Con excepción de
algunos casos aberrantes, el hombre no se inclina hacia el bien:
¿qué dios le impulsaría a ello? Debe vencerse, hacerse
violencia, para poder ejecutar el menor acto no manchado de mal.
Cada vez que lo logra, provoca y humilla a su creador. Y si le
acaece el ser bueno no por esfuerzo o cálculo, sino por
naturaleza, lo debe a una inadvertencia de lo alto: se sitúa
fuera del orden universal, no está previsto en ningún plan
divino. No hay modo de ver qué lugar ocupa entre los seres, ni
siquiera si es uno de ellos. ¿Será acaso un fantasma?
El bien es lo que fue o será, pero lo que nunca es. Parásito del
recuerdo o del presentimiento, periclitado o posible, no podría
ser actual ni subsistir por sí mismo: en tanto que es, la
conciencia le ignora y no lo capta más que cuando desaparece.
Todo prueba su insustancialidad; es una gran fuerza irreal, es
el principio que ha abortado desde un comienzo:
desfallecimiento, quiebra inmemorial, cuyos efectos se acusan a
medida que la historia transcurre. En los comienzos, en esa
promiscuidad en que se opera el deslizamiento hacia la vida,
algo innombrable debió pasar, que se prolonga en nuestros
malestares, si no en nuestros razonamientos. Que la existencia
haya sido viciada en su origen, ella y los elementos mismos, es
algo que no se puede impedir uno suponer. Quien no haya sido
llevado a afrontar esta hipótesis al menos una vez por día habrá
vivido como un sonámbulo.
Es difícil, es imposible creer que el dios bueno, el "Padre", se
haya involucrado en el escándalo de la creación. Todo hace
pensar que no ha tomado en ella parte alguna, que es obra de un
dios sin escrúpulos, de un dios tarado. La bondad no crea: le
falta imaginación; pero hay que tenerla para fabricar un mundo,
por chapucero que sea. Es, en último extremo, de la mezcla de
bondad y maldad de la que puede surgir un acto o una obra. O un
universo. Partiendo del nuestro, es en cualquier caso mucho más
fácil remontarse a un dios sospechoso que a un dios honorable.
El dios bueno, decididamente, no ha sido dotado para crear: lo
posee todo, salvo la omnipotencia. Grande por sus deficiencias
(anemia y bondad van parejas), es el prototipo de la ineficacia:
no puede ayudar a nadie... No nos agarramos a él más que cuando
nos despojamos de nuestra dimensión histórica; en cuanto nos
reintegramos a ella, nos es extraño, nos es incomprensible: no
tiene nada de lo que nos fascina, no tiene nada de monstruo. Y
es entonces cuando nos volvemos hacia el creador, dios inferior
y atareado, instigador de los acontecimientos. Para comprender
cómo ha podido crear, hay que figurárselo presa del mal, que es
innovación, y del bien, que es inercia. Esta lucha fue, sin
duda, nefasta para el mal, pues debió sufrir la contaminación
del bien: lo cual explica por qué la creación no puede ser
enteramente mal.
Como el mal preside todo lo que es corruptible, que es tanto
como decir todo lo que está vivo, es una tentativa ridícula
intentar demostrar que encierra menos ser que el bien, o incluso
que no contiene ninguno. Los que lo asimilan a la nada se
imaginan salvar así al pobre dios bueno. No se le salva más que
si se tiene el valor de separar su causa de la del demiurgo. Por
haberse rehusado a ello, el cristianismo debía, durante toda su
carrera, esforzarse en imponer la inevidencia de un creador
misericordioso: empresa desesperada que ha agotado al
cristianismo y comprometido al dios que quería preservar.
No podemos impedirnos pensar que la creación, que se ha quedado
en estado de bosquejo, no podía ser acabada ni merecía serlo, y
que es en su conjunto una falta, y la famosa fechoría, cometida
por el hombre, aparece así como una versión menor de una
fechoría mucho más grave. ¿De qué somos culpables, sino de haber
seguido, más o menos servilmente, el ejemplo del creador? La
fatalidad que fue suya, la reconocemos sin duda en nosotros: por
algo hemos salido de las manos de un dios desdichado y malo, de
un dios maldito.
