LOS ARDUOS CAMINOS HACIA LA LIBERTAD
11 - La gran trampa
del tiempo
A los occidentales el tiempo nos pasa» nos cambia, nos urge, nos aprisiona con unos grilletes que nos obligan a mantenernos pendientes de su discurrir y de su acción constante sobre nuestra existencia.
Vivimos esclavos de
él, y todo cuanto hacemos, sentimos y pensamos depende de su paso
aparente, de su prisa y de nuestra inútil necesidad de atraparlo
para hacerlo esclavo nuestro como nosotros lo somos suyos.
En Asia, hay un modo estático de afrontar la vida (la vida así, sin real pasado ni auténtico futuro, la vida no como acontecer, sino como situación perenne; la vida es, no pasa; la vida como conjunto amalgamado de etapas espaciales, en las que cada cual sabe o siente que los acontecimientos no discurren, sino que se superponen, porque en el hecho mismo del nacer está implícito el acto de morir y, eventual mente, están presentes todas las reencarnaciones a las que el ser humano está sujeto hasta el lugar donde se encuentra la esencia de la eternidad, el definitivo nirvana).
El japonés no lucha por tener o por adquirir, sino que se siente realizado por el hecho mismo de estar, de ocupar un puesto en la fábrica, en la casa o en el mundo que, muy a menudo, es el mismo que ocupó el padre o incluso el abuelo, y que es el mismo que muy probablemente ocupará el hijo.
Se da pues, en ese simple acontecimiento socioeconómico, una actitud que no es, en modo alguno, pasiva (como cabria pensar desde nuestra perspecetiva), sino estática, de pura permanencia, en contraposición con el ansia, a veces incluso enfermiza, de progreso que tiene el hombre occidental.
Analicemos brevemente cada ejemplo, aunque podríamos
encontrar muchos otros que, tal vez. resultasen más explícitos
aunque menos diáfanos.
De Nostradamus pedimos un cuándo; del I Ching, un cómo.
Si son musulmanes, seguirán negándose a probar un solo bocado de carne de cerdo.
En contraposición a esta actitud, recordemos a aquellos náufragos del avión andino, que sobrevivieron gracias a devorar los cadáveres de sus propios compañeros. Ansia y urgencia de vida, v ansia y urgencia de tiempo vivido o por vivir son una única cosa en el contexto mental humano.
Un gobierno, pues, no sujeto a los avatares del cambio, director del mundo en un eterno presente.
Según sus impresiones, son lamas que han conseguido desarrollar una energía que les permite romper, en una carrera mediúmnica imparable por las cumbres, las leyes fisiológicas aceptadas por la ciencia, lanzándose a velocidades inconcebibles por los terrenos más abruptos y menos propicios, no ya para la carrera, sino para el simple y duro arrastrarse por entre los altos riscos de la cordillera más alta de la tierra-Tan enfrentados como esta proeza yóguica a las leyes físicas (sensoriales y temporales a la vez), se encuadran los practicantes de las artes marciales, los diversos tipos de lucha del Extremo Oriente.
Fijémonos sobre todo en que, con todas las posibles diferencias que podamos apreciar en ellas, hay una distinción clara entre estas prácticas y los deportes pugilísticos de Occidente. Aquí juegan de modo fundamental el tiempo y el discurrir físico de los contrincantes, su paulatino recalentamiento hasta alcanzar un momento de plenitud, al que sigue un cansancio progresivo que puede ser aprovechado eventualmente por el más resistente.
Por el contrario, en las artes marciales, el resultado depende en gran parte de la «iluminación» mística instantánea de los contendientes, una chispa trascendente que puede surgir en un segundo o en una jornada» y donde no se trata de quién la tenga antes, sino de quién logre captarla con más intensidad.
Recuerdo que llegó en el más absoluto silencio a las pantallas españolas, al menos cuatro o cinco años después de su difusión mundial y de haber arramblado con los premios de muchos festivales. Llegó a salas de segundo orden y en medio de la total indiferencia de la mayoría de los espectadores. Sin embargo, aquel film planteaba un tremendo problema universal: el de la subjetividad del pensamiento y del juicio humanos.
