6 - De
maestros, mesías y profetas
Por ejemplo: un cubo con seis paredes
Otra, mediante el uso ritual de determinadas sustancias que. de uno u otro modo, provocan o colaboran en la ruptura de los esquemas - léanse muros - que nos aprisionan en esa realidad, tan aceptada como aparente, de las sensaciones físicas.
(Y doy a este término sensación su valor primario de estímulo de los sentidos, de captación mediatizada por intermedio de unos órganos físicos que, exactamente lo mismo que la computadora electrónica, nos da apenas el resultado, válido o no a niveles trascendentes, de un proceso de interpretación involuntaria de la realidad.
Quiero
decir que los sentidos - nuestros cinco sentidos occidentales o
nuestros seis sentidos, si añadimos el mental, de las filosofías de
Oriente - no nos dan una visión, sino una interpretación de la
realidad, con lo cual siguen manteniéndonos simbólicamente
prisioneros de ese cubo de seis lados desde el cual nunca lograremos
vislumbrar los horizontes, para nosotros inalcanzables en principio,
del auténtico cosmos, del universo suprasensible.)
Lo normal - e insisto: normal siempre dentro de un contexto insólito e irracional - es que aquél que intenta escapar de su encierro recurra a otra persona que ya se haya liberado de él y que. desde el exterior - desde un plano de trascendencia ya alcanzada - le ayude o le indique el modo de alcanzar su propia liberación: su estado de conciencia superior.
Y, sobre él. sobre nuestra misma alucinación esquizoide, hemos dejado descansar tranquilamente nuestra rebeldía cósmica de un solo instante.
Esos inconformistas no pueden, en principio, aguantar el fraude de la feligresía y. aun sin conocer la eventual posibilidad de que haya algo cierto y real más allá de los muros de su prisión sensorial, intuyen esa realidad que ni siquiera saben aún si se halla en su universo - en su celda cúbica - o fuera de él. pero que, en cualquier caso, es o tiene que ser algo distinto a lo que el hábito y hasta las leyes aceptadas le han obligado a acatar como lo único cierto e inamovible.
Su certidumbre les lleva a la necesidad de
atravesar el muro y esa necesidad les conduce a la búsqueda, que
comienza - creo que siempre - a ciegas y es como el golpear de las
paredes de la celda, como un tanteo que trata de hacerse sentir y
que, al mismo tiempo, intenta adivinar el modo, el momento y hasta
el lugar exacto por el que el muro puede ser accesible, frágil.
Alguien que haya logrado ya salir de su encierro y que esté, por lo tanto, en condiciones espirituales de colaborar con quienes desean encontrar ese mismo camino.
(Pero pongamos atención, pues se trata de dos deseos totalmente distintos. Querer saber qué hay al otro lado es una necesidad intelectual que implica, al menos en principio, la tácita renuncia a trasponer la barrera. Por el contrario, muy a menudo el hecho de alcanzar el otro lado implica la ruptura física y psíquica de los obstáculos - de los muros - que nos cierran el acceso, pero puede muy bien suponer al mismo tiempo que ese alcance de la realidad trascendente no implique necesariamente entenderla.
Simplemente, se puede asumir la realidad y sentirse luego incapaz de razonarla, sobre todo si pensamos que esa realidad es esencialmente irracional. Así se da el caso que podemos comprobar en muchos místicos, los cuales, cuando tratan de contar lo que han vivido en sus raptos, lo hacen desde coordenadas estrictas e imposibles de semántica racional o se limitan a nacer descripciones en las que predomina fundamentalmente el absurdo y la irracionalidad.)
Dependen, tanto su labor como su finalidad, de que sirvan de ayuda al ^conocimiento de esa trascendencia o de que colaboren activamente en la ruptura efectiva de los obstáculos que nos separan de ella. Depende igualmente su actuación de que su presencia sea meramente testimonial o de que haya en ellos una auténtica intencionalidad hacia los buscadores - o hacia la totalidad de los seres humanos - para que alcancen de alguna manera la conciencia o la vivencia de esa realidad.
Cada una de las formas religiosas o filosóficas de la tierra tiene nombres determinados que designan y aclaran la categoría de estos seres y su lugar estricto en la 'unción trascendente'. Ciñéndonos de momento a nuestro lenguaje habitual, creo que podemos designarlos, en una división que podría también encontrar toda una serie de categorías intermedias, como santos, profetas, mesías y maestros.
