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			Segunda parte
 
			LA ENFERMEDAD Y SU SIGNIFICADO 
			 
				
					
					Tú dijiste: – ¿Cuál es 
			la señal del camino, oh derviche? – Escucha lo que te digo y, cuando 
			lo oigas, ¡medita! Ésta es para ti la señal: la de que, aunque 
			avances, verás aumentar tu sufrimiento.  
					FARIDUDDIN ATTAR 
					 
			  
			
			I. LA INFECCIÓN
 
			 La infección representa una de las causas más frecuentes de los 
			procesos de enfermedad en el cuerpo humano. La mayoría de los 
			síntomas agudos son inflamaciones, desde el resfriado hasta el 
			cólera y la viruela, pasando por la tuberculosis. En la terminología 
			latina, la terminación «–itis» revela proceso inflamatorio (colitis, 
			hepatitis, etc.). Por lo que se refiere a infecciones, la moderna 
			medicina académica ha cosechado grandes éxitos con el descubrimiento 
			de los antibióticos (por ejemplo, la penicilina) y la vacunación. Si 
			antiguamente la mayoría de personas morían de infección, hoy, en los 
			países dotados de buena sanidad, las muertes por infección sólo se 
			dan en casos excepcionales. Esto no quiere decir que actualmente 
			haya menos infecciones sino únicamente que disponemos de buenas 
			armas para combatirlas. Si esta terminología (por cierto, habitual) 
			resulta al lector un tanto «bélica», recuérdese que en el proceso 
			inflamatorio se trata realmente de una «guerra en el cuerpo»: una 
			fuerza de agentes enemigos (bacterias, virus, toxinas) que adquiere 
			proporciones peligrosas es atacada y combatida por el sistema de 
			defensas del cuerpo. Esta batalla la experimentamos nosotros en 
			síntomas tales como hinchazón, enrojecimiento, dolor y fiebre. Si el 
			cuerpo consigue derrotar a los agentes infiltrados, se ha vencido la 
			infección. Si ganan los invasores, el paciente muere. En este 
			ejemplo, es fácil hallar la analogía entre inflamación y guerra. Sin 
			que exista relación causal entre una y otra, ambas muestran, empero, 
			la misma estructura interna y en las dos se manifiesta el mismo 
			principio, aunque en distinto plano. El idioma refleja claramente 
			esta íntima relación. La palabra inflamación contiene la «llama» que 
			puede hacer explotar el barril de pólvora. Se trata de imágenes que 
			utilizamos también al referirnos a conflictos armados. La situación 
			se inflama, se prende fuego a la mecha, se arroja la antorcha, 
			Europa quedó envuelta en llamas, etc. Con tanto combustible, más 
			tarde o más temprano se produce la explosión por la que se descarga 
			lo acumulado, como observamos no sólo en la guerra, sino también en 
			nuestro cuerpo cuando se nos revienta un grano, sea pequeño o 
			grande. Para nuestro razonamiento, trasladaremos la analogía a otro 
			plano: el psíquico. También una persona puede explotar. Pero con 
			esta expresión no nos referimos a un absceso sino a una reacción 
			emotiva por la que trata de liberarse un conflicto interior. Nos 
			proponemos contemplar sincrónicamente los tres planos 
			«mente–cuerpo–naciones» para apreciar su exacta analogía con 
			«conflicto–inflamación–guerra», la cual encierra ni más ni menos que 
			la clave de la enfermedad. La polaridad de nuestra mente nos coloca 
			en un conflicto permanente, en el campo de tensión entre dos 
			posibilidades. Constantemente, tenemos que decidirnos (en alemán, 
			ent-scheiden, expresión que originariamente significa 
			«desenvainar»), renunciar a una posibilidad, para realizar la otra. 
			Por lo tanto, siempre nos falta algo, siempre estamos incompletos. 
			Dichoso el que pueda sentir y reconocer esta constante tensión, esta 
			conflictividad, ya que la mayoría se inclinan a creer que, si un 
			conflicto no se ve, no existe. Es la ingenuidad que hace pensar al 
			niño que puede hacerse invisible sólo con cerrar los ojos. Pero a 
			los conflictos les es indiferente ser percibidos o no: ellos están 
			ahí. Pero cuando el individuo no está dispuesto a tomar consciencia 
			de sus conflictos, asumirlos y buscar solución, ellos pasan al plano 
			físico y se manifiestan como una inflamación. Toda infección es un 
			conflicto materializado. El enfrentamiento soslayado en la mente 
			(con todos sus dolores y peligros) se plantea en el cuerpo en forma 
			de inflamación. Examinemos este proceso en los tres planos de 
			inflamación–conflicto–guerra: 1. Estimulo : penetran los agentes. 
			Puede tratarse de bacilos, virus o venenos (toxinas). Esta 
			penetración no depende tanto —como creen muchos profanos— de la 
			presencia de los agentes como de la predisposición del cuerpo a 
			admitirlos. En medicina, se llama a esto falta de inmunidad. El 
			problema de la infección no consiste tanto —como creen los fanáticos 
			de la esterilización— en la presencia de agentes como en la facultad 
			de convivir con ellos. Esta frase puede aplicarse casi literalmente 
			al plano mental, ya que tampoco aquí se trata de hacer que el 
			individuo viva en un mundo estéril, libre de gérmenes, es decir, de 
			problemas y de conflictos, sino de que sea capaz de convivir con 
			ellos. Que la inmunidad está condicionada por la mente se reconoce 
			incluso en el campo científico, donde se está profundizando en las 
			investigaciones del estrés.
 
 De todos modos, es mucho más impresionante observar atentamente 
			estas relaciones en uno mismo. Es decir, el que no quiera abrir la 
			mente a un conflicto que le perturbaría, tendrá que abrir el cuerpo 
			a los agentes infecciosos. Estos agentes se instalan en determinados 
			puntos del cuerpo, llamados loci minoris resistentiae,
 
 considerados por la medicina académica como debilidades congénitas. 
			El que sea incapaz de pensar analógicamente, al llegar a este punto 
			se embarullará en un conflicto teórico insoluble. La medicina 
			académica limita la propensión de determinados órganos a las 
			infecciones a estos puntos débiles congénitos, lo cual, 
			aparentemente, descarta cualquier otra interpretación. De todos 
			modos, a la psicosomática siempre le intrigó que determinado tipo de 
			problemas se relacionaran siempre con los mismos órganos, actitud 
			que rebate la teoría de la medicina académica de los loci minoris 
			resistentiae. De todos modos, esta aparente contradicción se deshace 
			rápidamente cuando contemplamos la batalla desde un tercer ángulo. 
			El cuerpo es expresión visible de la conciencia como una casa es 
			expresión visible de la idea del arquitecto. Idea y manifestación se 
			corresponden, como el positivo y el negativo de una fotografía, sin 
			ser lo mismo. Cada parte y cada órgano del cuerpo corresponde a una 
			determinada zona psíquica, una emoción y una problemática 
			determinada (en estas correspondencias se basan, por ejemplo, la 
			fisionomía, la bioenergética y las técnicas del psicomasaje). El 
			individuo se encarna en una conciencia cuyo estadio es producto de 
			lo aprendido hasta el momento. La conciencia trae consigo un 
			determinado modelo de problemas cuyos retos y soluciones 
			configurarán el destino, porque carácter + tiempo = destino. El 
			carácter no se hereda ni es configurado por el entorno sino que es 
			«aportado»: es expresión de la conciencia, es lo que se ha 
			encarnado. Este estadio de la conciencia, con las específicas 
			constelaciones de problemas y misiones, es lo que la astrología 
			representa simbólicamente en el horóscopo mediante la medición del 
			tiempo. (Para más información, véase Schicksal als Chance.) Pero, 
			puesto que el cuerpo es expresión de la conciencia, también él lleva 
			el modelo correspondiente. Es decir, que determinados problemas 
			mentales tienen su contrapartida corporal u orgánica en una 
			determinada predisposición. Es un método análogo el que utiliza, por 
			ejemplo, el diagnóstico del iris, aunque hasta ahora no se ha tomado 
			en consideración una posible correlación psicológica. El locus 
			minoris resistentiae es ese órgano que siempre tiene que asumir el 
			proceso de aprendizaje en el plano corporal cuando el individuo no 
			presta atención al problema psíquico que corresponde a ese órgano. 
			El tipo de problema que corresponde a cada órgano es algo que nos 
			proponemos aclarar paso a paso en este libro. El que conoce esta 
			correspondencia aprecia una nueva dimensión en cada proceso 
			patológico, dimensión que escapa a los que no se atreven a liberarse 
			del sistema filosófico causal. Ahora bien, examinando el proceso 
			inflamatorio en sí, sin asociarlo a un órgano determinado, vemos que 
			en la primera fase (estímulo) los agentes penetran en el cuerpo. 
			Este proceso corresponde, en el plano psíquico, al reto que supone 
			un problema. Un impulso que no hemos atendido hasta ahora penetra a 
			través de las defensas de nuestra conciencia y nos ataca. Inflama la 
			tensión de una polaridad que, desde ahora, nosotros experimentamos 
			conscientemente como conflicto. Si nuestras defensas psíquicas 
			funcionan muy bien, el impulso no llega a nuestra conciencia, somos 
			inmunes al desafío y, por lo tanto, a la experiencia y al 
			desarrollo. También aquí impera la disyuntiva de la polaridad: si 
			renunciamos a la defensa en la conciencia, la inmunidad física se 
			mantiene, pero si nuestra conciencia es inmune a los nuevos 
			impulsos, el cuerpo quedará abierto a los atacantes. No podemos 
			sustraernos al ataque, sólo podemos elegir el campo. En la guerra, 
			esta primera fase del conflicto corresponde a la penetración del 
			enemigo en un país (violación de frontera). Naturalmente, el ataque 
			atrae sobre los invasores toda la atención política y militar —todos 
			se movilizan, concentran sus energías en el nuevo problema, forman 
			un ejército, buscan aliados—; en suma, todos los esfuerzos se 
			dirigen al foco del conflicto. En lo corporal, a este proceso se le 
			llama: 2. Fase de exudación : los atacantes se han introducido y 
			formado un foco de inflamación. De todas partes afluye el líquido y 
			experimentamos hinchazón de los tejidos y tensión. Si durante esta 
			segunda fase observamos el conflicto en el plano psíquico, veremos 
			que también en él aumenta la tensión. Toda nuestra atención se 
			centra en el nuevo problema —no podemos pensar en otra cosa—, nos 
			persigue de día y de noche —no sabemos hablar de nada más—, todos 
			nuestros pensamientos giran sin parar en torno al problema. De este 
			modo, casi toda nuestra energía psíquica se concentra en el 
			conflicto: literalmente, lo alimentamos, lo hinchamos hasta que se 
			alza ante nosotros como una montaña inaccesible. El conflicto ha 
			inmovilizado todas nuestras fuerzas psíquicas. 3. Reacción defensiva 
			: el organismo fabrica unos anticuerpos específicos para cada tipo 
			de atacantes (anticuerpos producidos en la sangre y en la médula). 
			Los linfocitos y los granulocitos construyen una pared alrededor de 
			los atacantes, los cuales empiezan a ser devorados por los 
			macrófagos. Por lo tanto, en el plano corporal, la guerra está en su 
			apogeo: los enemigos son rodeados y atacados. Si el conflicto no 
			puede resolverse localmente, se impone la movilización general: todo 
			el país va a la guerra y pone su actividad al servicio de la 
			conflagración. En el cuerpo experimentamos esta situación como 4. 
			Fiebre : las fuerzas defensivas destruyen a los atacantes, y los 
			venenos que con ello se liberan producen la reacción de la fiebre. 
			En la fiebre, todo el cuerpo responde a la inflamación local con una 
			subida general de la temperatura. Por cada grado de fiebre se 
			duplica el índice de actividad del metabolismo, de lo que se deduce 
			en qué medida la fiebre intensifica los procesos defensivos. Por 
			ello la sabiduría popular dice que la fiebre es saludable. La 
			intensidad de la fiebre es, pues, inversamente proporcional a la 
			duración de la enfermedad. Por lo tanto, en lugar de combatir 
			pusilánime y sistemáticamente cualquier aumento de la temperatura, 
			deberíamos restringir el uso de antitérmicos a los casos en los que 
			la fiebre alcance proporciones peligrosas para la vida del paciente.
 
