Segunda parte
LA ENFERMEDAD Y SU SIGNIFICADO
Tú dijiste: – ¿Cuál es
la señal del camino, oh derviche? – Escucha lo que te digo y, cuando
lo oigas, ¡medita! Ésta es para ti la señal: la de que, aunque
avances, verás aumentar tu sufrimiento.
FARIDUDDIN ATTAR
I. LA INFECCIÓN
La infección representa una de las causas más frecuentes de los
procesos de enfermedad en el cuerpo humano. La mayoría de los
síntomas agudos son inflamaciones, desde el resfriado hasta el
cólera y la viruela, pasando por la tuberculosis. En la terminología
latina, la terminación «–itis» revela proceso inflamatorio (colitis,
hepatitis, etc.). Por lo que se refiere a infecciones, la moderna
medicina académica ha cosechado grandes éxitos con el descubrimiento
de los antibióticos (por ejemplo, la penicilina) y la vacunación. Si
antiguamente la mayoría de personas morían de infección, hoy, en los
países dotados de buena sanidad, las muertes por infección sólo se
dan en casos excepcionales. Esto no quiere decir que actualmente
haya menos infecciones sino únicamente que disponemos de buenas
armas para combatirlas. Si esta terminología (por cierto, habitual)
resulta al lector un tanto «bélica», recuérdese que en el proceso
inflamatorio se trata realmente de una «guerra en el cuerpo»: una
fuerza de agentes enemigos (bacterias, virus, toxinas) que adquiere
proporciones peligrosas es atacada y combatida por el sistema de
defensas del cuerpo. Esta batalla la experimentamos nosotros en
síntomas tales como hinchazón, enrojecimiento, dolor y fiebre. Si el
cuerpo consigue derrotar a los agentes infiltrados, se ha vencido la
infección. Si ganan los invasores, el paciente muere. En este
ejemplo, es fácil hallar la analogía entre inflamación y guerra. Sin
que exista relación causal entre una y otra, ambas muestran, empero,
la misma estructura interna y en las dos se manifiesta el mismo
principio, aunque en distinto plano. El idioma refleja claramente
esta íntima relación. La palabra inflamación contiene la «llama» que
puede hacer explotar el barril de pólvora. Se trata de imágenes que
utilizamos también al referirnos a conflictos armados. La situación
se inflama, se prende fuego a la mecha, se arroja la antorcha,
Europa quedó envuelta en llamas, etc. Con tanto combustible, más
tarde o más temprano se produce la explosión por la que se descarga
lo acumulado, como observamos no sólo en la guerra, sino también en
nuestro cuerpo cuando se nos revienta un grano, sea pequeño o
grande. Para nuestro razonamiento, trasladaremos la analogía a otro
plano: el psíquico. También una persona puede explotar. Pero con
esta expresión no nos referimos a un absceso sino a una reacción
emotiva por la que trata de liberarse un conflicto interior. Nos
proponemos contemplar sincrónicamente los tres planos
«mente–cuerpo–naciones» para apreciar su exacta analogía con
«conflicto–inflamación–guerra», la cual encierra ni más ni menos que
la clave de la enfermedad. La polaridad de nuestra mente nos coloca
en un conflicto permanente, en el campo de tensión entre dos
posibilidades. Constantemente, tenemos que decidirnos (en alemán,
ent-scheiden, expresión que originariamente significa
«desenvainar»), renunciar a una posibilidad, para realizar la otra.
Por lo tanto, siempre nos falta algo, siempre estamos incompletos.
Dichoso el que pueda sentir y reconocer esta constante tensión, esta
conflictividad, ya que la mayoría se inclinan a creer que, si un
conflicto no se ve, no existe. Es la ingenuidad que hace pensar al
niño que puede hacerse invisible sólo con cerrar los ojos. Pero a
los conflictos les es indiferente ser percibidos o no: ellos están
ahí. Pero cuando el individuo no está dispuesto a tomar consciencia
de sus conflictos, asumirlos y buscar solución, ellos pasan al plano
físico y se manifiestan como una inflamación. Toda infección es un
conflicto materializado. El enfrentamiento soslayado en la mente
(con todos sus dolores y peligros) se plantea en el cuerpo en forma
de inflamación. Examinemos este proceso en los tres planos de
inflamación–conflicto–guerra: 1. Estimulo : penetran los agentes.
Puede tratarse de bacilos, virus o venenos (toxinas). Esta
penetración no depende tanto —como creen muchos profanos— de la
presencia de los agentes como de la predisposición del cuerpo a
admitirlos. En medicina, se llama a esto falta de inmunidad. El
problema de la infección no consiste tanto —como creen los fanáticos
de la esterilización— en la presencia de agentes como en la facultad
de convivir con ellos. Esta frase puede aplicarse casi literalmente
al plano mental, ya que tampoco aquí se trata de hacer que el
individuo viva en un mundo estéril, libre de gérmenes, es decir, de
problemas y de conflictos, sino de que sea capaz de convivir con
ellos. Que la inmunidad está condicionada por la mente se reconoce
incluso en el campo científico, donde se está profundizando en las
investigaciones del estrés.
De todos modos, es mucho más impresionante observar atentamente
estas relaciones en uno mismo. Es decir, el que no quiera abrir la
mente a un conflicto que le perturbaría, tendrá que abrir el cuerpo
a los agentes infecciosos. Estos agentes se instalan en determinados
puntos del cuerpo, llamados loci minoris resistentiae,
considerados por la medicina académica como debilidades congénitas.
El que sea incapaz de pensar analógicamente, al llegar a este punto
se embarullará en un conflicto teórico insoluble. La medicina
académica limita la propensión de determinados órganos a las
infecciones a estos puntos débiles congénitos, lo cual,
aparentemente, descarta cualquier otra interpretación. De todos
modos, a la psicosomática siempre le intrigó que determinado tipo de
problemas se relacionaran siempre con los mismos órganos, actitud
que rebate la teoría de la medicina académica de los loci minoris
resistentiae. De todos modos, esta aparente contradicción se deshace
rápidamente cuando contemplamos la batalla desde un tercer ángulo.
El cuerpo es expresión visible de la conciencia como una casa es
expresión visible de la idea del arquitecto. Idea y manifestación se
corresponden, como el positivo y el negativo de una fotografía, sin
ser lo mismo. Cada parte y cada órgano del cuerpo corresponde a una
determinada zona psíquica, una emoción y una problemática
determinada (en estas correspondencias se basan, por ejemplo, la
fisionomía, la bioenergética y las técnicas del psicomasaje). El
individuo se encarna en una conciencia cuyo estadio es producto de
lo aprendido hasta el momento. La conciencia trae consigo un
determinado modelo de problemas cuyos retos y soluciones
configurarán el destino, porque carácter + tiempo = destino. El
carácter no se hereda ni es configurado por el entorno sino que es
«aportado»: es expresión de la conciencia, es lo que se ha
encarnado. Este estadio de la conciencia, con las específicas
constelaciones de problemas y misiones, es lo que la astrología
representa simbólicamente en el horóscopo mediante la medición del
tiempo. (Para más información, véase Schicksal als Chance.) Pero,
puesto que el cuerpo es expresión de la conciencia, también él lleva
el modelo correspondiente. Es decir, que determinados problemas
mentales tienen su contrapartida corporal u orgánica en una
determinada predisposición. Es un método análogo el que utiliza, por
ejemplo, el diagnóstico del iris, aunque hasta ahora no se ha tomado
en consideración una posible correlación psicológica. El locus
minoris resistentiae es ese órgano que siempre tiene que asumir el
proceso de aprendizaje en el plano corporal cuando el individuo no
presta atención al problema psíquico que corresponde a ese órgano.
El tipo de problema que corresponde a cada órgano es algo que nos
proponemos aclarar paso a paso en este libro. El que conoce esta
correspondencia aprecia una nueva dimensión en cada proceso
patológico, dimensión que escapa a los que no se atreven a liberarse
del sistema filosófico causal. Ahora bien, examinando el proceso
inflamatorio en sí, sin asociarlo a un órgano determinado, vemos que
en la primera fase (estímulo) los agentes penetran en el cuerpo.
Este proceso corresponde, en el plano psíquico, al reto que supone
un problema. Un impulso que no hemos atendido hasta ahora penetra a
través de las defensas de nuestra conciencia y nos ataca. Inflama la
tensión de una polaridad que, desde ahora, nosotros experimentamos
conscientemente como conflicto. Si nuestras defensas psíquicas
funcionan muy bien, el impulso no llega a nuestra conciencia, somos
inmunes al desafío y, por lo tanto, a la experiencia y al
desarrollo. También aquí impera la disyuntiva de la polaridad: si
renunciamos a la defensa en la conciencia, la inmunidad física se
mantiene, pero si nuestra conciencia es inmune a los nuevos
impulsos, el cuerpo quedará abierto a los atacantes. No podemos
sustraernos al ataque, sólo podemos elegir el campo. En la guerra,
esta primera fase del conflicto corresponde a la penetración del
enemigo en un país (violación de frontera). Naturalmente, el ataque
atrae sobre los invasores toda la atención política y militar —todos
se movilizan, concentran sus energías en el nuevo problema, forman
un ejército, buscan aliados—; en suma, todos los esfuerzos se
dirigen al foco del conflicto. En lo corporal, a este proceso se le
llama: 2. Fase de exudación : los atacantes se han introducido y
formado un foco de inflamación. De todas partes afluye el líquido y
experimentamos hinchazón de los tejidos y tensión. Si durante esta
segunda fase observamos el conflicto en el plano psíquico, veremos
que también en él aumenta la tensión. Toda nuestra atención se
centra en el nuevo problema —no podemos pensar en otra cosa—, nos
persigue de día y de noche —no sabemos hablar de nada más—, todos
nuestros pensamientos giran sin parar en torno al problema. De este
modo, casi toda nuestra energía psíquica se concentra en el
conflicto: literalmente, lo alimentamos, lo hinchamos hasta que se
alza ante nosotros como una montaña inaccesible. El conflicto ha
inmovilizado todas nuestras fuerzas psíquicas. 3. Reacción defensiva
: el organismo fabrica unos anticuerpos específicos para cada tipo
de atacantes (anticuerpos producidos en la sangre y en la médula).
Los linfocitos y los granulocitos construyen una pared alrededor de
los atacantes, los cuales empiezan a ser devorados por los
macrófagos. Por lo tanto, en el plano corporal, la guerra está en su
apogeo: los enemigos son rodeados y atacados. Si el conflicto no
puede resolverse localmente, se impone la movilización general: todo
el país va a la guerra y pone su actividad al servicio de la
conflagración. En el cuerpo experimentamos esta situación como 4.
Fiebre : las fuerzas defensivas destruyen a los atacantes, y los
venenos que con ello se liberan producen la reacción de la fiebre.
En la fiebre, todo el cuerpo responde a la inflamación local con una
subida general de la temperatura. Por cada grado de fiebre se
duplica el índice de actividad del metabolismo, de lo que se deduce
en qué medida la fiebre intensifica los procesos defensivos. Por
ello la sabiduría popular dice que la fiebre es saludable. La
intensidad de la fiebre es, pues, inversamente proporcional a la
duración de la enfermedad. Por lo tanto, en lugar de combatir
pusilánime y sistemáticamente cualquier aumento de la temperatura,
deberíamos restringir el uso de antitérmicos a los casos en los que
la fiebre alcance proporciones peligrosas para la vida del paciente.
