LOS ARDUOS CAMINOS HACIA LA LIBERTAD

 

 

 

11 - La gran trampa del tiempo

Siento, cada vez con más certeza - y probablemente más de uno lo habrá dicho antes que yo, pero el caso es que no lo leí y, si lo leí, se me escapó - que la diferencia abismal que existe entre Oriente y Occidente, tanto en la vida como en el pensamiento y en la actitud trascendente (religión, historia y tradición incluidas), estriba en la importancia concedida al factor dimensional que llamamos tiempo y a la dependencia que implica.

 

A los occidentales el tiempo nos pasa» nos cambia, nos urge, nos aprisiona con unos grilletes que nos obligan a mantenernos pendientes de su discurrir y de su acción constante sobre nuestra existencia.

 

Vivimos esclavos de él, y todo cuanto hacemos, sentimos y pensamos depende de su paso aparente, de su prisa y de nuestra inútil necesidad de atraparlo para hacerlo esclavo nuestro como nosotros lo somos suyos.


Una tierra sin clepsidras
En Oriente, en cambio, el ser humano ignora visceral-mente la dimensión temporal. No es que los orientales - chinos, indios, libélanos, japoneses, mongoles, coreanos - hayan conseguido vencer al tiempo, no. pues ése es un concepto sólo

digno de nuestra competitividad occidental. No es tampoco una virtud - o una actitud - de filósofos, maestros o santones. Se trata de un hecho detectable en todo el proceso vital asiático, que se manifiesta desde las formas religiosas al más corriente comportamiento cotidiano.

 

En Asia, hay un modo estático de afrontar la vida (la vida así, sin real pasado ni auténtico futuro, la vida no como acontecer, sino como situación perenne; la vida es, no pasa; la vida como conjunto amalgamado de etapas espaciales, en las que cada cual sabe o siente que los acontecimientos no discurren, sino que se superponen, porque en el hecho mismo del nacer está implícito el acto de morir y, eventual mente, están presentes todas las reencarnaciones a las que el ser humano está sujeto hasta el lugar donde se encuentra la esencia de la eternidad, el definitivo nirvana).


Los ejemplos de esta actitud vital los encontraríamos con sólo analizar objetivamente la naturaleza trascendente de muchas manifestaciones cotidianas que, vistas de un modo superficial, parecen limitarse a un choque exótico con nuestros hábitos (occidentales) y con nuestra manera de afrontar los acontecimientos sociales, espirituales o, simplemente, vitales. Nos extrañaba muchas páginas atrás, por ejemplo, comprobar cómo el auge de la gran industria japonesa de la posguerra se cimenta, en gran parte, en la ausencia casi total de conflictos laborales del tipo al que estamos acostumbrados en el mundo occidental.

 

El japonés no lucha por tener o por adquirir, sino que se siente realizado por el hecho mismo de estar, de ocupar un puesto en la fábrica, en la casa o en el mundo que, muy a menudo, es el mismo que ocupó el padre o incluso el abuelo, y que es el mismo que muy probablemente ocupará el hijo.

 

Se da pues, en ese simple acontecimiento socioeconómico, una actitud que no es, en modo alguno, pasiva (como cabria pensar desde nuestra perspecetiva), sino estática, de pura permanencia, en contraposición con el ansia, a veces incluso enfermiza, de progreso que tiene el hombre occidental.


En este contexto del estar, de negación tácita del tiempo, se sitúan por igual - aunque desde perspectivas fenoménicas distintas - la resistencia pasiva del Mahatma Gandhi y el / Ching, la acupuntura y el cilindro tibetano de oraciones, la miseria de Bangla Desh y el sueño shambhálico, los monjes corredores del Himalaya y las artes marciales, Rashomón y el Libro del Té.

 

Analicemos brevemente cada ejemplo, aunque podríamos encontrar muchos otros que, tal vez. resultasen más explícitos aunque menos diáfanos.


Toques de eternidad
Gandhi jugó sabiamente la libertad de la India contraponiendo su propia conciencia de esa libertad, sin «ahoras» ni «cuándos» ni «mañanas», a la urgencia británica por seguir explotando durante el tiempo que quedase, la riqueza del subcontinente en régimen colonial. El I Ching es el único libro de agüeros - si así puede llamársele - que desborda la profecía a plazo fijo temporal y convierte la predicción en algo inmediato y personal, en nuestro hoy, en nuestro ayer y en nuestro mañana, conceptos que el I Ching ignora, porque están abarcados en un único e inmutable presente.