Predestinados los unos a creer en un dios supremo, pero
impotente; los otros en un demiurgo; los otros, finalmente, en
el demonio, no elegimos nuestras veneraciones ni nuestras
blasfemias.
El demonio es el representante, el delegado del demiurgo, cuyos
asuntos administra aquí abajo. Pese al prestigio y al terror
unidos a su nombre, no es más que un administrador, un ángel
degradado a una tarea baja, a la historia.
Muy otro es el alcance del demiurgo: ¿cómo afrontaríamos
nuestras pruebas si él estuviese ausente? Si estuviésemos a su
altura o fuésemos sencillamente un poco dignos de ella,
podríamos abstenernos de invocarle. Ante nuestras insuficiencias
patentes, nos aferramos a él, incluso le imploramos que exista:
si se revelase como una ficción, ¡cuál no sería nuestra desdicha
o nuestra vergüenza! ¿Sobre qué otros descargarnos de nuestras
lagunas, nuestras miserias, de nosotros mismos?
Erigido por
decreto nuestro en autor de nuestras carencias, nos sirve de
excusa para todo lo que no hemos podido ser. Cuando además le
endosamos la responsabilidad de este universo fallido,
saboreamos una cierta paz: no más incertidumbre sobre nuestros
orígenes ni sobre nuestras perspectivas, sino la plena seguridad
en lo insoluble, fuera de la pesadilla de la promesa. Su mérito
es, en verdad, inapreciable: nos dispensa incluso de nuestros
remordimientos, puesto que ha tomado sobre él hasta la
iniciativa de nuestros fracasos.
Es más importante encontrar en la divinidad nuestros vicios que
nuestras virtudes. Nos resignamos a nuestras cualidades, en
tanto que nuestros defectos nos persiguen, nos trabajan. Poder
proyectarlos en un dios susceptible de caer tan bajo como
nosotros y que no esté confinado en la sosería de los atributos
comúnmente admitidos, nos alivia y nos tranquiliza. El dios malo
es el dios más útil que jamás hubo. Si no lo tuviésemos a mano,
¿a dónde se encaminaría nuestra bilis?
Toda forma de odio se
dirige en última instancia contra él. Como todos creemos que
nuestros méritos son desconocidos o pisoteados, ¿cómo admitir
que una iniquidad tan general sea obra del hombre tan sólo? Debe
remontarse más arriba y confundirse con algún tejemaneje
antiguo, con el acto mismo de la creación. Sabemos, pues, con
quién tenérnosla, a quién vilipendiar: nada nos halaga y nos
sostiene tanto como poder situar la fuente de nuestra indignidad
lo más lejos posible de nosotros.
En cuanto al dios propiamente dicho, bueno y débil, nos
concertamos con él cada vez que no hay en nosotros ni rastro de
ningún mundo, en esos momentos que le postulan, que, fijos en él
de golpe, le suscitan, le crean, y durante los cuales remonta de
nuestras profundidades para la mayor humillación de nuestros
sarcasmos.
Dios es el luto de la ironía. Basta, empero, que ésta
se refuerce, que se imponga de nuevo, para que nuestras
relaciones con él se agrien y se interrumpan. Nos sentimos
entonces hartos de interrogarnos a su respecto, queremos
expulsarle de nuestras preocupaciones y de nuestros furores,
incluso de nuestro desprecio. Tantos le han infligido golpes
antes de nosotros, que nos parece ocioso venir ahora a
encarnizarnos en un cadáver. Y, sin embargo, cuenta todavía para
nosotros, aunque no sea más que por el pesar de no haberle
abatido nosotros mismos.
Para evitar las dificultades propias del dualismo, se podría
concebir un mismo dios cuya historia transcurriría en dos fases:
en la primera, sabio, exangüe, replegado sobre sí mismo, sin
ninguna veleidad de manifestarse: un dios dormido, extenuado por
su eternidad; en la segunda, emprendedor, frenético, cometiendo
error tras error, se entregaría a una actividad condenable en
sumo grado. Esta hipótesis aparece a la reflexión como menos
neta y menos ventajosa que la de los dos dioses rotundamente
distintos. Pero si se encuentra que ni una ni otra dan cuenta de
lo que vale este mundo, siempre se tendrá el recurso de pensar,
con algunos gnósticos, que ha sido echado a suertes entre los
ángeles.
