ellos, toda aquella persona que pretende «trascender» en esta vida. Los que buscan el estado de trance, de cualquier tipo que éste sea; los que se suben a lo alto de ciertas montañas en ciertas épocas para entrar en contacto con ellos; los que preparan su mente con ritos mágicos o religiosos (no tenemos que olvidarnos de que la magia es la otra cara de la religión); todas estas personas están entrando en el terreno de los Dioses; y si no precisamente entrando, por lo menos se están acercando a los límites del terreno humano, en donde los Dioses se manifiestan más fácilmente, y en el que los hombres ya no pueden usar con eficacia su gran arma defensiva, que es la inteligencia.

     

    Anteriormente dije que es, en cierta manera, peligroso acercarse físicamente a algunos predicadores, «fundadores», iluminados y místicos, que tanto proliferan en nuestros tiempos. La razón es la misma: al hacerlo estamos entrando en su campo y estamos sometiéndonos, aun sin darnos cuenta, a sus radiaciones (radiaciones de tipo físico), parecidas en un sentido, a aquéllas a las que se somete un pavo en un horno de microondas, y en otro sentido, a aquéllas que salen de lo alto de la antena de una emisora de radio.

     

    Nadie duda que tras un rato, el pavo sale cocinado; pero en cambio, nadie sospecha que los cerebros (sobre todo si son cerebros de adolescentes) de los que se ponen en contacto con iluminados, están siendo también «cocinados» por las ondas que emiten los cerebros de estos instrumentos de los Dioses; y al cabo de poco tiempo, ya no serán capaces de discurrir por sí mismos, sino que repetirán como robots todo lo que aquéllos les digan. Es el caso de miles de jóvenes que han sido captados por las innumerables sectas que proliferan en el planeta.

     

    Los psicólogos están estudiando intensamente cuál es el sistema para lograr semejante lavado cerebral, y sobre todo, para lograr su desintoxicación y desprogramación; pero no lo encontrarán mientras no tengan en cuenta lo que aquí estamos diciendo.

    Otro gran medio de defenderse de los Dioses, sobre el que ya hemos hablado anteriormente, es...

     

  2. No entregar jamás la mente a nadie

    La mente tiene que estar siempre libre y disponible al servicio del ser humano para decirle cuáles son las circunstancias en aquel momento y qué es lo que debe hacer. Muchos seres humanos, ofuscados por lo que vieron o sintieron en un momento determinado, entregaron la mente, y ya no fueron capaces posteriormente de juzgar y de ver que las cosas que les mandaban creer y practicar, no tenían sentido.

     

    Es el caso de todos los fanáticos religiosos y no sólo fanáticos, sino de gran mayoría de creyentes de todas las religiones. Aceptaron de niños una fe que les fue implantada en el alma como un instinto y como un elemento cultural más, y ya no fueron capaces en toda su vida, de cuestionarla ni de someterla a juicio; sencillamente la aceptaron como aceptaron el idioma, las costumbres, los gustos o el amor patrio.

    Esto de «no entregar la mente» tiene una enorme importancia en estos tiempos en que las grandes masas urbanas y la sociedad en general, son manipuladas como rebaños por todopoderosos medios de comunicación como la radio y la televisión, manejados con astucia por los profesionales de la manipulación de mentes. Hay que mantener siempre la mente en estado de alerta y no entregársela definitivamente ni a los líderes religiosos, ni a los líderes políticos, ni a los ídolos deportivos, ni a los médicos que nos tratan, ni a nadie.

     

    Todos se pueden equivocar, y todos en un determinado momento —aunque sea de una manera inconsciente— pueden estar actuando en interés propio, aprovechándose de nuestra credulidad. La mente de cada individuo tiene que ser siempre el último juez en las propias acciones, y el entregarla a otro para seguir ciegamente lo que él nos diga, es un acto de suicidio mental que se opone diametralmente al gran mandamiento de la evolución, que es una de las leyes fundamentales del Cosmos.

    A medida que fueron pasando los años y cuando definitivamente me convencí de que, con toda buena voluntad, había pasado gran parte de mi existencia en este planeta, con mi vida entregada a una causa sin sentido (debido a la «entrega de la mente» que hice en la adolescencia), me he ido haciendo más consciente de la importancia de no entregar la mente a nadie y usarla para analizar absolutamente todos los acontecimientos que me atañen más o menos de cerca.

    Y para que el lector vea hasta qué punto se extiende esta actitud mía, le contaré esta anécdota sucedida en la ciudad de México hace como unos siete años.

    Me encontraba en una sesión espiritista, a la que había acudido en busca de una persona que supuestamente practicaba la psicometría 21 con gran acierto.

     

    21 Psicometría se llama en parapsicología a la facultad que tienen algunos psíquicos de poder describir muchas de las cualidades de los propietarios de los objetos que el psíquico sostiene en sus manos, o de hechos relacionados con tales objetos.

    La médium que dirigía la sesión (que desde el principio me inspiró sospecha de no ser auténtica), pidió que todos los que nos hallábamos en torno a ella nos diésemos la mano para hacer una cadena. Enseguida el que estaba en el extremo de la cadena recitó algo que, a lo que parece, era parte importante del rito de aquel centro:

     

    • «Yo abro mi inteligencia a los espíritus que se quieran manifestar en esta sesión y rindo mi mente a sus enseñanzas».