 

De Nostradamus pedimos un cuándo; del I Ching, un cómo.


La acupuntura es la medicina que utiliza las corrientes vitales constantes del ser humano - o las corrientes por las que la energía vital se introduce en el hombre - para vencer los deterioros temporales del organismo o para paliar las molestias y la acción nociva de los sentidos, que son precisamente los que crean en nosotros la idea del paso del tiempo.


El cilindro tibetano de oraciones consiste esencialmente en asumir el orante el reto eterno de la naturaleza, haciendo consciente esa intemporalidad en la contemplación, en la enajenación de todo cuanto pudiera significar el discurrir o el dedicar unos minutos o unas horas a esa oración, que ya se encuentra inmutable en el viento, en el agua, en las nubes o en la nieve.


El hambre y la miseria de Bangladesh y de tantos otros lugares de Asia es una inanición asumida sin esperanza, casi tan voluntaria como el ayuno de meses de un fakir o de un yogui; al margen del hecho incontestable de la injusticia social (planetaria) que implica en sí misma, esa miseria no levanta la protesta de quienes la sufren. Si son hinduistas o brahmánicos, los hambrientos seguirán dejando que las vacas circulen en torno suyo sin tocarlas.

 

Si son musulmanes, seguirán negándose a probar un solo bocado de carne de cerdo.

 

En contraposición a esta actitud, recordemos a aquellos náufragos del avión andino, que sobrevivieron gracias a devorar los cadáveres de sus propios compañeros. Ansia y urgencia de vida, v ansia y urgencia de tiempo vivido o por vivir son una única cosa en el contexto mental humano.


El mito shambhálico, común a todos los pueblos del Este y Centro de Asia, y tan equivocadamente asumido por los ocultistas occidentales, plantea la existencia intemporal - y casi inespacial - de un enclave sagrado que habitan, desde siempre y por los siglos, los grandes maestros (mahatmas), dirigentes y ordenadores secretos de los destinos del planeta.

 

Un gobierno, pues, no sujeto a los avatares del cambio, director del mundo en un eterno presente.


Los monjes corredores del Himalaya fueron vistos por Alexandra David-Neel y por otros viajeros dignos de crédito, incapaces de fabulación.

 

Según sus impresiones, son lamas que han conseguido desarrollar una energía que les permite romper, en una carrera mediúmnica imparable por las cumbres, las leyes fisiológicas aceptadas por la ciencia, lanzándose a velocidades inconcebibles por los terrenos más abruptos y menos propicios, no ya para la carrera, sino para el simple y duro arrastrarse por entre los altos riscos de la cordillera más alta de la tierra-Tan enfrentados como esta proeza yóguica a las leyes físicas (sensoriales y temporales a la vez), se encuadran los practicantes de las artes marciales, los diversos tipos de lucha del Extremo Oriente.

 

Fijémonos sobre todo en que, con todas las posibles diferencias que podamos apreciar en ellas, hay una distinción clara entre estas prácticas y los deportes pugilísticos de Occidente. Aquí juegan de modo fundamental el tiempo y el discurrir físico de los contrincantes, su paulatino recalentamiento hasta alcanzar un momento de plenitud, al que sigue un cansancio progresivo que puede ser aprovechado eventualmente por el más resistente.

 

Por el contrario, en las artes marciales, el resultado depende en gran parte de la «iluminación» mística instantánea de los contendientes, una chispa trascendente que puede surgir en un segundo o en una jornada» y donde no se trata de quién la tenga antes, sino de quién logre captarla con más intensidad.

 


El eterno, el cambiante presente
Ignoro si algún lector recordará todavía el ya antiguo film que rodó allá por los años cincuenta, el director japonés Akira Kurosawa: Rashomon.

 

Recuerdo que llegó en el más absoluto silencio a las pantallas españolas, al menos cuatro o cinco años después de su difusión mundial y de haber arramblado con los premios de muchos festivales. Llegó a salas de segundo orden y en medio de la total indiferencia de la mayoría de los espectadores. Sin embargo, aquel film planteaba un tremendo problema universal: el de la subjetividad del pensamiento y del juicio humanos.

 

Un mismo suceso, contado por cuatro personas distintas, se convertía en cuatro acontecimientos superpuestos en el tiempo y sin más conexión que la presencia física de los mismos personajes.


Pero había algo más en aquella historia que contaban las imágenes cinematográficas. Allí estaba presente un concepto distinto del tiempo, traducido en un «tempo» cinematográfico peculiar. Un mismo discurrir de los hechos, contado por uno y otro de los protagonistas, hacían que la dimensión temporal quedase contraída o que, por el contrario, se expandiera, según el punto de vista (o de juicio) de cada elemento integrante de la historia.

