LOS DUEÑOS
VISIBLES DE ESTE MUNDO
Puesto que en todo este libro vamos a hablar de los dueños
invisibles de este mundo, creo será oportuno hablar antes de sus
dueños visibles, que en un aspecto no son más que marionetas de los
invisibles.
Sería un infantil error creer que todo lo que pasa en nuestro mundo
está dirigido desde el «más allá», por «divinas providencias» según
cree el cristianismo o por algún tipo de espíritus entrometidos a
los que por razones desconocidas les gusta entremezclarse con las
vidas y las actividades de los humanos. El quehacer diario de los
hombres y de las naciones lo forjan una serie de personajes de los
que nos ocuparemos en este capítulo.
Esto no quiere decir que en determinadas ocasiones tal o cuál
suceso, que aparentemente se debe a causas humanas perfectamente
conocidas, no tenga otras completamente distintas de las aparentes.
Pero, hablando en general, podemos decir que las cosas de cada día
suceden por causas humanas, en las que el hombre actúa libremente
pudiendo haber actuado de una manera completamente diferente.
Algo por el estilo se puede decir de la marcha de la historia. Sin
embargo, en este particular ya no podemos ser tan tajantes, pues
cuando los acontecimientos se magnifican o a medida que éstos son
considerados durante un período mayor de tiempo, el hombre pierde
dominio sobre ellos y la marcha de la historia se hace errática. El
hombre parece tener dominio sobre un acontecimiento o varios
concatenados; pero, a la larga, la marcha de la historia
parece obedecer a leyes que se escapan a su voluntad. Ésa es
competencia de los dioses, que lejos de darle protagonismo al hombre
lo convierten en animal de granja; o, mejor, en soldado de filas: le
dan una espada o un fusil y lo ponen a matar por una causa sagrada a
sus hermanos o a los animales o a todo lo que se ponga por delante.
Esa ha sido la larga, estúpida y triste historia de la Humanidad.
Pero volvamos a los forjadores de la historia diaria; a los dueños
visibles de este mundo; a los causantes de las infantilidades y los
horrores que los periódicos del mundo entero recogen con prontitud y
nos presentan con alborozo todas las mañanas en sus primeras planas.
Podríamos dividirlos en cuatro clases: políticos, militares,
maníacos del dinero y fanáticos religiosos. Examinémoslos uno por
uno.
Los políticos son unos maníacos del poder puro. No gustan de las
armas ni de la violencia física, pero les gusta mandar. Les encanta
ser vistos, ser tenidos en algo, ser consultados. Por eso se
derriten de gusto ante las cámaras de televisión o ante un
micrófono. Tienen por lo general personalidades psicopáticas;
sienten que les falta algo dentro de sí y por eso quieren vivir en
olor de multitudes. Temen y aman a los periodistas porque éstos
tienen el poder de destruirlos o de convertirlos en ídolos de la
sociedad. Y a su vez los periodistas —incluidos los directores de
los diarios— tienen debilidad por los políticos, porque son como los
bufones nacionales que les proporcionan gratis todos los días
noticias frescas con las que llenar las páginas que serán devoradas
con avidez por la masa de papanatas seguidores de partidos.
Algún día alguien tendrá que hacer un estudio psicoanalítico de la
curiosa simbiosis periodismo-política y más concretamente
periodista-político. Se aman y se odian; se necesitan y se detestan;
se construyen y se destruyen mutuamente. Ahí están los recientes
casos «gate»: los políticos engañando a los periodistas y éstos
destruyendo a los políticos. Pero a la larga no pueden vivir los
unos sin los otros. Son los amantes de Teruel.
Se ha dicho que el poder corrompe especialmente a los políticos.
Pero esta corrupción no se refiere precisamente al mal uso
o a la apropiación de fondos ajenos, sino al cambio total de
mentalidad y costumbres que en ellos se opera una vez instalados en
los puestos en los que se hacen invulnerables.
Se corrompen porque dicen sí a cosas a las que antes habían dicho de
entrada que no; se corrompen porque no cumplen lo que habían
prometido y porque usan la demagogia igual que sus predecesores; y
los más encumbrados se corrompen porque pierden por completo el
contacto con el pueblo y ya no defienden tanto los intereses de éste
cuanto los propios y los del partido, y su gran meta se convierte en
mantenerse en el poder.
