8 - La manipulación
agárthica
Otra, hoy totalmente desprestigiada por el academicismo, que cifra el relato de los acontecimientos del pasado en lo que el hombre transforma a partir de mitos que, en algún momento, aceptó como certezas textuales.
Por desgracia, estos dos aspectos de la interpretación histórica raramente llegan a concederse mutuo crédito y, seguramente por ello, la aventura humana sigue apareciendo, incluso a los ojos de los más informados - y tal vez mucho más a sus ojos que a los de quienes únicamente poseen una perspectiva general del tema - llena de lagunas y de contradicciones que no tienen una respuesta satisfactoria.
Negándose a aceptar la gran tradición como fuente de conocimiento, los seguidores del racionalismo a ultranza pierden, a menudo, la oportunidad de penetrar en lo que los seres humanos creyeron, amaron o temieron en instantes concretos de su proceso cultural.
Rechazando la realidad tangible de los documentos (a veces sólo expresión de conveniencias o de ansias de justificación histórica) y de yacimientos que contradicen sólo aparentemente la realidad preconcebida, los mitólogos desaprovechan la ocasión de descubrir bases realmente sólidas que, podrían confirmar, incluso a contrapelo o por reducción al absurdo, sus convencimientos tradicionales, tan a menudo levantados sin más prueba que el «se dice» de la débil memoria de los seres humanos.
Es como un farolillo extraño, suspendido en la nada, que sin embargo hace volar en tomo suyo ideas y misiones, aventuras y decisiones, guerras y pactos, masas de obcecados creyentes y personalidades concretas de individuos privilegiados que son luminarias históricas, chispa de movimientos y germen de ideas universales. La historia, en casos así, se convierte en una peonza que gira como beoda en torno al núcleo de la idea, siglo tras siglo, moviendo masas y llamando a campanazos estentóreos hacia un fin que nadie ve claro, pero que todos, absolutamente todos, llevan incrustado en el inconsciente.
La palabra que nombra el fenómeno cambia, de acuerdo; pero siempre constituye una especie de detonador capaz de aglutinar, en un solo estallido, esperanzas y temores escondidos que, gracias a ella, estallan y se esparcen, inundando el cerebro humano de visiones y presencias de algo vagamente intuido, moralmente difuso y racionalmente rechazado: justo el cúmulo preciso de ingredientes que conforman el proceder ilógico e irracional de lo trascendente.
Pongamos atención a la situación dualista del mito manipulador: Noé es designado como justo frente al resto de una humanidad depravada. Noé construye un arca, hace entrar en ella a los suyos y a una pareja de cada especie animal existente y pasa un tiempo impreciso - puesto que los 40 días y 40 noches de las Escrituras no han de tomarse históricamente al pie de la letra - vagando entre las aguas, hasta que el ave enviada le avisa de que hay una tierra donde será posible desembarcar.
En su traducción histórica, el mito noético vendría a significar la presencia de supervivientes del desastre en zonas de civilización inferior, a las que aportarían unos conocimientos nuevos y en las que habrían de provocar la eclosión de una nueva conciencia: la conciencia tecnológica, a revolución de los descubrimientos culturales del neolítico: la agricultura, el pastoreo, la cerámica y, en un intervalo de pocos milenios, el germen del dominio sobre los metales, sobre la navegación y sobre el transporte y el comercio.
De ese saber primario se pasaría inmediatamente a la vida comunitaria, a la aparición de las ciudades y de las castas, y a todo el contexto cultural que conforma, en esquema, la vida que va a condicionar el proceso de la historia universal hasta nuestros mismos días.
El Ararat del Cáucaso tiene montes que le hacen la competencia, como el Barbanza o el Pindó en Galicia, que, aun siendo mucho menos universal-mente conocidos, podrían ser, tradicionalmente hablando, tan auténticos como la cumbre clásica. En cuanto al patriarca mítico y sus descendientes - Sem, Cam, Jaffet y su caterva de hijos, con Túbal y compañía a la cabeza - tienen su presencia asegurada y testificada en los mitos históricos del Mediterráneo y, sobre todo, de la vertiente atlántica y cantábrica de la España peninsular.
