por Alberto Medina Méndez
13 Abril 2015

del Sitio Web FundacionFie
 

 

 


Alguna gente intenta convertir en virtud

aquello que, en realidad,

es solo un gran problema.

 


Cierta prédica funcional a la política mediocre de este tiempo se ha arraigado con mucha fuerza.

 

Demasiada gente supone que es una ventaja no disponer de una visión ideológica propia y hasta se ufana de esa posición, como si esta fuera inexorablemente la más acertada.

La recurrente profecía del "fin de las ideologías", es solo un ardid diseñado por una dirigencia política mezquina que quiere tener las manos libres para hacer y deshacer a su antojo. Si tuvieran que fijar posturas públicamente, que brinden indicios acerca de su pensamiento, eso los obligaría a actuar en consecuencia.

 

Es por eso que prefieren este vacío categórico, este ámbito completamente versátil, al que decidieron bautizar como "pragmatismo".

Esa teoría sostiene que no es indispensable aferrarse a doctrinas y que las decisiones políticas deben tomarse según lo que convenga en cada momento.

Ese esquema es muy cómodo para hacer lo que sea, en un sentido o en el exactamente opuesto, siempre según los circunstanciales intereses de la casta política, con parámetros tan volátiles como inmorales.

Para que esa perspectiva se imponga como razonable, y al mismo tiempo otorgue cierta sensatez a su accionar, esos políticos e intelectuales, se han ocupado de presentar a las ideologías como un dogma, como algo absolutamente cerrado, que no puede ser debatido de modo alguno.

Si aceptaran que es solo un conjunto de visiones que se sustenta sobre ciertos mínimos principios, su tesis difamadora, su estrategia detractora no tendría tantos adeptos.

 

Para convencer a todos sobre la importancia del pragmatismo precisan oponerse a meros dogmas que no admiten discusión.

Una ideología no es más que un sistema de ideas, que con cierto orden, está regido por profundas convicciones que conforman su columna vertebral. Esas premisas se nutren siempre de valores elevados que son compatibles con la visión individual.

 

Pero su flexibilidad es un ingrediente fundamental, porque las situaciones cotidianas ponen a prueba esa matriz de prioridades y obligan a reordenarlas frente a cada eventualidad.

La dinámica contemporánea que plantea este vaciamiento premeditado de las ideas, en la política y en la sociedad, ha dado nacimiento a un grupo de partidos cuyos proyectos son una enorme incógnita. Eso explica la convivencia en un mismo espacio partidario de personajes tan antagónicos que defienden concepciones diametralmente opuestas.

 

La experiencia reciente muestra a muchos gobernantes de idéntico partido que derogan lo creado por ellos mismos hace no tanto tiempo atrás.

Ese pretendido atributo no es más que una de las causas centrales de tanto desvarío que llevaron al diseño de relatos retorcidos y de una propaganda que solo aspira a engañar a la sociedad para edificar un poder eterno.

Es tiempo de que los ciudadanos se animen a cuestionar ciertas falsas consignas y falacias establecidas.

 

La sociedad tiene el deber de replantearse casi todo, para verificar si no ha caído ingenuamente en la trampa que le propone la política actual, esa a la que solo le interesa el poder y que siente una enorme incomodidad en el mundo de las ideas porque eso la empuja a una labor integral en armonía con un itinerario básicamente consistente.

Los ciudadanos pretenden soluciones concretas, pero al no tener un sistema de ideas seleccionado previamente, cualquier camino les parece interesante, simpático y tentador. Y deambula entonces la comunidad, transitando de un lado a otro sin satisfacer sus anheladas demandas. Como en la vida misma.

 

Primero se deben escoger los valores que se desean preservar, para luego recién recorrer el sendero predilecto. No se puede avanzar, peregrinando sin trayectoria definida, como en un laberinto infinito, sin encontrar el norte, sin un faro que muestre la luz, sin brújula.

Una ideología es como un mapa. No conduce por sí mismo a ninguna parte, pero se constituye en una guía fundamental, en un orientador vital, en una referencia imprescindible, para saber si lo que se viene haciendo se encuentra en sintonía con los valores esenciales que se predican a diario.

Cuando en los asuntos personales se deben resolver dilemas, se opta de acuerdo a los valores que han sido sostenidos en el tiempo. Y si, por alguna razón, se toman caminos que colisionan con esos paradigmas, mas tarde o más temprano, esas determinaciones hacen demasiado ruido.

 

Es allí desde donde se pueden hacer replanteos y hasta las correcciones del caso, lo que incluye muchas veces el arrepentimiento y las inevitables disculpas.

La política no tiene porque ser diferente. Las sociedades deben primero identificar un sistema de ideas, una escala de valores explicitada, para luego alinearse con esa mirada, exigiendo a los políticos de turno, que solo deberían ser meros representantes, implementadores de esas resoluciones.

Por fastidioso que le resulte a muchos, es hora de tener definiciones más concretas.

 

Si se espera que la política sea la proveedora de los cambios, la herramienta primordial para lograr las transformaciones que la sociedad pretende, primero habrá que definir rumbos y eso implica tomar decisiones.

Tal vez Séneca tenía razón cuando decía, en aquella cita que se le atribuye, que,

"Ningún viento será bueno para quien no sabe a qué puerto se encamina".

Esta frase describe como un retrato cruel a esta sociedad abúlica, intelectualmente perezosa, cívicamente apática, que no está dispuesta a la autocrítica oportuna y adecuada sobre su proceder cotidiano, ni tampoco se encuentra preparada para asumir su elevada cuota de responsabilidad respecto de lo que sucede.

Lo que hoy se vive, no es más que la esperable consecuencia de una modalidad que ha sido deliberadamente elegida por la sociedad. Desentenderse de lo que ocurre no parece ser la mejor receta.

 

Este presente no es más que el efecto predecible de una actitud premeditada.

 

Es solo el fruto del vacío ideológico...