9 - Como una luz
sobre un árbol
En un porcentaje muy elevado de los casos, se ha tratado de niños o de adolescentes con mentalidad infantil.
La aparición les habla, les declara antes o después seres puros y portadores de un mensaje, les certifica su identidad celestial y les conmina, bien desde su primera aparición o después de varias citas escrupulosamente cumplidas, a que hablen de su visión, a que comuniquen a los demás la nueva, a que lleven allí a la gente o a que proclamen ante las autoridades la necesidad de levantar, siempre allí, un santuario que habrá de convertirse en centro de peregrinaciones. Normalmente, la aparición se complementa con prodigios, con profecías, con oraciones muy especiales, con mensajes y augurios dirigidos a personas concretas, al país entero o a todo el mundo.
Siguen las visitas del ente o de los
entes presuntamente celestiales y se van acumulando toda una serie
de fenómenos - éxtasis, visiones, milagros, actos masivos de fe
colectiva - que. sin excepción, tienen como intermediarios a los
primeros videntes, aunque ocasional-mente hay contagios
trascendentes protagonizados por alguno de los nuevos visitantes. Los protagonistas de la presunta manifestación celeste comienzan viéndola directamente - tras una transformación a partir de la luz primaria - y la siguen contemplando a través de las sucesivas manifestaciones. Pero siempre son ellos quienes ven y transmiten su visión a los demás, que nunca (o muy pocas veces, al menos) tienen la suerte de compartir el espectáculo con los primeros afectados, salvo en el caso de un eventual momento de gran show espectacular colectivo, ampliamente anunciado o preparado y que, en general, se da sólo una vez y nunca vuelve a repetirse.
Son, en cierto modo, los mensajeros elegidos por la presunta persona «divina».
Este sexto sentido, que en Occidente se toma como máxima manifestación de la captación de la realidad, es la mente. Una mente lógica y racional que encauza y canaliza las sensaciones que nos trasmiten la vista, el oído, el gusto, el olfato y el tacto, interpretando» nominando y definiendo el conjunto de las restantes sensaciones. La mente nos da nuestro particular sentido del tiempo y compone las bases lógicas de la comprensión sensible.
Estos seres, generalmente poco habituados al ejercicio lógico de la mente, captan (instintivamente, al parecer) el mensaje que les comunica su particular aparición, lo canalizan a través de un cerebro básicamente virgen de preocupaciones, de juegos intelectuales y de formas mentales derivadas de las necesidades culturales, y lo lanzan a la memoria colectiva de los fieles seguidores bajo la forma de anuncios, de profecías mediatas o inmediatas, de consejos y hasta, a veces, de proclamas curiosamente políticas.
En ocasiones, durante el resto de su vida - recordemos los escritos de Lucía, la niña superviviente de los hechos de Fátima - se limitan a recitar o a transcribir montones de mensajes, de teorías, de profecías y hasta de teogonías y cosmogonías que su visión les grabó en la mente en momentos cronológicamente imposibles. Algo paralelo, en cierta manera, a lo que nuestro gran heterodoxo Ramón Llull confesaba en su escrito autobiográfico, al asegurar que el pastor que se le presentó, casi milagrosamente también, en su retiro de Randa, le había contado en media hora lo que los más preclaros maestros habrían tardado años enteros en explicar.
Sé que el caso no es el mismo, pero creo que el
paralelismo puede hacer comprender, a niveles racionales, un
fenómeno que, en sí mismo, escapa a cualquier interpretación lógica.
Bombardeo sensorial Todos los datos expuestos hasta ahora respecto a la acción ¿e las presuntas apariciones sobre la personalidad de sus contactados - e, indirectamente, sobre testigos y demás creyentes llevan a la conclusión de que la actividad trascendente se ejerce mediante una agresión súbita e irracional sobre los centros de captación de la realidad cotidiana.
La afirmación puede parecemos perogrullesca, pero pienso ya muy a menudo que son precisamente las verdades - y hasta las mentiras - de Perogrullo las únicas que, en contra mismo de nuestras aberraciones racionales, pueden conducirnos a la captación - que no a la comprensión - de cualquier fenómeno de los que venimos a llamar trascendentes.