Incluso, como ya hice notar repetidas veces,1 hay en España enclaves muy precisos que cifran su historia remota en la presencia arcana de los descendientes del patriarca bíblico y en la obra civilizadora que realizaron.
1. Particularmente en Los supervivientes de la
Atlántida. Ediciones
Martínez Ruca. Barcelona, 1978.
Según la historia tradicional, que circulaba como credo por la Península Ibérica antes de que el racionalismo científico entrase a saco, destruyendo incluso lo que los mitos llevan consigo de verdad, el pueblo que se constituyó en heredero de la civilización aportada por los descendientes noéticos fue el de los lígures, cuya controvertida presencia ha sido puesta en la picota, precisamente porque la ciencia histórica no halló el modo de hincarle el diente a la posible realidad del mito.
De acuerdo con estos supuestos - pues sólo de eso se trata por el momento, aunque las coincidencias descarten ya la pura casualidad - nos encontramos ante la posible marcha de descendientes atlantes, poseedores de una tradición que nos es prácticamente desconocida, hacia una meta oriental que parece detenerse, al menos de momento, en torno a un gran centro del mundo: el del sagrado monte Ararat.
Una zona extrañamente engendradora de ideas trascendentes y núcleo desde el que se han expandido a lo largo del tiempo formas religiosas superiores, como las doctrinas de Zoroastro y buena parte de las herejías gnósticas de los primeros siglos del cristianismo, así como la religión mistérica de Mitra, y donde se concentran metas, a menudo también míticas, pero no por ello menos significativas, de renombrados maestros de la espiritualidad.
Por ahí pasó Pitágoras. Apolonio de Tiana tomó la comarca como una de sus primeras metas. Y hasta aseguran los herejes musulmanes ahmadíes que aquél fue camino para Jesús cuando, después de su curación de las heridas del tormento de la cruz, iba camino de Cachemira.
Meta,
pues, de eventual etapa iniciática hacia otro lugar. Lo mismo
sucedió con los iugures; también ellos querían ir más allá. Pero,
¿hacia dónde?
Quiero decir que, en el fondo, los mitos que se han hecho populares a lo largo de los tiempos contienen toda una serie de causas profundas y oscuras que nunca parecen ser explicadas, pero que son las que ordenan, desde la oscuridad. las acciones de esos hombres o de esos dioses o de esos héroes que son los que el pueblo conoce.
Se trata de elementos ocultos, generalmente sobreentendidos, y responden a una ordenación pretendidamente superior que designa, sin dejarse designar, los caminos a seguir, las gestas a realizar, o las actitudes que el ser humano ha de tomar necesariamente ante cada situación que se le presenta.
Me refiero a la tradición hiperbórea. Si la Atlántida tiene relatores concretos - Platón, por ejemplo, a quien se lo narró Solón, que a su vez lo supo por los sacerdotes egipcios - y un emplazamiento preciso y una historia más o menos cronológica dentro de lo que el mito puede admitir de concreción, Hiperbórea es una pura entelequia de imprecisiones y de medias palabras sobreentendidas.
Se la sitúa vagamente al norte, se la designa como cuna primigenia del sol y de la suprema sabiduría, se la nombra como origen de dioses, de ilustres magos, de los grandes sabios - míticos o no - del mundo, como fuente de máxima autoridad y, sobre todo lo demás, como meta inalcanzable a la que sólo se llega por el consentimiento o por el previo deseo de los rectores supremos del mundo que en ella habitan o que de ella proceden.
Sus enviados, que surgen por el mundo esporádicamente a lo largo de la historia, no llevan carta de identidad: se les reconoce. Su emplazamiento no está marcado en los mapas: se sospecha y se designa por una vaga localización geográfica que marca más, si cabe, sus aires de secreto supremo y fundamental.
