X. CORAZÓN Y CIRCULACIÓN

Presión baja = presión alta

(Hipotensión = hipertensión)

La sangre simboliza la vida. La sangre es el sustentador material de la vida y expresión de la individualidad. La sangre es «un jugo muy especial», es el jugo de la vida. Cada gota de sangre contiene a todo el individuo, de ahí la gran importancia de la sangre en la magia.

 

Por eso los Pendler utilizan una gota de sangre como Mumia.

 

Por eso basta una gota de sangre para hacer un diagnóstico completo. La presión sanguínea es expresión de la dinámica del ser humano. Se deriva de la interacción del fluido sanguíneo y las paredes de los vasos que lo contienen. Al considerar la presión sanguínea, no debemos perder de vista estos dos componentes antagónicos: por un lado, el líquido que corre y, por el otro, las paredes de los vasos que los contienen.

 

Si la sangre refleja el ser, las paredes de los vasos representan las fronteras a las que se orienta el desarrollo de la personalidad, y la resistencia que se opone al desarrollo. Una persona con la presión sanguínea baja (hipotenso) no desafía en absoluto estas fronteras. No trata de cruzarlas sino que rehúye toda resistencia: nunca va hasta el límite. Si tropieza con un conflicto, se retira rápidamente, y así se retira también la sangre, hasta que la persona se desmaya.

 

Por lo tanto, este individuo renuncia a todo poder (¡aparentemente!); él y su sangre se retiran y dimiten de su responsabilidad.

 

Por el desmayo, el individuo pierde el conocimiento, se retira hacia lo desconocido y se desentiende de los problemas: se ausenta. La clásica escena de opereta: una señora es sorprendida por su esposo en una situación comprometida, ella se desmaya y todos los presentes se afanan por hacerle recobrar el conocimiento, salpicándola de agua, dándole aire y haciéndole oler sales, porque, ¿qué objeto puede tener el más bello de los conflictos si el protagonista se retira a otro plano renunciando bruscamente a cualquier responsabilidad?

 

El hipotenso, literalmente, se evade, por falta de ánimo y de valor. Se desentiende de todo desafío, y los que están a su alrededor le sostienen las piernas en alto, para que la sangre afluya a la cabeza, centro de poder, y él recupere el conocimiento y pueda asumir su responsabilidad. La sexualidad es uno de los temas que el hipotenso rehúye, pues la sexualidad depende en gran medida de la presión sanguínea.

En el hipotenso solemos encontrar también el cuadro de la anemia cuya forma más frecuente consiste en falta de hierro en la sangre. Ello perturba la transformación de la energía cósmica (prana) que absorbemos con cada aspiración en energía corporal (sangre). La anemia indica la negativa a absorber la parte de energía vital que a uno le corresponde y convertirla en poder de acción.

 

También en este caso se utiliza la enfermedad como pretexto por la propia pasividad. Falta la presión necesaria. Todas las medidas terapéuticas indicadas para el aumento de la presión están relacionadas con el desarrollo de energía, lo cual es en sí bastante revelador, y sólo actúan mientras son aplicadas: fricciones, hidromasaje, movimiento, gimnasia y curas de Kneipp.

 

Aumentan la presión sanguínea porque uno hace algo y con ello transforma energía en fuerza. Su utilidad acaba en el momento en que uno interrumpe los ejercicios. El éxito permanente sólo puede conseguirse mediante la modificación de la actitud interior. El polo opuesto es la presión muy alta (hipertensión). Por experimentos realizados, se sabe que la aceleración del pulso y el aumento de la presión sanguínea no se producen únicamente como resultado de un incremento del esfuerzo corporal sino ya con la sola idea.

 

La presión sanguínea de una persona también aumenta cuando, por ejemplo, en una conversación se plantea un conflicto que le afecta, pero vuelve a bajar cuando la persona habla del problema, es decir, lo traslada al terreno verbal. Este conocimiento, obtenido experimentalmente, es una buena base para comprender los resortes de la hipertensión.

 

Cuando, por la constante imaginación de una acción, la circulación se acelera sin que esta acción llegue a transformarse en actividad, es decir, se descargue, se produce una «presión permanente». En este caso, el individuo es sometido por la imaginación a una excitación constante, y el sistema circulatorio mantiene esta excitación, con la esperanza de poder transformarla en acción. Si esto no se produce, el individuo permanece sometido a presión.

 

Pero, y para nosotros esto es aún más importante, lo mismo ocurre en el plano de la acción en sí. Puesto que sabemos que el solo tema del conflicto produce un aumento de la presión y que, cuando hemos hablado de él, la presión vuelve a bajar, es evidente que el hipertenso se mantiene constantemente al borde del conflicto, pero sin aportar una solución. Tiene un conflicto, pero no lo afronta.

 

El aumento de la presión sanguínea es una reacción fisiológica justificada: el organismo suministra más energía, a fin de que podamos acometer con vigor las tareas necesarias para resolver conflictos inminentes. Si esto se realiza, el exceso de energía es consumido y la presión vuelve a situarse al nivel normal. Pero el hipertenso no resuelve sus conflictos, por lo que no consume la sobrepresión.

 

Por el contrario, se refugia en la actuación externa y, con un derroche de actividad en el mundo exterior, trata de distraerse a sí mismo y a los demás de la invitación a afrontar el conflicto. Hemos visto que tanto el que tiene la tensión muy baja como el que la tiene muy alta rehuyen los conflictos, aunque con tácticas diferentes: mientras el primero se retira al inconsciente, el segundo se aturde a sí mismo y al entorno con un derroche de actividad y dinamismo. Por consiguiente, lo normal es que la tensión baja se dé con más frecuencia en las mujeres y la tensión alta en los hombres.

 

Además, la hipertensión es indicio de agresividad reprimida. La hostilidad permanece encallada en la idea, y la energía aportada no es descargada mediante la acción. El individuo llama a esta actitud autodominio. El impulso agresivo provoca un aumento de presión y de autodominio, la contracción de los vasos. Así el individuo puede mantener la presión controlada.

 

La presión de la sangre y la contrapresión de las paredes de los vasos provocan la sobrepresión. Después veremos cómo esta actitud de agresividad reprimida conduce directamente al infarto. Existe también la hipertensión de la vejez, provocada por la calcificación de los vasos. El sistema vascular tiene por objeto la conducción y la comunicación.

 

Con la edad, se pierde flexibilidad y elasticidad, la comunicación se entorpece y la presión aumenta.
 


El corazón

El palpitar del corazón es un proceso relativamente autónomo que, sin una técnica determinada (por ejemplo, biofeedback), se sustrae a la voluntad. Este ritmo sinusal es expresión de una rigurosa norma del cuerpo. El ritmo cardíaco imita el ritmo respiratorio, el cual sí es susceptible de alteración voluntaria.

 

El palpitar del corazón lleva un ritmo rigurosamente ordenado y armónico. Cuando, por las llamadas arritmias, el corazón se encalla momentáneamente o se desboca, ello manifiesta una perturbación del orden y el desfase respecto al esquema normal. Si repasamos algunas de las muchas frases hechas en las que se habla del corazón, veremos que siempre se refieren a situaciones emotivas.

 

Una emoción es algo que el individuo saca de sí, un movimiento de dentro afuera (latín emovere = mover hacia fuera).

 

Decimos: El corazón me salta de alegría = del susto, me ha dado un vuelco el corazón = se me sale del pecho = lo noto en la garganta = se me oprime el corazón. Si una persona carece de esta parte emotiva, independiente del entendimiento, nos parece que no tiene corazón.