     

    Todos repetían mecánicamente la misma frase. Cuando me llegó mi turno, yo sin dudarlo y con firmeza dije: «Yo paso». La médium abrió disimuladamente un ojo para ver quién era el audaz. Cuando entre cuchicheos me dijeron que era necesario que dijese algo «para no romper la cadena», yo dije:

     

    • «Yo no entrego mi mente a nadie, porque la quiero tener bien alerta para ver qué es lo que pasa aquí».

     

    Naturalmente ante la presencia de semejante blasfemo, los espíritus no quisieron manifestarse en aquella sesión. La «entrega de la mente» indiscriminada, presupone que todos los espíritus o seres supra o extrahumanos son buenos o beneficiosos para el hombre, y por lo tanto actuarán en consecuencia. Pero esta manera de pensar es completamente ingenua tal como hemos podido ver a lo largo de todo este libro.

    El tercer consejo para defenderse de los Dioses podría ser, en cierta manera, contrario al que Moisés recibió en la tabla de piedra: «Me adorarás». Conociendo como conocemos a estas alturas a Yahvé, esto nos servirá de guía para enunciar nuestro mandamiento:

     

  3. No invoques a nadie

     

    No llames a nadie para adorarlo. No te postres ante ningún diospersona ni ante ningún Dios-cosa para rendirle culto o para celebrarle ritos.
    El verdadero Dios del Universo, la Suprema Inteligencia, totalmente incognoscible en su totalidad por la mente humana, no anda exigiendo, como un amante celoso, que sus criaturas le rindan constantemente adoración, o le den muestras de amor.

     

    Esto sí encaja con la idea que en el cristianismo se tiene de Dios: Un «fulano» muy poderoso que se parece muchísimo a nosotros, en nuestros aspectos positivos y en nuestros aspectos negativos. Un Dios así, es lógico que exija entrega, alabanzas y hasta regalos. Pero el Dios verdadero, no es ningún pobre mendigo; el Dios verdadero continúa en su interminable tarea de crear, y de complacerse viendo cómo sus criaturas se desenvuelven cada una según su naturaleza, sin que tengan que estar constantemente volviéndose hacia El para darle gracias o para pedirle que no las condene a algún castigo eterno.

    Y al enunciar este mandamiento, estamos entrando en un terreno en el que la naciente teología cósmica, se encuentra con la vieja teología dogmática y choca con ella frontalmente.

    Cuando se invoca a alguien, se está propiciando su presencia; por un lado, se le está animando a que se manifieste y hasta, en muchas ocasiones, la energía mental de los fervientes adoradores, está fortaleciendo físicamente la capacidad de manifestarse de un Dios; y por otro lado, se está debilitando el propio psiquismo, disminuyendo su resistencia a las influencias externas y acondicionándolo con ello a recibir más sumisamente el «mensaje» o las imposiciones del Dios.

    En la vida humana, el adulto normal no anda corriendo a cada paso a ver qué le dice su padre; sencillamente porque él tiene que tomar sus propias decisiones, y de hecho las toma, sin pensar que por eso ofende a su padre aunque éste viva todavía. En cambio en el terreno religioso, hemos sido adoctrinados y condicionados a no fiarnos de nosotros mismos y a tener que estar constantemente consultando a Dios, a ver cuál es su voluntad en aquel preciso momento, y en la práctica siguiendo las directrices que, los que se llaman sus representantes, nos han trazado de antemano.

    La mejor adoración que de hecho le podemos rendir a Dios, es el recto uso de las criaturas de la naturaleza; cosa que en el cristianismo ha sido completamente menospreciada, siendo el abuso de la naturaleza algo que, según el punto de vista de los doctrinarios cristianos, no tiene nada que ver con la religión.

     

    El respeto a la vida —comoquiera que ésta se manifieste— es en alguna religión oriental, uno de los mandamientos fundamentales. En el cristianismo, este respeto se manifiesta sólo en lo que respecta a la vida humana: de una manera desorbitada e irracional en lo que se refiere al aborto, y por el contrario, de una manera muy laxa cuando se trata de «castigar al delincuente». Es muy corriente que los cristianos más fervientes, sean defensores de la pena capital, y demasiado proclives a las «guerras santas» para defender las causas de la moral y el «honor patrio» o las «creencias religiosas».

    Estos piadosos salvajes del siglo XX, no tienen inconveniente ninguno en fusilar a los que no piensen de igual manera. Y una prueba de ello, son los innumerables fusilamientos de personas decentísimas, practicados en el bando nacional en la «gloriosa cruzada» de Franco. Es cierto que en el otro bando muy probablemente se hicieron más salvajadas; pero sus líderes no hacían Ejercicios Espirituales ni se consideraban «cruzados».

    Cuando digo «no invocar», no postrarse para adorar a nadie, de ninguna manera estoy propugnando el ateísmo. En otra parte he escrito que el absolutamente ateo demuestra tener poca inteligencia. Lo que hago con esto, es levantar al hombre y a la humanidad entera a un nivel de adultos, dejando de tener una idea infantil de Dios, como si Dios fuese un ser que está jugando al escondite con nosotros y los hombres tuviésemos que estar permanentemente corriendo detrás de El.

    La invocación a Dios —al Dios verdadero y no al Dios de la Biblia— será hecha en el futuro de una manera mucho más racional y hasta mucho más digna, sin las características que en la actualidad tienen muchas de estas invocaciones y adoraciones, a las que se puede designar como humillantes para la dignidad del ser humano (yo no creo que Dios pretenda en ningún momento humillar la dignidad de sus criaturas), teniendo algunas de ellas ribetes de masoquismo.