En el plano psíquico, el conflicto, en esta fase, absorbe toda
nuestra atención y toda nuestra energía. La similitud entre la
fiebre corporal y la excitación psíquica es evidente, por lo que
también hablamos de
expectación o de angustia febril. (La célebre canción «pop» Fever
expresa la ambivalencia de la palabra.) Así, cuando nos excitamos
sentimos calor, se aceleran los latidos del corazón, nos sonrojamos
(tanto de amor como de indignación...), sudamos de excitación y
temblamos de ansiedad. Ello no es precisamente agradable, pero sí
saludable. Porque no es sólo que la fiebre sea saludable, es que más
saludable aún es afrontar los conflictos —a pesar de lo cual la
gente trata de bajar la fiebre y de sofocar los conflictos— y,
además, se ufana de practicar la represión. (Si la represión no
resultara tan divertida...) 5. Lisis (resolución ): supongamos que
ganan las defensas del cuerpo, que ponen en fuga a una parte de los
agentes extraños y se incorporan a los demás (devorándolos) con la
consiguiente destrucción de defensas e invasores. Estas bajas de
ambos bandos constituyen el pus. Los invasores abandonan el cuerpo
transformados y debilitados. También el cuerpo se ha transformado
porque ahora: a) posee información sobre el enemigo, lo que se llama
«inmunidad específica», y b) sus defensas han sido entrenadas y
robustecidas: «inmunidad no específica». Desde el punto de vista
militar, ello supone el triunfo de uno de los contendientes, con
pérdidas por ambos lados. No obstante, el vencedor sale del
conflicto fortalecido, ya que ahora conoce al adversario y puede
estar preparado. 6. Muerte : también puede ocurrir que venzan los
invasores, lo cual produce la muerte del paciente. El que nosotros
consideremos nefasto este resultado se debe exclusivamente a nuestra
parcialidad; es como en el fútbol: todo depende de con qué equipo se
identifica uno. La victoria siempre es victoria, gane quien gane, y
también termina la guerra. Y también se celebra el triunfo, pero en
el otro lado. 7. El conflicto crónico : cuando ninguna de las partes
consigue resolver el conflicto a su favor, se produce un compromiso
entre atacantes y defensas: los gérmenes permanecen en el cuerpo,
sin vencerlo (matarlo) pero sin ser vencidos por él (curación en el
sentido de la restitutio ad integrum). Es lo que se llama la
enfermedad crónica. Sintomáticamente, la enfermedad crónica se
manifiesta en un aumento del número de linfocitos y granulocitos,
anticuerpos, mayor velocidad de sedimentación de la sangre y décimas
de fiebre. La situación no ha podido quedar despejada, en el cuerpo
se ha formado un foco que constantemente consume energía, hurtándola
al resto del organismo: el paciente se siente abatido, cansado,
apático. No está ni enfermo ni sano, ni en guerra ni en paz, sino en
una especie de compromiso que, como todos los compromisos del mundo,
apesta. El compromiso es el objetivo de los cobardes, de los
«tibios» (Jesús dijo: «Me gustaría escupirlos. Sed ardientes o
fríos») que siempre temen las consecuencias de sus actos y la
responsabilidad que con ellos deben asumir. El compromiso nunca es
solución, porque ni representa el equilibrio absoluto entre dos
polos ni posee fuerza unificadora. El compromiso significa pugna
permanente, estancamiento. Militarmente, es la guerra de posiciones
(por ejemplo, la Primera Guerra Mundial) que consume energía y
material con lo que debilita y hasta paraliza los restantes aspectos
de la vida de la nación, como la economía, la cultura, etc. En lo
psíquico, el compromiso representa el conflicto permanente. Uno
permanece inactivo ante el conflicto, sin valor ni energía para
tomar una decisión. Cada decisión supone un sacrificio —en cada
caso, sólo podemos hacer o una cosa o la otra— y estos sacrificios
necesarios generan ansiedad. Por ello, muchas personas se quedan
indecisas ante el conflicto, incapaces de decantarse por uno u otro
polo. No hacen más que cavilar cuál puede ser la decisión correcta y
cuál, la equivocada, sin comprender que, en el sentido abstracto,
nada es correcto ni erróneo, porque, para estar completos y sanos,
necesitamos ambos polos, pero dentro de la polaridad, no podemos
realizarlos simultáneamente sino uno después del otro. ¡Empecemos,
pues, por uno de ellos y decidámonos ya! Toda decisión libera. El
conflicto crónico consume energía constantemente, provocando en el
plano psíquico la consabida abulia, pasividad o resignación. Ahora
bien, cuando nos decantamos por uno de los polos del conflicto,
inmediatamente percibimos la energía liberada por nuestra elección.
Como el cuerpo sale de cada infección fortalecido, así también la
mente sale de cada conflicto más despejada, ya que al afrontar el
problema ha aprendido algo, al enfrentarse con los polos opuestos
uno tras otro, ha ampliado fronteras y se ha hecho más consciente.
De cada conflicto extraemos información (toma de conciencia) que,
análogamente a la inmunidad específica, permite al individuo que en
adelante pueda tratar el problema sin peligro. Además, cada
conflicto superado enseña a los humanos a afrontar mejor y con más
valentía los problemas, lo cual corresponde a la inmunidad no
específica del plano físico. Si en lo corporal cada solución exige
grandes sacrificios, sobre todo, al adversario, también a la mente
las decisiones le cuestan sacrificios, y muchas actitudes y
opiniones, muchas convicciones y costumbres deben ser enviadas a la
muerte. Porque todo lo nuevo exige la muerte de lo viejo. Como los
grandes focos de infección suelen dejar cicatrices en el cuerpo, así
también en la psiquis quedan cicatrices que, al mirar atrás, vemos
como profundos cortes en nuestra vida. Antiguamente, los padres
sabían que un niño, después de una enfermedad (todas las
enfermedades de la infancia son infecciones), daba un salto en su
desarrollo. Al salir de la enfermedad, el niño no es el mismo que
antes. La enfermedad le ha hecho crecer. Pero no sólo las
enfermedades de la infancia hacen crecer. Como, después de una
infección, el cuerpo queda fortalecido, así también el ser humano
sale más maduro de cada conflicto. Porque sólo los desafíos le hacen
más fuerte y capaz. Todas las grandes culturas nacieron de grandes
retos, y el propio Darwin atribuyó la evolución de las especies a la
facultad de dominar las condiciones del entorno (¡lo cual no quiere
decir que aceptemos el darwinismo!).
«La guerra es la madre de todas las cosas», dice Heráclito, y quien
comprenda correctamente la frase sabe que expresa una verdad
fundamental. La guerra, el conflicto, la tensión entre los polos,
genera energía vital, asegurando con ello el progreso y el
desarrollo. Estas frases no suenan bien y se prestan a ser mal
interpretadas en una época en la que los lobos se envuelven con piel
de cordero y presentan sus agresiones reprimidas como amor a la paz.
Si, paso a paso, hemos comparado el desarrollo de la inflamación con
la guerra, es porque queríamos dar al tema el mordiente que acaso
impida que se asiente con excesiva facilidad a lo dicho. Vivimos en
una época y en una cultura enemigas de los conflictos. El individuo
trata de evitar el conflicto en todos los campos, sin advertir que
esta actitud impide la toma de conciencia. Desde luego, en el mundo
polarizado, los seres humanos no pueden evitar los conflictos con
medidas funcionales; pero, precisamente por ello, estas tentativas
provocan una desviación cada vez más complicada de las descargas a
otros planos cuyas coordinaciones internas casi nadie advierte.
Nuestro tema, la enfermedad infecciosa, es un buen ejemplo. Si bien
en nuestra anterior exposición hemos contemplado en paralelo la
estructura del conflicto y la estructura de la inflamación, para
señalar su naturaleza común, una y otra nunca (o casi nunca)
discurren paralelamente en el ser humano. Lo más frecuente es que
uno de los planos sustituya al otro. Si un impulso consigue vencer
las defensas de la conciencia y de este modo hacer que el ser humano
tome conocimiento de un conflicto, el proceso resolutivo
esquematizado tiene lugar únicamente en la conciencia del individuo
y, generalmente, la infección somática no se produce. Ahora bien, si
el hombre no se abre al conflicto, si rehuye todo aquello que pueda
cuestionar su mundo artificialmente sano, entonces el conflicto
aflora en el cuerpo y debe ser experimentado en el plano somático
como una inflamación. La inflamación es el conflicto trasladado al
plano material. Pero no por ello debe cometerse el error de restar
importancia a las enfermedades infecciosas alegando «yo no tengo
conflicto alguno». Precisamente este cerrar los ojos al conflicto
conduce a la enfermedad. Para esta indagación hace falta algo más
que una mirada superficial: se necesita una sinceridad implacable
que suele ser tan incómoda para la conciencia como la infección lo
es para el cuerpo. Y es esta incomodidad lo que queremos evitar en
todo momento. Cierto, los conflictos siempre producen sufrimiento,
no importa el plano en el que los experimentemos, ya sea la guerra,
la lucha interna o la enfermedad. Bonitos no son. Pero no nos es
lícito argumentar sobre hermosura o fealdad, porque cuando
reconocemos que no podemos evitar nada, esta cuestión no vuelve a
plantearse. Quien no se permite a sí mismo estallar psíquicamente,
algo le estalla en el cuerpo (un absceso). ¿Cabe entonces
preguntarse qué es más bonito o mejor? La enfermedad nos hace
sinceros. Sinceros son también, a fin de cuentas, los tan cacareados
esfuerzos de nuestra época para evitar los conflictos en todos los
órdenes. Después de lo expuesto hasta ahora, vemos a una nueva luz
los eficaces esfuerzos realizados para combatir las enfermedades
infecciosas. La lucha contra las infecciones es la lucha contra los
conflictos, pero en el orden material. Honesto es, por lo menos, el
nombre que se dio a las armas: antibióticos. Esta palabra se compone
de dos voces griegas, anti = contra y bios = vida. Los antibióticos
son, pues «sustancias dirigidas contra la vida». ¡Esto es
sinceridad! Esta hostilidad de los antibióticos a la vida se funda
en dos fases. Si recordamos que el conflicto es el verdadero motor
del desarrollo, es decir, de la vida, toda represión de un conflicto
es también un ataque contra la dinámica de la vida en sí. Pero
también en el sentido puramente médico los antibióticos son hostiles
a la vida. Las inflamaciones representan unos procesos resolutivos
agudos y rápidos que, por medio de la superación, eliminan toxinas
del cuerpo. Si estos procesos resolutivos se cortan frecuente y
prolongadamente por medio de antibióticos, las toxinas tienen que
almacenarse en el cuerpo (principalmente, en los tejidos
conjuntivos) lo cual determina el incremento de posibilidades para
el proceso canceroso. Es el llamado efecto del cubo de la basura: se
puede vaciar el cubo con frecuencia (infección) o acumular la basura
dejando que críe una vida propia que acabará por amenazar toda la
casa (cáncer). Los antibióticos son sustancias extrañas que el
individuo no ha elaborado con su propio esfuerzo y que, por lo
tanto, le escamotean los frutos de su enfermedad: la información que
proporciona el enfrentamiento. Desde este ángulo cabe examinar
también brevemente el tema de la «vacunación». Conocemos dos tipos
básicos de vacunación: la inmunización activa y la pasiva. En la
inmunización pasiva se inoculan anticuerpos formados en otros
cuerpos. Se recurre a esta forma de vacunación cuando la enfermedad
ya se ha declarado (por ejemplo, la gamma tetánica contra el vacilo
del tétanos). En el plano psíquico, ello correspondería a la
adopción de soluciones de problemas convencionales: mandamientos y
preceptos morales. El individuo adopta fórmulas ajenas, con lo que
evita el conflicto y la experimentación: es una vía cómoda pero
estéril. En la inmunización activa se inoculan agentes debilitados,
a fin de estimular el cuerpo a fabricar anticuerpos por sí mismo. A
este grupo pertenecen todas las vacunaciones preventivas, como la
antipolio, la antivariólica, la antitetánica, etc. En el terreno
psíquico, este método corresponde al ensayo de resolución de
conflictos hipotéticos (algo así como las maniobras militares).
Muchos sistemas pedagógicos y la mayoría de las terapias de grupo
quedan dentro de este campo. Se trata de aprender y asimilar
estrategias en casos leves, que capaciten al ser humano a tratar los
conflictos más serios con mayor eficacia. Estas consideraciones no
deben interpretarse como consignas. No se trata de «vacunarse o no
vacunarse» ni de «prescindir de los antibióticos». A fin de cuentas,
es completamente indiferente lo que haga el individuo, siempre y
cuando sepa lo que hace. Lo que buscamos es el conocimiento, no unos
mandamientos o prohibiciones prefabricados.
Se suscita la pregunta de si, básicamente, el proceso de la
enfermedad corporal puede sustituir a un proceso psíquico. No es
fácil responder a esto, ya que la división entre conciencia y cuerpo
es sólo una herramienta de argumentación, pues en la realidad el
linde no está muy marcado. Porque aquello que se
produce en el cuerpo lo experimentamos también en la conciencia, en
la psiquis. Cuando nos golpeamos el dedo con un martillo, decimos:
me duele el dedo. Pero ello no es exacto, ya que el dolor está sólo
en la mente, no en el dedo. Lo que hacemos es sólo proyectar la
sensación psíquica de «dolor» al dedo. Precisamente por ser el dolor
un fenómeno mental podemos influir en él con tanta eficacia:
mediante la distracción, la hipnosis, la narcosis, la acupuntura.
