RUFO
Abordaré ahora el caso de Rufo.
Por estar yo directamente en vuelto
en él y por no saber en qué va a terminar, me resulta más difícil de
escribir que todo lo que llevo redactado hasta ahora en este libro.
Lo hago en parte con miedo, porque no sé si estoy violando la
voluntad de alguien o rompiendo alguna misteriosa ley, cosa que no
quisiera y que de ser, me temo que resulte peligroso para mí; y en
parte lleno de curiosidad; una audaz curiosidad, porque presumo que
la redacción de estas líneas va a tener alguna influencia directa
para mi mejor comprensión del importantísimo fenómeno que estamos
estudiando en este libro.
Comprendo que todas estas frases son algo sibilinas, pero sibilino
es todo el fenómeno, al no dejarse agarrar definitivamente por la
razón y jugar con ella, tal como lo ha estado haciendo desde el
principio de los tiempos. Tenemos miles de hechos, hechos concretos
pero contradictorios, que hacen que la inteligencia humana patine
miserablemente a la hora de analizarlos y no sea capaz de llegar a
ninguna conclusión clara y definitiva.
Comenzaré por exponer quién es Mario y cuál es mi relación con él y
con todo lo que le está pasando.
Mario es un joven extraordinariamente inteligente, estudiante de
universidad y al que me une una gran amistad, en parte por nuestro
lejano parentesco que no era tan lejano entre la familia de mi
abuelo y la del suyo. Como estudiante de ciencias químicas es
brillante y dado que la condición económica de sus padres es más que
buena, tiene en su casa un ordenador que yo uso con cierta
frecuencia, cuando quiero presentar algún trabajo escrito con un
especial esmero, o cuando quiero hacerlo rápidamente, porque la
verdad es que en su «máquina» escribo mucho más rápido que en la
mía.
Llevábamos muchos años sin saber el uno del otro, de modo que cuando
un día me llamó y me dijo su nombre sin apellidos, yo no caía en un
principio de quién se trataba, pues lo había visto hacía alrededor
de veinte años, en casa de sus padres, en su provincia natal, cuando
él era poco más que un bebé. Me oyó hablar por radio de temas
parapsicológicos y trató por todos los medios de comunicarse
conmigo. Le costó trabajo dar con mi número de teléfono, pero
después de ir personalmente a la emisora en donde yo había hablado,
logró que allí se lo dieran.
Quedamos en que nos veríamos en mi casa. Vino y lógicamente le
pregunté por toda su familia, a la que hacía igual tiempo que no
veía. Me puso al corriente de muchas cosas que yo prácticamente
tenía olvidadas y de otras que desconocía por completo, porque
habían ocurrido en los treinta años que yo había andado por América.
Lo notaba indeciso, hasta que intuyendo que quería decirme algo a lo
que no se atrevía, le pregunté:
—Dime, ¿por qué te has decidido a llamarme y venir a verme?
Noté que se encogía y por una mirada rapidísima de reojo que le
lanzó a mi esposa, caí en la cuenta de que su presencia lo cohibía.
No insistí en mi pregunta, pero en cuanto ella se fue a buscar el
café, le dije:
—Noto que la presencia de mí esposa te impide decirme algo que me
quieres decir. Si es tanto el secreto, le digo a ella que nos deje
solos.
Me interrumpió rápidamente:
—Es que me están pasando cosas muy raras...
Entonces tuve una intuición de lo que le pasaba y fui yo el que lo
interrumpí:
—Si es así, no tengas el más mínimo reparo en hablar delante de
ella, porque en esas cosas sabe tanto como yo. No se va a extrañar
de nada y además te guardará el secreto igual que yo.
En aquel momento entraba ella con el café humeante. Para romper el
hielo y facilitarle el trabajo a nuestro huésped, le dije sin rodeos
a mi mujer:
—Creo que Mario tiene algo muy interesante que contarnos.
—Es que no sé por dónde empezar. El otro día te oí hablar por la
radio de entidades que gobiernan este mundo tras bastidores y de que
somos una especie de esclavos de otros seres invisibles más
inteligentes... y de que alguna gente oye voces... y eso es lo que
me está pasando a mí. Bueno, a mí me pasa algo más...
Comprendí el instante que estaba ante un filón de información que no
podía desaprovechar, al mismo tiempo que podía ser de ayuda a un ser
humano que corría un serio peligro. No se trataba de un psicópata en
busca de una salida para sus frustraciones o sus presiones psíquicas
o de alguien que quisiese conseguir notoriedad, etc. Mario era un
muchacho que tenía todo lo que podía desear: unos padres que lo
querían y se preocupaban por él, con una posición económica
envidiable, buen tipo, sin complejos y lleno de salud, y que por
encima de todo eso había dudado mucho en venir a contarme lo que le
pasaba.
Hasta el día en que vino a verme por primera vez, no se lo había
dicho absolutamente a nadie, ni siquiera a sus padres ni a su novia.
Estaba tan desorientado con lo que le estaba pasando que no sabía
qué hacer. Por eso la noche que me oyó en la radio me vio como una
tabla de salvación a la que un náufrago se agarra desesperadamente.
Aquella misma noche decidió conseguir mi dirección y contarme todo,
antes de que la angustia y la preocupación internas comenzasen a
hacerle daño.
Cerró el libro de química que estaba estudiando y se
durmió con la firme idea de llamar a primera hora de la mañana a la
emisora.
—Cuéntame cómo es eso de las voces,
—Bueno, la cosa comenzó hace como un año. Yo estaba un día en cama
sin dormir y de repente sentí dentro de mí, pero no en la cabeza
sino más bien hacia la boca del estómago, que me querían hablar. Yo
oía algo pero no entendía. Era casi como si estuviese alguien dentro
de mí. Me extrañó, pero como no sentí más, no le hice más caso y me
dormí. A los dos días, estando sentado estudiando, volví a sentir lo
mismo, pero ya más claramente y más fuerte. Duró como veinte
segundos. Pero ya no pude seguir estudiando. Me quedé pensando en
qué podría ser aquello y atento a ver si volvía a sentirlo. Pero
aquel día no lo sentí más.
«Pasaron dos días, y de nuevo cuando estaba estudiando volví a
sentir primero como un aviso y pasados unos instantes una voz
interna que esta vez ya pude comprender. Me dijeron con una voz
clara:
«Te vamos a dar el Mahabharata del año 2000.»
»Yo me quedé como atontado dándole vueltas a lo que acababa de oír.
Por un lado trataba de encontrar el significado de aquellas palabras
que a mí no me decían nada, pero por otro me preguntaba por qué me
pasaba a mí aquella cosa tan rara y quién era el que me hablaba así.
No tuve miedo ni tampoco me exalté pensando que yo era un elegido.
