LULA
Conozco a Lula desde 1973.
Había sido invitado a hablar sobre mis
experiencias en las investigaciones acerca del fenómeno OVNI, a casa
de un amigo inglés, ingeniero de profesión, en la ciudad de Caracas.
Con ese motivo él había invitado además a un grupo de personas
interesadas en el tema. Uno de los invitados fue Lula, que se
suponía vendría con su esposo, que aunque no tan interesado como
ella, de vez en cuando hablaba de cosas muy interesantes sobre estos
mismos temas, por las que se veía que conocía a fondo el asunto.
Lula vino, pero sin su esposo, y participó activamente en la
conversación que tras mi charla se entabló entre todos los que
habían asistido. Nos despedimos y en ningún momento pude yo
sospechar que precisamente por aquellas fechas estaba ella siendo
testigo directo y en cierta manera actriz principal en un
interesantísimo drama en el que el otro actor era un
«extraterrestre», con todas las reservas que esta palabra me
produce.
Habrían de pasar casi diez años antes que volviese a ver a Lula,
esta vez en Madrid, tras el programa «Medianoche» de Antonio José Alés en la Cadena SER.
Lula me llamó por teléfono diciendo que quería hablar conmigo al día
siguiente. Durante todo ese tiempo yo había sabido de ella en muchas
ocasiones, por comunes amigos que comenzaron a hablarme de su
interesantísimo caso.
Todo había empezado a principios de los años setenta, en el Museo de
Carrozas que existe en el Palacio Real de Madrid. Lula estaba
tomándose unas vacaciones, para descansar un poco de las muchas
tensiones a que últimamente se había visto sometida, por las malas
relaciones con su marido. Las disputas eran casi constantes y la
gran diferencia de edad entre ellos agravaba aún más las cosas.
Aunque el tener que separarse por unos días de sus pequeños hijos
era algo que le disgustaba, tomó la decisión de ausentarse para
poder reflexionar mejor acerca de la situación y para poder
serenarse.
Aquella tarde el museo estaba prácticamente vacío. Lula se había
detenido ante un viejo landó cuando oyó las pisadas firmes de
alguien que lentamente se acercaba hacia donde ella estaba. A medida
que los pasos se aproximaban sentía como si verticalmente le
clavasen un puñal helado a lo largo de toda la columna vertebral.
Pero no se volvió. Únicamente miró de reojo hacia abajo para ver si
podía distinguir quién estaba situado detrás de ella. Sólo pudo
distinguir los lustrados zapatos de un hombre pero no levantó la
vista para verle la cara.
Conmocionada por la fuerte impresión física que había recibido y al
mismo tiempo intrigada por quién podría ser aquel individuo que le
había causado semejante conmoción interna, se alejó del lugar y
salió al jardín, sentándose en el asiento de un viejo trenecito que
por aquellas fechas se hacía aún circular, en un breve recorrido
para los turistas. Sacó un libro y se puso a leer.
Al poco rato, el desconocido se acercó a donde ella estaba y sin
decir nada se sentó en el asiento de al lado, a pesar de que había
muchos otros vacíos, ya que a aquella hora ellos eran prácticamente
los únicos visitantes del museo.
Lula volvió a sentir la misma fuerte impresión a lo largo de toda su
columna vertebral. Pero no levantó la vista del libro a pesar que se
hallaba francamente molesta por la falta de delicadeza de aquel
desconocido. Para entonces, ya había podido caer en la cuenta de que
se trataba de un hombre joven, extraordinariamente alto y muy bien
trajeado.
Tras unos instantes, el desconocido rompió el tenso silencio:
—Señorita, ¿de dónde es usted?
Lula tuvo la tentación de enviarlo al infierno pero se contuvo y no
dijo nada. Y de nuevo oyó la voz:
—¿Es usted española?
Un largo silencio. Lula estaba dispuesta a no cambiar palabra con
aquel impertinente desconocido. Pero de nuevo se oyó su voz pausada:
—No. Usted no es española. Ni tampoco francesa... ni italiana.
Hubo otro silencio.
—¡Usted es venezolana!
Lula saltó como un resorte al verse así descubierta por alguien a
quien no había visto en su vida y que además le estaba resultando no
sólo inquietante sino hasta repulsivo, por lo atrevido y
desconsiderado.
De una forma hostil, como si no creyese lo que le
decía, replicó:
—¿Cómo lo sabe usted? Y además, ¿quién es usted?
—No importa quién soy ni cómo lo sé. Lo cierto es que usted es
venezolana.
—Sí, lo soy, pero no tengo intención de hablar con usted si no me
dice quién es y sobre todo cómo ha logrado saber que soy venezolana.