(¡El que considere exagerada esta afirmación, recuerde el fenómeno
del dolor fantasma!) Todo lo que experimentamos y sufrimos en un
proceso de enfermedad física ocurre sólo en nuestra mente. La
definición «psíquica» o «somática» se refiere sólo a la superficie
de proyección. Si una persona está enferma de amor, proyecta sus
sensaciones sobre algo incorpóreo, es decir, el amor, mientras que
el que tiene anginas las proyecta en la garganta, pero uno y otro
sólo pueden sufrir en la mente. La materia —y, por lo tanto, también
el cuerpo— sólo pueden servir de superficie de proyección, pero en
sí nunca es el lugar en el que surge un problema y, por
consiguiente, tampoco el lugar en el que pueda resolverse. El
cuerpo, como superficie de proyección, puede representar un
excelente auxiliar para un mejor discernimiento, pero las soluciones
sólo puede darlas el conocimiento. Por lo tanto, cada proceso
patológico corporal representa únicamente el desarrollo simbólico de
un problema cuya experiencia enriquecerá la conciencia. Ésta es
también la razón por la que cada enfermedad supone una fase de
maduración. Es decir, entre el tratamiento corporal y psíquico de un
problema se establece un ritmo. Si el problema no puede ser resuelto
sólo en la conciencia, entonces entra en funciones el cuerpo,
escenario material en el que se dramatiza en forma simbólica el
problema no resuelto. La experiencia recogida, una vez superada la
enfermedad, pasa a la conciencia. Si, a pesar de las experiencias
recogidas, la conciencia sigue siendo incapaz de captar el problema,
éste volverá al cuerpo, para que siga generando experiencias
prácticas. Esta alternancia se repetirá hasta que las experiencias
recogidas permitan a la conciencia resolver definitivamente el
problema o el conflicto. Podemos representarnos este proceso con la
imagen siguiente: un colegial tiene que aprender a calcular
mentalmente. Le ponemos una cuenta (problema). Si no puede
resolverla mentalmente, le damos una tabla de cálculo (materia). El
proyecta el problema en la tabla y, por este medio (y también por la
mente) halla el resultado. A continuación le ponemos otra cuenta,
que debe resolver sin la tabla. Si no lo consigue, volvemos a darle
el medio, y esto se repite hasta que el niño ha aprendido a calcular
mentalmente y puede prescindir de la ayuda material de la tabla. En
realidad, la operación se hace siempre en la mente, nunca en la
tabla, pero la proyección del problema sobre el plano visible
facilita el aprendizaje. Si me extiendo tanto sobre este particular
es porque de la buena comprensión de esta relación entre el cuerpo y
la mente se deriva una consecuencia que no consideramos
sobrentendida: la de que el cuerpo no es el lugar en el que puede
resolverse un problema. Sin embargo, toda la medicina académica se
orienta hacia este objetivo. Todos miran fascinados los procesos
fisiológicos y tratan de curar la enfermedad en el plano corporal. Y
aquí no hay nada que resolver. Sería como tratar de modificar la
tabla de cálculo a cada dificultad que encontrara nuestro colegial.
La experiencia humana se produce en la conciencia y se refleja en el
cuerpo. Limpiar constantemente el espejo, no mejora al que se mira
en él (¡ojalá fuera tan fácil!). En lugar de buscar en el espejo la
causa y la solución de todos los problemas reflejados en él, debemos
utilizarlo para reconocernos a nosotros mismos. INFECCIÓN = UN
CONFLICTO MENTAL QUE SE HACE MATERIAL La persona propensa a las
inflamaciones trata de rehuir los conflictos. En caso de enfermedad
infecciosa, conviene hacerse las siguientes preguntas: 1. ¿Qué
conflicto hay en mi vida, que yo no veo? 2. ¿Qué conflicto rehuyo?
3. ¿Qué conflicto me niego a reconocer? Para hallar el tema del
conflicto, debe estudiarse atentamente el simbolismo del órgano o
parte del cuerpo afectada.
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II. EL SISTEMA DE DEFENSA
Defender equivale a rechazar. El polo
opuesto de rechazar es amar. Se ha definido el amor desde multitud
de ángulos y en los planos más diversos, pero cada forma de amor
puede reducirse al acto de dar acogida. En el amor, el ser humano
abre barreras y deja entrar algo que estaba fuera de ellas. A estas
barreras solemos llamar Yo (ego) y todo aquello que queda fuera de
la propia identificación es para nosotros Tú (el otro). En el amor,
esta barrera se abre para admitir a un Tú que, con la unión, se
convertirá en Yo. Allí donde ponemos una barrera rechazamos y donde
quitamos la barrera amamos. Desde Freud utilizamos la expresión de
«mecanismo de defensa» para designar los resortes de la conciencia
que impiden la penetración de elementos amenazadores procedentes del
subconsciente. Aquí conviene insistir en la ecuación microcosmos =
macrocosmos, ya que todo repudio o rechazo de una manifestación
procedente del entorno es siempre expresión externa de un rechazo
psíquico interno. Todo rechazo consolida nuestro ego, ya que acentúa
la separación. Por ello al ser humano la negación le resulta
considerablemente más grata que la afirmación. Cada «no», cada
resistencia, nos permite sentir nuestra frontera, nuestro Yo,
mientras que, en cada «comunión» esta frontera se difumina: no nos
sentimos a nosotros mismos. Es difícil expresar con palabras lo que
son los mecanismos de defensa, ya que sólo se puede describir
aquello que se reconoce, por lo menos, en otras personas. Los
mecanismos de defensa son la suma de todo lo que nos impide ser
perfectos y completos. En teoría es fácil definir en qué consiste el
camino de la iluminación: en todo lo bueno. Comulga con todo lo que
es y serás uno con todo lo que es. Éste es el camino del amor. Cada
«sí, pero...» es una defensa que nos impide conseguir la unidad.
Ahora empiezan las pintorescas estratagemas del ego que, en su afán
de separación, no se priva de esgrimir las más piadosas, hábiles y
nobles teorías. Y así le hacemos el juego al mundo. Los espíritus
sagaces aducirán que, si todo lo que es, es bueno, también la
defensa tiene que serlo. Desde luego, lo es, pues nos hace
experimentar tanta fricción en un mundo polarizado que, para seguir
adelante, no tenemos más remedio que discriminar, pero, a lo sumo,
no es más que una ayuda que, al ser utilizada, se obvia a sí misma.
En el mismo sentido se justifica también la enfermedad a la que
nosotros deseamos transmutar en salud cuanto antes. Como las
defensas psíquicas apuntan contra elementos del subconsciente
catalogados de peligrosos y que, por lo tanto, tienen vedado el paso
a la conciencia, así las defensas físicas se orientan contra
enemigos «externos», llamados agentes patógenos o toxinas. Estamos
tan acostumbrados a manejar despreocupadamente unos sistemas de
valores montados por nosotros mismos que hemos llegado a
convencernos de que son patrones absolutos. Pero en realidad no hay
más enemigo que aquel al que nosotros declaramos como tal. (Basta
leer a los distintos apóstoles de la dietética para descubrir los
más diversos criterios en el señalamiento de enemigos. Los mismos
alimentos que un método tacha de absolutamente perniciosos, otro los
califica de muy saludables. La dieta que nosotros recomendamos es:
leer atentamente todos los libros de dietética y comer lo que a uno
le apetezca.) Hay ciertas personas que se dejan impresionar de tal
modo por este subjetivo señalamiento de enemigos que no tenemos más
remedio que declararlas enfermas: nos referimos a los alérgicos.
Alergia: la alergia es una reacción exagerada a una sustancia que
reconocemos como nociva. Desde luego, la actuación del sistema de
defensas del organismo está justificada cuando se trata de
supervivencia. El sistema inmunizador del cuerpo produce anticuerpos
para combatir los antígenos*, con lo que proporciona una defensa
contra invasores hostiles, lo cual, fisiológicamente, es
irreprochable. En los alérgicos, esta defensa, en sí encomiable, se
desorbita. El alérgico construye un gran parapeto y constantemente
alarga la lista de sus enemigos. Cada vez son más numerosas las
sustancias consideradas nocivas y, por lo tanto, hay que fabricar
más armas para mantener a raya a tantísimo enemigo. Ahora bien, como
en el terreno militar el armamento siempre denota agresividad, así
también la alergia es expresión de una actitud defensiva y agresiva
que ha sido reprimida y obligada a pasar al cuerpo. El alérgico
tiene problemas de agresividad que, en la mayoría de casos, no
reconoce y, por lo tanto, no puede asumir. (Para evitar malas
interpretaciones, recordemos que al hablar de un aspecto psíquico
reprimido nos referimos al que no es conscientemente reconocido por
el individuo. Puede ser que la persona viva plenamente este aspecto
sin reconocer en sí mismo tal propiedad. Pero también, que la
propiedad haya sido reprimida de modo tan absoluto que la persona no
la viva. Por lo tanto, la represión puede existir tanto en un sujeto
agresivo como en el más manso de los mortales.) En el alérgico, la
agresividad es trasladada de la conciencia al cuerpo y aquí se
expansiona a placer con ataques, defensas, forcejeos y victorias.
Para que la diversión no termine por falta de enemigos, se declara
la guerra a las cosas más inofensivas: el polen de las flores, el
pelo de los gatos o de los caballos, el polvo, los artículos de
limpieza, el humo, las fresas, los perros o los tomates. La variedad
es ilimitada: el alérgico no respeta nada, es capaz de luchar contra
todo y contra todos, si bien, generalmente, da preferencia a ciertos
elementos cargados de simbolismo.
Es sabido que la agresividad casi siempre va ligada al miedo. Sólo
se combate lo que se teme. Si examinamos atentamente los alergenos**
elegidos, en casi todos los casos, descubriremos enseguida cuáles
son los temas que atemorizan al alérgico de tal modo que tiene que
combatirlos encarnecidamente en el símbolo. En primer lugar, está el
pelo de los animales domésticos, especialmente el de los gatos. Al
pelo del gato (y a cualquier pelo) suelen asociarse las caricias y
los arrumacos: es fino, sedoso, blando, y, no obstante,
«animal». Es un símbolo del amor y tiene una connotación sexual
(véanse los animales de felpa que los niños se llevan a la cama).
Algo parecido puede decirse de la piel del conejo. En el caballo
está más acentuado el componente sensual y, en el perro, el
agresivo; pero las diferencias son pequeñas, insignificantes, ya que
un símbolo nunca tiene límites muy marcados. El mismo tema es
representado por el polen de las flores, alergeno predilecto de los
que sufren la fiebre del heno. El polen es símbolo de fertilidad y
procreación, y la «grávida» primavera es la estación en la que los
enfermos de fiebre del heno más «padecen». Las pieles de los
animales y el polen actuando como alergenos indican que los temas de
«amor», «sexualidad», «libido» y «fertilidad» suscitan ansiedad y,
por lo tanto, son activamente rechazados, es decir, no son
admitidos. * Un antígeno es una sustancia extraña, generalmente una
proteína, que es capaz de estimular el sistema inmunizador. (N. del
T.) ** Alergeno es el antígeno de una reacción alérgica. (Alergia =
reactividad alterada por hipersensibilidad. (N. del T.) Algo similar
ocurre con el miedo a la suciedad, la inmundicia, la impureza, que
se manifiesta en la alergia al polvo doméstico. (Recordar
expresiones como: chiste guarro, sacar los trapos sucios, llevar una
vida limpia, etc.). El alérgico trata de evitar con el mismo empeño
los alergenos y las situaciones asociadas con ellos, en lo cual le
ayudan de buen grado una medicina comprensiva y el entorno. Nadie se
resiste al despotismo del enfermo: los animales domésticos son
eliminados, no se puede fumar en su presencia, etc. En esta tiranía
sobre el entorno, el alérgico encuentra un campo de actividad que le
permite desahogar insensiblemente sus agresiones reprimidas. El
método de la «desensibilización» es bueno en sí, pero, para obtener
buenos resultados, habría que aplicarlo no al plano corporal sino al
psíquico. Porque el alérgico sólo hallará la curación cuando aprenda
a afrontar conscientemente todo aquello que evita y rechaza, y
asimilarlo en su conciencia. Al alérgico no se le hace ningún favor
ayudándole en su estrategia defensiva: él tiene que reconciliarse
con sus enemigos, aprender a quererlos. Que los alergenos ejercen
exclusivamente un efecto simbólico y nunca un efecto material o
químico es algo que debe quedar perfectamente claro, incluso para el
materialista más empedernido, cuando comprenda que una alergia, para
manifestarse, necesita el concurso de la mente. Por ejemplo, en la
narcosis no hay alergia, igualmente, durante una psicosis,
desaparecen todas las alergias. A la inversa, incluso la simple
imagen, como por ejemplo la fotografía de un gato o la secuencia de
una locomotora que echa humo en una película desencadenan el ataque
en el asmático. La reacción alérgica es absolutamente independiente
de la materia de los alergenos. La mayoría de los alergenos sugieren
vitalidad: sexualidad, amor, fertilidad, agresividad, suciedad: en
todos estos campos la vida se muestra en su forma más activa. Pero
precisamente esta vitalidad que exige una expresión infunde miedo en
el alérgico. Y es que su actitud es contraria a la vida. Su ideal es
una vida estéril, sin gérmenes, exenta de sensualidad y agresiones:
estado que apenas merece el nombre de «vida». Por consiguiente, no
sorprende que en muchos casos las alergias puedan degenerar en
autoagresiones que llegan a ser mortales, en las que el cuerpo de
estos individuos, ¡ay!, tan delicados, libra largas y encarnizadas
batallas en las que acaba por sucumbir. Entonces la resistencia, la
autoexclusión, el autoencapsulado alcanza su forma suprema y su
plena realización en el ataúd, cámara exenta de todo alergeno.
ALERGIA = AGRESIVIDAD HECHA MATERIA
El alérgico debe hacerse las
siguientes preguntas:
-
¿Por qué no asumo mi agresividad con la conciencia en vez de
obligarla a realizar un trabajo corporal?
