Resulta que, a veces, hasta nos llegamos a compenetrar ciegamente con esos conceptos y los utilizamos - aunque sólo en apariencia - contra determinados estadios intermedios de ese mismo Superpoder, porque nos repelen y porque los imaginamos etapa final, cuando son, en realidad, meros peldaños hacia fuerzas que casi nunca llegaríamos a identificar conscientemente.
Y descargamos nuestra ira impotente sobre los estados que quieren impedir que ese ideal maravilloso - porque lo es realmente - llegue a realizarse. Y firmaríamos en favor de la idea cualquier manifiesto que nos pusieran delante, Y nos sentiríamos profundamente avergonzados si planteásemos, incluso de tapadillo y en nuestro fuero interno, el menor inconveniente a tal afirmación que (como diría un cura teologista) ha de ser extrínsecamente buena, justa, santa y (añadiríamos nosotros, sin duda) esencialmente humanitaria y progresista.
¿Qué queremos todos, sino ser progresistas? Tenemos el progreso incrustado entre ceja y ceja y nadie ni nada - creemos - nos lo podría arrebatar de la mente.
Cualquier ejemplo
sería válido, porque son muchos - demasiados - los pueblos de la
tierra a los que se ha obligado prácticamente a anular su identidad
para integrarlos en unidades socioeconómicas o religiosas más
poderosas, que les han impuesto a la fuerza una despersonalización,
un idioma, unas formas de gobierno precisas y unos módulos de
conducta que no casaban con la tradición secular del grupo y que, en
consecuencia - lo han hecho desaparecer, o casi, mediante el
ejercicio del poder opresivo.
Empuje en forma de ayuda que, por una parte, habrá de llegar precisamente - y no es casualidad - de un rival económico, político o religioso de la entidad opresora; y que, por otra, exigirá indefectiblemente el pago, al contado o a plazos, del favor concedido, mediante una alianza al menos tan opresora como la que se ayudó a deshacer.
Pero, en segundo lugar, el ideal se hace imposible porque siempre se da el caso - yo, al menos, no conozco ninguna excepción - de que el grupo étnico o religioso o político que aspira a la autodeterminación no cuenta tampoco con la infraestructura necesaria para constituir una entidad mínimamente capaz de bastarse a sí misma, pero sí suele poseer, en cambio (¡casualidades de la vida!), un determinado elemento vital, económico o estratégico que, sobre serle arrebatado a la estructura estatal anteriormente poseedora del territorio, tendrá que caer en las manos o en el área de la nueva influencia, en cuyos brazos habrá tenido que arrojarse el pueblo presuntamente liberado, so pena de perder inapelablemente una riqueza de la que no pueden prescindir los grandes grupos de presión.
En los tiempos de las superpotencias y
de la supertecnología, mal
puede pensarse en auténticas autodeterminaciones, cuando hay también
una superestructura que basa buena parte de su razón de ser en la
atomización de los estados autosuficientes en células que habrán de
buscarse la subsistencia cayendo en manos de quien las esclavizará
de nuevo a cambio de proclamas huecas de falsa libertad.
Porque, en el fondo, no se trata de imponer una democracia u otra forma cualquiera de gobierno desde las alturas invisibles, sino de colocar en la cúspide de las decisiones a aquellas personas o a aquellos grupos que, desde una u otra coordenada ideológica o política (que no es lo mismo), sirvan mejor en un instante concreto los intereses supranacionales de las grandes entidades controladoras de la vida colectiva de los seres humanos.
Muy a menudo, hay acontecimientos remotos o situaciones seculares que siguen influyendo, por encima de los milenios, sobre hechos que tienen lugar aquí y ahora. Lo cual lleva a la sospecha de una continuidad, dentro de eso que llamamos tiempo, de la esencia de ese poder oculto que estoy tratando de señalar y que cambia de nombre, como de sistema, según lo pida la misma pseudo-evolución humana que lo controla y lo provoca.
