10 Diciembre 2014
del Sitio Web
GazzettaDelApocalipsis
¿La humanidad ha
olvidado sus sueños?
¿Hemos perdido la ilusión como especie?
¿Ha muerto nuestra fascinación
por el proyecto colectivo que
representamos?
Muchas veces da la sensación de que efectivamente es así...
Parece como si los humanos hubiéramos caído presa de un cierto
sentimiento de hastío y desencanto. Casi como si estuviéramos hartos
de nosotros mismos.
Un estado mental que a la postre puede resultar extremadamente
peligroso, pues nos puede conducir a un estado de apatía global… o a
algo aún peor.
Un proyecto común
Queramos o no, todos formamos parte de este proyecto colectivo que
llamamos humanidad y es algo que de forma consciente o inconsciente
todos llevamos dentro.
Por ejemplo, cuando el primer hombre pisó la luna, todos pisamos la
luna con él.
Nadie pensó,
"Bah, hay un tío que no conozco de nada que ha
llegado a la luna…"
El clamor generalizado fue "¡Hemos llegado a la
Luna!", por más que cada uno, en su vida personal, estuviera muy
lejos de ser astronauta y que sentirse partícipe de esa hazaña no
tuviera ningún sentido lógico.
Siempre podremos discutir sobre la necesidad de los países, las
fronteras, las religiones, o todas las líneas y muros mentales que
nos dividen en grupos imaginarios y podremos discutir tanto como
queramos sobre la necesidad imperiosa de borrar todas esos muros
ficticios de nuestra mente.
Pero nadie podrá discutir el sentimiento de
pertenencia al colectivo humano que todos albergamos en nuestro
interior y que nos hace responsables y partícipes, a cada uno de
nosotros, de todos los logros y de todos los fracasos colectivos,
por más que nos consideremos a nosotros mismos individuos libres e
independientes.
Es algo que llevamos profundamente arraigado a nivel inconsciente.
Este sentimiento natural de pertenencia a la humanidad es el que
justifica que hablemos de un sueño colectivo o de una ilusión común
como miembros de la especie humana.
Y es que como humanidad, es innegable que en el pasado hemos vivido
momentos de gran efervescencia e ilusión, de sueños de conquista y
de exploración del mundo que nos rodea.
Los siglos XV, XVI, XVII y XVIII fueron testigos de la ilusión
occidental por el descubrimiento de nuevos territorios y por viajar
a los confines de la tierra inexplorada, aunque fuera con
intenciones explotadoras y criminales.
El siglo XIX fue testigo de nuestra esperanza ciega ante las
posibilidades de la técnica y de la ciencia. Creíamos que podíamos
conquistar la naturaleza y que llegaríamos a desentrañar los
secretos del universo gracias a nuestra capacidad de raciocinio.
Incluso en este pasado siglo XX, asistimos a uno de los momentos de
mayor ilusión colectiva: el sueño de la conquista del espacio, fruto
de la carrera espacial entre EE.UU. y la URSS, que culminó con la
llegada del hombre a la Luna.
Es una necesidad que forma parte de la esencia misma del ser humano:
-
pisar tierras desconocidas donde nadie más
haya estado
-
ver cosas que nadie más ha visto antes
-
descubrir qué hay más allá…
Muchas veces esta obsesión no tiene ningún sentido
práctico y está ligada al egocentrismo de algunos individuos y a sus
deseos de notoriedad, pero lo que no se puede negar es que en el
fondo, los seres humanos no podemos evitarlo: todos lo llevamos
dentro en mayor o menor medida.
Forma parte integral de lo que somos, de la misma forma que lo es
nuestra necesidad de crear obras artísticas o de comprender el cómo
y el porqué de todo lo que nos rodea.
Pero este impulso tan nuestro, que crece ligado a nuestros sueños
más esenciales, parece que se esté desvaneciendo.
Precisamente ahora, cuando disponemos de mayores conocimientos y
mejores herramientas y capacidades a nuestra disposición, cuando
somos capaces de alcanzar los objetivos más difíciles, cuando hay
más dinero invertido en investigación y cuando se realizan mayores
descubrimientos científicos en todos los campos… precisamente ahora,
es cuando esa ilusión casi infantil que lo impulsa todo, parece
difuminarse…
Es como si una llama se estuviera apagando en la psique humana, a
nivel colectivo.
Hay una frase del segundo hombre que pisó la luna, el astronauta
Buzz Aldrin, que define muy bien el sentimiento de desilusión al
que hacemos referencia…
"Me prometisteis colonias en Marte y en lugar de
eso, tengo Facebook".
Esta frase es altamente significativa, pues nos habla muy claramente
del letargo de nuestros grandes sueños e ilusiones colectivas.