La misma confusión de todos los datos que giran en torno suyo hace de ella un lugar añorado, sospechado y temido a la vez. con el mismo temor añorante que causa el sol, cuya proximidad abrasaría irremisiblemente, pero cuyo lejano calor hace imprescindiblemente divina su presencia para los pueblos. No en vano los estudiosos del fenómeno esotérico han identificado ese núcleo mítico de emanación trascendente con el sol y con el origen de los cultos solares.
No es gratuito, por tanto, que de allí llegase Apolo, la divinidad solar por excelencia del mundo mediterráneo, y que se convirtiera en el poderoso revulsivo aniquilador de todos los demás poderes divinos menores.
Sus habitantes, en lugar de esparcirse por el mundo como los atlantes, se concentraron en ese lugar al que nadie tiene acceso y desde él, poseedores del máximo poder y de la más alta autoridad, siguen gobernando secretamente el mundo y rigiendo el destino de los hombres.
(Lo cual, traducido al tema que
llevamos entre manos, podríamos contarlo con palabras que vendrían a
demostrar cómo ese supuesto clan secreto de seres superiores es
capaz de ejercer sobre los seres humanos una manipulación que ha ido
conformando, a lo largo de milenios de historia, su destino
concreto, su desarrollo cultural, sus creencias y hasta esos mismos
mitos en los que siempre surge su presencia, su suprema influencia
como mano conductora de los hilos que mueven irremisiblemente al
planeta y a todos sus habitantes.)
Y, del mismo modo que a Apolo se le ha aceptado como simple divinidad olímpica y hasta se le ha fijado una filiación que apenas deja entrever su origen, la tradición bíblica ha contado sucesos como la historia de Gog y Magog y del poderoso rey-sacerdote Melquisedec,1 sin especificar espacios geográficos que no parecían querer definirse, precisamente porque se encontraban ya en la memoria de quienes estaban en condiciones de localizarlos.
La misma imprecisión surge en los Evangelios 2 a la hora de fijar el origen concreto de los Magos llegados ante Jesucristo niño para reconocerle y hacerle el don de los regalos solares simbólicos: el oro, el incienso y la mirra.
1. Génesis. 14, 23.
Incluso, llegado el momento de entrever el origen de determinados mitos primigenios, convertidos en motivo de acción trascendente, el mundo de esos rectores implacables vuelve a dejarse entrever y su influencia inapelable sobre el devenir del hombre se personifica en seres a caballo entre lo divino y lo humano, que. curiosamente, reciben en secreto un culto a contrapelo del que se asigna a la divinidad reconocida de turno.
Parece como si esos seres representasen, en
realidad, esa rebelión de origen terrestre, creada en exclusiva por
el hombre mismo y para el hombre mismo, que cualquier religión
establecida proclama como nefanda, en tanto que empuja a la
humanidad, o al menos a un sector de ella, a entregarse a fuerzas de
conocimiento esencialmente contrarias a la creencia ciega que esos
movimientos
teocráticos quieren implantar en la conciencia de sus fieles. Significativamente, de la conciencia de ese lugar remoto y secreto y de las entidades que rigen desde él al mundo a contrapelo de las creencias, imponiendo su sabiduría suprahumana - y, en consecuencia lógica, enemiga mortal de lo considerado divino y de todo cuanto representa - surge toda una tradición de fuerza escondida y avasalladora, que puede hacerse patente en un momento cualquiera del devenir humano, para terminar definitivamente con la influencia omnímoda del poder presuntamente divinal.
Es, en cierto modo, el Anticristo del Apocalipsis, la entidad concreta que surgirá con la misma fuerza atribuida al dios desconocido para seguir manipulando al hombre como ese mismo dios lo hace, para seguir exigiéndole obediencia, pero no ya desde las coordenadas de la fe. sino de un conocimiento que habrá de convertirse, en la mente de sus exégetas, en religión definitiva de los seres humanos.
