PRIMERA PARTE
LAS SENDAS DE LA HEREJÍA
1. EL CÓDIGO SECRETO DE LEONARDO DA VINCI
Es una de las obras de arte más famosas del mundo, y de las que más
han tenido que soportar. El fresco de Leonardo La Última Cena es
todo cuanto queda de la iglesia de Santa Maria delle Grazie, cerca
de Milán, pues la pared en donde está pintado fue la única que
permaneció en pie al ser bombardeada durante la Segunda Guerra
Mundial. Aunque otros muchos artistas admirados como Ghirlandaio y
Nicolas Poussin, e incluso un pintor tan extravagante como Salvador
Dalí, han dado sus propias versiones de tan significativa escena
bíblica, es la de Leonardo la que, por algún motivo, ha cautivado
más las imaginaciones. La encontramos reproducida en múltiples
versiones que abarcan ambos extremos del espectro de los gustos,
desde lo sublime hasta lo ridículo.
Algunas imágenes son tan familiares que nunca se miran bien, y
aunque se ofrezcan a la mirada del espectador abiertas a un
escrutinio más detenido, en el plano más profundo y lleno de sentido
siguen siendo libros completamente cerrados. Así ocurre con La
Última Cena de Leonardo... y aunque parezca mentira, con casi todas
las demás obras suyas que han llegado hasta nosotros.
Fue la obra de Leonardo (1452-1519), ese genio atormentado del
Renacimiento italiano, la que nos puso en la senda que acabó por
conducirnos a unos descubrimientos tan estremecedores en cuanto a
sus consecuencias, que al principio nos parecía imposible que les
hubiera pasado desapercibido a generaciones enteras de estudiosos lo
que finalmente resaltó ante nuestra sorprendida mirada, e increíble
que una información tan explosiva hubiese permanecido tanto tiempo
esperando pacientemente a ser descubierta por unos autores como
nosotros, ajenos a las escuelas oficiales de la investigación
histórica o religiosa.
Así que vamos a reseguir la historia por sus pasos contados y
regresamos a La Última Cena para mirarla con otros ojos. No es el
momento ahora para situarnos en el contexto conocido de los
postulados de la Historia del arte. Queremos verla tal como la vería
un recién llegado completamente ignorante de esa imagen tan
archiconocida. Que las escamas de los conceptos previos caigan de
nuestros ojos y la miremos de verdad, como si fuese la primera vez
en nuestra vida.
El personaje central, por supuesto, es Jesús, a quien Leonardo
menciona bajo
el nombre de «el Redentor» en sus notas de trabajo (pero el lector
queda advertido
de que no debe dar nada por sabido, por más obvio que parezca). Está
en actitud
contemplativa y mira hacia abajo y un poco hacia su propia
izquierda, las manos
extendidas al frente sobre la mesa, como si ofreciese algo al
espectador. Como ésta es la Última Cena en que, según nos enseña el
Nuevo Testamento, Jesús instituyó
el sacramento del pan y del vino, de los cuales invita a sus
seguidores que coman y
beban diciendo que son su carne y su sangre. sería razonable buscar
algún cáliz o
copa de vino delante de él, abarcado por el ademán de ofrecimiento.
Al fin y al
cabo, para los cristianos esta cena antecede inmediatamente a la
pasión de Jesús en
el huerto de Getsemaní, donde reza con fervor rogando «que pase de
mí este cáliz» (otra alusión al paralelismo vino-sangre), y también
a su crucifixión, en la que murió derramando su sangre por la
redención de toda la humanidad. Pero no hay vino delante de Jesús, y
apenas unas cantidades simbólicas en toda la mesa. ¿Acaso tienen
razón los artistas que dicen ser un gesto vacío el de esas manos
abiertas?
Visto que apenas hay vino, quizá no sea casualidad que tampoco se
hayan partido muchos de los panes que vemos sobre la mesa. Y puesto
que el mismo Jesús identificó el pan con su propio cuerpo que sería
partido en el supremo sacrificio, ¿se nos está comunicando algún
mensaje sutil en cuanto a la verdadera naturaleza de los
padecimientos de Jesús?
Hasta aquí la punta del iceberg de la heterodoxia representada en
este cuadro. En el relato bíblico el joven Juan, al que llaman «el
amado del Señor», se halla tan cerca de Jesús físicamente que
incluso apoya la cabeza sobre el pecho del Maestro. Pero en la
representación de Leonardo no hay tal, la figura no se reclina según
indica el «apunte» bíblico, sino que se aparta del Redentor hacia la
derecha de éste con exageración, o casi diríamos con coquetería;
pero aún no hemos terminado con este personaje. A quien contemplase
por primera vez este cuadro podría disculpársele alguna
incertidumbre peculiar en relación con el supuesto Juan.
Pues si
bien es cierto que cuando el artista quería representar la suprema
belleza masculina con arreglo a sus propias predilecciones solía
elegir un canon algo afeminado, sin duda lo que estamos mirando aquí
es una mujer. Toda la figura es sorprendentemente femenina; por más
que la pintura sea antigua y esté deteriorada, ahí están todavía las
manos pequeñas y bien formadas, los rasgos del semblante finos y
armoniosos, el pecho femenino sin discusión y el collar de oro. La
mujer, pues estamos seguros de que lo es, viste además ropas que la
señalan como alguien especial. Son el reflejo invertido de la
indumentaria del Redentor, ya que vemos una túnica azul con manto
rojo a un lado, y una túnica roja con manto azul al otro, siempre
dentro del mismo corte y estilo. Ningún otro comensal lleva unas
prendas tan similares a las de Jesús, pero también es cierto que no
hay ninguna otra mujer.
Si nos fijamos en la composición general, lo más destacado es la
configuración
que describen Jesús y la mujer: una gran «M» muy abierta, casi como
si estando
literalmente unidos por la cadera hubiesen sufrido una separación, o
se hubiesen
apartado de manera voluntaria. Que sepamos, ningún estudioso ha
dicho nunca
que ése fuese un personaje femenino, ni mencionan la «M» de la
composición. Tal
como hemos averiguado en nuestros estudios sobre él, Leonardo fue un
excelente
psicólogo y le divertía presentar imágenes altamente heterodoxas a
los patronos
que le encargaban una pintura religiosa convencional. Sabía que les
podía enseñar
la más escandalosa de las herejías y la contemplarían sin que nada
conturbase su
ánimo; por lo general los espectadores sólo vemos lo que teníamos
previsto ver.