Evidentemente, la frase se puede interpretar literalmente como una
muestra de desencanto personal por parte de Buzz Aldrin, como
astronauta y científico inmerso en la carrera espacial.
Y evidentemente, también la podemos circunscribir en el extraño
proceso de estancamiento que vive la humanidad en su conjunto en las
últimas décadas y que podríamos asociar, con poco margen para la
duda, a los intereses de los grandes poderes financieros, que siendo
propietarios de los recursos minerales y petrolíferos, han
ralentizado tanto como han podido el avance técnico y científico de
la humanidad, con el fin de alargar temporalmente su volumen de
negocio y disponer así del margen de tiempo suficiente
para poder concentrar el máximo poder en sus manos, con el fin de
garantizarse una posición preponderante en el siguiente paradigma
tecnológico, político, social y evolutivo (un salto adelante que
hemos iniciado de forma muy clara con
la actual crisis económica).
Pero por más que todo esto sea así, la frase de Buzz Aldrin es el
reflejo de algo mucho más preocupante: nuestro estado mental como
especie; un estado de apatía e indiferencia que contiene en su
interior el germen de nuestra propia destrucción…
2 FACTORES PSICOLÓGICOS CLAVE
Hay 2 factores que han contribuido enormemente a que la humanidad
llegue a este peligroso estado psíquico:
Saturación de Información
Uno de los grandes problemas de los hombres
actuales, es que hemos perdido nuestra capacidad de asombro.
Parece que la gente ya no es capaz de sentir una fascinación
duradera por nada; ya no hay nada que nos sorprenda ni nos
conmueva durante demasiado tiempo.
Y eso es debido principalmente a la saturación de información
que sufrimos en la sociedad actual.
Como indicamos en nuestro artículo
POR QUÉ NO ESTALLA UNA REVOLUCIÓN,
estamos sometidos a un bombardeo tan incesante de información,
que ninguna noticia o descubrimiento, por impactante que sea,
llega a hacer mella en nosotros.
Cualquier atisbo de asombro que sintamos por algo es parecido al
"oooh" de admiración que soltamos ante un fuego artificial: dura
exactamente hasta que explota el siguiente cohete y una nueva
figura de brillantes colores en el cielo nos hace olvidar la
anterior.
Eso castra nuestra capacidad para asombrarnos ante lo
extraordinario.
Y si no somos capaces de sentir un auténtico y duradero asombro
ante lo excepcional, tampoco seremos capaces de generar un
sentimiento duradero de fascinación por nada y sin esa
fascinación, no llegaremos a generar sueños e ilusiones que
deriven en firmes anhelos colectivos.
Esa capacidad de asombro es una expresión de la chispa infantil
que todos llevamos en lo más hondo.
Sin ella perdemos contacto con lo mejor de nuestra esencia como
seres humanos y nos convertimos en una mera máquina biológica
cuya única función es consumir recursos hasta extinguirse.
Eso explica en gran parte ese sentimiento de hastío, de
indiferencia y de apatía generalizados que nos afecta
actualmente como seres humanos.
Exceso de fantasías preconcebidas
Otro elemento determinante es que nuestro día a día contiene un
suministro industrial de raciones de fantasía "pre-cocinada".
Un ejemplo paradigmático de ello son los videojuegos,
en los que los niños no tienen nada que imaginar, pues
todo el trabajo ya ha sido realizado por los propios creadores
del juego.
Así pues, no solo estamos sometidos a un bombardeo constante de
información que nos aturde por completo, sino que nuestra mente
no tiene ni el tiempo ni la necesidad de concebir nuevas
realidades alternativas, ni de generar fantasías propias.
Parece que en nuestro mundo todas las canciones ya han sido
compuestas, todos los libros ya han sido escritos y todos los
mundos alternativos ya han sido imaginados y que solo nos queda
sumergirnos en un bucle infinito en el que se reversiona lo
antiguo, una y otra vez, con las consiguientes actualizaciones y
revisiones propias de cada época; un proceso que empieza con los
antiguos modelos de automóvil, pasa por los viejos éxitos
discográficos y termina en las antiguas películas de género
fantástico convertidas en remakes.
Si algún día llegamos a tener coches voladores, que nadie dude
que entre ellos habrá un nuevo modelo del Volkswagen escarabajo,
del Mini Cooper o del Ford Fiesta.
Esta incapacidad para generar elementos realmente nuevos, sin
duda contribuye a alimentar un sentimiento de indiferencia y
aburrimiento a nivel profundo del que muchas veces no llegamos a
ser plenamente conscientes.
Pero este bombardeo incesante con fantasías pre-cocinadas tiene
un segundo efecto aún más demoledor del que nadie parece tomar
conciencia.
Y es que gracias a la omnipresente fantasía en cine y TV, ya
hemos viajado a los confines del universo y lo hemos hecho con
un perfecto encuadre, con alta resolución y con sonido surround.