Sencillamente me quedé tranquilo, dándole vueltas en la mente a un
hecho tan raro. Además pensaba quién podía ser la persona a quien yo
le contase todo lo que me estaba pasando y no encontraba a nadie.
Esto me intranquilizaba un poco. Porque yo tenía que contárselo a
alguien; no para jactarme de ello o sólo para hablar, sino para ver
qué me aconsejaba.
»También pensé si me estaría volviendo loco, pero esa idea la
deseché en seguida porque me veía completamente normal. Y lo mismo
me veo ahora, a pesar de que desde entonces me han pasado muchas
otras cosas aún más raras.
»Como por aquellos días teníamos en la universidad muchos problemas,
no políticos sino con algún profesor que nos estaba poniendo las
cosas muy difíciles pronto me olvidé del asunto. En realidad, no es
que me olvidase sino que lo relegué a un segundo plano; pero aun en
medio de los líos de las clases no dejaba de venirme a la mente.
»A los pocos días, estando en casa, de nuevo volvió a suceder.
Sentía primero como un aviso pero en seguida oía la voz clara. Esta
vez me dijeron algo que me hizo sonreír: «Vas a ser grande.» Pensé
que me querían halagar y por un momento me pasó por la mente un
sentimiento de vanidad pero en seguida se desvaneció. Lo que más me
preocupaba era no tener a nadie a quien poderle contar lo que me
estaba pasando. Me devanaba los sesos pensando y recordando nombres
de personas, pero todas las desechaba porque estaba seguro que no me
iban a comprender y que, en el fondo, iban a pensar de mí que estaba
comenzando a volverme loco. Sencillamente, no estaban preparadas
para semejantes fenómenos, al igual que no lo estaba yo. Pero yo era
el que lo padecía y por eso no tenía más remedio que enfrentarme a
él.
»A medida que iban pasando los días, las voces se iban haciendo más
claras y eran más largos los mensajes que recibía. No es que fuesen
más a menudo, pero cada vez que oía las palabras duraba más el
mensaje, aunque nunca más de un minuto. Yo ya me había acostumbrado
a oírlas y no sé cómo, sentía cuándo iban a hablarme. Ya me había
resignado a no tener a nadie a quien contarle lo que me estaba
pasando, cuando una noche te oí en la radio hablando de esos
fenómenos de una manera muy natural y lamentándote de que la ciencia
y los psiquiatras no hablasen o no supiesen nada de esto. Yo, unos
meses antes no hubiese creído nada de lo que decías, pero aquella
noche lo que dijiste fue para mí como una tabla de salvación a la
que me agarré desesperadamente.
Mis preguntas, cuando Mario acabó de contar la esencia de lo que le
pasaba, fueron éstas:
—Dime: ¿en qué están ahora las cosas? ¿Te siguen hablando? ¿Has
tenido algún cambio en tu salud o algún tipo de transformación
fisiológica? ¿Puedes seguir estudiando normalmente? ¿Han notado los
que están a tu alrededor o tus familiares alguna cosa? ¿Qué es lo
que te dicen ahora las voces? ¿Ha habido fuera de ti algún efecto
físico visible?
Todas estas cosas me importaban mucho, porque estos fenómenos suelen
seguir genéricamente un mismo patrón, y dependiendo de cómo se vaya
manifestando, se puede colegir también de una manera general cómo va
a ser el desenlace final.
Mario es un muchacho inteligente y con una mente clara y ordenada;
por eso, ante la avalancha de mis preguntas, no se inmutó, antes al
contrario noté que se sonreía, como satisfecho de que a pesar de lo
embrollado de su problema alguien lo comprendiese y lo tomase en
serio. Como si estuviese en un examen ordenó las cuestiones y me
dijo:
—Vamos por partes. Primero, me siguen hablando, poco más
o menos con la misma frecuencia. Los mensajes se han ido haciendo
más largos y me han empezado a dar mucha información científica,
sobre todo acerca de astronomía y de fisiología.
»Nadie ha notado nada porque yo no se lo he dicho a nadie y sigo mi
vida normal de estudiante, pues lo que me está pasando, aunque es
verdad que me preocupa, no es hasta el grado de no permitirme
estudiar. En cuanto a algún cambio físico en mí, creo que el sentido
de la vista se me está agudizando mucho; veo colores donde otra
gente no los ve. Los otros sentidos también se me han agudizado,
pero no tanto como la vista.
»En cuanto a efectos físicos había sólo dos cosas que podría contar.
A mí solía dolerme bastante la cabeza y todavía de vez en cuando me
duele, cosa que cuando sucede me impide estudiar. Pues bien, hace
como un mes, un día que estaba tumbado en la cama porque me dolía
mucho la cabeza, oí que me decían: «Vete al televisor y tócalo con
una sola mano.»
»Me molestaba tanto el dolor, que sin dudarlo un momento me levanté
y fui al televisor, que estaba entonces apagado. Es un pequeño
televisor en color y le puse encima la mano derecha. Como por
milagro la jaqueca me desapareció instantáneamente. Yo por un lado
me quedé asombrado, pero por otro contentísimo de que se me hubiese
ido el dolor. Me acuerdo que cerré los ojos para ver si aquello era
sólo una ilusión o una autosugestión instantánea, pero no. Por más
que me quedé inmóvil para ver si sentía dentro de mí algún dolor, no
sentí absolutamente nada. El dolor de cabeza se me había borrado por
completo en un segundo.
«Naturalmente, éste no es un efecto físico que alguien pudiese ver
fuera de mí, pues yo era el único que sentía el dolor; comprendo que
no puede ser prueba para nadie. Pero para mí sí lo fue.
»Otro efecto físico en el que intervinieron otras personas podría
ser lo que pasó hace sólo unos quince días estando en mi casa con
mis padres. A mí me habían dicho por la mañana, cuando estaba medio
dormido en la cama, que aquel día iba a ver un OVNI. Yo había oído
hablar de los OVNIS, pero nunca les había dado demasiada
importancia. No es que negara su existencia, pero consideraba que
había mucho de oscuro en todo ello y que había que esperar hasta que
se aclarase más todo el asunto. Por lo tanto, cuando me dijeron
aquello, pensé que a lo mejor salía de mis dudas, pero no le di más
importancia.
»A lo largo del día me olvidé del asunto. Por la noche, después de
la cena, me asomé en la casa de mis padres a una especie de azotea o
corredor semidescubierto, desde el que se ve una buena parte del
firmamento.
»Como la ciudad en que viven mis padres es pequeña, el campo se ve
muy bien desde la azotea. Yo me quedé de una pieza cuando vi una
bola roja, poco más o menos del tamaño de la Luna, encima de unos
árboles. La estuve cotemplando durante unos instantes e
inmediatamente me acordé de lo que me habían dicho por la mañana.