-
¿Qué aspectos de la vida me infunden tanto miedo que trato de
evitarlos por todos los medios?
-
¿A qué tema apuntan mis alergenos? Sexualidad, instinto,
agresividad, procreación, suciedad, en el sentido del lado oscuro de
la vida.
-
¿En qué medida me sirvo de mi alergia para manipular mi entorno?
-
¿Qué hay de mi capacidad de amar, de mi receptividad?
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III. LA RESPIRACIÓN
La respiración es un acto rítmico. Se compone de
dos fases, inhalación y exhalación. La respiración es un buen
ejemplo de la ley de la polaridad: los dos polos, inspiración y
espiración, forman, con su constante alternancia, un ritmo. Un polo
depende de su opuesto, y así la inspiración provoca la espiración,
etc. También podemos decir que un polo no puede vivir sin el polo
opuesto, porque, si destruimos una fase, desaparece también la otra.
Un polo compensa el otro polo y los dos juntos forman un todo.
Respiración es ritmo, el ritmo es la base de toda la vida. También
podemos sustituir los dos polos de la respiración por los conceptos
de contracción y relajación. Esta relación de
inspiración–contracción y espiración–relajación se muestra
claramente cuando suspiramos. Hay un suspiro de inspiración que
provoca contracción y un suspiro de espiración que provoca
relajación. Por lo que se refiere al cuerpo, la función central de
la respiración es un proceso de intercambio: por la inspiración el
oxígeno contenido en el aire es conducido a los glóbulos rojos y en
la espiración expulsamos el anhídrido carbónico. La respiración
encierra la polaridad de acoger y expulsar, de tomar y dar. Con esto
hemos hallado la simbología más importante de la respiración. Goethe
escribió: En la respiración hay dos mercedes, una inspirar, la otra
soltar el aire, aquélla colma, ésta refresca, es la combinación
maravillosa de la vida Todas las lenguas antiguas utilizan para
designar el aliento la misma palabra que para alma o espíritu.
Respirar viene del latín spirare y espíritu, de spiritus, raíz de la
que se deriva también inspiración tanto en el sentido lato como en
el figurado. En griego psyke significa tanto hálito como alma. En
indostánico encontramos la palabra atman que tiene evidente
parentesco con el atmen (respirar) alemán. En la India al hombre que
alcanza la perfección se le llama Mahatma, que textualmente
significa tanto «alma grande» como «aliento grande». La doctrina
hindú nos enseña, también, que la respiración es portadora de la
auténtica fuerza vital que el indio llama prana. En el relato
bíblico de la Creación se nos cuenta que Dios infundió su aliento
divino en la figura de barro convirtiéndola en una criatura «viva»,
dotada de alma. Esta imagen indica bellamente cómo al cuerpo
material, a la forma, se le infunde algo que no procede de la
Creación: el aliento divino. Es este aliento, que viene de más allá
de lo creado, lo que hace del hombre un ser vivo y dotado de alma.
Ya estamos llegando al misterio de la respiración. La respiración
actúa en nosotros, pero no nos pertenece. El aliento no está en
nosotros, sino que nosotros estamos en el aliento. Por medio del
aliento, nos hallamos constantemente unidos a algo que se encuentra
más allá de lo creado, más allá de la forma. El aliento hace que
esta unión con el ámbito metafísico (literalmente: con lo que está
Detrás de la Naturaleza) no se rompa. Vivimos en el aliento como
dentro de un gran claustro materno que abarca mucho más que nuestro
ser pequeño y limitado —es la vida, ese secreto supremo que el ser
humano no puede definir, no puede explicar— la vida sólo se
experimenta abriéndose a ella y dejándose inundar por ella. La
respiración es el cordón umbilical por el que esta vida viene a
nosotros. La respiración hace que nos mantengamos en esta unión.
Aquí reside su importancia: la respiración impide que el ser humano
se cierre del todo, se aísle, que haga impenetrable la frontera de
su yo. Por muy deseoso que el ser humano esté de encapsularse en su
ego, la respiración le obliga a mantener la unión con lo ajeno al
yo. Recordemos que nosotros respiramos el mismo aire que respira
nuestro enemigo. Es el mismo aire que respiran los animales y las
plantas. La respiración nos une constantemente con todo. Por más que
el hombre quiera aislarse, la respiración lo une con todo y con
todos. El aire que respiramos nos une a unos con otros, nos guste o
no. La respiración tiene algo que ver con «contacto» y «relajación».
Este contacto entre lo que viene de fuera y el cuerpo se produce en
los alvéolos pulmonares. Nuestro pulmón tiene una superficie interna
de unos setenta metros cuadrados, mientras que el área de nuestra
piel no mide sino entre metro y medio y dos metros cuadrados. El
pulmón es nuestro mayor órgano de contacto. Si observamos con más
atención, distinguiremos las diferencias existentes entre los dos
órganos de contacto del ser humano: pulmones y piel; el contacto de
la piel es inmediato y directo. Es más comprometido y más intenso
que el de los pulmones y, además, está sometido a nuestra voluntad.
Uno puede tocar a otra persona o no tocarla. El contacto que
establecemos con los pulmones es indirecto, pero obligatorio. No
podemos evitarlo, ni siquiera cuando una persona nos inspira tanta
antipatía que no podemos ni olerla, ni cuando otra nos impresiona
tanto que nos deja sin aliento. Existe un síntoma de enfermedad que
puede pasar de uno a otro de estos órganos de contacto: una erupción
cutánea abortada puede manifestarse en forma de asma que, a su vez,
con el correspondiente tratamiento, se convierte en erupción. El
asma y la erupción cutánea corresponden al mismo tema: contacto,
roce, relación. La resistencia a establecer contacto con todo el
mundo por medio de la respiración se manifiesta, por ejemplo, en el
espasmo respiratorio del asma.
Si seguimos repasando las frases hechas relacionadas con la
respiración y con el aire veremos que hay situaciones en las que a
uno le falta el aire, o no puede respirar a sus anchas. Con ello
tocamos el tema de la libertad y la cohibición. Con el primer
aliento empezamos nuestra vida y con el último la terminamos. Con el
primer aliento damos también el primer paso por el mundo exterior al
desprendernos de la unión simbiótica con la madre y hacernos
autónomos, independientes, libres. Cuando a uno le cuesta respirar;
ello suele ser señal de
que teme dar por sí mismo los primeros pasos con libertad e
independencia. La libertad le corta la respiración, es algo insólito
que le produce temor. La misma relación entre libertad y respiración
se advierte en el que sale de una situación de agobio y pasa a otra
esfera en la que se siente «desahogado» o, simplemente, sale al
exterior: lo primero que hace es inspirar profundamente, por fin
puede respirar con libertad. También el proverbial ahogo que nos
aqueja en circunstancias agobiantes es ansia de libertad y de
espacio vital. En resumen, la respiración simboliza los siguientes
temas: ritmo, en el sentido de aceptar «tanto lo uno como lo otro»
Contracción
–
Relajación
Tomar
–
Dar
Contacto
–
Repudio
Libertad
–
Agobio
RESPIRACIÓN = ASIMILACIÓN DE LA VIDA En las enfermedades
respiratorias, procede hacerse las siguientes preguntas:
1. ¿ Qué me impide respirar?
2. ¿Qué es lo que no quiero admitir?
3. ¿Qué es lo que no quiero expulsar?
4. ¿Con qué no quiero entrar en contacto?
5. ¿Tengo miedo de dar un paso en una nueva libertad?
Asma bronquial Después de las consideraciones de carácter general
hechas acerca de la respiración, deseamos examinar especialmente el
cuadro del asma bronquial, afección que siempre fue exponente de las
manifestaciones psicosomáticas. «Se llama asma bronquial a una
disnea que se presenta en forma de acceso, caracterizada por una
espiración sibilante. Se produce un estrechamiento de los bronquios
y bronquiolos que puede estar provocada por un espasmo de la
musculatura plana, una inflamación de las vías respiratorias y la
congestión y secreción de la mucosa» (Brautigam). El ataque de asma
es experimentado por el paciente como un ahogo mortal, el enfermo
trata de sorber el aire, jadea y la espiración queda muy
dificultada. En el asmático coinciden varios problemas que, a pesar
de su afinidad, examinaremos por separado, por motivos didácticos.
1. Tomar y dar: El asmático trata de tomar demasiado. Inspira
profundamente y provoca una excesiva dilatación de los pulmones y un
espasmo respiratorio. Uno toma llenándose hasta rebosar y, cuando
tiene que dar, llega el espasmo. Aquí se ve claramente la
perturbación del equilibrio; los polos «tomar» y «dar» deben estar
equilibrados, a fin de poder formar un ritmo. La ley de la evolución
depende del equilibrio interno: toda acumulación impide la fluidez.
El flujo respiratorio es interrumpido en el asmático porque se
excede al tomar. Ocurre luego que no sabe dar y entonces no puede
volver a tomar lo que tanto ansía. Al inspirar tomamos oxígeno y al
espirar expulsamos anhídrido carbónico. El asmático quiere
conservarlo todo y con ello se envenena, ya que no puede expulsar lo
usado. Este tomar sin dar produce sensación verdadera de asfixia. El
desequilibrio entre tomar y dar, que de forma tan impresionante se
manifiesta en el asma, es un tema que puede aplicarse a muchas
personas. Suena muy simple, y, sin embargo, muchos fallan en este
punto. Sea lo que fuere lo que uno desea tener—ya sea dinero, fama,
ciencia, sabiduría—siempre ha de haber un equilibrio entre el tomar
y el dar, o uno se expone a asfixiarse con lo tomado. El ser humano
recibe en la medida en que da. Si se suspende el dar, el flujo se
interrumpe y tampoco entra nada. ¡ Cuán dignos de compasión son
quienes quieren llevarse su saber a la tumba! Guardan
avariciosamente lo poco que pudieron adquirir y renuncian a la
riqueza que espera a todo el que sabe devolver, transformado, lo que
ha recibido. ¡Si la gente pudiera comprender que hay de todo en
abundancia para todos! Si a alguien le falta algo es sólo porque se
autoexcluye. Observemos al asmático: él ansía el aire, a pesar de
que aire hay tanto. Pero los hay ansiosos. 2. El deseo de inhibirse:
El asma puede provocarse experimentalmente en cualquier individuo
haciéndole inspirar gases irritantes, como amoníaco, por ejemplo. A
partir de una determinada concentración, en el individuo se produce
una reacción de protección, mediante la coordinación de varios
reflejos, a saber: inmovilización del diafragma, broncoconstricción
y secreción de mucosidad. Es el llamado reflejo de Kretschmer que
consiste en un bloqueo para impedir la entrada a algo que viene de
fuera. Ante el amoníaco el reflejo es saludable; pero en el asmático
se produce con un estímulo mucho más débil. El asmático percibe las
sustancias más inofensivas del entorno como peligrosas para la vida
y se cierra inmediatamente a ellas. En el capítulo anterior hemos
hablado
extensamente del significado de la alergia, por lo que aquí será
suficiente recordar el tema de rechazo y el temor. Y es que el asma
suele estar íntimamente ligada a una alergia. Asma, en griego,
significa «estrechez de pecho», estrecho, en latín, es angustus, voz
que recuerda la palabra alemana Angst (miedo). Encontramos también
angustus en angina (inflamación de las amígdalas) y en angina
pectoris (contracción dolorosa de las arterias del corazón). Es de
observar que la estrechez o contracción tiene relación con el miedo.
La contracción asmática tiene también mucho que ver con el miedo,
con el miedo a admitir ciertos aspectos de la vida, a los que
también nos referimos al hablar de los alergenos. El afán de
cerrarse persiste en el asmático hasta alcanzar su punto culminante
en la muerte. La muerte es la última posibilidad de cerrarse, de
encapsularse, de aislarse de lo vivo. (A este respecto puede ser
interesante la siguiente observación: se puede enfurecer fácilmente
a un asmático diciéndole que su asma no es peligrosa y que nunca
podrá causarle la muerte. ¡Y es que para él tiene mucha importancia
la malignidad de su enfermedad!) 3. Afán de dominio e
insignificancia: El asmático tiene un gran afán de dominio que él no
reconoce y que, por lo tanto, es transmitido al cuerpo en el que se
manifiesta en la «soberbia» del asmático. Esta soberbia muestra
claramente la arrogancia y la megalomanía que él ha reprimido
cuidadosamente en su conciencia. Por ello gusta de evadirse a lo
ideal y formalista. Pero si el asmático se enfrenta con el afán de
poder y dominio de otro (la ley del símil) el miedo se le pone en
los pulmones y le deja sin habla: el habla que precisamente es
modulada por la espiración—. El asmático no puede exhalar: se le
corta la respiración. El asmático se sirve de sus síntomas para
ejercer el poder sobre su entorno. Los animales domésticos han de
ser eliminados, no puede haber ni una mota de polvo, prohibido
fumar, etc. Este afán de dominio alcanza su punto culminante durante
los peligrosos ataques, los cuales se manifiestan precisamente
cuando se llama la atención del asmático sobre su afán de dominio.