El extraño —al que en el futuro llamaremos
Jorge, aunque el nombre
que él usaba no fuese ése— dijo cómo se llamaba, pero mantuvo su
hermetismo en cuanto a sus orígenes, defendiéndose con evasivas a
las preguntas de Lula referentes a muchos pormenores de su vida.
La conversación que había comenzado tensa, acabó distendida y mucho
más animada. Cuando al cabo de un buen rato llegó el momento de
cerrar el museo se despidieron cortésmente en la acera. Al cabo de
unos días Lula se volvió para su tierra y pasado un tiempo se había
olvidado por completo del extraño incidente en el Museo de Carrozas.
Transcurrieron varios años. Lula daba una recepción en su gran casa
de Caracas y se encontraba aquella tarde muy ajetreada atendiendo a
los detalles de la fiesta, cuando le dijeron que la llamaban por
teléfono.
Al otro lado había una voz desconocida:
—Hola Lula, ¿me recuerdas?
—Por la voz no.
—Soy Jorge.
—¿Jorge? Conozco a varios Jorges y además hoy vienen muchas persona
a la fiesta y no sé si serás una de ellas, pero no caigo... ¿Nos
hemos visto alguna vez?
—Sí, nos hemos visto y somos viejos amigos. ¿Recuerdas la visita al
Museo de Carrozas de Madrid?
Lula recordó en un instante el extraño episodio vivido en Madrid
varios años atrás, pero preocupada como estaba con la fiesta de la
noche le pareció que era una mala suerte el que precisamente aquel
día volviese a presentarse aquel raro hombre.
Se le ocurrió una
idea:
—¿Por qué no vienes esta noche a la fiesta y así, aparte de vernos,
tienes ocasión de conocer a mucha gente interesante? Porque me
imagino que no te sobrarán amigos aquí en Caracas.
—Perfecto. Allí estaré puntual.
Cuando Lula colgó, se felicitó a sí misma por haber encontrado tan
rápida y brillantemente solución al problema. A los cinco minutos,
embebida en la preparación de los canapés y demás detalles de la
recepción, ya se había olvidado de la llamada de Jorge.
Llegó la hora de la fiesta. Lula y su marido recibían uno a uno a
los huéspedes a medida que iban llegando. Estaba saludando en la
puerta a uno de ellos, cuando a sus espaldas sintió como un viento
helado que se le metió como una daga por la columna vertebral.
Instantáneamente recordó la experiencia tenida en Madrid. Se volvió,
rápida, y allí estaba Jorge sonriéndole.
Terminó la fiesta sin nada de particular, como no fuese el
extraordinario atractivo que Jorge demostró ejercer sobre todos los
asistentes, y se despidieron. En la puerta le anunció que su
estancia en Caracas no era pasajera sino que intentaba quedarse a
vivir allí.
A partir de aquel día comenzó a asediarla para que se divorciase del
hombre hosco y viejo con quien estaba casada. Constantemente le
repetía: «Salte de ese viejo inmueble», refiriéndose, en parte, a la
gran casa en que vivía, situada en uno de los mejores barrios
residenciales de la capital, y en parte a su marido, que como
dijimos, le llevaba bastantes años de edad.
Lula al principio no le prestaba oídos, pero como las disputas y las
diferencias con su esposo eran cada vez mayores, acabó
divorciándose, entablando posteriormente relaciones con Jorge, que
culminaron en boda al cabo de algo más de un año.
Por todo lo dicho hasta aquí no tenemos derecho alguno a sospechar
que Jorge no fuese un ser humano ordinario y a equipararlo con las
extrañas entidades a las que nos estamos refiriendo en este libro.
Pero de él sabemos muchas más cosas contadas no solamente por Lula
sino por sus familiares y amigos. Y si bien es cierto que ninguno de
ellos sospechó que pudiese ser un «no-humano» sin embargo no dejaban
de extrañarse mucho ante sus raras cualidades.
Ya le dije al lector cómo mi oportunidad de haberlo conocido
personalmente se frustró, al no haber él querido asistir acompañando
a Lula a una velada en casa de un amigo, en la que yo hablé sobre
temas de los que seguramente él sabía mucho más que yo. No era
partidario de frecuentar reuniones ni de hacer nuevas amistades.
Pero si alguna vez acudía a una reunión, casi seguramente se
convertía en el centro de atracción y en el animador de la charla.
Daba la impresión de que sabía de todo, y no con un conocimiento
superficial, sino descendiendo a detalles propios de un profesional
en la materia.
Las cosas por las que un estudioso de estos temas hubiese podido
sospechar que se trataba de un «no-humano» son muchas, y Lula las
guarda muy bien en su memoria, tal como me las contó en una larga
conversación que tengo grabada en varias cintas magnetofónicas.