Tuve la intención de gritar para que viniesen a verlo mis hermanos y
mis padres, pero me contuve. Seguí contemplando aquello y como vi
que no se movía bajé rápidamente para avisarles que viniesen a ver
aquello que estaba allí detenido en el aire. Lo hice sin excitación
aunque ellos fueron los que se excitaron, porque en cuanto se lo
dije salieron corriendo para verlo. Cuando llegaron a la azotea
aquello ya no estaba allí. Trataron de mirar el cielo desde otros
sitios pero ya no pudieron ver nada. Me comieron a preguntas de cómo
era, qué hacía, etc., pero de todo aquel incidente no pudieron
colegir nada de lo que me estaba pasando, ni por ello pensaron de mí
nada negativo. Creyeron que yo efectivamente había visto algo y que
ellos tuvieron la mala suerte de llegar tarde. Y todo el incidente
quedó en eso. Pero yo sé muy bien la relación que hubo entre la voz
que oí por la mañana y lo que vi por la tarde.
»Me ha venido la idea de que el hecho de que ellos no viesen nada
por la noche, después de que yo lo vi tan claramente, pudiese
significar que lo que yo vi fue una alucinación, pero no lo creo así
porque estoy muy consciente de que yo soy un tipo muy normal y de
que en mi vida he tenido una alucinación.
Así estaban poco más o menos las cosas cuando Mario me fue a visitar
por primera vez a mi casa. Naturalmente, yo tomé con mucho interés
el asunto, y quedamos en que me llamaría cada vez que le sucediese
algo digno de atención.
Por mi parte, le aseguré que el fenómeno que
a él le estaba sucediendo no era tan raro como él y la mayor parte
de la gente pensaba. Y ante todo le di un doble consejo: que ni se
entusiasmase demasiado con lo que le estaba pasando, dedicándole
energías y tiempo o esperándolo todo de las voces que oía, como si
fuesen la voz de Dios, y que, por el contrario, no tuviese miedo o
se desesperase pensando que se estaba volviendo loco o le iba a
pasar algo malo.
Que siguiese haciendo su vida normal y que mientras
las voces le mandasen hacer cosas que no perjudicasen su vida
normal, las hiciese, pero si le mandaban hacer algo que fuese
demasiado trabajoso o lo apartase de sus obligaciones de estudiante,
no les hiciese caso.
Quedamos en que si le pasaba algo nuevo me llamaría, aunque fuese a
medianoche, y que no dejaría de contarme nada por raro que fuese.
Esta advertencia se la hice con el convencimiento casi absoluto de
que no la cumpliría, porque es una regla general que a todas estas
personas a las que les hablan desde otros planos les imponen
secretos. El famoso «secreto de Fátima» es uno entre cientos. Y,
efectivamente, al poco tiempo Mario me dijo que había algunas cosas
de las que le habían dicho que no me las podía decir.
Pasaron varios días desde nuestra primera entrevista y de nuevo
recibo una llamada de Mario. Nos vimos en su casa. Vive solo en un
apartamento que sus padres le tienen alquilado y que consta de una
sala, una habitación de dormir, una pequeña cocina y una azotea
cubierta, en la que tiene un gran sofá en el que se tumba con
frecuencia para estudiar.
El objeto de su llamada era para comunicarme dos cosas. La que a él
le tenía más intrigado era la que se refería a su vista: desde la
víspera le veía el aura a las personas y a todo ser viviente. Apenas
si había oído hablar de eso, pero en cuanto empezó a notarlo había
ido a la biblioteca de la Universidad a ver si podía documentarse
sobre ello; poco fue lo que pudo conseguir, porque es una triste
verdad que la ciencia oficial está muy cerrada a ciertas verdades
que una minoría de la Humanidad conoce desde hace muchos siglos.
Lo cierto es que Mario podía ver alrededor de todo ser vivo una
luminiscencia multicolor, que variaba mucho de un ser a otro y que
en el mismo ser podía variar de un momento a otro. El fenómeno le
apasionaba y era algo que tenía constantemente delante sin necesidad
de hacer nada ni de esforzarse nada. Simplemente le bastaba con
mirar. Le pasaba lo que a una persona que hubiese tenido por años un
televisor en blanco y negro y de repente le pusiesen delante un
televisor en color. Durante largos ratos se pasó distinguiendo la
diferencia de las auras de cada persona, y cómo éstas cambiaban en
relación a cómo cambiaba el ánimo del sujeto.
A medida que iba pasando el tiempo Mario ha ido aprendiendo muchas
cosas sobre el aura y gracias a ella, en la actualidad ya sabe
distinguir muchos aspectos de la persona, según los colores de su
aura, y con mucha frecuencia, nada más ver a un individuo, aunque
sea por primera vez, ya puede hacer un retrato de sus cualidades
físicas y psíquicas. Aunque dice que cree que llegará a valerse
mucho más de este poder que posee, cuando conozca más cosas de la
relación que hay entre el aura y el estado de las personas y cuando
sea capaz de verla todavía mejor.
La otra cosa que me comunicó aquel día fue que le habían dicho que
pronto lo iban a visitar físicamente y los iba a ver. Aproveché para
usar un poco su ordenador y nos despedimos hasta dentro de dos días
cuando yo vendría a copiar en él unos borradores que tenía escritos
a máquina.
Hasta entonces yo tenía que proceder «por fe». Es decir, tenía que
creer todo lo que Mario me decía, porque en realidad no había visto
nada por mis propios ojos. Cuando a los dos días fui a su casa, lo
encontré tumbado en su sofá y quejándose de una gran molestia en la
garganta. Se levantó y se puso a buscar unas pastillas en el
botiquín del cuarto de baño. No las encontraba y recuerdo que le
ayudé un poco en la búsqueda, aunque inútilmente. Cuando ya él había
cesado de buscar, yo entré para no sé qué en su habitación y allí,
en la mitad de la colcha tersa, encima de la cama hecha, estaba
perfectamente visible la cajita de la medicina.
En este caso no tuve que hacer un acto de fe en lo que Mario me
dijese. Ambos habíamos pasado por allí varias veces y de haber
estado en aquel mismo sitio la hubiésemos visto inmediatamente;
además, Mario hacía días que no había visto aquella medicina y él
mismo había hecho la cama unas horas antes y en ningún momento había
tocado aquella cajita. Simplemente apareció allí por arte de magia.
Si éste fuese el único hecho o la única prueba que yo tuviese de la
realidad de lo que a Mario le está pasando, merecería ser tachado de
ingenuo. Pero es que ésta fue sólo la primera de las pruebas que a
medida que ha ido pasando el tiempo han ido ganando en importancia.
La primera vez que Mario vio a uno de estos seres fue así. Se
encontraba en una de las sucursales de correos de Madrid,
certificando un pequeño paquete. Mientras estaba en la cola trabó
conversación con un joven que estaba detrás de él y que dijo
llamarse Andru. La conversación fue sobre un tema intrascendente y
el joven no tenía nada de particular, excepto que demostraba ser de
muy buenas maneras y de apariencia agradable, pero nada
extraordinario.