Comprendo que a muchos políticos y a no pocos historiadores les resulte duro aceptar esta continuidad que se salta el tiempo y resurge en todos los procesos alternativos - violentos o no - de la historia.
Lo comprendo, porque resulta duro reconocer las directrices de un (mal) llamado determinismo que, en cierta manera, puede actuar soterraña-mente desde tiempos increíblemente remotos sobre nuestras más inmediatas realidades políticas, sociales o religiosas.
Sin embargo, cuando los acontecimientos se encadenan y dan razón a sinrazones aparentes, no queda otro remedio que recomponer realidades olvidadas y comprobar que ciertos eslabones de la cadena, que suponíamos desperdigados o definitivamente perdidos, conectan directamente con unos hechos del pasado que ostentan nombres distintos a los que se les ha dado tradicionalmente.
Unos y otros, cada cual en su momento, se encargaron de convertir la tierra polaca en feudo personal de poderes a la vez beatíficos y pecuniarios. Los teutónicos llegaron primero, confundiendo indiscriminadamente la conversión de los pueblos paganos del Báltico con el mesiánico pangermanismo de sus ideales heliocráticos.
Trescientos años después, los jesuitas organizaron un estado-barrera
contrarreformista, en el que el palo y el tente-tieso aparecían - como ha sido corriente en estos casos de acción violenta del
"brazo secular" - en las manos del rey Zygmunt Vasa y sus sucesores.
Y así, como en tantas otras tierras - la nuestra v nuestras Américas incluidas - se llamó cristiano y beatífico a cuanto se adoraba y bastó vestir de sayal y aureola a las arcanas fuerzas telúricas para hacerlas nuevamente aptas para el culto popular. La simbiosis era perfecta y el cristianismo, una simple transferencia obligada para acatar el omnímodo poder de las autoridades político-eclesiásticas.
Nos daremos cuenta de que, por encima de las opciones de opinión que se nos sirven a través de las agencias de prensa (todas, absolutamente todas convenientemente conducidas), subsisten unos hechos que conforman, aunque nos sean siempre convenientemente escamoteados, la profunda esencia del conflicto y sólo reclaman que sea estudiado su porqué.
O hasta preguntarse el porqué de viajes italianos de líderes políticos cuya única finalidad, salvo error u omisión, parecía ser la entrevista con el papa polaco, entre inciensos, sahumerios, rodillazos y declaraciones multitudinarias a los medios de comunicación. Tanta sotana, tanto capelo cardenalicio, tanta cruz patriarcal y tanto incienso presuntamente pío llevan a la sospecha - con perspectiva histórica, que para eso se las da uno de historiador - de que en Polonia no se solventan problemas de libertad sindical, tan propios de la sociedad industrializada del siglo XX o XXI (?), sino algo mucho más profundo, más grave, más peligroso y condicionante para el contexto político del mundo entero y del ser humano: Polonia está tratando de ser reconquistada desde dentro por el mismo grupo de presión que la dominó secularmente.
Con el agravante de que, en esa
lucha subterránea, la promoción inicial de todo el movimiento
proviene - no de modo casual - de una personalidad que ostenta a la vez
la nacionalidad polaca con todas sus consecuencias y el más alto
cargo de un organismo que. de hecho, forma parte activa, lo quiera o
no, del movimiento occidental de las grandes empresas
multinacionales.
Desde aquella fecha tan incierta hasta el descubrimiento - cronológico - de la existencia del Homo Sapiens, hay toda una gradación evolutiva que se aprecia tanto en el tamaño y consistencia de los restos óseos como en la capacidad craneana.
Una gradación que, en líneas generales, va desde la identificación del ente humano con cualquier mamífero superior hasta el reconocimiento, probado por los hallazgos, de una especial inteligencia que le hace servirse con eficacia de determinados instrumentos que suplen su inferioridad física y, por otro lado, de un sentido de la trascendencia que le lleva a formas de culto progresivamente evolucionadas.