(Es lamentable, es degradante asimilar la divinidad a una
persona. Nunca será una idea ni un principio anónimo para quien
haya practicado los Testamentos. Veinte siglos de altercados no
se olvidan de un día para otro. Se inspire en Job o en San
Pablo, nuestra vida religiosa es querella, desmesura,
desabrimiento. Los ateos, que manejan tan gustosamente la
invectiva, prueban a las claras que apuntan a alguien. Deberían
estar menos orgullosos; su emancipación no es tan completa como
suponen: se hacen de Dios exactamente la misma idea que los
creyentes.)
El creador es el absoluto del hombre exterior; el hombre
interior, en revancha, considera la creación como un detalle
molesto, como un episodio inútil, entiéndase nefasto. Toda
experiencia religiosa profunda comienza donde acaba el reino del
demiurgo. No tiene nada que hacer con él, lo denuncia, es su
negación. En tanto que él nos obsesiona, él y el mundo, no hay
medio de escapar de uno y de otro, para, en un ímpetu de
aniquilamiento, alcanzar lo no creado y disolvernos en ello.
A favor del éxtasis -cuyo objeto es un dios sin atributos, una
esencia de dios- se eleva uno hacia una forma de apatía más pura
que la del mismo dios supremo, y si uno se sumerge en lo divino,
no por eso se deja de estar más allá de toda forma de divinidad.
Ésa es la etapa final, el punto de llegada de la mística,
mientras que el punto de partida era la ruptura con el demiurgo,
el rehuse a confraternizar todavía con él y a aplaudir su obra.
Nadie se arrodilla ante él; nadie le venera. Las únicas palabras
que se le dirigen son súplicas invertidas; el único modo de
comunicación entre una criatura y un creador igualmente caídos.
Al infligir al dios oficial las funciones de padre, de
creador y
de gerente, se le expuso a ataques de resultas de los cuales
debía sucumbir. ¡Cuál no hubiera sido su longevidad si se
hubiese escuchado a un Marción, que de todos los heresiárcas es
el que se ha erguido con más vigor contra el escamoteo del mal y
que ha contribuido en el mayor grado a la gloria del dios malo
por el odio que le ha profesado! No hay ejemplo de otra religión
que, en sus comienzos, haya desperdiciado tantas ocasiones.
Seríamos con toda
seguridad muy diferentes si la era cristiana hubiera sido
inaugurada por la execración del creador, pues el permiso de
abrumarle no hubiese dejado de aliviar nuestra carga y de volver
así menos opresores los dos últimos milenios. La Iglesia, al
rehusar incriminarle y adoptar las doctrinas a las que no
repugnaba hacerlo, iba a comprometerse en la astucia y la
mentira. Por lo menos, tenemos el consuelo de constatar que lo
más seductor que hay en su historia son sus enemigos íntimos,
todos los que ella ha combatido y rechazado y quienes, para
salvaguardar el honor de Dios, recusaron, a riesgo del martirio,
su condición de creador.
Fanáticos de la nada divina, de esa
ausencia en que se complace la bondad suprema, conocen la dicha
de odiar a tal dios y de amar a tal otro sin restricción, sin
reservas mentales. Arrastrados por su fe, hubieran sido
incapaces de descubrir la pizca de birlibirloque que entra hasta
en el tormento más sincero. La noción de pretexto no había
nacido todavía, ni tampoco esa tentación, completamente moderna,
de ocultar nuestras agonías tras alguna acrobacia teológica.
Una cierta
ambigüedad existía empero en ellos: ¿qué eran esos gnósticos y
esos maniqueos de toda laya sino perversos de la pureza, obsesos
del horror? El mal les atraía, les llenaba casi: sin él, su
existencia hubiera estado vacante. Le perseguían, no le dejaban
ni un instante. Y si sostenían con tanta vehemencia que era
increado, es porque deseaban en secreto que subsistiese por
siempre jamás, para poder gozar y ejercer, durante toda la
eternidad, de sus virtudes combativas.