Si vemos, oímos, olemos, etcétera, «cosas» que lógicamente no pueden formar parte de nuestro entorno inmediato, no nos cabe más que rechazarlas o aceptarlas como procedentes de planos divinales previamente aceptados por el acatamiento a las fuerzas manipuladoras del poder espiritual.
El «pienso, luego existo» cartesiano tiene un contrario que nada tiene que ver con discursos metodológicos: «creo, luego acepto».
Así, sin más, por obra y gracia de unos estímulos que no deberían lógicamente producirse; por la acción de unas fuerzas que. no habiendo sido jamás catalogadas por la experiencia científica, caen de lleno dentro de los límites de lo incontrolado, de lo estrictamente imposible de explicación racional.
Un repaso a las historias de las apariciones de Fátima, de La Salette, del Palmar de Troya o de cualquier otro lugar, nos da descripciones que no por manipuladas - naturalmente, por los sectores religiosos que han asumido el supuesto prodigio y se quieren servir de él - son menos claras en este sentido.
Esos niños o esos adolescentes que fueron en su momento los protagonistas de los hechos no tenían, al menos en principio, voluntad alguna de establecer el contacto. Esa voluntad les surge, en todo caso, a posteriori e incluso, muy a menudo, no se trata tanto de voluntad como de necesidad o, eventualmente, de estímulos más o menos reclamados y exigidos por la masa de creyentes y de autoridades religiosas, ávidos todos de prodigios que susciten y afirmen su fe - implantada - y su esperanza - manipulada.
En cierto modo, sucede lo mismo que en los casos en los que un mago o un investigador de ocultismo encuentran, muy a menudo por obra del azar, un médium que les sirve para realizar experiencias que su misma naturaleza o su carencia de supuestos poderes les impiden llevar a cabo directamente. El o la médium, en tales casos, suele ser una persona que ni siquiera tuvo conciencia de sus cualidades hasta no ser descubierta.
Y hasta se da el caso, bastante corriente
por otra parte, de que esos supuestos poderes - que para mí no lo
son, sino cualidades ajenas a la voluntad, precisamente cuando el
poder implica un acto voluntarioso antes que cualquier otra cosa -
habrían sido difíciles o hasta imposibles de captar por el sujeto
que los posee, porque su inteligencia o incluso alguna tara mental o
física, le habrían impedido tomar conciencia de ellos por sí mismo.
Y tal afirmación, mal entendida, ha producido en determinados niveles socio-religiosos, y hasta en muy concretas personas fanáticas de la creencia manipuladora, reacciones de rechazo perfectamente comprensibles, pero inexactas.
Porque se tiene un concepto visceralmente condenatorio del mal físico y psíquico y porque la sociedad - sobre todo la estrecha sociedad de creyentes a todo riesgo que aún queda por esos mundos - piensa todavía que conceptos como tara mental, herencia patológica o incluso palabras como cáncer o tuberculosis o psicosis se deben nombrar únicamente con términos como aquel de la «larga y penosa enfermedad» que se convirtió en su día en síndrome abstracto abarcador de todo lo feo e inmundo, y hasta presuntamente sucio y vergonzoso, que andaba por esos mundos de María Santísima.
Porque nadie - o supongo que muy pocas personas, tal vez dos o tres por millón y medio - podría enorgullecerse de no estar o de no haber estado enfermo en alguna ocasión, o de no ser un enfermo permanente. La enfermedad, sea la que sea, implica taras, crónicas o transitorias. Y esas taras - démosles su nombre y concedámosles su estricto significado - conllevan problemas que afectan de una u otra manera a la personalidad del individuo.
E incluso hay otras ocasiones en que esas taras son provocadas y voluntarias, asumidas por el propio sujeto por medio de autocastigos - ayunos, vergajazos o cilicios - practicados para castigar, dominar o hasta transformar el cuerpo y sus sensaciones («la carne», si queremos utilizar el lenguaje pseudotrascendente del cristianismo).
Quiero decir que, bajo el efecto de una enfermedad, de una convalecencia o de un defecto permanente, físico o mental, genérico o de nacimiento, la percepción sensorial puede quedar alterada o afectada. Y, al ser así, puede quedar también trastocada en el sujeto en cuestión la apreciación del entorno físico y, de rechazo, la inalterabilidad - aparente sólo - de las reglas de la lógica racional.
Y eso mismo puede suceder con ocasión
de cambios naturales del organismo físico, como la pubertad o la
menopausia.