 

Si dos personas están bien compenetradas decimos que sus corazones laten al unísono. En todas estas imágenes, el corazón es símbolo de un centro del individuo que no está regido ni por el intelecto ni por la voluntad. Pero el corazón no es sólo un centro, sino el centro del cuerpo; está aproximadamente en el centro, ligeramente ladeado hacia la izquierda, el lado de los sentimientos (correspondiente al hemisferio cerebral derecho). Está exactamente en el lugar que uno toca cuando se señala a sí mismo.

 

El sentimiento y, más aún, el amor están íntimamente unidos al corazón, como nos indican ya las frases hechas. El que lleva a los niños en el corazón es que los quiere. Cuando se encierra a una persona en el corazón es que uno se abre a ella. Tiene gran corazón la persona que es abierta y expansiva, todo lo contrario del individuo de corazón mezquino, que no conoce sentimientos cordiales, que tiene el corazón duro. Ése nunca dejaría que nadie le robara el corazón y por eso en nada pone el corazón. El blando de corazón, por el contrario, se arriesga a amar con todo el corazón, infinitamente.

 

Estos sentimientos apuntan a la superación de la polaridad que para todo necesita unos límites y un fin. Ambas posibilidades las encontramos simbolizadas en el corazón. Nuestro corazón anatómico está dividido interiormente, y el «latido» es bitonal. Con el nacimiento del individuo y su entrada en la polaridad, consumada con la primera inspiración de aire, se cierra la divisoria del corazón con un movimiento reflejo y lo que era una gran cámara y un sistema circulatorio se convierte súbitamente en dos, lo cual el recién nacido suele acusar con llanto.

 

Por otra parte, la representación esquemática del símbolo del corazón —tal como lo pintaría espontáneamente un niño— se compone de dos cámaras redondas que terminan en un vértice. De la dualidad surge la unidad. A esto nos referimos al decir que la madre lleva al niño debajo del corazón. Anatómicamente, la expresión no tiene sentido: aquí el corazón se considera símbolo del amor, y no importa que la anatomía lo sitúe en la parte superior del cuerpo cuando el niño se está formando más abajo. También podría decirse que el ser humano tiene dos centros, uno arriba y otro abajo: cabeza y corazón, entendimiento y sentimiento. De una persona completa esperamos que disponga de ambas funciones y que las tenga en armónico equilibrio.

 

El individuo puramente cerebral resulta incompleto y frío. El que sólo se rige por un sentimiento resulta con frecuencia imprevisible y atolondrado. Sólo cuando ambas funciones se complementan y enriquecen mutuamente, el individuo se nos aparece redondo.

 

Las múltiples expresiones en las que se invoca el corazón indican que lo que hace perder al corazón su ritmo habitual y mesurado es siempre una emoción, que tanto puede ser el miedo que dispara el corazón o lo paraliza, como alegría o amor, las cuales aceleran de tal modo los latidos que uno los siente en la garganta. Lo mismo ocurre con las perturbaciones patológicas del ritmo cardíaco.

 

Sólo que aquí la emoción que las provoca no se advierte. Y éste es el problema: las perturbaciones afectan a las personas que no se dejan desviar de su camino por «simples emociones». Y el corazón se altera porque el ser humano no se atreve a dejarse alterar por las emociones. El individuo se aferra a la razón y a la norma y no está dispuesto a dejarse gobernar por los sentimientos.

 

No quiere romper la rutina de la vida por las acometidas de la emoción. Pues bien, en estos casos la emoción pasa al terreno somático y uno empieza a padecer trastornos cardíacos y tiene que auscultar su corazón literalmente. Normalmente, no percibimos los latidos del corazón: sólo una emoción o una enfermedad nos hacen sentirlos.

 

No percibimos los latidos del corazón más que cuando algo nos excita o cuando algo se altera. Aquí tenemos la clave para la comprensión de todos los síntomas cardíacos: son síntomas que obligan al individuo a escuchar su corazón. Los enfermos cardíacos son personas que sólo quieren escuchar a la cabeza y dejan en su vida muy poco espacio al corazón. Esto se aprecia especialmente en el cardiófobo.

 

Se llama cardiofobia (o neurosis cardíaca) a una angustia, sin fundamento físico, por el funcionamiento del propio corazón, que induce a una observación enfermiza del corazón. El miedo al ataque al corazón es tan fuerte en el cardioneurótico que éste no tiene inconveniente en cambiar totalmente de vida. Si buscamos el simbolismo de este comportamiento, apreciaremos una vez más la sabiduría y la ironía con las que actúa la enfermedad: el que sólo quería regirse por el cerebro, es obligado a vigilar constantemente su corazón y supeditar su vida a las necesidades del corazón.

 

Tiene tanto miedo de que su corazón un día se pare —miedo, por otra parte, totalmente justificado— que vive pendiente de él y lo sitúa en el centro de su mente. ¿No tiene gracia?

Lo que en el neurocardíaco se opera en el plano mental, en la angina de pecho ya ha pasado al cuerpo. Los vasos que llevan la sangre al corazón se han endurecido y estrechado y el corazón no recibe suficiente alimento.

 

Aquí no hay mucho que explicar, pues todo el mundo sabe lo que significa un corazón duro o un corazón de piedra. Angina equivale a angostura, y angina de pecho, por lo tanto, es estrechez de corazón. Mientras que el cardioneurótico experimenta esta estrechez en forma de ansiedad, en el enfermo de angina pectoris esta estrechez se ha concretado.

 

La terapia aplicada por la medicina académica en estos casos tiene un simbolismo original. Se administra al enfermo cápsulas de nitroglicerina (por ejemplo, «Cafinitrina»), es decir, material explosivo. De este modo se dilatan las estrecheces, a fin de volver a hacer sitio para el corazón en la vida del enfermo. Los enfermos cardíacos temen por su corazón, ¡y con razón! Pero muchos no entienden la invitación.

 

Cuando el miedo al sentimiento crece de tal modo que uno sólo se fía de la norma absoluta, la solución es hacerse colocar un marcapasos. Y así el ritmo vivo se sustituye por un marcador de compás (¡el compás es al ritmo lo que lo muerto es a lo vivo!). Lo que antes hacía el sentimiento lo hace ahora un aparato. Pero, si bien uno pierde la flexibilidad y capacidad de adaptación del ritmo cardíaco, ya no ha de temer los brincos de un corazón vivo. El que tiene un corazón «estrecho» es víctima de las fuerzas del Yo y de sus ansias de poder.

 

Todo el mundo sabe que la hipertensión favorece el infarto de miocardio. Ya hemos visto que el hipertenso es un individuo que tiene agresividad pero la reprime por medio del autodominio. Esta acumulación de energía se descarga por el infarto de miocardio: le rompe el corazón. El ataque al corazón es la suma de todos los ataques no lanzados. En el infarto, el individuo comprueba la verdad de que la sobrevaloración de las fuerzas del Yo y el dominio de la voluntad nos aísla de la corriente de la vida.

 

¡Sólo un corazón duro puede quebrarse!

 

 

ENFERMEDADES CARDÍACAS

En los trastornos y afecciones cardíacas debería buscarse la respuesta a las siguientes preguntas:

1. ¿Tengo la cabeza y el corazón, el entendimiento y el sentimiento en un equilibrio armónico?
2. ¿Dejo a mis sentimientos espacio suficiente y me atrevo a exteriorizarlos?
3. ¿Vivo y amo con todo el corazón o sólo con la mitad?
4. ¿Mi vida es animada por un ritmo vivo o trato de forzarle un compás rígido?
5. ¿Hay aún en mi vida combustible y explosivo?
6. ¿Ausculto mi corazón?