Si
le encargan a uno que pinte una escena convencional de los
Evangelios y lo que
uno ofrece guarda un parecido superficial con esa escena, nadie se
fijará en el
dudoso simbolismo. Sin embargo Leonardo debió de tener la esperanza
de que
otros, tal vez los que participaban de su inhabitual interpretación
del mensaje neotestamentario, o algún día en algún lugar, unos
observadores imparciales pararían mientes en la imagen de la
misteriosa mujer señalada por la «M» y se harían las preguntas
obvias. ¿Quién era la tal «M», y por qué era tan importante? ¿Por
qué arriesgaría Leonardo su reputación, e incluso la vida en
aquellos tiempos de activo funcionamiento de los quemaderos, al
incluir dicho personaje en una escena tan fundamental para los
cristianos?
Quienquiera que fuese, su destino se intuye bastante menos que
seguro, porque el canto de una mano amenaza ese cuello graciosamente
inclinado. También el Redentor se ve amenazado por un índice rígido
que apunta hacia arriba, prácticamente delante de su cara. Pero
tanto Jesús como «M» aparecen desentendidos de esos ademanes
hostiles, visiblemente sumergidos en los mundos de sus propios
pensamientos, tranquilos y sosegados cada uno a su manera. Todo
indica que se está utilizando un simbolismo secreto, no sólo para
advertir de sus respectivos destinos a Jesús y a su compañera
femenina, sino también para participar (o recordar) al observador
cierta información que no puede publicarse de otro modo, porque
sería demasiado peligroso.
¿Utiliza Leonardo esta pintura para transmitir alguna creencia
secreta que sería poco menos que demencial compartir con el público
de cualquier manera más explícita? ¿Es posible que dicha creencia
lleve un mensaje más allá del círculo inmediato de sus seguidores,
tal vez hasta nosotros mismos, hoy día?
Sigamos contemplando esta asombrosa obra. A la derecha según el
observador vemos un hombre corpulento y barbudo que se dobla casi en
dos para hablar al último discípulo de ese lado de la mesa. Está
totalmente vuelto de espaldas al Redentor. Comúnmente se admite que
este personaje, Tadeo o Judas, es un autorretrato de Leonardo.
Pero
los pintores del Renacimiento nunca pintaron nada por casualidad, ni
sólo porque hiciera bonito, y del profesional que nos ocupa sabemos
además que era muy aficionado al double entendre visual. (Su
preocupación por elegir modelo adecuado para cada discípulo se
detecta en la sarcástica proposición de hacer posar al incordiante
prior del convento de Santa Maria para el retrato de Judas el
traidor.) ¿Por qué se pintó Leonardo a sí mismo dando la espalda a
Jesús?
Pero aún hay más. Una mano anómala apunta con una daga al estómago
del
discípulo situado detrás del personaje más próximo a «M». Por mucho
trabajo que
demos a la imaginación es imposible que esa mano pertenezca a
ninguno de los
comensales, ya que ni forzando la postura ninguno de los
circunstantes puede
esgrimir la daga en ese lugar.
Pero lo más asombroso de esa mano
desencarnada es
no tanto su presencia, como el hecho de que en todas nuestras
lecturas acerca de
Leonardo apenas la hallamos aludida un par de veces, y aun con una
curiosa
reticencia a admitir que haya nada extraño. Tal como sucede con el
san Juan que en
realidad es una mujer, nada nos parece más obvio ni más extravagante
una vez nos
lo indican, pero por lo general estos detalles desaparecen por
completo de la vista
y la mente del observador, sencillamente porque son demasiado
extraordinarios y chocantes.
Se nos ha dicho a menudo que Leonardo era un buen cristiano cuyos
cuadros religiosos reflejaban la profundidad de su fe. Como vamos
conociendo, al menos uno de ellos incluye una imaginería sumamente
dudosa desde el punto de vista de la ortodoxia cristiana. Y nuestras
investigaciones ulteriores, como veremos, revelan que nada tan lejos
de la verdad como la idea de que Leonardo fuese un verdadero
creyente... si por tal entendemos que creyera en ninguna forma
aceptada o aceptable del cristianismo.
Ya los rasgos curiosos y
anómalos que hemos hallado en una sola de sus obras parecen querer
decirnos que hay una segunda lectura en esa escena bíblica tan
conocida, otro mundo de creencias más allá del aspecto aceptado de
esa imagen congelada en un muro del siglo XV, cerca de Milán.
Cualquiera que sea el significado de esas inclusiones heterodoxas,
indudablemente son incompatibles con la doctrina oficial y éste es
un punto que conviene resaltar. Aunque en sí no parecerá nada nuevo
a los materialistas racionalistas actuales, que consideran a Leonardo
como el primero que tuvo verdadera mentalidad científica, como un
hombre que no prestaba atención a las supersticiones ni a la
religión bajo ninguna de sus formas, y como la propia antítesis de
todo misticismo u ocultismo. Pero tampoco éstos ven mas allá de sus
narices.
Porque pintar la Última Cena sin una cantidad significativa
de vino es como pintar el momento culminante de una coronación y
omitir la corona; al dejarse este detalle esencial, o ha fracasado
por completo el artista o da a entender que pinta otra cosa muy
distinta de lo que parece.
A tal extremo que nos lo señala como un
hereje, nada menos: como alguien que sí tenía creencias religiosas,
pero éstas se hallaban en contradicción y quién sabe si en guerra
con las de la ortodoxia cristiana. Y también otras obras de
Leonardo, como fuimos descubriendo, subrayan sus peculiares
obsesiones heréticas con ayuda de una imaginería coherente y
meticulosamente aplicada, lo cual seguramente no habría sucedido si
el artista fuese un incrédulo atento sólo a ganarse la vida. Esas
inclusiones y esos símbolos que nadie le había encargado eran mucho,
mucho más que la reacción humorística del escéptico frente a
semejante encargo. No era lo mismo que, digamos, pintar un san Pedro
con nariz de payaso. Lo que estamos viendo en la Última Cena y las
demás obras es el código secreto de Leonardo da Vinci, y creemos que
tiene una sorprendente actualidad en relación con el mundo de hoy.
Se podrá argumentar que, creyera lo que creyera Leonardo, no sería
más que
el capricho de un solo hombre, y lo que es más, de un hombre
notoriamente raro,
que fue en vida un amasijo de contradicciones. Tal vez era, como se
ha dicho, un
solitario, pero sabía organizar y animar las fiestas como nadie;
despreciaba las
supersticiones, pero se han encontrado en sus cuentas anotaciones de
honorarios
pagados a astrólogos; era vegetariano y muy cariñoso con los
animales, pero su
ternura raras veces se extendió a la raza humana cuando practicaba
disecciones de
cadáveres obsesionado por estudiar la anatomía, y asistía a las
ejecuciones públicas
para observar la agonía de los condenados; era un pensador profundo
pero se
complacía inventando acertijos, adivinanzas pueriles y bromas
pesadas.