 En el plano psíquico, el conflicto, en esta fase, absorbe toda 
			nuestra atención y toda nuestra energía. La similitud entre la 
			fiebre corporal y la excitación psíquica es evidente, por lo que 
			también hablamos de
 
 expectación o de angustia febril. (La célebre canción «pop» Fever 
			expresa la ambivalencia de la palabra.) Así, cuando nos excitamos 
			sentimos calor, se aceleran los latidos del corazón, nos sonrojamos 
			(tanto de amor como de indignación...), sudamos de excitación y 
			temblamos de ansiedad. Ello no es precisamente agradable, pero sí 
			saludable. Porque no es sólo que la fiebre sea saludable, es que más 
			saludable aún es afrontar los conflictos —a pesar de lo cual la 
			gente trata de bajar la fiebre y de sofocar los conflictos— y, 
			además, se ufana de practicar la represión. (Si la represión no 
			resultara tan divertida...) 5. Lisis (resolución ): supongamos que 
			ganan las defensas del cuerpo, que ponen en fuga a una parte de los 
			agentes extraños y se incorporan a los demás (devorándolos) con la 
			consiguiente destrucción de defensas e invasores. Estas bajas de 
			ambos bandos constituyen el pus. Los invasores abandonan el cuerpo 
			transformados y debilitados. También el cuerpo se ha transformado 
			porque ahora: a) posee información sobre el enemigo, lo que se llama 
			«inmunidad específica», y b) sus defensas han sido entrenadas y 
			robustecidas: «inmunidad no específica». Desde el punto de vista 
			militar, ello supone el triunfo de uno de los contendientes, con 
			pérdidas por ambos lados. No obstante, el vencedor sale del 
			conflicto fortalecido, ya que ahora conoce al adversario y puede 
			estar preparado. 6. Muerte : también puede ocurrir que venzan los 
			invasores, lo cual produce la muerte del paciente. El que nosotros 
			consideremos nefasto este resultado se debe exclusivamente a nuestra 
			parcialidad; es como en el fútbol: todo depende de con qué equipo se 
			identifica uno. La victoria siempre es victoria, gane quien gane, y 
			también termina la guerra. Y también se celebra el triunfo, pero en 
			el otro lado. 7. El conflicto crónico : cuando ninguna de las partes 
			consigue resolver el conflicto a su favor, se produce un compromiso 
			entre atacantes y defensas: los gérmenes permanecen en el cuerpo, 
			sin vencerlo (matarlo) pero sin ser vencidos por él (curación en el 
			sentido de la restitutio ad integrum). Es lo que se llama la 
			enfermedad crónica. Sintomáticamente, la enfermedad crónica se 
			manifiesta en un aumento del número de linfocitos y granulocitos, 
			anticuerpos, mayor velocidad de sedimentación de la sangre y décimas 
			de fiebre. La situación no ha podido quedar despejada, en el cuerpo 
			se ha formado un foco que constantemente consume energía, hurtándola 
			al resto del organismo: el paciente se siente abatido, cansado, 
			apático. No está ni enfermo ni sano, ni en guerra ni en paz, sino en 
			una especie de compromiso que, como todos los compromisos del mundo, 
			apesta. El compromiso es el objetivo de los cobardes, de los 
			«tibios» (Jesús dijo: «Me gustaría escupirlos. Sed ardientes o 
			fríos») que siempre temen las consecuencias de sus actos y la 
			responsabilidad que con ellos deben asumir. El compromiso nunca es 
			solución, porque ni representa el equilibrio absoluto entre dos 
			polos ni posee fuerza unificadora. El compromiso significa pugna 
			permanente, estancamiento. Militarmente, es la guerra de posiciones 
			(por ejemplo, la Primera Guerra Mundial) que consume energía y 
			material con lo que debilita y hasta paraliza los restantes aspectos 
			de la vida de la nación, como la economía, la cultura, etc. En lo 
			psíquico, el compromiso representa el conflicto permanente. Uno 
			permanece inactivo ante el conflicto, sin valor ni energía para 
			tomar una decisión. Cada decisión supone un sacrificio —en cada 
			caso, sólo podemos hacer o una cosa o la otra— y estos sacrificios 
			necesarios generan ansiedad. Por ello, muchas personas se quedan 
			indecisas ante el conflicto, incapaces de decantarse por uno u otro 
			polo. No hacen más que cavilar cuál puede ser la decisión correcta y 
			cuál, la equivocada, sin comprender que, en el sentido abstracto, 
			nada es correcto ni erróneo, porque, para estar completos y sanos, 
			necesitamos ambos polos, pero dentro de la polaridad, no podemos 
			realizarlos simultáneamente sino uno después del otro. ¡Empecemos, 
			pues, por uno de ellos y decidámonos ya! Toda decisión libera. El 
			conflicto crónico consume energía constantemente, provocando en el 
			plano psíquico la consabida abulia, pasividad o resignación. Ahora 
			bien, cuando nos decantamos por uno de los polos del conflicto, 
			inmediatamente percibimos la energía liberada por nuestra elección. 
			Como el cuerpo sale de cada infección fortalecido, así también la 
			mente sale de cada conflicto más despejada, ya que al afrontar el 
			problema ha aprendido algo, al enfrentarse con los polos opuestos 
			uno tras otro, ha ampliado fronteras y se ha hecho más consciente. 
			De cada conflicto extraemos información (toma de conciencia) que, 
			análogamente a la inmunidad específica, permite al individuo que en 
			adelante pueda tratar el problema sin peligro. Además, cada 
			conflicto superado enseña a los humanos a afrontar mejor y con más 
			valentía los problemas, lo cual corresponde a la inmunidad no 
			específica del plano físico. Si en lo corporal cada solución exige 
			grandes sacrificios, sobre todo, al adversario, también a la mente 
			las decisiones le cuestan sacrificios, y muchas actitudes y 
			opiniones, muchas convicciones y costumbres deben ser enviadas a la 
			muerte. Porque todo lo nuevo exige la muerte de lo viejo. Como los 
			grandes focos de infección suelen dejar cicatrices en el cuerpo, así 
			también en la psiquis quedan cicatrices que, al mirar atrás, vemos 
			como profundos cortes en nuestra vida. Antiguamente, los padres 
			sabían que un niño, después de una enfermedad (todas las 
			enfermedades de la infancia son infecciones), daba un salto en su 
			desarrollo. Al salir de la enfermedad, el niño no es el mismo que 
			antes. La enfermedad le ha hecho crecer. Pero no sólo las 
			enfermedades de la infancia hacen crecer. Como, después de una 
			infección, el cuerpo queda fortalecido, así también el ser humano 
			sale más maduro de cada conflicto. Porque sólo los desafíos le hacen 
			más fuerte y capaz. Todas las grandes culturas nacieron de grandes 
			retos, y el propio Darwin atribuyó la evolución de las especies a la 
			facultad de dominar las condiciones del entorno (¡lo cual no quiere 
			decir que aceptemos el darwinismo!).
 
 «La guerra es la madre de todas las cosas», dice Heráclito, y quien 
			comprenda correctamente la frase sabe que expresa una verdad 
			fundamental. La guerra, el conflicto, la tensión entre los polos, 
			genera energía vital, asegurando con ello el progreso y el 
			desarrollo. Estas frases no suenan bien y se prestan a ser mal
 
 interpretadas en una época en la que los lobos se envuelven con piel 
			de cordero y presentan sus agresiones reprimidas como amor a la paz. 
			Si, paso a paso, hemos comparado el desarrollo de la inflamación con 
			la guerra, es porque queríamos dar al tema el mordiente que acaso 
			impida que se asiente con excesiva facilidad a lo dicho. Vivimos en 
			una época y en una cultura enemigas de los conflictos. El individuo 
			trata de evitar el conflicto en todos los campos, sin advertir que 
			esta actitud impide la toma de conciencia. Desde luego, en el mundo 
			polarizado, los seres humanos no pueden evitar los conflictos con 
			medidas funcionales; pero, precisamente por ello, estas tentativas 
			provocan una desviación cada vez más complicada de las descargas a 
			otros planos cuyas coordinaciones internas casi nadie advierte. 
			Nuestro tema, la enfermedad infecciosa, es un buen ejemplo. Si bien 
			en nuestra anterior exposición hemos contemplado en paralelo la 
			estructura del conflicto y la estructura de la inflamación, para 
			señalar su naturaleza común, una y otra nunca (o casi nunca) 
			discurren paralelamente en el ser humano. Lo más frecuente es que 
			uno de los planos sustituya al otro. Si un impulso consigue vencer 
			las defensas de la conciencia y de este modo hacer que el ser humano 
			tome conocimiento de un conflicto, el proceso resolutivo 
			esquematizado tiene lugar únicamente en la conciencia del individuo 
			y, generalmente, la infección somática no se produce. Ahora bien, si 
			el hombre no se abre al conflicto, si rehuye todo aquello que pueda 
			cuestionar su mundo artificialmente sano, entonces el conflicto 
			aflora en el cuerpo y debe ser experimentado en el plano somático 
			como una inflamación. La inflamación es el conflicto trasladado al 
			plano material. Pero no por ello debe cometerse el error de restar 
			importancia a las enfermedades infecciosas alegando «yo no tengo 
			conflicto alguno». Precisamente este cerrar los ojos al conflicto 
			conduce a la enfermedad. Para esta indagación hace falta algo más 
			que una mirada superficial: se necesita una sinceridad implacable 
			que suele ser tan incómoda para la conciencia como la infección lo 
			es para el cuerpo. Y es esta incomodidad lo que queremos evitar en 
			todo momento. Cierto, los conflictos siempre producen sufrimiento, 
			no importa el plano en el que los experimentemos, ya sea la guerra, 
			la lucha interna o la enfermedad. Bonitos no son. Pero no nos es 
			lícito argumentar sobre hermosura o fealdad, porque cuando 
			reconocemos que no podemos evitar nada, esta cuestión no vuelve a 
			plantearse. Quien no se permite a sí mismo estallar psíquicamente, 
			algo le estalla en el cuerpo (un absceso). ¿Cabe entonces 
			preguntarse qué es más bonito o mejor? La enfermedad nos hace 
			sinceros. Sinceros son también, a fin de cuentas, los tan cacareados 
			esfuerzos de nuestra época para evitar los conflictos en todos los 
			órdenes. Después de lo expuesto hasta ahora, vemos a una nueva luz 
			los eficaces esfuerzos realizados para combatir las enfermedades 
			infecciosas. La lucha contra las infecciones es la lucha contra los 
			conflictos, pero en el orden material. Honesto es, por lo menos, el 
			nombre que se dio a las armas: antibióticos. Esta palabra se compone 
			de dos voces griegas, anti = contra y bios = vida. Los antibióticos 
			son, pues «sustancias dirigidas contra la vida». ¡Esto es 
			sinceridad! Esta hostilidad de los antibióticos a la vida se funda 
			en dos fases. Si recordamos que el conflicto es el verdadero motor 
			del desarrollo, es decir, de la vida, toda represión de un conflicto 
			es también un ataque contra la dinámica de la vida en sí. Pero 
			también en el sentido puramente médico los antibióticos son hostiles 
			a la vida. Las inflamaciones representan unos procesos resolutivos 
			agudos y rápidos que, por medio de la superación, eliminan toxinas 
			del cuerpo. Si estos procesos resolutivos se cortan frecuente y 
			prolongadamente por medio de antibióticos, las toxinas tienen que 
			almacenarse en el cuerpo (principalmente, en los tejidos 
			conjuntivos) lo cual determina el incremento de posibilidades para 
			el proceso canceroso. Es el llamado efecto del cubo de la basura: se 
			puede vaciar el cubo con frecuencia (infección) o acumular la basura 
			dejando que críe una vida propia que acabará por amenazar toda la 
			casa (cáncer). Los antibióticos son sustancias extrañas que el 
			individuo no ha elaborado con su propio esfuerzo y que, por lo 
			tanto, le escamotean los frutos de su enfermedad: la información que 
			proporciona el enfrentamiento. Desde este ángulo cabe examinar 
			también brevemente el tema de la «vacunación». Conocemos dos tipos 
			básicos de vacunación: la inmunización activa y la pasiva. En la 
			inmunización pasiva se inoculan anticuerpos formados en otros 
			cuerpos. Se recurre a esta forma de vacunación cuando la enfermedad 
			ya se ha declarado (por ejemplo, la gamma tetánica contra el vacilo 
			del tétanos). En el plano psíquico, ello correspondería a la 
			adopción de soluciones de problemas convencionales: mandamientos y 
			preceptos morales. El individuo adopta fórmulas ajenas, con lo que 
			evita el conflicto y la experimentación: es una vía cómoda pero 
			estéril. En la inmunización activa se inoculan agentes debilitados, 
			a fin de estimular el cuerpo a fabricar anticuerpos por sí mismo. A 
			este grupo pertenecen todas las vacunaciones preventivas, como la 
			antipolio, la antivariólica, la antitetánica, etc. En el terreno 
			psíquico, este método corresponde al ensayo de resolución de 
			conflictos hipotéticos (algo así como las maniobras militares). 
			Muchos sistemas pedagógicos y la mayoría de las terapias de grupo 
			quedan dentro de este campo. Se trata de aprender y asimilar 
			estrategias en casos leves, que capaciten al ser humano a tratar los 
			conflictos más serios con mayor eficacia. Estas consideraciones no 
			deben interpretarse como consignas. No se trata de «vacunarse o no 
			vacunarse» ni de «prescindir de los antibióticos». A fin de cuentas, 
			es completamente indiferente lo que haga el individuo, siempre y 
			cuando sepa lo que hace. Lo que buscamos es el conocimiento, no unos 
			mandamientos o prohibiciones prefabricados.
 