Por eso, viendo la frecuencia con que esta metamorfosis se da en los
políticos una vez que cogen el mando, uno llega a pensar que no es
que el poder los deforme, sino que ya llegan a él deformados.
Pero —buenos o malos— la verdad es que los políticos tienen un
enorme poder para torcer o enderezar los rumbos de la sociedad y aun
para hacer feliz o desgraciada la vida de los individuos.
En las alturas, el político profesional pierde la perspectiva de la
sociedad y la ve de una manera completamente diferente. Le sucede lo
que a los que van en avión: desde arriba ven las cosas de una manera
distinta; en cierta manera mejor y en cierta manera peor. No
reconocen los lugares que desde abajo conocen muy bien, porque desde
arriba no se ven las fachadas de las casas; sólo se ven los tejados.
Desde las alturas del poder no se ven las caras de la gente y sus
necesidades diarias y concretas; se ven sólo los déficits de los
presupuestos. No se ve al individuo; se ve la sociedad, la nación,
el Estado. El hombre concreto se difumina, se pierde, y el político
se olvida de él, flotando como está en nubes de coaliciones,
alianzas, pactos y de luchas para mantenerse en el puesto.
Los políticos que llegan a las grandes alturas organizan con
frecuencia viajes rituales de visitas mutuas, con gran pompa y
acompañamiento, ofreciéndose ramos de flores, solemnes recepciones
con pases de revista a filas de pobres esclavos en-fusilados,
discursos en estrados alfombrados, y grandes banquetes. En esto
nunca fallan. La parte más importante de estas visitas de Estado y
las serísimas reuniones de trabajo de los grandes estadistas radica
en un gran banquete en el que no se repara en gastos. Ya no se
acuerdan de que los que pagan esos banquetes son sus convecinos;
pero ellos hace tiempo que no tienen convecinos, porque se aislaron
del pueblo común y viven en casas apartadas y muy bien custodiadas.
Lo único que tienen es compañeros de partido o de candidatura
electoral.
Ellos creen que quien paga esos banquetes es «Hacienda», que es sólo
una palabra; y además ya han tenido la precaución de incluirlos en
el «Presupuesto General del Estado» que son otras tres palabras
impersonales.
Los políticos, desde las alturas del poder, se olvidan que lo que
los hombres y mujeres de su nación y los del mundo entero quieren
ante todo es paz, pero ellos gastan millonadas en comprar armas para
tener tranquilos a los militares. No se acuerdan de que lo que los
hombres y mujeres piden, después de la paz, es un puesto de trabajo
y los políticos destinan miles de millones a obras suntuarias, a
palacios de ópera —para que se deleiten unos pocos que no trabajan—,
a conmemoraciones de descubrimientos, a préstamos a sus amigos
políticos de otros países, mientras millones de hombres concretos,
conciudadanos suyos en otro tiempo y para los que los aniversarios
de descubrimientos y las óperas suenan a música celestial, siguen
padeciendo su incultura, arrastrando su desesperanza por las calles
de nuestras ciudades y mendigando mensualmente la limosna estatal.
Pero la gente normal no quiere limosnas; quiere un puesto de trabajo
para ganarse su pan.
Los políticos desde sus alturas megalomaníacas no caen en la cuenta
de que es un tremendo error que en una familia se le compre un piano
a uno de los hermanos cuando hay otro que no come lo suficiente.
Hace años hice un terrible descubrimiento, una tarde gris, a la
puerta de las Naciones Unidas en Nueva York, después de una gran
recepción de gala: salían los embajadores de las diversas naciones,
y cuanto más miserable era el país que representaban, más elegante
era el «Cadillac» de su embajador.
Es cierto que los políticos no son los dueños totales de este mundo
y tienen que compartir el poder con los otros miembros de la
«fraternidad negra» —como dicen los esotéricos—, pero ¡cuánto mejor
irían las cosas si llegados al poder no se deshumanizasen tanto!
Analicemos ahora a los militares, los segundos dueños visibles de
este mundo.
Los militares son los sucesores de los hombres de las cavernas, pero
uniformados. Al contrario que a los políticos, les encanta la
violencia. Creen que todo se puede arreglar a golpes. Les fascinan
las armas, su juguete favorito, y se pasan la vida pidiéndoles a los
políticos que les den más. Y éstos dedican una enorme cantidad de
dinero del pueblo a comprarles armas de las que lo mejor que se
puede esperar es que no sirvan para nada, porque si sirven será para
hacer la guerra o para matar al propio pueblo que las pagó. Los
políticos se las dan a regañadientes, pero piensan que así estarán
tranquilos en sus cuarteles, jugando con ellas, olvidados de
alzamientos y rebeliones, y los dejarán a ellos jugar a sus
escondites políticos.