 

Debilidad de los tejidos conjuntivos = Varices = Trombosis

El tejido conjuntivo (mesénquima) une todas las células específicas, las sostiene y une los diferentes órganos y unidades funcionales para formar un todo mayor que nosotros conocemos como figura. Un tejido conjuntivo débil indica falta de firmeza, tendencia a ceder y falta de elasticidad interna. Por regla general, se trata de personas muy susceptibles y rencorosas.

 

Esta característica se manifiesta en el cuerpo por los hematomas que producen en estas personas los más leves golpes. La debilidad del tejido conjuntivo favorece la formación de las varices. Éstas se deben a la acumulación, en las venas superiores de las piernas, de la sangre, que no retorna debidamente al corazón. Ello da preponderancia a la circulación en el polo inferior del ser humano y muestra la estrecha vinculación de una persona a la tierra.

 

También denota cierta apatía y pesadez. A estas personas les falta elasticidad. En general, todo lo que hemos dicho en relación con la anemia y la hipotensión puede aplicarse a este síntoma. Se llama trombosis a la obstrucción de una vena por un coágulo. El peligro de la trombosis consiste en que el coágulo se suelte, pase al pulmón y allí produzca una embolia.

 

El problema que hay detrás de este síntoma es fácil de reconocer. La sangre, que debería ser fluida, se espesa, se coagula y no circula bien. La fluidez exige siempre capacidad de transformación. En la misma medida en que deja de transformarse una persona, se manifiestan en su cuerpo síntomas de estrangulamiento o bloqueo de la circulación. La movilidad externa exige movilidad interna.

 

Si el individuo se hace premioso en el orden mental, si sus opiniones se hacen lema y sentencia inflexible, también en lo corporal se condensará y solidificará lo que debe ser fluido. Es sabido que la inmovilización en la cama hace aumentar el peligro de trombosis.

 

La inmovilización indica claramente que ya no se vive el polo del movimiento. «Todo fluye», dijo Heráclito. En una forma de existencia polar, la vida se manifiesta como movimiento y cambio. Todo intento de aferrarse a un único polo conduce a la parálisis y la muerte. Lo inmutable, lo eterno, no lo encontraremos sino más allá de la polaridad.

 

Para llegar allí, tenemos que someternos al cambio, porque sólo él nos llevará hasta lo inmutable.

 

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XI. EL APARATO LOCOMOTOR Y LOS NERVIOS

Cuando hablamos de la postura de una persona, por esta sola palabra no está claro si nos referimos a lo corporal o a lo moral. De todos modos, esta ambivalencia semántica no da lugar a confusión, puesto que la postura exterior es reflejo de la interior. Lo interno siempre se refleja en lo externo. Así hablamos, por ejemplo, de una persona recta, casi siempre sin darnos cuenta que la palabra rectitud describe una postura corporal que ha tenido importancia capital en la Historia de la Humanidad.

 

Un animal no puede ser recto porque todavía no se ha erguido. En tiempos remotos, el ser humano dio el trascendental paso de erguirse y dirigió su mirada hacia arriba, al cielo: así consiguió la oportunidad de convertirse en Dios, y, al mismo tiempo, desafió el peligro de creerse Dios. El peligro y la oportunidad del acto de erguirse se reflejan también en el plano corporal.

 

Las partes blandas del cuerpo, que los cuadrúpedos mantienen bien protegidas, en el hombre están expuestas.

Esta falta de protección y mayor vulnerabilidad lleva aparejada la virtud polar de mayor apertura y receptividad. Es la columna vertebral lo que nos permite mantener la postura erguida. Da al ser humano verticalidad, movilidad, equilibrio y flexibilidad. Tiene forma de S doble y actúa por el principio del amortiguador. La polaridad de vértebras duras y discos blandos le da movilidad y flexibilidad.

 

Decíamos que la postura interna y la postura externa se corresponden y que esta analogía se expresa en muchas frases hechas: hay personas rectas y derechas y también las hay que se doblegan con facilidad; conocemos a gente rígida e inflexible y a los que se arrastran fácilmente; a más de uno le falta rectitud. Pero también se puede tratar de modificar artificialmente la firmeza externa a fin de simular una firmeza interna.

 

Por eso el padre dice al hijo:

«¡Ponte derecho!», o: «¿Es que no puedes erguir la espalda?»

Y así se entra en el juego de la hipocresía. Después, es el Ejército el que ordena a sus soldados: «¡Firmes!»

 

Aquí la situación se hace grotesca. El soldado tiene que erguir el cuerpo pero interiormente debe doblegarse. Desde siempre, el Ejército se ha empeñado en cultivar la firmeza externa a pesar de que, desde el punto de vista estratégico es, sencillamente, una idiotez. Durante el combate, de nada sirve marcar el paso ni cuadrarse.

 

Se necesita cultivar la firmeza externa únicamente para deshacer la correspondencia natural entre la firmeza interna y la externa. La inestabilidad interna de los soldados aflora en el tiempo libre, después de una victoria y en ocasiones parecidas. Los guerrilleros no tienen esa actitud marcial, pero poseen una identificación interna con su misión.

 

La efectividad aumenta considerablemente con la firmeza interior y disminuye con la simulación de una firmeza artificial. Comparemos la rígida actitud de un soldado que permanece con todas sus articulaciones bien rígidas con la del cow–boy, que nunca sacrificaría su libertad de movimientos bloqueándose las articulaciones. Esa actitud abierta, en la que el individuo se sitúa en su propio centro, la encontramos también en el Tai Chi.

 

Toda postura que no refleja la esencia interior de una persona nos parece forzada. Por otra parte, por su postura natural podemos reconocer a una persona. Si la enfermedad obliga al individuo a adoptar una postura determinada que voluntariamente nunca asumiría, tal postura revela una actitud interna que no ha sido vivida, nos indica contra qué se rebela el individuo.

 

Al observar a una persona, hemos de distinguir si se identifica con su postura externa o si tiene que adoptar una postura forzada. En el primer caso, la postura refleja su identidad consciente. En el segundo, en la rigidez de la postura se manifiesta una zona de sombra que él no aceptaría voluntariamente. Así, la persona que va por el mundo erguida, con la frente alta, muestra cierta inabordabilidad, orgullo, altivez y rectitud. Esta persona podrá, pues, identificarse perfectamente con todas estas cualidades. Nunca las negaría.

 

Algo muy distinto ocurre, por ejemplo, con el mal de Bechterew, con la típica forma de tallo de bambú de la columna vertebral. Aquí se somatiza un egocentrismo no asumido conscientemente por el paciente y una inflexibilidad no reconocida. En el morbus Bechterew, con el tiempo, la columna vertebral se calcifica de arriba abajo, la espalda se pone rígida y la cabeza se inclina hacia delante, ya que la sinuosidad de la columna vertebral en forma de S ha sido eliminada o invertida.

 

El paciente no tendrá más remedio que admitir lo rígido e inflexible que es en realidad. Análoga problemática se expresa con la desviación de la columna: en la giba se manifiesta una humildad no asumida.

 

 

Lumbago y ciática

Con la presión, los discos de cartílagos situados entre las vértebras, especialmente los de la zona lumbar, son desplazados lateralmente y comprimen nervios, provocando distintos dolores, como ciática, lumbago, etc. El problema que revela este síntoma es la sobrecarga. Quien toma mucho sobre sus hombros y no se da cuenta de este exceso, siente esta presión en el cuerpo en forma de dolor de espalda. El dolor obliga al individuo a descansar, ya que todo movimiento, toda actividad, causa dolor.

 

Muchos tratan de eliminar esta justa regulación con analgésicos, a fin de proseguir sus habituales actividades sin obstáculos. Pero lo que habría que hacer es aprovechar la oportunidad para reflexionar con calma sobre por qué se ha sobrecargado uno tanto, para que la presión se haya hecho tan grande. Cargar demasiado revela afán de aparentar grandeza y laboriosidad, a fin de compensar con los hechos un sentimiento de inferioridad. Detrás de las grandes hazañas, siempre hay inseguridad y complejo de inferioridad.