    Por otra parte la importancia de este «no invocar», radica en que el que llama —porque etimológicamente eso es lo que significa invocar— tarde o temprano es escuchado, tal como nos dijo Cristo. Pero en este caso es escuchado para su mal, ya que está llamando a alguien desconocido que muy bien puede terminar abusando de la ingenuidad del invocante. Y esto es lo que le ha sucedido a la humanidad a lo largo de los milenios, con las diferentes religiones y con los diferentes Dioses que cada una de ellas invocaba.

    El hombre buscaba y ha buscado siempre a la Causa Suprema, al verdadero Dios, y las diferentes religiones le presentaban una imagen distorsionada de ese Dios, personalizada en algún ser, que era el que a la larga se beneficiaba de las invocaciones de los mortales, aprovechando la energía que de ellos recibía para manifestarse de una o de otra manera.

    Un ejemplo de la importancia de este «no invocar» lo tenemos, entre muchos otros, en el «juego» de la ouija. Consiste este peligroso juego (del que hay muchas variantes) en un tablero en el que hay dibujados símbolos, letras y números varios. Por encima de ese tablero se desliza con facilidad una pieza que es inconscientemente impulsada por los dedos de los concursantes apoyados sobre ella. Se hacen preguntas y la pieza empieza a moverse hacia los símbolos o hacia las letras, de modo que al final se obtienen respuestas más o menos claras y concretas a las preguntas.

    Este juego va, en primer lugar, contra el primer consejo que dijimos y que consistía en «no entrar en el terreno de ellos». El juego de la ouija está al borde de los límites de la racionalidad humana, y por lo mismo, está ya en un terreno en el que a los Dioses les es mucho más fácil manifestarse. Pero además de eso y añadiéndole peligrosidad, en la ouija hay una abierta invocación o una invitación a la manifestación de estos seres desconocidos, y en cierta manera, superiores en inteligencia a nosotros.

     

    Como ya dijimos anteriormente, hay entre ellos muchas más diferencias de las que hay entre los seres humanos; y ante una invocación de este tipo, es muy probable que los superiores y más evolucionados de entre ellos, no se manifiesten (sencillamente porque no les interesa), pero en cambio los menos evolucionados o inteligentes, sean los que se presentan (bien por curiosidad hacia nuestro mundo o bien como un juego) y en ese caso, los invocadores se exponen a cualquier cosa.

    El mero hecho de la invocación o de la invitación a manifestarse, es el que les ha dado ánimos y energía física para manifestarse, y probablemente no hubiese sucedido tal cosa, si los humanos no les hubiesen facilitado el trabajo de saltar las barreras que los separan de nuestro mundo. Por eso los incidentes sucedidos en este tipo de ritos o juegos «esotéricos» son tan numerosos, y por eso tanta gente a la larga ha salido psicológicamente muy mal parada de ellos.

     

    (El lector tiene que saber que la dificultad que estos seres menos evolucionados tienen para saltar a nuestro mundo, la tenemos también nosotros —y probablemente en grado mayor— para saltar al suyo. Y sin embargo la podemos también vencer mediante ejercicios mentales o físicos, ingestión de drogas, etc.).

Por último, diremos que el que invoca se expone a «ser parasitado», tal como se dice en ciertos ambientes de «iniciados». Es decir, por un lado, el Dios puede habituarse, viciosa y exclusivamente, a cierto tipo de energía que extrae de determinado invocante, al que acudirá una y otra vez, con exclusión de todos los demás, porque le ha cogido un gusto especial a la energía que emite ese ser humano.

 

Por otro lado, puede suceder que se cree un «rapport» entre el Dios y el invocante; tras unas cuantas manifestaciones, el Dios puede aprender a extraer su energía con gran facilidad de determinado invocante (haya mediado invocación o no) y parasitar de ahí en adelante en él, ya que le resulta muy fácil conseguir lo que quiere.

 

(Es el mismo tipo de «rapport», o relación especial, que se da entre un buen hipnólogo y una persona que ha sido varias veces hipnotizada por él; con una gran facilidad, y aun estando a distancia y sin que el hipnotizado dé su asentimiento, el hipnólogo puede hacerlo caer en trance hipnótico; y la razón es que las ondas cerebrales del hipnotizado están ya, en alguna manera, sintonizadas con las ondas cerebrales del hipnólogo).

En estos casos —que son mucho más abundantes de lo que se cree— el ser humano, por su culpa, será víctima de algún tipo de debilidad o enfermedad, más o menos grave, contra la que poco será lo que él o los médicos puedan hacer.

Aunque a muchos doctos esto puede sonarles a puras hipótesis absurdas, deberían reflexionar en un hecho admitido —y sacralizado— que confirma por completo estas «hipótesis».

 

Me refiero a las enfermedades que, como cosa normal, sufren todos los místicos en el cristianismo. Y no hay que andar buscando causas físicas para dichas enfermedades, puesto que sus biógrafos y sus autobiografías nos dicen claramente y sin rodeos, que «El Señor era el que los hacía sufrir para su perfeccionamiento y para la salvación de otras almas».

