por Cordura
24 Julio 2010

del Sitio Web ElBlogDeCordura

recuperado a través del Sitio Web WayBackMachine

 

 

El mal, de cuyo origen ya nos ocupamos en otra ocasión, tiene entre los humanos un éxito no por lamentable y lamentado menos espectacular y grandioso.

 

¿Porqué?

 

 

 

El niño quería de entre todos aquel pastel, concretamente ése, y no podía tolerar que su hermana se lo quitase.

 

Acabaron enzarzados y rebozados en crema, nata y chocolate. Él, más fuerte, se impuso y se comió el pastel (o lo que quedaba del mismo), mientras la niña lloraba.

Para empezar, el mal tiene éxito porque nos sale naturalmente.

 

Lo manifestamos desde pequeños, incluso entonces más crudamente (también con más "inocencia", que es como llamamos a la ausencia infantil de malicia o cálculo avieso).

También es cierto que, avivado por la educación que usualmente recibimos de niños, algo dentro de nosotros nos reprocha los malos actos.

 

Ese algo no es propiamente nosotros mismos, sino un "intruso" benefactor que trata de guiarnos (ver "La gran paradoja humana").

Cuando el niño terminó de saborear su pastel preferido, se volvió de nuevo hacia su hermanita. Comprobó que todavía moqueaba y que sus ojos seguían húmedos.

 

Le vino entonces a la cabeza aquel momento, no hacía mucho, en que varios compañeros suyos no le dejaron jugar al fútbol con ellos. Se sintió marginado y lloró. Ahora, mirando a su hermana, se compadeció y se dijo que había sido un poco bruto.

En nuestra experiencia vital, tan pronto podemos hacer el mal como sufrirlo.

 

Eso acaba generando en nosotros comprensión, y aun compasión, respecto al sufrimiento ajeno. O sea, respecto al mal que padecen, a veces por culpa nuestra.

Pero ni la conciencia ni la compasión son suficientes para acabar con nuestra inclinación al mal.

 

Por eso la mayoría de nosotros, conforme crecemos, aprendemos a refinar nuestra maldad, de manera que cuando la ponemos en práctica no resuene en nosotros tan estridente la molesta vocecita interior.

Nuestro niño ya estaba cerca de la veintena y era apuesto, pícaro y extravertido. Atraído por aquella linda muchacha a la que no dejaba de mirar de arriba abajo, se aproximó y entabló fácil conversación con ella.

Muy pronto supo su nombre y, al escuchar su dulce voz, quedó reforzada la atracción que por ella sentía. Para distender aún más la situación, echó mano varias veces de su sentido del humor y ella rió de buena gana.

 

Entremedias, recurrió a hábiles adulaciones que no hacían sino complacerla...

En la práctica, lo que hacemos al refinar el mal es disfrazarlo. Disfrazarlo de bien.

Somos malos, pero nos gusta lo bueno (nos viene bien) y sabemos que a los demás también les gusta. En gran medida, nos ocurre con el bien moral lo que con la belleza, que es parte del bien estético (lo bueno para los sentidos).

 

Pero la estética no se limita a la apariencia de personas y objetos; también pueden ser bellas las acciones... o parecerlo.

Entiéndase bien: por lo general, preferimos hacer el mal y recibir el bien (nuestro innato egocentrismo tiene mucho que ver con ello, sea en forma de huida del dolor, de anhelo de placer, o de voluntad de poder, los tres principales motores de nuestros actos).

 

Pero, a fin de lograr ambas cosas - llevar a cabo el mal que deseamos hacer, y recibir el bien (estético y moral) que buscamos - normalmente necesitamos cubrir el rostro de nuestra maldad con la máscara del bien.

Aquel joven salió a celebrar, como tantos compatriotas suyos, el éxito atribuido a su país.

 

Riadas de gente, alegre y bulliciosa, tomaban las principales calles y avenidas. Por doquier el ambiente era festivo. Los gritos y cánticos de júbilo, los cómplices bocinazos y trompeteos, se escuchaban aquí y allá sin cesar a medida que avanzaba la noche y corrían generosamente la cerveza, el calimocho y la sangría.

Hubo risotadas, bailes frenéticos, saltos, empujones, escupitajos... La calle se llenaba de basura mientras seguían predominando el goce, el buen humor y la lúdica algarabía.