Se trata de
todo un bosque oscuro de tradiciones aparentemente desconectadas
entre sí que. si nos molestamos en bucear en su génesis, tienen
todas un origen incierto en el tiempo (preatlante) y una
localización difusa en el espacio: hacia el norte, hacia donde
señala inapelablemente la Estrella Polar.
Al menos, sí podemos establecer una determinada concreción a partir de hechos que la historia ha registrado, aunque no ha sido capaz de fijar su relación con el supuesto mito arcaico. En tomo al siglo IV de la era cristiana, ese pueblo extraño y probablemente escaso de los iugures, que antes relacionábamos con los ligures peninsulares, sigue su interrumpida emigración, abandona la Iberia Caucásica y se dirige, a través de los actuales territorios de Afganistán.
Pakistán y Cachemira, cruzando el Karakorum y los montes sagrados de Kwen Lun, a una zona del Asia Central limitada por esta última cordillera y las cumbres de Tien Shan: el desierto de Takla Makán.
Allí, tal como han averiguado los historiadores, debieron ser convertidos a una creencia herética por monjes de una secta supuestamente de origen nestoriano y adoptan una religión de indudable carácter sincrético, en la que un cristianismo transformado se conjuga con prácticas de tipo budista y con saberes de raíz chamánica En cierto modo, se trata de un culto que tiende a romper los moldes estrictos de una determinada creencia, para integrarse en un universalismo religioso que habría sido seguramente rechazado como herético y luciferino por cualquiera de las formas espirituales concretas de las que se servía.
Queda apenas conciencia de su sincretismo (un sincretismo que entra de lleno en la abolición de dogmas, a fuerza de tomar de ellos sólo elementos de supuesto conocimiento) y de un lugar, ya relativamente concretado, que va a ser considerado, a lo largo de un dilatado periodo medieval, como la sede, corte y estado de un personaje dado como mítico por los historiadores, pero continuador en su inconcreta persona de esa misma tradición hiperbórea que viene arrastrándose desde los tiempos más oscuros de la antigüedad: el Preste Juan.
A pesar de los atributos presuntamente cristianizados que se le adosan, a pesar incluso de las cartas que parece haber cruzado con príncipes y pontífices europeos durante los siglos XIII y XIV - precisamente en momentos de pugna abierta entre la Iglesia y el Estado, en el reinado imperial de Federico II Staurfen - y hasta a pesar de los presuntos emisarios que llegaron desde su lejana y desconocida corte y de aquellos otros que fueron enviados en busca de su tierra como embajadores extraordinarios, tratando de conferir realidad palpable a una situación que escapaba a todos los intentos de integración en las coordenadas de unos aconteceres concretos, el Preste Juan seguía siendo, lo mismo que el centro del mundo hiperbóreo de las civilizaciones antiguas, una meta inconcreta del simbolismo ocultista surgido como contraposición y rivalidad de conocimientos a la religión oficialmente establecida.
Los cartularios medievales, muchos de ellos cuidadosamente realizados por kabalistas judíos detentadores de la tradición arcaica, identifican esa tierra - ya vagamente señalada - con Gog y Magot con el reino originario de los Magos, hasta con el lugar de donde habrá de proceder irremisiblemente el Anticristo luciferino que terminará de un golpe con las religiones salvificas, en ese tiempo mesiánico que la iglesia pondrá como instante futuro critico de la humanidad, Ramón Llull, en los primeros años del siglo XIV, tratará también de alcanzar aquel lugar presentido y sospechado, y, para llegar a él, no dudará en dirigirse a Chipre para que el último maestre de la orden templaría.
Jacques de Molay, le proporcione datos sobre el
ignorado camino y un salvoconducto que le abra la posibilidad de
atravesar zonas geográficas que parecen estar, dedicadas a proteger
fieramente el acceso a tierras sagradas y tradicionalmente
prohibidas.
Para el taoísmo hay un lugar - inciertamente situado entre los montes Celestes (Tien Shan) y la cordillera prohibida (Kwen Lun) - donde está la sede de las entidades divinas encargadas de regir la tienta en todas sus vertientes.