Ante una personalidad tan complicada, es fácil pensar que
sus opiniones particulares en materia de religión y filosofía quizá
fueron algo o muy excéntricas. Por este motivo nos hallaríamos
tentados a desdeñar sus posibles ideas heréticas como cosa
desprovista de importancia para nosotros. Y si bien se admite
generalmente que Leonardo fue hombre de inmenso talento, la vanidad
de nuestro siglo «moderno» tal vez resta importancia a sus
conocimientos. Al fin y al cabo, cuando él nació apenas acababa de
inventarse la imprenta. Un inventor solitario de una época tan
atrasada, ¿puede tener algo que ofrecer a un mundo que se mantiene
continuamente informado navegando por la Red, y que es capaz de
comunicarse por teléfono o fax, en cuestión de segundos, con gentes
de otros continentes que ni siquiera habían sido descubiertos en
aquella época?
A esto se puede contestar de dos maneras. La primera, y usando una
paradoja, que Leonardo no fue un genio de los del montón. Muchos
saben que dibujó máquinas voladoras y primitivos tanques militares,
pero algunos de sus inventos fueron tan inconcebibles en la época
que algunos estudiosos un poco inclinados a lo fantástico han
llegado a sugerir si tuvo visiones del futuro. Su dibujo de una
bicicleta, por ejemplo, no fue descubierto sino hacia finales de los
años sesenta.1
Pero, a diferencia de los ridículos armatostes que
han ido marcando la evolución real de la bicicleta desde la época
victoriana, la bicicleta de Leonardo tenía ya las dos ruedas de
igual tamaño y mecanismo de transmisión por cadena y piñón. Aunque
hay una pregunta más intrigante que el dibujo en sí, y es qué
motivos podía tener él para inventar una bicicleta. Porque la
humanidad siempre ha tenido el afán de volar como las aves, pero no
deja de causar extrañeza el deseo de pedalear por los caminos de
entonces, bastante menos que perfectos, en precario equilibrio sobre
dos ruedas (y además no figura en ninguna leyenda clásica, a
diferencia del vuelo). Da Vinci predijo también el teléfono, entre
otras muchas pretensiones futuristas a la fama.
Admitiendo que Leonardo fuese incluso más genial de lo que conceden
los libros de Historia, queda todavía la cuestión de si supo algo
que pudiese ejercer una influencia importante por significado o por
difusión cinco siglos después. Con más motivo podríamos preguntarnos
qué relevancia tienen para nuestro tiempo y lugar las enseñanzas de
un rabí del siglo I, pero prescindamos de eso, porque también es
cierto que algunas ideas son universales y eternas, y la verdad, si
se logra descubrirla o definirla, esencialmente nunca pierde
vigencia por más siglos que transcurran.
Sin embargo lo que nos interesó de Leonardo no fue su filosofía
(declarada o
tácita) ni su arte. Sino la más paradójica de sus obras, la que
gozando de una fama
extraordinaria se conoce menos: ésa fue la que nos lanzó a una
profunda
investigación sobre Leonardo. Como hemos detallado en nuestro libro
anterior,2
fue el Maestro quien confeccionó el falso Santo Sudario, del que
durante mucho
tiempo se creyó que había recibido milagrosamente la impronta con la
imagen de
Jesús en el momento de su muerte.
En 1988 la prueba del carbono 14
demostró que
la impostura debió de ser obra de un puñado de creyentes fanáticos
de finales de la Edad Media o principios del Renacimiento; no
obstante para nosotros la imagen seguía siendo muy digna de
atención, y aun es poco decir. Predominaba en nuestras mentes el
problema de la identidad del impostor, pues el creador de semejante
«reliquia» no podía por menos que ser un genio.
El Santo Sudario, y esto lo reconocen cuantos han escrito acerca de
él, tanto a favor como en contra de su autenticidad, se comporta
como una fotografía. Es decir, que tiene un curioso aspecto de
negativo fotográfico, lo cual significa que no se ven a simple vista
sino unas manchas, y sólo al positivarlo invirtiendo los valores de
claro y oscuro se manifiesta la imagen que contiene. Como no se
conoce ninguna obra de pintor ni calco funerario que presente tal
efecto, éste se interpreta por parte de los partidarios de la
autenticidad como la prueba de su origen milagroso. En cambio
nosotros hemos descubierto que la imagen de la Sindone se comporta
como una fotografía precisamente porque lo es.
Pues sí, aunque parezca increíble de entrada, el Sudario de Turín es
una fotografía. Nosotros, con la ayuda de Keith Prince, hemos
reconstruido la técnica original que creemos se utilizó, y somos los
primeros que hemos logrado reproducir características del Sudario
para las cuales hasta ahora nadie había encontrado explicación.3 Y
aunque los defensores de la hipótesis milagrosa decían que no era
factible, lo hicimos con medios sumamente sencillos. Utilizamos una
cámara oscura (en esencia, un cajón con un agujero de muy pequeño
diámetro), una tela impregnada con una capa fotosensible en la que
utilizamos productos que podían conseguirse fácilmente en el siglo XV, y una larga y paciente exposición.
Aunque eso sí, el asunto de
nuestro experimento fotográfico fue un busto femenino de escayola,
muy lejos de la categoría del modelo original. Pues, aunque la cara
que aparece en la Sindone no sea, como muchos han afirmado, la de
Jesús, evidentemente es el semblante del mismo impostor. En resumen,
el sudario de Turín es, entre otras muchas cosas, una fotografía de
quinientos años de antigüedad y el retratado no es otro sino
Leonardo da Vinci.
Ahora bien, y pese a algunas afirmaciones más bien curiosas en
contrario,4
eso no pudo ser obra de un devoto creyente cristiano. El Sudario de
Turín, una vez
positivado, muestra lo que parece ser el cuerpo martirizado y
ensangrentado de
Jesús. Vamos a recordar aquí que ésa no es una sangre vulgar, sino
el propio
vehículo de la redención humana. A nuestro modo de ver, nadie que se
atreviese a
falsificar dicha sangre podría ser considerado un creyente... como
tampoco sería
posible tener el mínimo respeto por la persona de Jesús y suplantar
la imagen de
éste por la de uno mismo. Leonardo hizo lo uno y lo otro con
meticulosa habilidad
y, sospechamos, con cierto regocijo secreto.