Naturalmente,
se trata de una división también convencional, pero puede servir, al
menos, para la comprobación de que el acceso a la realidad superior
implica categorías que no pueden en absoluto despegarse de su
contexto humano - psíquicamente sensible - de donde parten siempre
aquellos que la alcanzan, y a donde vuelven por necesidad, porque
forman originariamente parte de él.
Siempre dentro del símil del cubo-celda, el santo vendría a estar representado por los pasos que se escucharían al otro lado de los muros. Pasos que nos pueden hacer sospechar - o hasta adivinar fundadamente - la presencia de una entidad que sí parece haber logrado trasponer de alguna manera las barreras del conocimiento sensorial.
(Pero quiero hacer hincapié en el hecho de que, al hablar de santos, no me estoy refiriendo exclusivamente a los que se integran en el santoral ortodoxo de las iglesias cristianas. Incluso, pensando en el hecho de que muchos de ellos lo sean efectivamente, hay que tener en cuenta que ese santoral incluye toda otra serie de categorías que van desde la designación unilateral de santidad por una determinada conveniencia política momentánea del aparato eclesiástico - el caso de ciertos monarcas santificados o el caso reciente de una distribución proporcional de santidades, con arreglo a los países que, en cada momento político, resulta conveniente halagar - hasta el reconocimiento e incluso la personalización casi obligada y convenientemente alterada de entidades e incluso de símbolos sagrados de funciones precristianas que, en su momento, sirvieron para atraer al campo del dogma establecido a concretas comunidades que poseían previamente sistemas religiosos lo bastante coherentes para resultar difíciles de decantar hacia las nuevas creencias)
Recordemos, a este respecto, que la palabra mártir, que suele designar generalmente a los primeros santos - cronológicamente hablando - del santoral cristiano, significa en su acepción griega originaria «testigo», del mismo modo que el sustantivo martyríon significa testimonio.
Y hay que pensar que, si los primeros cristianos llamaron testigos a sus correligionarios víctimas de la persecución, era precisamente porque, con su muerte ejemplar, alcanzaban una de las formas posibles de acceso a la trascendencia de la que habla su dogma; esa muerte, de forma ideal y según la fe. presumiblemente les permitiría conocer directamente la realidad divina prometida por la nueva creencia.
O pensando
en términos de dogmatismo islámico, podríamos identificarlo con el
morabita - hombre santo - cuya tumba sirve como testimonio de su
existencia y supone un aviso para los fieles que, al visitarla y
orar ante ella, reconocen su calidad de ser que alcanzó categoría
superior.
Quiero decir mejor, volvamos a sentir nuestra radical prisión física y nuestra incapacidad de trascenderla. Pero ahora no son ya pasos lo que oímos en el exterior, sino una voz que se dirige a nosotros y que nos da cuenta de la real existencia de ese universo exterior cuya certeza no podemos en modo alguno racionalizar.
Es una ruptura tácita de los conceptos temporales, realizada por un ser que puede hacerlo, porque ha trascendido precisamente la dimensión que nos impide a nosotros tener conciencia de esa realidad. En el fondo, por más que nos empeñemos en adjudicar definiciones y en inventar términos que nos «expliquen racionalmente» la irracionalidad trascendente, todo el problema - simple y a la vez insoluble desde el punto de vista práctico e inmediato - estriba en nuestra dependencia de una dimensión que no sólo no dominamos, sino que nos domina y nos anula.
El profeta puede ser perfectamente fraudulento, podemos incluso llegar a ser conscientes y a tener pruebas irreversibles del fraude y renegar de quien lo ha realizado. Esa comprobación, por negativa que pueda ser. afectará a la persona que sea descubierta en fraude, pero habrá despertado, al mismo tiempo y de todos modos, la conciencia de esa realidad, haciéndola presuntamente cierta a pesar de la falsedad evidenciada.
El dominio del tiempo y su consiguiente anuncio no podría caber sin antecedentes que señalasen, al menos, la eventualidad de que tal hecho fuera cierto y posible.
A
partir de ahí cabe todo, desde la turbación mental que hace creer al
individuo en su condición de profeta (y aun ahí habría que hacer un
estudio en auténtica profundidad de las sinrazones que le han
conducido a ese convencimiento), hasta el engaño tácito concebido
con fines de manipulación directa Je los seres humanos, lo que más
adelante tendremos ocasión de ampliar.