Tras de su boda con Jorge y en su trato íntimo con él, Lula comenzó
a descubrir cosas que la llenaban de asombro cada día.
Estas
extrañas cualidades de su marido no sólo no impedían que estuviese
muy unida a él sino que me confesó que llegó a estar completamente
enamorada.
—Como marido era perfecto. Me trataba con gran cariño y al mismo
tiempo con un gran respeto. A veces me miraba como si yo fuese una
niña y en realidad yo así me sentía viendo su gran superioridad en
todo.
—Con mis dos hijos (habidos en el primer matrimonio) era un padre
ideal. Creo que los entendía mejor que yo. Ellos lo querían mucho y
al mismo tiempo lo respetaban. Él les adivinaba por completo sus
necesidades y sus deseos.
Llegó un momento en que ante tantas cosas extraordinarias que Lula
veía hacer a su marido no sabía qué pensar. Nunca llegó a pensar que
fuese «extraterrestre» —término que entonces estaba en Venezuela muy
de moda— pero en más de una ocasión le preguntó medio en broma medio
en serio de dónde era o de dónde había venido.
Él le decía siempre
lo mismo: era un descendiente de italianos que habían venido a
Sudamérica en busca de mejores oportunidades de vida. En efecto, él
usaba un apellido italiano bastante corriente en Argentina. Y cuando
Lula se ponía impertinente instándole a que le dijese quiénes eran
sus padres y dónde había adquirido tantos conocimientos y tantas
facultades, él decía que no fuese tan curiosa y con alguna broma
salía del paso. Pero nunca dio a entender que él no fuese humano.
Más bien trataba de hacer creer que lo era y en cierta manera
procuraba adelantarse a las pequeñas dudas que ella pudiese tener
ante actuaciones suyas que superaban todos los límites humanos.
Su vida era en ciertos aspectos normal pero en otros distaba mucho
de serlo. La fuente de sus ingresos era una compañía de importación
y exportación de libros que tenía un local y unos cuantos empleados.
Jorge la atendía como algo secundario en su vida y daba la impresión
de que le importaba poco si le iba bien o mal, aunque a él nunca le
faltaba dinero ni se quejaba de apuros financieros.
Sus cualidades extraordinarias lo eran tanto en lo psíquico como en
lo físico. En cuanto a lo primero, usaba la precognición como algo
normal. En muchas ocasiones preveía y predecía lo que iba a pasar y
atenía a ello su conducta, dejando de hacer cosas que hubiese hecho
o adelantándose a hacer algo que luego, a causa de los
acontecimientos previstos, no iba a poder hacer.
Los hechos que podría narrar son muchos. Cierto día en que iban por
la carretera, conduciendo Jorge, repentinamente éste comenzó a
decirle a Lula de una manera apremiante y refiriéndose a un camión
que iba como a doscientos metros delante de ellos, en una gran
bajada:
—¡Fíjate en aquel camión! ¡Fíjate bien!
Lula clavó los ojos en el camión. Pasaron unos largos instantes y al
no ver en él nada de particular le preguntó intrigada:
—Yo no veo nada. ¿Qué es lo que pasa?
—¡Fíjate! ¡Va a chocar!
Todavía pasaron unos instantes hasta que, repentinamente, saliendo
de un costado de la carretera, apareció un coche contra el que el
camión, a pesar de haber frenado violentamente, se dio un tremendo
topetazo, volcándose posteriormente. Fue un serio accidente, en el
que de haber proseguido Jorge con la velocidad que traía se hubiese
visto involucrado, pues estaría rebasándolo en aquellos momentos.
¿Cómo supo él que el camión iba a chocar sin que hubiese signo
alguno de que iba a aparecer el otro vehículo por el costado?
Incidentes como éste, Lula puede contar un sinnúmero.
—A veces, cuando íbamos a gran velocidad por la carretera, él paraba
violentamente, y cuando yo le preguntaba asustada qué pasaba, me
contestaba con gran tranquilidad: «Iba a romperse tal cosa.» Se
bajaba; levantaba la tapa del motor, lo arreglaba rápidamente y
seguíamos el viaje.
Su manera de conducir el automóvil hubiese sido suicida en un ser
humano normal. Más que correr, volaba. Lula, al principio, se
resistía a viajar con él por el pánico que pasaba, temiendo que en
cualquier momento se iban a estrellar. Le rogaba que fuese
másdespacio. Él obedecía por un tiempo y en parte, diciendo siempre
que no tuviese miedo, que no pasaría nada.