 

Es clásica la frase de Cristo a Santa Teresa: «Yo trato mal a mis amigos», refiriéndose precisamente a estas enfermedades, sufrimientos y «noches del alma», a las que prácticamente todos los místicos se ven sometidos. Se ofrecieron como mansas ovejas, y el Dios parasita en ellos de una manera inmisericorde, por supuesto muy bien disimulada y sublimada con explicaciones de la «teología ascética».

Hemos llegado a la importante conclusión de que un místico en éxtasis (en cualquier religión), con el sufrimiento y la felicidad reflejados simultáneamente en su rostro, son el momento culminante de la relación de un Dios menor con un mortal. El Dios atormenta al ser humano que se le ha entregado, y éste le ofrece gustoso su dolor, mientras, a cambio, el Dios le proporciona una especie de orgasmo psíquico para que el místico no desmaye y su cerebro pueda seguir produciendo las vibraciones que tanto agradan al Dios.

Y con el tema de las enfermedades hemos entrado naturalmente en el próximo consejo que yo le sugeriría al lector para defenderse de la injerencia de los Dioses en su vida:
 

  1. No les ofrezcas tu dolor

     

    No te brindes a sufrir. Rechaza el dolor por el dolor y no lo busques nunca. Rebélate contra el sacro masoquismo, que como un sacramento ha estado entronizado en la Iglesia Cristiana por siglos.


    A alguien podrán sonarle estos consejos como la quintaesencia del egoísmo, y querrán refutarme diciendo que en la vida hay que sacrificarse necesariamente en muchas ocasiones. Los padres tienen que sacrificarse mucho para criar a sus hijos, hasta que éstos llegan a poder valerse por sí mismos; uno tiene que sacrificarse por los enfermos, por los ancianos, etc., etc. y no precisamente por principios religiosos, sino por una ética natural.

    Estoy totalmente de acuerdo con este razonamiento. Pero el lector debe caer en la cuenta de que estos sacrificios de que se habla, van todos dirigidos hacia los seres humanos; son para subsanar debilidades de seres como nosotros, que por especiales circunstancias o por el orden normal de la naturaleza, tienen una necesidad especial de auxilio. No van dirigidos a Dios.

     

    Y aquí es donde radica la diferencia. No tiene nada de raro que un ser humano ayude a otro aun a costa de su dolor, pero tiene muchísimo de extraño e inexplicable, el que Dios les esté exigiendo dolor y sacrificio a unas criaturas inferiores como los hombres.

     

    Y es algo sobre lo que la humanidad —por lo menos los hombres y mujeres que tienen tiempo y capacidad para pensar sobre la vida un poco más a fondo— debería haber reflexionado hace mucho tiempo:

     

    • ¿Por qué en todas las religiones el dolor, la renunciación y el sacrificio, tienen un papel tan importante?

    • ¿Por qué, según todos los líderes religiosos de todos los tiempos, los hombres tenemos que sacrificarnos por los diferentes Dioses en los que creemos, y no sólo eso, sino que tenemos que sacrificar con nosotros a los animales?

    • ¿En qué se diferenció de las religiones antiguas, en este particular, el judaismo, primero, (con su sacrificios de animales exigidos por Yahvé) y el cristianismo después, con el cruento sacrificio de su fundador, con la sacralización de la renuncia a los placeres en toda la vía ascética y finalmente con la sublimación del dolor y la muerte, en la selección del símbolo cristiano por excelencia, la cruz?

     

    Si el Dios cristiano fuese realmente un padre ¿por qué había de exigirles a sus hijos el dolor y la cruz? Todas las explicaciones que tanto el cristianismo como las demás religiones, nos dan para solucionar este misterio, no tienen consistencia alguna y se desvanecen cuando uno las considera sin fanatismos y sin prejuicios. Hacer nacer al hombre ya reo de un pecado y amenazarle enseguida con un fuego eterno, son aberraciones que sólo caben en mentes enfermas y ya va siendo hora de que los humanos civilizados nos liberemos definitivamente de ellas.

    La única explicación a este misterio del dolor, es la que venimos dando a lo largo de este libro: Dios no quiere el dolor humano; los Dioses sí lo quieren; (porque en algún grado se benefician de él). Lo malo está en que los hombres confunden a los Dioses con la Suprema Energía Universal, y le atribuyen a ésta lo que es causado por aquéllos.

     

    Parodiando la frase de Cristo:

     

    • «Dondequiera que hay cadáveres, allí se reúnen los buitres», podríamos decir: «Dondequiera que hay dolor humano, por allí andan los Dioses».

     

    Los consuetudinarios avistamientos de ovnis en las grandes catástrofes (frecuentísimos tras los terremotos) y en las guerras (en la reciente de las Malvinas hubo una inusitada actividad ovnística; y el lector debe recordar los misteriosos «foo fighters» de la guerra de Corea) son algo que tendría que hacer reflexionar a los humanos, incluidos los «ufólogos» miopes que, o desconocen estos hechos, o prefieren no tenerlos en cuenta porque contradicen su teoría de la bondad de nuestros visitantes.

     

    Andan por allí en ese preciso momento, porque, o son causantes del hecho (aunque muchas veces lo hagan aparecer como natural) o han acudido presurosos, tras algún cataclismo realmente natural, para de alguna manera beneficiarse de él.

    «Perder la fe» es una frase que tiene una trágica connotación religiosa, pues es prácticamente sinónimo de «condenación eterna». Y ese será precisamente el 5° consejo que les daré a mis lectores para liberarse de la injerencia de los Dioses en sus vidas:

     

  2. Prescindir de dogmas y ritos

     

    Dejar de lado las creencias tradicionales que tienen que ver con el más allá y con la manera de concebir esta vida.


