por Alberto Medina Méndez
23 Agosto 2015
del Sitio Web
TeoduloLopezMelendez
Versión en italiano
La corrupción atraviesa a los gobiernos desde hace
mucho tiempo...
Su omnipresencia abruma y su permanencia
se sostiene sobre su naturaleza estructural, esa que la hace casi
imposible de erradicar. Es tal su potencia que ha logrado que la
sociedad la naturalice, la incorpore como parte del paisaje y, en
ese contexto, tolere convivir con ella casi sin escandalizarse.
Este fenómeno cultural ha penetrado con tanta fuerza que no solo los
corruptos creen estar haciendo lo correcto y asumen que cualquiera
haría lo mismo en su lugar, sino que también los que entienden que
ese modo de vida es incorrecto parecen haber caído en la trampa de
la mansedumbre.
El daño que este perverso hábito ha generado no solo impacta a la
hora de vaciar las arcas del Estado en cualquiera de sus formas,
saqueando los recursos de toda la sociedad.
El asunto es más complejo aún y los
alcances del deterioro moral son mucho más profundos que lo que
pueda imaginarse.
Es increíble observar como se ha desplazado el umbral que traza la
línea entre las personas integras y los criminales. El saber popular
solo colocará en la lista de los corruptos a aquellos que delinquen
con obscenidad, los que lo hacen con absoluto descaro y sin ningún
tipo de escrúpulo.
Los sutiles, los mesurados, los más educados y menos burdos,
quedarán prácticamente eximidos de su responsabilidad. Es que la
experiencia cotidiana indica que todos los que conducen los destinos
del gobierno, tendrán que hacerlo de algún modo, por lo tanto lo que
termina importando son las formas y eventualmente los montos, y no
necesariamente la actitud.
Es demasiado impactante seguir de cerca esos diálogos en los que
parece vital desplazar del poder a los delincuentes de turno para
reemplazarlos por otros que, haciendo lo mismo, solo han tenido
ciertos cuidados para no parecerse demasiado a los primeros.
Es tiempo de que la sociedad se sincere plenamente y se anime a
explicitar con total claridad cuáles son sus verdaderos
valores morales.
Es relevante saber, a estas alturas, si
realmente la corrupción es absolutamente inaceptable o solo se trata
de rechazar lo grosero y rústico, de cuestionar los modos y ciertos
desagradables estilos personales.
Por triste que resulte, se ha instalado vigorosamente una postura
demasiado frecuente, que plantea argumentos frágiles, de gran
debilidad no solo intelectual, sino de una relatividad moral que
espanta.
Gente inteligente, con acceso a la educación, sin carencias
económicas que condicionen su supervivencia, son los que militan con
más vehemencia en esta eterna e inexplicable doble moral.
Despotrican contra los malhechores cuestionando sus aptitudes y
criticando su indecencia crónica, pero con idéntico entusiasmo
idolatran a personajes de dudosa reputación que solo pueden
mostrarse como una versión atenuada de similares conductas.
Al final, todo parece ser una simple cuestión de magnitudes. Los que
roban mucho son considerados corruptos, pero para los que lo hacen
moderadamente existe un indulto social completamente incomprensible.
Es patético, pero definitivamente contemporáneo. Una importante
porción de la sociedad solo aspira a elegir a los ladrones
más civilizados, simpáticos y discretos. Los honestos
prácticamente no aparecen en la grilla y entonces la comunidad no
hace más que optar entre diferentes delincuentes.
El problema de fondo es que los honrados no participan lo suficiente
como para cambiar la esencia de la política, aunque es justo
reconocer que muchos lo intentaron.
Algunos, luego de hacer su máximo
esfuerzo, se encontraron con que todo era mucho más complejo de lo
previsto. Los menos perseveraron y aún siguen intentando ese difícil
recorrido. Otros decidieron desistir frente a las infinitas e
insalvables dificultades.
Un grupo importante de los que ingresaron a la política para aportar
integridad, decidieron mutar y aceptar las impiadosas reglas de
juego, claudicando en sus convicciones, bajo el cómodo argumento de
asumir que no existe otro modo de hacer política que abandonar los
principios.
Es importante no resignarse con tanta docilidad y creer que todo
seguirá siendo igual, solo porque siempre fue así.
Los cambios se consiguen, primero
asumiendo que resulta posible lograrlo. Las utopías dejan de serlo
cuando se actúa en consonancia con los sueños. Si no se hace nada al
respecto, seguirán siendo solo ideales vacíos de los que nadie se
ocupa.
Claro que se pueden admitir que existen ciertas circunstancias en
las que se debe elegir el mal menor. No se debe dejar de lado lo
pragmático frente a una situación límite. Muchas veces se trata
justamente de optar por la alternativa menos desagradable.
Lo que resulta inadmisible es convertirse en un entusiasta impulsor
de un grupo de bandidos, con el agravante de disimular
deliberadamente sus inocultables vicios, minimizar sus defectos,
para transformarlos en artificiales adalides de la eficiencia y la
honestidad.
Lamentablemente son lo que son, solo
más de lo mismo.
En todo caso pueden ser aceptados como
parte de una amarga transición que permita luego empezar a construir
una opción superadora, mucho mejor, más aceptable, esa que valga la
pena promover y de la que se pueda sentir un genuino orgullo.
El camino consiste en ser suficientemente crítico, disponerse a ser
parte de una construcción realmente virtuosa y evitar la infantil
complacencia de siempre, esa que termina siendo la impudicia de la
indulgencia...
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