13 - De viajes a la
otra Realidad
Quiero decir con místicos integrales que hayan sido capaces de vivir su iluminación sin estar previamente integrados a una determinada forma dogmática o que se hayan integrado a posteriori a alguna doctrina religiosa que considerasen acorde con lo que estaban viviendo o con las tradiciones que llevan impresas en su código genético o en su parcela del inconsciente colectivo.
Por eso resulta prácticamente inútil analizar
racionalmente los relatos de tales experiencias y sólo cabe, en el
mejor de los casos - siempre sujeto a la lucubración y al peligro de
la teoría hipotética - el intento de establecer una estructura
común del fenómeno místico, a partir de las experiencias relatadas
desde las más diversas doctrinas en las que los místicos han ido a
buscar la razón trascendente de su iluminación.
Una realidad que. por otra parte, habría que distinguir atentamente de la pura alucinación psíquica y no confundirla nunca con la turbación mental producida por una comprensión defectuosa y manipulada de determinadas verdades impuestas por las formas religiosas dogmáticas como objetos de fe ciega y nunca sujeta a la crítica ni al razonamiento.
El problema consiste, sobre todo, en saber discernir los limites que separan ese conocimiento de la obstrucción mental que, muy a menudo, adopta la apariencia de una revelación pero que, en el fondo, no es más que proyección angustiosa de incertidumbres y temores mal asimilados y penosamente creídos.
En este sentido, la tradición religiosa universal se encuentra tachonada de mitos sacralizados que llaman a los creyentes hacia la presencia probada de «otro mundo» al que, por especial favor divino, tuvieron (o tienen) acceso los elegidos ortodoxos, sabios, santos, beatos y maestros.
Las experiencias de estos místicos son transformadas - por ellos mismos o por el cuerpo de doctrina que escogieron o que les escogió - por medio del correspondiente código trascendente particular, y pasan a convertirse en materia de fe que engrosará las pruebas pretendidamente racionales e incontrovertibles en favor de la autenticidad de la forma religiosa correspondiente.
Vive la trascendencia por sus propios méritos, innatos o adquiridos, y transforma su vivencia explicándola de acuerdo con los parámetros religiosos que informan sus creencias. Es el caso de san Juan de la Cruz y de santa Teresa, el de Budha.
Lógicamente, estos sujetos - pasivos, en contraste con los activos del caso anterior - personifican a esta(s) entidad(es) con arreglo a sus creencias o a la tradición religiosa en la que están integrados. E incluso, en casos de duda, piden explicaciones que les son proporcionadas indefectiblemente dentro de esas coordenadas religiosas inmediatas.
En este apartado podemos situar los raptos bíblicos de Elias o Ezequiel, determinadas intervenciones divinales del hinduismo y del jainismo, los casos de apariciones virginales - Fátima, Garabandal, La Salette - y, fundamentalmente en nuestros días, los contactos mesiánicos con pretendidas entidades extraterrestres, provocadoras de nuevos sectarismos y de (aparentemente) nuevas concepciones religiosas para una humanidad que parece estar perdiendo las tradicionales.
Fue un hombre que, creo que deliberadamente, se mantuvo en la sombra a lo largo de toda su vida. Sin embargo, no es la suya una de esas sombras mafiosas que actúan desde la clandestinidad para obtener un beneficio a costa de quienes pudieran haberse dejado manipular por su influencia, como es caso tan corriente - y más en nuestros días inmediatos - sino la sombra benéfica de un ser fundamentalmente positivo que pasó su vida dirigiendo revistas y publicaciones - como Cahier du Sud, Hermes, Documents Spirituels - que estuvieron dando a conocer en toda Europa, a través de esa Francia que aún no ha logrado liberarse de su chauvinismo visceral, la obra, la vida, la experiencia, las creencias, el ser intimo, los dogmas, las heterodoxias, los grandes maestros, las rebeliones y la esencia - sí, sobre todo la esencia - de la espiritualidad universal.
Lo que no llegó a escribir estaba dicho ya por otros: Sri Aurobindo, el Zen, el budismo maháyána, el sufismo, los mitos hiperbóreos; estaba en las raíces espirituales del mosaísmo. en la proyección universal de la esencia religiosa del hombre, que él conocía y vivía y deseaba que formase parle del acervo trascendente de todos sus semejantes.