 

La persona que se ha encontrado a sí misma no tiene que demostrar nada sino que puede limitarse a ser. Pero, detrás de todos los grandes (y pequeños) hechos y gestas de la Historia, siempre hay personas que fueron impulsadas a la grandeza externa por un sentimiento de inferioridad. Con sus actos, estas personas quieren demostrar algo al mundo, aunque en realidad nadie les exige ni espere de ellas tal demostración, excepto el propio sujeto. Siempre se quiere demostrar algo, pero la pregunta es: ¿el qué?

 

Quien se esfuerza mucho debería preguntarse lo antes posible por qué lo hace, a fin de que el desengaño no sea muy grande. La persona que es sincera consigo misma, hallará siempre la misma respuesta: para que me lo reconozcan, para que me quieran. Desde luego, el deseo de amor es la única motivación del esfuerzo que se conoce, pero este intento siempre fracasa, ya que éste no es el camino para alcanzar el objetivo.

 

Porque el amor es gratuito, el amor no se compra.

«Te querré si me das un millón», o «Te querré si eres el mejor futbolista del mundo», son frases absurdas.

El secreto del amor precisamente es no imponer condiciones.

 

El prototipo del amor lo encontramos, pues, en el amor materno. Objetivamente, un bebé sólo representa para la madre molestias e incomodidades. Pero a la madre no le parece así, porque ella quiere a su bebé. ¿Por qué? No tiene respuesta. Si la tuviera no tendría amor. Todos los seres humanos —consciente o inconscientemente— anhelan este amor puro e incondicional que es sólo mío y que no depende de cosas externas ni grandes hazañas.

Es complejo de inferioridad creer que la propia persona no pueda ser admitida tal como es. Entonces el individuo trata de hacerse querer, con su destreza, su laboriosidad, su riqueza, su fama, etc. Utiliza estas trivialidades del mundo exterior para congraciarse, pero aunque ahora le quieran, siempre le quedará la duda de si se le quiere «sólo» por su trabajo, su fama, su riqueza, etcétera.

 

Se ha cerrado a sí mismo el camino del verdadero amor. El reconocimiento de unos méritos no satisface el afán que indujo al individuo a esforzarse por adquirirlos. Por ello es conveniente afrontar conscientemente, a su debido tiempo, el sentimiento de inferioridad: el que no quiera reconocerlo y siga imponiéndose grandes esfuerzos sólo conseguirá empequeñecerse físicamente. El aplastamiento de los discos le hace más pequeño y los dolores le obligan a encorvarse. El cuerpo siempre dice la verdad. La misión del disco es dar movilidad y elasticidad.

 

Si un disco es pellizcado por una vértebra que ha sido castigada, nuestro cuerpo se agarrota y adoptamos una postura forzada. Análogas manifestaciones observamos en el plano psíquico. Una persona «agarrotada» no tiene flexibilidad: está rígida, paralizada en una actitud forzada. Se libera a los discos aprisionados por medio de la quiropráctica, se extrae a la vértebra de su posición forzada y, por medio de una brusca sacudida o tirón, se le da la posibilidad de recuperar una posición natural (solve et coagula).

 

También las almas pueden desbloquearse como una articulación o una vértebra. Hay que darles una sacudida fuerte y brusca para darles la posibilidad de reorientarse y centrarse. Y los que sufren el bloqueo mental temen esta sacudida tanto como los pacientes la mano del quiropráctico.

 

En ambos casos, un fuerte crujido indica el éxito.

 

 

Articulaciones

Las articulaciones dan movilidad al ser humano. En las articulaciones se manifiestan síntomas de inflamación y dolor con los movimientos y pueden llegar a producir la parálisis. Cuando una articulación se paraliza, es señal de que el paciente se ha bloqueado.

 

Una articulación paralizada pierde su función: si una persona se bloquea en un tema o sistema, éste pierde también su función. Una nuca rígida indica la inflexibilidad de su dueño. En la mayoría de casos, basta oír hablar a una persona para descubrir la información de un síntoma.

 

En las articulaciones, además de inflamación y rigidez, se producen torceduras, distensiones, rebotaduras y rotura de ligamentos. También el lenguaje de estos síntomas es revelador, a saber: se puede dislocar un tema —botar a una persona—, retorcer a otro —estar tenso o un poco descentrado—. No sólo se puede reducir o enderezar una articulación sino también una situación o una relación.

 

En general, para enderezar una articulación, hay que dar un fuerte tirón situándola en una posición límite o acentuar la posición forzada que pueda tener, a fin de que, una vez rebasado el límite, pueda encontrar su justo medio. Esta técnica tiene su paralelo en la psicoterapia. Si alguien se encuentra paralizado en una situación límite, se le puede empujar en el mismo sentido, hasta alcanzar el extremo del movimiento pendular, desde el que pueda volver al centro. Es más fácil salir de una situación forzada sumiéndose por completo en ese polo. Pero la cobardía coarta al ser humano y la mayoría se encallan a la mitad de un polo. Las personas se quedan atascadas en sus opiniones y formas de conducta y por eso hay tan poca transformación.

 

Pero cada polo tiene un valor límite, desde el que se convierte en el polo opuesto. Por ello, de una fuerte tensión puede pasarse fácilmente a la distensión (sistema Jakobson), también por ello la física fue la primera de las ciencias exactas que descubrió la metafísica y también por ello los movimientos pacifistas son militantes.

 

El ser humano tiene que encontrar el justo medio, pero el afán de conseguirlo inmediatamente le hace quedarse en la mediocridad. Pero también, de tanto exasperar la movilidad, se expone uno a quedarse inmóvil. Las alteraciones mecánicas de las articulaciones nos indican que hemos abusado tanto de un polo, que hemos forzado tanto el movimiento en una dirección que se impone rectificar. Uno ha ido demasiado lejos, ha rebasado el límite y, por lo tanto, tiene que volverse hacia el otro polo. La medicina moderna permite sustituir por prótesis determinadas articulaciones, especialmente las de la cadera. Como ya dijimos al hablar de los dientes, una prótesis siempre es una mentira, ya que simula lo que no es.

 

A la persona que, estando interiormente anquilosada, finge agilidad, la afección de la cadera le obliga a rectificar imponiéndole sinceridad. Esta corrección es neutralizada por medio de una articulación artificial, otra mentira, y el cuerpo seguirá simulando agilidad.

 

Para hacerse una idea de la falta de sinceridad que permite la medicina, imaginemos la siguiente situación: supongamos que, con un sortilegio, pudiéramos hacer desaparecer todas las prótesis y las modificaciones que el ser humano ha introducido en su cuerpo: todas las gafas y lentes de contacto, audífonos, articulaciones, dentaduras, las operaciones de cirugía estética, los tornillos de los huesos, los marcapasos y demás hierros y plásticos.

 

El espectáculo sería dantesco. Si después, con otro sortilegio, anuláramos todos los triunfos de la medicina, nos encontraríamos rodeados de cadáveres, tullidos, cojos, medio ciegos y medio sordos. Sería un cuadro horrible, pero verdadero. Sería la expresión visible del alma de las personas. Las artes médicas nos han ahorrado esta visión horrenda, restaurando y completando el cuerpo humano con toda suerte de prótesis, de modo que da la impresión de estar completo.

 

Pero, ¿y el alma?

 

Aquí no ha cambiado nada; aunque no la veamos, sigue estando muerta, ciega, sorda, rígida, agarrotada, tullida. Por eso es tan grande el temor a la verdad. Es el caso del retrato de Dorian Gray. Con manipulaciones externas, es posible conservar artificialmente la hermosura y la juventud durante un tiempo, pero, cuando uno descubre su verdadera faz interior, se asusta.