En un principio, los militares profesionales aparecieron en las
sociedades para defenderlas de sus enemigos externos. Pero como hoy
ya casi no hay enemigos externos que amenacen con invadirnos, y como
ellos siguen conservando el mismo instinto primario de violencia y
pelea, vuelven sus energías hacia dentro y cada cierto tiempo caen
en la tentación de apalear a sus conciudadanos. En vez de ser los
defensores de la paz son una amenaza constante contra ella. En una
democracia moderna la gente tiene más miedo a los militares de
dentro que a los enemigos de fuera. Y en caso de que surgiese
alguno, los militares llamarán a los universitarios, a los obreros y
a los campesinos, les pondrán un fusil en las manos y los mandarán a
pelear. Y seguirá siendo verdad la vieja copla:
La bala que a mí me hirió también rozó al capitán. A él lo hicieron
comandante y a mí... para el hospital.
Los militares tienen de ordinario una visión simplista de la patria,
de la moral y de la vida toda, y tienden a aplicar los estilos y el
talante del cuartel a la vida familiar y social, sin caer en la
cuenta de que el espíritu castrense tiene la imaginación castrada y
anda a contrapelo de la fraternidad humana. El estilo castrense es
sólo bueno para el cuartel, pero es funesto para la sociedad. Acaba
con la creatividad y hasta con la cultura, y termina engordando sólo
a unos cuantos vivales con galones o sin ellos.
Cuando los abusos y errores de los generales-ministros, el
descontento ciudadano y las enormes deudas externas hacen tambalear
el régimen castrense, los militares, patrióticamente, entregan el
poder y se refugian en los cuarteles. Pero ni aun así dejan de
amenazar con volver a coger el garrote. Ése ha sido el triste
espectáculo de casi todas las naciones sudamericanas en los últimos
cincuenta años.
El poder de los militares no es sutil como el de los políticos. El
poder de los militares es fuerza bruta. Son las balas que perforan
la blanda carne humana y son los cañones que destruyen hogares o las
bombas que borran ciudades del mapa. Los políticos tratan de
convencer, aunque lo traten mintiendo, pero los militares no. Los
militares ordenan, porque ellos se sienten el orden y la ley, y el
que no piense como ellos está equivocado, es comunista y por lo
tanto hay que silenciarlo como sea.
Por eso, cuando ellos tienen el poder está prohibido pensar
libremente. Se puede pensar, pero siempre dentro de los parámetros
castrenses.
Con el dinero que los militares del mundo entero gastan cada año en
comprar y mantener armamentos, y con el dinero que los Gobiernos de
todo el mundo gastan en pagar a los militares (que lo mejor que
pueden hacer es no hacer nada) se podría acabar con la pobreza que
padecen tantos millones de personas en el mundo y se podría elevar
enormemente el nivel de vida de los ciudadanos de todos los países.
Pero en este particular la Humanidad no ha superado la época de las
cavernas y tiene una mentalidad troglodítica en la que el garrote y
la violencia son una necesidad y una manera habitual de convivencia.
Sobre este atribulado planeta pesan como una losa los grandes y
pequeños «Pentágonos», dirigidos por auténticos maníacos de la
violencia, que ya no sólo amenazan la paz de sus propios países,
sino la del mundo entero con sus bombas de neutrinos y sus guerras
de las galaxias. Su paranoia bélica ha llegado a tal punto que,
alentada por la imbecilidad de los Reagans y de los Gorbachovs de
turno, se ha atrevido a poner sobre las cabezas de todos los
habitantes del planeta verdaderos monstruos apocalípticos, que vagan
silenciosos por el espacio y que en cualquier momento pueden caer
del cielo sembrando la muerte sobre millones de inocentes. La
esquizofrenia de unos pocos dementes ha revivido el viejísimo mito
del maná divino, convirtiéndolo en una lluvia infernal.
La enfermedad que padecen estos maníacos de la violencia es
actualmente la principal amenaza de la Humanidad. Mientras existan
individuos que creen que la mejor manera de arreglar las cosas es a
golpes y matando, la Humanidad seguirá enferma de angustia.