Contar aquello que gozó y sufrió a lo largo de su
vida era (y vuelvo a repetir palabras suyas) «coincidir, no
describir ni catalogar».
Masui nos importa ahora menos como personaje concreto que como ser que vivió íntimamente la trascendencia logro expresarla sin tintes sectarios que habrían enmascarado - como enmascaran en tantos otros - la pureza integral de lo vivido. Por eso, al margen de su personalidad inmediata, son sus experiencias las que pueden servirnos para analizar, siquiera sea superficialmente - porque la penetración sólo se logra penetrando, aunque el decirlo suponga otra verdad de Perogrullo - en el fenómeno místico químicamente puro.
En una nota del 12 de febrero de 1956 apunta:
Sólo si se logra escapar experimentalmente (la teoría nunca sirve) del mundo cerrado de las apariencias sensoriales se puede tener conciencia directa de esa otra realidad de la que sólo conocemos alguna manifestación parcial e incompleta, en tanto que nuestro mundo forma parle - pero sólo una parte - de ella. En este sentido. es como si conociéramos un cubo sólo por sus superficies, sin conciencia de volumen.
O, echando mano de la admirable fábula de "Los ciegos y el elefante", que forma curiosamente parte de toda la tradición religiosa universal, como los invidentes que describen al paquidermo como una totalidad falsa, según la parte de su cuerpo que examinan a través del tacto. El que toca la trompa lo describe como una serpiente, el que acaricia las orejas, como un abanico, y el que le palpa sus patas dice de él que es como una columna.
Por eso - de
ahí el simbolismo radical de la fábula - . sólo si se abre la mirada
interior y se deja de ser ciego, como de hecho lo somos, se alcanza
la «visión» de la auténtica realidad.
Simplemente el hecho de que tengamos que recurrir a palabras que indican percepciones sensoriales - yo mismo acabo de decir «contemplada» y, un poco más arriba, tuve que emplear la palabra «visión» - supone ya un engaño semántico en la descripción (eventual) de estos fenómenos que comienzan a manifestarse precisamente fuera, al margen y con exclusión tácita de la intervención de los sentidos, pero siendo al mismo tiempo su origen y su causa:
En Masui se produce, lo mismo que en otros místicos, una interacción de las sensaciones y en esta misma experiencia relata, inmediatamente después de lo que acabo de reproducir, cómo los sonidos de convierten en olores o en sensaciones aparentemente visuales.
O sucede como si se convirtieran en tales, porque, en realidad, en ese estado no hay equivalencias que puedan describirse:
1 - Esta experiencia laica de Masui es, a fin de cuentas, la misma que tienen nuestros grandes místicos, Santa Teresa (Vida. VII) expresa la visión que no es vista: "Vile con los ojos del alma más claramente que le pudiera ver con los del cuerpo"; y San Juan de la Cruz, el sonido silencioso: "la música callada, y la soledad sonora..." (Cántico Espiritual, I. IS). Hay que interpretar estas vivencias como una captación, a nivel trascendente, de las vibraciones cósmicas que. por un lado, tienen lugar a niveles situados fuera de los limites de captación de los sentidos y. por otro, son de naturaleza uniforme, aunque, según su longitud de onda, serán recogidas, ya en el plano sensorial, por uno u otro de los sentidos.
El místico, pues, entra en contacto con la Realidad trascendente y tiene conciencia de que nada de aquello tiene que ver con ningún tipo de experiencia cotidiana. Sin embargo. necesita expresarlo luego - al volver de su estado - porque admitirlo tal cual es. sin adaptación al medio en el que se desenvuelve nuestra mente, significaría la anulación del ser que siente la posibilidad de conocer.
Y ahí precisamente interviene de nuevo, aunque con un valor infinitamente mis positivo, la palabra, la significación semántica.
Es entonces, precisamente, cuando la palabra, en tanto que explica lo inevitable, adquiere valor sagrado cuando adquiere categoría de símbolo, porque,
Se ha convertido o es experimentado realmente como una magnitud que ha perdido todo el convencionalismo del discurrir para adquirir la categoría del estar. Por eso precisamente. la apariencia sensorial, que en mayor o menor grado desafía a la temporalidad - la luz - se convierte para el que vive la experiencia mística en fundamento de su visión y en sujeto primero de lo que luego trata de expresar - simbólicamente, claro - por medio de la palabra.
Es la vivencia llamada por Ouspensky la sensación espacial del tiempo, su situación, su localización en un contexto superracional.
