por Alberto Medina Méndez
28 Enero 2015
del Sitio Web
ON24
Si bien la política funciona de acuerdo a su propia matriz, cuando
se acerca la campaña todo se exacerba y, entonces, la necesidad de
utilizar ciertos términos con mayor cuidado se vuelve vital para sus
propios intereses.
En el territorio de lo electoral parece que la sinceridad no genera
gigantescos dividendos y el embuste es mucho más apreciado.
Eso se deriva de las evidencias
cotidianas y explica porque los dirigentes prefieren utilizar frases
ambiguas, vocablos que no dicen casi nada y hasta inventan un nuevo
vocabulario con tal de no llamar a las cosas por su nombre.
Existe, en esto, una enorme responsabilidad de una ciudadanía
pusilánime que prefiere un lenguaje oscuro a la franqueza como
virtud. Tal vez sea saludable que la sociedad revise su demasiado
habitual doble estándar.
En su retórica cotidiana, la que utiliza en su vida privada, en
familia, con amigos o en el trabajo, repite hasta el cansancio que
su prioridad es la verdad ante cualquier circunstancia, por dolorosa
que ella sea.
Lo cierto es que frente a la mala noticia, se ofende con facilidad
por la falta de valentía de su interlocutor de turno, que no le
anuncio oportunamente los hechos, como corresponde, sin rodeos. Pero
lo que más lo incomoda es que la novedad le impone una acción que no
quiere emprender.
Aceptarla, implica atravesar una
situación difícil que detesta, y es allí cuando convierte la verdad
en una lista interminable de sentimientos negativos.
Cuando esas verdades fluyen de un modo claro e inequívoco, con
energía, y hasta con la crueldad con la que resulta imprescindible
que sean explicitadas, entonces opta, enfurecido, por no premiar las
correctas actitudes, estimulando, sin pudor, a los eternos
mercaderes de la mentira.
Los políticos engañan, ya no por convicción, sino por conveniencia.
Ellos entienden que eso se traduce
indudablemente en resultados. El dirigente que explica lo que está
pasando, que muestra lo que sucede y que plantea los niveles de
responsabilidad que tiene la sociedad frente a la realidad, no será
debidamente reconocido y será expulsado del juego electoral.
Las adversidades nunca son bienvenidas. Jamás se desea escuchar
sobre la responsabilidad de la gente sobre ellas. Eso obligaría a
asumir cierta culpa sobre lo que ocurre.
Es la misma razón por la que muchos
ciudadanos ni siquiera pueden reconocer que en el pasado votaron al
gobernante actual, o al anterior. Eso implicaría hacerse cargo del
presente. En realidad, la sociedad no está dispuesta a aceptarlo de
un modo tan contundente.
Pronto comenzará esa dinámica en la que los políticos hablarán de lo
que viene y de lo que piensan hacer. Otra vez recurrirán, con mucha
sutileza, a las evasivas, a la terminología difusa, apelando a la
confusión y, a veces también, a la ignorancia sobre el significado
de cada palabra.
Es el momento del proselitismo, y por lo tanto, una renovada ocasión
de mentir descaradamente.
Ellos saben que tendrán que tomar
decisiones importantes, pero no lo admitirán ahora. Esperarán que la
gente exprese su voluntad y después recién definirán lo que pueden
realmente hacer.
No desconocen lo que resulta preciso hacer. Suponerlo sería
demasiado ingenuo. Lo saben, pero también tienen conciencia de que
importa más no pagar elevados costos políticos, ni perder poder de
un modo efímero.
Su talento no tiene que ver con saber resolver problemas, mucho
menos aun con ser los adalides de la defensa de la gente. En todo
caso, su mayor atributo pasa por comprender como funciona el poder,
como se lo obtiene y, fundamentalmente, como se lo retiene en forma
indefinida.
En estos últimos años ese trágico esquema de mentiras encubiertas,
de planteos borrosos, se ha perfeccionado en muchos ámbitos. No solo
la política cayó en esa trampa sino también una ciudadanía cómplice.
La sociedad llama robustos a los gordos, privados de la libertad a
los presos y se refiere al aborto como interrupción del embarazo. La
política también hace lo suyo creando su propio léxico. Así fue que
el reacomodamiento de precios reemplazó a la inflación, la
inseguridad al exceso de criminales y la expansión monetaria a la
emisión descontrolada e irresponsable de billetes.
En este contexto de elecciones, todos los dirigentes saben que la
coyuntura no será fácil.
Oficialistas y opositores entienden que
heredarán una "bomba de tiempo", pero como consideran que es
políticamente incorrecto decirlo, han decidido transitar el sinuoso
y cínico camino de reconocer los aciertos del gobierno y solo hablar
de asignaturas pendientes o de la necesidad de seguir en el camino
de la profundización de los logros, según sea el caso.
El que triunfe en los comicios tendrá la dura tarea de conducir la
transición. Deberán adoptar determinaciones drásticas haciendo
importantes ajustes a la economía.
Tendrán que reducir abruptamente el
gasto estatal, bajar la emisión monetaria hasta neutralizarla,
adecuar las tarifas de los servicios públicos a niveles de mercado,
recomponer rápidamente las reservas monetarias, atraer inversiones,
recortar los impuestos, disminuir aranceles, desregular el comercio
exterior, integrarse al mundo, entre otras cosas.
Nada de eso será fácil, ni gratis. Claro que se deberán pagar los
"platos rotos", como siempre que se intenta superar un problema en
el que se tiene plena responsabilidad en su gestación.
El "médico" tiene claro lo que debe
hacer, pero también sabe que tendrá que mentirle a su "paciente". Es
que las reglas políticas que ha impuesto esta sociedad cobarde,
alientan a la mentira, invitan a la trampa, aplauden la creación de
una jerga que suavice las verdades y hasta logre ocultarlas.
Es importante saber que se inicia un
recorrido sin retorno hacia esa patética etapa de los eufemismos.
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