Pero, al mismo tiempo, tal ente humano se reconoce incapaz de comprender y dominar todo un núcleo de fenómenos que. si resulta cierto que se han ido reduciendo a lo largo del tiempo, mantiene en todo momento una parte de secreto y le hace entender que sólo logrará penetrar en su realidad mediante pasos sucesivos de la evolución.
(Curiosamente,
si en el aspecto puramente tecnológico el ser humano lucha codo con
codo por el progreso material, en aquello que atañe a su real y
auténtica evolución interna actúa a niveles de individuo. Y sus
congéneres le sirven únicamente de peldaños espirituales para tratar
de izarse por encima de ellos, en un afán individualista de alcanzar
grados progresivamente superiores de evolución o de conocimiento que
le permitan saber lo que los demás ignoran y. por lo tanto, ejercer
sobre ellos un tipo cualquiera de preponderancia, de poder).
Y no se trata tampoco de justificar o condenar unos hechos o unos determinados métodos, sino de la pura y simplísima constatación de que, ante ese deseo y ante su impotencia fundamental para acelerarlo y cumplirlo, el hombre ha venido utilizando sistemáticamente ciertos estímulos que le han puesto en contacto con esos niveles ansiados de conciencia, o con estados que le han hecho creer que se encontraba inmerso en ellos.
Sin embargo, la misma impotencia en que la tecnología secular nos ha sumido en cuanto a nuestras posibilidades de actuar sobre la conciencia - o sobre la evolución real de esa conciencia - ha conducido a ciertos niveles de caos espiritual, que se traducen en una larguísima sucesión de estados aberrantes y de actitudes en las que esa misma sobrevaloración alucinada de los derechos pretendidamente individuales conduce a una esencial carencia del auténtico sentido de la solidaridad humana.
Es un
sálvese-quien-pueda en medio de un cósmico y desolador caiga-quien-caiga.
El último eslabón, al parecer, es el clima de violencia y de delito que afecta en términos generales al mundo desarrollado y, muy en especial - no olvidemos alocadamente la sutil diferencia - a esos países que llamamos democráticos por simple eufemismo del lenguaje.
Naturalmente, si profundizamos un poco - no demasiado, sólo a niveles de ciudadano medio tirando a bajo - comprobaremos que el porcentaje de actos delictivos en esta situación hay que asociarlos, por un lado, al paro obrero, pero muy especialmente a la proliferación del consumo de esas drogas que ponen a quienes las utilizan en específicos estados límite de conciencia.
Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre unas y otras: las drogas autorizadas pueden adquirirse a precios relativamente módicos y están controladas oficialmente por impuestos de los estados, que proporcionan pingües beneficios al erario público, mientras que las prohibidas son caras (y hasta carísimas), están absolutamente incontroladas y, en lugar de producir beneficios a los estados, los proporcionan a unas superestructuras que. manteniéndose en la ilegalidad internacional, y precisamente por ello, no tienen que dar cuentas oficiales a ningún gobierno.
De todo lo cual se deduce que el negocio de la droga prohibida, en razón de su dependencia, es absolutamente redondo, y que la única diferencia sustancial entre las fomentadas y las oficialmente prohibidas consiste en la entidad a la que irán a parar en última instancia los beneficios.
(Como recuerdo histórico, pensemos en lo que sucedió en su tiempo con la Ley Seca americana. La prohibición oficial de bebidas alcohólicas produjo, en poquísimo tiempo, más beneficios a la Honorable Sociedad que los que el gobierno de los Estados Unidos obtuvo por el control de esas mismas bebidas cuando fueron nuevamente autorizadas en el país.)
Y no alcanzamos a captar que el asunto supera con creces los límites del negocio inmediato y que esa llamada «red internacional» con la que nos llenan los oídos es más que una inversión fabulosa y libre de impuestos. En primer lugar, porque esa inversión es mucho más política - y. sobre todo, ideológica - que económica.
