REFLEXIONES HACIA EL COSMOS
5 - Primera
meditación sobre una realidad que escamotea su definición
Es la respuesta de aquel individuo a quien preguntaron en qué creía: «YO, GRACIAS A DIOS, SOY ATEO». La traigo a la memoria a propósito de tanta gente que, aún hoy, niega la realidad de los fenómenos paranormales o pretende ignorarlos.
Gente que, cuando se habla o se lee o se oye de casos referentes al fenómeno OVNI - por ejemplo - sigue afirmando que eso es como el Yeti o el monstruo del lago Ness, que llenan columnas de la prensa y minutos de radio en épocas en que escasean las noticias, pero que, en realidad, se trata únicamente de alucinaciones individuales o colectivas, puramente subjetivas; o de confusiones o de visiones de gente con taras mentales, momentáneas o permanentes; o lo que es peor, consecuencia de afanes publicitarios de determinados individuos que pretenden reclamar así, a toda costa, su parcela correspondiente de atención por parte de la sociedad o de los medios informativos.
Con esto quiero decir que, al hecho paranormal - sea fenómeno OVNI o sea su secuela, o su causa o cualquier otro fenómeno paralelo o maldito que aparentemente no tenga nada que ver con él - debemos situarlo en las coordenadas estructurales de su función, ya que, al menos por el momento, es prácticamente imposible que lo definamos con total objetividad.
La ciencia - nuestra ciencia, la que se enseña en las universidades y prospera a trancas y barrancas en los laboratorios y en los papeles de los sabios, o bajo el microscopio - suele definir únicamente cuando el análisis de todos los elementos que componen un fenómeno permite establecer su clasificación, separándolo de todas sus aparentes correspondencias si éstas no han sido debidamente comprobadas.
Y, significativamente, sucede demasiado a menudo el hecho de que no se presenta solo, sino que cada fenómeno viene precedido de alguno tan extraño o paranormal como él, o le suceden otros que, por su misma naturaleza insólita, ayudan a la idea escéptica de los que niegan sistemáticamente su realidad y piden, como ineludible condición para aceptarla, que se les diga qué es, cómo es, por qué es y cuáles son sus fines y sus razones.
Aparece y desaparece, condiciona y despierta polémica, se le afirma y se le niega. Y, aun quienes en principio lo aceptamos como realidad indiscutible, polemizamos hasta la saciedad sobre si eso es bueno o malo, terrestre o extra terrestre, condicionador de nuestra naturaleza o testigo mudo de nuestra evolución. Sólo hay un rasgo común en el que todos, de grado o por fuerza, tenemos que coincidir: el hecho de que el fenómeno paranormal actúa visceral o intelectualmente - sobre las personas que aceptan su realidad y se integran en ella.
No deja indiferente. Ha pajado de tal modo a formar parte de nuestro mundo - en lo positivo o en lo negativo - que cabe preguntarse si no será acaso esa integración la que, desde todos los puntos de vista, explique y defina su naturaleza. Si acaso su realidad no será el motor mismo de nuestro impulso y de nuestros pensamientos, desde ese momento perdido en la noche del tiempo en que surgió la memoria y, con ella, la creencia o la esperanza en una realidad en la que los oscuros sueños de perfección del género humano tenían una respuesta válida y sin dudas razonables.
Es curioso que ambas, en cualquier época y en cualquier lugar, hayan venido sosteniendo la gran batalla de las ideologías para alcanzar un fin común.
Es más que curioso que el progreso cíclico de cada uno de estos modos de alcanzar - o buscar - la realidad, haya tenido que producirse siempre en detrimento del otro, cantándose victorias pírricas cada vez que la ciencia creía vencer un artículo de te o cada vez que un dogma anatematizaba un teorema.
Es significativo, en fin, que ambas hayan intentado secularmente tirar del género humano hacia su propio campo, mentalizando respectivamente el intelecto y los impulsos primarios del espíritu, sin caer en la cuenta de que el ser humano constituye en sí mismo, incluso como género, una unidad en la que instintos, pensamientos, afanes, deseos, miedos y esperanzas tienden a un solo fin: el conocimiento exacto del lugar que ocupamos en el concierto cósmico.