 

Al mismo tiempo, las almas se expandían y se contraían también, y con ellas los caracteres, las intenciones» el entorno mismo: aquel exiguo rincón de bosque en el que sucedía todo y que tan pronto se planteaba como un espacio agobiante como se transformaba en un paisaje sin principio ni fin.


Curiosamente» a aquella película le aconteció una extraña aventura, producto del concepto occidental de los negocios. Una empresa productora norteamericana compró los derechos para un remake y, no sé ya si ocho o diez años después, las pantallas de todo el mundo comenzaron a exhibir un film del que no recuerdo ni el título, realizado (eso si) por un director de reconocido prestigio y protagonizado por actores de moda en aquellos años. La nueva película reproducía casi como un calco el argumento, cada secuencia, cada plano y cada personaje de Rashomon.

 

Y sin embargo, había algo en ella (quién sabe si el mismo «tempo» occidentalizado de que hablaba anteriormente, o tal vez el espíritu de la cinematografía de Hollywood, que la había tamizado a su imagen y semejanza, o puede ser que el mismo desarraigo profundo de la mentalidad japonesa de Kurosawa, aunque hubiera partido de él), que la convertía en un producto híbrido, impersonal, tan íntimamente carente de auténtico sentido como un gurú con corbata y reloj digital.


Si tuviéramos que dar obligatoriamente una razón que explicase este fenómeno de -adaptación inadaptada», tendríamos que convenir en que el film japonés primitivo, el que sirvió de modelo al posterior producto yanqui, poseía algún elemento intangible, un determinado factor que. al no ser captado, no pudo figurar en modo alguno en la versión copiada. A mi modo de ver. ese factor era de índole dimensional.

 

El film originario estaba impregnado por una iluminación que no se ceñía a la reproducción fiel de unos acontecimientos o de unas imágenes específicas, sino que abordaba el tema desde la conciencia intemporal de una experiencia distinta de la pura realidad fotográfica o argumental.

 

Y para captar ese punto de vista enteramente nuevo c insólito, que podríamos llamar trascendente, no había que abordarlo desde supuestos mentales, sino desde una perspectiva que valdría seguramente llamar iluminativa, que no puede ser captada mediante el proceso intelectual, sino desde la perspectiva inmediata, intemporal, impensada e improcesable de la intuición.


El sonido de una mano al aplaudir
Muchos estudiosos de las formas religiosas y de los métodos empleados por los maestros orientales para alcanzar (y hacer alcanzar) la trascendencia, declaran, sin más. la total impenetrabilidad del budismo Zen y, sobre todo, la imposibilidad de abordar la esencia mística del kóan, su manifestación más característica, la piedra de toque fundamental de su práctica iluminativa.

 

A estos investigadores, que suelen lanzarse al estudio del fenómeno trascendente desde coordenadas intelectuales y críticas, que tratan de «encajar» la experiencia mística - de cualquier tipo y de cualquier latitud - en la red de los supuestos, de las hipótesis y de las teorías, habría que recordarles uno de esos kóans que ellos tratan de descifrar con la ayuda de su intelecto: un instante de reflexión y será demasiado tarde.


Si juzgamos el kóan desde las perspectivas lógicas de nuestra mentalidad regida por el conocimiento sensorial  - porque todo cuanto entra en el campo de nuestro conocer lo hace en primera instancia a través de los sentidos - lo captaremos como un juego del absurdo, como un gran despropósito, como una ruptura, a menudo gratuita, de los moldes mentales por los que nos regimos.

 

No podemos en modo alguno analizar ni adaptar al esquema lógico una frase como ésta: ¿qué ruido hace una mano al aplaudir?, o una respuesta como la que dio el maestro ChaoChu al discípulo que le preguntó quién era:

«Puerta del Este, puerta del Sur, puerta del Oeste, puerta del Norte».

La meta última del Zen es un regreso en plena conciencia a la «realidad» aparente desde la Realidad trascendente.

 

Y el kóan es la prueba tangible, inmediata, sorprendente y pura de ese regreso. Evidentemente, la vuelta desde ese mundo de la Realidad, que los sentidos (y la mente) nos impiden captar, implica un cambio total en las perspectivas dimensionales del que ha dado ese salto místico.

 

Él ha visto-olido-tocado-gustado-oído (es decir, ha experimentado por encima de todos los sentidos) un espacio nuevo, en el cual el transcurrir del tiempo ha perdido su sentido, su razón.