Un mismo suceso, contado por cuatro personas distintas, se convertía en cuatro acontecimientos superpuestos en el tiempo y sin más conexión que la presencia física de los mismos personajes.
Al mismo tiempo, las almas se expandían y se contraían también, y con ellas los caracteres, las intenciones» el entorno mismo: aquel exiguo rincón de bosque en el que sucedía todo y que tan pronto se planteaba como un espacio agobiante como se transformaba en un paisaje sin principio ni fin.
Y sin embargo, había algo en ella (quién sabe si el mismo «tempo» occidentalizado de que hablaba anteriormente, o tal vez el espíritu de la cinematografía de Hollywood, que la había tamizado a su imagen y semejanza, o puede ser que el mismo desarraigo profundo de la mentalidad japonesa de Kurosawa, aunque hubiera partido de él), que la convertía en un producto híbrido, impersonal, tan íntimamente carente de auténtico sentido como un gurú con corbata y reloj digital.
El film originario estaba impregnado por una iluminación que no se ceñía a la reproducción fiel de unos acontecimientos o de unas imágenes específicas, sino que abordaba el tema desde la conciencia intemporal de una experiencia distinta de la pura realidad fotográfica o argumental.
Y para captar ese punto
de vista enteramente nuevo c insólito, que podríamos llamar
trascendente, no había que abordarlo desde supuestos mentales, sino
desde una perspectiva que valdría seguramente llamar iluminativa,
que no puede ser captada mediante el proceso intelectual, sino desde
la perspectiva inmediata, intemporal, impensada e improcesable de la
intuición.
A estos investigadores, que suelen lanzarse al estudio del fenómeno trascendente desde coordenadas intelectuales y críticas, que tratan de «encajar» la experiencia mística - de cualquier tipo y de cualquier latitud - en la red de los supuestos, de las hipótesis y de las teorías, habría que recordarles uno de esos kóans que ellos tratan de descifrar con la ayuda de su intelecto: un instante de reflexión y será demasiado tarde.
No podemos en modo alguno analizar ni adaptar al esquema lógico una frase como ésta: ¿qué ruido hace una mano al aplaudir?, o una respuesta como la que dio el maestro ChaoChu al discípulo que le preguntó quién era:
La meta última del Zen es un regreso en plena conciencia a la «realidad» aparente desde la Realidad trascendente.
Y el kóan es la prueba tangible, inmediata, sorprendente y pura de ese regreso. Evidentemente, la vuelta desde ese mundo de la Realidad, que los sentidos (y la mente) nos impiden captar, implica un cambio total en las perspectivas dimensionales del que ha dado ese salto místico.
Él ha visto-olido-tocado-gustado-oído (es decir, ha experimentado por encima de todos los sentidos) un espacio nuevo, en el cual el transcurrir del tiempo ha perdido su sentido, su razón.
Allí, en el lugar donde está la luz - este concepto es taoísta, pero no olvidemos que el Zen se implantó precisamente como una simbiosis de las doctrinas iluminativas del budismo en una China poderosamente impregnada por el Tao - no sirven ya los conceptos lógicos, porque se abarcan de un solo golpe todas las perspectivas, todos los instantes, la esencia de todas las entidades particulares que no son en realidad más que aspectos de una totalidad cósmica de la que el ser humano forma parte y con la que ha de identificarse gracias al proceso iluminativo.
Si se describe entonces un paisaje, el que lo describe no lo ve ni lo escucha, sino que forma parte de él y se comunica a sí mismo al tiempo que lo comunica, desde el paisaje mismo, al margen de la dimensión temporal, que habría falseado el modo de enfrentarlo, y esta descripción - esta nueva percepción - podrá manifestarse a través de la palabra, de a plástica o de la música y, en cada caso, el iluminado no estará expresado - por medio de trazos, de sonidos, de colores o de palabras - una realidad ajena, sino la propia realidad identificadora de la trascendencia.