 

Mejor sería cuidar constantemente nuestra alma que limitarnos a atender el cuerpo, porque el cuerpo es mortal y el espíritu, no.
 


Las afecciones reumáticas

Reuma es una denominación genérica un tanto difusa que abarca una serie de alteraciones dolorosas de los tejidos que se manifiestan principalmente en las articulaciones y en la musculatura. El reuma siempre va unido a la inflamación, la cual puede ser aguda o crónica. El reuma produce hinchazón de los tejidos y los músculos y deformación y anquilosis de las articulaciones.

 

El dolor afecta la capacidad de movimientos y puede llegar a producir la invalidez. Los dolores musculares y de las articulaciones se manifiestan con mayor fuerza cuando el cuerpo ha estado en reposo y disminuyen a medida que el paciente se mueve. Con el tiempo, la inactividad produce atrofia de la musculatura y da un aspecto fusiforme a la articulación. La enfermedad suele empezar por rigidez matinal y dolor en las articulaciones, que aparecen hinchadas y rojas. Generalmente, las articulaciones son afectadas simétricamente y el dolor pasa de las periféricas a las mayores.

 

El proceso es crónico y las anquilosis se acentúan gradualmente. La enfermedad, por medio de una anquilosis progresiva, produce una incapacidad que se acentúa gradualmente. No obstante, el poliartrítico, en lugar de quejarse, muestra gran paciencia y una sorprendente indiferencia hacia su mal. El cuadro de la poliartritis nos conduce al tema central de todas las enfermedades del aparato locomotor: movimiento/reposo, respectivamente, agilidad y rigidez.

 

En los antecedentes de casi todos los pacientes reumáticos encontramos una actividad y una movilidad extraordinarias. Practicaban deportes de esfuerzo y competición, trabajaban mucho en la casa y el jardín, desplegaban una actividad incansable y se sacrificaban por los demás. Se trata, pues, de personas activas, ágiles e inquietas a las que la poliartritis obliga a descansar por el procedimiento de la atrofia.

 

Da la impresión de que un exceso de movimiento y actividad es corregido por medio de la rigidez. A primera vista, esto puede desconcertar, después de que hasta ahora no nos hemos cansado de insistir en la necesidad de la modificación y el movimiento. La aparente contradicción no se aclara hasta que recordamos que la enfermedad física da sinceridad. Esto, en el caso de la poliartritis, significa que en realidad estas personas estaban rígidas.

 

La hiperactividad y movilidad que mostraban antes de la enfermedad se limitaban a lo corporal, ámbito en el que trataban de compensar la verdadera inmovilidad de la mente. La misma palabra rigidez sugiere la idea de rigor y hasta de muerte. Este concepto encaja en el tipo del paciente poliartrítico cuyo perfil psicológico es bien conocido, ya que la medicina psicosomática estudia a este tipo de pacientes desde hace medio siglo.

 

Hasta ahora, todos los investigadores coinciden en que,

«los pacientes poliartríticos suelen ser muy meticulosos y perfeccionistas y presentan un rasgo masoquista–depresivo con gran espíritu de sacrificio y deseo de ayudar, unido a una actitud ultramoralista y una propensión a la melancolía»

(Brautigam).

Estas características denotan rigidez y terquedad, indican que se trata de personas inflexibles e inmovilistas.

 

Esta inmovilidad interior se compensa con la práctica del deporte y una gran actividad corporal que, en realidad, sólo pretende disimular (mecanismo de defensa) la instintiva rigidez. La frecuente práctica de los deportes de competición por estos pacientes nos lleva a considerar otra gran problemática: la agresividad. El reumático limita su agresividad al plano motor, es decir, bloquea la energía de la musculatura.

 

Las mediciones experimentales de la electricidad muscular del reumático indican claramente que cualquier clase de estímulos provocan un aumento de la tensión muscular, especialmente de la musculatura de las articulaciones. Estas mediciones ratifican la sospecha de que el reumático se esfuerza por dominar los impulsos agresivos que buscan expansión corporal. La energía no descargada se queda en la musculatura de las articulaciones y produce inflamación y dolor. Todo el dolor que el ser humano experimenta en la enfermedad, en un principio, estaba destinado a otro.

 

El dolor siempre es resultado de un acto agresivo. Si yo descargo mi agresividad dando un puñetazo a otro, mi víctima sentirá dolor. Pero si reprimo el impulso agresivo, éste se vuelve contra mí y el dolor lo experimento yo (autoagresión). El que sufre dolores debería preguntarse a quién estaban destinados en realidad. Entre las manifestaciones reumáticas hay un síntoma muy concreto en el que, a causa de la inflamación de los tendones de los músculos del antebrazo debajo del codo, la mano se cierra formando un puño (epicondilitis crónica).

 

La forma del «puño apretado» denota la agresividad reprimida y el deseo de «descargar un buen puñetazo sobre la mesa». Análoga tendencia a apretar el puño se observa en la contractura de Dupuytren que impide abrir la mano. La mano abierta es símbolo de paz. El ademán de agitar la mano en señal de saludo se deriva de la costumbre de enseñar la mano vacía en los encuentros, para demostrar que uno no llevaba armas y se acercaba en son de paz. El mismo símbolo tiene el acto de «tender la mano».

 

Si la mano abierta expresa intenciones pacíficas y conciliadoras, el puño cerrado indica hostilidad y agresividad. El reumático no puede realizar sus agresiones, o no las reprimiría y bloquearía; pero, puesto que existen, producen en él un fuerte sentimiento de culpabilidad que se traduce en generosidad y abnegación. Se produce una peculiar combinación de altruismo y deseo de dominio del otro que ya Alejandro Magno definió acertadamente como «benévola tiranía».

 

Habitualmente, la enfermedad se manifiesta cuando, en virtud de un cambio de vida, se pierde la posibilidad de compensar los sentimientos de culpabilidad por medio del servicio. También el abanico de los más frecuentes síntomas secundarios muestra la importancia capital de la hostilidad reprimida; son ante todo dolencias de estómago e intestinos, síntomas cardíacos, frigidez e impotencia, acompañadas de angustia y depresión.

 

La poliartritis afecta casi al doble de mujeres que de hombres, y es que las mujeres tienen más dificultades para asumir conscientemente sus impulsos agresivos.

La medicina naturista atribuye el reúma a la acumulación de toxinas en los tejidos conjuntivos. Las toxinas acumuladas simbolizan para nosotros problemas no planteados, es decir, temas no digeridos que el individuo no ha resuelto sino que ha almacenado en el subconsciente.

 

Esto justifica el ayuno como medida terapéutica*. Con la total supresión de la alimentación externa, el organismo es obligado a practicar la autofagia y quemar y procesar los «desechos corporales». Trasladado al plano psíquico, este proceso es el planteamiento y reconocimiento de temas que hasta el momento habían sido postergados y reprimidos. Pero el reumático no quiere abordar sus problemas.

 

* Véase R. Dahlke, Bewusst Fasten, Urania Waakirchen, 1980.

 

Es muy rígido y muy testarudo, está bloqueado. Tiene miedo de analizar su altruismo, su espíritu de sacrificio, su abnegación, sus normas morales y su ductilidad.

 

Por lo tanto, su egoísmo, su inflexibilidad, su inadaptación, su afán de dominio y su agresividad permanecen en la zona de sombra y se infiltran en el cuerpo en forma de anquilosis y atrofia que pondrán fin a la falsa generosidad.