Y da la casualidad de que, en ese mismo fin, se encuentra la meta común de eso que llamamos ciencia y de esa otra cosa que denominamos religión.
Hoy, cualquier ateo oficial puede observar luces que bajan de los cielos, sin que tales visiones impliquen necesariamente una ruidosa conversión y una vida ulterior dedicada a la oración y a la caridad. Hoy también, los prodigios se acumulan, sin que tengan que levantarse santuarios para glorificar la intervención de seres celestiales, cuya presencia habría sido imprescindible para explicar de modo ortodoxo algo que rompe sin paliativos las leyes aceptadas secularmente por el hombre.
Ante hechos que no admiten explicación, la ciencia calla o niega, la religión divaga y reclama tímidamente la vuelta al estado primigenio de inocencia y de fe.
Pero ni una ni otra parecen dispuestas a admitir que tales fenómenos ponen en entredicho su rivalidad eterna y que el hombre, ante unas verdades patentes que le son sistemáticamente negadas, comienza a fabricarse una tercera vía que. si no le explica nada, le justifica al menos existencialmente una trascendencia que ni ciencia ni religión oficiales han sabido manipular a su conveniencia.
(Y digo ahora eso de aparentemente con el convencimiento de que tal manipulación viene de muy lejos. Y con la sospecha fundada de que lo que ahora nos empeñamos en encasillar, para tratar de que su digestión nos sea más soportable, es exactamente lo. mismo que ha movido siempre al género humano en sus manifestaciones trascendentes, en sus escapadas de la vida puramente vegetativa, hacia planos desconocidos - esperados y temidos a la vez - de lo inalcanzable.
El ser humano, en este sentido, se ha venido comportando lo mismo que la muía que avanza siempre con la esperanza inútil de alcanzar una zanahoria suspendida de la cuerda que cuelga de su propio cuello. El hambre de trascendencia nos ha llevado siempre a perseguir lo inalcanzable, sin darnos cuenta de que esa persecución incesante mueve otra cosa - carro o noria cósmica - sobre la que no poseemos ningún control.)
Nada progresa sin que algo lo haga progresar. Nada sucede sin que algo obtenga un beneficio de ese suceso. Toda la realidad cósmica es una constante acumulación de tensiones, de causas y efectos, un toma y daca en el que cada entidad recibe su esencia de otra y cede su energía para que, a su vez, sea utilizaba por otra entidad más evolucionada, la cual procura cuidar y conservar, por su parte, la fuente de su propia supervivencia.
Ese cuidado y esa conservación suponen precisamente la manipulación a la que me he estado refiriendo Claro está que la palabra manipulación es corta y estrecha, corno resulta corto y estrecho el idioma - cualquier idioma - para expresar lo que supera los limites de nuestro mundo circundante e inmediato. Pero sirve, a falla de otra mejor, para aclarar la dependencia de cada entidad cósmica respecto a todas las demás.
Porque ya no se trata, al llegar a determinados niveles evolutivos, de una dependencia irracional e instintiva, sino de la captación esencial de una necesidad que ha de saciarse conscientemente, mediando la voluntad de cada ente y hasta su ingenio y su intelecto - sea cual sea la forma que adopte en cada caso - para seguir subsistiendo en primer lugar y para aspirar, en última instancia, a alcanzar, mediante sucesivos grados de evolución y aprovechando todos los medios de que dispone, los niveles superiores de la conciencia universal.
Se sirve de las entidades inferiores y sirve, de un modo o de otro, a las que le suceden. El error - nuestro error - está en que, sabiendo que hay, hasta llegar al hombre corriente y moliente, una multitud de estadios de evolución, tengamos la conciencia programada a no reconocer después de nosotros más que una entidad suprema sobre la que acumulamos todos los grados que suponemos nos faltan para acceder a la realidad última de su infinitud.
La culpa de este fallo está, posiblemente, en esa especie de lógica antropocéntrica y geocéntrica que los grupos tradicionales de presión han logrado establecer en la mente humana, sobre todo en el mundo occidental. Es una culpa paralela, aunque esta vez a niveles cósmicos, a determinados esquemas sociales, políticos, económicos y morales que nos han sido implantados y sobre los que nos hemos movido secularmente: el establecimiento de escalas de valores pretendidamente absolutos, instituidas desde el poder hacia la opresión.
