por Alberto Medina Méndez
30 Agosto 2015
del Sitio Web
TeoduloLopezMelendez
La humanidad ha intentado evolucionar en la articulación de sistemas
de convivencia que fueran superadores, que permitieran dejar de lado
prácticas inapropiadas para reemplazarlas por otras mejores.
El primer desafío fue abandonar la
vigencia de la eterna "ley del más fuerte" como método único para
resolver conflictos, y eso fue parcialmente logrado.
Los sistemas de gobierno han ido progresando en ciertos aspectos y
deteriorándose, sin disimulo, en muchos otros. El más escandaloso lo
protagoniza la falta de transparencia en el uso de los dineros
públicos.
Las decisiones de los gobernantes, el modo en el que actúan a
diario, forman parte de una gran "caja negra". Solo se conoce el
inicio y el final, pero nada se sabe del proceso por el que se
atraviesa para llegar hasta allí.
Mecanismos como esos fueron acumulándose inexorablemente en un
contexto de crecimiento exponencial del tamaño de los Estados, con
más roles a su cargo y con una desproporcionada magnitud del gasto.
Esa compleja estructura sirvió de justificación para ocultar la
cantidad y calidad de ese gasto.
Esos gobernantes han utilizado, sin
miramientos ni reparos, esta dinámica para perpetrar sus más
variados delitos. Instrumentaron intrincados procedimientos,
intencionalmente plagados de infinitos pasos burocráticos,
tendientes a generar mayor confusión, con la meta clara de disfrazar
sus innumerables irregularidades.
Que la ciudadanía conozca en detalle, cómo, cuánto, dónde y cuándo
gastan los gobiernos es un derecho inalienable y no precisamente un
favor, un gesto o una concesión que deban hacer quienes administran
el Estado.
En tiempos de tanta tecnología disponible, las excusas ya no sirven.
Todo el gasto estatal puede ser transparentado en la medida que
exista suficiente voluntad política. Si aún no se ha avanzado en
esta dirección es solo porque los gobernantes han tomado la
explicita determinación de no hacerlo.
Eso no es casualidad. Es la consecuencia inevitable de una
combinación casi letal.
Por un lado la primacía de políticos
corruptos que utilizan esta oscura ventana para sus dislates, para
manejar todo con absoluta discrecionalidad, sin rendirle cuentas a
nadie. Ellos actúan como si se tratara de su dinero,
olvidando que son recursos que han sido previamente detraídos de los
ciudadanos, vía impuestos, para supuestos loables fines que luego no
se concretan en lo más mínimo.
Pero nada de esto se podría llevar adelante si la sociedad no fuera
la principal cómplice silenciosa de estas aventuras demasiado
habituales.
La naturalización de ciertos rituales de
la política, como el ocultamiento premeditado de información vital,
debería preocupar, sin embargo forma parte de una rutina
contemporánea que la gente erróneamente aprueba.
A no confundirse. Este no es un problema exclusivo de los que
gobiernan 'ahora'.
Los circunstanciales opositores hacen
poco al respecto. Denuncias aisladas, cuestionamientos puntuales,
son utilizados como un ardid político solo para sumar votos. Ellos,
también pretenden ocupar los mismos lugares de poder y, en esa
instancia, utilizar esos fondos con idéntica arbitrariedad.
Si se comprende cabalmente que el problema de fondo radica en la
equivocada conducta de los políticos y de la sociedad, unos
ejecutando y otros soportando pasivamente, pues la
solución está un poco más cerca.
No se puede esperar que la clase política elimine sus propios
privilegios. Nunca destruirán lo que han diseñado con esmero. La
administración de la caja estatal es su principal fuente de poder y
no piensan ceder su control.
Pedirles un acto de renunciamiento sería desconocer su esencia y
caer en un infantilismo demasiado imprudente. Por lo tanto, el
derrotero para desmontar esta atrocidad que crece a diario, es que
la sociedad tome una enérgica postura, diametralmente opuesta a su
indiferencia actual.
Muchas organizaciones de la sociedad civil se dedican a encomiables
objetivos cívicos, desde la difusión de ideas, a la solidaridad,
pasando por la defensa de intereses sectoriales, la promoción de
buenas conductas y el combate contra diferentes males que aquejan a
muchas personas.
Eso no está nada mal, pero queda claro también que ninguna ha hecho
esfuerzos suficientes para exigir transparencia.
No sirve que la queja se haga de tanto
en tanto. Se precisa de una acción directa, permanente,
perseverante, que se constituya en un verdadero límite para que los
inescrupulosos de siempre se sientan suficientemente observados.
Ellos no muestran demasiado pudor, pero es probable que tengan algún
temor a ser descubiertos. Saben que no gozan de prestigio. Eso no
los intimida. Su pánico reside en pagar costos políticos elevados y
que esas situaciones atenten contra la posibilidad de continuar con
sus fechorías.
Existe una luz de esperanza para aquellos que creen que los sueños
pueden hacerse realidad. Claro que no es fácil ni simple. Nada
ocurrirá sin esfuerzo.
Una eficaz organización de la sociedad y
un tenaz accionar en el sentido correcto puede poner ciertas cosas
en orden, disuadir a muchos, y después de incansables luchas,
posiblemente, logre inclusive marginar a los peores.
No resulta necesario que toda la sociedad tome ese camino.
Un pequeño, pero decidido, grupo de
entusiastas ciudadanos podría asumir la responsabilidad de liderar
ese proceso exponiendo las felonías cotidianas de la casta política.
La pretensión de contar con funcionarios que administren la cosa
pública con transparencia no es una fantasía si se empieza a
recorrer el sendero adecuado.
Aunque parezca difícil, bien vale la
pena intentar esa batalla para lograr, algún día, la utopía de un
gobierno diáfano...
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