Y ello a pesar de que profundos estudiosos de las teologías y exégetas de las escrituras sagradas han ido descubriendo no pocos fragmentos en los que se patentiza el constante afán manipulador de quienes intentaron a toda costa racionalizar el evidente irracionalismo sagrado de los libros, para contento de creyentes ciegos y, sobre lodo, con el fin de justificar unas normas que, en tanto que jurídicas o morales, pueden servir de piedra de toque irrebatible - ¡lo dicen los Libros! - para dar sentido a todo un proceso de dominio secular e inevitable sobre la masa de los fieles.
De este modo, la indudable grandeza primera de todo movimiento mesiánico - o de todo auténtico mesías - se ve disminuida en tanto que el ser humano, ocupe la posición que ocupe y alcance el estadio que pueda en el escalafón sacralizado. vivirá su trascendencia en un estado de dependencia que restringirá notablemente la libertad esencial que el mismo conocimiento superior exige.
Y cada ser integrado en la pirámide, cualquiera que sea la
altura que ocupe, tendrá siempre por encima de él una autoridad
restrictiva de libertades, al tiempo que él mismo será esa autoridad
esclavizante para quienes tenga por debajo.
La proliferación, sufrida por la casi totalidad de la
humanidad occidental, de llamados maestros - o profesores o
catedráticos - dedicados incansablemente a meter en las mentes
jóvenes unos conocimientos que, por inasimilables en muchos casos,
suelen enquistarse y atrofian las capacidades que tiene el ser
humano de actuar por cuenta propia, ha hecho que el maestrazgo se
haya convertido en una forma más de manipulación, posiblemente la
primera en la vida del hombre, y consecuentemente la más grave,
puesto que supone el lento y a la vez violento encajamiento del ser,
desde sus primeras etapas vitales, en las estructuras inamovibles de
un mundo concebido expresamente para mantener dominado al hombre,
cuadriculado en sus esquemas artificiosos y esencialmente reducido
en sus recursos de ente en evolución por una monstruosa estructura
socio-político-religiosa que le marca los estrictos límites por los
que podrá actuar y le -educará» en el temor visceral a cualquier
escape de las reglas previamente determinadas y convenientemente
insufladas en la mente desde
El maestro no enseña cosas, puesto que su enseñanza se limita (y no es poco) a despertar las potencias trascendentes de quien se pone en sus manos como discípulo. No exige que se le escuche, sino que provoca la iluminación en el interior del discípulo. No da normas para que se la alcance por el conocimiento, sino que colabora en la creación de modos personales e intransferibles para encontrarla cada cual.
Ese discípulo será, gracias a su acción, un ser lo suficientemente liberado de trabas como para no estar siquiera sujeto a la autoridad del maestro, ni un instante más de lo que sea imprescindible para su acceso a la vivencia o al conocimiento de la realidad que buscaba y necesitaba encontrar.
Este, ante un ser humano afectado (¿o habría que pensar acaso que «agraciado»?) por un desequilibrio anímico de insatisfacción ante el mundo circundante, le va obligando a reconocer por si mismo las causas profundas de su trauma; mientras tiene lugar el análisis, el paciente pasa por un estado de profunda dependencia - transferencia es el nombre que recibe en ese caso - hacia su mentor, un estado que, en cierta manera, le provoca la necesidad de hacer patente, a niveles de consciente, todo su problema, para reintegrarse al estado que llamamos normal y al contexto social, familiar y profesional en el que desarrolla su vida.
Una vez alcanzado el objetivo - y muchos psicoanalistas insisten en que es el paciente quien lo consigue, bajo la mera dirección del médico - la transferencia debe desaparecer y el ser humano en cuestión queda integrado a su entorno.
Cambiemos la integración por la liberación personal, aun en
su sentido más amplio, y probablemente habremos penetrado en la
significación más auténtica del maestro a niveles de trascendencia,
en tanto que piedra de toque que hace reaccionar al espíritu hacia el
conocimiento, pero sin influir directamente sobre él mediante esa
actividad que normalmente llamamos enseñanza, de saberes impuestos,
de normas preconcebidas o de caminos previamente señalados.