 Se suscita la pregunta de si, básicamente, el proceso de la 
			enfermedad corporal puede sustituir a un proceso psíquico. No es 
			fácil responder a esto, ya que la división entre conciencia y cuerpo 
			es sólo una herramienta de argumentación, pues en la realidad el 
			linde no está muy marcado. Porque aquello que se
 
 produce en el cuerpo lo experimentamos también en la conciencia, en 
			la psiquis. Cuando nos golpeamos el dedo con un martillo, decimos: 
			me duele el dedo. Pero ello no es exacto, ya que el dolor está sólo 
			en la mente, no en el dedo. Lo que hacemos es sólo proyectar la 
			sensación psíquica de «dolor» al dedo. Precisamente por ser el dolor 
			un fenómeno mental podemos influir en él con tanta eficacia: 
			mediante la distracción, la hipnosis, la narcosis, la acupuntura. 
			(¡El que considere exagerada esta afirmación, recuerde el fenómeno 
			del dolor fantasma!) Todo lo que experimentamos y sufrimos en un 
			proceso de enfermedad física ocurre sólo en nuestra mente. La 
			definición «psíquica» o «somática» se refiere sólo a la superficie 
			de proyección. Si una persona está enferma de amor, proyecta sus 
			sensaciones sobre algo incorpóreo, es decir, el amor, mientras que 
			el que tiene anginas las proyecta en la garganta, pero uno y otro 
			sólo pueden sufrir en la mente. La materia —y, por lo tanto, también 
			el cuerpo— sólo pueden servir de superficie de proyección, pero en 
			sí nunca es el lugar en el que surge un problema y, por 
			consiguiente, tampoco el lugar en el que pueda resolverse. El 
			cuerpo, como superficie de proyección, puede representar un 
			excelente auxiliar para un mejor discernimiento, pero las soluciones 
			sólo puede darlas el conocimiento. Por lo tanto, cada proceso 
			patológico corporal representa únicamente el desarrollo simbólico de 
			un problema cuya experiencia enriquecerá la conciencia. Ésta es 
			también la razón por la que cada enfermedad supone una fase de 
			maduración. Es decir, entre el tratamiento corporal y psíquico de un 
			problema se establece un ritmo. Si el problema no puede ser resuelto 
			sólo en la conciencia, entonces entra en funciones el cuerpo, 
			escenario material en el que se dramatiza en forma simbólica el 
			problema no resuelto. La experiencia recogida, una vez superada la 
			enfermedad, pasa a la conciencia. Si, a pesar de las experiencias 
			recogidas, la conciencia sigue siendo incapaz de captar el problema, 
			éste volverá al cuerpo, para que siga generando experiencias 
			prácticas. Esta alternancia se repetirá hasta que las experiencias 
			recogidas permitan a la conciencia resolver definitivamente el 
			problema o el conflicto. Podemos representarnos este proceso con la 
			imagen siguiente: un colegial tiene que aprender a calcular 
			mentalmente. Le ponemos una cuenta (problema). Si no puede 
			resolverla mentalmente, le damos una tabla de cálculo (materia). El 
			proyecta el problema en la tabla y, por este medio (y también por la 
			mente) halla el resultado. A continuación le ponemos otra cuenta, 
			que debe resolver sin la tabla. Si no lo consigue, volvemos a darle 
			el medio, y esto se repite hasta que el niño ha aprendido a calcular 
			mentalmente y puede prescindir de la ayuda material de la tabla. En 
			realidad, la operación se hace siempre en la mente, nunca en la 
			tabla, pero la proyección del problema sobre el plano visible 
			facilita el aprendizaje. Si me extiendo tanto sobre este particular 
			es porque de la buena comprensión de esta relación entre el cuerpo y 
			la mente se deriva una consecuencia que no consideramos 
			sobrentendida: la de que el cuerpo no es el lugar en el que puede 
			resolverse un problema. Sin embargo, toda la medicina académica se 
			orienta hacia este objetivo. Todos miran fascinados los procesos 
			fisiológicos y tratan de curar la enfermedad en el plano corporal. Y 
			aquí no hay nada que resolver. Sería como tratar de modificar la 
			tabla de cálculo a cada dificultad que encontrara nuestro colegial. 
			La experiencia humana se produce en la conciencia y se refleja en el 
			cuerpo. Limpiar constantemente el espejo, no mejora al que se mira 
			en él (¡ojalá fuera tan fácil!). En lugar de buscar en el espejo la 
			causa y la solución de todos los problemas reflejados en él, debemos 
			utilizarlo para reconocernos a nosotros mismos. INFECCIÓN = UN 
			CONFLICTO MENTAL QUE SE HACE MATERIAL La persona propensa a las 
			inflamaciones trata de rehuir los conflictos. En caso de enfermedad 
			infecciosa, conviene hacerse las siguientes preguntas: 1. ¿Qué 
			conflicto hay en mi vida, que yo no veo? 2. ¿Qué conflicto rehuyo? 
			3. ¿Qué conflicto me niego a reconocer? Para hallar el tema del 
			conflicto, debe estudiarse atentamente el simbolismo del órgano o 
			parte del cuerpo afectada.
 
 
			
			
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			II. EL SISTEMA DE DEFENSA
 
			  
			Defender equivale a rechazar. El polo 
			opuesto de rechazar es amar. Se ha definido el amor desde multitud 
			de ángulos y en los planos más diversos, pero cada forma de amor 
			puede reducirse al acto de dar acogida. En el amor, el ser humano 
			abre barreras y deja entrar algo que estaba fuera de ellas. A estas 
			barreras solemos llamar Yo (ego) y todo aquello que queda fuera de 
			la propia identificación es para nosotros Tú (el otro). En el amor, 
			esta barrera se abre para admitir a un Tú que, con la unión, se 
			convertirá en Yo. Allí donde ponemos una barrera rechazamos y donde 
			quitamos la barrera amamos. Desde Freud utilizamos la expresión de 
			«mecanismo de defensa» para designar los resortes de la conciencia 
			que impiden la penetración de elementos amenazadores procedentes del 
			subconsciente. Aquí conviene insistir en la ecuación microcosmos = 
			macrocosmos, ya que todo repudio o rechazo de una manifestación 
			procedente del entorno es siempre expresión externa de un rechazo 
			psíquico interno. Todo rechazo consolida nuestro ego, ya que acentúa 
			la separación. Por ello al ser humano la negación le resulta 
			considerablemente más grata que la afirmación. Cada «no», cada 
			resistencia, nos permite sentir nuestra frontera, nuestro Yo, 
			mientras que, en cada «comunión» esta frontera se difumina: no nos 
			sentimos a nosotros mismos. Es difícil expresar con palabras lo que 
			son los mecanismos de defensa, ya que sólo se puede describir 
			aquello que se reconoce, por lo menos, en otras personas. Los 
			mecanismos de defensa son la suma de todo lo que nos impide ser 
			perfectos y completos. En teoría es fácil definir en qué consiste el 
			camino de la iluminación: en todo lo bueno. Comulga con todo lo que 
			es y serás uno con todo lo que es. Éste es el camino del amor. Cada 
			«sí, pero...» es una defensa que nos impide conseguir la unidad. 
			Ahora empiezan las pintorescas estratagemas del ego que, en su afán 
			de separación, no se priva de esgrimir las más piadosas, hábiles y 
			nobles teorías. Y así le hacemos el juego al mundo. Los espíritus 
			sagaces aducirán que, si todo lo que es, es bueno, también la 
			defensa tiene que serlo. Desde luego, lo es, pues nos hace 
			experimentar tanta fricción en un mundo polarizado que, para seguir 
			adelante, no tenemos más remedio que discriminar, pero, a lo sumo, 
			no es más que una ayuda que, al ser utilizada, se obvia a sí misma. 
			En el mismo sentido se justifica también la enfermedad a la que 
			nosotros deseamos transmutar en salud cuanto antes. Como las 
			defensas psíquicas apuntan contra elementos del subconsciente 
			catalogados de peligrosos y que, por lo tanto, tienen vedado el paso 
			a la conciencia, así las defensas físicas se orientan contra 
			enemigos «externos», llamados agentes patógenos o toxinas. Estamos 
			tan acostumbrados a manejar despreocupadamente unos sistemas de 
			valores montados por nosotros mismos que hemos llegado a 
			convencernos de que son patrones absolutos. Pero en realidad no hay 
			más enemigo que aquel al que nosotros declaramos como tal. (Basta 
			leer a los distintos apóstoles de la dietética para descubrir los 
			más diversos criterios en el señalamiento de enemigos. Los mismos 
			alimentos que un método tacha de absolutamente perniciosos, otro los 
			califica de muy saludables. La dieta que nosotros recomendamos es: 
			leer atentamente todos los libros de dietética y comer lo que a uno 
			le apetezca.) Hay ciertas personas que se dejan impresionar de tal 
			modo por este subjetivo señalamiento de enemigos que no tenemos más 
			remedio que declararlas enfermas: nos referimos a los alérgicos. 
			Alergia: la alergia es una reacción exagerada a una sustancia que 
			reconocemos como nociva. Desde luego, la actuación del sistema de 
			defensas del organismo está justificada cuando se trata de 
			supervivencia. El sistema inmunizador del cuerpo produce anticuerpos 
			para combatir los antígenos*, con lo que proporciona una defensa 
			contra invasores hostiles, lo cual, fisiológicamente, es 
			irreprochable. En los alérgicos, esta defensa, en sí encomiable, se 
			desorbita. El alérgico construye un gran parapeto y constantemente 
			alarga la lista de sus enemigos. Cada vez son más numerosas las 
			sustancias consideradas nocivas y, por lo tanto, hay que fabricar 
			más armas para mantener a raya a tantísimo enemigo. Ahora bien, como 
			en el terreno militar el armamento siempre denota agresividad, así 
			también la alergia es expresión de una actitud defensiva y agresiva 
			que ha sido reprimida y obligada a pasar al cuerpo. El alérgico 
			tiene problemas de agresividad que, en la mayoría de casos, no 
			reconoce y, por lo tanto, no puede asumir. (Para evitar malas 
			interpretaciones, recordemos que al hablar de un aspecto psíquico 
			reprimido nos referimos al que no es conscientemente reconocido por 
			el individuo. Puede ser que la persona viva plenamente este aspecto 
			sin reconocer en sí mismo tal propiedad. Pero también, que la 
			propiedad haya sido reprimida de modo tan absoluto que la persona no 
			la viva. Por lo tanto, la represión puede existir tanto en un sujeto 
			agresivo como en el más manso de los mortales.) En el alérgico, la 
			agresividad es trasladada de la conciencia al cuerpo y aquí se 
			expansiona a placer con ataques, defensas, forcejeos y victorias. 
			Para que la diversión no termine por falta de enemigos, se declara 
			la guerra a las cosas más inofensivas: el polen de las flores, el 
			pelo de los gatos o de los caballos, el polvo, los artículos de 
			limpieza, el humo, las fresas, los perros o los tomates. La variedad 
			es ilimitada: el alérgico no respeta nada, es capaz de luchar contra 
			todo y contra todos, si bien, generalmente, da preferencia a ciertos 
			elementos cargados de simbolismo. 
 Es sabido que la agresividad casi siempre va ligada al miedo. Sólo 
			se combate lo que se teme. Si examinamos atentamente los alergenos** 
			elegidos, en casi todos los casos, descubriremos enseguida cuáles 
			son los temas que atemorizan al alérgico de tal modo que tiene que 
			combatirlos encarnecidamente en el símbolo. En primer lugar, está el 
			pelo de los animales domésticos, especialmente el de los gatos. Al 
			pelo del gato (y a cualquier pelo) suelen asociarse las caricias y 
			los arrumacos: es fino, sedoso, blando, y, no obstante,
 
 «animal». Es un símbolo del amor y tiene una connotación sexual 
			(véanse los animales de felpa que los niños se llevan a la cama). 
			Algo parecido puede decirse de la piel del conejo. En el caballo 
			está más acentuado el componente sensual y, en el perro, el 
			agresivo; pero las diferencias son pequeñas, insignificantes, ya que 
			un símbolo nunca tiene límites muy marcados. El mismo tema es 
			representado por el polen de las flores, alergeno predilecto de los 
			que sufren la fiebre del heno. El polen es símbolo de fertilidad y 
			procreación, y la «grávida» primavera es la estación en la que los 
			enfermos de fiebre del heno más «padecen». Las pieles de los 
			animales y el polen actuando como alergenos indican que los temas de 
			«amor», «sexualidad», «libido» y «fertilidad» suscitan ansiedad y, 
			por lo tanto, son activamente rechazados, es decir, no son 
			admitidos. * Un antígeno es una sustancia extraña, generalmente una 
			proteína, que es capaz de estimular el sistema inmunizador. (N. del 
			T.) ** Alergeno es el antígeno de una reacción alérgica. (Alergia = 
			reactividad alterada por hipersensibilidad. (N. del T.) Algo similar 
			ocurre con el miedo a la suciedad, la inmundicia, la impureza, que 
			se manifiesta en la alergia al polvo doméstico. (Recordar 
			expresiones como: chiste guarro, sacar los trapos sucios, llevar una 
			vida limpia, etc.). El alérgico trata de evitar con el mismo empeño 
			los alergenos y las situaciones asociadas con ellos, en lo cual le 
			ayudan de buen grado una medicina comprensiva y el entorno. Nadie se 
			resiste al despotismo del enfermo: los animales domésticos son 
			eliminados, no se puede fumar en su presencia, etc. En esta tiranía 
			sobre el entorno, el alérgico encuentra un campo de actividad que le 
			permite desahogar insensiblemente sus agresiones reprimidas. El 
			método de la «desensibilización» es bueno en sí, pero, para obtener 
			buenos resultados, habría que aplicarlo no al plano corporal sino al 
			psíquico. Porque el alérgico sólo hallará la curación cuando aprenda 
			a afrontar conscientemente todo aquello que evita y rechaza, y 
			asimilarlo en su conciencia. Al alérgico no se le hace ningún favor 
			ayudándole en su estrategia defensiva: él tiene que reconciliarse 
			con sus enemigos, aprender a quererlos. Que los alergenos ejercen 
			exclusivamente un efecto simbólico y nunca un efecto material o 
			químico es algo que debe quedar perfectamente claro, incluso para el 
			materialista más empedernido, cuando comprenda que una alergia, para 
			manifestarse, necesita el concurso de la mente. Por ejemplo, en la 
			narcosis no hay alergia, igualmente, durante una psicosis, 
			desaparecen todas las alergias. A la inversa, incluso la simple 
			imagen, como por ejemplo la fotografía de un gato o la secuencia de 
			una locomotora que echa humo en una película desencadenan el ataque 
			en el asmático. La reacción alérgica es absolutamente independiente 
			de la materia de los alergenos. La mayoría de los alergenos sugieren 
			vitalidad: sexualidad, amor, fertilidad, agresividad, suciedad: en 
			todos estos campos la vida se muestra en su forma más activa. Pero 
			precisamente esta vitalidad que exige una expresión infunde miedo en 
			el alérgico. Y es que su actitud es contraria a la vida. Su ideal es 
			una vida estéril, sin gérmenes, exenta de sensualidad y agresiones: 
			estado que apenas merece el nombre de «vida». Por consiguiente, no 
			sorprende que en muchos casos las alergias puedan degenerar en 
			autoagresiones que llegan a ser mortales, en las que el cuerpo de 
			estos individuos, ¡ay!, tan delicados, libra largas y encarnizadas 
			batallas en las que acaba por sucumbir. Entonces la resistencia, la 
			autoexclusión, el autoencapsulado alcanza su forma suprema y su 
			plena realización en el ataúd, cámara exenta de todo alergeno. 
			ALERGIA = AGRESIVIDAD HECHA MATERIA
 
			  
			El alérgico debe hacerse las 
			siguientes preguntas:  
				
					
					
					¿Por qué no asumo mi agresividad con la conciencia en vez de 
			obligarla a realizar un trabajo corporal? 
					