Para hinduistas y budistas existe, más allá del Himalaya, un lugar secreto donde los grandes maestros de la humanidad se esconden en cavernas de la curiosidad de los seres humanos y desde donde expanden su autoridad sobre todo lo viviente. Esta tradición de los grandes mahatmas se mantiene viva en la India y en las tierras tibetanas, pero jamás como mito, sino como una realidad, no menos cierta por el hecho de ser desconocida e impalpable: Shambhalla.
Es la misma realidad que. con características abiertamente luciferinas - y no cometamos el error de confundir todavía lo luciferino con lo demoníaco - pervive en Mongolia y en Siberia como reino de Agartha desde el cual el Rey del Mundo - una personificación oriental del europeo Preste Juan de la Edad Media - gobierna a pueblos y naciones del planeta con un poder que ningún príncipe se atrevería a poner en entredicho.
Curiosamente, de aquella extraña tierra desconocida dicen las tradiciones budistas que llegará Maitreya, el último Budha que habrá de salvar la humanidad y conducirla a su definitiva superación; una figura paralela al Anticristo luciferino de las tradiciones occidentales.
Una tradición, en
fin, que pretende crear, o dar cuenta supuestamente certificada, de
una fuerza sobrehumana más, condicionadora del pasado y del futuro
y, sobre todo, manipuladora de los actos desde niveles
manifiestamente superiores.
A pesar de pretendidas pruebas que podrían, al menos, hacer que lo admitiéramos como una más entre las realidades irracionales que manejan el proceso evolutivo del ser humano, falta siempre el factor de evidencia inapelable que nos permitiría eliminar dudas y reticencias. Falta ese mismo factor que haría que. al fin y al cabo, tantos hechos sospechados y tantas pruebas parciales e incompletas pasaran a convertirse en realidades inapelables de las que nadie podría dudar y que convertiría la creencia y la fe en conocimiento reconocido e indudable.
Pero, lo mismo que sucede con todo cuanto forma parte del mundo de la manipulación - trascendente o inmediata - el fenómeno surge y se manifiesta dejando siempre tras de si documentos incompletos, evidencias jamás definitivas que importan mucho menos en si mismas que por las masas que llegan a mover, sectores más o menos numerosos de fieles dispuestos a asumirlas como creencia para hacer luego uso de ella.
Para conseguirlo, serán capaces de reconstruir, a su imagen y semejanza, las piezas que fallan para completar el gran puzzle cósmico, atribuirán al fenómeno sus propias esperanzas y actuarán en su nombre, adjudicándole deseos, órdenes, leyes y filosofías que sólo serán reflejo de sus propias y exclusivas intenciones manipuladoras.
Serán los guardianes de un presunto orden trascendente que sólo existirá, con sus características de dominio y de poder, en sus propias mentes, y transferirán su íntimo sistema de comportamiento como si fuera un ideal que debería cumplirse a rajatabla, precisamente porque defenderán que la entidad a la que siguen lo desea así y de ningún otro modo.
De ese modo, se reconstruye la realidad
desde los cimientos y se eliminan limpiamente o se transforman
aquellas evidencias que no concuerdan con la previa ideología del
investigador que sólo trata de encontrar confirmación -
trascendente, eso sí - a sus supuestos vitales.
1. Ferdinand Ossendowsky conoció al barón Ungern y habla extensamente de el en su libro autobiográfico Bestias, hombres, dioses, ed. española Agilitar. Madrid. 1947.
Sólo mediante esta transformación (o invención, podríamos decir) de la supuesta intencionalidad trascendente, creando religión mesiánica de la propia ideología y asumiendo ser portavoz de la realidad rectora superior que nunca se manifiesta al hombre totalmente, pueden surgir fenómenos político-religiosos como algunos que han conmovido sangrientamente al mundo en este siglo y siguen eventualmente intentando el acceso al supremo poder manipulador definitivo e inapelable del ser humano en tanto que especie constitutiva de ese rebaño de los dioses, del que aspiran a ser los perros pastores.