Pasemos a otros «señores del mundo»: los maníacos del dinero. Son de
dos clases: los legales y los ilegales.
Los ilegales tienen menos poder en cuanto a gobernar el mundo; más
bien contribuyen de una manera indirecta a aumentar el caos
reinante. Son los chulos de gran estilo que quieren vivir a costa de
la sociedad y se organizan en mafias financieras y en grupos
secretos que chantajean y estafan a la sociedad de mil maneras
diferentes, con el solo fin de conseguir dinero y vivir bien. A
veces lo hacen a lo grande y profesionalmente, y a veces por la
libre y en pequeña escala.
Por culpa de unos y de otros vivimos entre rejas, la sociedad tiene
que gastar millones en policías y guardias, se arruinan empresas y
hay atracos en todas las esquinas de las grandes ciudades.
Si estos gángsters disfrazados de personas honorables llegan en
alguna parte a conseguir el poder político —tal como ha sucedido en
algún gran país latinoamericano—, entonces el asesinato, la
extorsión, el peculado y toda suerte de crímenes se convierten en el
pan nuestro de cada día, practicado por las dignísimas autoridades,
y en todo el país comienza a sentirse una profunda angustia y un
olor a podrido.
Pero de ordinario estos chulos de la sociedad no suelen ambicionar
el poder político y en cuanto consiguen el dinero lo mandan a Suiza
—el país-cloaca que vive de encubrir a todos los grandes ladrones
del mundo— y se van a calentar sus barrigas al sol de Miami.
Algún día habrá que instituir la pena de muerte para estas
sanguijuelas que viven voluntaria y conscientemente de exprimir la
sangre a sus conciudadanos.
Pasemos a los maníacos del dinero legales, que en buena parte son
tan perniciosos como los ilegales. Suelen estar parapetados en los
grandes Bancos, grupos, trusts, holdings, financieras, etc., y desde
sus lujosos despachos acristalados, en lo alto de los rascacielos,
manejan con unos hilos sutilísimos pero muy eficaces el gran
«guiñol» de la política nacional e internacional. Los políticos, muy
serios, gesticularán, harán declaraciones o bailarán, según estos
mefistófeles financieros les tiren de los hilos.
A veces, cuando quieren ayudar a uno de ellos porque lo ven más útil
para sus intereses, lo empinan desde abajo con préstamos abundantes,
para que sea más visto y tenga ocasión de gritar más y convencer a
un mayor número de borregos electores. Y si no gana en las
elecciones, los buenos y generosos banqueros son capaces de no
cobrarle intereses por el préstamo. Porque los hombres de la Banca,
a pesar de ]o mucho que los critican, también tienen su poquito de
corazón.
La relación entre la política y la Banca es, a pesar de las
apariencias, mucho mayor de lo que parece. Los políticos tratan de
no hostigar demasiado a la Banca para que ésta pueda hacer sus
negocitos con paz de espíritu (y en los lugares donde las cosas
están más corruptas, para que ésta les devuelva en metálico sus
«permisos» y su laissez faire). Y a su vez la Banca financia con
intereses tolerables —los normales son intolerables— las campañas de
los políticos, y sobre todo los acoge en su seno cuando un golpe
infausto de la suerte los desbanca del poder y tienen que abandonar
lo que irónicamente se llama el «servicio público». Los despachos de
los grandes Bancos suelen ser el puerto seguro en el que finalmente
han recalado muchas veces naves políticas rotas. Las buenas acciones
de los políticos, el Señor las suele recompensar con buenas acciones
bancarias.
Para los maníacos organizados del dinero lo más importante en el
mundo es acrecentarlo. Que a causa de sus exigencias una nación vaya
al caos o una empresa o individuo se arruinen, eso les tiene sin
cuidado a los grandes mogoles de las finanzas. Lo único que cuenta
para ellos son los dividendos y por eso están muy atentos a los
buenos negocios. La docena de guerras que hay en la actualidad en
este loco planeta son una auténtica mina de oro para los traficantes
de armas, y la Banca, aconsejada por políticos y militares, financia
a todos los bandos para que no se termine el negocio aunque la gente
siga muriendo. Y si se terminase están dispuestos a prestarles
dinero para que entierren decentemente y según los ritos sagrados a
sus muertos.