 

Allí, en el lugar donde está la luz - este concepto es taoísta, pero no olvidemos que el Zen se implantó precisamente como una simbiosis de las doctrinas iluminativas del budismo en una China poderosamente impregnada por el Tao - no sirven ya los conceptos lógicos, porque se abarcan de un solo golpe todas las perspectivas, todos los instantes, la esencia de todas las entidades particulares que no son en realidad más que aspectos de una totalidad cósmica de la que el ser humano forma parte y con la que ha de identificarse gracias al proceso iluminativo.


En este camino de ida y vuelta, el regreso supone la posesión de la realidad y, al mismo tiempo, estar poseído por ella; la identificación con un mundo dimensionalmente superior en el que, como sucede en el cubismo, se abarcan todas las perspectivas a través de una visión única, cuya manifestación no puede en modo alguno corresponder, ni en lógica mental ni en actitud vital a las reglas impuestas por la percepción cotidiana anterior.

 

Si se describe entonces un paisaje, el que lo describe no lo ve ni lo escucha, sino que forma parte de él y se comunica a sí mismo al tiempo que lo comunica, desde el paisaje mismo, al margen de la dimensión temporal, que habría falseado el modo de enfrentarlo, y esta descripción - esta nueva percepción - podrá manifestarse a través de la palabra, de a plástica o de la música y, en cada caso, el iluminado no estará expresado - por medio de trazos, de sonidos, de colores o de palabras - una realidad ajena, sino la propia realidad identificadora de la trascendencia.


Curiosamente, esta percepción irracional de la realidad se descubre en el Zen a través del koan y tal vez sea en él donde se estructura de un modo más inmediato y consciente, pero está presente en todo proceso iluminativo, en toda experiencia mística, sea cual sea la forma religiosa a la que esté adscrito - por creencia o por cultura - el que la vive, y sea cual sea la latitud geográfica en la que se produzca.

 

Si nos molestamos en buscar en la más profunda esencia del sufismo islámico, comprobaremos que también allí existe la conciencia de la identificación cósmica que intenta alcanzar el adepto del Zen.

 

Al-Allajh proclama:

«El ojo con que me miras es el mismo ojo a través del cual te veo».

Y los chistes, tan a menudo aparentemente absurdos atribuidos en todo el mundo islámico al Muía Nasrudin, son muchas veces auténticos kóans pasados por la cultura de las arenas arábigas, incluso por la forma que adoptan de preguntas «lógicas» y respuestas «irracionales».

 

Un ejemplo lo tenemos en aquella historia en la que Nasrudin, que está de viaje, se ve abordado por un hombre que le pregunta por el día de la semana. Nasrudin contesta: «No lo sé. Soy forastero, no sé qué día de la semana tienen aquí».


La clave inmediata de la iluminación
Buscando en la recopilación de textos Zen que proceden de los primeros tiempos de la implantación del budismo en China - traído por Bodhidharma, el «bárbaro occidental» de cráneo apuntado, el vigésimoctavo patriarca de la tradición búdica, que llegó a inicios del siglo VI para predicar los principios de la Escuela de la Luz Interior (Tchan) - nos encontramos con el hecho de que el salto al conocimiento de la trascendencia tiene lugar, muy a menudo, como respuesta inmediata e instantánea al impacto de un koan o como consecuencia igualmente súbita de un estímulo exterior que o rompe o justifica el resto de la vivencia.

 

En este sentido, se entiende que tal estímulo es. de hecho, un koan o - consecuentemente - que el koan es un estimulo que puede manifestarse tanto como respuesta impactante o como acción imprevista. Recordemos que, en esas recopilaciones, hay muchos kóans que se plantean como palmetazos, como golpes e incluso como mutilaciones esclarecedoras.


Recordemos un par de ellos.

 

El primero se refiere al maestro Chü Chih. el conocido «maestro del dedo», porque tenía la costumbre de responder a cualquier pregunta sobre el Zen levantando su índice. Cuenta el Wu Mén Kuan que una vez tuvo un discípulo que, al observar aquella acción, creyó que en ella estaba el secreto de la sabiduría y, a espaldas del maestro, se dedicó a responder con el mismo gesto a cuantas cuestiones se le planteaban.

 

Pero Chü Chih se enteró, le mandó llamar y, tras haber escondido un cuchillo en su túnica, le interpeló:

«He oído decir que has comprendido la esencia del budismo»

«Es cierto», respondió el discípulo»

«Veamos pues: ¿qué es el Budha?»

