por Alberto Medina Méndez
29 Junio 2015
del Sitio Web
ON24
Cuando se observa la realidad cotidiana y sus frecuentes
despropósitos es importante entender que la responsabilidad primaria
siempre le cabe a la dirigencia política.
Ellos no pueden hacerse los distraídos y, mucho menos, endilgarle a
la sociedad la culpa sobre todo lo que acaece. Si ocupan ciertos
cargos es porque han tomado la decisión individual de postularse
para alcanzarlos. No importa mucho si han sido electos o solo
convocados por quienes consiguieron ese apoyo popular.
En cualquier caso no están ahí por
casualidad sino como consecuencia de una determinación explícita.
No es diferente el caso de los que aún no han logrado obtener esos
puestos solo por no haber cosechado suficiente respaldo. Nadie los
está empujando hacia esa meta. Son ellos los que se proponen ese
desafío personal.
Sin embargo, no es bueno ignorar que los ciudadanos tienen también
una elevada cuota de responsabilidad frente a lo que acontece a
diario. Ellos tampoco pueden desentenderse como si todo fuera
producto exclusivo de la acción maligna de terceros inescrupulosos.
Lo que sucede no es más que el resultado de una compleja combinación
entre las intenciones de los políticos y las actitudes de la
sociedad. En algún lugar entre esos dos puntos, se termina ubicando
lo que finalmente ocurre.
A veces son los políticos los que imponen sus prioridades y
manipulan todo para hacer lo que les conviene. En algunos casos su
tarea pasa por concretar sus visiones y conseguir el consenso para
que su idea tenga el sustento suficiente. En otras ocasiones, solo
usan a la gente para sus fechorías de rutina.
No menos cierto es que la sociedad funciona de un modo bastante
similar. A veces empuja a los políticos hacia el sendero adecuado
reclamando lo necesario, pero tampoco están ausentes esos momentos
en los que se los impulsa a promover planes insensatos, absurdos e
imprudentes.
Tal vez el mayor pecado de una comunidad sea el de la omisión, esa
instancia en la que la inacción y el silencio se
convierten en esa letal herramienta, que con cierta complicidad,
le entrega un cheque en blanco a la política para hacer lo que sea,
sin medir sus abominables derivaciones.
Si se comprenden los niveles de incumbencia que le caben a la
ciudadanía y se logra mensurar el costo de la pasividad, es posible
que la gente consiga estructurar los mecanismos precisos para
construir instituciones que puedan articular los intereses de todos
e incidir con fuerza en la clase política.
El talón de Aquiles de la política sigue siendo su temor a la gente.
Cuando la sociedad civil logra coordinar acciones y consigue
conformar un grupo sólido de actores relevantes, finalmente
establece una agenda consistente y entonces su potencialidad se
vuelve temible y su poder trascendente.
Abundan saludables ejemplos de instituciones de la sociedad civil
que han logrado una acción compacta de la mano de una vigorosa
perseverancia.
Esas entidades se transformaron en un
verdadero y eficiente muro de contención frente a los abusos tan
habituales. Allí donde esas organizaciones florecen, la política
tiene menos poder, se encuentra muy acotada y sus movimientos quedan
absolutamente condicionados.
Lamentablemente, demasiada gente sigue creyendo en los esfuerzos
espasmódicos. Se irritan frente a un hecho puntual, se escandalizan
cuando algún disparate emerge, pero su escasa tenacidad termina
siendo su mayor enemigo. La política conoce muy bien esa dinámica.
Sabe que el enojo caótico dura solo algún tiempo para luego
desvanecerse. Los dirigentes solo deben tener la paciencia
indispensable y esperar que todo se diluya.
Una ciudadanía activa no es suficiente para garantizar que la
política haga lo correcto, pero se convierte en un instrumento vital
para evitar que ciertos dislates se reproduzcan. Para ello hace
falta que aparezcan liderazgos ciudadanos capaces de coordinar una
participación inteligente.
Nada es seguro, pero una sociedad civil
organizada, desestimula a los mediocres, a los improvisados y a los
corruptos, de esos que pululan en la política.
El modo más eficiente de mejorar la política no solo es poblarla de
figuras de mayor jerarquía. También resulta importante que la
contribución ciudadana sea significativa y para eso es esencial que
la gente se encargue de ocupar los espacios indelegables que le
tocan en suerte. En el barrio, en el club, en el consorcio, allí
donde resulte posible y necesario, debe existir una ciudadanía
comprometida capaz de señalar el camino.
Si esto se entiende, será cuestión entonces de pasar a la fase
siguiente, la de la organización, la del aprendizaje y la
imprescindible gimnasia que solo el ejercicio cotidiano de una
ciudadanía responsable otorga.
Queda claro que nada es fácil.
Ambos se equivocan...
Tal vez sea tiempo de comprender lo que sucede y abandonar esa
patética actitud de victimizarse sistemáticamente, de enfurecerse
por poco tiempo, para pasar a la etapa de
la acción consistente, esa que no
promete resultados, pero que tiene una chance concreta de lograrlos.
Sin dejar de lado la importante responsabilidad que le cabe a la
política, tal vez la ciudadanía puede evitar que la inercia presente
siga su curso.
Para eso será imprescindible no repetir
las lamentables experiencias, esas que la historia muestra como esa
secuencia conocida de movilizaciones coyunturales, enfados
anecdóticos e innumerables decisiones intermitentes.
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