 

 

Trastornos motores: torticolis, calambres del escribiente

La característica común a estos trastornos es que el paciente pierde parcialmente el control de las funciones motrices que normalmente pueden regirse por la voluntad. Determinadas funciones se escapan al control de su voluntad y se desmandan, especialmente cuando el paciente se siente observado o se encuentra en situaciones en las que quiere causar una determinada impresión en los demás. Por ejemplo, en los casos de tortícolis espasmódica, la cabeza se mueve lateralmente, con lentitud o brusquedad.

 

Generalmente, al cabo de unos segundos, puede volver a la posición normal. Generalmente, y por extraño que parezca, basta la simple presión de los dedos en la barbilla o un collarín para que el paciente pueda mantener erguida la cabeza. Pero también el lugar que ocupa la persona en la habitación influye en la posibilidad de controlar el cuello. Si está de espaldas a la pared y puede apoyar en ella la cabeza, no tendrá dificultad para prevenir el espasmo.

 

Esta particularidad, así como la influencia en el síntoma de diversas circunstancias (otras personas), nos indican que el problema básico de todos estos trastornos gravita en torno a los polos seguridad / inseguridad.

 

A diferencia de los movimientos voluntarios, los trastornos motores, entre los que figuran también los tics, desmienten la ostensible seguridad en sí mismo que exhibe el individuo e indican que esta persona no sólo no posee seguridad sino que carece incluso de control sobre sus propios movimientos. Siempre fue muestra de decisión y valentía mirar a una persona a la cara y sostener su mirada. Pero en esta situación al paciente aquejado de tortícolis espasmódica se le ladea la cabeza sin que él pueda evitarlo.

 

Ello hace que tema más y más relacionarse con personas importantes o ser observado en sociedad. El síntoma hace, pues, que se rehuyan ciertas situaciones. Uno da la espalda a sus conflictos y deja de lado un aspecto del mundo. Un cuerpo erguido obliga al ser humano a mirar de frente las exigencias y los desafíos del mundo. Pero si ladeamos la cabeza rehuimos esta confrontación.

 

El individuo se hace «parcial» y vuelve la cara para no ver lo que no quiere. Uno empieza a ver las cosas «sesgadas», de «soslayo». A esta visión sesgada y oblicua alude la expresión alemana de girar a alguien la cabeza (hinchar la cabeza, manipular a una persona). Este atentado mental tiene la finalidad de hacer perder a la víctima el dominio sobre la dirección de su mirada y obligarla a seguirnos con los ojos y el pensamiento. Idénticos condicionantes encontramos en el calambre del escribiente y en los calambres que agarrotan los dedos de pianistas y violinistas.

 

En la personalidad de estos pacientes encontramos siempre una extrema ambición y un altísimo nivel de exigencia. El individuo persigue escalar una posición social, pero muestra una gran modestia. Sólo quiere impresionar por su trabajo (buena caligrafía, esmerada interpretación musical).

 

El síntoma del calambre tónico de la mano nos hace sinceros: muestra el «agarrotamiento» de nuestros esfuerzos y alardes y demuestra que en realidad «no tenemos nada que decir (escribir)».

 

 

Morderse las uñas

Morderse las uñas no es un trastorno motor, desde luego, pero por su similitud puramente externa con estas afecciones lo hemos incluido en este grupo. También el deseo de morderse las uñas se experimenta como un imperativo que afecta al control puramente voluntario de la mano. El morderse las uñas no sólo se presenta habitualmente como un síntoma transitorio en niños y adolescentes sino también en adultos, y puede prolongarse durante décadas. Este síntoma tiene difícil tratamiento.

 

El carácter psíquico del impulso de morderse las uñas está bien claro, y el reconocimiento de esta motivación tendría que servir de ayuda a muchos padres cuando este síntoma aparece en un niño. Porque las prohibiciones, amenazas y castigos son las reacciones menos adecuadas. Lo que en los seres humanos llamamos uñas son en los animales las zarpas. Las zarpas sirven ante todo para la defensa y el ataque, son instrumentos de agresión. Sacar las uñas es una expresión que utilizamos en el mismo sentido que enseñar los dientes. L

 

as zarpas muestran la disposición para la lucha. La mayoría de los animales de presa más evolucionados utilizan las zarpas y los dientes como armas.

 

¡El acto de morderse las uñas es castración de la propia agresividad!

 

La persona que se muerde las uñas tiene miedo de su propia agresividad y por ello, simbólicamente, destruye sus armas. Mordiendo se descarga parte de la agresividad, pero no la dirige exclusivamente contra sí mismo: uno se muerde su propia agresividad.

Muchas mujeres adolecen del síntoma de morderse las uñas, sobre todo porque admiran a las mujeres que tienen las uñas largas y rojas. Las uñas largas, pintadas del marcial color rojo, son un símbolo de agresividad especialmente bello y luminoso: estas mujeres exhiben abiertamente su agresividad. Es natural que sean envidiadas por las que no se atreven a reconocer su agresividad ni mostrar sus armas.

 

También querer tener uñas largas y rojas es sólo la formulación externa del deseo de poder ser un día francamente agresiva. Cuando un niño se muerde las uñas, ello indica que el niño pasa por una etapa en la que no se atreve a proyectar hacia fuera su agresividad. En este caso, los padres deberían preguntarse en qué medida, en su manera de educarlo o en su propia conducta, reprimen ellos o valoran negativamente el comportamiento agresivo. Habrá que procurar dar al niño la ocasión de manifestar su agresividad sin sentirse culpable.

 

Generalmente, este comportamiento desencadenará ansiedad en los padres, ya que, si ellos no hubieran tenido problemas de agresividad, ahora no tendrían un hijo que se muerde las uñas. Por lo tanto, sería muy saludable para toda la familia que los padres empezaran por reconocer su falta de sinceridad y trataran de ver lo que se esconde tras la fachada de este comportamiento. Cuando el niño, en lugar de respetar los temores de los padres, aprenda a defenderse, ya habrá vencido prácticamente este hábito.

 

Pero los padres, mientras no estén dispuestos a rectificar, por lo menos que no se lamenten de los trastornos y los síntomas de sus hijos.

 

Desde luego, los padres no tienen la culpa de los trastornos de los hijos, pero los trastornos de los hijos reflejan los problemas de los padres.

 

 

El tartamudeo

El don de la palabra es fluido; hablamos de fluidez en el lenguaje, de estilo fluido. En el tartamudeo el lenguaje no fluye sino que es machacado, triturado, castrado. Lo que tiene que correr necesita espacio: si tratáramos de hacer pasar un río por un tubo provocaríamos estancamiento y presión, y el agua, en el mejor de los casos, saldría a presión pero no fluiría.

 

El tartamudo impide el flujo de la palabra estrangulándola en la garganta. Ya hemos visto que lo angosto tiene relación con la angustia. En el tartamudo la angustia está en la garganta. El cuello es unión (en sí angosta) y puerta de comunicación entre el tronco y la cabeza, entre abajo y arriba. En este punto debemos recordar todo lo que dijimos acerca de la jaqueca, del simbolismo entre Abajo y Arriba.

 

El tartamudo trata de estrechar todo lo posible el paso del cuello, a fin de controlar mejor lo que pasa de abajo arriba o, análogamente, lo que trata de pasar del subconsciente a la conciencia. Es el mismo principio de defensa que encontramos en las viejas fortificaciones, que sólo poseen pasos muy pequeños y bien controlables. Estos accesos y puertas (pasos fronterizos, portillos, etc.) siempre provocan la congestión e impiden la fluidez. El tartamudo se pone un control en la garganta, porque tiene miedo de lo que viene de abajo y pretende pasar a la conciencia, y lo estrangula en el cuello.