El muchacho levantó el índice y, en ese instante, el maestro sacó el cuchillo y se lo cortó. Aullando de dolor, el discípulo echó a correr.

 

Pero Chü Chih le llamó, preguntándole otra vez:

«Dime ahora, ¿qué es el Budha?»

Y el chico, obedeciendo a una especie de reflejo condicionado, trató de levantar el dedo que ya no tenía. Y entonces, dice el texto del Wu Men Kuan, alcanzó de pronto la iluminación.


En este caso, tal como explica el profesor Toshihiko Izutsu en su libro El Koan Zen 1 la mutilación pone al discípulo en contacto súbito con la trascendencia, no por la momentánea comprobación de que su dedo ya no existe, sino por la conciencia de que existe en su lugar un no-dedo que forma ya parte de ese mundo de la Otra Realidad al que accede inmediatamente.

 

1. Cf. TOSHIHIKO IZUTSU. El Koan Zen, Eyras, Madrid. 1980. Uno de los libros más esclarecedores del fenómeno místico budista en Extremo Oriente.
 

 

Esa toma instintiva de conciencia ha tenido un estímulo «kóánico» en la acción del maestro, del mismo modo que, en otra ocasión, el trallazo trascendente llega precisamente cuando, en medio de la contemplación de un paisaje apacible de otoño, el monje Zen siente roto el silencio por el lejano tañido de una campana rural.


Pensemos por un momento si, acaso, este súbito acceso iluminativo no es el mismo que recuerda la tradición cristiana como el milagro místico de «o monxe da passariña», que tuvo lugar en el monasterio gallego de Armenteira y que recordó Alfonso X en su Cantiga 116 a la Virgen María; en aquel prodigio místico, el conocimiento súbito de la realidad (del Paraíso) le vino al fraile san Ero cuando oyó de pronto, en medio de su meditación, el canto de un pajarillo que fue el estímulo de su tránsito y le hizo perder súbitamente la noción tridimensional del tiempo.


El mecanismo del kóan es pues, en primer lugar, el salto brusco e inmediato a la realidad superior gracias al estímulo; en segundo lugar, el reconocimiento (iluminado, no intelectivo) de esa realidad y, tal como apuntábamos anteriormente, el regreso consciente trascendido a un mundo de apariencias que ya no logrará engañar con su lógica, porque el místico será ya partícipe de esa trascendencia.

 

A partir de entonces, su visión del mundo, de las cosas y de los hechos, estará impregnada de Realidad y su lógica no tendrá ya nada que ver con leyes aristotélicas, sino con la evidencia mística adquirida mediante el estímulo.


La beatitud del retorno
Ch'ing Yúan. un maestro Zen del siglo XI, cuenta del siguiente modo su proceso iluminativo:

«Hace treinta años, antes de comenzar a practicar el Zen, yo veía una montaña como si fuera una montaña y un río como si fuera un río. Tuve luego la suerte de encontrar maestros iluminados y pude, bajo su dirección, alcanzar un cierto grado de despertar.

 

En este estado, cuando yo veía una montaña, ¡ya no era una montaña! Y, cuando contemplaba un río, ya no se trataba de un río. Ahora me encuentro en el estado último de quietud. Lo mismo que en mis primeros años, ahora veo una montaña simplemente como una montaña y un río simplemente como un río».

Ese retorno a la realidad sensorial, tras la identificación mística con la Realidad trascendente, es el que permite la reflexión y, sobre todo, la expresión justa y exacta de esa realidad, mediante unas formas semánticas que ya sólo tienen la apariencia del lenguaje convencional, porque expresan con justeza simbólica (única e intransferible) la cualidad auténtica, transdimensional. del universo, al margen de unos sentidos cuya captación ha quedado superada por la vivencia mística.

 

Es el paisaje descrito por san Juan de la Cruz en el Cántico Espiritual:

218
Mi amado, las montañas,
los valles solitarios, nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos;
la noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
¡a música callada,
¡a soledad sonora,
la cena, que recrea y enamora.

En los subrayados que me he permitido añadir es donde surge de modo - creo - diáfano, la visión ilógica y trascendente de esa otra realidad captada mediante la iluminación, que justifica y reestructura la que los sentidos han creado en captación falsa y parcial.

 

De ahí los «aires amorosos» (amor y aire nunca casarían en los parámetros de las relaciones lógicas), la «música callada» (el sonido del silencio es una captación suprasensorial sin paliativos) y, sobre todo, la relación entre «soledad» y «sonido» que, significativamente, corresponde al kóan del ruido de la mano solitaria que aplaude, que citábamos anteriormente.