Desgraciadamente para ellos, se les acabó el pingüe negocio de
décadas pasadas, que consistía en prestar dinero en condiciones
abusivas a naciones subdesarrolladas en las que gobernaban políticos
rapaces. Los banqueros prestaban aun a sabiendas de que aquel dinero
endeudaba aún más a la nación porque iba a parar a las cuentas
privadas de los presidentes, ministros y generales ladrones que
tanto han abundado en la historia reciente de los países en
desarrollo. Los gobernantes patriotas y decentes que han heredado
esas deudas de ignominia harán muy bien en no pagar un dinero que
unos políticos ladrones le robaron a unos banqueros estafadores.
Los grandes Bancos se parecen a los buitres carroñeros: cuanto más
carne podrida hay, más gordos están. Engordan a costa de las
empresas «ejecutadas», de la esclavitud de los acreedores acogotados
por sus intereses desmedidos y de no se sabe qué turbios manejos
financieros que producen la inexplicable paradoja de que cuando la
economía nacional está por los suelos las ganancias de los grandes
Bancos están boyantes. Y ahí están los periódicos y las estadísticas
para probarlo.
Los pequeños Bancos que se arruinaron fue porque se pasaron de
listos y cayeron en las propias trampas que ellos les habían puesto
a sus clientes.
Y por fin enjuiciemos al último miembro de la «fraternidad negra»:
los fanáticos religiosos.
No hay en el mundo cosa que haya separado más a los humanos y que
los haya hecho pelear y odiarse tanto como las religiones.
Aunque los líderes de las diversas religiones se jactan de que lo
que todas ellas predican en el fondo es el amor y la justicia, y por
lo tanto contribuyen a la unidad del género humano, los hechos a lo
largo de los siglos nos dicen todo lo contrario: la historia está
tejida de guerras ocasionadas pura y simplemente por la religión.
Además predican el amor y la justicia cada uno a su manera; los
predican rodeados de una serie de circunstancias diferentes que
impiden que ese amor y esa justicia se extiendan a todos los
hombres.
Las religiones son creencias y ritos ideados por ciertos individuos
que oyeron o creyeron que oían voces del más allá, que les dictaban
lo que los hombres tenían que hacer para «salvarse». Todas las
religiones sin excepción provienen de apariciones de entidades
celestiales de las que alguien fue testigo. Es decir, las religiones
no provienen del hombre, sino de fuera del hombre, de algo o de
alguien que se la impuso al hombre haciéndole creer cosas y
practicar ritos que en muchas ocasiones van contra un elemental
sentido común.
Y el vidente-fundador, como un niño, creyó las tonterías que le
dictaron y organizó toda su vida y la de sus seguidores en función
de estos «mandamientos» venidos de un «más allá» nebuloso.
Las religiones juntan a grupos de hombres al hacerles creer las
mismas cosas y al propio tiempo los separan de otros que creen en
«dogmas» diferentes. Y como cada uno de los fieles de una religión
cree poseer toda la verdad y ser el fiel seguidor de la voluntad de
Dios, mira a los otros que no creen igual como a sospechosos y
enemigos de Dios, v en otros tiempos se sentía con el derecho y la
obligación de perseguirlos v hasta de matarlos. Porque Dios —el Dios
que él tiene en su cabeza— es el dueño de toda vida. Las religiones
engendran un «odio santo» al pecado y como consecuencia a los
pecadores que lo cometen.
En tiempos pasados los reinos e imperios eran con frecuencia
teocráticos; el rey era al mismo tiempo sacerdote o estaba investido
de algún poder sagrado. Dios lo bendecía especialmente y él se
sentía como su representante, lo cual lo facultaba para hacer lo que
le diese la gana.
Hoy día, si bien esta situación sigue dándose en los países menos
desarrollados, en Occidente ya pasó a la historia y los
jefes religiosos son una casta aparte de los líderes civiles. Éstos
siguen todavía mostrando cierto respeto farisaico hacia los jerarcas
religiosos, pero en el fondo lo único que les interesa es que no
inciten a sus fieles contra las medidas de gobierno.
Los líderes religiosos de Occidente va no pretenden directamente
«gobernar» a sus feligreses, pero dictándoles pautas para «vivir
conforme a los mandamientos de Dios» les gobiernan las vidas de una
manera más profunda de lo que lo hacen los gobernantes civiles.