Si nos molestamos en buscar en la más profunda esencia del sufismo islámico, comprobaremos que también allí existe la conciencia de la identificación cósmica que intenta alcanzar el adepto del Zen.
Al-Allajh proclama:
Y los chistes, tan a menudo aparentemente absurdos atribuidos en todo el mundo islámico al Muía Nasrudin, son muchas veces auténticos kóans pasados por la cultura de las arenas arábigas, incluso por la forma que adoptan de preguntas «lógicas» y respuestas «irracionales».
Un ejemplo lo
tenemos en aquella historia en la que Nasrudin, que está de viaje,
se ve abordado por un hombre que le pregunta por el día de la
semana. Nasrudin contesta: «No lo sé. Soy forastero, no sé qué día
de la semana tienen aquí».
En este sentido, se entiende que tal estímulo es. de hecho, un koan o - consecuentemente - que el koan es un estimulo que puede manifestarse tanto como respuesta impactante o como acción imprevista. Recordemos que, en esas recopilaciones, hay muchos kóans que se plantean como palmetazos, como golpes e incluso como mutilaciones esclarecedoras.
El primero se refiere al maestro Chü Chih. el conocido «maestro del dedo», porque tenía la costumbre de responder a cualquier pregunta sobre el Zen levantando su índice. Cuenta el Wu Mén Kuan que una vez tuvo un discípulo que, al observar aquella acción, creyó que en ella estaba el secreto de la sabiduría y, a espaldas del maestro, se dedicó a responder con el mismo gesto a cuantas cuestiones se le planteaban.
Pero Chü Chih se enteró, le mandó llamar y, tras haber escondido un cuchillo en su túnica, le interpeló:
El muchacho levantó el índice y, en ese instante, el maestro sacó el cuchillo y se lo cortó. Aullando de dolor, el discípulo echó a correr.
Pero Chü Chih le llamó, preguntándole otra vez:
Y el chico, obedeciendo a una especie de reflejo condicionado, trató de levantar el dedo que ya no tenía. Y entonces, dice el texto del Wu Men Kuan, alcanzó de pronto la iluminación.
1. Cf. TOSHIHIKO IZUTSU. El Koan Zen, Eyras, Madrid. 1980. Uno de
los libros más esclarecedores del fenómeno místico budista en
Extremo Oriente.
Esa toma instintiva de conciencia ha tenido un estímulo «kóánico» en la acción del maestro, del mismo modo que, en otra ocasión, el trallazo trascendente llega precisamente cuando, en medio de la contemplación de un paisaje apacible de otoño, el monje Zen siente roto el silencio por el lejano tañido de una campana rural.
A partir de entonces, su visión del mundo, de las cosas y de los
hechos, estará impregnada de Realidad y su lógica no tendrá ya nada
que ver con leyes aristotélicas, sino con la evidencia mística
adquirida mediante el estímulo.
Ese retorno a la realidad sensorial, tras la identificación mística con la Realidad trascendente, es el que permite la reflexión y, sobre todo, la expresión justa y exacta de esa realidad, mediante unas formas semánticas que ya sólo tienen la apariencia del lenguaje convencional, porque expresan con justeza simbólica (única e intransferible) la cualidad auténtica, transdimensional. del universo, al margen de unos sentidos cuya captación ha quedado superada por la vivencia mística.
Es el paisaje descrito por san Juan de la Cruz en el Cántico Espiritual:
En los subrayados que me he permitido añadir es donde surge de modo - creo - diáfano, la visión ilógica y trascendente de esa otra realidad captada mediante la iluminación, que justifica y reestructura la que los sentidos han creado en captación falsa y parcial.
De ahí los «aires amorosos» (amor y aire nunca casarían en
los parámetros de las relaciones lógicas), la «música callada» (el
sonido del silencio es una captación suprasensorial sin paliativos)
y, sobre todo, la relación entre «soledad» y «sonido» que,
significativamente, corresponde al kóan del ruido de la mano
solitaria que aplaude, que citábamos anteriormente.