Pero al cabo de un rato
ya el coche iba de nuevo lanzado a cerca de doscientos por hora y en
malas carreteras. Tan normal era esto, que Lula llegó a
acostumbrarse y sobre todo después de haber sido testigo
repetidamente de cómo él sabía sortear las situaciones más difíciles
y salía siempre indemne en donde otros conductores hubiesen
perecido.
Daba la impresión de que las distancias se acortaban y
Lula me ha asegurado que en varias ocasiones hicieron el viaje de
Caracas a Barquisimeto en tres horas, cosa completamente imposible
para un conductor normal. Además ella se asombraba cómo un coche de
tan poca potencia —un «Valliant»— era capaz de desarrollar tan
tremendas velocidades y durante tanto tiempo seguido.
En cuanto a sus cualidades físicas daba la impresión de haber sido
criado en el agua y de pertenecer a este elemento.
—Cuando íbamos a la playa, era un espectáculo verlo nadar. En los
días de mayor marejada y cuando nadie se atrevía a entrar en el agua
por la fuerte resaca y por la violencia de las olas, Jorge con toda
tranquilidad se adentraba en el mar, desapareciendo debajo de las
grandes olas y reapareciendo entre un mar de espuma cada vez más
lejos de la costa.
»Al principio yo me asustaba mucho pero ante la seguridad que él
mostraba y viendo que siempre regresaba sin haber tenido ningún
problema llegué a prescindir de sus entradas y salidas en el mar. En
alguna ocasión, viéndolo uno de los salvavidas frente a la playa de
un hotel entrar en un mar muy agitado y adentrarse aguas adentro,
corrió hacia mí, sabiendo que yo era su esposa y me dijo que aquello
era una locura y que le hiciese señas para que volviese
inmediatamente porque estaba en un gran peligro. Yo lo tranquilicé y
le dije que no se preocupase por que mi marido era un auténtico pez y
había hecho eso mismo en muchas otras ocasiones. Él no lo podía
creer y se alejó protestando que él no tendría ninguna
responsabilidad si pasaba algo.
»A veces tardaba horas en volver sin que yo lo pudiese ver en
ninguna parte, aun buscándolo con anteojos de larga vista. A veces
lo veía a más de un kilómetro mar adentro regresando hacia la playa
nadando a buena velocidad, en sitios en donde abundan los tiburones.
Yo de ordinario tomaba mi baño y luego me sentaba tranquilamente a
leer para lo cual ya iba bien preparada pues sabía que mi espera
podía ser larga.
»Cuando llegaba venía hacia mí, me hacía alguna caricia y me
preguntaba mimosamente cómo lo había pasado y comenzaba la segunda
parte del espectáculo aún más extraordinaria que la primera y por lo
menos mucho más visible. Con frecuencia, las personas que habían
caído en la cuenta de que aquel hombre había desafiado por más de
dos horas la furia de las olas en los días en que nadie bajaba a la
playa, se acercaban para verlo de cerca, pero se quedaban aún más
pasmadas cuando lo veían practicar rutinariamente su ejercicio que
podríamos llamar «posnatatorio».
»Solía decirme: «Lulita, me voy a calentar un poco.»
Y comenzaba a
correr a todo lo largo de la playa. Primero comenzaba trotando a
grande zancadas, pero paulatinamente su velocidad se iba
incrementando hasta ser comparable a la de un caballo de carreras a
todo galope. La gente, desde el malecón y desde la carretera que
corría paralela a la playa, se quedaba pasmada ante «aquello» que
veían pasar a toda velocidad y recorrer los dos o tres kilómetros de
playa en menos de dos minutos.
Al llegar a las rocas del extremo y
sin detenerse absolutamente nada, volvía para atrás y hacía el mismo
recorrido a la misma velocidad. Recorría la playa varias veces en
ambas direcciones y era tan llamativo que los automóviles se
detenían para verlo y la gente se bajaba y se acercaba a la arena
para ver de cerca a quien corría a tal velocidad.
Todo lo que le
diga en este particular es menos que la realidad.
Lula sigue contando, y aunque han pasado unos cuantos años y Jorge
ya no está en este mundo, se le nota todavía un entusiasmo cuando
recuerda las hazañas del que fue su compañero perfecto.
—Y fíjese que esto lo hacía un hombre que acababa de estar dos horas
o más en agua fría del océano nadando sin parar y además lo hacía
alguien ¡que no tenía pulmones!
Esta afirmación de Lula me hizo arquear las cejas. Ella, dándose
cuenta de mi extrañeza, me dijo que me explicaría un poco más tarde
cómo supo semejante extraño detalle de su anatomía.