Además, porque, al menos en un sentido amplio y ajeno a la semántica usual, no está libre de impuestos.
Un reciente reportaje, por su parte, acusaba al ex-presidente de Francia, Valéry Giscard d'Estaign, de haber tenido mucho que ver en los negocios de exportación y difusión de droga procedente de Extremo Oriente en la época colonial.
Se trata apenas de un par de ejemplos aislados frente a otros muchos que nadie se atreve a mentar. Pero son dos ejemplos que, a poco que meditemos, muestran la doble cara del problema, con la oculta mucho más inquietante que la simple y pura desazón que produce la difusión indiscriminada de cualquier tipo de estupefaciente.
¿Y de qué
mejor modo de deterioro puede servirse ese poder que el
sometimiento de un número creciente de ciudadanos a una dependencia
que, por un lado, es proclamada (por ellos) como liberación, y por
otro conduce a la inquietud y a la inseguridad visceral de todos los
demás, por la constante acción violenta de los supuestos liberados
sobre sus vidas y sus haciendas?
Y
nadie se inclinará más al deterioro semántico del vocablo orden que
aquel a quien convenzan de que tal orden le permitirá transitar
tranquilamente por la calle, cuando lo único cierto y perogrullesco
es que sólo con libertad (en su auténtico sentido) y con una
conciencia de la propia responsabilidad individual - esa que se nos
quiere arrebatar - puede el ser humano acceder a su propia
evolución, tanto personal como colectiva.
Tal vez por eso he querido sacarlo aquí a flote, porque pienso que sólo comprendiendo conscientemente y sin tapujos la dependencia a que se nos somete cada día podremos formarnos una idea de cómo afrontarla y de cómo recuperar, si aún es tiempo, nuestro papel de seres racionales dispuestos a asumir la evolución a la que nuestra naturaleza nos da derecho.
Curiosamente, esa evolución se fue deteniendo o, al menos, se hizo desesperadamente lenta (y me refiero, naturalmente, a niveles mentales y espirituales, no al progreso tecnológico), a medida que el ser humano fue adquiriendo conocimientos que le facilitaban la subsistencia, que le hacían progresivamente cómodo el trabajo, le menguaban el esfuerzo y le distraían la atención.
Más curiosamente aún, se da el caso, cuando estudiamos el gran proceso histórico de la humanidad y - sobre todo - cuando estudiamos esos mitos que constituyen la más sorprendente fuente de recuerdos que posee la mente colectiva del hombre, de que esos adelantos técnicos, esos descubrimientos «mecánicos» - la navegación, la rueda, la palanca, el arte de volar - le fueron entregados al ser humano en épocas oscuras y olvidadas por entidades a las que se quiso dar el calificativo de dioses, porque actuaban desde planos superiores al nivel medio de las conciencias capaces de captarlas o de recoger sus indicaciones.
Sólo quiero llamar la atención sobre la circunstancia de que esa divinización ha de deberse, por necesidad, a la naturaleza esencialmente ignorada de las entidades que proporcionaban al hombre sus adelantos técnicos.
Y que. al mismo tiempo que se los
proporcionaban, lo sumían en una radical incomprensión de los
porqués y los cornos y le hacían depender esencialmente del «regalo»
que se les ofrendaba.
Me refiero, fundamentalmente, al hombre que forma parte del mundo industrializado de Occidente, porque ya tendremos ocasión de ver y de analizar otras formas de enfrentar el entorno en distintas culturas y en otros contextos espirituales. Este hombre nuestro de la civilización tecnocrática se ha habituado ya a ser llevado y traído por donde quieren los grupos de presión (tanto los conocidos como los ocultos) y ha asumido esa esclavitud a que le somete la técnica como una necesidad imprescindible.