En Masui, como místico integral y liberado, la idea y la vivencia se interpenetran:
Y en este caso - veamos la fecha: 1947 es un año temprano en la vivencia mística de Masut - el «paso» místico aún ha sido expresado con una lógica teñida de la misma intelectualidad que nosotros tenemos que utilizar para entenderla desde fuera.
Pero ese mismo
intelecto se llega a convertir, eventualmente, en un estorbo que hay
que eliminar a toda costa si queremos - me explico: si quiere el
místico - expresar realmente su vivencia.
Esta negación de las posibilidades de la función intelectual a la hora de juzgar la vivencia mística, convertida en desconfianza en Teresa de Jesús 2 coincide - y nuestra santa lo ignoraba, aunque no así, seguramente.
2. «... el entendimiento no iiiscurre, a mi parecer, mas no se pierde; mas, como digo, no obra, sino está como espantado de lo mucho que entiende; porque quiere Dios entienda que de aquello que Su Majestad le representa, ninguna cosa entiende». (Vida, X).
Jacques Masui - con un concepto que la filosofía oriental tiene muy claro, cuando se insiste, tanto en la forma Maháyána como en la forma Zen del budismo, en que los sentidos corporales del ser humano no son cinco, como en nuestro mundo occidental, sino seis: el sexto sentido es precisamente la mente, tan productora de imágenes engañosas y convencionales como el resto de las percepciones sensoriales.
Por eso, la comprensión última de la experiencia iluminativa
tiene que ir precedida del reconocimiento tácito de que, en ella, no
valen las coordenadas mentales al uso, sino el (aparente)
despropósito, la (siempre aparente) sinrazón, la aceptación de un
mundo en el que los valores formales han perdido todo su sentido,
abandonando los surcos de lo racional para lanzarse a tumba abierta
por los espacios inconmensurables de lo absurdo y de lo ilógico.
El terror al vacío
No le sirven ya los conceptos por los que se regía, no tiene posibilidad de definir, de «dominar», de establecer relaciones de causa a efecto, como hace en el contexto del mundo sensorial.
De ahí le viene la reacción de espanto, de miedo, de un miedo que - contra los conceptos que hemos adoptado en nuestras coordenadas sensoriales - no viene producido por el peligro, sino por lo desconocido, por lo que nos revela una realidad que se encuentra en flagrante oposición a todo cuanto hemos considerado siempre como real y positivo.
Y poco más adelante, el mismo día:
En ese estado, el místico trata de utilizar sus sentidos y resulta
que «la mirada involuntaria o curiosa que nos ha llevado a mirar el
corazón de las cosas, ha roto, al mismo tiempo, su armonía», su
forma sensorial, el aspecto con el que estábamos acostumbrados a
contemplarlas, la «proporción», la «perspectiva», el «volumen», todo
cuanto nos da de ellas la sensación dualista con que estamos
habituados a contemplarlas primero y a juzgarlas en consecuencia.
Un mundo no listo para sentencia
El ser humano, en su mundo de apariencias y en las coordenadas de su percepción sensorial (vista la mente como un sentido más), califica cuanto le rodea. Y esa calificación se mueve siempre entre dos magnitudes opuestas: el bien y el mal, el blanco y el negro, el amor y el odio, lo grande y lo pequeño. lo masculino y lo femenino.
No nos damos cuenta de que esa percepción de valores y de proporciones es únicamente un error dimensional. Podemos intuirlo cuando, a través del simbolismo religioso universal, se nos repite hasta la saciedad la verdad ideal del yin-yang. del andrógino, del bausséant templario, pero hay un mundo de distancia entre la apreciación intelectiva (y hasta, a veces, acomodaticia y burguesa: in medio virtus) y el enfrentamiento directo con una realidad en la que los opuestos, los polos positivo y negativo de la energía, se han unido, formando un cortocircuito - es una palabra que vale tan poco como cualquier otra - para engendrar o para descubrir algo que está fuera de toda posibilidad de juicio, porque ni es alto ni bajo, ni bueno ni malo, ni grande ni chico, ni blanco ni negro... ni luminoso ni oscuro, ¡sino todo lo contrario!