Habiendo, por amor al
Padre, reflexionado demasiado en el adversario, debían acabar
por comprender mejor la condenación que la salvación. Tal es la
razón por la que habían captado ten bien la esencia de este
mundo. La Iglesia, tras haberles vomitado, ¿será acaso tan hábil
como para apropiarse de sus tesis, y tan caritativa como para
prestigiar al creador, para excomulgarle finalmente? No podrá
renacer más que desterrando las herejías, más que anulando sus
antiguos anatemas para pronunciar otros nuevos.
Tímido, desprovisto de dinamismo, el bien es incapaz de
comunicarse; el mal, atareado muy por el contrario, quiere
transmitirse y lo logra, puesto que posee el doble privilegio de
ser fascinante y contagioso. De este modo, se ve más fácilmente
extenderse y salir de sí a un dios malo que a uno bueno.
Esta incapacidad de permanecer en sí mismo, de la que el creador
debía hacer una demostración tan irritante, la hemos heredado
todos: engendrar es continuar de otra forma y a otra escala la
empresa que lleva su nombre, es añadir algo a su "creación" por
un deplorable remedo. Sin el impulso que él ha dado, el deseo de
alargar la cadena de los seres no existiría, ni tampoco esa
necesidad de suscribirse a los tejemanejes de la carne. Todo
alumbramiento es sospechoso; los ángeles, felizmente, son
incapaces de ello, pues la propagación de la vida está reservada
a los caídos. La lepra es impaciente y ávida, gusta de
expandirse.
Es importante
desaconsejar la generación, pues el temor de ver a la humanidad
extinguirse no tiene fundamento alguno: pase lo que pase, por
todas partes habrá los suficientes necios que no pedirán más que
perpetuarse y, si incluso ellos acabasen por zafarse, siempre se
encontrará, para sacrificarse, alguna pareja espeluznante.
No es tanto el apetito de vivir lo que se trata de combatir,
como el gusto por la "descendencia". Los padres, los
progenitores, son provocadores o locos. Que el último de los
abortos tenga la facultad de dar la vida, de "echar al
mundo"..., ¿existe algo más desmoralizador? ¿Cómo pensar sin
espanto o repulsión en ese prodigio que hace del primer venido
un medio-demiurgo? Lo que debería ser un don tan excepcional
como el genio ha sido conferido indistintamente a todos:
liberalidad de mala ley que descalifica para siempre a la
naturaleza.
La exhortación criminal del Génesis: Creced y multiplicaos, no
ha podido salir de la boca del dios bueno. Sed escasos, hubiese
debido sugerir más bien, si hubiese tenido voz en el capítulo.
Nunca tampoco hubiese podido añadir las palabras funestas: Y
llenad la tierra. Se debería, antes de nada, borrarlas para
lavar a la Biblia de la vergüenza de haberlas recogido.
La carne se extiende más y más como una gangrena por la
superficie del globo. No sabe imponerse límites, continúa
haciendo estragos pese a sus reveses, toma sus derrotas por
conquistas, nunca ha aprendido nada. Pertenece ante todo al
reino del creador y es sin duda en ella donde éste ha proyectado
sus instintos malhechores.
Normalmente, debería
aterrar menos a quienes la contemplan que a los mismos que la
hacen durar y aseguran sus progresos. No es así, pues no saben
de qué aberración son cómplices. Las mujeres encintas serán un
día lapidadas, el instinto maternal proscrito, la esterilidad
aclamada. Con razón en las sectas en que la fecundidad era
mirada con recelo, entre los Bogomilos y los Cátaros, se
condenaba el matrimonio, institución abominable que todas las
sociedades protegen desde siempre, con gran desesperación de los
que no ceden al vértigo común. Procrear es amar la plaga, es
querer cultivarla y aumentarla. Tenían razón esos filósofos
antiguos que asimilaban el fuego al principio del universo y del
deseo. Pues el deseo arde, devora, aniquila: juntamente agente y
destructor de los seres, es sombrío e infernal por esencia.