 

El joven y sus amigos gastaron alguna que otra broma pesada a unos desconocidos, pero nadie - salvo quizá éstos - le dio demasiada importancia porque todo era una fiesta. Tampoco se la dieron cuando unos celebrantes quemaron una papelera y luego un contenedor, ni cuando otros rompieron el brazo de una estatua, ni siquiera al generarse varios altercados.

 

No eran más que "excesos" propios del maravilloso momento.

 

 

 

La fiesta es la explosión colectiva del simulacro humano en toda su extensión.

 

En ella (casi) todo queda justificado por la alegría compartida. Se rompen los límites habituales perdiendo la ley buena parte de sus prerrogativas. Sus participantes se desinhiben gracias a la misteriosa fusión que se opera entre sus almas.

 

Se trata de la,

"embriaguez de la comunidad [...], el secreto de la pérdida de la personalidad [y por tanto, de la responsabilidad] entre la multitud, de la unión mística de la alegría".

(H. Hesse, El lobo estepario)

En la fiesta se asume que todo es buena voluntad.

 

Por causa de ello, repentinamente se permite que aflore el mal hasta un grado muy superior que lo habitual, bendecido por las presuntas buenas intenciones (festivas) de los festejantes.

 

El abuso y hasta la violencia, en cierta dosis, se vuelven lícitos.

Ya en la edad madura, el candidato ganó las elecciones a base de promesas populistas. Naturalmente, durante la campaña su vista había estado puesta en hacerse con el poder... y luego ya veríamos.

 

Desde árboles, marquesinas y farolas, luciéndose por la tele, el rostro agradable y carismático, la sonrisa meliflua habían conquistado el corazón de sus conciudadanos casi con la misma facilidad con que antaño robasen corazones femeninos. Sus votantes veían en él un hombre honrado y cercano.

A su gobierno, ya en ejercicio, no le temblaría el pulso a la hora de sacrificar derechos (nunca los suyos, claro), atesorar poderes y promover guerras al alimón con brillantes estadistas de otros países. Siempre encontraba razones y eslóganes positivos para justificar sus decisiones.

 

No en vano la política es, dicen, el arte de lo posible.

Cuando uno se acostumbra a disfrazar el mal de bien, puede caer en la tentación del extremo refinamiento.

 

En tal caso, le gustará tanto ese bien que casi no buscará otra cosa en la vida. Búsqueda que se tornará su juego predilecto. Llegará a ser un consumado artista del mal que habrá derrotado al fin a la vocecita impertinente, devenida muda para siempre.

 

La mentira como estrategia, fiel a su padre y por supuesto perfectamente disfrazada de verdad, presidirá su vida entera y la de sus seguidores (y él, en un sentido profundo, no será más consciente que ellos de esa realidad).

 

A partir de ahí arribarán lo mismo la fiesta de la lujuria que la fiesta de las bombas: La fiesta del Poder.

Ya era demasiado tarde.

 

Cuando su cuerpo abandonó la tumba, con aspecto enfermo y diabólicamente feo, ya no había posibilidad de ocultarse; ni siquiera la más remota opción de arrepentirse. Todo había quedado al descubierto.

 

Lo peor es que todo el mal que hiciera (a su hermana, a sus amantes, a sus compatriotas, a la humanidad entera...) se le aparecía ahora en toda su repugnancia sin que pudiera ya hacer nada para atenuar esa imagen. Particularmente abominable le resultaba cualquier espejo.

Por delante ya sólo quedaba adorar abiertamente al Mal hasta la total extinción de su persona, que era lo que más anhelaba. El juego había terminado.

El mal tiene éxito porque define nuestra naturaleza (caída) pero también porque lo disfrazamos de bien.

Lo practicamos con agrado gracias al disfraz que le ponemos. Si pudiéramos - quisiéramos - verlo tal como es, crudo y desnudo, abominaríamos de él... De hecho, podemos, pero nos da tanto miedo que nos negamos a contemplarlo así (sería admitir que no nos aguantamos a nosotros mismos), preferimos velarlo bajo una máscara tolerable.

 

¿Quién podría soportar un cuadro tan monstruoso?

¡Necios!, pues sólo mirándolo tal cual es, podemos empezar a liberarnos de él.