por Alberto Medina Méndez
04 Octubre 2015
del Sitio Web
TeoduloLopezMelendez
Un típico gesto hipócrita de este tiempo es transitar esa senda que
jamás consigue alinear discurso y acción.
Todos recitan que prefieren la verdad al
engaño, sin embargo frente a lo irremediable e inocultable, optan
sin dudar por la más confortable posibilidad de escaparse de la
realidad y dejarse seducir por los encantos de las fantasías y las
eternas falacias.
Se trata, indudablemente, de una actitud enfermiza, de un fenómeno
sociológico totalmente irracional y hasta patológico, que se ha
vuelto crónico, sin que aparezca con claridad el modo de interrumpir
su inercia.
Nadie, en su sano juicio, se animaría a confesar que prefiere que le
mientan que precisa ser engañado para vivir en un mundo de ficción,
porque teme enfrentarse a la realidad y asumir sus abrumadoras
consecuencias.
Cierta tendencia natural de los ciudadanos los invita a buscar
culpables por fuera. Es la forma más burda de quitarse
responsabilidades respecto de lo que sucede.
Es por eso que la
política resulta tan funcional a la sociedad.
Después de todo, esos pérfidos personajes que deambulan en esa
actividad son un blanco fácil para esa misión. Muchos de ellos son
corruptos, abundan allí detestables individuos que no merecen
respeto alguno.
Sus ambiciones desmedidas y sus hábitos más que
reprochables los convierten en una casta que no genera ningún tipo
de admiración.
Por eso cabe revisar el presente minuciosamente.
No se trata de que los políticos
mienten, sino de entender porqué sucede eso.
No parecen tener, esos
dirigentes, incentivo alguno para decir la verdad. Muy por el
contrario, los que tienen el coraje de plantear los problemas con
franqueza, describiendo las dificultades y explicando los
sacrificios imprescindibles para prosperar no logran adhesión
electoral y sólo consiguen el desprecio cívico.
En cambio, los demagogos de siempre, esos que prometen lo imposible,
lo absolutamente irrealizable, cuentan con un aval categórico e
incondicional que les permite obtener los votos suficientes para
triunfar y acceder al poder. Los políticos intentan agradar a los
votantes aplicando una lógica irrefutable.
Solo dicen lo que la
gente quiere escuchar...
La sociedad debe replantearse su rol y su evidente falta de
compromiso. La tragedia se inicia cuando se decide expresamente
rechazar la idea del esmero como requisito para superar los
inconvenientes.
Eso explica porque se aplaude sin
inmutarse a los políticos que garantizan que lo que viene será mejor
y proponen un porvenir absurdamente optimista.
Cuando se espera que todo sea simple,
con una realidad diseñada a la medida de los deseos, como en un
cuento de hadas, nada resulta y todo es frustración.
Los dilemas se superan, en cualquier escenario coyuntural, cuando
son afrontados con determinación e inteligencia. No se los resuelve
de cualquier modo, y mucho menos, con improvisaciones y posturas
displicentes.
Los asuntos de la comunidad deben ser analizados con paciencia y
detenimiento para ser abordados luego con criterio y sensatez. Nada
es gratis. Y lo que realmente vale, siempre cuesta. Pretender que
esto sea diferente es definitivamente ingenuo y hasta demasiado
infantil. Por eso la sociedad tiene en esto una gigante e
indelegable cuota de responsabilidad.
Los políticos tramposos son hijos de esta sociedad enferma que
prefiere la mentira a la verdad, que premia a los embusteros con su
voto y castiga a los que muestran con crudeza que solo el esfuerzo
permite el progreso.
A no quejarse entonces y, en todo caso, a generar los cambios que se
anhelan.
Las ambigüedades de los discursos
políticos son solo un derivado esperable que se ajusta a las
retorcidas demandas de una sociedad mediocre que no solo vota a esos
políticos, sino que ni siquiera tiene la honestidad intelectual de
reconocer su propia y objetable conducta cívica.
Una sociedad que aplaude apasionadamente a una clase política
repleta de farsantes, se debe a sí misma, una enorme autocrítica. La
simplificación que lleva a culpar a los que se dejan utilizar, a los
que venden su voto, a los “clientes” de la política, solo muestra un
gran cinismo ciudadano.
El cambio empieza por cada uno y ahora. No existe magia ni alquimia
que resuelva este presente.
No se debe esperar que los demás
empiecen a modificar su patética actitud. Es probable que sea el
momento de dar el ejemplo y asumir ese liderazgo social que movilice
a la comunidad invitándola a hacer lo preciso, a actuar con enérgica
corrección. Se debe evitar caer en la cándida postura de buscar
causantes alrededor.
Solo basta con mirarse al espejo y
repasar las acciones personales del pasado reciente.
Cuando la gente deje de votar a los embaucadores y empiece a darle
respaldo concreto a los que proponen el máximo esfuerzo, a los más
serios y preparados, a esos que hablan del futuro con sin eufóricos
discursos, porque creen que con sacrificio se superaran las
dificultades, para que luego todo pueda estar solo un poco mejor,
recién en ese instante, se abrirá la puerta para que la sociedad
pueda sentirse orgullosa de sí misma.
Para que eso ocurra no se debe esperar nada.
No depende de las circunstancias
económicas actuales, ni tampoco del contexto político, ni mucho
menos de las agrupaciones partidarias.
Solo es necesario tomar la decisión
adecuada y abandonar esta práctica aberrante de comprar ilusiones y
continuar con esta impronta de seguir entusiasmados con las
mentiras.
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