Nuestra mente y nuestros ojos ya están habituados a cruzar
agujeros de gusano, viajar al futuro y al pasado, surcar el
cosmos con enormes naves interestelares, luchar contra monstruos
espaciales o a ver robots gigantescos paseándose por nuestras
calles.
Todo ello con imágenes mucho más claras y motivantes que las que
nos pueda ofrecer la propia realidad, ese lugar sucio,
desencantado y lleno de imágenes borrosas y desenfocadas en el
que no hay astronautas guapos que se parezcan a Val Kilmer o a
Carrie-Anne Moss.
Por esa razón, cuando vemos una sonda posándose en un cometa nos
produce una total y absoluta indiferencia, de la misma manera
que a nadie le despierta la más mínima admiración ver un torpe
carricoche con un ridículo brazo robótico paseándose por Marte y
tomando fotos de piedras, por más que se trate de un logro
histórico.
Para una mente programada a través de épicos
espectáculos visuales, montajes de infarto y músicas atronadoras, la
realidad se convierte en un lugar muy triste: ya sabemos que en los
planetas 'inertes' que nos rodean 'solo'
encontraremos feas rocas y gases venenosos y eso nos
provoca hastío y nos aburre soberanamente.
Ésta es la consecuencia que ha tenido para nuestra mente la
sobrecarga de información y de fantasía pensada por otros.
Se acabaron los niños boquiabiertos que abren los ojos de par en par
al ver un traje de astronauta, como sucedía en los años 50.
Hace 6 décadas, había una distancia enorme entre la realidad
cotidiana de un niño y la fantasía que podía encontrar en un cuento
de ciencia ficción o en un cómic. Por esa razón, la simple lectura
de un libro de fantasía podía llegar a alterar los sueños de un
niño, hasta el punto de moldear su vida futura para siempre.
A veces una simple imagen o un sencillo dibujo eran
como una semilla plantada en tierra fértil que crecía hasta
convertirse en un sueño vital.
Las facultades de ciencias se llenaban de niños grandes que de forma
inconfesable anhelaban cumplir sus sueños infantiles, inoculados por
alguna de esas obras de ficción que habían disparado su mente hasta
realidades lejanas.
Hoy en día eso es mucho más difícil.
Los sueños y las fantasías no se maceran dentro de las mentes de los
niños, sino que son productos de consumo rápido que los críos ven
reflejados en pantallas externas.
La fantasía ya no vive dentro de sus mentes, sino fuera de ellas y
se conecta o se apaga apretando un botón.
Eso, que puede parecer una anécdota, representa una pérdida
irreparable para toda la humanidad y puede marcar el inicio de
nuestra decadencia…
LOS 2 NIÑOS DEL MUNDO
Todos los seres humanos llevamos en nuestro interior a un niño
soñador y travieso. Todos, con independencia de nuestra personalidad
externa.
Forma parte de nuestra esencia profunda como seres humanos.
Es ese tipo de niño que se encarama a los árboles, que no puede
evitar tirar piedras al agua y que cruza corriendo los prados con
los brazos abiertos como si fuera un avión.
Es el tipo de niño que cuando ve una roca, por alta que sea, intenta
escalarla para ver el mundo desde lo alto.
El niño que convierte un palo en una espada y que al
ver una cueva, se adentra en ella venciendo sus miedos, esperando
enfrentarse a un dragón imaginario al que arrebatarle un gran
tesoro.
Durante siglos, la humanidad ha sido como este niño, capaz de
convertir sus sucios harapos en una reluciente armadura con tan solo
un chasquido de sus dedos.
Pero ahora nos hemos convertido en algo muy diferente.
Ahora, somos como un niño obeso y consentido, rodeado de miles de
juguetes nuevos.
Cada segundo vemos aparecer un nuevo y rutilante
juguete ante nuestros ojos, hasta el punto que ya no sabemos ni
dónde meterlos. Estamos hartos y aburridos de tantos juguetes que
tenemos y cuando nuestros padres detectan nuestro hastío, su única
solución es regalarnos un nuevo coche teledirigido, esperando que
con ello vuelva a brillar la ilusión en nuestra mirada. Pero no
sirve de nada, tenemos 100 como ese y al final todos nos parecen
iguales.
Es entonces cuando gritamos desesperados,
"¡Me aburroooo!" y es aquí cuando papá nos espeta
enfadado "¿Como te puedes aburrir si tienes todos los juguetes
del mundo?".
Y eso nos provoca un profundo desconcierto, porque no
sabemos lo que nos ocurre.
Creemos que tenemos todo lo que se puede desear
porque tenemos millones de juguetes, pero no nos damos cuenta de que
lo realmente esencial a la hora de jugar no son los juguetes en sí,
sino nuestra capacidad de soñar.