Estos ataques chantajistas son muy peligrosos para el propio
enfermo, ya que suponen un peligro de muerte. Es impresionante
comprobar cómo puede llegar a perjudicarse un enfermo, con tal de
dominar. En psicoterapia se ha observado que el ataque suele ser el
último recurso cuando el enfermo se siente muy cerca de la verdad.
Pero ya esta proximidad entre el afán de dominio y la autoinmolación
nos hace percibir algo de la ambivalencia de este afán de dominio
que se vive inconscientemente. Porque, a medida que aumenta esta
pretensión de poder, que se adquieren más ínfulas, crece también el
polo opuesto, es decir, la indefensión, la sensación de
insignificancia y desamparo. La aceptación y asimilación consciente
de esta insignificancia debería ser tarea obligada del asmático.
Después de una enfermedad prolongada, el pecho se dilata y
robustece. Ello da un aspecto vigoroso, pero limita Ia capacidad
respiratoria, a causa de la pérdida de elasticidad. Imposible
plasmar el conflicto con más elocuencia: pretensión y realidad. En
lo de sacar el pecho hay un mucho de agresividad. El asmático no ha
aprendido a articular debidamente su agresividad en la fase verbal,
pero no puede dar salida a su agresividad con gritos o juramentos y
se le queda dentro, en los pulmones. Y estas manifestaciones
agresivas regresan al plano corporal y salen a la luz del día en
forma de tos y expectoración. Veamos algunas frases hechas: Toser a
alguno = escupir en la cara = quedarse sin respiración, del
disgusto. La agresividad se muestra también en las alergias, la
mayoría de las cuales están asociadas al asma. 4. Rechazo del lado
oscuro de la vida. El asmático ama lo limpio, lo puro, lo
transparente y estéril y evita lo oscuro, profundo y terrenal, lo
cual suele expresarse claramente en la elección de los alergenos. Él
desea instalarse en el ámbito superior, para no entrar en contacto
con el polo inferior. Por lo tanto, suele ser una persona cerebral
(la doctrina de los elementos atribuye el aire al pensamiento). La
sexualidad, que también corresponde al polo- inferior, la desplaza
el asmático hacia arriba, al pecho, estimulando con ello la
producción de mucosidad, proceso que en realidad debería estar
reservado a los órganos sexuales. El asmático expulsa esta mucosidad
(producida demasiado arriba) por la boca, solución cuya originalidad
apreciará quien vea la correspondencia existente entre los genitales
y la boca (en un capítulo posterior examinaremos más detenidamente
este extremo). El asmático anhela el aire puro. Le gustaría vivir en
la cima de una montaña (deseo que suele concedérsele bajo el nombre
de «climaterapia»). Allí se satisface también su afán de dominio:
arriba, contemplando desde la cumbre el turbio acontecer del valle
sombrío, a distancia segura, elevado en la esfera donde «el aire
todavía es puro», situado por encima de las tierras bajas, con sus
impulsos y su fecundidad: arriba, en lo alto de la montaña, donde la
vida tiene una pureza mineral. Aquí realiza el asmático el ansiado
vuelo a las alturas, por obra y gracia de laboriosos climatólogos.
Otro lugar recomendado por sus efectos terapéuticos es el mar, con
su aire salobre. Y el mismo simbolismo: sal, símbolo del desierto,
símbolo de lo mineral, símbolo de la esterilidad. Es el entorno que
ansía el asmático, porque de lo vital tiene miedo. El asmático es un
individuo que tiene sed de amor: quiere amor y por eso inspira tan
profundamente. Pero no puede dar amor: tiene dificultad en la
espiración.
¿Qué puede ayudarle? Al igual que para todos los síntomas, sólo
existe una prescripción: toma de conciencia e implacable sinceridad
consigo mismo. Cuando una persona ha reconocido sus temores debe
acostumbrarse a no evitar las causas del miedo sino afrontarlas
hasta poder quererlas y asumirlas. Este
necesario proceso se simboliza perfectamente en una terapia que, si
bien es desconocida para la medicina académica, suele aplicarla la
naturopatía y es uno de los remedios más eficaces contra el asma y
alergia. Consiste en inyectar al enfermo la propia orina por vía
intramuscular. Vista con una óptica simbólica esta terapia obliga al
paciente a readmitir lo que ha expulsado, la propia inmundicia,
batallar con ella e integrársela. ¡Esto cura! ASMA Preguntas que
debería hacerse el asmático:
1. ¿En qué aspectos quiero tomar sin dar?
2. ¿Puedo reconocer conscientemente mi agresividad y qué
posibilidades tengo de exteriorizarla?
3. ¿ Cómo me planteo el conflicto «dominio/desvalimiento»?
4. ¿Qué aspecto de la vida valoro negativamente y rechazo?
5. ¿Puedo sentir algo del miedo que se ha parapetado detrás de mi
sistema de valoración?
6. ¿Qué aspectos de la vida trato de evitar, cuáles considero
sucios, bajos e inmundos?
No olvidar: cuando se deja sentir la contracción, ¡es miedo! El
único remedio contra el miedo es la expansión. ¡La expansión se
consigue dejando entrar lo que se evitaba! Resfriados y afecciones
gripales Antes de abandonar el tema de la respiración, examinaremos
brevemente los síntomas del resfriado, el cual afecta principalmente
a las vías respiratorias. La gripe, al igual que el resfriado, es un
proceso inflamatorio agudo, o sea, expresión de la manipulación de
un conflicto. Para hacer nuestra interpretación, no queda sino
examinar los lugares y las zonas en los que se manifiesta el proceso
inflamatorio. Un resfriado siempre se produce en situaciones
críticas, cuando uno está hasta las narices o se le hinchan las
narices. Tal vez haya quien considere exagerada la expresión de
«situación crítica». Naturalmente, no nos referimos a crisis
indecisas, las cuales se manifiestan con símbolos de una importancia
proporcionada. Al decir «situaciones críticas» nos referimos a
aquellas que, no siendo dramáticas, son frecuentes e importantes
para la mente, que nos producen sensación de agobio y nos inducen a
buscar un motivo legítimo para distanciarnos un poco de una
situación que nos exige demasiado. Dado que momentáneamente no
estamos dispuestos a reconocer ni la carga que suponen estas
«pequeñas» crisis cotidianas ni nuestros deseos de evasión, se
produce la somatización: nuestro cuerpo manifiesta ostensiblemente
nuestra sensación de estar hasta las narices permitiéndonos alcanzar
nuestro inconfesado objetivo, y con la ventaja de que todo el mundo
se muestra muy comprensivo, algo impensable si hubiéramos dirimido
el conflicto conscientemente. Nuestro resfriado nos permite
apartarnos de la situación molesta y pensar un poco más en nosotros
mismos. Ahora podemos ejercitar la sensibilidad corporal. Nos duele
la cabeza (en estas circunstancias, no se puede pedir a una persona
que se meta a resolver problemas), nos lloran los ojos, estamos
congestionados, molidos. Esta sensibilización generalizada puede
exacerbarse hasta hacer que nos duela «la punta del pelo». Nadie
puede acercársenos, nada ni nadie puede rozarnos siquiera. La nariz
está tapada y hace imposible toda comunicación (la respiración es
contacto, no se olvide). Con la amenaza: «No te acerques, que estoy
resfriado», se saca uno a la gente de delante. Esta actitud
defensiva puede reforzarse con estornudos, los cuales convierten la
espiración en potente arma defensiva. Incluso la palabra queda
disminuida como medio de comunicación, por la irritación de la
garganta. Desde luego, no permite enfrascarse en discusiones. La tos
de perro denota claramente, por su tono áspero, que el placer de la
comunicación se reduce, en el mejor de los casos, a toserle a
alguno. Con tanta actividad defensiva, no es de extrañar que también
las amígdalas, que figuran entre las defensas más importantes, echen
el resto. Y se inflaman de tal modo que uno casi no puede tragar,
estado que debe inducir al paciente a preguntarse qué es en realidad
lo que se le ha atragantado. Porque tragar es un acto de admisión,
de aceptación. Y esto es precisamente lo que ahora no queremos
hacer. Este detalle nos revela la táctica del resfriado en todos los
aspectos. El dolor de las extremidades y la sensación de abatimiento
de la gripe dificultan los movimientos y, concretamente, el de los
hombros puede llegar a transmitir la presión del peso de los
problemas que gravita sobre ellos y que uno se resiste a seguir
soportando. Nosotros tratamos de expulsar una porción de estos
problemas en forma de mucosidad purulenta, y cuanta más expulsamos
más alivio sentimos. La abundante mucosidad que al principio todo lo
obstruía y que congestionó las vías de comunicación debe diluirse a
fin de que algo empiece a moverse y a fluir. Por lo tanto, cada
resfriado hace que algo vuelva a moverse y marca un pequeño avance
en nuestra evolución. La medicina naturista, muy acertadamente, ve
en el resfriado un saludable proceso de limpieza por medio del cual
se eliminan toxinas del cuerpo; en el plano psíquico, las toxinas
representan problemas que también se resuelven y eliminan. Cuerpo y
alma salen de la crisis fortalecidos, para esperar la próxima vez
que estemos hasta las narices.
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IV. LA DIGESTIÓN
Con la digestión ocurre algo muy parecido a lo de la respiración.
Con la respiración tomamos entorno, lo asimilamos y expulsamos lo no
asimilable. Otro tanto ocurre durante la digestión, si bien el
proceso digestivo se hunde más profundamente en la materia del
cuerpo. La respiración está regida por el elemento aire, mientras
que la digestión pertenece al elemento tierra, es más material. Pero
a la digestión le falta el ritmo perfectamente marcado de la
respiración. En el elemento pesado de la tierra, la cadencia del
proceso de asimilación y expulsión de los alimentos es menos
perceptible y rápida. La digestión también tiene una similitud con
las funciones cerebrales, ya que el cerebro (es decir, la mente)
procesa y digiere los elementos inmateriales de este mundo (porque
no sólo de pan vive el hombre). Por medio de la digestión,
procesamos elementos materiales de este mundo. La digestión abarca,
pues:
1. Captación del mundo exterior en forma de elementos materiales.
2. Diferenciación entre lo asimilable y lo no asimilable.
3. Asimilación de las sustancias asimilables.
4. Expulsión de lo no digerible.
Antes de ocuparnos más detenidamente de los problemas que pueden
presentarse durante la digestión, es conveniente considerar el
simbolismo de la nutrición. Por los alimentos y comidas que prefiere
cada cual pueden descubrirse muchas cosas (dime lo que comes y te
diré quién eres). Será un buen ejercicio aguzar la mirada y la
mente, de manera que, incluso en los procesos más habituales y
rutinarios, podamos descubrir las relaciones —nunca fortuitas— que
hay detrás de los fenómenos aparentes. Si a una persona le apetece
algo determinado, ello expresa una preferencia y nos da un indicio
sobre la personalidad del individuo. Cuando algo «no le apetece»,
esta aversión es tan reveladora como una respuesta a un test
psicológico. El hambre se mueve por el afán de posesión, deseo de
absorción, por una cierta codicia. Comer es satisfacer el deseo por
medio de la ingestión, integración y asimilación. El que tiene
hambre de cariño y no puede saciarla, manifiesta este afán en el
aspecto corporal en forma de hambre de golosinas. El hambre de
golosinas siempre expresa un hambre de cariño no saciada. Queda
patente el doble significado que se atribuye a lo dulce: cuando de
una chica guapa decimos que es un bombón y que está para comérsela.
