por Alberto Medina Mendez
26 Julio 2015
del Sitio Web
ElOjoDigital
Es presidente de la
Fundación Club de la Libertad
y conduce el programa de radio 'No
Está Todo Dicho' y su similar en TV, en la
provincia de Corrientes, Argentina.
Colabora
periódicamente en
Infobae
(Argentina) y el sitio Web en español del
Instituto Cato. |
En política, parece inevitable separar el proceso electoral del
efectivo ejercicio del poder.
Los más pragmáticos sostienen, con
bastante evidencia a su favor, que es necesario concentrarse primero
en acceder al poder para luego, recién, soñar con la posibilidad de
cambiar la realidad.
Entusiasmados con esas consigas apelan, sin dudar, al "vale todo",
convirtiendo al medio en un fin. Así, nacen las frecuentes
concesiones que derivan en el ocultamiento premeditado de las
convicciones más profundas.
Para los que hacen política, esto no es realmente grave, ni siquiera
es demasiado cuestionable. Para ellos, esas son las inmutables
reglas de juego vigentes. Si alguien pretende conquistar el trono,
deberá recorrer irremediablemente ese sendero, por despiadado y
cruel que parezca.
Alcanzar el poder implica someterse a la voluntad popular y a las
demandas de una sociedad que establece sus propios objetivos. Son
muchos los ciudadanos que entienden que la política debe resolver
sus problemas, y pretenden que sus dirigentes se ocupen del tema
dándole total prioridad.
No interesa si esos programas son justos, razonables o absolutamente
inviables. Lo relevante es que serán esos los criterios que
definirán los perfiles de los candidatos y sus predecibles alegatos
de campaña.
La sociedad es escéptica, y no confía en que la dinámica electoral
encamine todo adecuadamente. Pero también sabe que, ante la falta
de alternativas, éste es el modo menos ineficiente de influir en
la opinión ciudadana.
Los políticos recitan discursos, casi siempre diciendo lo que la
gente quiere escuchar. Contratan encuestas y dialogan con muchos,
solo para diseñar un relato que se ajuste afinadamente a los
requerimientos de la comunidad, y les permita lograr los votos
suficientes para llegar al poder.
Por eso es que, rara vez, la política
realmente lidera. En la inmensa mayoría de los casos, lo hace la
sociedad, explicitando lo que pretende y es la política la que
finalmente promete soluciones a esas exigencias. Los dirigentes son
solo meros seguidores, instrumentadores circunstanciales de planteos
que la sociedad impone unilateralmente sin participación de la
política.
En ese esquema, los políticos solo
perfeccionan y mejoran las formas de husmear en las prioridades de
la gente, y en vez de "dirigir" el recorrido, solo terminan siendo
herramientas descartables de ese atroz proceso.
Tal vez por eso tampoco sean respetables los políticos. La
ciudadanía sabe que aquéllos mienten descaradamente, qué dicen solo
lo que resulta útil y oportuno, para luego, en el accionar
cotidiano, hacer cualquier otra cosa.
Es un juego de una gran hipocresía. La sociedad reclama sobre
opinables asuntos, los políticos abandonan sus convicciones y dicen
lo que la gente espera. El resultado está a la vista, y no merece
consideraciones adicionales.
Hay mucho de patético en todo el proceso. Demasiadas actitudes
inapropiadas, bastante de cinismo y, sobre todo, una enorme dosis de
inmoralidad - parece difícil interrumpir este círculo vicioso. Ante
la ausencia de un sistema que sea percibido como superador, solo
resta esperar que aparezcan líderes con mayúsculas, aunque no
existen estímulos suficientes para que ello ocurra.
La llegada al ruedo de personas de honor, preparadas para compartir
su visión sin esperar una recompensa electoral en el corto plazo,
parece solo una utopía o, en el mejor de los casos, una ingenua
expresión de deseos.
Si esos individuos estuvieran en la
escena, ciertas ideas podrían prosperar, algunos ciudadanos se
cuestionarían sus verdades irrefutables y se aspiraría a que empiece
a modificarse lentamente el curso de los acontecimientos.
Infortunadamente, la política está repleta de ansiosos y voraces
personajes que solo piensan en términos de inmediatez.
Ellos pretenden ocupar cargos pronto, y no tienen la paciencia que
merece un genuino cambio de rumbo.
A menudo, pueden identificarse individuos personas que tienen
principios y que podrían administrar el porvenir, pero lo cierto es
que, frente a un proceso electoral concreto, son muchos los que
deciden dejar de lado sus elaborados argumentos para terminar
repitiendo lo que la mayoría reclama.
Inexorablemente, deciden sucumbir frente
a sus ansias de alcanzar la cima y entonces todo vuelve al inicio.
Así no se puede construir nada sensato y, menos aún, pedirle a la
gente que crea en la política y que participe.
Si el requisito para hacer política es mentir, ser hipócrita y estar
dispuesto a arrojar la honra al suelo para abandonar definitivamente
las convicciones, no es esperable que "los mejores" quieran ser
parte de esta parodia.
Parece ser este el denominador común de todo proceso electoral...
O el sistema cambia algún día, vaya a
saber gracias a qué extraño mecanismo difícil de imaginar, o aparece
mágicamente ese paciente héroe dispuesto a liderar la interrupción
de esta pérfida inercia, o se seguirá asistiendo a este triste
espectáculo en el que la campaña es solo una secuencia de falsos
discursos ajustados a las supuestas demandas de la sociedad.
Entretanto, esta pantomima se repetirá hasta el infinito y el
montaje solo mostrará, como hasta ahora, una gran farsa en la que un
conjunto de dirigentes políticos siguen dispuestos a claudicar
para triunfar...
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