    Mientras la raza humana siga amarrada a los mandamientos-caprichos de los diferentes Dioses en los que actualmente cree y mientras sigamos pensando que estos mandamientos están por encima de lo que nos diga la razón y el sentido común, seguiremos siendo fácil presa de ellos, ya que, con toda buena voluntad, abrimos nuestras almas a sus dictados y a sus deseos.

     

    Por eso el hombre que quiera llegar a una mayoría de edad religiosa, tiene que rechazar positivamente todas aquellas partes del dogma cristiano que van contra el sentido común. Pero para ello la mayor parte de los cristianos tendrán que sentarse a repensar de nuevo y a fondo su fe, cosa que probablemente no han hecho en toda su vida. Una vez más, tendremos que repetir que el funesto axioma de todos los doctrinarios: «Cree; no pienses», es fatalmente seguido y practicado en todas las religiones con las consecuencias que hemos venido viendo a lo largo de este libro.

    La realidad es que a fuerza de haber admitido generación tras generación como cosa normal (como «voluntad de Dios»), aberraciones que van contra el sentido común y contra los más elementales dictados de la razón, la humanidad ha llegado a comulgar con toda naturalidad con ruedas de molino, ha llegado a admitir como justas, cosas que van contra la más elemental equidad, y se ha tragado como sagrados dogmas de fe, afirmaciones absurdas que no resisten el más elemental análisis.

    Y al decir esto, no estoy afirmando que todo lo que el Cristianismo nos manda creer o practicar sea falso o absurdo. Por el contrario estoy muy de acuerdo en que en el seno del cristianismo hay mandamientos válidos. Pero lo malo es que nos los dan mezclados con unos dogmas que repugnan a la sana razón.

     

    Nadie negará la validez del mandamiento del amor al prójimo, del respeto a los padres o de la prohibición de matar o de mentir, etc.; pero al lado de estos principios válidos, existentes no sólo en las otras religiones sino en la más elemental ética natural, nos presenta creencias como la de la existencia de un infierno eterno; la de un Dios no sólo convertido en hombre, sino convertido en vino; la de una autoridad humana infalible y la de un cielo inmediato después de esta vida, que será prácticamente como un club exclusivo para aquéllos que hayan creído las increíbles cosas que el cristianismo manda creer.

    Mientras las mentes de los humanos no se liberen de semejantes absurdeces, seguirán enfermas e incapaces de evolucionar para que el hombre llegue a ocupar en este planeta y en el Cosmos el lugar que como ser racional le corresponde.

    Esto nos llevará de la mano a otro consejo que se desprende lógica y naturalmente de éste:

     

  3. Destraumatizarse

     

    Liberar el alma de todos los miedos y de todas las angustias y de todas las deformaciones que las erróneas creencias cristianas (y en último término, los Dioses) nos ha ido inculcando a lo largo de los siglos y a lo largo de nuestras vidas. Nuestras mentes están enfermas. Al igual que el psiquismo de muchas personas está profundamente afectado por algún fuerte trauma o susto que recibió en su infancia, el psiquismo y la capacidad de pensar desapasionadamente, están profundamente afectados en toda la raza humana.

     

    Parece que genéticamente heredamos esta incapacidad, y ello es debido a que, en la infancia de todas las razas, los Dioses nos asustaron y nos metieron el complejo de que «no podemos», de que «no valemos», de que necesitamos de ellos, de que tenemos que poner nuestra vida a su servicio. Como resultado de este complejo, la humanidad ha derrochado a lo largo de los siglos, gran parte de sus energías en «servir a Dios» (en vez de progresar y mejorar el planeta); y como resultado de esta incapacidad para pensar serenamente —y de este «servir a Dios» mal entendido— la humanidad tiene en su haber la historia más desastrosa y más horrenda que se pueda imaginar.

    Nuestras mentes están realmente enfermas, pues somos absolutamente incapaces de ponernos de acuerdo en las cosas fundamentales que harían que este planeta funcionase mejor. Cada vez son más los que sospechan una programación genética que nos fuerza a guerrear y estar en una perpetua discordia. El que estudia la historia humana desde un punto de vista bélico, no tiene otra explicación, ante la disparatada manera de actuar los humanos a lo largo de los siglos.

    Nuestras mentes y nuestras almas están enfermas y por eso es urgente que las sometamos a un proceso de catarsis profunda. Y esta limpieza tiene que comenzar por todos los falsos axiomas que traemos en buena parte ya implantados cuando venimos al mundo y que más tarde, las religiones, las patrias y las familias—tres instituciones «sagradas»—nos remachan en el alma y en la mente.

    En realidad son sólo una estrategia para que los hombres sigamos sin evolucionar, peleándonos constantemente, poniendo nuestras vidas «al servicio de Dios» y truncando nuestra ascensión hacia la etapa de superhombres.

    Conseguido esto, (que no es más que un paso negativo y previo, pues consiste en liberarse de algo), estaremos listos para dar el próximo paso positivo que nos defenderá aún más ante el poder de los Dioses:

     

  4. Instituir un nuevo orden de valores

     

    Organizar nuevas prioridades en la vida, de acuerdo no con los deseos de ningún Dios, sino con las necesidades del género humano.