					¿Qué aspectos de la vida me infunden tanto miedo que trato de 
			evitarlos por todos los medios? 
					
					¿A qué tema apuntan mis alergenos? Sexualidad, instinto, 
			agresividad, procreación, suciedad, en el sentido del lado oscuro de 
			la vida. 
					
					¿En qué medida me sirvo de mi alergia para manipular mi entorno?
					
					
					¿Qué hay de mi capacidad de amar, de mi receptividad?
					 
			
			
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 III. LA RESPIRACIÓN
 
			  
			La respiración es un acto rítmico. Se compone de 
			dos fases, inhalación y exhalación. La respiración es un buen 
			ejemplo de la ley de la polaridad: los dos polos, inspiración y 
			espiración, forman, con su constante alternancia, un ritmo. Un polo 
			depende de su opuesto, y así la inspiración provoca la espiración, 
			etc. También podemos decir que un polo no puede vivir sin el polo 
			opuesto, porque, si destruimos una fase, desaparece también la otra. 
			Un polo compensa el otro polo y los dos juntos forman un todo. 
			Respiración es ritmo, el ritmo es la base de toda la vida. También 
			podemos sustituir los dos polos de la respiración por los conceptos 
			de contracción y relajación. Esta relación de 
			inspiración–contracción y espiración–relajación se muestra 
			claramente cuando suspiramos. Hay un suspiro de inspiración que 
			provoca contracción y un suspiro de espiración que provoca 
			relajación. Por lo que se refiere al cuerpo, la función central de 
			la respiración es un proceso de intercambio: por la inspiración el 
			oxígeno contenido en el aire es conducido a los glóbulos rojos y en 
			la espiración expulsamos el anhídrido carbónico. La respiración 
			encierra la polaridad de acoger y expulsar, de tomar y dar. Con esto 
			hemos hallado la simbología más importante de la respiración. Goethe 
			escribió: En la respiración hay dos mercedes, una inspirar, la otra 
			soltar el aire, aquélla colma, ésta refresca, es la combinación 
			maravillosa de la vida Todas las lenguas antiguas utilizan para 
			designar el aliento la misma palabra que para alma o espíritu. 
			Respirar viene del latín spirare y espíritu, de spiritus, raíz de la 
			que se deriva también inspiración tanto en el sentido lato como en 
			el figurado. En griego psyke significa tanto hálito como alma. En 
			indostánico encontramos la palabra atman que tiene evidente 
			parentesco con el atmen (respirar) alemán. En la India al hombre que 
			alcanza la perfección se le llama Mahatma, que textualmente 
			significa tanto «alma grande» como «aliento grande». La doctrina 
			hindú nos enseña, también, que la respiración es portadora de la 
			auténtica fuerza vital que el indio llama prana. En el relato 
			bíblico de la Creación se nos cuenta que Dios infundió su aliento 
			divino en la figura de barro convirtiéndola en una criatura «viva», 
			dotada de alma. Esta imagen indica bellamente cómo al cuerpo 
			material, a la forma, se le infunde algo que no procede de la 
			Creación: el aliento divino. Es este aliento, que viene de más allá 
			de lo creado, lo que hace del hombre un ser vivo y dotado de alma. 
			Ya estamos llegando al misterio de la respiración. La respiración 
			actúa en nosotros, pero no nos pertenece. El aliento no está en 
			nosotros, sino que nosotros estamos en el aliento. Por medio del 
			aliento, nos hallamos constantemente unidos a algo que se encuentra 
			más allá de lo creado, más allá de la forma. El aliento hace que 
			esta unión con el ámbito metafísico (literalmente: con lo que está 
			Detrás de la Naturaleza) no se rompa. Vivimos en el aliento como 
			dentro de un gran claustro materno que abarca mucho más que nuestro 
			ser pequeño y limitado —es la vida, ese secreto supremo que el ser 
			humano no puede definir, no puede explicar— la vida sólo se 
			experimenta abriéndose a ella y dejándose inundar por ella. La 
			respiración es el cordón umbilical por el que esta vida viene a 
			nosotros. La respiración hace que nos mantengamos en esta unión. 
			Aquí reside su importancia: la respiración impide que el ser humano 
			se cierre del todo, se aísle, que haga impenetrable la frontera de 
			su yo. Por muy deseoso que el ser humano esté de encapsularse en su 
			ego, la respiración le obliga a mantener la unión con lo ajeno al 
			yo. Recordemos que nosotros respiramos el mismo aire que respira 
			nuestro enemigo. Es el mismo aire que respiran los animales y las 
			plantas. La respiración nos une constantemente con todo. Por más que 
			el hombre quiera aislarse, la respiración lo une con todo y con 
			todos. El aire que respiramos nos une a unos con otros, nos guste o 
			no. La respiración tiene algo que ver con «contacto» y «relajación». 
			Este contacto entre lo que viene de fuera y el cuerpo se produce en 
			los alvéolos pulmonares. Nuestro pulmón tiene una superficie interna 
			de unos setenta metros cuadrados, mientras que el área de nuestra 
			piel no mide sino entre metro y medio y dos metros cuadrados. El 
			pulmón es nuestro mayor órgano de contacto. Si observamos con más 
			atención, distinguiremos las diferencias existentes entre los dos 
			órganos de contacto del ser humano: pulmones y piel; el contacto de 
			la piel es inmediato y directo. Es más comprometido y más intenso 
			que el de los pulmones y, además, está sometido a nuestra voluntad. 
			Uno puede tocar a otra persona o no tocarla. El contacto que 
			establecemos con los pulmones es indirecto, pero obligatorio. No 
			podemos evitarlo, ni siquiera cuando una persona nos inspira tanta 
			antipatía que no podemos ni olerla, ni cuando otra nos impresiona 
			tanto que nos deja sin aliento. Existe un síntoma de enfermedad que 
			puede pasar de uno a otro de estos órganos de contacto: una erupción 
			cutánea abortada puede manifestarse en forma de asma que, a su vez, 
			con el correspondiente tratamiento, se convierte en erupción. El 
			asma y la erupción cutánea corresponden al mismo tema: contacto, 
			roce, relación. La resistencia a establecer contacto con todo el 
			mundo por medio de la respiración se manifiesta, por ejemplo, en el 
			espasmo respiratorio del asma. 
 Si seguimos repasando las frases hechas relacionadas con la 
			respiración y con el aire veremos que hay situaciones en las que a 
			uno le falta el aire, o no puede respirar a sus anchas. Con ello 
			tocamos el tema de la libertad y la cohibición. Con el primer 
			aliento empezamos nuestra vida y con el último la terminamos. Con el 
			primer aliento damos también el primer paso por el mundo exterior al 
			desprendernos de la unión simbiótica con la madre y hacernos 
			autónomos, independientes, libres. Cuando a uno le cuesta respirar; 
			ello suele ser señal de
 
 que teme dar por sí mismo los primeros pasos con libertad e 
			independencia. La libertad le corta la respiración, es algo insólito 
			que le produce temor. La misma relación entre libertad y respiración 
			se advierte en el que sale de una situación de agobio y pasa a otra 
			esfera en la que se siente «desahogado» o, simplemente, sale al 
			exterior: lo primero que hace es inspirar profundamente, por fin 
			puede respirar con libertad. También el proverbial ahogo que nos 
			aqueja en circunstancias agobiantes es ansia de libertad y de 
			espacio vital. En resumen, la respiración simboliza los siguientes 
			temas: ritmo, en el sentido de aceptar «tanto lo uno como lo otro»
 
 Contracción
 –
 Relajación
 
 Tomar
 –
 Dar
 
 Contacto
 –
 Repudio
 
 Libertad
 –
 Agobio
 
 
 RESPIRACIÓN = ASIMILACIÓN DE LA VIDA En las enfermedades 
			respiratorias, procede hacerse las siguientes preguntas:
 
 1. ¿ Qué me impide respirar?
 2. ¿Qué es lo que no quiero admitir?
 3. ¿Qué es lo que no quiero expulsar?
 4. ¿Con qué no quiero entrar en contacto?
 5. ¿Tengo miedo de dar un paso en una nueva libertad?
 Asma bronquial Después de las consideraciones de carácter general 
			hechas acerca de la respiración, deseamos examinar especialmente el 
			cuadro del asma bronquial, afección que siempre fue exponente de las 
			manifestaciones psicosomáticas. «Se llama asma bronquial a una 
			disnea que se presenta en forma de acceso, caracterizada por una 
			espiración sibilante. Se produce un estrechamiento de los bronquios 
			y bronquiolos que puede estar provocada por un espasmo de la 
			musculatura plana, una inflamación de las vías respiratorias y la 
			congestión y secreción de la mucosa» (Brautigam). El ataque de asma 
			es experimentado por el paciente como un ahogo mortal, el enfermo 
			trata de sorber el aire, jadea y la espiración queda muy 
			dificultada. En el asmático coinciden varios problemas que, a pesar 
			de su afinidad, examinaremos por separado, por motivos didácticos. 
			1. Tomar y dar: El asmático trata de tomar demasiado. Inspira 
			profundamente y provoca una excesiva dilatación de los pulmones y un 
			espasmo respiratorio. Uno toma llenándose hasta rebosar y, cuando 
			tiene que dar, llega el espasmo. Aquí se ve claramente la 
			perturbación del equilibrio; los polos «tomar» y «dar» deben estar 
			equilibrados, a fin de poder formar un ritmo. La ley de la evolución 
			depende del equilibrio interno: toda acumulación impide la fluidez. 
			El flujo respiratorio es interrumpido en el asmático porque se 
			excede al tomar. Ocurre luego que no sabe dar y entonces no puede 
			volver a tomar lo que tanto ansía. Al inspirar tomamos oxígeno y al 
			espirar expulsamos anhídrido carbónico. El asmático quiere 
			conservarlo todo y con ello se envenena, ya que no puede expulsar lo 
			usado. Este tomar sin dar produce sensación verdadera de asfixia. El 
			desequilibrio entre tomar y dar, que de forma tan impresionante se 
			manifiesta en el asma, es un tema que puede aplicarse a muchas 
			personas. Suena muy simple, y, sin embargo, muchos fallan en este 
			punto. Sea lo que fuere lo que uno desea tener—ya sea dinero, fama, 
			ciencia, sabiduría—siempre ha de haber un equilibrio entre el tomar 
			y el dar, o uno se expone a asfixiarse con lo tomado. El ser humano 
			recibe en la medida en que da. Si se suspende el dar, el flujo se 
			interrumpe y tampoco entra nada. ¡ Cuán dignos de compasión son 
			quienes quieren llevarse su saber a la tumba! Guardan 
			avariciosamente lo poco que pudieron adquirir y renuncian a la 
			riqueza que espera a todo el que sabe devolver, transformado, lo que 
			ha recibido. ¡Si la gente pudiera comprender que hay de todo en 
			abundancia para todos! Si a alguien le falta algo es sólo porque se 
			autoexcluye. Observemos al asmático: él ansía el aire, a pesar de 
			que aire hay tanto. Pero los hay ansiosos. 2. El deseo de inhibirse:
 
 El asma puede provocarse experimentalmente en cualquier individuo 
			haciéndole inspirar gases irritantes, como amoníaco, por ejemplo. A 
			partir de una determinada concentración, en el individuo se produce 
			una reacción de protección, mediante la coordinación de varios 
			reflejos, a saber: inmovilización del diafragma, broncoconstricción 
			y secreción de mucosidad. Es el llamado reflejo de Kretschmer que 
			consiste en un bloqueo para impedir la entrada a algo que viene de 
			fuera. Ante el amoníaco el reflejo es saludable; pero en el asmático 
			se produce con un estímulo mucho más débil. El asmático percibe las 
			sustancias más inofensivas del entorno como peligrosas para la vida 
			y se cierra inmediatamente a ellas. En el capítulo anterior hemos 
			hablado
 