Un monje, un leñador y un mendigo se refugian en un templo abandonado en una tarde de aguacero. Allí, para matar el tiempo, rememoran un suceso recientemente acaecido: el asalto de que fue objeto un matrimonio que viajaba por el bosque por parte de un bandido, con la subsiguiente muerte del esposo y la violación de la esposa.
Se conocen los hechos mondos (las apariencias), pero se ignoran las razones (la esencia) de lo que allí sucedió realmente. En un intento por aclarar esa realidad, cuatro personas protagonistas del suceso - el bandido, la mujer, el espíritu del marido muerto y el leñador del templo, que presenció escondido todo lo que ocurrió - cuentan, desde sus coordenadas mentales, la aventura, con el resultado de ofrecer al espectador y al monje oyente cuatro versiones (perspectivas) totalmente divergentes de lo acaecido.
Cuando regresamos al escenario del templo bajo la lluvia, el monje se encuentra hecho un mar de confusiones, dispuesto a renunciar definitivamente al conocimiento de la verdad. Pero entonces, en medio del fragor de la tormenta - convertida en una especie de ruido de fondo constante - se oye el llanto de un niño abandonado entre unas piedras.
El mendigo recoge al recién nacido, lo en-vuelve en harapos y se lo lleva, bajo la mirada del leñador y del monje.
Y estaba presente, sobre todo, el koan, a través del llanto de aquella criatura que surgía sin ninguna razón lógica, sólo para impactar al personaje elegido desde el absurdo mismo de su presencia insólita. Si alguien recuerda la película todavía, tendrá presente el asombro, la turbación de los tres hombres del templo ante aquel estímulo inesperado que, en un razonamiento intelectivo, nada tendría que ver - en apariencia - ni con ellos ni con el resto de la historia, pero que servía de piedra de toque para la iluminación del personaje que, por medio de aquel gritó extemporáneo, encontraba la verdad y su razón de ser en el mundo.
Con una perspectiva de veinticinco años desde que la película se proyectó en España, la he recordado alguna vez con amigos que también se entusiasmaron con ella entonces. Curiosamente, los espectadores mantenían dos posturas muy definidas ante aquella última escena clave del film.
O la olvidaron pronto,
como algo que carecía de importancia en todo el contexto, o la
recuerdan como una especie de añadido absurdo a una historia más o
menos coherente.
Precisamente el koan. lo mismo que todos los demás estímulos que intervienen en el proceso místico, golpea con su presencia - al margen de que provoque, en una u otra persona, el paso a la comprensión trascendente - únicamente a quienes poseen ya un conocimiento más o menos profundo de lo que significa el proceso místico.
Para los demás es un absurdo total o - como sucede en el caso de las historietas derviches - actúa como un simple chascarrillo divertido, protagonizado tal vez por un loco como el Mulá Nasrudin. No olvidemos que, por ejemplo, las historietas de este derviche sufí tuvieron en países como la República Argentina una difusión enorme, equivalente a la que en España tuvieron en su momento los chistes referidos a Quevedo.
A mi modo de ver, surgen constantemente en torno nuestro claves que nos están advirtiendo, consciente o instintivamente, de la otra realidad, o al menos, de la posibilidad de que el mundo circundante sea una apariencia, detrás de la cual puede surgir una certeza insólita que tendríamos que aceptar sin necesidad de entenderla por ningún proceso intelectivo, sino porque, al hallarnos en su presencia, se hace evidente, incluso a pesar nuestro.
El chiste es, muchas veces, aunque sea absurdo e irracional asegurarlo, un impacto místico, un toque instantáneo de trascendencia, una visión subliminal que nos muestra - la aceptemos o no - la mentira integral de la lógica cartesiana, la falsedad de nuestro sentido dimensional del tiempo, el error de nuestras percepciones sensoriales.