    Pero no llegaremos a este nuevo orden de valores si no cumplimos cabalmente con los pasos 5º y 6º que acabamos de describir. Mientras sigamos pensando que ciertas cosas son pecado porque «van contra la voluntad de Dios», cuando, por otro lado, son útiles a la humanidad considerada como un todo y además no ofenden a nadie en particular, no seremos capaces de sacudirnos el yugo de los Dioses.

    Este despertar de la conciencia humana y este llegar a una adultez en la que ya nos sentimos capaces de tomar nuestras propias responsabilidades, sin tener que estar preguntándole constantemente a los «representantes de Dios» si lo podemos hacer o no, tiene que llevarnos a escribir, de común acuerdo, unas creencias y unos mandamientos nuevos, mucho más genéricos, en los que se respete el sentido común y la dignidad de la persona humana. Y esto lo tenemos que hacer sin acudir a biblias ni a autoridades infalibles; lo tenemos que hacer poniéndonos de acuerdo entre nosotros, lo mismo que nos hemos puesto de acuerdo para muchas otras cosas.

    Los hombres, en una especie de parlamento mundial, tendrán que reunirse para ponerse de acuerdo en qué es lo que le conviene a la humanidad y qué es lo que no le conviene. Y eso serán los nuevos mandamientos y los nuevos dogmas. Tenemos que estudiar cuál es la verdadera «ley natural», contra la otra «ley natural» de la que tanto nos han hablado los teólogos y que tanto han manipulado en su beneficio las autoridades religiosas.

    La sacralidad de que estas autoridades religiosas han investido muchas cosas y acciones de la vida humana, dejará de existir, si los hombres nos ponemos de acuerdo en que tal cosa o tal acción «sagrada» son nocivas para el hombre. Lo único que hay sagrado en la Tierra es la vida misma y su recta evolución. Y los hombres, en armonía, somos los que tenemos que decidir cuál es esa recta evolución. Dios estará sin duda de acuerdo con lo que los hombres en armonía decidamos, por mucho que estas decisiones vayan contra todas las cosas que los doctrinarios han declarado sagradas.

    Estos nuevos mandamientos serán mucho más relativos y adaptables a las necesidades del hombre, porque no estará en función de los «deseos» de ningún Dios, sino que estarán en función de las justas necesidades de los seres humanos. Y aunque alguien pudiera decir que ya no deberían llamarse mandamientos, puesto que son únicamente los deseos de los hombres, sin embargo profundamente considerados, siguen siendo mandamientos de Dios, porque el verdadero Dios —la gran inteligencia que rige el Cosmos— lo único que quiere es la recta evolución del ser humano y de todas las criaturas del planeta.

     

    Y si los hombres se tomasen el trabajo de estudiar cuál es esa recta evolución, estarían mucho más cerca de cumplir la «voluntad de Dios», que haciendo sacrificios o cumpliendo absurdos ritos a los falsos Dioses que por milenios los han tenido engañados.

    Toda esta filosofía, la resumió genialmente un campesino a quien el diario El País le hizo una entrevista con motivo de sus 95 años: «Todo lo que sea bueno para la humanidad ¡que venga!» decía el campesino. Y añadía «Los ritos religiosos no son más que groserías contra Dios y contra el hombre».

    Estos nuevos dogmas serán también mucho más genéricos y sobre todo más respetuosos de la Divinidad, sin meterse a definirla ni analizarla, y reconociendo que nuestro cerebro es totalmente incapaz de abarcar una Inteligencia y una Energía que han sido capaces de echar a rodar toda esa infinitud de mundos que por la noche vemos flotar sobre nuestras cabezas.

     

    Creeremos muchas menos cosas, pero esperaremos más. Porque el Dios Cósmico, el Dios-Universo, no tiene nada que ver con el ídolo del cristianismo. El Dios-Energía, ni tiene ira, ni se impacienta, ni mucho menos tiene castigos eternos para esta maravillosa mota de polvo que se llama hombre.

    Y al hablar así, entramos en el último consejo que ayudará a los mortales a defenderse de los Dioses:

     

  5. TENEMOS QUE CAMBIAR RADICALMENTE NUESTRA IDEA DE DIOS 22

    22 He aquí lo que, a propósito de esto, nos dice el genio de Alberto Einstein: «En [cierto] sentido, me considero entre los hombres profundamente religiosos. Pero me resulta imposible imaginar un Dios que recompense y castigue a seres creados por él mismo, o que, en otras palabras, tenga una voluntad semejante a la nuestra».

    («Mi visión del mundo». Tusquets Editores, Barcelona, 1980).

    Y en otra parte nos dice: «Nadie negará que creer en la existencia de un Dios personal, omnipotente, justo y benéfico, les da a los hombres, solaz y alegría; además en virtud de su simplicidad, esta idea es asequible a las mentes menos desarrolladas. Pero por otro lado, esta idea de Dios, tiene muchos puntos débiles... El origen principal de los conflictos actuales entre la religión y la ciencia. proviene de la idea de un Dios personal»

    («Ideas and Opinions». Bonanza Books. N. York).

    Einstein habla repetidamente de lo que él llama la «Religiosidad Cósmica» «difícil de comprender, pues de ella no surge un concepto antropomórfico de Dios». «Lo que iguala a todas las religiones es el carácter antropomórfico que atribuyen a Dios. Es un estadio de la experiencia religiosa que sólo intentan superar ciertas sociedades y ciertos individuos especialmente dotados».