Desde luego, le
constaba que la
supuesta imagen de Jesús —pues nadie llegaría a darse cuenta de que
se trataba
del propio artista florentino—,5 estaba destinada a ser venerada por
un gran
número de peregrinos, incluso en vida de él mismo. Por lo que
sabemos, bien pudo
quedarse a un lado, de incógnito, contemplando el espectáculo: eso
cuadraría muy
bien con lo que conocemos de su carácter.
Pero, ¿sería capaz de
imaginar siquiera
el número aproximado de peregrinos que se persignarían delante de su
imagen en el decurso de los siglos? ¿Que algunas personas
inteligentes se convertirían al cristianismo después de haber visto
ese rostro bello y atormentado? ¿Pudo prever que la idea vigente en
la cultura occidental en cuanto al aspecto físico de Jesús iba a
quedar en buena parte determinada por la imagen de la Sindone? ¿Que
algún día millones de personas de todo el mundo reverenciarían la
imagen de un herético homosexual del siglo XV en lugar de su Dios
amado, y que literalmente Leonardo da Vinci iba a convertirse en la
figuración de Jesucristo?
Nos parece que el Sudario no anda lejos de haber sido la superchería
más ofensiva de la Historia, así como la más creída. Pero, aunque
haya engañado a millones de personas, hay ahí algo más que un
homenaje al arte de la broma de mal gusto. Creemos que Leonardo
aprovechó la oportunidad de crear la reliquia cristiana más
impresionante como vehículo para dos cosas: una técnica innovadora,
y la puesta en clave de una creencia herética.
En aquella época
paranoica y supersticiosa habría sido demasiado peligroso el
publicar esa primitiva técnica fotográfica, y los acontecimientos no
tardarían en corroborarlo.6 Sin duda Leonardo se divirtió cuando
tomaba sus disposiciones para asegurarse de que su prototipo fuese
conservado amorosamente por el mismo clero al que detestaba.
Naturalmente también es posible que esa custodia eclesial se haya
producido por simple coincidencia, como un capricho más del destino
en un caso ya de por sí memorable. Pero nos parece que responde más
bien a una pasión de control total que era peculiar de Leonardo, y
en este caso, como vemos, quiso llevarla mucho más allá de la tumba.
Además de ser un fraude y la obra de un genio, el
Sudario de Turín presenta ciertos símbolos que subrayan las
obsesiones particulares del mismo Leonardo y que también aparecen en
otras obras, éstas más generalmente aceptadas como suyas. Por
ejemplo, en la base del cuello del personaje que estuvo envuelto en
el Sudario hay una clara línea de discontinuidad. Cuando se
convierte la imagen completa en un «mapa de contorno» usando las
técnicas computarizadas más modernas, vemos que la línea define la
base de la imagen de la cabeza por delante, a lo cual sigue una
indefinición, digamos, un espacio sin imagen, y luego ésta vuelve a
concretarse en la parte superior del tórax.7
Nos parece que ello obedece a dos causas. La
primera es puramente práctica, porque la imagen frontal es un
montaje. El cuerpo es verdaderamente el de un crucificado, y el
rostro es el de Leonardo, así que esa línea de discontinuidad
indica, tal vez necesariamente, el «empalme» de las dos imágenes.
Pero en este caso el falsificador era un maestro del oficio y le
habría resultado fácil difuminar o repintar la reveladora línea de
separación. Pero ¿y si en realidad Leonardo no quiso quitarla? ¿Y si
la dejó deliberadamente, como referencia destinada a quienes
tuviesen «ojos para ver»?
Por otra parte, ¿qué concebible herejía puede transmitir el Sudario
de Turín,
ni aunque esté en clave? Sin duda hay un límite para los símbolos
que sea posible
ocultar en la sencilla y cruda imagen de un crucificado desnudo... y
que además,
ha sido analizada por muchos de los mejores científicos utilizando
el instrumental
más perfeccionado. Aunque volveremos sobre esta cuestión a su debido
tiempo, adelantemos aquí que es posible contestar a estas preguntas
considerando desde una perspectiva nueva dos aspectos principales de
la imagen.
El primero guarda relación con la abundancia de sangre
que parece haber corrido por los brazos de Jesús, detalle que
contradice a primera vista la ausencia simbólica del vino en la
pintura de la Última Cena, pero que refuerza de hecho ese punto
concreto. El segundo se refiere a la línea de delimitación tan obvia
entre la cabeza y el cuerpo, como si hubiese querido Leonardo aludir
a una decapitación... Pero Jesús no fue decapitado, que sepamos, y
la imagen es un montaje. Se nos está diciendo que consideremos las
imágenes de dos personajes diferentes, pero que estuvieron
íntimamente relacionados de alguna manera. Si admitimos esto, no
obstante, ¿por qué se colocaría al decapitado «por encima» del
crucificado?
Como veremos, esta pista de la cabeza cortada en el Sudario de Turín
no viene sino a reforzar los símbolos de otras muchas obras de
Leonardo. Hemos observado ya cómo el anómalo personaje femenino «M»
de la Última Cena parece amenazado por una mano que hace el gesto de
cortar su esbelto cuello, y cómo también el mismo Jesús es amenazado
por un índice levantado delante de su rostro en un ademán que parece
de advertencia, o quizás es un recordatorio, o ambas cosas a la vez.
En la obra de Leonardo, el índice levantado es siempre, en todos los
casos, una alusión directa a Juan el Bautista.
Este santo, el supuesto precursor de Jesús, el que anunció al mundo
«éste es el Cordero de Dios», y dijo de sí mismo que no era digno
siquiera de desatarle las sandalias, fue de suprema importancia para
Leonardo, si juzgamos por su omnipresencia en la obra conservada.
Obsesión en sí misma bien curiosa, tratándose de un hombre que,
según nos dicen los racionalistas modernos, nunca tuvo en demasiada
estima la religión. Si los personajes y las tradiciones del
cristianismo no significaban nada para él, difícilmente habría
dedicado tanta atención y trabajo a un santo determinado, como lo
hizo con el Bautista.