Cuando terminó se despidió del joven, pero éste le
dijo que si quería ir a «El Corte Inglés» de Castellana él podría
llevarlo, porque tenía coche e iba en aquella dirección.
Efectivamente Mario iba a «El Corte Inglés» de Castellana y no fue
ningún acto de telepatía de Andru ya que en la conversación que
habían tenido se lo había dicho.
Por el camino, y cuando Mario menos lo esperaba, su acompañante le
dijo:
«—¿Tú crees que los humanos son los únicos seres inteligentes de
este planeta?»
A Mario se le agolpó toda la sangre en la cabeza. Se volvió y miró
con fijeza a su acompañante. Éste conducía el vehículo de una manera
natural y no vio en él nada raro. Pero la pregunta que le había
hecho era muy sospechosa.
Mario contestó con otra pregunta:
«—¿Por qué me preguntas eso?»
Debió preguntárselo de una manera brusca y como sobresaltado, porque
Andru se sonrió largamente hasta que volviéndose hacia él, con
lentitud, le dijo mirándole a los ojos:
«—Tú estás oyendo voces. No temas. Yo conozco todo lo que te está
pasando.»
—Yo no sentí ningún escalofrío —nos decía Mario en su casa —, y
hasta creo que no me inmuté lo más mínimo. Me quedé sonriendo como
diciéndole: «Ah, pillín, me querías engañar.» Él guardó un rato de
silencio y me dijo que no tenía que preocuparme. Que poco a poco
iría conociendo más de ellos y que desde el momento de mi nacimiento
ellos habían tenido cuidado de mí porque yo estaba destinado para
hacer cosas importantes. Yo no hablaba. Lo dejaba a él que hablase,
porque eso me parecía mucho más importante.
»Me habló de cosas generales que iban encaminadas a darme
tranquilidad y me dijo que nos íbamos a volver a ver pronto.
Llegamos a la esquina de Marqués de Villaverde y la calle Orense y
nos despedimos con un apretón de manos. Cuando me bajé ni se me
ocurrió tomarle la matrícula al coche, y pensativo como estaba,
apenas si me fijé en cómo era éste. Recuerdo, aunque no con mucha
seguridad, que era un coche bastante nuevo, no demasiado elegante y
de un modelo moderno.
»A los pocos días entré en el «VIPS» de Velázquez y Ortega y Gasset
y me puse a hojear las novedades de la librería, cosa que hago con
bastante frecuencia, y estando enfrascado con un libro sentí que me
tocaban en el hombro. Allí estaba Andru sonriente. De nuevo volví a
sentir una gran tranquilidad en su presencia y se me ocurrió
invitarlo a tomar un café. Accedió y nos fuimos a la barra. Yo pedí
un café y él dijo que prefería un vaso de agua. Hablamos o mejor
dicho habló él, la mayor parte del tiempo, acerca de varios temas.
Hablaba con gran seguridad, aunque fuese sobre el futuro. Nunca dijo
con claridad quiénes eran los que me hablaban ni de dónde procedían.
Insistía en que yo era más de ellos que de este planeta, y que al
igual que yo, había bastantes otros; y también que más tarde
aprendería muchas cosas cuando estuviese suficientemente preparado.
»Se despidió diciéndome de nuevo que nos volveríamos a ver y se fue
por la puerta de entrada, perdiéndose entre la multitud que en aquel
momento esperaba su turno para poder entrar. Yo me quedé un rato
pensando en lo que me había dicho y dándole vueltas en la cabeza a
todo lo que me estaba pasando.
»Para entonces ya mis comunicaciones con Mario eran mucho más
frecuentes y esto, según él me decía, le daba más tranquilidad que
cuando estaba solo, sin saber con quién hablar de lo que le sucedía.
De hecho aquella misma tarde me telefoneó para comunicarme el
encuentro del «VIPS».
Llegó el verano y Mario, tras haber sacado muy buenas notas, se fue
a casa de sus padres y posteriormente con toda su familia — dos
hermanas y dos hermanos más— se pasaron dos meses en Marbella.
Estando en Barajas para tomar el avión, cuando se iba a casa de sus
padres, sucedió otro hecho en el que involuntaria e
inconscientemente me vi envuelto. Me había llamado para contarme
algo que le había pasado la víspera y yo me ofrecí para llevarlo al
aeropuerto. Estando allá surgió un problema con el billete. Según el
agente de «Iberia» el billete no servía porque estaba mal expedido.
Había que llamar a la agencia que lo expidió y ya no había tiempo
para ello porque el vuelo estaba para salir. Además había exceso de
pasajeros y una buena lista de espera.
Mario y yo protestamos fuertemente, pero el empleado se mantuvo
firme y ante nuestra protesta airada se cerró aún más en su
determinación: con aquel billete de ninguna manera podría viajar...,
pero de repente se quedó parado. Titubeó. Miró como asombrado hacia
nosotros y se volvió para consultar con un compañero.
Cuchichearon
por unos instantes y se dirigió todo sonriente hacia Mario:
—Joven, no hay problema alguno. Puede usted coger este avión. Le
deseo un feliz viaje.
Yo me quedé de una pieza.
No me explicaba la razón de aquel cambio
repentino. Porque no fue que el empleado hubiese descubierto que
estaba en un error —no volvió a mirar el billete una vez que se lo
había devuelto a Mario—, fue que sin razón alguna aparente, había
cambiado de opinión y por otra parte el cuchicheo con su compañero
resultó también muy extraño.
Cuando ya su equipaje estaba facturado, Mario me llamó aparte y me
dijo:
—¿Te has dado cuenta?
—Cuenta ¿de qué?
—Pero ¿no has visto nada?
—No; nada.
—¿No has visto a Andru a tu lado mirando hacía el tipo de «Iberia»?
Yo no había visto absolutamente nada. Lo único que vi fue al
empleado de «Iberia» quedarse parado y cambiar de opinión
repentinamente.
—Pues lo tenías pegado a tu hombro izquierdo. Apareció de súbito y
cuando el de «Iberia» me dijo que me podía ir se sonrió y
desapareció de la misma manera. Yo creí que lo habias visto porque
estaba allí a tu lado.
Todo el episodio, de no haber sido por la inexplicable conducta del
hombre del mostrador, me hubiese dado que pensar acerca de la
capacidad de fabulación de Mario. Pero es que además hubo otra
circunstancia que me demostró que allí había pasado en realidad algo
paranormal.
Cuando llegué a mi casa, mi mujer me miró con una cara de extrañeza
que me hizo preguntarle por qué me miraba así. Se acercó y me tocó
por el lado izquierdo del cuello. Efectivamente, yo sentía desde
hacía bastante rato una especie de picazón en toda esa área. Pero no
le había dado importancia.