 

La expresión de cintura para abajo señala la región «problemática e impura» del sexo. La cintura es la línea divisoria entre la peligrosa zona baja y la limpia parte superior. Esta divisoria se le ha subido al tartamudo al cuello, porque para él todo el cuerpo es zona peligrosa y sólo la cabeza es clara y limpia. Al igual que el propenso a las jaquecas, el tartamudo traslada su sexualidad a la cabeza, y se convulsiona tanto arriba como abajo.

 

La persona no quiere soltarse, no quiere abrirse a las exigencias y los instintos del cuerpo cuya presión se hace más fuerte y más angustiosa cuanto más se reprime. Luego, a su vez, el síntoma del tartamudeo se aduce como causa de dificultades de contacto y comunicación, y aquí se cierra el círculo vicioso. Por efecto de la misma confusión, en los niños tartamudos se interpreta la timidez como consecuencia del tartamudeo.

 

Pero el tartamudeo es únicamente manifestación de retraimiento: el niño se retrae y ello se muestra en el tartamudeo. El niño tartamudo se siente cohibido por algo y teme soltarlo, darle libre curso. Y, para mejor controlar lo que dice, estrecha el paso. Si uno quiere atribuir esta inhibición a la agresividad o la sexualidad reprimidas o, por tratarse de un niño, prefiere otras expresiones es indiferente. El tartamudo no suelta las cosas tal como le vienen.

 

La palabra es un medio de expresión. Pero, cuando se trata de reprimir lo que sale de dentro, se demuestra que se tiene miedo a lo que pretende manifestarse. El individuo no es franco. El tartamudo que consigue abrirse se derrama en un torrente de sexualidad, agresividad y palabras.

 

Cuando todo lo inexpresado es expresado, ya no hay motivo para tartamudear.

 

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XII. LOS ACCIDENTES

 

Muchas personas se sorprenden de que se catalogue los accidentes como cualquier otra enfermedad. Piensan que los accidentes son algo completamente distinto: al fin y al cabo, vienen de fuera, por lo que mal puede uno tener la culpa.

 

Esta argumentación denota la confusión de nuestro pensamiento en general, y en qué medida nuestra manera de pensar y nuestras teorías se amoldan a nuestros deseos inconscientes. A todos nos resulta extraordinariamente desagradable asumir la plena responsabilidad de nuestra existencia y de todo lo que nos ocurre. Constantemente buscamos la manera de proyectar la culpa hacia el exterior. Y nos irrita que se nos desenmascaren estas proyecciones. La mayoría de los esfuerzos científicos están dirigidos a consolidar y legalizar con teorías estas proyecciones.

 

«Humanamente» hablando, ello es perfectamente comprensible. Pero dado que este libro ha sido escrito para personas que buscan la verdad y que saben que este objetivo sólo puede alcanzarse por la vía de la sinceridad con uno mismo, no podemos pasar por alto cobardemente un tema como el de los «accidentes».

Tenemos que comprender que siempre hay algo que aparentemente nos viene de fuera y que nosotros siempre podemos interpretar como causa. Ahora bien, esta interpretación causal no es sino una posibilidad de ver las cosas y en este libro nos hemos propuesto sustituir o, en su caso, completar esta visión habitual. Cuando nos miramos al espejo, nuestro reflejo, aparentemente, también nos mira desde fuera y, no obstante, no es la causa de nuestro aspecto. En el resfriado, son miasmas que nos vienen de fuera y en ellos vemos la causa.

 

En el accidente de circulación es el automovilista borracho que nos ha arrebatado la preferencia de paso la causa del accidente. En el plano funcional siempre hay una explicación. Pero ello no nos impide interpretar lo sucedido con una óptica trascendente. La ley de la resonancia determina que nosotros nunca podamos entrar en contacto con algo con lo que no tenemos nada que ver.

 

Las relaciones funcionales son el medio material necesario para que se produzca una manifestación en el plano corporal. Para pintar un cuadro necesitamos un lienzo y colores; pero ellos no son la causa del cuadro sino únicamente los medios materiales con ayuda de los cuales el pintor plasma su cuadro interior. Sería una tontería refutar el mensaje del cuadro con el argumento de que el color, el lienzo y los pinceles son sus causas verdaderas. Nosotros no buscamos los accidentes, del mismo modo que no buscamos las «enfermedades» y nada nos hace desistir de utilizar cualquier cosa como «causa».

 

Sin embargo, de todo lo que nos pasa en la vida los responsables somos nosotros. No hay excepciones, por lo que vale más dejar de buscarlas. Cuando una persona sufre, sufre sólo a sus propias manos (¡lo cual no presupone que no sea grande el sufrimiento!). Cada cual es agente y paciente en una sola persona. Mientras el ser humano no descubra en sí a ambos no estará sano. Por la intensidad con que las personas denostan al «agente externo», podemos ver en qué medida se desconocen.

 

Les falta esa visión que permite ver la unidad de las cosas. La idea de que los accidentes son provocados inconscientemente no es nueva. Freud, en su Psicopatología de la vida diaria, además de fallos como defectos de pronunciación, olvidos, extravío de objetos, etc., cita también los accidentes como fruto de un propósito inconsciente.

 

Posteriormente, la investigación psicosomática ha demostrado estadísticamente la existencia de la llamada «propensión al accidente». Se trata de una personalidad que se inclina a afrontar sus conflictos en forma de accidente. Ya en 1926 el psicólogo alemán K. Marbe, en su Psicología práctica de los accidentes y siniestros industriales, observa que el individuo que ya ha sufrido un accidente tiene más probabilidades de sufrir otros accidentes que el que nunca los tuvo.

 

En la obra fundamental de Alexander sobre la medicina psicosomática, publicado en 1950, encontramos las siguientes observaciones sobre el tema:

«En la investigación de los accidentes de automóvil en Connecticut se descubrió que en un período de seis años, de un pequeño grupo de sólo 3,9% de todos los automovilistas implicados en accidente habían sufrido el 36,4% de todos los accidentes. Una gran empresa que emplea a numerosos conductores de camiones, alarmada por los altos costes de los accidentes, mandó investigar las causas. Entre otros posibles factores, se examinó el historial de cada conductor y aquellos que habían sufrido mayor número de accidentes fueron destinados a otros trabajos.

 

Con esta sencilla medida pudo reducirse en una quinta parte la cifra de los siniestros. Es interesante observar que los conductores apartados de la carretera siguieron mostrando su propensión en el nuevo puesto de trabajo. Ello indica irrefutablemente que la propensión al accidente existe y que estas personas conservan esta propiedad en todas las actividades de la vida diaria»

(Alexander, Medicina Psicosomática).

Alexander deduce que,

«en la mayoría de los accidentes, existe un elemento de deliberación, si bien casi siempre es inconsciente. En otras palabras, la mayoría de los accidentes están provocados inconscientemente».

Esta mirada a la vieja literatura psicoanalítica nos indica, entre otras cosas, que nuestra forma de contemplar los accidentes no tiene nada de nueva y lo mucho que se tarda en conseguir que cierta evidencia (desagradable) llegue a penetrar (si es que llega) en la conciencia colectiva.

 

En nuestro examen nos interesa no tanto la descripción de una determinada personalidad propensa al accidente como, ante todo, el significado de un accidente que ocurre en nuestra vida. Aunque una persona no posea una personalidad propensa al accidente, éste siempre tiene un mensaje para ella, y deseamos aprender a descifrarlo. Si en la vida de un individuo abundan los accidentes, ello sólo quiere decir que esta persona no ha resuelto conscientemente sus problemas y, por lo tanto, está escalando las etapas del aprendizaje forzoso.