    («Mi visión del futuro»).

     

    Esto es importantísimo y está en el fondo de toda la gran transformación que la humanidad tiene que sufrir en los próximos decenios. De hecho, esta gran transformación ya ha empezado a realizarse, y de ella se ven señales por todos lados.

    Y aquí el lector me va a permitir varias autocitas de mi libro «Por qué agoniza el cristianismo» en el que dediqué dos capítulos enteros a explicar cuál es la idea de Dios en el cristianismo y cuál es mi idea de Dios.

     

    A ellos remito a quien quiera profundizar un poco más en este importantísimo tema.

     

     

    • «Quiero que quede bien claro que creo que hay "algo" —que es inalcanzable en su totalidad por mi mente— que es la Esencia del Cosmos y que llenándolo todo es diferente a todo. Dicho en otras palabras, creo que hay un Dios; pero ese Dios que yo deduzco con mi razón, dista enormemente del Dios bíblico.

      »La mera palabra "Dios" constituye un verdadero problema para la teología y los teólogos más avanzados están —cosa rara— de acuerdo en ello. Tenemos que tener siempre muy presente que todas las ideas y los conceptos religiosos son obra del hombre y no de Dios. Porque tal como dice Gabriel Vahanian, "la religión no fue inventada por Dios sino por los hombres". Y, como es natural, el hombre vuelca y refleja en sus ideas religiosas todas sus ignorancias, sus fracasos y sus limitaciones. Y el primer reflejo de estas limitaciones lo tenemos en la palabra "Dios", y en los diferentes conceptos que tenemos cuando la pronunciamos.

      »Yo confieso que más que palabras o conceptos claros para definirlo, lo que tengo en la mente son vacíos para explicar una realidad que se me escapa y por eso prefiero explicar mi idea sobre El en términos negativos diciendo lo que no es.

      »Dios ni es persona, ni es hombre, ni tiene hijos (y mucho menos madre) ni es juez, perdonador, ni es vengador, ni tiene ira (la ira es uno de los siete pecados capitales), ni es esto ni es lo otro. Todos estos son términos puramente humanos que muy probablemente se le aplican a Dios con la misma propiedad con que se le podrían aplicar a un puente los términos "tierno", "sensible", "rencoroso" o "dócil"; sólo de una manera muy lejana y cuasi-poética se le pueden aplicar. Pero para calificar a un puente hay que usar otros términos completamente diferentes.

      »La gran diferencia es que al puente lo conocemos muy bien, mientras que a Dios no lo conocemos en absoluto o lo conocemos muy mal y muy de lejos, y por eso no tenemos adjetivos para definirlo. Ese ha sido el gran pecado de los teólogos de todas las religiones: la falta de respeto con que han tratado a Dios. Creyendo conocerlo a fondo, lo han definido y nos han dado de El una idea que es completamente caricaturesca cuando no grosera y hasta blasfema. El Dios del Pentateuco y el Dios de la teología cristiana es un auténtico monstruo.

      »El Dios vengador, el Dios iracundo, el Dios que se encapricha con un pueblo y se olvida o maltrata a los demás, el Dios que deja morir de hambre a millones de personas, el Dios en cuyo nombre se hacían guerras y se conquistaban imperios y continentes, el Dios cuya fe era extendida con la espada y defendida con las hogueras, el Dios que se gozaba en la pompa de sus representantes, el Dios que "inspiraba" a sus profetas a que maldijesen y anatematizasen a los que no pensaban igual, el Dios que nos impone la cruz y el sufrimiento como único medio para llegar a él, el Dios que tiene infiernos para castigar a esta pobre sombra que se llama hombre, ese Dios es una amenaza para la humanidad; ese Dios es una especie de insulto a la inteligencia humana; ese Dios no tiene explicación lógica... ese Dios se está muriendo en la actualidad en la conciencia de los hombres.

      »Esa es, ni más ni menos, que la esencia de la famosa teología de "la muerte de Dios" que hace unos años sacudió la conciencia de los cristianos pensantes y desató olas de indignación y protesta entre los que no fueron capaces de comprender de qué se trataba. »El hombre de nuestra generación ha caído en la cuenta de que Dios no puede ser así y por eso se ha lanzado a buscarlo por otros caminos. La mente del hombre de hoy está haciendo un enorme esfuerzo por concebir una imagen Dios que esté más de acuerdo con la realidad; una idea en la que Dios no esté tan humanizado y tan distorsionado...

      »En una lectura atenta y simple del Pentateuco nos encontramos enseguida con que el Dios que allí se nos presenta —el Yahvé que se les manifestó a Abraham y a Moisés— es un individuo vengativo, cruel, encaprichado con un pueblo y feroz con los otros pueblos (que supuestamente también eran hijos suyos), celosísimo de otros Dioses (Dioses que por otro lado no existían, a juzgar por las mismas enseñanzas de Yahvé), intolerante, impaciente, in cumplidor de sus promesas, incansable demandador de sacrificios sangrientos (con los cuales no hacía más que imitar a los "falsos Dioses" de los otros pueblos), extraño en su manera de manifestarse, confuso y contradictorio en su mensaje a los hombres, absurdo en muchas de sus peticiones, errático en su manera de proceder, exigente, implacable en sus castigos, miope en cuanto a los otros habitantes del mundo, y en fin, demasiado parecido a los hombres tanto en sus defectos como en sus virtudes... Pero del Dios fuente de toda belleza y bondad que los hombres tan ansiosamente buscamos, no sólo tenemos derecho a esperar alguna virtud, sino todas ellas en grado sumo y además una ausencia total de todas las cosas negativas y malas que encontramos en el Yahvé del Pentateuco.