Tengo que declarar anticipadamente que experimento un profundo respeto ante la necesidad que mucha gente tiene de sentirse unida, precisamente porque sólo esa unión parece darles respuestas personales afirmativas y sostenerse con sus principios frente a un mundo que, en su inmensa mayoría, ignora, desprecia y hasta llega a atacar cualquier práctica o culto que pueda representar algún tipo de superación individual o colectiva sobre el encierro general o sobre la manipulación que trata, a todos los niveles, de mantener al ser humano en la dependencia más absoluta de sus necesidades inmediatas, naturales o creadas artificialmente.
Pero ese respeto que siento no significa en modo alguno que crea que cualquier tipo de sectarismo (y quito a la palabra, esta vez al menos, todo el sentido peyorativo con que solemos cargarla) pueda ayudar realmente a la superación efectiva del ser humano, al encuentro consciente con la realidad trascendente.
No quiero decir que sea el único, pero tampoco querría limitarme a citas de maestros indios o tibetanos o japoneses, que sólo darían una visión parcial del maestrazgo.
Y la darían precisamente porque la moda de
nuestro momento cultural ha conducido preferentemente a una
decantación hacia Oriente por parte de los buscadores de la
realidad, pero tal decantación se ha producido por puro rechazo ante
las demasiado abundantes manipulaciones sufridas entre nosotros,
muchas veces hábilmente dirigidas desde la sombra por los grandes
grupos de presión.
Y malo sería que lo resultasen. E incluso cabe pensar que, muy a menudo, esas mismas cosas tienen un trasfondo en el que se hallan, a la vez. sus razones profundas, más todo el cúmulo de ventajas c inconvenientes que acarrean.
Olvidémonos de la boyante industria relojera japonesa, por que nada tiene que ver - al menos en su esencia - con una posible prueba de conceptos equivocados en el tema que aquí tratamos- Incluso» rizando el rizo, se podría pensar - y juro que no lo digo en tono de broma - que Japón, con su inundación de tecnología a niveles mundiales, ejerce ya el dominio de Occidente - o de buena parte de él - atacándole con sus propias armas, con sus propios juguetes, y preservando las suyas - la espiritualidad shinto o búdica, el koan o las artes marciales - para su exclusiva evolución.
Fijémonos, siguiendo el ejemplo de Japón; en el hecho de que, siendo hoy probablemente el país tecnológicamente más avanzado del mundo - y si no lo es va a serlo en la próxima década - conserva incólumes sus estructuras espirituales, su filosofía y su Weltanschauung desde centenares, desde millares de años. Que aun siendo el país con mayor renta per cápita del mundo, sigue teocráticamente regido por un emperador celeste - sí, celeste, aunque vista una anacrónica moda occidental en sus escasísimas apariciones públicas - gobernado por una clase samurai que apenas ha trocado la armadura demoníaca por la chaqueta bien cortada, y habitado por un pueblo que, aunque aprende en masa el manejo de las técnicas de la informática, sigue haciendo de la ceremonia del té un acto de sumo conocimiento, una auténtica religión en su más estricto sentido, puesto que constituye la base de la intercomunicación humana, más allá de los microprocesadores que mueven sus fábricas.
¿Acaso no estafemos asistiendo a una auténtica y radical ruptura de las reglas cronologías que nosotros, los occidentales, nos hemos impuesto y tratamos de imponer a los demás?
Japón, exactamente lo mismo que puede suceder
con China dentro de muy breve tiempo, ejerce su arcana sabiduría
para enfrentarse a la exigencia que pretende imponerle la
competitividad de dominio universal ejercida por el mundo
occidental, el cual, en cambio, ha abandonado por supuestamente
obsoletas y anacrónicas las formas de espiritualidad que conformaron
sus siglos de auténtico progreso (progreso trascendente, se entiende,
porque el técnico que ahora pretendemos vivir no deja de ser, en
muchos aspectos, una regresión en la integridad inalienable
cuerpo-alma-espíritu del ser humano).
Sin embargo, ¿se nos ha ocurrido pensar que todos esos países, como los del Cercano Oriente y la mayor parte del continente africano han sido, hasta hace apenas veinte años o aún menos, meras colonias explotadas, manipuladas, anuladas en sus más originales esencias por la todopoderosa Europa, la de la Ilustración y la Era Industrial?