Me miró de cerca y dijo:
—¿Por qué tienes esta parte del cuello tan roja y por qué del otro
lado no tienes nada? ¿Has estado tomando baños de sol? Pero es muy
extraño que sólo te hayas quemado de un lado.
Por supuesto que yo no había estado tomando baños de sol ni me había
dado apenas el sol aquel día. Le conté lo que nos había pasado en el
aeropuerto y ella, sin esperar a que yo dijese nada más, casi gritó:
—¡Andru! ¡El rojo del cuello es una radiación que emitía Andru!
¡Ojala no sea maligna!
Efectivamente Mario me había dicho que, cuando apareció, estaba
pegado a mi izquierda, mirando hacia el empleado que en aquel
momento discutía con Mario. La conjetura de mi mujer es más que
conjetura. Es la repetición de un hecho con el que nos hemos
encontrado muchas veces en la casuística de los OVNIS. En algunas
ocasiones el resultado de la radiación no fue tan inocente y el
humano murió a las pocas horas.
Poco tiempo después, cuando ya Mario estaba en la playa con su
familia, sucedió su encuentro más curioso con Andru. Cierto día
estaba él solo tumbado al sol, leyendo, cuando aún no había mucha
gente en la playa. Cuando levantó la vista del libro y se volvió
para cambiar de posición, allí estaba Andru a su lado, sentado en la
arena, vestido con una ropa ligera, pero no en traje de baño. Mario
se sorprendió de verlo allí de repente y le preguntó cómo había
venido.
Andru le dijo con tranquilidad y sonriendo:
—Pues simplemente apareciendo.
—No me lo creo. Aquí, ¡delante de tanta gente! Alguno tenía que
haberlo notado.
—Pues no es así —contestó Andru—. ¿Quieres que te lo repita?
—Sí.
En un segundo Andru ya no estaba allí. Mario miró en derredor, pero
ni sombra de Andru. Se había desvanecido. Pasaron unos cuantos
segundos y allí estaba él de nuevo, sentado y sonriente. Mario, que
ya se iba acostumbrando a ver cosas extrañas, simplemente se encogió
de hombros y contestó con otra sonrisa sin comentar más.
Aquel día Andru fue más comunicativo y le contó muchas cosas de su
vida propia. Según lo que entonces le dijo, él era un ser igual que
Mario; es decir, nacido en este planeta pero en realidad
perteneciente a otro; su cuerpo era humano pero su mente o su alma
eran de fuera, aparte de que en su concepción, gestación y
alumbramiento «ellos» habían intervenido muy directamente.
Durante
la infancia «ellos» vigilan muy de cerca todas las actividades de
sus «implantados», para que no les suceda nada grave. Primeramente
escogen familias sanas, en donde ven que van a recibir una educación
buena, aunque la «bondad» a que ellos se refieren no coincide
exactamente con lo que nosotros llamamos «bueno».
A pesar de que el cuerpo de estos individuos es humano, tiene
ciertas variantes, imperceptibles a simple vista la mayor parte de
ellas. Sin embargo, por el hecho de que ellos manejan los genes de
su gente, ésta con frecuencia no se parece nada a los demás miembros
de la familia. De hecho Mario no parece hermano de sus hermanos y
tiene unas características fisiológicas completamente distintas a
ellos. En cambio Andru se parece bastante a él.
Éste siguió diciéndole, siempre tumbado en la arena, que en un
tiempo él había estado en la misma situación en que Mario estaba
entonces; es decir, comenzando a descubrir todas estas tremendas e
increíbles realidades.
Que poco a poco «ellos» fueron enseñándole
cosas y activando sus capacidades de modo que en la actualidad él, a
pesar de que vivía en un lugar concreto de Francia, y se comportaba
como un ser humano, tenía mucha mayor comunicación con «ellos» y era
capaz de hacer cosas «imposibles» como la que le acababa de
demostrar unos momentos antes, o lo que es todavía más increíble,
trasladarse desde donde vivía en Francia hasta la playa española en
un momento. Con un golpecito en el hombro le dijo a Mario que
tuviese paciencia, que él podría llegar a hacer lo mismo, pero para
ello tendría que pasar, al igual que él, toda una preparación que le
sería dada cuando «ellos» creyesen que ya estaba maduro.
Le dijo también que las playas estaban bastante contaminadas y que
mucha gente, a causa de ello iba a tener enfermedades cutáneas.
También lo precavió para que no abusase de los baños de sol, y de
hecho, a ruegos de Mario, le echó crema en la espalda.
Le dijo, además, que él vendría a verlo de vez en cuando, pero que
su trato principal sería con otros de «ellos» que estaban
especialmente encargados de instruirlo y que no eran humanos como él
y Mario, es decir, nacidos en este planeta, sino venidos del mundo
original al que todos pertenecían. Se despidieron y en un momento
Andru ya no estaba allí. No se fue caminando como había hecho en
otras ocasiones, sino que repentinamente desapareció. Mario miró a
su alrededor para ver si alguien entre las muchas personas que ya
entonces había en la playa, se había dado cuenta. Pero nadie daba la
impresión de haber visto nada.
Después de aquella entrevista, tuvo para pensar mucho con todo lo
que su misterioso amigo le había dicho. Lo primero que le vino a la
mente, corroborando lo que Andru le había contado acerca de la
especial protección de que había gozado durante toda su vida, fue el
tremendo accidente de moto que había sufrido años atrás, en el que
«milagrosamente» no le había pasado nada.
Mario iba de acompañante
en la parte de atrás de una moto muy potente manejada por un loco.
Iban por una autopista a más* de 180 por hora; algo pasó y Mario se
vio volando por el aire. Quedó tendido en la cuneta a más de cien
metros de donde había sido el primer impacto. Recuerda que cuando
llegaron a él los que se acercaron a auxiliarle, no se atrevían a
bajar al fondo de la cuneta en donde él estaba tendido inmóvil,
pensando que estaba muerto. No podían deducir otra cosa habiendo
sido testigos de cómo él había salido despedido después del
formidable impacto. El que conducía la moto, aunque no murió, se
rompió cuantos huesos tenía.
Mario, tras unos minutos de
aturdimiento se fue incorporando lentamente y ¡no le había pasado
absolutamente nada!
Sin embargo, a pesar de que la impresión del accidente había sido
muy fuerte, siempre le había quedado un sensación extrañísima que se
sobreponía a aquélla: tenía la impresión de que cuando volaba, tras
el impacto, alguien lo llevaba por el aire como si lo sostuviese en
brazos. Cuando llegó al suelo sintió la misma impresión; no se dio
un golpe violento, sino que fue como si lo depositasen con cuidado
en tierra.