Pero también forma parte de nuestra propia naturaleza sensorial y biológica, que tiende a establecer en todo cuanto nos rodea la eterna dicotomía que, en determinados casos, llega a aflorar incluso como forma religiosa evolucionada. La realidad, para el ser humano, está compuesta como una pirámide escalonada en la que nosotros ocuparíamos la cúspide, abarcando todo cuanto sube hasta nuestros pies y con el convencimiento de que, por encima nuestro, todo el inmenso cielo pertenece a una sola divinidad protectora que nos abarca y nos integra en su infinitud única e indivisible.
En este sentido, tendemos a considerar que esa divinidad - reconocida o negada, creadora y destructora, señora de la vida y de la muerte - reúne en grado infinito en su esencia todo lo que nos han hecho considerar positivo - bueno y bello - de nuestro esquema dualista. Con ello, insensiblemente, la limitamos, porque sentimos la necesidad paralela de suponer otra divinidad que asuma cuanto de aparentemente negativo nos llega de más allá de nuestras fronteras conscientes.
Pero, aun así, con este esquema programado e inalterable que han creado precisamente los sentidos a través de los cuales contemplamos nuestro entorno - eso que llamamos realidad - existe un inmenso vacío entre la infinitud imaginada o presentida y lo inmediatamente superior a nosotros, que sobre estar prácticamente a nuestro alcance, ya está fuera del alcance de nuestra comprensión, de nuestra definición y de nuestro análisis; y hasta de nuestro juicio.
Echamos entonces mano de los libros sagrados de cualquier credo y lo que alcanzamos a ver - si no somos capaces de encontrar y desentrañar su simbolismo - es apenas un torpe proceso de antropomorfización de lo divino, que empieza a acercarse peligrosamente a sus criaturas para hacer patente una realidad que maldita la falta que le debería hacer mostrar. Esa aparente manifestación divina juega muy a menudo con el ser humano, le ofrece la ocasión de «verla», de «tocarla» o de «oírla».
Y, cuando quiere, echando mano de una voluntad caprichosa, parece elegir a determinados individuos al azar, para que le sirvan de intermediarios y hagan conocer a sus congéneres su alta voluntad.
De pronto, esa realidad irrumpe en nuestro mundo tal al es, desnuda de apreciaciones apriorísticas, actuando como debe y no como nosotros habríamos querido imaginar que debería hacerlo, porque para eso nuestros sesudos científicos y nuestros sabios rectores espirituales han descubierto leyes y han analizado la naturaleza - siempre aparente, claro - de la materia, de la energía y del mismo Dios.
Entonces, cuando esa realidad se nos muestra sin tapujos y nos indica nuestro puesto exacto en la orquesta. la rechazamos, la negamos y la ignoramos.
O, por el contrario, le atribuimos una naturaleza irreal que sólo contribuye a embotar más - si cabe - nuestra ya de por sí pobre capacidad de reacción ante lo inesperado y desconocido.
Y esto por una razón bien sencilla: porque hacerlo así sería situar al género humano en sus reales y auténticas coordenadas evolutivas, en las bases mismas de sus dependencias y en el lugar preciso - o. al menos, en el más aproximado - que ocupa en la escala cósmica de la evolución.
De eso han huido sistemáticamente tanto la religión como la ciencia.
Por otro - ahí están los gnósticos de Princeton - surgen los científicos conscientes de una realidad que sólo puede resolverse olvidando teoremas y leyes y adentrándose en la espiritualidad del ser humano, como integrante de un universo esencialmente desconocido e incognoscible.
Se hace posible y hasta corriente lo absurdo, lógico lo impensable, y se resquebrajan unos principios en los que nos habían hecho creer a pies juntillas.
Una luz en el cielo, un androide verde con escafandra, una pócima milagrosa llegada de la constelación de Orión, metales que se desintegran entre los dedos de los contactados y bombas que podrían estallar por control remoto mental se convierten en espectáculo y en nuevo acto de fe cósmica. Hay sectas que preparan a sus miembros para tomar definitivamente la alternativa de poder en el mundo gracias a las facultades que les provocan.