Si Japón ha logrado desarrollar ese inmenso potencial de lo que podríamos llamar adecuación intemporal, para estar en condiciones de enfrentar su propia esencia como pueblo a los otros pueblos, los occidentales, los últimos conquistadores, ha sido precisamente gracias a haber conservado su libertad.
Mientras, nosotros hemos asumido el
engaño del paso del tiempo (dejando como pretérito muerto lo que
habríamos tenido que conservar en un presente perfectamente válido)
y nos hemos quedado, en consecuencia, sin el inmenso apoyo de una
estructura espiritual - y atención, que digo espiritual, nunca
eclesiástica ni dogmática, puesto que estas estructuras artificiosas
son las que en gran medida nos han llevado a esta situación - que
habría apoyado, sin lugar a dudas, una auténtica evolución que, de
este otro modo, se ha quedado en simple y paupérrimo progreso
tecnológico.
Es un fenómeno paralelo y correspondiente a la fabricación - en serie - de nuestros utensilios.
Del mismo modo que prácticamente, ya no podemos concebir la construcción paciente y personal de aquellos instrumentos que nos son realmente útiles, sino que vamos a adquirirlos indiscriminadamente en los grandes almacenes y los compramos en serie (y hasta exigimos que sean de aquella marca que más se vende o del tipo que todo el mundo ha adquirido antes, aun sin contar con que. efectivamente, sea ese determinado instrumento concreto el que nos está haciendo falta a nosotros y a nadie más), así también compramos el libro «que más se vende», escuchamos por la radio «la voz que más se oye» y corremos temerosos detrás de «la luz que más se ve».
Y buscamos en masa la trascendencia que necesitamos cada uno de nosotros, porque nos han masificado y nos han convencido de que una monstruosidad tan incalificable como es la propia necesidad de hacer TODOS lo mismo, reunimos, apoyarnos, sostenemos hombro con hombro para defendernos, en apariencia al menos, de un terrible peligro que nos acecha a todos en tanto que comunidad, cuando lo cierto es que la auténtica convivencia es la comunicación de persona a persona, la mutua cesión, la compasión ante los valores individuales y ante los logros personales de cada cual, cuando los hay.
Hace poco tiempo, leía una encíclica - la última, en el momento de estar escribiendo estas páginas - del sumo pontífice de la Iglesia católica romana, Juan Pablo II. Me sorprendió el hecho de que, en ella, se hablase constantemente de misericordia y ni una sola vez de compasión. Y no es que se confundieran engañosamente, involuntariamente, los términos, a causa de una equivocación semántica.
Es que se ha perdido - ¿definitivamente? - el sentimiento de compartir y, en consecuencia, se ha olvidado también que compadecer es, precisamente, el sentido que hace que los hombres se unan en la búsqueda - y, claro, en el logro - de la propia evolución espiritual.
Y entonces, para que nos interpreten esa apariencia de realidad que se nos ha ofrecido, recurrimos a la opinión ajena, a la cátedra dogmática - y no sólo es dogmática la cátedra académica, sino la que se pretende a menudo heterodoxa - a una información, en fin, que está en sí misma tan manipulada como nuestra inteligencia, como nuestro espíritu o como nuestra propia vida cotidiana.
Así, no tenemos, nosotros los occidentales, o aquéllos que han sido impregnados por nuestra cultura tecnocrática. otra salida que intentar" la rotura violenta de la cárcel por nuestros propios medios.
Y aun en este intento desesperado, sentimos cómo intentan taparnos el hueco que hemos comenzado a practicar desde el otro lado - o desde la celda inmediata, o desde la gran celda-madre de toda la prisión colectiva - cómo nos van fabricando un muro cada vez más espeso, más impracticable, más imposible de romper aun si queremos alcanzar un lugar exterior que ya ni siquiera podemos tener conciencia clara de que sea ciertamente una auténtica libertad y no una imagen también prefabricada, impresa en nuestros circuitos cerebrales por nuestro propio contexto.
Estamos siendo engañados, mediante un simulacro de
trascendencia que sólo servirá para mantenemos quietos, mansos y
conformados con la artificiosa y antinatural situación que hemos
aceptado a mayor gloria del espejismo cultural - e incluso
espiritual - que tenemos ante nosotros y que nos domina de modo
irreversible.
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