Éste no fue el único accidente en que Mario se ha visto envuelto. En
otra ocasión viajaba al lado del chófer, sin llevar puesto el
cinturón de seguridad. Era un coche pequeño y el joven que lo
conducía iba a gran velocidad. La visibilidad era mala y en un
momento se encontraron que delante de ellos, parado, había un gran
camión. Literalmente toda la parte delantera del turismo en que
Mario viajaba, a pesar del gran frenazo, quedó incrustada debajo de
la caja del camión.
En este tipo de accidentes, de ordinario los que van delante, y
sobre todo el acompañante del chófer, suelen quedar decapitados o
con el cráneo destrozado.
En nuestro caso el impacto fue tal, que el joven que iba en el
asiento de atrás, inmediatamente detrás de Mario, quedó muerto en el
acto y sólo pudo ser sacado mucho después; el que conducía tuvo que
esperar un buen rato a que trajesen grúas e instrumentos para
extraerlo del amasijo de hierros en que estaba atrapado, con
múltiples fracturas y heridas, pero vivo de milagro.
El coche quedó literalmente empotrado debajo del camión y las
personas que se acercaron en seguida, gritaban nerviosas al ver que
no se podía hacer nada para sacar a los ocupantes, pues las puertas
ya no existían en todo aquel montón de hierros retorcidos.
Mario me cuenta:
—Yo vi aparecer de repente el camión parado; sentí el frenazo y el
tremendo golpe, pero a continuación me vi entre las personas que
estaban gritando al lado del coche. A mi derecha una señora, en un
ataque de histeria, gritaba:
«¡Dios mío, qué horror! ¡Se han matado
todos!»
A lo que yo instintivamente le contesté:
«No señora, a mí no
me ha pasado nada.»
«Entonces se volvieron todos a mí sin poderlo creer y me miraban
como a un aparecido.
»—¿Pero estabas tú ahí dentro?
»—Sí —les dije—. Y aún hay otros dos. —Y me seguían mirando de una
manera rara.
»Yo no tenía ni un rasguño. Siempre pensé que allí había pasado algo
raro pero ni se me pasaba por la imaginación que alguien pudiese
velar de una manera tan cercana y tan eficaz por mi seguridad
personal.
Como nuestro trato fue haciéndose cada vez más frecuente — en la
actualidad lo considero como si fuese un hijo mío—, en alguna
ocasión hemos hecho alguna excursión en bicicleta por las afueras de
Madrid. Pues bien, un día en que se cayó de la bici, cuando me
acerqué a él para ver si se había hecho daño, me dijo simplemente:
—Me ha vuelto a pasar lo mismo que cuando el accidente de la moto;
me han depositado en el suelo.
A estas alturas, tal como le pronosticó Andru hace aproximadamente
un año, Mario ya tiene alguna cualidad paranormal de la que he sido
testigo muchas veces. Se trata de una mezcla de telepatía y
clarividencia, que bien desarrollada y usada puede ayudarle mucho en
la vida.
Según él, cuando quiere saber algo, cierra los ojos, se concentra y
en seguida aparece una pequeña pantalla en la que está escrito lo
que él quiere saber. He hecho con él la prueba de esto bastantes
veces y estoy convencido de que puede saber cosas que su mente
consciente desconoce.
Cuando le pregunto alguna cosa cuya respuesta ya conozco, tengo
derecho a sospechar que se trata de telepatía; es decir, que me está
leyendo la mente, lo cual ya de por sí es un hecho paranormal. Pero
para evitar esto, muchas veces le he preguntado cosas cuya respuesta
desconozco e igualmente, tras acudir a su pantalla, me las ha
contestado.
Para esto me he servido bastante del instructivo juego llamado
Trivial en el que hay miles de preguntas de unos cuantos temas. Pues
bien, en las escasas ocasiones en que basado en sus propios
conocimientos no es capaz de contestar alguna de las preguntas —
recuérdese que Mario es un alumno brillante de ciencias químicas y
que además ha sido muy aficionado a la lectura desde que sin que
nadie se lo enseñase aprendió a leer—, cierra los ojos, pone las
manos en la frente y en segundos deletrea en voz alta lo que lee en
su pantalla que a veces, según él, está algo borrosa.
Una de las cosas más significativas en todo este proceso que se está
desarrollando con Mario es la entrada en escena de Rufo.
Tal como Andru le había dicho, Mario iba a conocer a otros
individuos que no habían nacido en este mundo y una de cuyas
misiones aquí era la de instruir y proteger a él y a otros «Marios»
que había por ahí. Y efectivamente así fue.
Un buen día se presentó
Rufo «en carne y hueso».
En realidad no sé cuál es su verdadero nombre y ni siquiera si lo
tiene, pero yo, en cuanto Mario me empezó a hablar de él, lo bauticé
como «Rufo» y con ese nombre se ha quedado. Aunque como todos estos
individuos extrahumanos le dan una gran importancia a los nombres
—en realidad a los sonidos y vibraciones que producen— no me
extrañaría que cualquier día de éstos me llegue la orden de que no
le vuelva a llamar a Rufo y que se lo cambie por alguno otro
escogido por él. Lo cual no me gustaría nada, sobre todo si el nuevo
nombre se pareciese a otros que ya conozco y de los que sospecho
mucho.
Rufo no fue el primer no-humano que Mario vio. Antes se le
presentaron otros que se turnaban, pero el que lo visita en estos
últimos meses de una manera fija es Rufo.
Todos visten poco más o menos lo mismo. Llevan una capa de color
claro con mangas, que les cae hasta más abajo de la pantorrilla. Su
altura media es de 1,75 a 1,80 metros y tienen el pelo largo hasta
el hombro, de un color rubio no muy claro.
Su manera de hacer contacto con Mario no es como la de Andru. Éste
es más «físico», más humano y por eso es para él más natural el
mezclarse con la gente y aparecer caminando, aunque también esté en
su mano aparecer y desaparecer repentinamente, tal como hemos visto.
Pero Rufo y sus compañeros ordinariamente se presentan en la
habitación o en la casa de Mario tal como lo vemos en ciertas series
de televisión. Así fue como los vio por primera vez.
Estaba dormido; sintió que lo despertaban y la voz le dijo:
—Vete a la sala que tienes visita.
Se levantó en seguida y en pijama se fue a la sala donde encontró a
dos individuos que lo saludaron muy afectuosamente. Hablaron un rato
sobre generalidades y le dijeron que seguiría recibiendo visitas
cada cierto tiempo y cuando ellos vieran que lo necesitaba. También
le dijeron que más tarde tendrían que llevárselo durante quince días
para darle instrucciones y toda la preparación que le hacía falta
para que pudiese desenvolverse bien en el mundo.
A Mario no le gustó mucho esto de tener que estar quince días
«fuera», sin saber exactamente dónde. De hecho lo citaron un día por
la noche, cerca de un lago como a un kilómetro de la casa, y no fue.