Ya hemos tenido ocasión de verlo cuando comentábamos, páginas atrás, ese complejo de fracaso que se nos imbuye cuando no accedemos a la última novedad caprichosa de la técnica, siempre planteada como adelanto, como ayuda imprescindible o como una comodidad progresiva. Ya no nos conformamos con vivir pendientes del televisor: necesitamos el mando a distancia que nos librará de molestamos esos tres pasos que se necesitan para alcanzarlo y cambiar el canal.
No nos basta el automóvil: nos es imprescindible cada supuesta mejora que se introduce en un nuevo modelo.
No queremos sólo ignorar las operaciones matemáticas mentales: nos urge que la maquinita tenga por nosotros la memoria de lo que sin duda habremos de olvidar por falta de entrenamiento mental.
Si siempre y sin excepción, el ser humano se habrá dejado conducir como una marioneta mansa por los terrenos que las fuerzas de presión le han marcado, encaramándose por los laberintos de la técnica y abandonando definitivamente el ejercicio de sus propias posibilidades evolutivas, tanto psíquicas como mentales y espirituales.
Sin embargo, de vez en cuando surgen determinados misterios del pasado cuya falta (aparente) de lógica racional puede ponernos en guardia respecto a su significado.
Con una diferencia notable: en las culturas andinas no se utilizaba la rueda como medio de transporte o de desplazamiento. Sin embargo, esa misma rueda, con sus exactas funciones, sí se ha encontrado en los juguetes infantiles de aquel imperio que los arqueólogos han sacado a la luz.
Una conclusión así no tiene base racional alguna, aunque se haya formulado desde las perspectivas del más estricto racionalismo científico.
En cierto modo, una
imposición de este tipo sería paralela a la que impone a los
hinduistas la sacralización de sus bóvidos, los cuales (ante la
incomprensión supina del occidental que contempla el espectáculo de
las vacas sagradas correteando libremente por las calles) siguen
siendo intocable elemento de culto, mientras tan a menudo el pueblo
muere de hambre por falta de un alimento que podría tener al alcance
de la mano.
En el valle de Somiedo, en Asturias, corría hasta hace bien poco la tradición de que, en los lagos que coronan los confines del valle, habitaban genios malignos dedicados a la forja, que atacaban y aniquilaban a quienes se atrevían a acercarse por sus dominios.
Es significativo que hoy, precisamente en aquellos parajes, no sólo se encuentren viejos restos de herrerías, sino que recientemente, en la misma área de los lagos, se descubriese un rico filón de mineral de hierro que, puesto en explotación industrial, arruinó en poco tiempo el idílico y solitario paisaje y la pureza de alguno de sus lagos, que hoy aparece teñido por las piritas.
Mimir, el enano de los «cantares germánicos, era herrero y forjó la espada con la que el héroe Sigurd venció al dragón Fafhir, con cuya sangre se bañó y aprendió el lenguaje de los pájaros. De vaqueiros asturianos y de agotes navarros, pueblos tradicionalmente marginados, se dijo que se dedicaron a la forja en tiempos remotos.
Y eso mismo se contaba de los maragatos leoneses, en cuyas tierras montañosas, como en las de agotes y vaqueiros, se encuentran las mejores muestras de las herrerías medievales de toda la Península Ibérica.
Por desgracia, ya resulta difícil que lleguemos a conocer algún día esa realidad improbable.
Milenios enteros de dependencia nos han borrado de la mente incluso la sospecha de que pudiera haber existido una vía por la que el hombre se hubiera desarrollado conforme le demandaba su propia naturaleza.
Hoy es tarde. La vuelta atrás, imposible.
Algo nos ha hecho definitivamente esclavos de nuestro propio progreso. Y sólo cabe pensar o intuir, o sospechar, que no toda la culpa es del hombre mismo, sino que hubo - y sigue habiendo - fuerzas que le mantienen atrapado en las coordenadas insalvables de la dependencia.
Hoy, nuestra labor debería consistir en el descubrimiento de esas fuerzas, en sacarlas a la luz y en dar cuenta de su naturaleza y de sus más recónditas intenciones.
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