Me extrañó que me dijese que tenía una foto de Jorge. Como ya he
dicho, a estos individuos venidos de otras dimensiones no les gusta
que los fotografíen y se las ingenian para que nadie lo haga, y si
lo hace, para que no salgan las fotos. Aunque la verdad es que tener
una sola fotografía de un marido tan querido es más bien algo
extraño, cuando lo lógico es tener varias docenas de ellas en todas
las posiciones y en diversas épocas.
Pero se ve que Jorge hizo una excepción y creyó que ya era
suficiente el dejarle una a su mujer. En muchísimos otros casos en
que ha habido una gran unión entre un «no-humano» y un humano,
aquél, a pesar de la amistad, no ha querido dejar ni permitir foto
alguna a su amigo o amiga.
Naturalmente le pedí que me la dejase ver. Jorge aparece en ella
sentado, con sus largas piernas cruzadas y no completamente de
frente, sino vuelto de medio lado, de modo que no se le ven los
ojos. Da la impresión, una vez más, de que no quiso que la cámara
fotográfica lo enfocase de frente y le tomase los ojos. Por lo
demás, sus facciones no tienen nada de extraordinario. Se diría de
él que podría tener algo de sangre india por el tono del color de su
piel y por su pelo negro. Lula, con toda razón, guarda su única foto
como un tesoro.
El lector estará intrigado por saber cuál fue el fin de la unión de
Jorge con Lula, una vez que hemos dicho en líneas anteriores que
Jorge ya no estaba en este mundo.
Al poco de su matrimonio, Jorge empezó a quejarse de la gran
contaminación del aire que respiraba. Decía que aquello perjudicaba
mucho a su salud. Lula le sugirió que comprasen una casa en las
afueras de la ciudad, donde el aire era mucho más puro. Jorge,
incomprensiblemente para Lula, replicaba: «No es el aire de la
ciudad propiamente lo que me hace daño. Es la atmósfera.» Lula no
entendía la distinción por aquel entonces.
A causa de esta «contaminación de la atmósfera» Jorge a veces se
sentía muy mal. Se ponía cianótico y se tumbaba en la cama cuan
largo era, quedándose completamente inmóvil un buen rato.
Entonces
echaba mano de un frasquito que portaba siempre consigo, lo
destapaba y se lo llevaba a la nariz, permaneciendo así por unos
instantes. Cuando retiraba el frasquito y lo tapaba, se incorporaba
en la cama y era como si hubiese resucitado; hablaba con toda
normalidad y nadie hubiese dicho que un minuto antes había dado
señales de estarse muriendo.
Antes de seguir adelante diremos que este misterioso frasquito
sirvió en más de una ocasión para que Lula probase la capacidad de
clarividencia de su marido. Éste le había dicho muy amablemente que
si alguna vez veía el frasquito en algún sitio (cosa muy improbable
porque Jorge lo llevaba siempre consigo) no cayese en la tentación
de abrirlo y menos de olerlo. Y esto sin ninguna excepción. Se lo
hizo prometer y Lula se lo había prometido de todo corazón, y así lo
cumplía las escasísimas veces que tenía ocasión de faltar a su
palabra.
Pero como los humanos somos como somos y según dice el refrán «la
tentación hace al ladrón», en cierta ocasión en que Jorge se hallaba
tumbado en la cama de su habitación. Lula entró en el cuarto de baño
y vio encima del lavabo al intrigante y diminuto frasquito. Aunque
el propósito de cumplir la promesa que le había hecho a su marido
era firme, no dejó de pasarle por la mente qué misteriosa sustancia
podría haber en tan pequeño pomo que era capaz de realizar los
milagros que ella había presenciado tantas veces.
Lo tomó en sus
manos y lo estaba observando con atención cuando oyó la voz de Jorge
que decía:
—Lulita, ¿qué estás pensando? Tráeme el frasquito y déjate de pensar
cosas.
Las dificultades respiratorias de Jorge fueron haciéndose cada vez
más frecuentes y graves. Nunca siguió las sugerencias de Lula para
que fuese a un especialista y jamás se dejó de ver por un médico.
Tenía algo de alergia a los galenos y en casa él era el que curaba
las pequeñas dolencias de los niños y las suyas propias excepto
aquellas que tenían que ver con la respiración. Su afección no era
precisamente asma o algo por el estilo; él se quejaba siempre de lo
mismo: el aire de la atmósfera era malo para él aunque no estuviese
contaminado por humos y gases.
Un buen día, tras varios ataques de los que salió de la manera
acostumbrada, cayó en una especie de coma del que parecía ya no iba
a salir, pues pasaba el tiempo y no recobraba el conocimiento ni
daba señales de vida tal como en tantas ocasiones había hecho. Ante
esto, Lula llamó a una ambulancia y lo trasladaron por primera vez a
una clínica.