Otro día también lo volvieron a citar, nuevamente cerca de otro
laguito, aunque éste a sólo cien metros de su casa y de dimensiones
mucho menores y, no sé sí influido por mis consejos, tampoco acudió
a la cita.
Creyó que iban a enfadarse con él por ello, pero no fue así. En
distintas ocasiones le han dicho que él haga siempre lo que crea que
debe hacer.
Antes de comenzar la «era de Rufo», que es en la que estamos ahora,
tuvo algunas experiencias con otros que luego no volvieron a
presentarse. La más extraña de todas fue la siguiente.
Estando un día en la tinca de sus padres, con su familia, sintió que
lo despertaban por la noche v oyó que le decían:
«Vístete y sal al
patio.»
Se vistió y salió al patio.
A pesar de que hay algunas casas por
allí diseminadas, se ve el campo abierto con árboles dispersos y se
puede distinguir una gran extensión de cielo. Mario salió de la casa
y se alejó un poco de ella. Como a unos trescientos metros de
distancia v a unos treinta o cuarenta del suelo estaba inmóvil en el
aire un gran aparato circular que desprendía un gran resplandor.
Mario, sin inmutarse mucho. aunque era la primera vez que veía una
cosa así, se quedó mirándolo fijamente durante un rato, cuando vio
que del aparato salía como un hilo de luz o como un alambre
iluminado que se dirigía rápidamente hacia donde él estaba. Se quedó
quieto y pudo ver un trazo luminoso finísimo que llegaba desde el
aparato hasta unos dos metros de donde él tenía los pies. Cuando
estaba contemplando aquella cosa tan rara vio que algo avanzaba por
encima del hilo de luz. Era un ser humano que se deslizaba
rápidamente hacia él.
En un segundo, un ser aparentemente humano, aunque con una
vestimenta un poco diferente, estaba ante él. Lo saludó y le
preguntó cómo estaba, en perfecto castellano. Le dijo que eran sus
hermanos y que había venido a visitarlo para que tuviera fe en
ellos, y algunas cosas más por el estilo.
Acabada la conversación —de la que yo creo que Mario me oculta
algunas partes por habérselo así pedido ellos— el misterioso
visitante se despidió y se volvió al aparato de la misma manera que
había venido. Daba la impresión de que patinaba sobre aquel rayo de
luz, aunque esta vez era cuesta arriba.
Mario se volvió para entrar en su casa y se quedó asombrado cuando
vio delante de él otro hilo de luz, en todo semejante al que acababa
de ver, que partía precisamente de debajo de sus pies hacia la
puerta de su casa. Sin hacer él esfuerzo alguno por su parte sintió
que lo empujaban, de modo que comenzó a deslizarse suavemente por
encima del hilo. Como dormía en la parte alta de la casa, el rayo de
luz subía también por las escaleras y llegaba hasta su misma cama,
de modo que sin ningún esfuerzo se encontró de nuevo en su
habitación, sin que nadie en su casa, donde todos dormían, se
hubiese percatado de nada.
La propia «era de Rufo» comenzó en el año 1986-1987, cuando Mario
regresó a la Universidad, en Madrid. Rufo se le aparecía en casa con
cierta frecuencia, sobre todo cuando Mario tenía alguna dificultad,
y por entonces surgían muchas, pues los estudiantes estaban bastante
agitados y Mario participaba muy activamente en todas las
manifestaciones.
Además Rufo estaba muy atento a los pequeños conflictos
sentimentales de Mario que por aquellas fechas se había echado novia.
Ésta era de un genio muy vivo y él tampoco pecaba de ser pacato, de
modo que en los primeros tiempos, aunque se querían y se siguen
queriendo de verdad, tenían bastantes choques. Esto desconsolaba
mucho a Mario y era entonces cuando el buen Rufo hacía su aparición.
No precisamente como un Celestino cualquiera para que hiciese las
paces con su novia, sino para hacerle recobrar la paz de espíritu,
pues el no tenerla, según él, le perjudicaba bastante en su proceso
de maduración para recibir todas las enseñanzas que ellos querían
transmitirle.
Una de las veces en que Rufo vino, yo estaba en casa de Mario
trabajando en el ordenador. Él estaba muy agitado, pues había tenido
una buena trifulca con su novia. Yo estuve como una hora tecleando,
completamente inmerso en mi trabajo, en el salón grande. De vez en
cuando percibía unos ligeros susurros que provenían de la habitación
donde Mario estaba. Yo no les prestaba atención alguna y en algún
momento supuse que se trataba de la televisión que Mario había
puesto a muy bajo volumen para no molestarme.
Estaba ya revisando lo que había hecho, cuando entra Mario con cara
muy sonriente:
—Ni te has enterado.
—Enterado ¿de qué?
—De que he estado una hora hablando con Rufo.
Había estado todo aquel tiempo sentado en el sofá, hablando
tranquilamente con Mario, y según éste, nadie podría distinguirlo de
un ser humano normal.
A veces sus consejos son muy concretos, como cuando le decía que no
saliese en determinados días al centro de Madrid porque había
peligro de que hubiese algún atentado. Efectivamente, por aquellas
fechas los atentados de ETA eran frecuentes y en los lugares más
inesperados.
La prueba mejor que yo tuve de que Mario no mentía fue cierto día en
que comencé a escribir lo que le estaba pasando, pero enfocándolo de
una manera negativa. Porque el lector tiene que caer en la cuenta
que tratar de estos temas y más aún verse envuelto en ellos, es algo
que en primer lugar requiere una gran dosis de serenidad y de sangre
fría y en segundo lugar demanda muchas horas de reflexión, cuando no
de perplejidad y aun de ganas de huir de algo tan confuso y tan
incomprensible para la mente.
Pues bien, yo había escrito en mi casa un folio entero, a espacio
sencillo, con todo lo que hasta entonces sabía —que era aún muy
poco— del asunto de Mario. Probablemente, si hubiese sabido más, no
lo hubiese enfocado de aquella manera.
Como ya dije, lo presentaba como algo negativo de lo que hay que
huir a toda costa y comparaba el caso de Mario con otros en los que
el contactado había terminado muy mal.
No hacía ni media hora que había terminado de redactarlo cuando
suena el teléfono:
—Salvador, tengo un recado para ti. No debes
escribir eso
que estás escribiendo.
Yo me hice el desentendido:
—¿De qué me estás hablando?
—Pues no sé exactamente, pero eso es lo que me han dicho.
Cambié la conversación hacia otros temas, hablamos brevemente y
colgamos. A los veinte minutos nueva llamada de Mario:
—¿Vas a estar en casa? Tengo algo que llevarte.
—Sí. Aquí te espero.