Una y otra vez vemos en Juan la influencia
dominante de la vida de Leonardo, tanto a nivel consciente, en sus
obras, como en el plano sincrónico de las coincidencias que rodearon
esa vida. Casi como si el Bautista le hubiera seguido a todas
partes. Por ejemplo, es el santo patrono de su estimada ciudad de
Florencia, y también le está consagrada la catedral de
Turín donde
se expone la reliquia del Santo Sudario. Y la última pintura de Leonardo, la que se encontró en su cámara mortuoria junto con la
Mona Lisa y nadie reclamó, representaba a Juan el Bautista, lo mismo
que la única escultura suya que ha llegado hasta nosotros (y que
ejecutó a medias con Giovan Francesco Rustici, un notorio
ocultista).
Ese dedo índice levantado —que vamos a llamar «el gesto de Juan»—
aparece
también en un cuadro de Rafael, La Academia de Atenas (1509). Aquí
es el venerable
personaje de Platón quien hace el ademán, pero teniendo en cuenta
las
circunstancias la alusión no es tan misteriosa como cabría suponer.
En realidad el
modelo que posó como Platón no fue otro sino el mismo Leonardo y le
vemos
haciendo un gesto que además de ser en alguna manera suyo
característico, sin
duda tenía un profundo significado para él (y posiblemente también
para Rafael y otros de su círculo).
Por si alguien cree que estamos exagerando la importancia de lo que
hemos llamado «el gesto de Juan», veamos otros ejemplos en la obra
de Leonardo.
Aparece en varias pinturas suyas y, como hemos dicho, siempre tiene
el mismo significado. En su Adoración de los Magos, empezada en 1481
pero nunca terminada, el ademán lo exhibe un espectador anónimo que
está detrás de un promontorio sobre el cual crece un algarrobo.
Cuando uno contempla el cuadro difícilmente se fija en este
personaje, ya que la atención se dirige inevitablemente hacia lo que
uno creería es el tema principal, es decir, corno sugiere el título,
la adoración de la Sagrada Familia por parte de los «sabios de
Oriente», o magos.
La Virgen, bella y en actitud ensimismada, con el
niño Jesús sobre la rodilla, no ha recibido color y tiene un aspecto
insípido. Los magos se arrodillan para ofrecer los presentes que le
llevan al niño, mientras se arremolina al fondo una
multitud que
suponemos ha acudido también para rendir homenaje a la madre y al
niño. Pero, al igual que la Última Cena, esta pintura sólo
superficialmente es cristiana y vale la pena echarle una ojeada más
detenida.
Nadie dirá que los adoradores del primer término sean ejemplos de
salud y belleza. Flacos, casi cadavéricos, las manos se alzan pero
no en gesto de reverencia sino casi como garras de pesadilla
dirigidas hacia la pareja central. Los magos traen sus regalos, pero
sólo dos de los tres legendarios. Vemos que ofrecen incienso y
mirra, pero falta el oro. Para un observador de la época de Leonardo
el oro significaba, además de fortuna inmediata, la realeza, y eso
es lo que no se le ofrece a Jesús.
Cuando miramos detrás de la Virgen y de los magos vemos un segundo
grupo de adoradores. Éstos parecen mucho más sanos y normales, pero
si nos fijamos bien observaremos que no miran a la Virgen ni al niño
para nada. Parece como si la veneración se dirigiese a las raíces
del algarrobo, detrás del cual hay un hombre haciendo «el gesto de
Juan». Y el algarrobo se halla tradicionalmente asociado a... Juan
el Bautista.8
En el ángulo inferior derecho del cuadro hay un joven
deliberadamente vuelto de espaldas a la Sagrada Familia. Existe
coincidencia en que se trata del mismo Leonardo, pero la explicación
que se propone comúnmente para su actitud es algo floja: que el
artista se juzgaba indigno de mirarla de frente. Pues sabemos que
Leonardo no simpatizaba con la Iglesia; además su autorretrato como
Tadeo o Judas en la Última Cena también se aparta significativamente
del Redentor, como viniendo a subrayar una reacción emocional muy
fuerte en cuanto a los personajes centrales del relato cristiano. Y
puesto que Leonardo nunca fue un paradigma de devoción, ni de
modestia, no es verosímil que tal reacción le fuese inspirada por un
exceso de humildad ni de reverencia.
Volviendo al hermoso e inquietante boceto de La Virgen y el Niño con
Santa
Ana (1501), que tiene la fortuna de poseer la londinense National
Gallery, de nuevo
hallamos elementos que deberían sorprender al observador —aunque
rara vez
ocurre— con sus implicaciones subversivas. El dibujo presenta a la
Virgen y el Niño con santa Ana (la madre de María) y Juan Bautista
niño. A lo que parece, el niño Jesús está bendiciendo a su primo
Juan, quien mira hacia arriba con expresión meditativa, mientras
santa Ana contempla fijamente y de cerca el semblante ensimismado de
su hija... y hace el «gesto de Juan», pero con mano curiosamente
grande y masculina.
Ahora bien, ese índice alzado se eleva por
encima de la diminuta mano de Jesús que bendice, como dominándola en
sentido literal y también metafórico. Y aunque la Virgen está
sentada en una postura muy incómoda, casi «a la jineta», como
montaban antiguamente las mujeres, en realidad la postura más
extraña es la de Jesús, a quien sostiene la Virgen casi como
empujándole a bendecir, como si le hubiese traído al cuadro sólo
para que lo hiciera pero apenas consiguiera retenerlo allí. Mientras
tanto Juan se apoya tranquilamente contra la rodilla de santa Ana,
bastante ajeno al honor con que se le distingue. ¿Es verosímil que
la misma madre de la Virgen esté recordándole algún secreto
relacionado con Juan?
Según la nota que publica la National Gallery, algunos expertos en
arte a los que extraña el aspecto juvenil de santa Ana y la anómala
presencia de Juan el Bautista especulan si la obra no representa en
realidad a María con su prima Isabel... la madre de Juan. Lo cual
parece plausible, y si ellos tienen razón, corrobora el argumento.
La aparente inversión de los papeles habituales de Jesús y de Juan
se ve asimismo en una de las dos versiones de la Virgen de las Rocas
que debemos a Leonardo. Los historiadores del arte nunca han
explicado satisfactoriamente por qué hay dos versiones, una de las
cuales se expone actualmente en la National Gallery de Londres, y la
otra, mucho más interesante para nosotros, en el Louvre de París.
El encargo originario lo hizo una cofradía llamada de la Inmaculada
Concepción, e iba a servir como imagen central de un tríptico para
el altar de la capilla que tenía dicha hermandad en la iglesia de
San Francisco Mayor de Milán (los laterales del tríptico se
encargaron a otros pintores).9 El contrato, fechado el 25 de abril
de 1483, todavía existe y arroja una interesante luz sobre la obra
encargada... y la que recibieron en realidad los cofrades.