¿Y no es acaso esta vivencia la que reflejó san Juan de la Cruz en las «Coplas del alma que pena por ver a Dios»? 3
3. Vivo sin vivir en mi I y de tal manera espero, I que muero porque no muero, f En mi yo no vivo ya, I y sin Dios vivir no puedo; I pues sin él y sin mi quedo. I este vivir, ¿qué será? I Mil muertes se me hará, I pues mi misma vida espero, I muriendo porque no muero* I Esta vida que yo vivo I es privación de vivir: I y así, es continuo morir I hasta que viva contigo...
Con ello, contra toda apariencia de divinización, lo único que se hace es minimizar el fenómeno trascendente, convertirlo en catecismo de versículo o sura que hay que repetir y aceptar para - así, simple y llanamente - mantener al ser humano en los límites estrechos de su conocimiento sensorial, con el TEMOR ante cualquier cosa que pudiera revelarle su posibilidad de acceso a su propia trascendencia, a su identidad real, suprasensorial.
En pocas palabras - digo yo si serán pocas - al estado al que lógica y naturalmente tiende la evolución general de la especie humana, la condición inmediata que, antes o después (en la vida o en la muerte), tendrá que adoptar para ir más allá de los condicionamientos que le mantienen en los confines reticulares de la aprehensión parcial y condicionada de la realidad cósmica.
Se trata, como podemos entrever, del «viaje astral» del que han hablado - a menudo bajo la forma de sueño - muchos psíquicos que no han llegado a captar totalmente la naturaleza profunda de esta vivencia y la han atribuido a un impulso del alma que, en un estado de muerte efímera y provisional, logra abandonar temporalmente la envoltura del cuerpo para adentrarse en el reino simbólica y erróneamente calificado como el Absoluto.
Sólo que habría que pensar en la «relatividad» de ese atributo rotundo de «absoluto», al que el mismo Masui - como la mayor parte de los místicos ortodoxos - da tal nombre.
El abandono del cuerpo, tal como se supone que debe suceder de modo definitivo en la muerte, significa dejar atrás, temporalmente (en la experiencia mística), toda una serie de trabas físicas que impiden al componente anímico de nuestra personalidad el acceso a la contemplación de la realidad inmediatamente superior (que no tiene por qué ser la realidad absoluta, sino apenas un paso adelante, un eslabón más en el camino de la evolución del ser).
Esas trabas físicas actúan en el hombre lo mismo que los barrotes de una ¡aula carcelaria: impiden la vivencia exterior y. cuando se han atravesado, es perfectamente posible volver la «mirada» atrás y contemplar la «celda» que se abandonó, con toda su carga sensorial, con toda su tara - sí, dije tara - mental que ha transformado la realidad con arreglo a los engañosos parámetros de la lógica.
Así puede hablar Masui de,
Vacío de ideas, vacío de cuerpo, vacío de esa ciencia intelectual con la que intentamos explicarlo todo, incluso lo inefable, cuando realmente sólo el místico puede describirlo directamente y cuando lo hace, tiene que renegar de todo lo aprendido para quedarse únicamente en la vivencia pura, sin cuerpo y sin mente, de Juan de la Cruz en las «Coplas hechas sobre un éxtasis...»:
Esa trascendencia de que habla san Juan de la Cruz, esa muerte provisoria («vivo sin vivir en mí,..») que es, el fin y al cabo, la vivencia mística, explica en gran parte el motivo profundo por el que tanto el Libro de los Muertos egipcio como el Bardo Thódól de los budistas tántricos del Tibet son considerados como auténticos tratados iniciáticos en los que se da cuenta - oculta - del camino que ha de seguir el neófito hacia la experiencia que les abrirá las puertas de la otra realidad por medio de un despertar auténtico de la intuición.
Masui, que se debatió toda su vida entre el juego intelectual y la experiencia inmediata (una lucha que está presente, como la del místico cristiano, a lo largo de años enteros de notas apresuradas y urgentes) siempre llega a la misma conclusión: es el poeta - o el artista en general - quien más cerca estará siempre de la comprensión de (o de la integración en) la trascendencia.
Porque es el artista quien, según los casos, emplea la materia o la palabra para asimilar a sí mismo el resto del cosmos, para hacerse uno con él, identificándose con la realidad en su estado puro, realizando en él, dentro de él y en torno a él, esa realidad y expresándola después, no por medio de un pensamiento elaborado - con lo cual no dejaría de ser igualmente producto de los sentidos - sino mediante unos símbolos que, sean palabras, colores, formas o sonidos, unifican el sentido total de lo que, en estado normal, nos llega engañosamente a través de las sensaciones primarias.