A la media hora llegó con un folio plegado. Lo abrí y no salía de mi
asombro. En aquel folio estaba copiado al pie de la letra todo lo
que yo había escrito unas dos horas antes. Recuerdo que había
escondido los originales y la copia y fui a buscarlos para cotejarlo
con lo que me acababa de traer Mario. Excepto en un lugar en que yo
escribía un nombre propio en abreviatura y Mario lo había escrito
completo, todo lo demás era exactamente igual palabra por palabra y
punto por punto.
Le pregunté:
—¿Cómo has escrito esto?
—Me lo han dictado.
Como ya he dicho, Mario no tenía entonces la capacidad de leer en su
pantalla tan desarrollada como la tiene ahora. Hoy día le bastaría
con cerrar los ojos y concentrarse para poder leer el texto sin que
tuviese que venir nadie de fuera a dictarle nada.
Cierto día, Mario había venido a mi casa muy acongojado porque la
novia le había dicho que lo iba a dejar y la razón era porque no le
dedicaba a ella todo el tiempo que debía. Se lo decía todo en una
frase que le repetía a todas horas:
«Quieres más a tus libros que a
mí.»
Mario no quería renunciar a seguir siendo el mejor de su clase, pero
por otro lado sentía mucho por aquella muchacha y de ahí su estado
de desesperación. Habíamos estado hablando, junto con mi esposa,
hasta altas horas de la madrugada, mezclando en la conversación su
problema sentimental con el problema «ultraterrenal» en que estaba
envuelto, y las horas se nos habían ido volando.
Repentinamente se
levantó y dijo de una manera muy
decidida:
—Tengo que irme.
Como él tiene coche propio, no me ofrecí a llevarlo hasta su casa y
vi como lo más natural que se marchase.
Al día siguiente me llamó:
—¿No viste nada ayer?
—No. ¿Qué era lo que tenía que ver?
—Cuando yo dije que me tenía que ir, era que me acababan de decir
que bajase, porque me iban a recoger en el portal y me iban a llevar
a un sitio para hablar. Por eso te preguntaba si habías visto desde
la ventana el coche en que me vinieron a buscar.
—Yo creí que te habías ido en el tuyo, pero de haberlo sabido, de
muy buena gana me hubiese asomado. De modo que otra vez avisa.
Eran cuatro individuos los que lo habían recogido. Uno de ellos era
Rufo, que daba la impresión de ser el jefe, mientras los otros eran
sólo ayudantes ya que apenas sí hablaban y obedecían loque Rufo les
decía. El color del coche, según Mario, era claro. Él recuerda que
fueron por la M-30 un buen rato, hasta llegar a un sitio a orillas
del Manzanares, en donde hay una explanada.
Allí vio un autobús.
Bajaron y entraron en él. Mario se quedó atónito, porque lo que por
fuera parecía un autobús interiormente era un enorme salón en el que
cabrían muchos autobuses. Dentro había bastante gente, varones y
mujeres, todos vestidos como Rufo, atentos a diversos quehaceres.
Apenas si prestaron atención alguna a los recién llegados, a pesar
de ser Mario diferente a ellos. Sin embargo, según su opinión, Rufo
era el jefe de toda aquella gente.
Según él le ha dicho, en España hay sólo otra persona que está en
sus mismas condiciones; es decir, que es un implantado de ellos
aquí. Está en la ciudad de Cádiz y Mario no lo conoce, pero algún
día probablemente llegará a conocerlo igual que conoció a Andru.
La mayor parte de toda aquella gente en el «autobús» estaban atentos
a un sinfín de pantallas en las que aparecían toda suerte de cosas y
personas. En una de ellas Mario pudo ver sucesivamente las caras de
personas muy relacionadas con él. Según Rufo le dijo, «ellos» llevan
control no sólo de las personas que les interesan directamente, sino
de las que están inmediatamente relacionadas con ellas.
Así se encuentra en este momento el asunto de Mario.
¿Adónde irá a parar todo ello? No lo sé. Lo que sí sé es que estoy
metido en él hasta el cuello y todavía de una manera más profunda de
lo que he podido expresarle al lector. Porque lo cierto es que me
han dado permiso para publicar todo esto sólo a condición de que me
calle otras cosas. Y la verdad es que no quiero incurrir en las iras
de tan poderosos señores.
Comprendo que el lector pueda quedar un poco defraudado pues
únicamente tengo mi palabra para probar todos estos hechos. Pero
espero de aquí a algún tiempo poder tener alguna prueba tangible y
poderle dar más detalles de todo este apasionante asunto y hasta
poderle decir cuál ha sido mi impresión personal de Rufo, pues tengo
fe que algún día cumplirá la palabra que le ha dado a Mario de
dejarse ver por mí y de conversar conmigo.
Pero no crea el lector que entretanto voy a estar nervioso centrando
toda mi vida alrededor del momento en que se les ocurra presentarse
delante de mí. Nada de eso. Yo seguiré haciendo mi vida normal,
tratando de conocer cada día más cosas de este misterioso mundo en
que vivimos y procurando ser cada día mejor persona humana.
Última hora
Como en los viejos tiempos del periodismo, hay una «últi-ma hora»
escrita cuando ya todo el libro está listo para la imprenta.
Ayer necesité para ciertas diligencias mi DNI y por mucho que lo
busqué no aparecía por ninguna parte. Desesperado, le dije a mi
mujer que llamase a Mario y le dijese a ver si él podía hacer algo.
Mario protestó porque Rufo le había dicho que estaba abusando un
poco de su «pantalla» y que no debería usarla si no fuese en casos
de extrema necesidad, pues corría el peligro de que si la usaba
exageradamente eso podría dificultar posteriormente el pleno
desarrollo de su facultad de ver en ella. Pero ante la insistencia
de mi mujer, Mario le dijo que iba a hacer una excepción y que nos
llamaría en cuanto tuviese algo.
Creo que no habían pasado cinco minutos cuando sonó el teléfono.
—He visto en la pantalla que además del DNI hay un pasaporte y una
tarjeta en la que se lee algo así como «La Guardia», pero no lo
puedo leer claro.
—Efectivamente. Pero, ¿dónde están?
—Están en la quinta estantería de la biblioteca comenzando a contar
por la derecha y en el anaquel tercero empezando desde abajo hacia
arriba. Están debajo de un montón de libros en gallego que están
tumbados.
Allí fui inmediatamente.
Levanté los libros y allí estaba mi DNI y
las otras cosas. Un mes antes habíamos recolocado los libros de la
biblioteca y los documentos habían quedado sepultados
inadvertidamente. De no haber sido por Mario yo hubiese tardado
meses en descubrirlos y sólo por casualidad, pues nunca se me
hubiese ocurrido buscar allí en donde lógicamente no deberían estar.
En cuanto a la tarjeta en que él leía «La Guardia» era un
certificado de vacunación venezolano hecho años atrás en el puerto
de La Guaira,
El misterio sigue en pie.
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