      »Esta es, ni más ni menos, la imagen de Dios que nos salta a la vista en cuanto nos asomamos a las primeras páginas de la Biblia. Y para los que nos digan que es una imagen distorsionada, tenemos la sugerencia de que sigan leyendo los libros siguientes al Pentateuco para que vean que los profetas y demás representantes de Yahvé, entendieron de esta misma manera a su Dios, y por eso nos hablan sin cesar de su ira y de sus venganzas...

      »Mi Dios no está aquí o allí. No "tiene", no "quiere", no "se enfada", no "castiga", no tiene necesidad de "perdonar". Todos estos son atributos de las personas humanas y, como ya dije, Dios ni es hombre ni es persona.

      «Indudablemente al hombre-niño le da más seguridad la idea de un Dios-padre y en cierta manera se siente perdido y huérfano cuando le privan de ella. Por eso creo que la idea de presentar a Dios como padre, haciendo mucho hincapié en ello, fue un gran logro del cristianismo y de Cristo. Pero desde los tiempos de la fundación del cristianismo hasta hoy, la psicología de los hombres (y más en concreto de ciertos hombres más evolucionados) ha cambiado mucho.

      »Yo no creo en el cielo que se nos presenta en el cristianismo, es decir, en un cielo inmediato y definitivo con una contemplación directa de Dios. Esta es otra enorme infantilidad de los habitantes al igual los niños son niños. Al llegar de vuelta de la vida — al llegar de vuelta de la escuela — el hombre quiere encontrar a su mamá-Dios en casa. Tiene necesidad de abrazarla, de saber que está allí, de contarle las incidencias de la clase de la vida. Pero tal Dios-mamá, Dios-hombre, Dios-persona, no existe. Dios es algo completamente diferente.

      »Yo me siento mucho más cerca de Dios cuando veo su mano firme moviendo la gigantesca maquinaria del firmamento o cuando me asomo a contemplar los fantásticos panoramas que estamos encontrando en lo profundo de la materia, que cuando leo en el Pentateuco las carnicerías y las venganzas del repulsivo personaje que el judeo-cristianismo nos ha querido presentar como el Dios del Universo...

      «Comprendo que para muchos, el hablar así de Dios, los deja fríos y hasta con una impresión de cierta orfandad. Lo mejor que harán será seguir concibiendo a Dios de la manera que más beneficie a su psiquismo. Poco importa cómo lo conciban, Dios es como es y no como lo pensamos los hombres. El único consejo que a tales personas yo les daría es que a su idea de Dios le quiten todos los sambenitos de "iracundo", "justiciero", "vengativo", "exigidor perpetuo de dolor y de sacrificios", que los doctos fanáticos le han ido imponiendo con el paso del tiempo.

      »Y para terminar la difícil tarea que me he impuesto de expresar cuál es mi idea de Dios, diré que mi Dios es Omnipotencia, mi Dios es Orden (aunque el fantástico orden de la Creación sea inabarcable muchas veces para nuestra mirada de mosquitos); mi Dios es grandiosidad (no es cicatero como el Dios cristiano); mi Dios es Luz, mi Dios es Belleza, mi Dios es Amor; un amor que en esta etapa humana de mi existencia, lo siento primordialmente y se lo devuelvo, a través de mis hermanos los hombres y a través de todas las criaturas. Y como mi Dios es Amor, yo sé que tarde o temprano, y pese a todos mis defectos y mi pequeñez, acabará inundándome de sí mismo...».

     

    Y en una «Exhortación Final» remacho estas ideas diciéndole al lector:

     

    • «Hombre mortal, mota de polvo, voluta de humo, copo de nieve que brillas un momento en la noche del tiempo y en un segundo te derrites en la tierra, ¡deja de andar buscando a Dios aquí o allá! ¡No lo coloques en ningún sitio, no lo empequeñezcas, no lo caricaturices, no lo hagas una cosa mas! Dios late en el Universo infinito que te rodea y es demasiado grande para poder ser comprendido por tu pequeña mente. ¡deja de correr detrás de Dios, como si Dios fuese un muchacho travieso que juega al escondite contigo!

       

      ¡Deja la infantilidad de pensar que sólo puedes vivir feliz y decentemente, si lo tienes agarrado entre tus brazos como si fuese un fetiche que te protege y te dará buena suerte! ¡Deja de angustiarte con falsas imaginaciones de torturas, castigos, demonios, purgatorios e infiernos, y siéntete con derecho a ocupar tu lugar en el Cosmos!

      «¡Mírate! ¡Eres un auténtico hijo de Dios! No por redenciones ni por salvaciones que nadie te haya regalado, sino por tu misma naturaleza que participa de la divinidad y que tu tienes que hacer evolucionar mediante el buen uso de tu inteligencia y de tu vida tan larga; pero, aparte del corazón».

     

Pido perdón al lector por que yo no podía reescribir lo que ya había escrito, las ideas aquí transcritas son la culminación lógica y natural de todo lo que llevamos dicho en este capítulo.

La última frase de la cita, en la que se anima al lector a su propia evolución, será la que nos lleve de la mano al capítulo último de este libro.

 

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