Hay místicos del peyote y curanderos que operan - y hasta matan - y ganan dinero utilizando como bisturís tijeras oxidadas, y como quirófanos cuartos de albergues malolientes. Hay mensajes de una ciencia imposible venida del otro lado de la galaxia y seres humanos que juran haber viajado a planetas civilizados de otros sistemas solares.
He comprobado cómo, a trancas y a barrancas, lo insólito y paranormal, que está haciendo ahora mismo crisis en la gran masa de la humanidad de nuestro tiempo, ha estado siempre en la base de los grandes movimientos religiosos y de las pequeñas herejías consumidas por los fuegos purificadores del Santo Oficio.
Se diría que, detrás de cada santo, de cada profeta, de cada heterodoxo, de cada vidente, ha habido siempre un contactado que tuvo acceso - voluntario o inconsciente - a la otra realidad que hoy se está lanzando a la conquista de la vida cotidiana.
Trataré de explicar esta última pregunta - que se me hace tú - con un par de ejemplos sobre la utilidad.
Pensemos primero en el pastor que conduce en solitario a sus ovejas por los pastizales. Ha echado mano de un mastín para que le ayude en el buen gobierno del rebaño; le ha enseñado lo suficiente para que le sirva, para que le sea útil, para que funcione perfectamente la relación amo-servidor, sujeto-objeto.
Pero... ¿qué sucederá si, cualquier día. el mastín pretende hacer valer a su modo sus hipotéticos derechos? ¿Qué pasará si reclama sus reivindicaciones? El pastor, también a su modo, procurará que su perro sé dé cuenta de la superioridad inalienable que ejerce sobre él, le hará ver, como sea - palo o grito - que él. el pastor, es quien manda y que el mastin no tiene que hacer más que cumplir con su obligación de dependencia.
¿Sirve eso a nuestro pastor o. por el contrarío, necesitará una especie de unificación de los esfuerzos de todos los perros, para que todo el rebaño siga la misma senda?
Y cómo, por otro lado, han comenzado a surgir, por todas las latitudes, focos atomizados de creencias que reúnen pequeños grupos de adeptos en los que lo mismo surge la vertiente satánica - Guyana, Manson - que la angélica o virginal - Palmar de Troya, Garabandal - o la neutra - Siragusa, María Sabina.
En cualquier caso, los «dioses» se multiplican - extraterrestres, ortodoxos, arcángeles, fuerzas luciferinas u hongos alucinógenos - creando una lógica confusión que sólo puede conducir a la indiferencia de aquéllos - siempre mayoría - que no se sienten de ninguna manera implicados en ese determinado y concreto culto, en esa secta o en esa escuela.
En medio de tal contexto, surgen - y es lógico que surjan - las relaciones artificialmente adaptadas a las circunstancias particulares de cada grupo. Y de ese modo. Jesucristo es visto a menudo como extraterrestre. los libélanos son contemplados a la luz de las hipotéticas razas raíces o de las tribus perdidas de Israel, y hay infinidad de identificaciones gratuitas o forzadas e innúmeras y penosas búsquedas hacia una justificación, particular o exclusiva, basada - siempre o casi - en la tradición primigenia que parece unirlo todo en una conciencia ancestral única, que luego, lo mismo que la torre de Babel, se escindió en parcelas ya definitivamente enemistadas e irreconciliables.
Ahora bien con esa idea - ciertamente bellísima - pero al mismo tiempo con la práctica que hacemos de ella, ¿no estaremos acaso rompiendo el mecanismo evolutivo mismo, por no ser lúcidamente conscientes de los límites cósmicos de la libertad y, más aún, del significado auténtico del concepto?
Por supuesto, estoy haciéndome preguntas en voz alta, pero son preguntas que no exigen respuesta, sino reflexión.
Una reflexión que tendría que comenzar por plantearnos el grado real de esa evolución que reivindicamos, puesto que de lo único que podemos ciertamente enorgullecemos es de haber creado en torno nuestro - y en gran parte gracias a las ciencias y a las religiones establecidas y secularmente empeñadas en manipular al hombre en vez de servirle - un galimatías tecnológico y maquinístico que sólo sirve para fomentar nuestra dependencia y perder, en sus aras, esa misma libertad que venimos exigiendo.
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