Es alarmante, sobre todo, comprobarlo ahora y aquí, cuando la mente del hombre está, en general, tan deformada por milenios de dependencia, que ya resulta casi imposible pensar que lleguemos algún día a darnos cuenta de nuestra auténtica situación y empecemos a llamar a las cosas por su nombre de una vez por todas; a entender su verdadero significado, sus motivos y hasta el lugar exacto que ocupan ellas en nuestra existencia y nosotros en la suya.
Y - diré más - es o somos engañados conscientemente, como si estuviéramos ansiosos de engaño, de dependencia, como si estuviéramos ancestralmente necesitados de que otros - quienes fueran - nos saquen de nuestra radical inseguridad, aunque sea a costa de dominios, de imposiciones y de obediencias que hayan de marcarnos para siempre como esclavos de cuanto - persona o entidad presuntamente celeste - aceptamos como cosa superior, como señora y dueña de nuestras vidas, de nuestro pensamiento y de nuestro mismo destino en tanto que especie zoológica, que es lo que somos.
El único que ha convertido en práctica vital y en pan nuestro de cada día ese horrible refrán de la mal llamada sabiduría popular que cuenta que,
Si nos molestamos en observar el comportamiento de las bestias salvajes, comprobaremos que sólo huyen de aquello que saben que les es hostil. Y que, en cambio, se atreven a husmear - tan cuidadosamente como queramos - en lo que desconocen.
Desde el slogan - horrible y criminal - del «¡sé libre, vístete con...!», hasta el voto periódico y presuntamente voluntario en las urnas democráticas, cuidadosa y matemáticamente medido, la vida del hombre discurre sin remedio por las coordenadas de la manipulación, en una tensión constante entre los que necesitan ser condicionados y los que creen a pies juntillas que detentan la autoridad magistral para condicionar irremisiblemente a quienes mantienen debajo de su bota, de su ley o de su credo.
El ser humano ha sido - y lo es cada vez más - un ente condicionado, dependiente, propicio a la manipulación. Obedece por miedo y hasta con alegría a todo aquello que cree que le evita «la funesta manía de pensar» y le impone sus verdades por decreto.
En esta tesitura, el hombre libre - y quiero decir realmente libre - se convierte en un proscrito, en un perseguido obligado al silencio, cuando no a la mazmorra, a la hoguera o al disparo en la nuca a la vuelta de la primera esquina.
Más aún, creo que puede establecerse un paralelismo claro y tajante entre esa Gran Manipulación Cósmica que incide en la naturaleza misma del hombre y esa otra, menor, que se ejerce sin que tengamos conciencia clara de las entidades más o menos anónimas de nuestro entorno inmediato que la llevan a cabo.
Y pienso que sólo entendiendo y asimilando los motivos de ésta lograremos vislumbrar las razones de aquélla.
Nosotros, los seres humanos, nos movemos entre estas apariencias que nos transmiten los sentidos, sin detenernos a pensar (ni a vivir) que efectivamente lo son.
Comprendemos - o creemos comprender - las sensaciones, las tomamos vitalmente como reales, como auténticas e inamovibles. Y todo aquello que no encaja en sus coordenadas - es decir, todo cuanto está respondiendo a atisbos de otra Realidad no captada - lo rechazamos por ilógico, por irreal, por irracional y por imposible; o, lo que es peor aún, lo admitimos sin rechistar, como manifestación de una presunta divinidad inalcanzable, todopoderosa y omnisciente, a la que sólo por la fe y por las creencias - impuestas - podemos aprehender.
Pero su juego es, a determinados niveles, exactamente igual al que ejercen sobre nosotros las entidades manipuladoras de nuestro propio mundo, hasta el punto de que pocas veces llegamos a identificar la naturaleza de esa radical dependencia y nos es totalmente imposible distinguir sus límites, precisamente porque, tan a menudo, la pequeña manipulación que nuestro entorno ejerce sobre nosotros trata de apoyarse - con un conocimiento intuitivo más o menos real del problema - en las manifestaciones que, con la apariencia de prodigios inexplicables, surgen ante nosotros rompiendo, incluso violentamente, los esquemas de nuestra lógica de andar por casa.
Así se proclaman los mitos milagrosos y los prodigios satánicos, las «demostraciones» indiscutidas e indiscutibles de la todopoderosa divinidad de tumo que domina sobre los pobres humanos para que la obedezcan y - sobre todo - para que obedezcan a sus presuntos representantes terrenos autorizados.
Al menos, ese otro dogma pragmático y pretendidamente experimental que llamamos ciencia. Sus sacerdotes - que también los tiene - proclaman que todo debe poderse explicar por la razón. Es más: que aquello que no puede explicarse racionalmente no existe. Y aún más: que como no existe, nadie tiene el derecho a mentarlo ni a pensarlo; que las cosas - todas las cosas - o se explican o son alucinaciones; que, en fin, nada es cierto si no puede probarse.