 extensamente del significado de la alergia, por lo que aquí será 
			suficiente recordar el tema de rechazo y el temor. Y es que el asma 
			suele estar íntimamente ligada a una alergia. Asma, en griego, 
			significa «estrechez de pecho», estrecho, en latín, es angustus, voz 
			que recuerda la palabra alemana Angst (miedo). Encontramos también 
			angustus en angina (inflamación de las amígdalas) y en angina 
			pectoris (contracción dolorosa de las arterias del corazón). Es de 
			observar que la estrechez o contracción tiene relación con el miedo. 
			La contracción asmática tiene también mucho que ver con el miedo, 
			con el miedo a admitir ciertos aspectos de la vida, a los que 
			también nos referimos al hablar de los alergenos. El afán de 
			cerrarse persiste en el asmático hasta alcanzar su punto culminante 
			en la muerte. La muerte es la última posibilidad de cerrarse, de 
			encapsularse, de aislarse de lo vivo. (A este respecto puede ser 
			interesante la siguiente observación: se puede enfurecer fácilmente 
			a un asmático diciéndole que su asma no es peligrosa y que nunca 
			podrá causarle la muerte. ¡Y es que para él tiene mucha importancia 
			la malignidad de su enfermedad!) 3. Afán de dominio e 
			insignificancia: El asmático tiene un gran afán de dominio que él no 
			reconoce y que, por lo tanto, es transmitido al cuerpo en el que se 
			manifiesta en la «soberbia» del asmático. Esta soberbia muestra 
			claramente la arrogancia y la megalomanía que él ha reprimido 
			cuidadosamente en su conciencia. Por ello gusta de evadirse a lo 
			ideal y formalista. Pero si el asmático se enfrenta con el afán de 
			poder y dominio de otro (la ley del símil) el miedo se le pone en 
			los pulmones y le deja sin habla: el habla que precisamente es 
			modulada por la espiración—. El asmático no puede exhalar: se le 
			corta la respiración. El asmático se sirve de sus síntomas para 
			ejercer el poder sobre su entorno. Los animales domésticos han de 
			ser eliminados, no puede haber ni una mota de polvo, prohibido 
			fumar, etc. Este afán de dominio alcanza su punto culminante durante 
			los peligrosos ataques, los cuales se manifiestan precisamente 
			cuando se llama la atención del asmático sobre su afán de dominio. 
			Estos ataques chantajistas son muy peligrosos para el propio 
			enfermo, ya que suponen un peligro de muerte. Es impresionante 
			comprobar cómo puede llegar a perjudicarse un enfermo, con tal de 
			dominar. En psicoterapia se ha observado que el ataque suele ser el 
			último recurso cuando el enfermo se siente muy cerca de la verdad. 
			Pero ya esta proximidad entre el afán de dominio y la autoinmolación 
			nos hace percibir algo de la ambivalencia de este afán de dominio 
			que se vive inconscientemente. Porque, a medida que aumenta esta 
			pretensión de poder, que se adquieren más ínfulas, crece también el 
			polo opuesto, es decir, la indefensión, la sensación de 
			insignificancia y desamparo. La aceptación y asimilación consciente 
			de esta insignificancia debería ser tarea obligada del asmático. 
			Después de una enfermedad prolongada, el pecho se dilata y 
			robustece. Ello da un aspecto vigoroso, pero limita Ia capacidad 
			respiratoria, a causa de la pérdida de elasticidad. Imposible 
			plasmar el conflicto con más elocuencia: pretensión y realidad. En 
			lo de sacar el pecho hay un mucho de agresividad. El asmático no ha 
			aprendido a articular debidamente su agresividad en la fase verbal, 
			pero no puede dar salida a su agresividad con gritos o juramentos y 
			se le queda dentro, en los pulmones. Y estas manifestaciones 
			agresivas regresan al plano corporal y salen a la luz del día en 
			forma de tos y expectoración. Veamos algunas frases hechas: Toser a 
			alguno = escupir en la cara = quedarse sin respiración, del 
			disgusto. La agresividad se muestra también en las alergias, la 
			mayoría de las cuales están asociadas al asma. 4. Rechazo del lado 
			oscuro de la vida. El asmático ama lo limpio, lo puro, lo 
			transparente y estéril y evita lo oscuro, profundo y terrenal, lo 
			cual suele expresarse claramente en la elección de los alergenos. Él 
			desea instalarse en el ámbito superior, para no entrar en contacto 
			con el polo inferior. Por lo tanto, suele ser una persona cerebral 
			(la doctrina de los elementos atribuye el aire al pensamiento). La 
			sexualidad, que también corresponde al polo- inferior, la desplaza 
			el asmático hacia arriba, al pecho, estimulando con ello la 
			producción de mucosidad, proceso que en realidad debería estar 
			reservado a los órganos sexuales. El asmático expulsa esta mucosidad 
			(producida demasiado arriba) por la boca, solución cuya originalidad 
			apreciará quien vea la correspondencia existente entre los genitales 
			y la boca (en un capítulo posterior examinaremos más detenidamente 
			este extremo). El asmático anhela el aire puro. Le gustaría vivir en 
			la cima de una montaña (deseo que suele concedérsele bajo el nombre 
			de «climaterapia»). Allí se satisface también su afán de dominio: 
			arriba, contemplando desde la cumbre el turbio acontecer del valle 
			sombrío, a distancia segura, elevado en la esfera donde «el aire 
			todavía es puro», situado por encima de las tierras bajas, con sus 
			impulsos y su fecundidad: arriba, en lo alto de la montaña, donde la 
			vida tiene una pureza mineral. Aquí realiza el asmático el ansiado 
			vuelo a las alturas, por obra y gracia de laboriosos climatólogos. 
			Otro lugar recomendado por sus efectos terapéuticos es el mar, con 
			su aire salobre. Y el mismo simbolismo: sal, símbolo del desierto, 
			símbolo de lo mineral, símbolo de la esterilidad. Es el entorno que 
			ansía el asmático, porque de lo vital tiene miedo. El asmático es un 
			individuo que tiene sed de amor: quiere amor y por eso inspira tan 
			profundamente. Pero no puede dar amor: tiene dificultad en la 
			espiración.
 
 ¿Qué puede ayudarle? Al igual que para todos los síntomas, sólo 
			existe una prescripción: toma de conciencia e implacable sinceridad 
			consigo mismo. Cuando una persona ha reconocido sus temores debe 
			acostumbrarse a no evitar las causas del miedo sino afrontarlas 
			hasta poder quererlas y asumirlas. Este
 
 necesario proceso se simboliza perfectamente en una terapia que, si 
			bien es desconocida para la medicina académica, suele aplicarla la 
			naturopatía y es uno de los remedios más eficaces contra el asma y 
			alergia. Consiste en inyectar al enfermo la propia orina por vía 
			intramuscular. Vista con una óptica simbólica esta terapia obliga al 
			paciente a readmitir lo que ha expulsado, la propia inmundicia, 
			batallar con ella e integrársela. ¡Esto cura! ASMA Preguntas que 
			debería hacerse el asmático:
 
 1. ¿En qué aspectos quiero tomar sin dar?
 2. ¿Puedo reconocer conscientemente mi agresividad y qué 
			posibilidades tengo de exteriorizarla?
 3. ¿ Cómo me planteo el conflicto «dominio/desvalimiento»?
 4. ¿Qué aspecto de la vida valoro negativamente y rechazo?
 5. ¿Puedo sentir algo del miedo que se ha parapetado detrás de mi 
			sistema de valoración?
 6. ¿Qué aspectos de la vida trato de evitar, cuáles considero 
			sucios, bajos e inmundos?
 No olvidar: cuando se deja sentir la contracción, ¡es miedo! El 
			único remedio contra el miedo es la expansión. ¡La expansión se 
			consigue dejando entrar lo que se evitaba! Resfriados y afecciones 
			gripales Antes de abandonar el tema de la respiración, examinaremos 
			brevemente los síntomas del resfriado, el cual afecta principalmente 
			a las vías respiratorias. La gripe, al igual que el resfriado, es un 
			proceso inflamatorio agudo, o sea, expresión de la manipulación de 
			un conflicto. Para hacer nuestra interpretación, no queda sino 
			examinar los lugares y las zonas en los que se manifiesta el proceso 
			inflamatorio. Un resfriado siempre se produce en situaciones 
			críticas, cuando uno está hasta las narices o se le hinchan las 
			narices. Tal vez haya quien considere exagerada la expresión de 
			«situación crítica». Naturalmente, no nos referimos a crisis 
			indecisas, las cuales se manifiestan con símbolos de una importancia 
			proporcionada. Al decir «situaciones críticas» nos referimos a 
			aquellas que, no siendo dramáticas, son frecuentes e importantes 
			para la mente, que nos producen sensación de agobio y nos inducen a 
			buscar un motivo legítimo para distanciarnos un poco de una 
			situación que nos exige demasiado. Dado que momentáneamente no 
			estamos dispuestos a reconocer ni la carga que suponen estas 
			«pequeñas» crisis cotidianas ni nuestros deseos de evasión, se 
			produce la somatización: nuestro cuerpo manifiesta ostensiblemente 
			nuestra sensación de estar hasta las narices permitiéndonos alcanzar 
			nuestro inconfesado objetivo, y con la ventaja de que todo el mundo 
			se muestra muy comprensivo, algo impensable si hubiéramos dirimido 
			el conflicto conscientemente. Nuestro resfriado nos permite 
			apartarnos de la situación molesta y pensar un poco más en nosotros 
			mismos. Ahora podemos ejercitar la sensibilidad corporal. Nos duele 
			la cabeza (en estas circunstancias, no se puede pedir a una persona 
			que se meta a resolver problemas), nos lloran los ojos, estamos 
			congestionados, molidos. Esta sensibilización generalizada puede 
			exacerbarse hasta hacer que nos duela «la punta del pelo». Nadie 
			puede acercársenos, nada ni nadie puede rozarnos siquiera. La nariz 
			está tapada y hace imposible toda comunicación (la respiración es 
			contacto, no se olvide). Con la amenaza: «No te acerques, que estoy 
			resfriado», se saca uno a la gente de delante. Esta actitud 
			defensiva puede reforzarse con estornudos, los cuales convierten la 
			espiración en potente arma defensiva. Incluso la palabra queda 
			disminuida como medio de comunicación, por la irritación de la 
			garganta. Desde luego, no permite enfrascarse en discusiones. La tos 
			de perro denota claramente, por su tono áspero, que el placer de la 
			comunicación se reduce, en el mejor de los casos, a toserle a 
			alguno. Con tanta actividad defensiva, no es de extrañar que también 
			las amígdalas, que figuran entre las defensas más importantes, echen 
			el resto. Y se inflaman de tal modo que uno casi no puede tragar, 
			estado que debe inducir al paciente a preguntarse qué es en realidad 
			lo que se le ha atragantado. Porque tragar es un acto de admisión, 
			de aceptación. Y esto es precisamente lo que ahora no queremos 
			hacer. Este detalle nos revela la táctica del resfriado en todos los 
			aspectos. El dolor de las extremidades y la sensación de abatimiento 
			de la gripe dificultan los movimientos y, concretamente, el de los 
			hombros puede llegar a transmitir la presión del peso de los 
			problemas que gravita sobre ellos y que uno se resiste a seguir 
			soportando. Nosotros tratamos de expulsar una porción de estos 
			problemas en forma de mucosidad purulenta, y cuanta más expulsamos 
			más alivio sentimos. La abundante mucosidad que al principio todo lo 
			obstruía y que congestionó las vías de comunicación debe diluirse a 
			fin de que algo empiece a moverse y a fluir. Por lo tanto, cada 
			resfriado hace que algo vuelva a moverse y marca un pequeño avance 
			en nuestra evolución. La medicina naturista, muy acertadamente, ve 
			en el resfriado un saludable proceso de limpieza por medio del cual 
			se eliminan toxinas del cuerpo; en el plano psíquico, las toxinas 
			representan problemas que también se resuelven y eliminan. Cuerpo y 
			alma salen de la crisis fortalecidos, para esperar la próxima vez 
			que estemos hasta las narices.
 
 
			
			
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			IV. LA DIGESTIÓN
 
 Con la digestión ocurre algo muy parecido a lo de la respiración. 
			Con la respiración tomamos entorno, lo asimilamos y expulsamos lo no 
			asimilable. Otro tanto ocurre durante la digestión, si bien el 
			proceso digestivo se hunde más profundamente en la materia del 
			cuerpo. La respiración está regida por el elemento aire, mientras 
			que la digestión pertenece al elemento tierra, es más material. Pero 
			a la digestión le falta el ritmo perfectamente marcado de la 
			respiración. En el elemento pesado de la tierra, la cadencia del 
			proceso de asimilación y expulsión de los alimentos es menos 
			perceptible y rápida. La digestión también tiene una similitud con 
			las funciones cerebrales, ya que el cerebro (es decir, la mente) 
			procesa y digiere los elementos inmateriales de este mundo (porque 
			no sólo de pan vive el hombre). Por medio de la digestión, 
			procesamos elementos materiales de este mundo. La digestión abarca, 
			pues:
 
 1. Captación del mundo exterior en forma de elementos materiales.
 2. Diferenciación entre lo asimilable y lo no asimilable.
 3. Asimilación de las sustancias asimilables.
 4. Expulsión de lo no digerible.
 Antes de ocuparnos más detenidamente de los problemas que pueden 
			presentarse durante la digestión, es conveniente considerar el 
			simbolismo de la nutrición. Por los alimentos y comidas que prefiere 
			cada cual pueden descubrirse muchas cosas (dime lo que comes y te 
			diré quién eres). Será un buen ejercicio aguzar la mirada y la 
			mente, de manera que, incluso en los procesos más habituales y 
			rutinarios, podamos descubrir las relaciones —nunca fortuitas— que 
			hay detrás de los fenómenos aparentes. Si a una persona le apetece 
			algo determinado, ello expresa una preferencia y nos da un indicio 
			sobre la personalidad del individuo. Cuando algo «no le apetece», 
			esta aversión es tan reveladora como una respuesta a un test 
			psicológico. El hambre se mueve por el afán de posesión, deseo de 
			absorción, por una cierta codicia. Comer es satisfacer el deseo por 
			medio de la ingestión, integración y asimilación. El que tiene 
			hambre de cariño y no puede saciarla, manifiesta este afán en el 
			aspecto corporal en forma de hambre de golosinas. El hambre de 
			golosinas siempre expresa un hambre de cariño no saciada. Queda 
			patente el doble significado que se atribuye a lo dulce: cuando de 
			una chica guapa decimos que es un bombón y que está para comérsela. 
			El amor y lo dulce tienen una estrecha relación. El deseo de 
			golosinas en los niños es claro indicio de que no se sienten lo 
			bastante amados. Los padres suelen protestar de semejante imputación 
			diciendo que ellos «harían cualquier cosa por su hijo». Pero «hacer 
			cualquier cosa» no es forzosamente lo mismo que «amar». El que come 
			caramelos anhela amor y seguridad. Es más fiable esta regla que la 
			valoración de la propia capacidad de amar. También hay padres que 
			atiborran de golosinas a sus hijos, con lo que indican que no están 
			dispuestos a ofrecer amor a sus hijos, por lo que tratan de 
			compensarles de otro modo. Las personas que realizan un trabajo 
			intelectual y tienen que pensar mucho muestran preferencia por los 
			alimentos salados y los platos fuertes. Los muy conservadores tienen 
			predilección por los alimentos en conserva, especialmente los 
			ahumados y el té cargado que beben sin azúcar (en general, alimentos 
			ricos en ácido tánico). Los que gustan de comidas picantes denotan 
			deseo de nuevas emociones. Son personas amantes de los desafíos, a 
			pesar de que pueden ser indigestos, diametralmente opuestas a las 
			que sólo comen cosas suaves: nada de sal ni especias. Estas personas 
			rehuyen todo lo que sea novedad. Se desentienden de los retos y 
			temen todo enfrentamiento. Este temor puede acentuarse hasta 
			hacerles adoptar un régimen a base de papillas, como el del enfermo 
			del estómago, acerca de cuya personalidad hablaremos más 
			extensamente muy pronto. Las papillas son comidas de bebé, lo que 
			indica claramente que el enfermo del estómago ha experimentado una 
			regresión hasta la indiferenciación de la infancia, en la que no se 
			puede elegir ni cortar y hay que renunciar hasta a morder y masticar 
			(actividades estas en exceso agresivas) la comida. Este individuo 
			evita tragar alimentos sólidos. Un temor exagerado a las espinas 
			simboliza el miedo a las agresiones. La preocupación por los huesos, 
			miedo a los problemas —no se quiere llegar al meollo de la 
			cuestión—. Pero también existe el grupo contrario: los 
			macrobióticos. Estas personas van en busca de problemas a los que 
			hincar el diente. Quieren desentrañar las cosas y prefieren los 
			alimentos duros. Llegan hasta evitar los aspectos placenteros: a la 
			hora del postre, eligen algo duro de roer. Los macrobióticos denotan 
			así cierto miedo al amor y la ternura y su incapacidad para aceptar 
			el amor. Algunas personas llevan a tal extremo su afán de huir de 
			los conflictos que acaban teniendo que ser alimentadas por vía 
			intravenosa en una unidad de cuidados intensivos. Ésta es sin duda 
			la forma más segura de vegetar sin tener que molestarse. Los dientes 
			Los alimentos entran por la boca y en ella son triturados por los 
			dientes. Con los dientes mordemos y masticamos. Morder es un acto 
			muy agresivo, expresión de la capacidad de agarrar, sujetar y 
			atacar. El perro enseña los dientes para demostrar su peligrosa 
			agresividad; también nosotros decimos que vamos a «enseñar los 
			dientes» a alguien cuando estamos decididos a defendernos. Una mala 
			dentadura es indicio de que una persona tiene dificultad para 
			manifestar su agresividad.
 