La visión búdica de la realidad
Volvamos ahora sobre el sentido auténtico de aquel Ra-shomón del que hablábamos anteriormente y sobre la falseada interpretación que se repitió en su día desde coordenadas enteramente distintas a su sentido original. Recordemos primero brevemente el tema.

 

Un monje, un leñador y un mendigo se refugian en un templo abandonado en una tarde de aguacero. Allí, para matar el tiempo, rememoran un suceso recientemente acaecido: el asalto de que fue objeto un matrimonio que viajaba por el bosque por parte de un bandido, con la subsiguiente muerte del esposo y la violación de la esposa.

 

Se conocen los hechos mondos (las apariencias), pero se ignoran las razones (la esencia) de lo que allí sucedió realmente. En un intento por aclarar esa realidad, cuatro personas protagonistas del suceso - el bandido, la mujer, el espíritu del marido muerto y el leñador del templo, que presenció escondido todo lo que ocurrió - cuentan, desde sus coordenadas mentales, la aventura, con el resultado de ofrecer al espectador y al monje oyente cuatro versiones (perspectivas) totalmente divergentes de lo acaecido.

 

Cuando regresamos al escenario del templo bajo la lluvia, el monje se encuentra hecho un mar de confusiones, dispuesto a renunciar definitivamente al conocimiento de la verdad. Pero entonces, en medio del fragor de la tormenta - convertida en una especie de ruido de fondo constante - se oye el llanto de un niño abandonado entre unas piedras.

 

El mendigo recoge al recién nacido, lo en-vuelve en harapos y se lo lleva, bajo la mirada del leñador y del monje.


¿Qué sentido dio a esta película el espectador del mundo occidental? En primer lugar, el de la desconfianza radical en los hombres, que mienten siempre en beneficio propio. En segundo lugar, el de la «redención» de esa desconfianza gracias al acto de compasión y de amor al prójimo realizado por el mendigo. Una visión eclesial de la historia que fue, en profundidad, el mismo sentido que se le dio a la versión norteamericana de la película.


La razón que quiso darle Kurosawa - como la que está presente en los dos relatos de Ryonosuke Akutagawa en los que la película estaba basada - fue mucho más universal y profunda. Allí estaba presente, en una alucinante totalidad, toda la perspectiva del conocimiento humano, la imposibilidad de alcanzar la verdad más allá de los límites de los sentidos y de la mente.

 

Y estaba presente, sobre todo, el koan, a través del llanto de aquella criatura que surgía sin ninguna razón lógica, sólo para impactar al personaje elegido desde el absurdo mismo de su presencia insólita. Si alguien recuerda la película todavía, tendrá presente el asombro, la turbación de los tres hombres del templo ante aquel estímulo inesperado que, en un razonamiento intelectivo, nada tendría que ver - en apariencia - ni con ellos ni con el resto de la historia, pero que servía de piedra de toque para la iluminación del personaje que, por medio de aquel gritó extemporáneo, encontraba la verdad y su razón de ser en el mundo.


Sucede algo, sin embargo, que me parece tremendamente significativo, a la hora de calibrar la importancia del impacto mental del grito de ese niño de Rashomon.

 

Con una perspectiva de veinticinco años desde que la película se proyectó en España, la he recordado alguna vez con amigos que también se entusiasmaron con ella entonces. Curiosamente, los espectadores mantenían dos posturas muy definidas ante aquella última escena clave del film.

 

O la olvidaron pronto, como algo que carecía de importancia en todo el contexto, o la recuerdan como una especie de añadido absurdo a una historia más o menos coherente.


El secreto místico del chiste
El hecho de que suceda esto no debe extrañarnos, ni hacernos juzgar como superficiales o hasta incultos a estos espectadores.

 

Precisamente el koan. lo mismo que todos los demás estímulos que intervienen en el proceso místico, golpea con su presencia - al margen de que provoque, en una u otra persona, el paso a la comprensión trascendente - únicamente a quienes poseen ya un conocimiento más o menos profundo de lo que significa el proceso místico.

 

Para los demás es un absurdo total o - como sucede en el caso de las historietas derviches  - actúa como un simple chascarrillo divertido, protagonizado tal vez por un loco como el Mulá Nasrudin. No olvidemos que, por ejemplo, las historietas de este derviche sufí tuvieron en países como la República Argentina una difusión enorme, equivalente a la que en España tuvieron en su momento los chistes referidos a Quevedo.