Sin embargo, es muy probable que también muchos lectores, conocedores de los principios del budismo - posiblemente el sistema filosófico trascendente más esencialmente humano y hasta humanitario entre los existentes - se extrañen de que determinadas ideo-logias hayan hecho bandera de esa filosofía para justificar una política de opresión y de exterminio que casi llegó a destruir al mundo y que costó el sacrificio de tantos millones de seres humanos en los campos de la muerte.
Dejemos aparte la cuestión estrictamente judía, que se ha convertido en cierto modo en la justificación sangrienta del Estado de Israel.
La ideología nazi, que se cebó en el pueblo hebreo porque era el que caía más a mano y el que primero tuvo la oportunidad de aniquilar, partía precisamente de unos principios raciales que tenían su origen en la presunta existencia de esa raza raíz - la raza aria - que, habiendo sido la creadora de la primera civilización de la humanidad, tenía el derecho inalienable de regir los destinos de toda la especie y de alcanzar antes que ningún otro pueblo advenedizo el grado de evolución, el derecho de alcanzar el siguiente estrato de poder.
En este contexto, el hombre nuevo proclamado desde ya antes del nazismo por todas las ideologías paralelas, poseedor de una visión nueva del destino humano y capaz de adquirir poderes que le acercarían a los dioses, tendría que salir precisamente de esa raza que, bajada del norte hiperbóreo en épocas perdidas, habría constituido YA en algún lugar preciso, cada vez más estrechamente localizado por las tradiciones asiáticas y remotamente conservado en la memoria de la mística solar de la edad media, un centro de poder similar o hasta paralelo al que el nazismo pretendía construir a partir de sus supuestos ideológicos.
Sólo ellos tendrían el derecho (avalado por su remota presencia en el mundo en tanto que raza raíz) de lanzarse a la aventura de escalar las metas del estrato evolutivo inmediato. Pero para acceder a ellas había que barrer previamente, no sólo a los seres humanos inferiores, sino a todo el racionalismo secular que habían ido creando a lo largo de la historia.
Cuando los investigadores al servicio de las potencias aliadas vencedoras tuvieron acceso a archivos y documentos del Tercer Reich y pudieron tomarse tiempo para analizarlos y estudiarlos, se asombraron ante la evidencia de que los prohombres de la Alemania nazi hubieran aceptado sin pestañear toda una serie de supuestos cosmogónicos y hasta teogónicos que nada tenían que ver con las evidencias científicas que rigen por derecho propio y como dogma de fe el mundo industrializado de Occidente.
Cuando los resultados de estas investigaciones salieron a la luz. lo hicieron siempre como de tapadillo, como si subsistiera un cierto temor a confesar que una locura irracional semejante hubiera estado a punto de dar al traste con la civilización dominante de la técnica y de la razón omnipotente.
Incluso costaba creer - y era lógico que sucediera así, en las coordenadas de una contienda en la que parecía desempeñar un papel definitivo la técnica más fríamente racional - que Hitler hubiera enviado a su Wehrmacht a la campaña de Rusia sin más abrigo contra el frío de la estepa que ligeras bufandas. porque creyó a pies juntillas que los hielos y las nieves retrocederían lo mismo que los ejércitos bolcheviques ante la presencia arrolladora y mesiánica de las divisiones arias.
Todo un país - una nación occidental, podríamos añadir - empapado hasta la médula de irracionalismo y de ideas mesiánicas sacadas de una tradición sistemáticamente negada como absurda e ilógica por los herederos del enciclopedismo, estaba dispuesto a tomar las riendas del destino humano y a transformar los supuestos evolucionistas a imagen y semejanza de una Wellanschauung que había sido arrancada de los mitos más arcaicos de las civilizaciones presuntamente primitivas.