Algo, en fin, que nos lleva a captar, por la vía del absurdo, una realidad donde las apariencias no cuentan en modo alguno, donde los sentidos engañan, como engañan a la vista las figuras del renacentista Arcimboldo o del surrealista Escher, como nos engaña - lo veíamos al principio - nuestro sentido del tiempo cuando nos sumergimos en la realidad inalienable de cualquiera de los prodigios a los que nos someten los santos, los brujos - me refiero a los auténticos - o los videntes.
Lo que cambia y, sobre todo, lo que hace que en Oriente se vea casi como normal la presencia de fenómenos como éstos y que en Occidente se integren más decididamente en la categoría de lo insólito o de lo milagrero es, precisamente, el nivel espiritual de las culturas.
Ese concepto de sujeción a la dimensión temporal que existe en Occidente, enfrentado al sentido estático (repitámoslo, no pasivo) de Oriente, tiene como consecuencia que un mismo fenómeno sea juzgado allá como connatural al ser humano, en tanto que acá existe la tendencia - oficial y ortodoxa en principio, pero de rechazo inconscientemente aceptada por el hombre de la calle - a considerar cualquier tipo de tránsito a la otra realidad como un favor o como una concesión de la entidad desconocida y prefabricada que se ha establecido que gobierna, desde la trascendencia, los destinos del hombre.
(Y pensemos que ese mismo establecimiento de un turno de deidades supone ya una tremenda sujeción carcelaria al concepto sensorial del tiempo, a la sucesión cronológica de las creencias, en contraposición a los ciclos orientales - edades o avatares - que no están concebidos como sucesión en el tiempo, sino como inconmensurables espacios culturales o vitales, por los que pasa el ser humano y en los cuales la especie experimenta determinadas presiones que provocan su transformación cíclica.)
Es así cómo encontramos una correspondencia asombrosa entre Mithra y Cristo, o entre Hermes, Toth, Mercurio y san Miguel, o una evolución de idéntico personaje divinal desde la gran Venus esteatopígica de la prehistoria a Nuestra Señora, pasando por Isis, Astarté, Hera y toda la sucesión de Grandes Madres representantes de la fertilidad de la tierra y de los dones que permiten al hombre adquirir la enseñanza.
Todos estos personajes, bien directamente o bien como representantes más o menos evidentes de la divinidad suprema, son los que tienen adjudicada la cualidad de conferir al místico su experiencia, una experiencia que jamás podría adquirir, según estos parámetros religiosos, por medios propios.
Recordemos que aquel san Ero del que hablábamos anteriormente, «o monxe da pasariña» del monasterio de Armenteira, pudo ver su historia escrita gracias a que Alfonso X el Sabio, rey de Castilla y poeta, la incluyó entre las Cantigas gallegas que relataban los milagros de Nuestra Señora para ejemplo y devoción de los fieles.
Hoy mismo, a la vuelta de la esquina, los poderes religiosos siguen reclamando para la divinidad oficial de turno el poder de «empujar» al místico a su experiencia trascendente. Y hasta se da la paradoja de que. en algunas ocasiones, ese místico - cristiano, naturalmente - resulta mejor comprendido por un maestro oriental que por sus mismos correligionarios.
Absurdo, pero cierto. Tal vez se trate también de un kóan.
El místico, en estas coordenadas de fe pasiva y divinidad activadora. es un mero pelele a quien se concede desde lo alto la gracia de una vivencia trascendente que tiene que aceptar.
1, KAROL WOJTYLA. La fe según san Juan de la Cruz, Biblioteca de
amores
cristianos, Madrid. 1979.
Su
punto de vista, como es lógico, difiere radicalmente del mantenido
por el futuro papa, y, como es lógico también, supongo que cada cual
será libre de elegir una u otra postura, puesto que, al menos por
ahora, en cuestiones de trascendencia hay mucho escrito, pero no hay
nada que pueda demostrarse por leyes cartesianas.
1. Satori: iluminación.
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