Éstos se quedan en lo externo de las costumbres, mientras que
aquéllos van al fondo de las conciencias.
En los países subdesarrollados, la fuerza que tienen los líderes
religiosos es enorme y funesta. Sin armas y sin dinero, basándose
únicamente en amenazas y promesas referentes a la otra vida, tienen
un poder total sobre las vidas de las pobres gentes. En gran parte
el subdesarrollo de esos países y su falta de progreso se debe
precisamente a los mandamientos de sus respectivas religiones que no
les dejan usar su mente con libertad. Y en muchas ocasiones las
religiones «predicadoras de la paz» son precisamente las causantes
de que no la haya. El infierno que es en la actualidad el Oriente
Medio es la mejor prueba de lo que estoy diciendo.
«Irán e Irak se destrozan mutuamente con una santa ferocidad
inspirada por Alá, superando ya la espantosa cifra de medio millón
de muertos. Irak por vengar viejas ofensas patrias de los iraníes y
éstos por la extensión de una santa revolución islámica. Drusos y
cristianos se matan animados por un heredado rencor religioso. Los
palestinos se aniquilan entre sí por razones patrióticas
entremezcladas con razones religiosas. Siria y Libia colaboran en la
guerra santa contra el Gobierno cristiano del Líbano.
Norteamericanos y franceses vuelan por los aires a impulsos de una
dinamita empapada de odio racial y religioso. Y en la base de todo
este caos, y como origen de él, el ciego fanatismo religioso de
Israel que un buen día y contra todo derecho (inspirados por las
palabras de Yahvé, ¡pronunciadas hace ya 4.000 años!) despojaron de
su patria a los palestinos, convirtiéndolos en un pueblo errante y
desesperado. De víctimas del salvajismo nazi, los israelíes se han
convertido en los nazis del Oriente Medio.
»¿Por qué todo este horrendo infierno del Líbano? Por ideas
"sagradas" fomentadas por líderes religiosos, y defendidas con furor
por fanáticos descerebrados, que en vez de usar su cabeza se dejan
llevar por sus sentimientos.» (Defendámonos de los dioses, cap. 9.)
Éstos son los «visibles señores del mundo».
Con tales señores ¿se puede extrañar alguien que la historia humana
haya sido el conjunto de horrores que ha sido, y que en la
actualidad, cuando ya nos consideramos poseedores de una tecnología
avanzadísima, tengamos a medio mundo convertido en un volcán de
guerras, con millones de personas pasando hambre, con docenas de
especies de animales extinguiéndose cada año, con lagos, mares y
ríos envenenados, y con la mayor parte de los bosques enfermos por
la atmósfera contaminada?
El hombre verdaderamente racional y con sentimientos llora ante tal
panorama. Pero «los visibles señores del mundo», tan tranquilos,
siguen adelante con sus «guerras de las galaxias» o jugando a las
«reuniones cumbre» sin que sean capaces de llegar a ningún acuerdo,
inflando artificialmente los intereses y los precios del oro, y
hasta emitiendo nuevas Encíclicas sobre dogmas olvidados, con las
que intentan seguir teniendo atontadas las mentes de los fieles o
alentando a los que detonan coches-bomba para defender la gloria de
Alá.
¿Quién nos librará de semejantes señores? Y puesto que no han venido
de fuera sino que son de nuestra propia carne y sangre, será lógico
que nos preguntemos: ¿por qué, en cuanto el ser humano se encumbra,
se vuelve un verdugo para sus hermanos y se deshumaniza tanto?
¿Por qué, aunque entre estos señores los haya rectos y con buena
voluntad, las maquinarias rectoras del mundo, las reglas sociales
por las que se gobierna el planeta, las grandes instituciones
internacionales, los mayores centros del saber donde se trazan los
nuevos rumbos de la Humanidad, se han hecho tan egoístas e inhumanos
a pesar de sus pronunciamientos contrarios, y se han olvidado tanto
de la paz, la justicia y el amor, que son los valores fundamentales
a los que todo ser humano aspira?
Creo que la solución a tan importante pregunta —aunque la ciencia
oficial no lo quiera admitir— está en lo que diremos en el resto de
este libro. Está en los «señores invisibles» de los que los
«visibles» no son más que meros servidores, que lo único que hacen
es obedecer las órdenes que aquéllos les dictan, aunque lo hagan
inconscientemente las más de las veces.
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