Se convierten en una o varias tablas de una barca que hace agua por ellos: la barca humana. Es decir, que la realidad inmediata es captada de modo que, desde parámetros de supuesta normalidad, consideraríamos como defectuosos, como una miopía o una sordera.
Por ejemplo, a través de una distorsión total de las funciones, provocada por un ayuno prolongado. Por ejemplo, a través de un cerebro trastornado por una psicosis o incluso insuficientemente desarrollado por un régimen de vida precario, carente de alguno de los elementos básicos para el desarrollo y la subsistencia.
Grietas por las cuales puede entrar otra faceta de la realidad, ajena al mundo aceptado como normal y capaz de hacer vivir otras realidades al menos, capaz de permitir que otras formas de realidad normalmente ignoradas pero presentes en nuestro entorno cósmico se hagan patentes para ese sujeto en un aquí y un ahora.
Es,
En todos los
casos, o en un abrumador porcentaje de ellos, eso que podría
llamarse tara, defecto, enfermedad o herencia surge como detonante -
demasiadas veces ignorado - del contacto con la otra cara de la
realidad, con la aparición, con el milagro prodigioso.
Admitiendo que a veces sí es así, no nos damos cuenta de que eso no basta en modo alguno para definir unos hechos que se producen ahí mismo, con toda una sobrecarga de irracionalidad imposible de explicar, pero también imposible de achacar de modo simplista a la pura alucinación. Porqué resulta, en el caso de las apariciones al menos, que nunca es suficiente la circunstancia de los sujetos más o menos afectados por eso que he dado en llamar - con perdón siempre - taras.
Ese elemento no es más que uno de los factores, entre otros muchos que podemos catalogar - lugar, momento histórico, oportunidad colectiva, instante socio-cultural, circunstancia religiosa - y otros que permanecen ignorados y que, de ser conocidos, nos permitirían clasificar y definir lógicamente unos fenómenos que, si algo tienen de común, es en primer lugar su absoluta falta de adecuación con la fenomenología racional, y en segundo término su manipulación por parte de los grupos dominantes de presión religiosa, que tratan (y a menudo lo consiguen) de adjudicarse los motivos y apellidarlos con arreglo a las coordenadas de su particular teogonía salvífica.
En cierto modo, podríamos llamarla la manipulación de la manipulación, porque sólo trata de aprovechar la circunstancia para poner nombres y apellidos con los que tratará de hacerse cargo exclusivo del prodigio para que coincida con las premisas trascendentes que conforman su propia teoría de la dependencia humana: salvación para quienes están con ellos y les acaten, condenación eterna para quienes se opongan o pretendan ignorarles.
Se cuenta eso de la virgen de Guadalupe (Cáceres), de la de la Balma (Castellón) y de tantas otras que solo enumerarlas aburriría.
En todos los casos hay un encuentro de la imagen en un lugar concreto: cueva, hueco de árbol, zarza o losa, tanto da. Hay igualmente un intento de las autoridades civiles y religiosas de llevarse la imagen a la localidad cercana para instalarla con todos los honores en la parroquia.
Entonces sucede un prodigio que admite variantes: o la imagen regresa sola por la noche al lugar donde fue encontrada sin que nadie contribuya en apariencia a su traslado, o bien se niega a ser trasladada aumentando su peso de tal modo que resulta imposible subirla a la carreta que le destinaban; o bien los animales uncidos a esa carreta se niegan milagrosamente a dar una paso con la imagen encima. Consecuencia: se levanta el santuario en el sitio exacto donde tuvo lugar el encuentro.
Por su parte, san
Fausto, que era del pueblo de Alguaire (en Lérida), dejó dicho que,
al morir, subieran su cuerpo a un caballo y le dejasen donde el
rocín decidiera; el caballo atravesó nada menos que Aragón y
Navarra, y, al llegar a las cercanías de Bujanda (Álava), cayó tres
veces, como avisando (y dicen que se ven las huellas de las
herraduras en los tres lugares donde fue a caer), y murió
desfallecido en la entrada de la aldea, donde dejaron el cuerpo del
santo, que todavía puede verse, momificado, en la iglesia
parroquial.