Una identidad que sólo puede alcanzarse plenamente por el camino de la intuición, sea artística o - llamémosla así, si queremos - religiosa, y que sólo podremos alcanzar si prescindimos de la tara del sexto sentido mental, porque,
Curioso también y más significativo aún: el místico surge en todo el ámbito planetario como,
De la alteración - provocada o patológica - del proceso «normal» de las funciones corporales surge (al parecer) una propensión que facilita el paso hacia la otra realidad, la trascendente, compensatoria en cierto grado de las fallas perceptivas ocasionadas por la situación patológica,
O sucede, al menos, que la disciplina o el debilitamiento fisiológico ponen al cuerpo - el soma - en una situación que permite la entrada en él del elemento externo (¿lo llamamos trascendente?) que ayuda a dar el salto hacia la otra realidad.
El error, o la duda, estriba precisamente en discernir dónde termina la pura alucinación patológica o psicótica y comienza realmente el paso hacia niveles superiores de conciencia.
Es, en cierto modo, el papel que los orientales atribuyen a los chakras, que son centros acumuladores (en el cuerpo) de una energía
y de unas facultades que llegan desde el exterior, probablemente
desde esa misma Realidad en la que penetra eventualmente el místico,
pero de ningún modo son capaces de crearla, aunque, debidamente
estimulados, puedan redistribuirla y lanzar al ser hacia la
trascendencia.
Pero podemos estar seguros, al menos, de que estos factores no obedecen a nuestras coordenadas lógicas y que, en todo caso, si existe en ellos una razón inasible (una metalógica, podríamos decir), hay que pensar que se halla dispersa, como un puzzle imposible, por todo ese universo aparentemente conocido y que sólo reuniendo todas las piezas, buscándolas en los sectores más absurdos del cosmos y de nuestro propio interior, se puede llegar a ese instante de contacto trascendente que provoca la vivencia de la realidad inmediatamente superior, la revelación mística que el ser religioso atribuye sencillamente a la divinidad que se encuentra a la cabeza del cuerpo de doctrina escogido.
Sólo ciertas formas espirituales de Oriente - Zen, Maháyána o tantrismo budista - reconocen al ser humano como sujeto activo de esa búsqueda, y fomentan, mediante prácticas físicas y espirituales, el paso hacia la iluminación. Posiblemente sea ésta la diferencia fundamental entre las formas de misticismo que se dan en Oriente y en Occidente, donde el hecho místico se produce de un modo (al menos aparentemente) pasivo, como favor especialísimo concedido por la divinidad a sus elegidos.
Lo malo, lo
peligroso en tales casos - peligroso por lo que el fenómeno tiene de
condicionante - es que el resultado, a niveles generales, lejos de
propiciar la iluminación consciente, tanto en quien vive la
experiencia (o la sufre) como en quienes la interpretan, sólo sirve
la mayor parte de las veces para edificar sobre ella un tinglado
milagrero «ad maiorem Dei gloriam».
Es sólo una cuestión de entendimiento, de dejar los hechos en su lugar y en sus proposiciones justas, sin distorsiones ni interpretaciones que sólo conducen, irremisiblemente, a la aceptación miedosa y acomodaticia de unas supuestas revelaciones de las que los dirigentes religiosos - no maestros, sino dueños (pretendidos) del saber trascendente - necesitan de modo vital constituirse secularmente en únicos detentadores.
Por eso resulta admirable y reconfortante - como una prueba presentida y deseada - la naturalidad con la que un místico como Jacques Masui, independiente de dogmas y de ritos, describe el mundo de «infinitas posibilidades que ofrece el cosmos», entre las cuales,
Se trata, en suma, del constante prodigio paranormal, sempiternamente sacralizado por los dogmas y sempiternamente justificado por el pretendido racionalismo académico de las escuelas de parapsicología:
...desde la cima de la pirámide cósmica, quieren los teólogos que rija inexorable y arbitrariamente los destinos de los seres humanos, sin plantear jamás la posibilidad indudable de que ese ser humano nuestro de cada día tenga la oportunidad de trascender y, sin necesidad de convertirse en dios ni en santo, de alcanzar niveles de conciencia que justifican y - ante todo - humanizan, al hacerlo cósmico, el sentimiento de la propia superación.
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