Una vez más, en la historia de la humanidad se
enfrentaban, con ansias de manipulación total de la especie humana,
la ciencia y el mesianismo, la razón y la ruptura absoluta de la
lógica, el stablishment de unos condicionamientos fríamente
tecnocráticos y la magia esotérica llevada a sus límites extremos.
Con distintos nombres y apellidos, pero con idénticos ideales de trascendencia mesiánica, de los que el fenómeno del nazismo fue sólo un hito más, la mística solar hiperbórea constituye una situación estática y permanente de la historia que, de tiempo en tiempo, emerge en medio de lo episódico con ánimo decidido de conquista y poder y que, en los periodos intermedios, se mantiene larvada, como un ideal secreto y recóndito de grupos humanos ansiosos de alcanzar la gran transformación del mundo a imagen y semejanza de su propio dominio sobre la Humanidad con mayúscula.
En esas coordenadas cabe insertar,
Faltan hechos todavía.
Hechos posiblemente menos impresionantes de la historia que se alzan como pequeñas burbujas de una situación soterrada que pugna por dar cuenta y sinrazón de sí misma.
Anécdotas olvidadas como,
Es como si únicamente la violencia lo justificase y como si sólo a través de la violencia pudiera alcanzar su razón de ser el culto consciente o inconsciente a esa entidad hiperbórea que, sin embargo, parece manifestarse como esencialmente trascendente, sobre lodo en su vertiente shambhálica. tal como está concebida desde las coordenadas del budismo puro originario.
Esta circunstancia ha de poner necesariamente en guardia a quienes, conscientes de los valores humanísticos de los grandes movimientos orientales de origen búdico, se tropiezan con la aparente identificación que aquí se ha hecho con las corrientes mesiánicas agárthicas, tanto de Oriente como de Occidente.
Si el hombre tiene conciencia, o al menos intuición, de las fuerzas manipuladoras que actúan sobre él desde todos los niveles (pero fundamentalmente desde el plano de lo irracional, de lo inaprehensible y de lo visceralmente desconocido), tiene en su mano la posibilidad de liberarse de ellas de dos modos: trascendiendo individualmente los poderes que le manipulan o convirtiéndose, a su vez, en manipulador.
En este segundo caso, y aunque la apariencia pueda querer desmentirlo, el hombre lleva a cabo apenas un simulacro de trascendencia. Dándose cuenta o no de que forma parte de toda la especie, intenta separarse de ella y hasta actuar sobre ella del mismo modo en que las demás fuerzas de presión han actuado sobre él.
Y falto de una real y auténtica liberación a todos los demás niveles del espíritu, tal dominio sólo se puede ejercer de modo efectivo por la violencia, por el terror, por el mismo miedo pánico que el sujeto ha sentido al pasar el grado iniciático que conduce a ese autodominio primero.
Colocados de pie dentro de una zanja, debían quitar la espoleta a una granada, ponerse ésta encima de la cabeza y quedarse inmóviles durante un tiempo determinado.
Si se mantenía sobre la cabeza del aspirante el tiempo requerido, la prueba se había superado, pero si llegaba a caer - con lo que la explosión era inevitable - el aspirante tenía dos posibilidades:
Pensemos un momento:
Para él, esa violencia, en la guerra o en el exterminio, será consecuencia directa de una actitud vital y hasta religiosa, a su manera.
Y su liberación del miedo sólo podrá conducirle a emplear ese mismo terror, a los niveles que sea necesario, para ejercer sobre los demás el dominio del que él cree haberse liberado. Sentirá el derecho inalienable de ejercerlo, precisamente por creer que ha accedido a unos erados de suprahumanidad que los demás mortales, fuera de su contexto esotérico, están muy lejos de poder alcanzar.
Lo mismo que un dominico inquisidor, habituado al cilicio, consideraba lógico el tormento en las celdas inquisitoriales, el caballero de la orden aria tenía conciencia - tan religiosa como pudiera tenerla el dominico en cuestión - de su derecho a manipular con el mismo miedo que él supo vencer.
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