Siempre, la virgen de la aparición comunica a sus pupilos su ferviente deseo de que se le levante un santuario en el lugar preciso de su presencia. El problema estriba en que al ser esos . res, en general, de dominio espiritual católico, el deseo de la aparición tiene que pasar por el consentimiento de las autoridades eclesiásticas, las cuales jugarán previamente con toda una serie de supuestas pruebas que, en apariencia, habrán de autentificar la ortodoxia (?) del prodigio.
Hay casos, como Fátima, Lourdes o La Salette, en los que la Iglesia se convenció rápidamente de la verdad de sus milagros.
Con las mismas o parecidas pruebas, con testigos al parecer suficientes para llenar trenes enteros. Garabandal o el Palmar de Troya - por citar ejemplos inmediatos y recientes - no han obtenido el ptacet vaticano. El porqué supongo que queda en los límites de la que anteriormente denominaba manipulación secundaría.
Y la devoción ortodoxa se va desviando, al menos en ciertos sectores, hacia la otra devoción propia de nuestro especifico contexto cultural: el fenómeno OVNI. Lo que la Iglesia cristiana rechazó - a pesar de audiencias especiales del papa Pablo VI a las niñas del prodigio y a pesar del impacto que las apariciones causaron en el mundo católico - lo recogió la nueva religión tecnológica sin apenas transformación.
Hay, pues, una constante que merece tomarse muy en cuenta: el dolor.
Cualquiera que haya pasado por el santuario de Lourdes o por Fátima habrá tenido la ocasión de contemplar escenas de máximo dolor y de increíble masoquismo. Los trenes a Lourdes son trenes en los que se ha concentrado, fundamentalmente, el dolor de los desahuciados, de los desesperados, de los que saben que sólo un milagro puede hacerles crecer la pierna cortada o desaparecer la metástasis tumoral incurable.
Todos van al santuario con su dolor a cuestas, con su muerte temida a cuestas y cada cual con la conciencia, nunca expresada, de ser el agraciado de turno - porque no faltan los milagros de turno, para que la llama de la fe y de la esperanza se mantenga - en la gran lotería del sufrimiento, del prodigio. Piscinas repletas de enfermos llagados, empapándose unos a otros empapando el agua con sus .miserias, gritos en los que se mezcla el dolor y el arrepentimiento de supuestos pecados, filas interminables de carritos de inválidos, formaciones paramilitares de pustulosos hediendo su propia putrefacción, columnas de mancos, de ciegos, de jorobados, de parturientas.
Un espectáculo, en fin, en el que parece reunirse aposta todo el dolor humano, donde parece concentrarse todo el sufrimiento en una plegaria masiva dirigida a lo fundamentalmente desconocido.
He visto manos desgarradas de gentes que se han prendido de los espinos para sangrar ante el lugar sagrado donde saben que se apareció Nuestra Señora, He visto - y he oído - brutales golpes de pecho de presuntos pecadores que no acierto a adivinar aún cómo pueden llegar a saber que han sido perdonados o al cabo de cuántos porrazos se producirá el perdón.
Venid aquí todos a sufrir
Se ha dicho que tales lugares son centros de poder, encrucijadas de corrientes telúricas, ombligos del mundo en tos que se concentran determinadas energías cósmicas. Se ha afirmado con la misma insistencia (por parte de la ciencia racionalista) que se trata simplemente de enclaves elegidos al azar por los seres humanos y conservados atávicamente como núcleos religiosos, o (por parte de la heterodoxia esotérica) que son enclaves en los que determinados iniciados o seres especialmente sensitivos han captado las fuerzas profundas que rigen el universo.
Aceptémoslos, si queremos, tal como son y veamos cómo en ellos - alucinación o hecho consumado - se repite secularmente el fenómeno paranormal. el contacto consciente o intuido con la Otra Realidad, sea aparición virginal, presencia angélica, fenómeno OVNI, culto arcaico consecuente a prodigio perdido, o acumulación de heterodoxias metódicamente combatidas por los poderes espirituales y ocasionalmente aniquiladas a sangre y fuego.
El de Castellar de Santisteban, en la provincia de Jaén, está formado por una enorme cárcava de la que, en su día, manaba una fuente que iba a verter sus aguas en el río vecino. Hasta hace no tantos años, los del pueblo vendían «muñecos» a buen precio a quien aparecía curioso por allí, buscando el recuerdo arqueológico.