El amor y lo dulce tienen una estrecha relación. El deseo de
golosinas en los niños es claro indicio de que no se sienten lo
bastante amados. Los padres suelen protestar de semejante imputación
diciendo que ellos «harían cualquier cosa por su hijo». Pero «hacer
cualquier cosa» no es forzosamente lo mismo que «amar». El que come
caramelos anhela amor y seguridad. Es más fiable esta regla que la
valoración de la propia capacidad de amar. También hay padres que
atiborran de golosinas a sus hijos, con lo que indican que no están
dispuestos a ofrecer amor a sus hijos, por lo que tratan de
compensarles de otro modo. Las personas que realizan un trabajo
intelectual y tienen que pensar mucho muestran preferencia por los
alimentos salados y los platos fuertes. Los muy conservadores tienen
predilección por los alimentos en conserva, especialmente los
ahumados y el té cargado que beben sin azúcar (en general, alimentos
ricos en ácido tánico). Los que gustan de comidas picantes denotan
deseo de nuevas emociones. Son personas amantes de los desafíos, a
pesar de que pueden ser indigestos, diametralmente opuestas a las
que sólo comen cosas suaves: nada de sal ni especias. Estas personas
rehuyen todo lo que sea novedad. Se desentienden de los retos y
temen todo enfrentamiento. Este temor puede acentuarse hasta
hacerles adoptar un régimen a base de papillas, como el del enfermo
del estómago, acerca de cuya personalidad hablaremos más
extensamente muy pronto. Las papillas son comidas de bebé, lo que
indica claramente que el enfermo del estómago ha experimentado una
regresión hasta la indiferenciación de la infancia, en la que no se
puede elegir ni cortar y hay que renunciar hasta a morder y masticar
(actividades estas en exceso agresivas) la comida. Este individuo
evita tragar alimentos sólidos. Un temor exagerado a las espinas
simboliza el miedo a las agresiones. La preocupación por los huesos,
miedo a los problemas —no se quiere llegar al meollo de la
cuestión—. Pero también existe el grupo contrario: los
macrobióticos. Estas personas van en busca de problemas a los que
hincar el diente. Quieren desentrañar las cosas y prefieren los
alimentos duros. Llegan hasta evitar los aspectos placenteros: a la
hora del postre, eligen algo duro de roer. Los macrobióticos denotan
así cierto miedo al amor y la ternura y su incapacidad para aceptar
el amor. Algunas personas llevan a tal extremo su afán de huir de
los conflictos que acaban teniendo que ser alimentadas por vía
intravenosa en una unidad de cuidados intensivos. Ésta es sin duda
la forma más segura de vegetar sin tener que molestarse. Los dientes
Los alimentos entran por la boca y en ella son triturados por los
dientes. Con los dientes mordemos y masticamos. Morder es un acto
muy agresivo, expresión de la capacidad de agarrar, sujetar y
atacar. El perro enseña los dientes para demostrar su peligrosa
agresividad; también nosotros decimos que vamos a «enseñar los
dientes» a alguien cuando estamos decididos a defendernos. Una mala
dentadura es indicio de que una persona tiene dificultad para
manifestar su agresividad.
Esta relación se mantiene, a pesar de que hoy en día casi todo el
mundo, incluso los niños, tiene caries. De todos modos, los síntomas
colectivos no hacen sino señalar problemas colectivos. En todas las
culturas socialmente desarrolladas de nuestra época, la agresividad
se ha convertido en un grave problema. Se exige al
ciudadano «adaptación social», lo que en realidad quiere decir:
«represión de la agresividad». Esta agresividad reprimida de nuestro
conciudadano, tan pacífico y socialmente adaptado, vuelve a salir a
la luz del día en forma de «enfermedades» y, a la postre, afecta
tanto a la comunidad social en esta forma pervertida como en su
forma original. Por ello, las clínicas son los modernos campos de
batalla de nuestra sociedad. Aquí la agresividad reprimida libra una
lucha sin cuartel contra sus poseedores. Aquí las personas sufren
los efectos de sus propias maldades que durante toda su vida no se
atrevieron a descubrir en sí mismas y a modificar conscientemente. A
nadie debe sorprender que, en la mayoría de cuadros clínicos, nos
tropecemos con la agresividad y la sexualidad. Son las dos
problemáticas que el individuo de nuestro tiempo reprime con más
fuerza. Quizás alguien argumentará que tanto la creciente
criminalidad y la proliferación de la violencia como la ola de
sexualidad desmiente nuestras palabras. A esto habría que responder
que tanto la falta como la explosión de la agresividad son síntomas
de represión. Una y otra no son sino fases distintas del mismo
proceso. Cuando, en lugar de reprimir la agresividad, se le deja una
parcela y se experimenta con esta energía, es posible integrar
conscientemente la parte agresiva de la personalidad. Una
agresividad integrada es energía y vitalidad al servicio de la
personalidad total, que no caerá en los extremos de la mansedumbre
empalagosa ni de las explosiones furibundas. Pero este término medio
tiene que cultivarse. Para ello debe ofrecerse al individuo la
posibilidad de madurar por la experiencia. La agresividad reprimida
sólo sirve para alimentar la sombra con la que habrá que lidiar
después, cuando se presente bajo la forma pervertida de la
enfermedad. Lo mismo puede decirse de la sexualidad y de todas las
demás funciones psíquicas. Volvamos a los dientes, que tanto en el
cuerpo del animal como en el del ser humano representan agresividad
y capacidad de dominio (abrirse paso a dentelladas). Generalmente,
suele atribuirse la magnífica dentadura de algunos pueblos
primitivos a la alimentación natural. Pero es que estos pueblos
tratan la agresividad de formas muy diferentes. De todos modos,
dejando aparte la problemática colectiva, el estado de los dientes
también es revelador a escala individual. Además de la ya mentada
agresividad, los dientes nos indican nuestra vitalidad (agresividad
y vitalidad son sólo dos aspectos de una misma fuerza, y no obstante
uno y otro concepto suscitan en nosotros asociaciones diferentes).
Veamos la expresión: «A caballo regalado no le mires el diente». El
refrán se refiere a la costumbre de mirar la boca al caballo que se
va a comprar, para calcular la edad y vitalidad del animal por el
estado de los dientes. La interpretación psicoanalítica de los
sueños atribuye al sueño de la caída de los dientes una pérdida de
energía y potencia. Hay personas que hacen rechinar los dientes
mientras duermen, algunas con tanta fuerza que hay que ponerles un
aparato en la boca para que no se los desgasten de tanto rechinar.
El simbolismo está claro. El rechinar de dientes es sinónimo
reconocido de agresividad impotente. El que durante el día no puede
ceder al deseo de morder, tiene que rechinar los dientes por la
noche hasta desgastarlos y dejarlos romos... El que tiene mala
dentadura carece de vitalidad, de la capacidad de hincarle el diente
a un problema. Por lo tanto, todo le resultará duro de roer. Los
anuncios de dentífricos describen el objetivo con las palabras
-«¡...dientes sanos y fuertes para morder mejor!». La «tercera
dentadura» permite simular una vitalidad y una energía de las que el
individuo carece. Esta prótesis, como todas, es un engaño. Puede
compararse a un aviso de «¡Cuidado con el perro!» que pusiera en la
verja del jardín el dueño de un perrito faldero. Una dentadura
postiza es sólo un «mordiente» comprado». Las encías son la base de
los dientes, su lecho. Las encías representan también la base de la
vitalidad y agresividad, confianza y seguridad en sí mismo. La
persona que carece de esta confianza y seguridad nunca conseguirá
afrontar sus problemas de forma activa y vital, nunca tendrá valor
para cascar las nueces duras ni militar activamente. La confianza es
lo que proporciona el necesario soporte a esta facultad, del mismo
modo que la encía soporta los dientes. Pero las encías sensibles que
sangran con facilidad no sirven para ello. La sangre es símbolo de
vida, y la encía sangrante nos indica cómo, a la menor contrariedad,
se le va la vida a la confianza y a la seguridad en sí mismo. Tragar
Una vez triturados los alimentos con los dientes, los ensalivamos y
los tragamos. Con el acto de tragar integramos, admitimos: tragar es
incorporar. Mientras tenemos algo en la boca podemos escupirlo. Una
vez lo hemos tragado, el proceso es difícilmente reversible. Los
trozos grandes son difíciles y hasta imposibles de tragar. A veces,
en la vida uno tiene que tragar algo contra su voluntad, por
ejemplo, un despido. Hay malas noticias que son difíciles de tragar.
Precisamente en estos casos, un poco de líquido puede facilitar la
operación, especialmente si se trata de un buen trago. Del
alcohólico se dice que traga mucho. Por lo general, el trago
alcohólico sirve para facilitar o, incluso, sustituir otros tragos.
Se traga alcohol porque en la vida hay otras cosas que uno no puede
ni quiere tragar. Así, el alcohólico sustituye la comida por la
bebida (beber mucho provoca pérdida del apetito), sustituye el trago
duro y sólido por el suave y líquido, el trago de la botella. Hay
numerosos trastornos de la deglución, por ejemplo, el nudo en la
garganta, o unas anginas, que producen la sensación de no poder
tragar. En estos casos, el afectado debe preguntarse: ¿Qué hay
actualmente en mi vida que yo no pueda o no quiera tragar? Entre
estos trastornos figura el de la «aerofagia», afección que impulsa a
tragar aire. Huelgan más explicaciones para descubrir lo que ocurre
en estos casos. Hay algo que uno no quiere tragar, no quiere
asimilar, pero disimula tragando aire. Esta resistencia encubierta
contra la deglución se manifiesta después con eructos y ventosidades
(literalmente: «pearse en algo»).
Náuseas y vómitos Una vez hemos tragado el alimento, éste puede
resultar indigesto, como si tuviéramos una piedra en el estómago.
Ahora bien, la piedra, al igual que el hueso de la fruta, es símbolo
de problema. Todos sabemos cómo puede bloquearnos el estómago y
quitarnos el apetito un problema. El apetito depende en gran medida
de la situación psíquica. Hay multitud de expresiones que señalan
esta analogía entre los procesos psíquicos y somáticos: Eso me ha
quitado el apetito, o: Sólo de pensarlo me da mareo. O también: Nada
más verlo se me revuelve el estómago. El mareo señala rechazo de
algo que, por lo tanto, se nos sienta en la boca del estómago.
También comer desordenada y atropelladamente puede producir mareo.
Ello no ocurre sólo en el plano físico sino que una persona también
puede tratar de embutir en su mente demasiadas cosas a la vez y
provocarse una indigestión. La náusea culmina en el vómito del
alimento. El individuo se libra de las cosas e impresiones que
rechaza, que no quiere asimilar. El vómito es una expresión
categórica de defensa y repudio. Así el pintor judío Max Liebermann
decía refiriéndose al estado de la política y del arte en Alemania
después de 1933: «¡No puedo comer todo lo que me gustaría vomitar!»
Vomitar es «no aceptar». Esta relación se expresa claramente en los
vómitos del embarazo. Aquí se expresa el rechazo inconsciente de la
criatura o del semen que la mujer no quiere «incorporar». Siguiendo
el razonamiento, los vómitos del embarazo también pueden expresar un
rechazo de la función femenina (la maternidad). El estómago El lugar
al que a continuación llega el alimento (no vomitado) es el
estómago, cuya primera función es la de servir de recipiente. Él
recibe todas las impresiones que vienen del exterior, lo que hay que
digerir. La capacidad de recibir exige apertura, pasividad y
capacidad de entrega. En virtud de estas propiedades, el estómago
representa el polo femenino. Mientras que el principio masculino
está caracterizado por la facultad de irradiar y por la actividad
(elemento fuego), el principio femenino engloba la capacidad de
aceptación, la abnegación, la sensibilidad y la facultad de recibir
y guardar (elemento agua). Lo que representa el elemento femenino en
el terreno psíquico es la sensibilidad, el mundo de la percepción.
Si un individuo reprime en la mente la capacidad de sentir, esta
función pasa al cuerpo, y el estómago, además de los alimentos,
tiene que admitir y digerir los sentimientos. En este caso, no es
que el amor pase por el estómago sino que sentimos un peso en el
estómago que más tarde o más temprano se manifestará como
adiposidad. Además de la facultad de recibir, en el estómago
hallamos otra función, correspondiente ésta al polo masculino:
producción de ácidos. Los ácidos atacan, corroen, descomponen: son
inequívocamente agresivos. Una persona que sufre un disgusto dirá:
Estoy amargado. Si la persona no consigue vencer este furor
conscientemente o transmutarlo en agresión y se traga el mal humor,
o traga bilis, su agresividad y su amargura se somatizan en ácidos
estomacales. El estómago reacciona produciendo un ácido agresivo con
el que pretende modificar y digerir unos sentimientos no materiales,
empresa difícil y molesta que nos recuerda que no es conveniente
tragarse el mal humor ni obligar al estómago a digerirlo. El ácido
jugo gástrico aumenta porque quiere imponerse. Pero esto acarrea
problemas al enfermo del estómago, que carece de la capacidad de
enfrentarse conscientemente con su mal humor y su agresividad, para
resolver de modo responsable conflictos y problemas. El enfermo del
estómago o no exterioriza su agresividad (se la traga) o demuestra
una agresividad exagerada, pero ni un extremo ni el otro le ayudan a
resolver el problema realmente, ya que carece de confianza y
seguridad en sí mismo, sentimiento indispensable para que el
individuo resuelva su problema, carencia a la que aludimos al tratar
del tema Dientes–Encías. Todo el mundo sabe que el alimento mal
masticado es difícilmente tolerable por un estómago excitado y con
exceso de ácidos. Pero la masticación es agresión. Y cuando falta
una buena masticación el estómago tiene que trabajar más y producir
más ácidos. El enfermo del estómago es una persona que rehuye
conflictos. Inconscientemente, añora la plácida niñez. Su estómago
pide papilla. Y el enfermo del estómago se alimenta de cosas que han
sido tamizadas por el pasapurés y que, por lo tanto, han demostrado
ser inofensivas. Puede haber grumos. Los problemas se han quedado en
el tamiz. El enfermo del estómago no tolera los alimentos crudos,
por bastos, primitivos y peligrosos. Antes de que él se atreva con
los alimentos, éstos tienen que ser sometidos al agresivo proceso de
la cocción. El pan integral es indigesto, porque aún contiene muchos
problemas. Todos los alimentos sabrosos, el alcohol, el café, la
nicotina y los dulces representan un estímulo excesivo para el
enfermo del estómago. La vida y la comida tienen que estar exentas
de desafíos. El ácido gástrico produce una sensación de opresión que
impide registrar nuevas impresiones.