Allí, ante los síntomas que Lula les explicó a los
doctores, le hicieron una radiografía pulmonar. Cuando la vio el
médico, increpó al técnico de rayos X y le dijo que se fijase mejor
en lo que hacía, pues aquella placa estaba muy deficientemente
tomada y no servía para nada. El técnico se defendió y dijo que la
había hecho con el mayor cuidado y que eso era lo que salía. Cuando
le tomó la segunda fue el propio técnico el que se sorprendió al ver
que la placa era completamente anormal. Le sacó otra y otra más
hasta que el mismo doctor se convenció de -que aquel sujeto no tenía
pulmones.
Lo único que se veía en la esquina inferior de la placa
era un raro tejido que no tenía nada que ver con los pulmones
humanos. Varios doctores, extrañadísimos ante lo que veían por
primera vez en su vida, contemplaron con detenimiento las placas y
con toda seguridad tomaron la determinación de asistir a la autopsia
de aquel hombre en caso de que muriese, para ver cómo había podido
oxigenar su sangre careciendo de pulmones.
Pero aquel individuo
estaba aún vivo.
En la habitación de la clínica, Lula no se separaba de él,
ayudándole a veces su madre y una enfermera particular. Una vez
ingresado allí nunca recobró el conocimiento. Su respiración se fue
haciendo más fatigosa, hasta que en presencia de uno de los médicos
que lo atendía dejó de respirar. El doctor, intrigadísimo ya por lo
que había visto en la radiografía, le tomó todas las constantes
vitales y se cercioró bien de que efectivamente el paciente había
muerto.
Lula, siguiendo instrucciones que Jorge le había dado, no permitió
que le hiciesen la autopsia, quedándose los médicos con el deseo de
ver en directo la extrañísima anomalía que habían detectado en las
placas.
Poco antes de que sucediese el desenlace, el lecho había sido
separado unas dos cuartas de la pared, para que Lula pudiese estar
al lado de la cabecera sin molestar al doctor y a la enfermera que
lo atendían desde el otro lado.
Cuando Jorge, según el médico, había expirado, Lula se abrazó a su
cuello y estuvo así un buen rato. Aceptado ya el trance y repuesta
de la primera emoción se incorporó dispuesta a salir del estrecho
pasillo en que estaba contra la pared y pasarse al otro lado. Al
querer salir por el fondo de la cama que distaba unos veinte
centímetros de la pared, se enredó con las sábanas y colchas y por
más que lo intentaba no lograba desenredar el compacto nudo que
habían formado.
Cuando trato de apartarlas se encontró con que lo
que le impedía salir no eran las colchas y sábanas enredadas, sino
los pies de su marido, que llegaban hasta la pared. Se fijó en la
cabeza y ésta daba contra la cabecera de la cama.
¡Jorge había
crecido, a raíz de su muerte, en cinco o siete minutos, veinte
centímetros!
El cadáver tenía bastante más de dos metros de altura.
Los médicos tuvieron de nuevo ocasión de ver que en cuestión de
anatomía y salud no todo está dicho en sus manuales.
En cuanto al misterioso frasquito de que hemos hablado en líneas
anteriores, sucedió con él algo muy raro. Muerto ya Jorge, el
frasquito estaba, como de costumbre, encima de la mesilla de noche
al alcance de su mano. Pues bien, en un momento, sin que nadie lo
tocase, como obedeciendo a una orden, comenzó él solo a elevarse
lentamente, a la vista de todos los que allí estaban (que luego no
tuvieron dificultad en dar testimonio de ello) y una vez en el aire,
a una altura como de dos metros, se destapó por sí solo y todos
vieron salir de dentro una especie de vapor que se disipó en el
aire.
A continuación, obedeciendo ya a la ley de la gravedad, cayó
violentamente en vertical al suelo en donde se rompió en mil añicos.
Cuando los presentes se inclinaron para ver qué había quedado del
frasquito, por más que se arrodillaron para buscar los fragmentos,
no fueron capaces de hallar ni uno solo.
Tal como Lula cuenta, si nos pusiésemos a recordar anécdotas
extrañas de la vida de Jorge no acabaríamos, pues en mil ocasiones
sorprendía a los presentes haciendo con toda naturalidad cosas que a
todas luces superaban las capacidades humanas. Muchas veces la
gente, por educación o por falta de confianza, disimulaba como que
no se daba por enterada. Pero Lula pudo ver en incontables ocasiones
cómo los presentes, sin decir nada, ponían cara de asombro cuando
Jorge les adivinaba el pensamiento o hacía ante ellos como cosa
normal algo que a todas luces era imposible.