En el
documento se especifican con claridad la forma y las dimensiones de
la pintura, lo cual era de rigor porque el marco del tríptico ya
existía. Lo curioso es que las dos versiones terminadas por Leonardo
cumplen la especificación, así que no sabemos por qué repitió el
encargo. Pero podemos aventurar una suposición acerca de esas
interpretaciones divergentes, y no tiene mucho que ver con el
perfeccionismo y sí con la percepción de la potencia explosiva de lo
realizado.
En el contrato se especifica también el tema de la pintura. Se
trataba de
representar un acontecimiento que no figura en los Evangelios, pero
estaba
presente en la leyenda cristiana desde hacía mucho tiempo. Es el
relato de cómo,
durante la huida a Egipto, José, María y el niño Jesús se refugiaron
en una cueva
del desierto, donde hallaron al infante Juan Bautista bajo la
protección del arcángel
Uriel.
La intención de esta leyenda estriba en solucionar una de las
dudas más obvias y más molestas que plantea el relato del bautismo
de Jesús conforme a los Evangelios. ¿Qué necesidad tenía Jesús de
bautizarse si había nacido exento de pecado, y siendo así que ese
rito es una ablución simbólica mediante la cual se limpia uno de sus
pecados y se compromete a vivir santamente en el futuro? ¿Por qué el
Hijo de Dios iba a someterse a un evidente acto de autoridad por
parte del Bautista?
La leyenda refiere que durante el encuentro fortuito entre los dos
santos infantes, Jesús le concedió a su primo Juan autoridad para
que le bautizara cuando ambos fuesen mayores. Por varias razones nos
parece una ironía de la Historia que la cofradía confiase tal asunto
precisamente a Leonardo, pero también podemos sospechar que éste
quedó encantado con el encargo... para hacer de él una
interpretación exclusivamente suya, al menos en una de las
versiones.
De acuerdo con las costumbres de la época, los cofrades solicitaban
una pintura vistosa y fastuosa, con dorados de pan de oro y muchos
querubines y espíritus de profetas veterotestamentarios como
relleno. Pero lo que recibieron fue bastante distinto, a tal punto
que se estropearon las relaciones entre ellos y el pintor, y todo
culminó en un pleito que se arrastró durante más de veinte años.
Leonardo eligió representar la escena con el mayor realismo posible
y sin personajes ajenos. Él no quería querubines gordezuelos ni
severos profetas bíblicos anunciadores de desgracias. En efecto casi
diríamos que practicó un
reduccionismo excesivo en cuanto a las
dramatis personae, ya que no aparece san José para nada aunque el
cuadro supuestamente pinta la huida de la Sagrada Familia a Egipto.
La
versión del Louvre, que fue la primera, presenta a una Virgen con
túnica
azul que rodea con su brazo protector a un niño, mientras que el
otro infante forma
grupo con Uriel. Lo curioso es que los dos niños parecen idénticos,
y más curioso
todavía, el que está con el ángel bendice al otro, y es el niño de
María quien se
arrodilla sumisamente. Por eso los historiadores del arte han
supuesto que
Leonardo, cualesquiera que fuesen sus motivos, eligió colocar el
niño Juan al lado
de María. Al fin y al cabo no hay etiquetas que identifiquen a los
personajes, y sin
duda el niño con más autoridad para bendecir era Jesús.
Hay otras
interpretaciones
de este cuadro, sin embargo, que no sólo sugieren mensajes
subliminales de gran
intensidad y nada ortodoxos, sino además refuerzan los códigos
utilizados por
Leonardo en otras obras. Tal vez el parecido de los dos niños
sugiere en este caso la
idea de que Leonardo trató de confundir deliberadamente sus
identidades, él
sabría por qué. Y si bien María abraza en ademán de protección al
niño Juan, según
se admite generalmente, en cambio la derecha se alarga sobre la
cabeza de «Jesús»
en un gesto que casi parece de hostilidad, o lo que Serge Bramly, en
su reciente
biografía de Leonardo, describe como «evocación de los espolones de
un águila».10
Uriel apunta enfrente, al niño de María, pero la enigmática
mirada se dirige hacia el observador, lo cual también es significativo puesto que se
aparta de la Virgen y el niño. Lo más admisible y fácil sería
interpretar el ademán y
la postura como un señalamiento de cuál de ellos es el Mesías, pero
hay otras posibles explicaciones.
¿Qué pasa si el niño que está con María en la versión del Louvre de
la Virgen de las Rocas es Jesús, como parecería lo más lógico, y el
otro, el que está con Uriel, es Juan? Recordemos que en ese caso,
Juan bendice a Jesús y éste se somete a la autoridad de aquél.
Uriel, en su función especial como protector de Juan, ni siquiera
tiene por qué mirar a Jesús. Y María, mientras protege a su hijo,
alza una mano amenazadora por encima de la cabeza del infante Juan.
Bastantes centímetros por debajo de esa palma extendida hallamos la
de Uriel que señala; el uno con el otro, ambos gestos parecen
abarcar alguna clave críptica. Como si Leonardo quisiera indicarnos
un objeto, algo significativo, pero invisible, que debería estar en
el espacio comprendido entre ambas. En ese contexto no creemos
arbitrario sugerir que los dedos extendidos de María parecen estar
colocando una corona sobre una cabeza invisible, mientras que el
índice estirado de Uriel corta precisamente el espacio que
correspondería al cuello. Esa cabeza virtual flota por encima del
niño que está con Uriel... así que resulta identificado tan
eficazmente como si lo hubiese etiquetado, en definitiva, porque,
¿cuál de los dos murió decapitado? Entonces, si ése representa en
verdad a Juan el Bautista, él bendice a quien le es superior.
Pero cuando nos dirigimos a la versión muy posterior de la National
Gallery, resulta que aquí faltan todos los elementos que se
necesitaban para establecer esas heréticas deducciones... y sólo
ellos. Los dos niños son de aspecto bastante distinto, y el que está
con María lleva la cruz larga que tradicionalmente se asocia con el
Bautista (aunque bien es cierto que ese detalle pudo añadirlo otro
pintor). Aquí la mano derecha de María también se extiende por
encima del otro niño, pero esta vez sin sugerencia alguna de
amenaza. Uriel no señala ni aparta la mirada de la escena. Todo
sucede como si Leonardo nos invitase al juego de «busca las
diferencias» y nos desafiase a sacar de esos detalles anómalos
nuestras propias conclusiones.
