por
Rafael García del Valle del Sitio Web AlPoniente
Un científico y un intelectual conversan amablemente en una reunión social.
Tras algunos formalismos y preguntas de cortesía, se despiden amablemente; uno y otro han descubierto que se aburren con el otro y el uno.
Una cosa les une, no obstante: ninguno siente el más mínimo interés por tratar de comprender los campos de conocimiento sugeridos por su interlocutor.
Escribía Peter Snow en su libro Las dos culturas, allá por la década de 1960, que los intelectuales, especialmente los literarios, son luditas naturales.
Los grandes cambios técnicos despertaron muy poca atracción, o ninguna en realidad, entre las que debían ser las élites instruidas de la sociedad; como mucho, gritaban histéricas desde lo alto de una banqueta ante la presencia del ratón del progreso.
De modo que el futuro de la civilización, su organización y propósito, quedó en manos de tecnólogos ignorantes del ser humano y sus circunstancias.
De aquellos polvos vienen estos lodos.
Una muestra de este desprecio y su pervivencia es la negación del valor intelectual de la ciencia ficción, identificada como un todo absurdo, reducida a la consideración de entretenimiento y a un formato de subcultura.
Pocos "profesionales" de las humanidades son conscientes la contribución de los grandes autores del género a la historia del pensamiento.
Por otro lado, una de las anécdotas más lamentables en esta guerra de las dos culturas es el artículo falso que originó el llamado "escándalo Sokal": en 1996, el físico Alan Sokal logró colar un artículo académico titulado "La transgresión de las fronteras - hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica / Transgressing the Boundaries - Towards a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity", sin base científica alguna, en la revista de humanidades "Social Text", haciendo público el engaño poco después.
De aquello, en palabras de Sokal, cabía concluir que los escritos postmodernos sobre ciencia se basan únicamente en un lenguaje sonoro y radical pero hueco, cuya falsedad prevalece sobre cualquier otro discurso que, aunque portador de sentido, pase por trivial y menos rompedor.
Esta crítica de lo intelectual, común entre la mayoría de científicos, carece, sin embargo, de carácter constructivo alguno.
Se trata, simplemente, de una ridiculización del otro y una justificación para no esforzarse en comprender, o directamente para negar, las implicaciones de los resultados científicos más allá del laboratorio y los desarrollos utilitarios.
En los últimos años, científicos populares como Stephen Hawking y Lawrence Krauss han participado en este juego al escribir sobre la muerte de la filosofía, el primero, y su carácter de refugio para fracasados, el segundo, refiriéndose en concreto a la filosofía de la ciencia, a la que ve como el lugar donde acaban aquellos sin capacidad para hacer ciencia.
En los años 90, John Brockman, un empresario cultural estadounidense, comenzó a promover una serie de actividades y encuentros para fijar "la tercera cultura" de que hablara Snow como solución que cubriera la brecha entre científicos e intelectuales, y que tiene su centro virtual en la plataforma Edge.org.
Desde entonces, se ha ido gestando y ampliando el grupo de investigadores que buscan esa reunión de disciplinas para no repetir el error de la revolución industrial, en una época de avances científicos y tecnológicos ignorados voluntariamente por excesivos.
Pero, tal y como afirma Brockman y en contra de lo que se pudiera esperar, los puentes hacia un conocimiento integral no están siendo tendidos desde la orilla humanista, como pensaba Snow, sino desde el lado científico.
Se cumple la idea de Snow de que los humanistas se encierran a discutir sobre sí mismos para luego lamentarse de que el mundo peca de "cientifista"; pero no hacen nada por contribuir a remediarlo.
Según escribe en su libro El nuevo humanismo:
Quizás sea por ello por lo que ese humanismo proyecta sus sombras reduciendo "la otra orilla" a un cientifismo tan cerrado y endogámico como aquél, sin abrirse a la Ciencia, con mayúsculas, ajena a egos e intereses personales.
Esa ciencia, tal y como escribe Salvador Pániker en el prólogo a la edición española de El nuevo humanismo,
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