 Esta relación se mantiene, a pesar de que hoy en día casi todo el 
			mundo, incluso los niños, tiene caries. De todos modos, los síntomas 
			colectivos no hacen sino señalar problemas colectivos. En todas las 
			culturas socialmente desarrolladas de nuestra época, la agresividad 
			se ha convertido en un grave problema. Se exige al
 
 ciudadano «adaptación social», lo que en realidad quiere decir: 
			«represión de la agresividad». Esta agresividad reprimida de nuestro 
			conciudadano, tan pacífico y socialmente adaptado, vuelve a salir a 
			la luz del día en forma de «enfermedades» y, a la postre, afecta 
			tanto a la comunidad social en esta forma pervertida como en su 
			forma original. Por ello, las clínicas son los modernos campos de 
			batalla de nuestra sociedad. Aquí la agresividad reprimida libra una 
			lucha sin cuartel contra sus poseedores. Aquí las personas sufren 
			los efectos de sus propias maldades que durante toda su vida no se 
			atrevieron a descubrir en sí mismas y a modificar conscientemente. A 
			nadie debe sorprender que, en la mayoría de cuadros clínicos, nos 
			tropecemos con la agresividad y la sexualidad. Son las dos 
			problemáticas que el individuo de nuestro tiempo reprime con más 
			fuerza. Quizás alguien argumentará que tanto la creciente 
			criminalidad y la proliferación de la violencia como la ola de 
			sexualidad desmiente nuestras palabras. A esto habría que responder 
			que tanto la falta como la explosión de la agresividad son síntomas 
			de represión. Una y otra no son sino fases distintas del mismo 
			proceso. Cuando, en lugar de reprimir la agresividad, se le deja una 
			parcela y se experimenta con esta energía, es posible integrar 
			conscientemente la parte agresiva de la personalidad. Una 
			agresividad integrada es energía y vitalidad al servicio de la 
			personalidad total, que no caerá en los extremos de la mansedumbre 
			empalagosa ni de las explosiones furibundas. Pero este término medio 
			tiene que cultivarse. Para ello debe ofrecerse al individuo la 
			posibilidad de madurar por la experiencia. La agresividad reprimida 
			sólo sirve para alimentar la sombra con la que habrá que lidiar 
			después, cuando se presente bajo la forma pervertida de la 
			enfermedad. Lo mismo puede decirse de la sexualidad y de todas las 
			demás funciones psíquicas. Volvamos a los dientes, que tanto en el 
			cuerpo del animal como en el del ser humano representan agresividad 
			y capacidad de dominio (abrirse paso a dentelladas). Generalmente, 
			suele atribuirse la magnífica dentadura de algunos pueblos 
			primitivos a la alimentación natural. Pero es que estos pueblos 
			tratan la agresividad de formas muy diferentes. De todos modos, 
			dejando aparte la problemática colectiva, el estado de los dientes 
			también es revelador a escala individual. Además de la ya mentada 
			agresividad, los dientes nos indican nuestra vitalidad (agresividad 
			y vitalidad son sólo dos aspectos de una misma fuerza, y no obstante 
			uno y otro concepto suscitan en nosotros asociaciones diferentes). 
			Veamos la expresión: «A caballo regalado no le mires el diente». El 
			refrán se refiere a la costumbre de mirar la boca al caballo que se 
			va a comprar, para calcular la edad y vitalidad del animal por el 
			estado de los dientes. La interpretación psicoanalítica de los 
			sueños atribuye al sueño de la caída de los dientes una pérdida de 
			energía y potencia. Hay personas que hacen rechinar los dientes 
			mientras duermen, algunas con tanta fuerza que hay que ponerles un 
			aparato en la boca para que no se los desgasten de tanto rechinar. 
			El simbolismo está claro. El rechinar de dientes es sinónimo 
			reconocido de agresividad impotente. El que durante el día no puede 
			ceder al deseo de morder, tiene que rechinar los dientes por la 
			noche hasta desgastarlos y dejarlos romos... El que tiene mala 
			dentadura carece de vitalidad, de la capacidad de hincarle el diente 
			a un problema. Por lo tanto, todo le resultará duro de roer. Los 
			anuncios de dentífricos describen el objetivo con las palabras 
			-«¡...dientes sanos y fuertes para morder mejor!». La «tercera 
			dentadura» permite simular una vitalidad y una energía de las que el 
			individuo carece. Esta prótesis, como todas, es un engaño. Puede 
			compararse a un aviso de «¡Cuidado con el perro!» que pusiera en la 
			verja del jardín el dueño de un perrito faldero. Una dentadura 
			postiza es sólo un «mordiente» comprado». Las encías son la base de 
			los dientes, su lecho. Las encías representan también la base de la 
			vitalidad y agresividad, confianza y seguridad en sí mismo. La 
			persona que carece de esta confianza y seguridad nunca conseguirá 
			afrontar sus problemas de forma activa y vital, nunca tendrá valor 
			para cascar las nueces duras ni militar activamente. La confianza es 
			lo que proporciona el necesario soporte a esta facultad, del mismo 
			modo que la encía soporta los dientes. Pero las encías sensibles que 
			sangran con facilidad no sirven para ello. La sangre es símbolo de 
			vida, y la encía sangrante nos indica cómo, a la menor contrariedad, 
			se le va la vida a la confianza y a la seguridad en sí mismo. Tragar 
			Una vez triturados los alimentos con los dientes, los ensalivamos y 
			los tragamos. Con el acto de tragar integramos, admitimos: tragar es 
			incorporar. Mientras tenemos algo en la boca podemos escupirlo. Una 
			vez lo hemos tragado, el proceso es difícilmente reversible. Los 
			trozos grandes son difíciles y hasta imposibles de tragar. A veces, 
			en la vida uno tiene que tragar algo contra su voluntad, por 
			ejemplo, un despido. Hay malas noticias que son difíciles de tragar. 
			Precisamente en estos casos, un poco de líquido puede facilitar la 
			operación, especialmente si se trata de un buen trago. Del 
			alcohólico se dice que traga mucho. Por lo general, el trago 
			alcohólico sirve para facilitar o, incluso, sustituir otros tragos. 
			Se traga alcohol porque en la vida hay otras cosas que uno no puede 
			ni quiere tragar. Así, el alcohólico sustituye la comida por la 
			bebida (beber mucho provoca pérdida del apetito), sustituye el trago 
			duro y sólido por el suave y líquido, el trago de la botella. Hay 
			numerosos trastornos de la deglución, por ejemplo, el nudo en la 
			garganta, o unas anginas, que producen la sensación de no poder 
			tragar. En estos casos, el afectado debe preguntarse: ¿Qué hay 
			actualmente en mi vida que yo no pueda o no quiera tragar? Entre 
			estos trastornos figura el de la «aerofagia», afección que impulsa a 
			tragar aire. Huelgan más explicaciones para descubrir lo que ocurre 
			en estos casos. Hay algo que uno no quiere tragar, no quiere 
			asimilar, pero disimula tragando aire. Esta resistencia encubierta 
			contra la deglución se manifiesta después con eructos y ventosidades 
			(literalmente: «pearse en algo»).
 
 Náuseas y vómitos Una vez hemos tragado el alimento, éste puede 
			resultar indigesto, como si tuviéramos una piedra en el estómago. 
			Ahora bien, la piedra, al igual que el hueso de la fruta, es símbolo 
			de problema. Todos sabemos cómo puede bloquearnos el estómago y 
			quitarnos el apetito un problema. El apetito depende en gran medida 
			de la situación psíquica. Hay multitud de expresiones que señalan 
			esta analogía entre los procesos psíquicos y somáticos: Eso me ha 
			quitado el apetito, o: Sólo de pensarlo me da mareo. O también: Nada 
			más verlo se me revuelve el estómago. El mareo señala rechazo de 
			algo que, por lo tanto, se nos sienta en la boca del estómago. 
			También comer desordenada y atropelladamente puede producir mareo. 
			Ello no ocurre sólo en el plano físico sino que una persona también 
			puede tratar de embutir en su mente demasiadas cosas a la vez y 
			provocarse una indigestión. La náusea culmina en el vómito del 
			alimento. El individuo se libra de las cosas e impresiones que 
			rechaza, que no quiere asimilar. El vómito es una expresión 
			categórica de defensa y repudio. Así el pintor judío Max Liebermann 
			decía refiriéndose al estado de la política y del arte en Alemania 
			después de 1933: «¡No puedo comer todo lo que me gustaría vomitar!» 
			Vomitar es «no aceptar». Esta relación se expresa claramente en los 
			vómitos del embarazo. Aquí se expresa el rechazo inconsciente de la 
			criatura o del semen que la mujer no quiere «incorporar». Siguiendo 
			el razonamiento, los vómitos del embarazo también pueden expresar un 
			rechazo de la función femenina (la maternidad). El estómago El lugar 
			al que a continuación llega el alimento (no vomitado) es el 
			estómago, cuya primera función es la de servir de recipiente. Él 
			recibe todas las impresiones que vienen del exterior, lo que hay que 
			digerir. La capacidad de recibir exige apertura, pasividad y 
			capacidad de entrega. En virtud de estas propiedades, el estómago 
			representa el polo femenino. Mientras que el principio masculino 
			está caracterizado por la facultad de irradiar y por la actividad 
			(elemento fuego), el principio femenino engloba la capacidad de 
			aceptación, la abnegación, la sensibilidad y la facultad de recibir 
			y guardar (elemento agua). Lo que representa el elemento femenino en 
			el terreno psíquico es la sensibilidad, el mundo de la percepción. 
			Si un individuo reprime en la mente la capacidad de sentir, esta 
			función pasa al cuerpo, y el estómago, además de los alimentos, 
			tiene que admitir y digerir los sentimientos. En este caso, no es 
			que el amor pase por el estómago sino que sentimos un peso en el 
			estómago que más tarde o más temprano se manifestará como 
			adiposidad. Además de la facultad de recibir, en el estómago 
			hallamos otra función, correspondiente ésta al polo masculino: 
			producción de ácidos. Los ácidos atacan, corroen, descomponen: son 
			inequívocamente agresivos. Una persona que sufre un disgusto dirá: 
			Estoy amargado. Si la persona no consigue vencer este furor 
			conscientemente o transmutarlo en agresión y se traga el mal humor, 
			o traga bilis, su agresividad y su amargura se somatizan en ácidos 
			estomacales. El estómago reacciona produciendo un ácido agresivo con 
			el que pretende modificar y digerir unos sentimientos no materiales, 
			empresa difícil y molesta que nos recuerda que no es conveniente 
			tragarse el mal humor ni obligar al estómago a digerirlo. El ácido 
			jugo gástrico aumenta porque quiere imponerse. Pero esto acarrea 
			problemas al enfermo del estómago, que carece de la capacidad de 
			enfrentarse conscientemente con su mal humor y su agresividad, para 
			resolver de modo responsable conflictos y problemas. El enfermo del 
			estómago o no exterioriza su agresividad (se la traga) o demuestra 
			una agresividad exagerada, pero ni un extremo ni el otro le ayudan a 
			resolver el problema realmente, ya que carece de confianza y 
			seguridad en sí mismo, sentimiento indispensable para que el 
			individuo resuelva su problema, carencia a la que aludimos al tratar 
			del tema Dientes–Encías. Todo el mundo sabe que el alimento mal 
			masticado es difícilmente tolerable por un estómago excitado y con 
			exceso de ácidos. Pero la masticación es agresión. Y cuando falta 
			una buena masticación el estómago tiene que trabajar más y producir 
			más ácidos. El enfermo del estómago es una persona que rehuye 
			conflictos. Inconscientemente, añora la plácida niñez. Su estómago 
			pide papilla. Y el enfermo del estómago se alimenta de cosas que han 
			sido tamizadas por el pasapurés y que, por lo tanto, han demostrado 
			ser inofensivas. Puede haber grumos. Los problemas se han quedado en 
			el tamiz. El enfermo del estómago no tolera los alimentos crudos, 
			por bastos, primitivos y peligrosos. Antes de que él se atreva con 
			los alimentos, éstos tienen que ser sometidos al agresivo proceso de 
			la cocción. El pan integral es indigesto, porque aún contiene muchos 
			problemas. Todos los alimentos sabrosos, el alcohol, el café, la 
			nicotina y los dulces representan un estímulo excesivo para el 
			enfermo del estómago. La vida y la comida tienen que estar exentas 
			de desafíos. El ácido gástrico produce una sensación de opresión que 
			impide registrar nuevas impresiones.
 