Este tipo de escrutinio de las obras de Leonardo revela una plétora
de segundas lecturas, provocativas e inquietantes. El tema de Juan
el Bautista parece repetirse en muchos lugares, a menudo por medio
de ingeniosos símbolos y señas subliminales. Y una y otra vez, él o
las imágenes que le representan se sitúan por encima de la figura de
Jesús: incluso en los símbolos astutamente incluidos en el Sudario
de Turín, si no andamos equivocados.
Tiene un cierto carácter obsesivo esa insistencia de Leonardo, con
el recurso a
unas imágenes tan intrincadas, por no hablar de lo mucho que
arriesgaba al
presentar públicamente una herejía aunque que lo hiciese de una
manera astuta y
subliminal. Como hemos indicado antes, tal vez la razón de que
dejase sin terminar
tantas obras suyas no fue el perfeccionismo, como generalmente se
cree, sino la
conciencia de lo que podía pasarle si alguien supiera ver por debajo
del tenue
barniz de ortodoxia el contenido auténticamente «blasfemo» de lo que
se estaba
representando. Aunque fuese un titán en lo intelectual y en lo
físico, quizá no tenía
muchas ganas de atraer sobre sí la atención de las autoridades; con
una sola
experiencia tuvo más que suficiente. 11
Obviamente, no le hacía ninguna falta poner su propia cabeza en el
tajo introduciendo semejantes mensajes heréticos, en sus pinturas.
Excepto si creyese apasionadamente en ellos. Como ya hemos visto,
lejos de ser el ateo materialista que tanto gusta a muchos modernos,
Leonardo fue un creyente profundo, sincero, sólo que su sistema de
creencias era totalmente contrario a lo que entonces constituía y
todavía hoy constituye la «línea general» del cristianismo. Era un
seguidor de lo que hoy llamaríamos «lo oculto».
Esta palabra tiene hoy día, para muchos, connotaciones inmediatas y
nada positivas. Se entiende que quiere decir magia negra, o
frivolidades de unos charlatanes degenerados, o ambas cosas a la
vez. En realidad la palabra «oculto» sólo significa lo que
significa, como cuando los astrónomos hablan de la «ocultación» de
un cuerpo celeste por otro, quedando aquél eclipsado.
En lo tocante
a Leonardo se convendrá en que, si bien algunos elementos de su
biografía y creencias tienen cierto relente a ritos siniestros y
prácticas mágicas, lo que buscaba en realidad y por encima de todo
era el conocimiento. Y muchas de las cosas que buscaba habían sido
eficazmente «ocultadas» por la sociedad, y particularmente por una
organización tan ubicua como poderosa. En casi todos los países
europeos de la época, la Iglesia miraba con desconfianza cualquier
género de experimentación científica, y no se conformaba con mirar,
sino que empleaba medidas drásticas para silenciar a quienes se
atreviesen a publicar opiniones no ortodoxas o meramente
particulares.
En cambio Florencia, donde nació y se formó Leonardo, y en cuya
corte principió realmente su carrera, era el centro floreciente de
una nueva ola de conocimiento. Y esto, aunque parezca sorprendente,
se debió por entero a haberse convertido la ciudad en refugio de muy
numerosos ocultistas y magos. Los primeros mecenas de Leonardo, la
familia de los Médicis, que eran entonces los amos de Florencia,
fomentaban activamente los estudios ocultistas y pagaban a eruditos
para que buscasen determinados manuscritos perdidos y, caso de ser
encontrados, los tradujesen.
La fascinación que sintieron los hombres del Renacimiento hacia lo
arcano era bastante distinta de nuestra afición a los horóscopos de
los periódicos. Aunque hubo áreas de investigación que hoy día,
inevitablemente, nos parecerían ingenuidades o puras
supersticiones, otras muchas supusieron serios intentos de entender
el Universo y el lugar que el hombre ocupa en él.
Sin embargo, los magos pretendían ir un paso más allá, y descubrir
maneras
de controlar las fuerzas de la naturaleza. Desde este punto de vista
tal vez no
extrañará tanto que Leonardo, precisamente él, participase
activamente en la
cultura oculta de su época y situación. La distinguida historiadora
Frances Yates
llega al punto de sugerir que toda la clave del ambicioso genio de
Leonardo podría
hallarse en las nociones de la magia contemporánea.12
En nuestro libro anterior hemos detallado las filosofías que
predominaban por aquel entonces en el mundo ocultista de
Florencia;13 resumiendo diremos aquí que los grupos de la época
hacían gran caso de la hermética, cuyo nombre deriva de Hermes
Trismegisto, gran mago egipcio, aunque probablemente legendario,
cuyos libros ofrecían un sistema coherente de magia. Con mucho la
parte más importante del pensamiento hermético era la idea de que el
hombre es, en cierta manera, literalmente divino. Y ese concepto por
sí solo resultaba tan peligroso para el dominio de la Iglesia sobre
las mentes y los corazones de su grey, que necesariamente debía
anatemizarlo.
En la vida y la obra de Leonardo ciertamente se encuentran numerosas
demostraciones de principios herméticos. A primera vista, sin
embargo, parece existir una flagrante contradicción entre profesar
elaboradas ideas filosóficas y cosmológicas, y nociones heréticas, y
seguir concediendo tanta importancia a los personajes bíblicos.
(Hay
que subrayar que las creencias heterodoxas de Leonardo y su círculo
no eran una mera reacción frente a una Iglesia crédula y corrupta.
Como ha demostrado la Historia, contra la Iglesia de Roma existió en
efecto una reacción fuerte, y nada clandestina, que fue la Reforma
protestante. Pero si Leonardo viviera hoy nos parece que tampoco le
encontraríamos militando en esa especie de Iglesia.)
Existen sin embargo muchas pruebas de que los herméticos podían ser
verdaderos herejes. Un fanático representante del hermeticismo,
Giordano Bruno
(1548-1600), proclamó que sus creencias derivaban de una antigua
religión egipcia
anterior al cristianismo, y que eclipsaba a éste en importancia.
14 Una parte de ese mundo oculto floreciente —pero no tanto que pudiese
atreverse, frente a la desaprobación de la Iglesia, a ser otra cosa
sino un
movimiento clandestino— eran los alquimistas. Una vez más, estamos
ante un
grupo víctima de un prejuicio moderno.