Los tales «muñecos» eran los exvotos de bronce que se habían acumulado en cantidades ingentes en el lecho del riachuelo, como hoy se acumulan en los muros de La Balma, en Fátima, o en cualquier otro santuario de fama reconocida o pretermitida: las piernas, los ojos, las manos, los oídos o los senos de cera ofrendados por quienes llegaron a aquellos pagos a impetrar los favores de la divinidad patraña o de la aparición reconocida.
Esos exvotos de bronce, que hoy se acumulan a millares en los museos arqueológicos, nos dan cuenta de una humanidad heterogénea, compuesta por todas las castas y por todos los estamentos, que acudía al lugar sagrado en busca precisamente de consuelo o de curación a su dolor.
Allí vemos imágenes de guerreros, de pastores, de jóvenes y de viejos, de parturientas, de campesinos, de carreteros, de sacerdotes, de seres simples que aparecen, en ocasiones, con las manos extendidas en oración petitoria, en ocasiones cojos o mancos, o señalándose el punto donde, seguramente, estaba implantado su mal.
Allí están los restos de los hospicios y de los lazaretos del camino, destinados a albergar a la masa de enfermos y de leprosos. Allí están las primeras crónicas, que nos hablan de penalidades sin cuento que tenían que sufrir los peregrinos y que, para muchos, constituían un acto de auténtica purificación. Ahí está, sin más. el recuerdo popular de los milagros, en los que surgen condenados, reos de muerte, enfermos del cuerpo y del alma que transitaban por la ruta en una marcha constante del sufrimiento a la esperanza.
Porque, naturalmente, lo mismo que sucede hoy en los trenes de enfermos a Lourdes, nadie se lleva consigo sus dolores sin una esperanza, por remota que sea, de librarse de ellos.
La fe, la oración, la penalidad sin
cuento de un largo camino o" de un corto trecho recorrido de
rodillas o a rastras, o con los pies descalzos y llagados, sólo se
compensa con una siquiera vaga convicción de que, al final, todo lo
malo, lo doloroso, lo sangrante y lo purulento
habrá de desaparecer.
Que acudan los enfermos, los lisiados. los que sufren mal de cuerpo o de alma, porque en aquel lugar sagrado habrán de ser consolados- Y los enfermos y los lisiados, etcétera, acuden en masa y uno de cada diez mil, o cien mil, o uno de cada diez millones... sana milagrosamente, con todas las autentificaciones necesarias de una ciencia que, esa vez, se ha tropezado con la horma de su zapato, con lo auténticamente imposible, luego con lo básicamente milagroso.
Un hombre con los huesos de una pierna hechos astillas desde diez años atrás, acude a Lourdes y sale con su pierna completamente restablecida. Científicos de toda solvencia (Alexis Carrel por ejemplo) y escritores impregnados de racionalismo a la moda (Zola) se asombran y se rasgan las vestiduras ante un show cósmico con prodigio inexplicable incluido. Prodigio auténtico y autentificado, imposible de poner en cuarentena o de olvidarlo a beneficio de posibles inventarios.
Naturalmente, las fuerzas vivas manipuladoras secundarias del cotarro, que han encontrado en esos santuarios milagreros un medio supletorio de acumulación de poder y de divisas, tienen preparada su respuesta para justificar esa discriminación: los designios divinos son inalcanzables; nadie puede juzgar la obra del Dios, sino aceptarla y adorarle por ella.
Se refocilan cuando sucede un nuevo prodigio y consuelan con palabras prefabricadas a quienes no tuvieron la suerte de aquel solitario que fue tocado por el favor celestial. Y, por otra parte» siempre hay espectáculos histéricos de pretendidas curaciones que contribuyen al mantenimiento de la llama sagrada.
A mí, al menos, se me plantea como un paralelo con la imagen del pescador que arroja unas pocas migas de pan seco en el remanso de un río. Los peces acuden en masa; unos pocos conseguirán efectivamente su migaja, pero indos ellos caerán en las redes y servirán de presa al pescador.
¿Quién sirve en este caso a quien?
¿Los peces que acuden ansiosos de un bocado exiguo que llega de su Más Allá - de fuera de las aguas que constituyen su habitat - o el ser humano que abarca con su poder el agua y el aire - es un decir - y puede aprovecharse para beneficio propio e inmediato del deseo instintivo o de la necesidad de supervivencia de los pececillos?
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