Este mundo no fue creado alegremente. Sin embargo, se procrea
con placer. Sí, sin duda, pero el placer no es la alegría, sólo
es su simulacro: su función consiste en dar el cambiazo, en
hacernos olvidar que la creación lleva, hasta en su menor
detalle, la marca de esa tristeza inicial de la que ha surgido.
Necesariamente engañoso, es él también quien nos permite
ejecutar cierto esfuerzo que en teoría reprobamos. Sin su
concurso, la continencia, ganando terreno, seduciría incluso a
las ratas. Pero es en la voluptuosidad cuando comprendemos hasta
qué punto el placer es ilusorio. Por ella alcanza su cumbre, su
máximo de intensidad, y es ahí, en el colmo de su éxito, cuando
se abre súbitamente a su irrealidad, cuando se hunde en su
propia nada. La voluptuosidad es el desastre del placer.
No se puede consentir que un dios, ni siquiera un hombre,
proceda de una gimnástica coronada por un gruñido. Es extraño
que, tras un período de tiempo tan largo, la "evolución" no haya
logrado agenciarse otra fórmula. ¿Para qué iba a cansarse, por
otro lado, cuando la ahora vigente funciona a pleno rendimiento
y conviene a todo el mundo? Entendámonos: la vida misma no entra
en disputa, es misteriosa y extenuante a placer; lo que no es el
ejercicio en cuestión, de una inadmisible facilidad, vistas sus
consecuencias. Cuando se sabe lo que el destino dispensa a cada
cual, se queda uno pasmado ante la desproporción entre un
momento de olvido y la suma prodigiosa de desgracias que resulta
de ello. Cuanto más se vuelve sobre este tema, más se convence
uno de que los únicos que han entendido algo son los que han
optado por la orgía o la ascética, los libertinos o los
castrados.
Como procrear supone un desvarío sin nombre, cierto es que si
nos volviésemos sensatos, es decir, indiferentes a la suerte de
la especie, sólo guardaríamos algunas muestras, como se
conservan especímenes de animales en vías de desaparición.
Cerremos el camino a la carne, intentemos paralizar su espantoso
crecimiento. Asistimos a una verdadera epidemia de vida, a una
proliferación de rostros. ¿Dónde y cómo seguir todavía frente a
frente con Dios?
Nadie es sujeto continuamente de la obsesión del horror; sucede
que nos apartamos de él, que casi le olvidamos, sobre todo
cuando contemplamos algún paisaje del que nuestros semejantes
están ausentes. En cuanto aparecen, se instala de nuevo en el
espíritu. Si uno se inclinase a absolver al creador, a
considerar este mundo como aceptable e incluso satisfactorio,
aún habría que hacer reservas sobre el hombre, ese punto negro
de la creación.
Nos es fácil figurarnos que el demiurgo, convencido de la
insuficiencia o de la nocividad de su obra, quiera un día
hacerla perecer e incluso se las arregle para desaparecer con
ella. Pero también se puede concebir que desde un comienzo sólo
se atarea en destruirse y que el devenir se reduce al proceso de
esa lenta autodestrucción. Proceso despacioso o jadeante, en las
dos eventualidades se trataría de una vuelta sobre sí mismo, de
un examen de conciencia, cuyo desenlace sería el rechazo de la
creación por su autor.
Lo que hay en nosotros de más anclado y de menos perceptible es
el sentimiento de una quiebra esencial, secreto de todos, dioses
incluidos. Y lo que es notable es que la mayoría está lejos de
adivinar que experimenta ese sentimiento. Estamos por lo demás,
merced a un favor especial de la naturaleza, destinados a no
darnos cuenta de ello: la fuerza de un ser reside en su
incapacidad de saber hasta qué punto está solo. Bendita
ignorancia, gracias a la cual puede agitarse y actuar. ¿Qué
tiene por fin la revelación de su secreto? Su impulso se rompe
de inmediato, irremediablemente. Es lo que le ha sucedido al
creador o lo que le sucederá, quizás.
Haber vivido siempre con la nostalgia de coincidir con algo,
sin, a decir verdad, saber con qué... Es fácil pasar de la
incredulidad a la creencia o inversamente. Pero ¿a qué
convertirse y de qué abjurar, en medio de una lucidez crónica?