Hoy nos burlamos de ellos y
los tenemos
por unos locos que perdieron el tiempo en el vano intento de
convertir los metales
viles en oro; en realidad esa imagen era una pantalla útil para los
alquimistas
serios, más preocupados por la verdadera experimentación
científica... y sobre
todo, por la transformación personal y el consiguiente dominio total
del propio
destino. Una vez más, no es difícil creer que un hombre tan sediento
de
conocimiento como Leonardo pudo participar en ese movimiento y tal
vez ser
incluso uno de sus principales inspiradores.
Aunque no tenemos prueba directa de esa
relación, sabemos que solía tratar con ocultistas fervientes de
todas las tendencias, y nuestros propios estudios sobre la
falsificación del Sudario de Turín sugieren vivamente que esta
reproducción fue el resultado directo de sus propios experimentos
«alquímicos» (o mejor dicho, hemos llegado a la conclusión de que el
mismo arte de la fotografía fue, en tiempos, uno de los grandes
secretos alquímicos). 15
Para simplificar: es muy improbable que Leonardo desconociera ningún
sistema de conocimiento de los disponibles en su tiempo, pero al
mismo tiempo, y dados los riesgos que implicaba el participar
públicamente en ellos, es igualmente improbable que hubiese
consignado por escrito ninguna prueba de su participación. En
cambio, y como hemos visto, los símbolos y las imágenes que utilizó
con reiteración en sus obras supuestamente cristianas no es fácil
que hubiesen merecido la aprobación de las autoridades
eclesiásticas, si éstas hubieran llegado a sospechar la verdadera
naturaleza de dichas obras.
Dicho esto, subsiste todavía que una fascinación por las ideas
herméticas no se compadece, en apariencia al menos, con el género de
preocupaciones que atribuyese una gran importancia a Juan el
Bautista... y al significado putativo de la mujer «M». De hecho fue
esta discrepancia lo que nos intrigó tanto que nos obligó a seguir
profundizando en nuestra investigación. Por supuesto podría
argumentarse que lo único que significa tanto dedo índice levantado
es que un cierto genio del Renacimiento estuvo obsesionado por el
personaje de Juan el Bautista. Pero ¿no era posible que existiera un
significado más profundo tras la creencia personal del propio
Leonardo? ¿Y si el mensaje que leemos en sus pinturas fuese de
alguna manera realmente cierto?
Desde luego, en los círculos ocultistas se viene manteniendo desde
hace bastante tiempo que el Maestro fue poseedor de un conocimiento
secreto. Cuando empezamos a investigar su participación en lo del
Sudario de Turín escuchamos en esos círculos muchos rumores en el
sentido de que, en efecto, no sólo había intervenido en su creación,
sino que además se sabía que había sido un mago de cierto renombre.
Existe incluso un cartel decimonónico que sirvió para anunciar el
parisién Salon de la Rose + Croix (un centro de reunión para
ocultistas de aficiones artísticas), y representa a Leonardo como
Guardián del Santo Grial, lo cual se entiende, en esos círculos,
como sinónimo de Guardián de los Misterios. También en este caso hay
que reconocer que rumores más licencia artística no suman gran cosa
en concepto de prueba, pero sumados a todas las demás indicaciones
que hemos expuesto antes, ciertamente despertaron nuestra apetencia
de saber más acerca del Leonardo desconocido.
De momento habíamos puesto al descubierto el motivo principal de la
aparente obsesión de Leonardo, es decir, Juan el Bautista. Si bien
era natural que recibiese encargos de pintar o esculpir a dicho
santo de momento que vivía en Florencia, que como hemos dicho lo
tenía por patrono, también es cierto que Leonardo eligió libremente
aceptarlos. Y que el último retrato en que estaba trabajando antes
de su fallecimiento en 1519 —no encargado por nadie, sino emprendido
por motivos propios— era un Juan Bautista. A lo mejor era ésa la
imagen que deseaba ver cuando se hallase en su lecho de muerte. E
incluso cuando se le pagaba para que pintase una escena cristiana
ortodoxa, él siempre que podía procuraba destacar el papel del
Bautista en ella.
Como hemos visto, sus imágenes de Juan están sutilmente alteradas
para
transmitir un mensaje específico, por más que fuese captado de modo
imperfecto y
subliminal. Desde luego pinta a Juan como alguien importante, pero
al fin y al cabo, fue el Precursor, heraldo y pariente carnal de
Jesús, así que no dejaba de ser lógico que se le reconociese así su
papel. Lo que no dice Leonardo es que el Bautista fuese inferior a
Jesús como cualquier otro humano. En su Virgen de las Rocas, el
ángel apunta a Juan, o así puede argumentarse, quien bendice a
Jesús, y no lo contrario.
En la Adoración de los Magos, los
personajes normales y de aspecto sano veneran las raíces del
algarrobo, el árbol de Juan, no a los incoloros Virgen y Niño. Y el
«gesto de Juan», el índice extendido de la mano derecha que se
levanta frente al rostro de Jesús en la Última Cena, obviamente no
es ningún ademán cariñoso ni solidario, sino que parece estar
diciendo de una manera, por decirlo con suavidad, bastante
amenazadora: «Acuérdate de Juan». Y esa otra obra de Leonardo, la
más desconocida, el Sudario de Turín, contiene el mismo tipo de
simbolismo, con la imagen de una cabeza supuestamente cortada puesta
«encima» de un crucificado clásico. El testimonio abrumador de los
indicios es que para Leonardo, al menos, Juan el Bautista era
superior a Jesús.
A todo esto parecerá que Leonardo fue la voz que clama en el
desierto. A fin de cuentas, muchos grandes genios han sido unos
excéntricos, cuando menos. A lo mejor ése fue otro aspecto de su
vida en que anduvo lejos del rebaño, de los convencionalismos de su
época, solo e incomprendido. Pero nosotros también sabíamos, y ello
desde el comienzo de nuestras averiguaciones (hacia finales del
decenio de los ochenta), que recientemente habían aparecido pruebas,
aunque de naturaleza muy controvertible, que le relacionaban con una
sociedad secreta poderosa y siniestra.
Este grupo, que se afirma
existió desde varios siglos antes que Leonardo, incluyó a varios de
los individuos y las familias más influyentes de la Historia
europea, y de acuerdo con algunas fuentes existe todavía. Se dice
que entre los promotores de esa organización figuran no sólo
miembros de la aristocracia, sino incluso algunas de las figuras más
eminentes de la vida política y económica actual, que la mantienen
viva en razón de sus propios objetivos particulares.
En nuestros comienzos tal vez habíamos acariciado la idea de una
vida tranquila en las galerías de arte, dedicados a descifrar
pinturas del Renacimiento. No podíamos andar más lejos de la
realidad.
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