 La ingestión de medicamentos antiácidos suele provocar eructos, con 
			el consiguiente alivio, ya que eructar es una manifestación agresiva 
			hacia el exterior. Con esto uno ha hecho disminuir un poco la 
			presión. La terapia que suele aplicar la medicina académica (por 
			ejemplo, «Valium») refleja la misma relación: el medicamento 
			interrumpe químicamente la unión entre la mente y el sistema 
			vegetativo (llamado desacoplamiento psicovegetativo); paso que, en 
			casos graves, se realiza también quirúrgicamente extirpando al 
			enfermo de úlcera ciertas ramas nerviosas encargadas de la 
			producción de ácidos (vagotomía). En ambos tratamientos prescritos 
			por la medicina académica se corta la unión sentimiento–estómago, a 
			fin de que el estómago no
 
 tenga que seguir digiriendo somáticamente los sentimientos. El 
			estómago es desconectado de los estímulos exteriores. La estrecha 
			relación existente entre la mente y la secreción gástrica es bien 
			conocida desde los experimentos de Pávlov. (Por el procedimiento de 
			hacer sonar una campana en el momento de poner la comida a los 
			perros, Pávlov consiguió crear en los animales un reflejo 
			condicionado, de manera que al cabo de algún tiempo bastaba el 
			sonido de la campana para desencadenar la secreción gástrica que 
			normalmente provoca la vista de la comida.) La actitud básica de 
			proyectar los sentimientos y la agresividad no hacia fuera sino 
			hacia dentro, contra uno mismo provoca finalmente la úlcera de 
			estómago. La úlcera es una llaga que se forma en la pared del 
			estómago. El enfermo de úlcera, en lugar de digerir las impresiones 
			del exterior, digiere el propio estómago. En rigor se trata de 
			autofágia. El enfermo de estómago tiene que aprender a tomar 
			conciencia de sus sentimientos, afrontar conscientemente los 
			conflictos y digerir conscientemente las impresiones. Además, el 
			paciente de úlcera debe admitir y reconocer sus deseos de 
			dependencia infantil, de la protección materna y el afán de ser 
			querido y mimado, incluso y precisamente cuando estos deseos estén 
			bien disimulados tras una fachada de independencia, autoridad y 
			aplomo. También aquí el estómago revela la verdad. TRASTORNOS 
			ESTOMACALES Y DIGESTIVOS Las personas aquejadas de trastornos 
			estomacales y digestivos deben hacerse las preguntas siguientes:
 
 1. ¿Qué es lo que no puedo o no quiero tragar?
 2. ¿Me consumo interiormente?
 3. ¿Cómo llevo mis sentimientos?
 4. ¿Qué me amarga?
 5. ¿Cómo llevo mi agresividad?
 6. ¿En qué medida huyo de los conflictos?
 7. ¿Hay en mi una añoranza reprimida de un paraíso infantil sin 
			conflictos en el que se me quería y mimaba sin que yo tuviera que 
			abrirme paso a mordiscos?
 Intestino delgado e intestino grueso En el intestino delgado se 
			produce la digestión propiamente dicha, mediante división en 
			componentes (análisis) y asimilación. Llama la atención el parecido 
			existente entre el intestino delgado y el cerebro. Ambos tienen una 
			misión similar: el cerebro digiere las impresiones en el plano 
			mental y el intestino digiere las sustancias materiales. Las 
			afecciones del intestino delgado suscitan la pregunta de si el 
			individuo no estará analizando demasiado, ya que la función 
			característica del intestino delgado es el análisis, la división, el 
			detalle. Las personas con afecciones del intestino delgado suelen 
			tender a un exceso de análisis y crítica, de todo tienen algo que 
			decir. El intestino delgado es también un buen indicador de las 
			angustias vitales; en el intestino delgado el alimento es valorado y 
			«aprovechado». En el fondo de la preocupación por la valoración está 
			la angustia vital, angustia de no recibir lo suficiente y morir de 
			hambre. Más raramente, los problemas del intestino delgado pueden 
			denotar también lo contrario: falta de capacidad de crítica. Éste es 
			el caso de las llamadas [Fettstuhlen] de la insuficiencia 
			pancreática. Uno de los síntomas que con más frecuencia se dan en la 
			zona del intestino delgado es la diarrea. Vulgarmente se dice: Tener 
			caca y también Ése de miedo se lo hace en los pantalones. Tener caca 
			significa tener miedo. En la diarrea tenemos la indicación de una 
			problemática de angustia. El que tiene miedo no se entretiene en 
			estudiar analíticamente las impresiones sino que las suelta sin 
			digerir. No hay más remedio. Uno se retira a un lugar tranquilo y 
			solitario donde puede dejar que las cosas sigan su curso. Con ello 
			se pierde mucho líquido, ese líquido símbolo de la flexibilidad que 
			sería necesaria para ampliar la angustiosa frontera del Yo y con 
			ello vencer el miedo. Ya hemos dicho que el miedo siempre está 
			asociado con lo estrecho y con el afán de aferrarse. La terapia del 
			miedo consiste siempre en: soltarse y expandirse, adquirir 
			flexibilidad, observar los acontecimientos: ¡dejarlo correr! El 
			tratamiento de la diarrea suele limitarse a administrar al enfermo 
			gran cantidad de líquidos. Con ello recibe simbólicamente esa 
			fluidez que necesita para ampliar sus horizontes, en los que 
			experimenta el miedo. La diarrea, ya sea crónica o aguda, nos indica 
			siempre que tenemos miedo y que tratamos de aferrarnos y nos enseña 
			a soltar y dejar correr. En el intestino grueso, la digestión ya ha 
			terminado. Aquí lo único que se hace es extraer el agua del resto de 
			los alimentos indigestibles. La afección más generalizada que se 
			produce en esta zona es el estreñimiento. Desde Freud, el 
			psicoanálisis interpreta la defecación como un acto de dar y 
			regalar. Para darnos cuenta de que simbólicamente la deposición 
			tiene algo que ver con el dinero basta recordar una expresión común 
			en Alemania de Geld–schieser (caga–dinero) y el cuento del asno de 
			oro que, en lugar de estiércol, defecaba monedas de oro. 
			Popularmente también se asocia el pisar deposiciones de perro con la 
			perspectiva de recibir una suma de dinero. Estas indicaciones deben 
			bastar para poner de manifiesto, sin recurrir a complicadas teorías, 
			la relación simbólica existente entre excremento y dinero o entre 
			defecar y dar. Estreñimiento es expresión de la resistencia a dar, 
			del afán de retener y está relacionado con la problemática de la 
			avaricia. En nuestra época el estreñimiento es un síntoma muy 
			extendido que padece la mayor parte de la gente. Indica claramente 
			un exagerado afán de aferrarse a lo material y la incapacidad de 
			ceder.
 
 Pero al intestino grueso corresponde otro importante significado 
			simbólico. Si el intestino delgado se relaciona con el pensamiento 
			analítico consciente, el intestino grueso corresponde al 
			inconsciente, en el sentido literal, al «submundo». El inconsciente 
			es, desde el punto de vista mitológico, el reino de los muertos. El 
			intestino grueso es también un reino de los muertos, ya que en él se 
			encuentran las sustancias que no pueden ser convertidas en vida, es 
			el lugar en el que puede producirse la fermentación. La fermentación 
			es también un proceso de putrefacción y muerte. Si el intestino 
			grueso simboliza el inconsciente, el lado nocturno del cuerpo, el 
			excremento representa el contenido del inconsciente. Y ahora 
			reconocemos claramente el otro significado del estreñimiento: es el 
			miedo a dejar salir a la luz el contenido del inconsciente. Es la 
			tentativa de retener fondos reprimidos. Las impresiones espirituales 
			se acumulan y uno no consigue distanciarse de ellas. El paciente 
			estreñido, literalmente, no puede dejar nada tras sí. Por ello para 
			la psicoterapia es de gran utilidad desbloquear el contenido del 
			inconsciente haciendo que se manifieste, del mismo modo que se 
			desbloquea el atasco corporal. El estreñimiento nos indica que 
			tenemos dificultades para dar y soltar, que queremos retener tanto 
			las cosas materiales como el contenido del inconsciente y no 
			queremos que nada salga a la luz. Se llama colitis ulcerosa a una 
			inflamación del intestino grueso que se manifiesta en forma aguda y 
			tiende a hacerse crónica y produce dolores y frecuentes deposiciones 
			de mucosidades sanguinolentas. También aquí la voz popular demuestra 
			sus grandes conocimientos psicosomáticos: en alemán se llama 
			vulgarmente Schleimscheisser o Schleimer, es decir, «caga moco», al 
			individuo hipócrita, obsequioso y adulador capaz de todo por 
			congraciarse, incluso de sacrificar su personalidad, de renunciar a 
			su vida propia a fin de vivir la vida de otro en una especie de 
			unidad simbiótica. La sangre y la mucosidad son sustancias vitales, 
			símbolos de la vida. (Los mitos de numerosos pueblos primitivos 
			cuentan que la vida surgió del lodo o mucílago.) Sangre y moco 
			pierde el que teme asumir su propia vida y su propia personalidad. 
			Vivir la propia vida, empero, exige distanciarse del otro, lo cual 
			provoca cierta soledad (pérdida de la simbiosis). De esto tiene 
			miedo el que padece colitis. De miedo suda sangre y agua por el 
			intestino. Por el intestino (= el inconsciente) ofrece en sacrificio 
			los símbolos de su propia vida: sangre y moco. Sólo puede ayudarle 
			reconocer que cada cual ha de vivir su propia vida de forma 
			responsable, porque, si no, la pierde. El páncreas El páncreas forma 
			parte del aparato digestivo y tiene dos funciones principales: la 
			exocrina, que consiste en la producción de los jugos gástricos 
			esenciales, de carácter eminentemente agresivo, y la endocrina. 
			Mediante la función endocrina, el páncreas produce la insulina. El 
			déficit de producción de estas células da lugar a una afección muy 
			frecuente: la diabetes (azúcar en la sangre). La palabra diabetes se 
			deriva del verbo griego diabainain, que significa echar o pasar a 
			través. En un principio, en Alemania, se llamó a esta enfermedad 
			Zuckerharnruhr, es decir, literalmente, diarrea de azúcar. Si 
			recordamos el simbolismo de la alimentación expuesto al principio de 
			este capítulo, podemos traducir libremente la diarrea de azúcar por 
			diarrea del amor. El diabético (por falta de insulina) no puede 
			asimilar el azúcar contenido en los alimentos; el azúcar escapa de 
			su cuerpo con la orina. Sólo sustituyendo la palabra azúcar por la 
			palabra amor habremos expuesto con claridad el problema del 
			diabético. Las cosas dulces no son sino sucedáneo de otras dulzuras. 
			Detrás del deseo del diabético de saborear cosas dulces y su 
			incapacidad para asimilar el azúcar y almacenarlo en las propias 
			células está el afán no reconocido de la realización amorosa, unido 
			a la incapacidad de aceptar el amor, de abrirse a él. El diabético 
			—y esto es significativo— tiene que alimentarse de «sucedáneos»: 
			sucedáneos para satisfacer unos deseos auténticos. La diabetes 
			produce la hiperacidulación o avinagramiento de todo el cuerpo y 
			puede provocar incluso un coma. Ya conocemos estos ácidos, símbolo 
			de la agresividad. Una y otra vez, nos encontramos con esta 
			polaridad de amor y agresividad, de azúcar y ácido (en mitología: 
			Venus y Marte). El cuerpo nos enseña: el que no ama se agria; o, 
			formulado más claramente: el que no sabe disfrutar se hace 
			insoportable. Sólo puede recibir amor el que es capaz de darlo: el 
			diabético da amor sólo en forma de azúcar en la orina. El que no se 
			deja impregnar no retiene el azúcar. El diabético quiere amor (cosas 
			dulces), pero no se atreve a buscarlo activamente («¡A mí lo dulce 
			no me conviene!»). Pero lo desea («¡Qué más quisiera, pero no 
			puedo!»). No puede recibir, puesto que no aprendió a dar, y por lo 
			tanto no retiene el amor en el cuerpo: no asimila el azúcar y tiene 
			que expulsarlo. ¡Cualquiera no se amarga! El hígado No es fácil 
			examinar el hígado, órgano encargado de múltiples funciones. Es uno 
			de los más grandes del ser humano y el principal del metabolismo 
			intermediario, o —expresado gráficamente— el laboratorio de la 
			persona. Repasemos de forma esquemática sus funciones más 
			importantes: 1. Almacenamiento de energía: el hígado produce 
			glucógeno (fuerza) y lo almacena (unas quinientas kilocalorías). 
			Además, transforma en grasa los hidratos de carbono ingeridos, los 
			cuales son almacenados en los depósitos distribuidos por el cuerpo. 
			2. Producción de energía: con los aminoácidos y grasas ingeridos con 
			la alimentación, el hígado produce glucosa (= energía). Las grasas 
			van al hígado donde son utilizadas en la combustión, para la 
			obtención de energía.
 