La ingestión de medicamentos antiácidos suele provocar eructos, con
el consiguiente alivio, ya que eructar es una manifestación agresiva
hacia el exterior. Con esto uno ha hecho disminuir un poco la
presión. La terapia que suele aplicar la medicina académica (por
ejemplo, «Valium») refleja la misma relación: el medicamento
interrumpe químicamente la unión entre la mente y el sistema
vegetativo (llamado desacoplamiento psicovegetativo); paso que, en
casos graves, se realiza también quirúrgicamente extirpando al
enfermo de úlcera ciertas ramas nerviosas encargadas de la
producción de ácidos (vagotomía). En ambos tratamientos prescritos
por la medicina académica se corta la unión sentimiento–estómago, a
fin de que el estómago no
tenga que seguir digiriendo somáticamente los sentimientos. El
estómago es desconectado de los estímulos exteriores. La estrecha
relación existente entre la mente y la secreción gástrica es bien
conocida desde los experimentos de Pávlov. (Por el procedimiento de
hacer sonar una campana en el momento de poner la comida a los
perros, Pávlov consiguió crear en los animales un reflejo
condicionado, de manera que al cabo de algún tiempo bastaba el
sonido de la campana para desencadenar la secreción gástrica que
normalmente provoca la vista de la comida.) La actitud básica de
proyectar los sentimientos y la agresividad no hacia fuera sino
hacia dentro, contra uno mismo provoca finalmente la úlcera de
estómago. La úlcera es una llaga que se forma en la pared del
estómago. El enfermo de úlcera, en lugar de digerir las impresiones
del exterior, digiere el propio estómago. En rigor se trata de
autofágia. El enfermo de estómago tiene que aprender a tomar
conciencia de sus sentimientos, afrontar conscientemente los
conflictos y digerir conscientemente las impresiones. Además, el
paciente de úlcera debe admitir y reconocer sus deseos de
dependencia infantil, de la protección materna y el afán de ser
querido y mimado, incluso y precisamente cuando estos deseos estén
bien disimulados tras una fachada de independencia, autoridad y
aplomo. También aquí el estómago revela la verdad. TRASTORNOS
ESTOMACALES Y DIGESTIVOS Las personas aquejadas de trastornos
estomacales y digestivos deben hacerse las preguntas siguientes:
1. ¿Qué es lo que no puedo o no quiero tragar?
2. ¿Me consumo interiormente?
3. ¿Cómo llevo mis sentimientos?
4. ¿Qué me amarga?
5. ¿Cómo llevo mi agresividad?
6. ¿En qué medida huyo de los conflictos?
7. ¿Hay en mi una añoranza reprimida de un paraíso infantil sin
conflictos en el que se me quería y mimaba sin que yo tuviera que
abrirme paso a mordiscos?
Intestino delgado e intestino grueso En el intestino delgado se
produce la digestión propiamente dicha, mediante división en
componentes (análisis) y asimilación. Llama la atención el parecido
existente entre el intestino delgado y el cerebro. Ambos tienen una
misión similar: el cerebro digiere las impresiones en el plano
mental y el intestino digiere las sustancias materiales. Las
afecciones del intestino delgado suscitan la pregunta de si el
individuo no estará analizando demasiado, ya que la función
característica del intestino delgado es el análisis, la división, el
detalle. Las personas con afecciones del intestino delgado suelen
tender a un exceso de análisis y crítica, de todo tienen algo que
decir. El intestino delgado es también un buen indicador de las
angustias vitales; en el intestino delgado el alimento es valorado y
«aprovechado». En el fondo de la preocupación por la valoración está
la angustia vital, angustia de no recibir lo suficiente y morir de
hambre. Más raramente, los problemas del intestino delgado pueden
denotar también lo contrario: falta de capacidad de crítica. Éste es
el caso de las llamadas [Fettstuhlen] de la insuficiencia
pancreática. Uno de los síntomas que con más frecuencia se dan en la
zona del intestino delgado es la diarrea. Vulgarmente se dice: Tener
caca y también Ése de miedo se lo hace en los pantalones. Tener caca
significa tener miedo. En la diarrea tenemos la indicación de una
problemática de angustia. El que tiene miedo no se entretiene en
estudiar analíticamente las impresiones sino que las suelta sin
digerir. No hay más remedio. Uno se retira a un lugar tranquilo y
solitario donde puede dejar que las cosas sigan su curso. Con ello
se pierde mucho líquido, ese líquido símbolo de la flexibilidad que
sería necesaria para ampliar la angustiosa frontera del Yo y con
ello vencer el miedo. Ya hemos dicho que el miedo siempre está
asociado con lo estrecho y con el afán de aferrarse. La terapia del
miedo consiste siempre en: soltarse y expandirse, adquirir
flexibilidad, observar los acontecimientos: ¡dejarlo correr! El
tratamiento de la diarrea suele limitarse a administrar al enfermo
gran cantidad de líquidos. Con ello recibe simbólicamente esa
fluidez que necesita para ampliar sus horizontes, en los que
experimenta el miedo. La diarrea, ya sea crónica o aguda, nos indica
siempre que tenemos miedo y que tratamos de aferrarnos y nos enseña
a soltar y dejar correr. En el intestino grueso, la digestión ya ha
terminado. Aquí lo único que se hace es extraer el agua del resto de
los alimentos indigestibles. La afección más generalizada que se
produce en esta zona es el estreñimiento. Desde Freud, el
psicoanálisis interpreta la defecación como un acto de dar y
regalar. Para darnos cuenta de que simbólicamente la deposición
tiene algo que ver con el dinero basta recordar una expresión común
en Alemania de Geld–schieser (caga–dinero) y el cuento del asno de
oro que, en lugar de estiércol, defecaba monedas de oro.
Popularmente también se asocia el pisar deposiciones de perro con la
perspectiva de recibir una suma de dinero. Estas indicaciones deben
bastar para poner de manifiesto, sin recurrir a complicadas teorías,
la relación simbólica existente entre excremento y dinero o entre
defecar y dar. Estreñimiento es expresión de la resistencia a dar,
del afán de retener y está relacionado con la problemática de la
avaricia. En nuestra época el estreñimiento es un síntoma muy
extendido que padece la mayor parte de la gente. Indica claramente
un exagerado afán de aferrarse a lo material y la incapacidad de
ceder.
Pero al intestino grueso corresponde otro importante significado
simbólico. Si el intestino delgado se relaciona con el pensamiento
analítico consciente, el intestino grueso corresponde al
inconsciente, en el sentido literal, al «submundo». El inconsciente
es, desde el punto de vista mitológico, el reino de los muertos. El
intestino grueso es también un reino de los muertos, ya que en él se
encuentran las sustancias que no pueden ser convertidas en vida, es
el lugar en el que puede producirse la fermentación. La fermentación
es también un proceso de putrefacción y muerte. Si el intestino
grueso simboliza el inconsciente, el lado nocturno del cuerpo, el
excremento representa el contenido del inconsciente. Y ahora
reconocemos claramente el otro significado del estreñimiento: es el
miedo a dejar salir a la luz el contenido del inconsciente. Es la
tentativa de retener fondos reprimidos. Las impresiones espirituales
se acumulan y uno no consigue distanciarse de ellas. El paciente
estreñido, literalmente, no puede dejar nada tras sí. Por ello para
la psicoterapia es de gran utilidad desbloquear el contenido del
inconsciente haciendo que se manifieste, del mismo modo que se
desbloquea el atasco corporal. El estreñimiento nos indica que
tenemos dificultades para dar y soltar, que queremos retener tanto
las cosas materiales como el contenido del inconsciente y no
queremos que nada salga a la luz. Se llama colitis ulcerosa a una
inflamación del intestino grueso que se manifiesta en forma aguda y
tiende a hacerse crónica y produce dolores y frecuentes deposiciones
de mucosidades sanguinolentas. También aquí la voz popular demuestra
sus grandes conocimientos psicosomáticos: en alemán se llama
vulgarmente Schleimscheisser o Schleimer, es decir, «caga moco», al
individuo hipócrita, obsequioso y adulador capaz de todo por
congraciarse, incluso de sacrificar su personalidad, de renunciar a
su vida propia a fin de vivir la vida de otro en una especie de
unidad simbiótica. La sangre y la mucosidad son sustancias vitales,
símbolos de la vida. (Los mitos de numerosos pueblos primitivos
cuentan que la vida surgió del lodo o mucílago.) Sangre y moco
pierde el que teme asumir su propia vida y su propia personalidad.
Vivir la propia vida, empero, exige distanciarse del otro, lo cual
provoca cierta soledad (pérdida de la simbiosis). De esto tiene
miedo el que padece colitis. De miedo suda sangre y agua por el
intestino. Por el intestino (= el inconsciente) ofrece en sacrificio
los símbolos de su propia vida: sangre y moco. Sólo puede ayudarle
reconocer que cada cual ha de vivir su propia vida de forma
responsable, porque, si no, la pierde. El páncreas El páncreas forma
parte del aparato digestivo y tiene dos funciones principales: la
exocrina, que consiste en la producción de los jugos gástricos
esenciales, de carácter eminentemente agresivo, y la endocrina.
Mediante la función endocrina, el páncreas produce la insulina. El
déficit de producción de estas células da lugar a una afección muy
frecuente: la diabetes (azúcar en la sangre). La palabra diabetes se
deriva del verbo griego diabainain, que significa echar o pasar a
través. En un principio, en Alemania, se llamó a esta enfermedad
Zuckerharnruhr, es decir, literalmente, diarrea de azúcar. Si
recordamos el simbolismo de la alimentación expuesto al principio de
este capítulo, podemos traducir libremente la diarrea de azúcar por
diarrea del amor. El diabético (por falta de insulina) no puede
asimilar el azúcar contenido en los alimentos; el azúcar escapa de
su cuerpo con la orina. Sólo sustituyendo la palabra azúcar por la
palabra amor habremos expuesto con claridad el problema del
diabético. Las cosas dulces no son sino sucedáneo de otras dulzuras.
Detrás del deseo del diabético de saborear cosas dulces y su
incapacidad para asimilar el azúcar y almacenarlo en las propias
células está el afán no reconocido de la realización amorosa, unido
a la incapacidad de aceptar el amor, de abrirse a él. El diabético
—y esto es significativo— tiene que alimentarse de «sucedáneos»:
sucedáneos para satisfacer unos deseos auténticos. La diabetes
produce la hiperacidulación o avinagramiento de todo el cuerpo y
puede provocar incluso un coma. Ya conocemos estos ácidos, símbolo
de la agresividad. Una y otra vez, nos encontramos con esta
polaridad de amor y agresividad, de azúcar y ácido (en mitología:
Venus y Marte). El cuerpo nos enseña: el que no ama se agria; o,
formulado más claramente: el que no sabe disfrutar se hace
insoportable. Sólo puede recibir amor el que es capaz de darlo: el
diabético da amor sólo en forma de azúcar en la orina. El que no se
deja impregnar no retiene el azúcar. El diabético quiere amor (cosas
dulces), pero no se atreve a buscarlo activamente («¡A mí lo dulce
no me conviene!»). Pero lo desea («¡Qué más quisiera, pero no
puedo!»). No puede recibir, puesto que no aprendió a dar, y por lo
tanto no retiene el amor en el cuerpo: no asimila el azúcar y tiene
que expulsarlo. ¡Cualquiera no se amarga! El hígado No es fácil
examinar el hígado, órgano encargado de múltiples funciones. Es uno
de los más grandes del ser humano y el principal del metabolismo
intermediario, o —expresado gráficamente— el laboratorio de la
persona. Repasemos de forma esquemática sus funciones más
importantes: 1. Almacenamiento de energía: el hígado produce
glucógeno (fuerza) y lo almacena (unas quinientas kilocalorías).
Además, transforma en grasa los hidratos de carbono ingeridos, los
cuales son almacenados en los depósitos distribuidos por el cuerpo.
2. Producción de energía: con los aminoácidos y grasas ingeridos con
la alimentación, el hígado produce glucosa (= energía). Las grasas
van al hígado donde son utilizadas en la combustión, para la
obtención de energía.
3. Metabolismo de la albúmina: el hígado puede tanto desintegrar los
aminoácidos como sintetizarlos. Por ello, el hígado es el elemento
de unión entre la albúmina (proteína) del reino animal y vegetal
procedente de los alimentos y la del ser humano. La albúmina de cada
especie es totalmente individual, pero los elementos
que la componen, los aminoácidos, son universales (ejemplo: casas
diferentes [albúmina] construidas con idénticos ladrillos
[aminoácidos]). Las diferencias entre la albúmina de los vegetales,
los animales y los humanos consisten en la ordenación de los
aminoácidos; el orden de los aminoácidos está codificado en el ADN.