Así se encuentra la humanidad en estos momentos… y esa es una
situación peligrosa, muy peligrosa.
Porque ese niño obeso que tanto se aburre, tarde o temprano se dará
cuenta de que odia sus juguetes… y empezará a sentir que la única
cosa que le provoca emoción es romperlos y quemarlos, pues los
identifica con su propio hartazgo. Incendiará sus castillos de
juguete, estrellará los coches teledirigidos contra las paredes, les
arrancará las cabezas a los muñecos y destripará con saña sus ositos
de peluche.
Y en nuestro mundo real ya empezamos a presentar síntomas de este
deseo íntimo tan inconfesable, algo que se ve reflejado en nuestra
propia fantasía.
Hay un creciente sentimiento de atracción y fascinación morbosa por
la destrucción de la civilización.
Nos fascinan mucho más las películas donde nuestra civilización
queda destruida y aniquilada que la fantasía acerca de nuestros
logros tecnológicos futuros.
A nadie le interesan ya las historias de naves que exploran el
espacio interestelar para mayor gloria de la especie humana.
Queremos asteroides acercándose a la tierra, epidemias zombi
asolando el mundo o escenarios post apocalípticos que nos aboquen a
empezar de cero, aunque sea armados con arcos y flechas.
Los consumimos ávidamente.
Quizás nadie quiera aceptarlo, pero hay un creciente número de
personas que desean un reset total del mundo. Algo parecido a un
apocalipsis que nos permita volver a la casilla de salida otra vez.
Hay un deseo morboso de ello, casi una necesidad
existencial, porque cada vez hay más gente que siente íntimamente
que los seres humanos somos un cáncer y que nuestra civilización no
tiene cura.
Y no, no estamos hablando de élites poderosas que ocupan las altas
esferas del poder: ese deseo se intuye esparcido por todos los
estratos de la sociedad, aunque muchas veces las personas que lo
desean no sean plenamente conscientes de ello.
Y eso es fruto de nuestro profundo hastío.
Estamos hartos del mundo que hemos construido y de ver en qué
nos hemos convertido. Estamos hartos de nosotros mismos.
Poca gente querrá confesarlo, pero estos sentimientos están ahí,
ocultos en lo más profundo de nuestras mentes, como un zumbido sutil
pero incesante que compartimos todos a nivel subconsciente.
Quizás tú no lo sientas porque seas muy feliz o estés repleto/a de
esperanza, pero si escuchas con atención lo percibirás, allí al
fondo, donde nuestros sótanos se comunican.
Es un zumbido común para todos.
¿Qué efecto puede tener para la civilización humana que tantas
mentes a nivel inconsciente deseen morbosamente que todo acabe para
poder empezar de nuevo? Ningún efecto positivo, sin duda…
Y es que si solo odiáramos nuestro presente, el problema tendría
fácil solución.
Solo tendríamos que aferrarnos al sueño colectivo de nuestro futuro
y luchar por hacernos con él, como única esperanza para salvar
nuestro presente y nuestra especie.
Pero a estas alturas, carecemos de ese proyecto ilusionante como
especie y ese es el gran peligro que puede llevarnos a la
autodestrucción.
-
¿Porque cuál es nuestro gran sueño como
especie en la actualidad?
-
Cuando miramos al futuro de la humanidad,
¿qué idea nos ilusiona?
-
¿Llegar a tener un mundo repleto de robots
sirvientes que lo hagan todo por nosotros?
-
¿Vivir con el cerebro conectado a un mundo
virtual al más puro estilo Matrix donde todos seamos
súper-héroes?
-
¿Establecer colonias fuera de la tierra para
que las multinacionales puedan explotar los recursos
minerales de otros planetas y los ricos puedan ir a Saturno
de vacaciones a hacerse selfies con los anillos de fondo?
-
¿O quizás el gran sueño es llevar un chip
insertado en el cerebro que grabe nuestros orgasmos para
poder intercambiarlos con los amigos por
WhatsApp?
Sí, lo que hemos expuesto aquí no son más que caricaturas… pero
tienen mucho que ver con la realidad que nos están vendiendo.
Somos ese niño obeso y aburrido, que ya solo juega con su mechero y
que cada vez está más fascinado con la llama que desprende… y lo
único que se les ocurre ofrecernos para sacarnos del hastío son
nuevos juguetes…
Es evidente que la humanidad necesita un nuevo sueño y una nueva
ilusión. Un gran proyecto compartido, por el cual valga la pena
vivir y luchar. Algo que tenga sentido, un sentido profundo que
conecte con nuestra esencia y que nos produzca fascinación y emoción
con tan solo pensar en ello.
Y no porque sea algo bonito o porque expresarlo así resulte muy
poético. Sino porque en estos momentos, crear un sueño común
es una prioridad de primer nivel.
Nos va la cabeza en ello…
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