 3. Metabolismo de la albúmina: el hígado puede tanto desintegrar los 
			aminoácidos como sintetizarlos. Por ello, el hígado es el elemento 
			de unión entre la albúmina (proteína) del reino animal y vegetal 
			procedente de los alimentos y la del ser humano. La albúmina de cada 
			especie es totalmente individual, pero los elementos
 
 que la componen, los aminoácidos, son universales (ejemplo: casas 
			diferentes [albúmina] construidas con idénticos ladrillos 
			[aminoácidos]). Las diferencias entre la albúmina de los vegetales, 
			los animales y los humanos consisten en la ordenación de los 
			aminoácidos; el orden de los aminoácidos está codificado en el ADN. 
			4. Desintoxicación: las toxinas, tanto las del cuerpo como las 
			ajenas a él, son desactivadas e hidrolizadas en el hígado, para 
			poder ser eliminadas por la vesícula o los riñones. También la 
			bilirrubina (producto de la desintegración de la hemoglobina, el 
			colorante de la sangre) debe ser transformada en el hígado para 
			poder ser eliminada. La perturbación de este proceso produce la 
			ictericia. Finalmente, el hígado sintetiza la urea, que es eliminada 
			por los riñones. Hasta aquí, una rápida ojeada a las funciones más 
			importantes del polifacético hígado. Empecemos nuestra 
			interpretación simbólica por el punto citado en último lugar: la 
			desintoxicación. La capacidad del hígado para desintoxicar presupone 
			la facultad de diferenciación y valoración, porque quien no puede 
			diferenciar lo que es tóxico de lo que no lo es, no puede 
			desintoxicar. Los trastornos y afecciones del hígado, por lo tanto, 
			denotan problemas de valoración, es decir, señalan una clasificación 
			errónea de lo que es beneficioso y lo que es perjudicial (¿alimento 
			o veneno?). Es decir, mientras la valoración de lo que es tolerable 
			y cuanto se puede procesar y digerir se efectúa correctamente, nunca 
			se producen excesos. Y son los excesos los que hacen enfermar al 
			hígado: exceso de grasas, exceso de comida, exceso de alcohol, 
			exceso de drogas, etc. Un hígado enfermo indica que el individuo 
			ingiere con exceso algo que supera su capacidad de proceso, denota 
			inmoderación, exageradas ansias de expansión e ideales demasiado 
			ambiciosos. El hígado es el proveedor de energía. El enfermo del 
			hígado pierde esta energía y vitalidad: pierde su potencia, pierde 
			el apetito. Pierde el ánimo para todo aquello que tenga que ver con 
			las manifestaciones vitales, y así el mismo síntoma corrige y 
			compensa el problema, creado por el exceso. Es la reacción del 
			cuerpo a la incontinencia y a la megalomanía y exhorta a la 
			moderación. Al dejar de formarse coagulante, la sangre —savia vital— 
			se hace muy fluida y se le escurre al paciente. Por la enfermedad, 
			el paciente aprende moderación, sosiego, continencia y abstinencia 
			(sexo, comida y bebida), proceso que ilustra claramente la 
			hepatitis. Por otra parte, el hígado tiene una marcada relación 
			simbólica con el terreno filosófico y religioso, afinidad quizá 
			difícil de apreciar para muchos. Recordemos la síntesis de la 
			albúmina. La albúmina es la piedra angular de la vida. Se compone de 
			aminoácidos. El hígado produce la albúmina humana, a partir de la 
			albúmina animal y vegetal contenida en la alimentación, cambiando el 
			orden de los aminoácidos (esquema). En otras palabras: el hígado, 
			conservando los componentes (aminoácidos), modifica la estructura 
			espacial, con lo que determina un salto cualitativo, es decir, un 
			salto evolutivo desde el reino vegetal y animal al humano: pero, al 
			mismo tiempo, se mantiene la identidad de los componentes, 
			asegurando así la unión con el origen. La síntesis de la albúmina 
			es, a escala microcósmica, un proceso equivalente a lo que en el 
			macrocosmos se llama evolución. Mediante modificación del modelo con 
			los elementos originales, se crea la infinita diversidad de las 
			formas. En virtud de la homogeneidad del «material», todo permanece 
			ligado entre sí, por lo cual los sabios enseñan que todo está en uno 
			y uno está en todo (pars pro toto). Otra forma de expresión de esta 
			idea es religio, literalmente «religazón». La religión busca la 
			reunión con el principio, con el punto de partida, con el Todo y el 
			Uno, y lo encuentra, porque la pluralidad que nos separa de la 
			unidad no es, en definitiva, más que la ilusión (maja), nacida del 
			juego de la distinta ordenación de unas mismas esencias. Por ello 
			sólo puede hallar el camino del origen aquel que no se deja engañar 
			por la ilusión de las formas. La pluralidad y la unidad: en este 
			campo de tensión actúa el hígado. ENFERMEDADES HEPÁTICAS El enfermo 
			del hígado debe plantearse las siguientes preguntas:
 
 1. ¿En qué órdenes he perdido la facultad de valorar con precisión?
 2. ¿Cuándo soy incapaz de distinguir entre lo que puedo asimilar y 
			lo que es «tóxico» para mí?
 3. ¿Cuándo he sido incapaz de moderarme, cuándo he tratado de volar 
			demasiado alto (megalomanía), cuándo «me he pasado»?
 4. ¿Me preocupo del tema de mi «religión», mi religazón, con el 
			origen, o acaso la multiplicidad me impide ver la unidad? ¿Ocupan en 
			mi vida los temas filosóficos una parcela muy pequeña?
 5. ¿Me falta confianza?
 La vesícula biliar La vesícula almacena la bilis producida por el 
			hígado. Pero con frecuencia los conductos biliares están obstruidos 
			por cálculos y la bilis no puede llegar a la digestión. La bilis es 
			símbolo de agresividad, tal como nos dice el lenguaje corriente. 
			Decimos: Ese viene escupiendo bilis, y el «colérico» es así llamado 
			a causa de la biliosa agresividad que almacena.
 
 Llama la atención que los cálculos biliares sean más frecuentes 
			entre las mujeres, mientras que entre los hombres se den más a 
			menudo los de riñón, como corresponde al polo opuesto. Más aún, los 
			cálculos biliares son más frecuentes entre las mujeres casadas y con 
			hijos que entre las solteras. Estas observaciones estadísticas quizá 
			puedan facilitar nuestra interpretación. La energía quiere fluir. Si 
			se obstaculiza el flujo, se
 
 produjo una acumulación. Si la acumulación se mantiene durante mucho 
			tiempo, la energía tiende a solidificarse. Las sedimentaciones y 
			concreciones que se producen en el cuerpo humano siempre son 
			manifestación de energía coagulada. Los cálculos biliares son 
			agresividad petrificada. (Energía y agresividad son conceptos casi 
			idénticos. Hay que señalar que nosotros no atribuimos una valoración 
			negativa a palabras tales como agresividad: la agresividad nos es 
			tan necesaria como la bilis o los dientes.) Por ello, no es de 
			extrañar la gran incidencia de los cálculos biliares en las madres 
			de familia. Estas mujeres sienten su familia como una estructura que 
			les impide dar libre curso a su energía y agresividad. Las 
			situaciones familiares se viven como una coerción de la que la mujer 
			no se atreve a librarse: las energías se coagulan y petrifican. Con 
			el cólico, el paciente es obligado a hacer todo aquello que hasta 
			ahora no se atrevió a hacer: con las convulsiones y los gritos se 
			libera mucha energía reprimida. ¡La enfermedad da sinceridad! La 
			anorexia nerviosa Vamos a cerrar el capítulo sobre la digestión con 
			una enfermedad típicamente psicosomática que extrae su encanto de la 
			combinación de peligrosidad y originalidad (de todos modos, causa la 
			muerte de un veinte por ciento de las pacientes): la anorexia. En 
			esta enfermedad se manifiestan con especial claridad la paradoja y 
			la ironía que entraña toda enfermedad: una persona se niega a comer 
			porque no tiene apetito, y se muere sin llegar a sentirse enferma. 
			¡Es fabuloso! A los familiares y los médicos de estos pacientes les 
			cuesta trabajo mostrarse tan fabulosos. En la mayoría de casos, se 
			esfuerzan con ahínco en convencer al afectado de las ventajas de la 
			alimentación y de la vida, llevando su amor al prójimo hasta la 
			intubación. (Quien sea incapaz de apreciar la comicidad del caso 
			debe de ser un mal espectador del gran teatro del mundo.) La 
			anorexia se da casi exclusivamente entre las mujeres. Es una 
			enfermedad típicamente femenina. Las pacientes, la mayoría en la 
			pubertad, se distinguen por sus peculiares hábitos de alimentación o 
			de «desnutrición»: se niegan a ingerir alimentos, actitud motivada 
			—consciente o inconscientemente— por el afán de estar delgadas. De 
			todos modos, a veces, esta rotunda negativa a comer se trueca en 
			todo lo contrario: cuando están solas y saben que nadie puede 
			verlas, engullen enormes cantidades de alimentos. Son capaces de 
			vaciar el frigorífico por la noche, comiendo todo lo que encuentran. 
			Pero no quieren retener el alimento dentro del cuerpo y se provocan 
			el vómito. Ponen en práctica todas las estratagemas imaginables para 
			engañar a su preocupada familia acerca de sus hábitos. Suele ser muy 
			difícil averiguar lo que una paciente come en realidad y lo que deja 
			de comer, cuándo sacia su hambre canina y cuándo no. Cuando comen, 
			prefieren cosas que casi no pueden considerarse «comida»: limones, 
			manzanas verdes, ensaladas ácidas, es decir, cosas con pocas 
			calorías y escaso valor alimenticio. Además, estas pacientes suelen 
			tomar laxantes, a fin de librarse cuanto antes de lo poco que comen. 
			Tienen también mucha necesidad de movimiento. Dan largos pasos y 
			carreras para quemar una grasa que no han ingerido, lo cual, dado la 
			debilidad general de las pacientes, es realmente asombroso. Llama la 
			atención el altruismo de las anoréxicas que las hace cocinar con 
			primor para los demás. No les importa guisar, servir y ver comer a 
			los demás, con tal de que no las obliguen a acompañarles. Por lo 
			demás, gustan de la soledad. Muchas anorexicas o no menstruan o 
			tienen problemas con la regla. Repasando los síntomas, detrás de 
			esta patología encontramos afán de ascetismo. En el fondo está el 
			antiguo conflicto entre espíritu y materia, arriba y abajo, pureza e 
			instinto. La comida alimenta el cuerpo, es decir, el reino de las 
			formas. La negativa a comer es la negación de la fisiología. El 
			ideal del anoréxico es la pureza y la espiritualidad. Desea librarse 
			de todo lo grosero y corporal, escapar de la sexualidad y del 
			instinto. El objetivo es la castidad y la condición asexuada. Para 
			conseguirlo, hay que estar lo más delgada posible, porque si no, 
			aparecerían en el cuerpo unas curvas reveladoras de su feminidad. Y 
			ella no quiere ser mujer. No sólo se tiene miedo a las curvas por 
			ser femeninas, es que, además, un vientre abultado recuerda la 
			posibilidad del embarazo. El repudio de la propia feminidad y de la 
			sexualidad se manifiesta, también, en la falta de la regla. El ideal 
			supremo de la anoréxica es la desmaterialización. Hay que apartarse 
			de todo lo que tiene que ver con lo bajo y material. Desde la 
			perspectiva de semejante ideal de ascetismo, el anoréxico no se 
			considera enfermo ni admite medidas terapéuticas dirigidas 
			únicamente al cuerpo, ya que precisamente del cuerpo quiere 
			apartarse. En el hospital, burla la alimentación forzada 
			escamoteando con habilidad, por medios cada vez más refinados, todos 
			los alimentos que se le dan. Rechaza toda ayuda y persigue 
			denodadamente su ideal de dejar tras de sí todo lo corporal, en aras 
			de la espiritualidad. La muerte no se considera amenaza, ya que es 
			precisamente lo que está vivo lo que tanta angustia provoca. Todo lo 
			redondo, suave, femenino, fértil, instintivo y sexual inspira temor; 
			se tiene miedo a la proximidad y el calor. Por ello, las personas 
			que sufren anorexia nerviosa no suelen comer con otras personas. 
			Reunirse alrededor de una mesa para comer juntos es, en todas las 
			culturas, un ritual antiquísimo que fomenta cálida cordialidad y 
			compenetración. Pero precisamente esta compenetración es lo que da 
			miedo a la anoréxica.
 
 Este miedo es alimentado desde la sombra de la paciente, sombra en 
			la que, anhelantes, esperan realizarse los temas que la paciente 
			rehuye con tanto empeño en su vida consciente. La enferma tiene 
			hambre de vida pero, por temor a ser arrastrada por ella, trata de 
			desterrarla por medio del síntoma. De vez en cuando, el hambre 
			reprimida y combatida se impone mediante un acceso de gula. Y devora 
			a escondidas. Después, este «desliz» será neutralizado con el vómito 
			provocado. Por lo tanto, la enferma no encuentra el punto intermedio 
			en su conflicto entre la gula y el ascetismo, entre el hambre y el 
			ayuno, entre el egocentrismo y la
 
 abnegación. Detrás del altruismo encontramos siempre un egocentrismo 
			disimulado que se aprecia enseguida en el trato con estas pacientes. 
			Uno ansía atención y la consigue por medio de la enfermedad. El que 
			se niega a comer esgrime un poder insospechado sobre los demás que, 
			angustiados y desesperados, creen su deber obligarle a comer y 
			seguir viviendo. Con este truco, ya los niños pequeños pueden meter 
			a toda la familia en un puño. Al que padece anorexia nerviosa no se 
			le puede ayudar con la alimentación forzada sino, a lo sumo, 
			tratando de hacer que sea sincero consigo mismo. La paciente tiene 
			que aprender a aceptar su ansia de amor y de sexo, su egocentrismo, 
			su feminidad, sus instintos y su carnalidad. Debe comprender que no 
			podemos superar lo terreno combatiéndolo ni reprimiéndolo sino que 
			únicamente podemos transmutarlo integrándolo y viviéndolo. Muchas 
			personas pueden sacar enseñanzas del cuadro patológico de la 
			anorexia. No son sólo estos enfermos los que, con una filosofía 
			exigente, tratan de reprimir los deseos del cuerpo, generadores de 
			ansiedad, y de llevar una vida pura y espiritual. Estas personas 
			pasan por alto con facilidad que el ascetismo suele proyectar una 
			sombra, y la sombra se llama deseo.
 
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