Desprovista de sustancia, no ofrece ningún contenido del que se
pueda renegar; está vacía y no se reniega del vacío: la lucidez
es el equivalente negativo del éxtasis.
Quien no coincide con nada, tampoco coincidirá consigo mismo; de
aquí provienen esas llamadas sin fe, esas convicciones
vacilantes, esas fiebres privadas de fervor, ese desdoblamiento
del que son víctimas nuestras ideas y hasta nuestros reflejos.
El equívoco, que regula todas nuestras relaciones con este mundo
y con el otro, lo guardamos en primera instancia para nosotros
mismos; después lo hemos expandido a nuestro alrededor, a fin de
que nadie escape, a fin de que ningún viviente sepa a qué
atenerse. Ya no hay nada claro en ninguna parte: por nuestra
culpa las mismas cosas se tambalean y se hunden en la
perplejidad. Lo que nos haría falta es el don de imaginar la
posibilidad de rezar, indispensable a cualquiera que aspira a su
salvación. El infierno es la oración inconcebible.
La instauración de un equívoco universal es la proeza más
calamitosa que hemos realizado y la que nos hace rivales del
demiurgo.
No fuimos felices más que en las épocas en que, ávidos de
ocultamiento, aceptábamos nuestra nada con entusiasmo. El
sentimiento religioso no emana de la constatación, sino del
deseo de nuestra insignificancia, de la necesidad de revolcarnos
en ella. Esta necesidad, inherente a nuestra naturaleza, ¿cómo
podrá satisfacerse ahora que ya no podemos vivir a remolque de
los dioses? En otros tiempos eran ellos los que nos abandonaban;
hoy somos nosotros los que los abandonamos. Hemos vivido a su
lado demasiado tiempo como para que hallen gracia a nuestros
ojos; siempre a nuestro alcance, les oíamos rebullir; nos
acechaban, nos espiaban: no estábamos ya en nuestra casa...
Ahora bien, como la experiencia nos lo enseña, no existe ser más
odioso que el vecino.
El hecho de saberle
tan próximo en el espacio nos impide respirar y hace igualmente
impracticables nuestros días y nuestras noches. En vano, hora
tras hora, meditamos su ruina: ahí está, atrozmente presente.
Todos nuestros pensamientos nos invitan a suprimirle; cuando por
fin nos decidimos, un sobresalto de cobardía nos encoge, justo
antes del acto. De este modo somos asesinos en potencia de
quienes viven en nuestros parajes; y por no poder serlo de
hecho, nos recomemos y nos agriamos, indecisos y fracasados de
la sangre.
Si, con los dioses, todo pareció más sencillo, es porque, siendo
su indiscreción inmemorial, habría que acabar con ella, costase
lo que costase: ¿acaso no eran demasiado molestos para que fuese
posible guardarles aún miramientos? Así se explica que, al
clamor general contra ellos, ninguno de nosotros podía dejar de
mezclar su vocecita.
Cuando pensamos en esos compañeros o enemigos varias veces
milenarios, en todos los patrones de las sectas, de las
religiones y de las mitologías, el único del que nos repugna
separarnos es de ese demiurgo, al que nos apegan los males
mismos de los que nos importa que sea la causa. En él pensamos a
propósito del menor acto de la vida y de la vida sin más. Cada
vez que le consideramos, que escrutamos sus orígenes, nos
maravilla y nos da miedo; es un milagro aterrador, que debe
provenir de él, dios especial, completamente aparte.
De nada sirve
sostener que no existe, cuando nuestros estupores cotidianos
están ahí para exigir su realidad y proclamarla. ¿Se les opondrá
que ha existido quizá, pero que ha muerto como los otros? No se
dejarán desanimar, se atraerán en resucitarlo y durará tan largo
tiempo como nuestro asombro y nuestro miedo, como esta
curiosidad indignada ante todo lo que es, ante todo lo que vive.
Dirán: "Triunfad sobre el miedo, para que sólo subsista vuestro
asombro". Pero para vencerle, para hacerle desaparecer, habría
que atacarle en su principio y demoler sus fundamentos, volver a
edificar ni más ni menos que el mundo en su totalidad, cambiar
alegremente de demiurgo, entregarse, en suma, a otro creador.