por Alberto Medina Méndez
Febrero 17, 2015
del Sitio Web
MedinaMendez
El ejercicio del poder, bajo cualquiera de sus
formas, tiene algunas semejanzas con el consumo de alcohol, drogas o
tabaco, y no se aleja demasiado de lo que ocurre con el juego o
cualquier otra adicción.
Los individuos que se han acostumbrado a ciertas situaciones parecen
tener serias dificultades para abandonarlas y se someten a una
atracción ilimitada por las sensaciones que les produce seguir
haciéndolo. Luego de un lapso considerable, cuando ese
comportamiento se transforma en rutina, no pueden dejar todo de la
noche a la mañana, no al menos sin sufrir dramáticamente, las
inevitables consecuencias que ello ocasiona.
Esta comparación puede resultar algo audaz desde lo conceptual, pero
la abstinencia que se produce al dejar de ejercer un cargo, permite
trazar este paralelo e intentar recorrer imaginariamente esta
analogía que ayuda a comprender el trágico proceso por el que
atraviesan los poderosos.
La diferencia más destacable respecto de esas otras adicciones, es
que de la mayoría de ellas es posible salir cuando previamente se
decide hacerlo.
No es que sea simple lograrlo, porque ello implica un
difícil trance de profunda autocrítica y revisión interna. A veces
se da como resultado de la saturación y los excesos, pero
generalmente es gracias al explicito reconocimiento de que lo vivido
ha sido una experiencia altamente destructiva.
El poder, por el contrario, no se abandona por una determinación
individual, sino por la existencia de factores externos, ajenos a la
voluntad y, casi siempre, por imperio de las circunstancias. Los que
lo ostentan se nutren a diario de esos paradigmas hasta convertirlos
en los ejes centrales de sus vidas.
Si dependiera exclusivamente de ellos, se quedarían
para siempre.
La mayoría de las veces, son las instituciones las que establecen
los límites a esa tentadora eternización que tanto cautiva, y en
otros casos son solo las vicisitudes de la política las que disponen
el irreversible fin de un ciclo.
Lo interesante y distinto es que el mandamás de turno, sufre los
primeros síntomas de este síndrome muchos meses antes de su efectiva
abstinencia.
Tiene plena conciencia de que su futuro no será una
extensión del presente, que lo que conoce y le brinda seguridad,
está próximo a culminar y que no podrá extender su sueño en forma
indefinida como lo anhela.
Con bastante antelación sus actitudes y decisiones empezarán a tomar
un giro inusitado.
Todo a su alrededor se modificará de un modo lento
pero en un sentido bien definido. Será un proceso duro pero también
inexorable. Se ofuscará con facilidad, perderá la paciencia muchas
veces, mostrará su impotencia en cuestiones menores.
El poderoso no tolera la idea de ser ignorado, de que las
determinaciones en el futuro no pasen por sus manos y que el
coqueteo típico de los aduladores de siempre, busque cierta cercanía
con el nuevo líder, ese que potencialmente tomará el mando y lo
heredará en la siguiente fase.
Este personaje no soporta siquiera imaginar ese momento en el que
pasará a ser solo uno más. Sabe que la impunidad propia de quien
tiene una dosis de poder, desaparece mágicamente para dar lugar a
una ola interminable de revanchas absolutamente imaginables.
No solo serán cuestiones jurídicas, sino el resultado de esa
sumatoria de conductas impropias, reiteradas hasta el infinito, que
durante esa etapa, alimentaron todo tipo de rencores y odios,
siempre asociadas a la soberbia y a la necedad como matriz.
Así se construyeron esas enemistades, esas que se
acumulan y que en algún momento intentarán saldar la cuenta de las
heridas que han dejado los abusos tan habituales en esa actividad.
Si el sujeto en cuestión entendiera que la posición a ocupar es solo
por un breve tiempo, que no ha llegado allí para quedarse
eternamente, y que el cargo que tiene que asumir es solo en
representación de otros y no de su propiedad personal, otra sería
realmente la historia.
Por mucho que lo reciten, por políticamente correctos que intenten
ser, el relato diseñado termina siendo solo una carnada para los
desprevenidos. Ellos están convencidos de que el puesto obtenido es
parte de su patrimonio personal y que tienen derecho a usufructuarlo
con todo lo que eso significa.
Tal es la confusión que por instantes creen que el
cargo que ostentan y ellos, son lo mismo, solo dos partes de un
todo.
Claro que algunas debilidades psicológicas propias de cualquier ser
humano hacen también su trabajo. Las inseguridades personales, las
frustraciones que arrastran y las historias individuales nunca
exentas de carencias afectivas, influyen demasiado en la impronta
que le imprimen a su tarea.
Es imprescindible entender la realidad para luego internalizarla. Es
vital comprender que la posición que ha sido deseada, solo sirve
para cumplir una misión y luego pasar la posta a los que vienen.
Como en la vida misma, la tarea consiste en dejar un
legado, en marcar una huella, no más que eso.
De eso se trata el liderazgo, de hacer historia, de tener grandeza,
de transitar un camino que valga la pena ser recorrido, y seducir a
los demás para que sean ellos mismos quienes sientan la necesidad de
continuar por ese sendero, aunque para eso deban recurrir a nuevos
protagonistas. Trascender es lo importante.
Lo otro, el enfermizo ejercicio del poder, solo trae
consigo secuelas negativas para todos, pero especialmente para quien
sufrirá irremediablemente de su ausencia.
El poder enferma. Eso no es una novedad. Su carencia también puede
dañar y mucho. Eso tampoco es noticia.
Es bueno saber que no existe un antídoto garantizado
para ese padecimiento. En todo caso, la presencia de una alta dosis
de integridad moral puede atenuar su impacto y minimizar sus
efectos. Transitar por el poder de un modo digno es posible, pero
lamentablemente no es moneda corriente.
Como en tantas otras facetas de la vida humana,
también existe un síndrome de abstinencia de poder...
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