¿Significa esto que el ser humano corriente (ustedes y yo, los que no alcanzamos la iluminación de que aquí se trata) toma a broma los hechos más trascendentes? ¿O tal vez que, incapaz de entender el impacto de la trascendencia, se burla de ella por instinto? Yo no lo creo así.

 

A mi modo de ver, surgen constantemente en torno nuestro claves que nos están advirtiendo, consciente o instintivamente, de la otra realidad, o al menos, de la posibilidad de que el mundo circundante sea una apariencia, detrás de la cual puede surgir una certeza insólita que tendríamos que aceptar sin necesidad de entenderla por ningún proceso intelectivo, sino porque, al hallarnos en su presencia, se hace evidente, incluso a pesar nuestro.


En este sentido, yo recomendaría fijar la atención en muchos chistes gráficos que aparecen corrientemente en la prensa y que, con o sin la intención expresa de su autor, nos están moviendo los hilos del subconsciente hacia todo cuanto la lógica está negando.

 

El chiste es, muchas veces, aunque sea absurdo e irracional asegurarlo, un impacto místico, un toque instantáneo de trascendencia, una visión subliminal que nos muestra - la aceptemos o no - la mentira integral de la lógica cartesiana, la falsedad de nuestro sentido dimensional del tiempo, el error de nuestras percepciones sensoriales.

 

Algo, en fin, que nos lleva a captar, por la vía del absurdo, una realidad donde las apariencias no cuentan en modo alguno, donde los sentidos engañan, como engañan a la vista las figuras del renacentista Arcimboldo o del surrealista Escher, como nos engaña - lo veíamos al principio - nuestro sentido del tiempo cuando nos sumergimos en la realidad inalienable de cualquiera de los prodigios a los que nos someten los santos, los brujos - me refiero a los auténticos - o los videntes.

  • ¿Qué mayor absurdo que una levitación, al romper las «leyes» de la gravedad?

  • ¿Qué mayor absurdo que una profecía, al hacer añicos las leyes aceptadas del tiempo?

  • ¿Qué mayor tontería - vista con ojos de lógica - que el «vivo sin vivir en mí» o que «la música callada» de san Juan de la Cruz?


El impacto de la realidad
Si nos tomamos la molestia de comparar objetivamente el hecho escueto del impacto que conduce al encuentro con la realidad trascendente, veremos que ese tránsito se produce lo mismo en Oriente que en Occidente, porque no se trata en modo alguno de una cualidad cultural o etnológica, sino de un fenómeno humano, por más que, eventualmente. tenga que ser más común en culturas en las que el concepto temporal posea ya unas características propiciatorias que faciliten la experiencia.

 

Lo que cambia y, sobre todo, lo que hace que en Oriente se vea casi como normal la presencia de fenómenos como éstos y que en Occidente se integren más decididamente en la categoría de lo insólito o de lo milagrero es, precisamente, el nivel espiritual de las culturas.

 

Ese concepto de sujeción a la dimensión temporal que existe en Occidente, enfrentado al sentido estático (repitámoslo, no pasivo) de Oriente, tiene como consecuencia que un mismo fenómeno sea juzgado allá como connatural al ser humano, en tanto que acá existe la tendencia - oficial y ortodoxa en principio, pero de rechazo inconscientemente aceptada por el hombre de la calle - a considerar cualquier tipo de tránsito a la otra realidad como un favor o como una concesión de la entidad desconocida y prefabricada que se ha establecido que gobierna, desde la trascendencia, los destinos del hombre.


Se trata, pues, de un sentido casi obligado de dependencia y sumisión, que conduce (en Occidente) al ser humano a considerarse siempre como entidad sujeta al capricho o a la infinita superioridad de la deidad de turno.

 

(Y pensemos que ese mismo establecimiento de un turno de deidades supone ya una tremenda sujeción carcelaria al concepto sensorial del tiempo, a la sucesión cronológica de las creencias, en contraposición a los ciclos orientales - edades o avatares - que no están concebidos como sucesión en el tiempo, sino como inconmensurables espacios culturales o vitales, por los que pasa el ser humano y en los cuales la especie experimenta determinadas presiones que provocan su transformación cíclica.)


Ejemplos de esta dependencia podríamos encontrarlos con sólo rastrear en los antecedentes paganos del cristianismo, en la correspondencia increíble de personajes divinos que el tiempo y la evolución han ido transformando, muchas veces para que su acción sobre el ser humano siga teniendo una validez efectiva, a medida que el tiempo - o la apariencia temporal, la prisa - acelera los cambios mentales lo mismo que los progresos tecnológicos.