4. Desintoxicación: las toxinas, tanto las del cuerpo como las
ajenas a él, son desactivadas e hidrolizadas en el hígado, para
poder ser eliminadas por la vesícula o los riñones. También la
bilirrubina (producto de la desintegración de la hemoglobina, el
colorante de la sangre) debe ser transformada en el hígado para
poder ser eliminada. La perturbación de este proceso produce la
ictericia. Finalmente, el hígado sintetiza la urea, que es eliminada
por los riñones. Hasta aquí, una rápida ojeada a las funciones más
importantes del polifacético hígado. Empecemos nuestra
interpretación simbólica por el punto citado en último lugar: la
desintoxicación. La capacidad del hígado para desintoxicar presupone
la facultad de diferenciación y valoración, porque quien no puede
diferenciar lo que es tóxico de lo que no lo es, no puede
desintoxicar. Los trastornos y afecciones del hígado, por lo tanto,
denotan problemas de valoración, es decir, señalan una clasificación
errónea de lo que es beneficioso y lo que es perjudicial (¿alimento
o veneno?). Es decir, mientras la valoración de lo que es tolerable
y cuanto se puede procesar y digerir se efectúa correctamente, nunca
se producen excesos. Y son los excesos los que hacen enfermar al
hígado: exceso de grasas, exceso de comida, exceso de alcohol,
exceso de drogas, etc. Un hígado enfermo indica que el individuo
ingiere con exceso algo que supera su capacidad de proceso, denota
inmoderación, exageradas ansias de expansión e ideales demasiado
ambiciosos. El hígado es el proveedor de energía. El enfermo del
hígado pierde esta energía y vitalidad: pierde su potencia, pierde
el apetito. Pierde el ánimo para todo aquello que tenga que ver con
las manifestaciones vitales, y así el mismo síntoma corrige y
compensa el problema, creado por el exceso. Es la reacción del
cuerpo a la incontinencia y a la megalomanía y exhorta a la
moderación. Al dejar de formarse coagulante, la sangre —savia vital—
se hace muy fluida y se le escurre al paciente. Por la enfermedad,
el paciente aprende moderación, sosiego, continencia y abstinencia
(sexo, comida y bebida), proceso que ilustra claramente la
hepatitis. Por otra parte, el hígado tiene una marcada relación
simbólica con el terreno filosófico y religioso, afinidad quizá
difícil de apreciar para muchos. Recordemos la síntesis de la
albúmina. La albúmina es la piedra angular de la vida. Se compone de
aminoácidos. El hígado produce la albúmina humana, a partir de la
albúmina animal y vegetal contenida en la alimentación, cambiando el
orden de los aminoácidos (esquema). En otras palabras: el hígado,
conservando los componentes (aminoácidos), modifica la estructura
espacial, con lo que determina un salto cualitativo, es decir, un
salto evolutivo desde el reino vegetal y animal al humano: pero, al
mismo tiempo, se mantiene la identidad de los componentes,
asegurando así la unión con el origen. La síntesis de la albúmina
es, a escala microcósmica, un proceso equivalente a lo que en el
macrocosmos se llama evolución. Mediante modificación del modelo con
los elementos originales, se crea la infinita diversidad de las
formas. En virtud de la homogeneidad del «material», todo permanece
ligado entre sí, por lo cual los sabios enseñan que todo está en uno
y uno está en todo (pars pro toto). Otra forma de expresión de esta
idea es religio, literalmente «religazón». La religión busca la
reunión con el principio, con el punto de partida, con el Todo y el
Uno, y lo encuentra, porque la pluralidad que nos separa de la
unidad no es, en definitiva, más que la ilusión (maja), nacida del
juego de la distinta ordenación de unas mismas esencias. Por ello
sólo puede hallar el camino del origen aquel que no se deja engañar
por la ilusión de las formas. La pluralidad y la unidad: en este
campo de tensión actúa el hígado. ENFERMEDADES HEPÁTICAS El enfermo
del hígado debe plantearse las siguientes preguntas:
1. ¿En qué órdenes he perdido la facultad de valorar con precisión?
2. ¿Cuándo soy incapaz de distinguir entre lo que puedo asimilar y
lo que es «tóxico» para mí?
3. ¿Cuándo he sido incapaz de moderarme, cuándo he tratado de volar
demasiado alto (megalomanía), cuándo «me he pasado»?
4. ¿Me preocupo del tema de mi «religión», mi religazón, con el
origen, o acaso la multiplicidad me impide ver la unidad? ¿Ocupan en
mi vida los temas filosóficos una parcela muy pequeña?
5. ¿Me falta confianza?
La vesícula biliar La vesícula almacena la bilis producida por el
hígado. Pero con frecuencia los conductos biliares están obstruidos
por cálculos y la bilis no puede llegar a la digestión. La bilis es
símbolo de agresividad, tal como nos dice el lenguaje corriente.
Decimos: Ese viene escupiendo bilis, y el «colérico» es así llamado
a causa de la biliosa agresividad que almacena.
Llama la atención que los cálculos biliares sean más frecuentes
entre las mujeres, mientras que entre los hombres se den más a
menudo los de riñón, como corresponde al polo opuesto. Más aún, los
cálculos biliares son más frecuentes entre las mujeres casadas y con
hijos que entre las solteras. Estas observaciones estadísticas quizá
puedan facilitar nuestra interpretación. La energía quiere fluir. Si
se obstaculiza el flujo, se
produjo una acumulación. Si la acumulación se mantiene durante mucho
tiempo, la energía tiende a solidificarse. Las sedimentaciones y
concreciones que se producen en el cuerpo humano siempre son
manifestación de energía coagulada. Los cálculos biliares son
agresividad petrificada. (Energía y agresividad son conceptos casi
idénticos. Hay que señalar que nosotros no atribuimos una valoración
negativa a palabras tales como agresividad: la agresividad nos es
tan necesaria como la bilis o los dientes.) Por ello, no es de
extrañar la gran incidencia de los cálculos biliares en las madres
de familia. Estas mujeres sienten su familia como una estructura que
les impide dar libre curso a su energía y agresividad. Las
situaciones familiares se viven como una coerción de la que la mujer
no se atreve a librarse: las energías se coagulan y petrifican. Con
el cólico, el paciente es obligado a hacer todo aquello que hasta
ahora no se atrevió a hacer: con las convulsiones y los gritos se
libera mucha energía reprimida. ¡La enfermedad da sinceridad! La
anorexia nerviosa Vamos a cerrar el capítulo sobre la digestión con
una enfermedad típicamente psicosomática que extrae su encanto de la
combinación de peligrosidad y originalidad (de todos modos, causa la
muerte de un veinte por ciento de las pacientes): la anorexia. En
esta enfermedad se manifiestan con especial claridad la paradoja y
la ironía que entraña toda enfermedad: una persona se niega a comer
porque no tiene apetito, y se muere sin llegar a sentirse enferma.
¡Es fabuloso! A los familiares y los médicos de estos pacientes les
cuesta trabajo mostrarse tan fabulosos. En la mayoría de casos, se
esfuerzan con ahínco en convencer al afectado de las ventajas de la
alimentación y de la vida, llevando su amor al prójimo hasta la
intubación. (Quien sea incapaz de apreciar la comicidad del caso
debe de ser un mal espectador del gran teatro del mundo.) La
anorexia se da casi exclusivamente entre las mujeres. Es una
enfermedad típicamente femenina. Las pacientes, la mayoría en la
pubertad, se distinguen por sus peculiares hábitos de alimentación o
de «desnutrición»: se niegan a ingerir alimentos, actitud motivada
—consciente o inconscientemente— por el afán de estar delgadas. De
todos modos, a veces, esta rotunda negativa a comer se trueca en
todo lo contrario: cuando están solas y saben que nadie puede
verlas, engullen enormes cantidades de alimentos. Son capaces de
vaciar el frigorífico por la noche, comiendo todo lo que encuentran.
Pero no quieren retener el alimento dentro del cuerpo y se provocan
el vómito. Ponen en práctica todas las estratagemas imaginables para
engañar a su preocupada familia acerca de sus hábitos. Suele ser muy
difícil averiguar lo que una paciente come en realidad y lo que deja
de comer, cuándo sacia su hambre canina y cuándo no. Cuando comen,
prefieren cosas que casi no pueden considerarse «comida»: limones,
manzanas verdes, ensaladas ácidas, es decir, cosas con pocas
calorías y escaso valor alimenticio. Además, estas pacientes suelen
tomar laxantes, a fin de librarse cuanto antes de lo poco que comen.
Tienen también mucha necesidad de movimiento. Dan largos pasos y
carreras para quemar una grasa que no han ingerido, lo cual, dado la
debilidad general de las pacientes, es realmente asombroso. Llama la
atención el altruismo de las anoréxicas que las hace cocinar con
primor para los demás. No les importa guisar, servir y ver comer a
los demás, con tal de que no las obliguen a acompañarles. Por lo
demás, gustan de la soledad. Muchas anorexicas o no menstruan o
tienen problemas con la regla. Repasando los síntomas, detrás de
esta patología encontramos afán de ascetismo. En el fondo está el
antiguo conflicto entre espíritu y materia, arriba y abajo, pureza e
instinto. La comida alimenta el cuerpo, es decir, el reino de las
formas. La negativa a comer es la negación de la fisiología. El
ideal del anoréxico es la pureza y la espiritualidad. Desea librarse
de todo lo grosero y corporal, escapar de la sexualidad y del
instinto. El objetivo es la castidad y la condición asexuada. Para
conseguirlo, hay que estar lo más delgada posible, porque si no,
aparecerían en el cuerpo unas curvas reveladoras de su feminidad. Y
ella no quiere ser mujer. No sólo se tiene miedo a las curvas por
ser femeninas, es que, además, un vientre abultado recuerda la
posibilidad del embarazo. El repudio de la propia feminidad y de la
sexualidad se manifiesta, también, en la falta de la regla. El ideal
supremo de la anoréxica es la desmaterialización. Hay que apartarse
de todo lo que tiene que ver con lo bajo y material. Desde la
perspectiva de semejante ideal de ascetismo, el anoréxico no se
considera enfermo ni admite medidas terapéuticas dirigidas
únicamente al cuerpo, ya que precisamente del cuerpo quiere
apartarse. En el hospital, burla la alimentación forzada
escamoteando con habilidad, por medios cada vez más refinados, todos
los alimentos que se le dan. Rechaza toda ayuda y persigue
denodadamente su ideal de dejar tras de sí todo lo corporal, en aras
de la espiritualidad. La muerte no se considera amenaza, ya que es
precisamente lo que está vivo lo que tanta angustia provoca. Todo lo
redondo, suave, femenino, fértil, instintivo y sexual inspira temor;
se tiene miedo a la proximidad y el calor. Por ello, las personas
que sufren anorexia nerviosa no suelen comer con otras personas.
Reunirse alrededor de una mesa para comer juntos es, en todas las
culturas, un ritual antiquísimo que fomenta cálida cordialidad y
compenetración. Pero precisamente esta compenetración es lo que da
miedo a la anoréxica.
Este miedo es alimentado desde la sombra de la paciente, sombra en
la que, anhelantes, esperan realizarse los temas que la paciente
rehuye con tanto empeño en su vida consciente. La enferma tiene
hambre de vida pero, por temor a ser arrastrada por ella, trata de
desterrarla por medio del síntoma. De vez en cuando, el hambre
reprimida y combatida se impone mediante un acceso de gula. Y devora
a escondidas. Después, este «desliz» será neutralizado con el vómito
provocado. Por lo tanto, la enferma no encuentra el punto intermedio
en su conflicto entre la gula y el ascetismo, entre el hambre y el
ayuno, entre el egocentrismo y la
abnegación. Detrás del altruismo encontramos siempre un egocentrismo
disimulado que se aprecia enseguida en el trato con estas pacientes.
Uno ansía atención y la consigue por medio de la enfermedad. El que
se niega a comer esgrime un poder insospechado sobre los demás que,
angustiados y desesperados, creen su deber obligarle a comer y
seguir viviendo. Con este truco, ya los niños pequeños pueden meter
a toda la familia en un puño. Al que padece anorexia nerviosa no se
le puede ayudar con la alimentación forzada sino, a lo sumo,
tratando de hacer que sea sincero consigo mismo. La paciente tiene
que aprender a aceptar su ansia de amor y de sexo, su egocentrismo,
su feminidad, sus instintos y su carnalidad. Debe comprender que no
podemos superar lo terreno combatiéndolo ni reprimiéndolo sino que
únicamente podemos transmutarlo integrándolo y viviéndolo. Muchas
personas pueden sacar enseñanzas del cuadro patológico de la
anorexia. No son sólo estos enfermos los que, con una filosofía
exigente, tratan de reprimir los deseos del cuerpo, generadores de
ansiedad, y de llevar una vida pura y espiritual. Estas personas
pasan por alto con facilidad que el ascetismo suele proyectar una
sombra, y la sombra se llama deseo.
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