Meses antes de su fallecimiento en la clínica, Jorge había comenzado
a decirle a Lula que «se iría pronto». Nunca habló de morirse y
cuando Lula, angustiada ante su frase cabalística de «irse pronto»,
le preguntaba qué quería decir con ello, él siempre contestaba
repitiendo la misma frase y con evasivas.
Los últimos días, cuando ya él se encontraba muy mal por sus
problemas «con el aire» —como él decía—, había contratado a una
enfermera que fue la que lo atendió también en el hospital. A esta
misma enfermera él le había dado instrucciones precisas «para cuando
se fuera». La primera de todas fue mandarla a comprar unas vendas
anchas y largas por el estilo de las que vemos en las momias de los
faraones.
Además de esto había instruido muy bien a su esposa de lo
que tenía que hacer con su cuerpo cuando llegase el momento de irse.
Le dijo que le cruzase los brazos plegados encima del pecho y que en
cada mano cerrada le metiese siete monedas de plata. En esta
posición tenían que envolverlo en las largas vendas que había
mandado comprar a la enfermera y que en el momento de su muerte ya
estaban en poder de Lula. Así fue cómo lo amortajaron, quedando todo
envuelto en las vendas al modo como vemos a las momias de los
faraones.
Entre esto y la exagerada longitud del ataúd, el aspecto que ofrecía
cuando estaba tendido en la funeraria era, al decir de los que lo
visitaron, realmente impresionante.
Todos estos hechos sucedieron hace ocho años y Lula me dijo que
tenía el deseo de exhumar los restos de Jorge una vez que ya ha
pasado el tiempo que la ley exige para poder hacerlo. Pero hablando
más propiamente, Lula cree que no se va a tratar de una exhumación
normal porque tiene la certeza, a lo que parece basada en algo que
Jorge le dijo, de que cuando se abra el féretro no se va a encontrar
absolutamente nada dentro.
Hace algo más de un año el autor tenía una cita con Lula para
asistir a la exhumación de los restos de Jorge, pero Lula no se
presentó. Y ésta es la parte siniestra o por lo menos incomprensible
que tantas veces acompaña o culmina las relaciones de los «dioses»
con los mortales.
Lula ha desaparecido o por lo menos se ha perdido
de vista para todos aquellos que la conocen desde hace mucho tiempo.
En compañía de dos amigos que la conocen desde hace muchos años y
que conocieron también a Jorge, dediqué una tarde entera a ver si
daba con ella en la ciudad de Caracas. Intentamos contactar con su
madre y con viejas amistades y no pudimos conseguir ninguna pista.
Nadie sabe dónde se ha metido, aunque conociendo su manera de actuar
no sería raro que se hallase en alguna extraña aventura por Egipto o
por el Oriente Próximo, en la que le sucederán fenómenos tan raros e
inexplicables como le sucedieron en alguna otra previa.
La causa de este viaje puede haber sido alguna «aparición» de Jorge
diciéndole que dejase todo y fuese a donde él le indicaba, tal como
sucedió cuando nos vimos por última vez en Madrid, allá por el 1983.
Según Lula, tiempo antes de que nos viésemos, cierta noche se
despertó como si alguien la estuviese llamando, y al abrir los ojos
vio al lado de ella la cara de Jorge. Internamente sintió que le
hablaba y le decía que se fuese de Madrid y que regresase a su
tierra, pues allí tenía una misión importante que hacer. En cuanto
percibió estas palabras, la visión se desvaneció.
La orden de Jorge no era nada fácil de cumplir, ya que por aquel
entonces Lula estaba viviendo con sus hijos en Madrid, en donde
tenía un trabajo muy bueno y muy bien remunerado, y en contraste en
Caracas no tenía nada seguro y le sería muy difícil encontrar algún
trabajo tan bueno como el que tenía en Madrid. Sin embargo, ante una
orden tan explícita y dada de una manera tan «sobrenatural», no
dudó; renunció a su trabajo, desmontó el piso bueno que tenía en un
barrio elegante de Madrid, cerca del estadio Bernabeu, y se fue a
vivir a Caracas.
Y aquí fue donde empezaron las tribulaciones de Lula.
Desde que
llegó, las cosas comenzaron a irle mal. En primer lugar no pudo
encontrar ningún trabajo que pudiese compararse al que tenía en la
capital de España, y en realidad no encontró ninguno que valiese la
pena, de modo que comenzó a tener dificultades económicas de las que
había estado libre hasta entonces.
Además tuvo problemas de salud, y lo que fue peor, tuvo ciertas
contrariedades familiares serias en las que estuvo envuelto uno de
sus hijos, que le causaron mucha angustia y problemas incluso con la
justicia, por lo que tuvo que gastar en esto bastante dinero.