 

Es así cómo encontramos una correspondencia asombrosa entre Mithra y Cristo, o entre Hermes, Toth, Mercurio y san Miguel, o una evolución de idéntico personaje divinal desde la gran Venus esteatopígica de la prehistoria a Nuestra Señora, pasando por Isis, Astarté, Hera y toda la sucesión de Grandes Madres representantes de la fertilidad de la tierra y de los dones que permiten al hombre adquirir la enseñanza.

 

Todos estos personajes, bien directamente o bien como representantes más o menos evidentes de la divinidad suprema, son los que tienen adjudicada la cualidad de conferir al místico su experiencia, una experiencia que jamás podría adquirir, según estos parámetros religiosos, por medios propios.

 

Recordemos que aquel san Ero del que hablábamos anteriormente, «o monxe da pasariña» del monasterio de Armenteira, pudo ver su historia escrita gracias a que Alfonso X el Sabio, rey de Castilla y poeta, la incluyó entre las Cantigas gallegas que relataban los milagros de Nuestra Señora para ejemplo y devoción de los fieles.

 


Cuando un papa escribe una tesis
Pero no estoy refiriéndome únicamente a cosas del pasado.

 

Hoy mismo, a la vuelta de la esquina, los poderes religiosos siguen reclamando para la divinidad oficial de turno el poder de «empujar» al místico a su experiencia trascendente. Y hasta se da la paradoja de que. en algunas ocasiones, ese místico - cristiano, naturalmente - resulta mejor comprendido por un maestro oriental que por sus mismos correligionarios.

 

Absurdo, pero cierto. Tal vez se trate también de un kóan.


Viene esto a cuento por el hecho de que, no hace mucho tiempo, apareció en las librerías españolas la traducción de la tesis doctoral que el papa Juan Pablo II - Karol Wojtyla - escribió en sus tiempos de estudiante de teología de la Universidad Católica de Santo Tomás, en Roma, allá por el año 1948, La tesis en cuestión tiene por tema el de la Fe y san Juan de la Cruz 1 y, curiosamente, a través de la pirueta teológica, el estudio del futuro papa llega a la conclusión de que la vivencia mística es imposible si no va acompañada, conducida y dirigida - quiero decir, si no es provocada - por la divinidad y la fe que despierta.

 

El místico, en estas coordenadas de fe pasiva y divinidad activadora. es un mero pelele a quien se concede desde lo alto la gracia de una vivencia trascendente que tiene que aceptar.


Con muy pocos años de diferencia con la redacción de esta tesis doctoral - y doctrinal - un gurú hindú, el swami Sidd-heswarananda, a quien hoy tal vez recuerden solamente los discípulos que dejó en un humilde ashram de Gretz, en los alrededores de París, escribía un breve estudio de apenas cuarenta páginas sobre nuestro místico.2

 

1, KAROL WOJTYLA. La fe según san Juan de la Cruz, Biblioteca de amores cristianos, Madrid. 1979.
2. SWAMI SIDDHESWARANANDA. Le raja-yoga de Saint Jean de la Croix. en el volumen colectivo Yoga, Science de VHomme Integral, dirigido por Jacques Masui Les Cahiers du Sud4 París, 1953. pp. 196-242. Hay traducción española de Juan García Rigal, de este estudio concreto, publicada por Orion, México, 1960.

 

 

Su punto de vista, como es lógico, difiere radicalmente del mantenido por el futuro papa, y, como es lógico también, supongo que cada cual será libre de elegir una u otra postura, puesto que, al menos por ahora, en cuestiones de trascendencia hay mucho escrito, pero no hay nada que pueda demostrarse por leyes cartesianas.

Pero creo que será significativo transcribir siquiera un párrafo de ese estudio, precisamente por lo que contiene de identificación con la conciencia mística universal:

«Para aquellos que siguen la vía metafísica (jnána) es particularmente necesaria la anulación de todos los pensamientos registrados en la sustancia menta (chitta), puesto que sólo esta destrucción permitirá la experimentación de la vida intersticial, es decir, del samádhi. El satori 1 en tanto que acontecimiento, surge a partir del momento en que los dos aspectos de la Realidad, la expresión y la no-expresión, se colocan en un mismo plano; en ese instante surge el conocimiento de que el estado de ¡nana o satori ha estado siempre presente en el místico. El Vedanta, el Zen y san Juan de la Cruz afirman unánimemente que este estado no puede provocarse, que ninguna disciplina propicia el acceso al estado superior o final».

1. Satori: iluminación.
 

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