El hombre «tiene que» creer o «tiene que» aceptar a los que dicen saber. Si no lo hace, o se condena o se le suspende.
Y nadie, que yo sepa, se resigna a ninguna de estas dos cosas, porque arrastra en su inconsciente colectivo siglos de mentalizaciones en los que se le ha impuesto, por las buenas o por las bravas, la doble necesidad física de la salvación condicionada o del triunfo igualmente condicionado. Nadie quiere ser proscrito, ni en esta vida ni en la otra.
En esa amenaza constante de proscripción, que pende sobre la cabeza del hombre como una espada de Damocles, está la clave de la manipulación a niveles inmediatos.
Y aquí sí tenemos que penetrar, querámoslo o no, en el ámbito del misterio, de lo improbable - es decir, de lo que es imposible de probar - , de lo sospechado, de lo apenas intuido, de lo que se nos viene encima sin que tengamos la mínima oportunidad de controlarlo, a menos que seamos capaces de superar nuestra propia conciencia y de situarnos en el plano evolutivo inmediato, en contacto y con conocimiento vivido de la siguiente cara de la Realidad.
Sin embargo, si queremos molestarnos en analizar fríamente la naturaleza de este término, ya de por sí condicionante, veremos que la palabra abarca sólo el mundo físico y sensorial que se presenta ante nuestros medios de percepción: un mundo de tres dimensiones dominadas, habitado por una multitud de entidades que no las dominan. De ahí que, en cierta manera, mandemos sobre ellas gracias a nuestra racionalidad, porque somos capaces de provocar toda una serie de efectos, de acciones y de sensaciones, que son perfectamente incomprensibles para el resto de los seres que nos rodean.
Son los hechos que. por muy reales que los sintamos, se nos plantean como irracionales, aquellos que de ningún modo encajan en los esquemas mentales a los que estamos habituados, aquellos para los cuales no sirve en modo alguno la plantilla de los saberes aprendidos, aceptados y asumidos.
La lógica racional que nos han imbuido desde las alturas de la autoridad, de la enseñanza programada y del poder, no cuenta a la hora de intentar el análisis de esas fuerzas que se manifiestan.
Y no cuenta precisamente porque esas mismas fuerzas, secularmente, han previsto a su modo que la raíz de su dominio se asienta en el mantenimiento del engaño de la conciencia humana, en la deformación lógica de unas mentes - las nuestras - que, a menos que realicemos un obligado esfuerzo sobrehumano de ruptura de los esquemas en los que nos han insertado, nos seguirán manteniendo en la mentira secular de una apariencia pura tomada por realidad obligada e inmutable.
Y me gustaría poder mostrar cómo esas manipulaciones se manifiestan igualmente condicionadoras de nuestro comportamiento, vengan de donde vengan; y cómo el ser humano navega durante toda su existencia en un mar de ciegas obediencias que, sin formar en modo alguno parte integrante de su naturaleza, delimitan su libertad de acción y hasta de evolución, conduciéndole por donde quieren las fuerzas humanas y metahumanas que pretenden conformar las conciencias y condicionar los actos en su propio y exclusivo beneficio.
El hombre tiene absoluta necesidad de comprender y de asumir lo desconocido y el conocimiento que se le escamotea. Sólo puede temerse lo que se ignora radicalmente.
Sólo se obedece a ciegas lo que se teme.
Si logramos vislumbrar la naturaleza de la otra Realidad o - excepcionalmente - acceder a ella por voluntad propia, dejaremos de sentirla como fuerza desconocida e incontrolable que nos domina y nos conforma la conciencia sin que podamos hacer nada por evitarlo.
E insisto en el individualismo, precisamente porque tengo el convencimiento de que la unión en grupos o en sectas, sean del tipo que sean y por más que proclamen a los cuatro vientos la libertad del nombre como intención, como fin y como meta, conforman otra manera de dependencia en la que puede caer cualquiera que no haya desarrollado su voluntad liberadora, o su intención trascendente, en primer lugar a niveles personales e intransferibles. No olvidemos que la labor de los grandes maestros de cualquier rincón del planeta no consiste en enseñar (contra lo que el mismo significado usual de la palabra parece indicar), sino en ayudar a que cada cual encuentre libremente su propio camino.
Sólo en ese sistema de coordenadas de libertad y de individualismo podrá el ser humano hallar el centro de su trascendencia. Y. al hallarlo, estará en condiciones de enfrentarse conscientemente a muchas de las incógnitas que plantea la Otra Realidad y de encararse con probabilidades de triunfo a la manipulación de que el género humano es objeto, desde el instante mismo de su aparición sobre la faz de la tierra.
Porque conocer a los dioses es empezar a dominarlos, y es precisamente esa victoria fundamental del hombre ta que tratan de retrasar todas las entidades manipuladoras que nos oprimen, intentando evitar nuestra lógica evolución.
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