Como resultado de todas estas tribulaciones, y creo que también en
parte al no poderse explicar el abandono de Jorge, ya que por
ninguna parte se veía la misión de que le había hablado, Lula
desapareció de la escena y no se pudo proceder a la exhumación del
cadáver de aquél. Sin embargo, no desespero de poder asistir algún
día a ella y cerciorarme por mí mismo de que allí no hay nada, tal
como Lula asegura que sucederá.
Una explicación ante un desenlace tan inesperado, podría ser ésta:
el Jorge de la aparición no era el mismo que había convivido con
Lula; era una entidad entrometida que jugó con la credulidad y los
sentimientos de Lula.
Ésta, a mi manera de ver, fue demasiado ingenua ante una petición
tan irracional e ilógica como era la de abandonar Madrid cuando tan
bien ubicada estaba en compañía de sus hijos. Cuando me comunicó su
deseo de levantar la casa e irse para Venezuela sin tener allá nada
fijo y con las condiciones sociales y económicas en franco deterioro
en aquel país, mi reacción fue negativa. Pensé que yo en su caso no
lo haría sin asegurarme primero de que no estaba dando un salto en
el vacío, como en realidad así ocurrió.
El «no entregar la mente por completo a nadie» tal como aconsejo en
Defendámonos de los dioses es algo que todos los contactados
deberían tener siempre muy presente y que desgraciadamente no
tienen, por estar de ordinario sus mentes completamente dominadas.
Lula estaba totalmente decidida y segura de lo que iba a hacer y le
parecía además que si no lo hiciese estaría en cierta manera
siéndole infiel a Jorge.
Por eso preferí no entrometerme ni sembrar
dudas en lo que estaba decidida a hacer, respetando su decisión
equivocada. Aparte de que no tenía idea de cómo iban a salir las
cosas. Sin embargo, el hecho de que Jorge le dijese que «tenía una
misión que cumplir en Caracas» me puso bastante en guardia.
Siempre que oigo a un contactado decir que le han comunicado que
«tiene una misión que cumplir» sospecho que hay una trampa y que los
que se están comunicando con él no son de fiar. Parece ser que
algunas de estas entidades tienen una compulsión a hablar a sus
elegidos de «misiones que cumplir» o de que «les son necesarios».
Y
también podría ser que estos mensajes fuesen sólo una técnica para,
apoyados en la psicología humana, adquirir un mayor dominio sobre
sus mentes.
Creo que nunca se insistirá demasiado con toda clase de místicos,
contactados y psíquicos, que tienen que estar siempre muy en guardia
contra la injerencia de estas «entidades burlonas» — recordemos las
actividades de los jinas— que saben camuflarse muy bien en lugar de
otras y dar la impresión de ser las originales.
El lector estará preguntándose hasta qué punto son creíbles todas
estas cosas. Pero por otro lado me imagino que si ha llegado hasta
aquí en la lectura de este libro, ya debe de estar curado de
espantos y con una mente más dispuesta a admitir hechos semejantes,
que si fuese la primera vez que oye cosas tan fuera de lo corriente.
A lo largo del libro habrá ido viendo que en el mundo suceden cosas,
pequeñas y grandes, que distan mucho de ser corrientes.
En cuanto a los sucesos narrados en este capítulo, si bien es cierto
que Lula es la principal fuente de información, el hecho de haber
sido Jorge una persona que vivió con gentes conocidas y en una
localidad específica, hace que no estemos tratando de conjeturas o
de ideas abstractas sino de sucesos concretos.
Además, para avalar algunos de estos hechos y en concreto el del
crecimiento repentino del cadáver de Jorge y lo ocurrido con el
famoso frasquito a la hora de su fallecimiento, están los
testimonios de la enfermera que lo asistió, de la madre de Lula y de
uno de los médicos que estaba presente cuando sucedió el hecho.
Yo
no pude ser testigo directo de ninguno de estos hechos
extraordinarios y tengo que conformarme con los relatos de estas
personas, y en especial con los de Lula, a la que conozco
suficientemente como para poder asegurar de ella que es una mujer
seria sin deseo alguno de protagonismo. Obviamente no gana nada con
todo lo que me ha contado y más bien se expone a ser el blanco de
comentarios y de investigadores indiscretos, por lo que me rogó que
no dijese su nombre completo ni diese demasiadas pistas concretas
para no ser fácilmente localizable.
Por desgracia, hoy esto se ha
cumplido de por sí y Lula está ilocalizable incluso para los que
somos sus amigos.
Ojala que sólo sea temporalmente y pronto pueda
asistir con ella a la exhumación del cadáver de su marido, para ser
testigo directo de su tumba vacía.
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