 

Que una persona determinada realice sus rectificaciones de un modo primario por los accidentes obedece al llamado «locus minoris resistentiae» de las otras personas. Un accidente cuestiona violentamente una manera de actuar o el camino emprendido por una persona. Es una pausa en la vida que hay que investigar. Para ello hay que contemplar todo el proceso del accidente como una obra teatral y tratar de comprender la estructura exacta de la acción y referirla a la propia situación. Un accidente es la caricatura de la propia problemática, y es tan certero y tan doloroso como toda caricatura.

 

 

Accidentes de tránsito
«Accidente de tránsito» es un término difícil de interpretar, por lo abstracto. Hay que saber qué ocurre exactamente en un accidente determinado, para poder decir qué mensaje encierra.

 

Pero si, en general, la interpretación es difícil y hasta imposible, en el caso concreto resulta muy difícil. No hay más que escuchar atentamente la exposición de los hechos. La ambivalencia del lenguaje lo delata todo. Lamentablemente, una y otra vez se comprueba que muchas personas carecen de oído para captar estas connotaciones verbales.

 

Nosotros acostumbramos a hacer que un paciente repita una frase determinada de su descripción hasta que se da cuenta de lo que representa.

 

En estos casos, se advierte la inconsciencia con que las personas manejan el lenguaje o lo bien que actúan los filtros cuando de los propios problemas se trata. Por lo tanto, en la vida y en la circulación, una persona puede, por ejemplo, desviarse de su camino = pisar el acelerador = perder el norte = perder el control o el dominio, atropellar a uno, etcétera. ¿Qué queda por explicar?

 

Basta con escuchar.

 

Uno acelera de tal manera que no puede frenar y no sólo se acerca demasiado al (¿o a la?) que va delante sino que lo embiste, con lo que se produce una colisión (o un porrazo, como dicen otros). Este choque supone una contrariedad, por lo que los automovilistas suelen chocar no sólo con los coches sino también con las palabras.

 

Con frecuencia, la pregunta:

«¿Quién tuvo la culpa del accidente?», nos da la respuesta clave: «No pude frenar a tiempo», indica que una persona, en algún aspecto de su vida, ha acelerado de tal manera (por ejemplo, en el trabajo) que ha llegado a poner en peligro tal aspecto.

Esta persona debe interpretar el accidente como una llamada a examinar todas las aceleraciones de su vida y aminorar la marcha. La respuesta: «No lo vi», indica que esta persona deja de ver algo muy importante de su vida. Si un intento de adelantamiento acaba en accidente, uno debería pasar revista a todas las «maniobras de adelantamiento» de su vida.

 

El que se duerme al volante debería despertar cuanto antes también su vida para no estrellarse. El que se queda tirado de noche en la carretera debe examinar atentamente cuáles son las cosas de la zona nocturna del alma que pueden impedirle el avance. Éste corta a alguien, el otro sobrepasa la raya o se salta el bordillo, otro más se queda atascado en el barro.

 

De pronto, uno deja de ver claro, no ve la señal de alto, confunde la dirección, choca con resistencias. Casi siempre, los accidentes de tránsito acarrean un intenso contacto con otras personas; en la mayoría de los casos, la aproximación es excesiva y, desde luego, violenta. Vamos a examinar juntos un accidente concreto, para ilustrar mejor con un ejemplo práctico nuestro enfoque. Se trata de un accidente real que, al mismo tiempo, representa un tipo de accidente de tránsito muy corriente. En un cruce con preferencia a la derecha chocan dos turismos con tanta violencia que uno de ellos es lanzado a la acera donde queda volcado, con las ruedas hacia arriba. En el interior han quedado atrapadas varias personas que gritan pidiendo auxilio.

 

La radio del coche funciona a todo volumen. Los transeúntes van sacando a los encerrados de su prisión de hierro, los cuales, con heridas de mediana gravedad, son trasladados al hospital. Este suceso puede explicarse así: todas las personas involucradas en este accidente se encontraban en una situación en la que deseaban continuar en línea recta por la dirección que habían tomado en su vida. Esto corresponde al deseo y al intento de seguir adelante sin detenerse. Pero tanto en la carretera como en la vida hay cruces.

 

La vía recta es la norma en la vida, es la que se sigue por inercia. El hecho de que la trayectoria rectilínea de todas estas personas fuera interrumpida bruscamente por el accidente indica que todos habían pasado por alto la necesidad de rectificar la dirección. Llega un momento en la vida en que se impone rectificar. Por buena que sea una norma o una dirección, con el tiempo puede llegar a ser inadecuada. Casi siempre, las personas defienden sus normas invocando su observancia en el pasado. Esto no es un argumento.

 

En un lactante lo normal es mojar los pañales, y no hay nada mejor que objetar. Pero el niño que a los cinco años aún moja la cama no tiene justificación. Una de las dificultades de la vida humana es reconocer a tiempo la necesidad de cambio. Seguramente, los involucrados en el accidente no la habían reconocido. Trataban de continuar en línea recta por el camino que hasta entonces se había acreditado como bueno y reprimían la invitación a abandonar la norma, a variar el rumbo, a apearse de la situación.

 

Este impulso es inconsciente. Inconscientemente, sentimos que el camino no es el indicado. Pero falta valor para cuestionarlo conscientemente y abandonarlo. Los cambios generan miedo. Uno querría, pero no se atreve. Esto puede ser una relación humana que se ha superado, o un trabajo, o una idea. Lo común a todos es que todos reprimen el deseo de liberarse de la costumbre con un salto.

 

Este deseo no vivido busca su realización por medio del deseo inconsciente, una realización que la mente experimenta como procedente «de fuera»: uno es apartado de su camino, en nuestro ejemplo, por medio de un accidente de circulación. El que sea sincero consigo mismo, después del suceso puede comprobar que, en el fondo, hacía tiempo que no estaba satisfecho de su camino y deseaba abandonarlo, pero le faltaba el valor.

 

A una persona, en realidad, sólo le ocurre aquello que ella quiere. Las soluciones inconscientes son eficaces, desde luego, pero tienen el inconveniente de que, en definitiva, no resuelven el problema del todo. Ello se debe, sencillamente, a que a fin de cuentas un problema sólo puede resolverse con una decisión deliberada, mientras que la solución inconsciente representa siempre sólo una realización material.

 

La realización puede dar un impulso, puede informar, pero no resolver totalmente el problema.

Así, en nuestro ejemplo, el accidente provoca la liberación del camino habitual pero impone una nueva y aún mayor falta de libertad: el encierro en el coche. Esta situación nueva e insospechada es resultado de la inconsciencia del proceso, pero también puede interpretarse como un aviso de que el abandono de la vía vieja puede llevar no a la ansiada libertad sino a una falta de libertad aún mayor. Los gritos de socorro de los heridos y encerrados casi estaban ahogados por la estrepitosa música de la radio del coche.

 

Para el que en todo ve un símbolo, este detalle es expresión del intento de desviarse del conflicto por medios externos. La música de la radio ahoga la voz interior que pide socorro y que la conciencia desea oír. Pero el pensamiento se desentiende y este conflicto y el deseo de libertad del alma quedan encerrados en el inconsciente. No pueden liberarse por sí mismos sino que tienen que esperar a que los hechos externos los liberen.

 

El accidente es aquí el «hecho externo» que abrió a los problemas inconscientes un canal para que se articularan.

 

Los gritos de socorro del alma se hicieron audibles. El individuo aprendió a ser sincero.

 

 

Los accidentes en el hogar y en el trabajo

Análogamente a los accidentes de tránsito, la diversidad de posibilidades y su simbolismo en los demás accidentes en casa y en el trabajo es casi ilimitada, por lo cual cada caso debe examinarse con atención.

 

En las quemaduras encontramos un rico simbolismo. Muchas frases hechas utilizan la quemadura y el fuego como símbolo de procesos psíquicos: quemarse los labios = quemarse las manos = agarrar un hierro candente = jugar con fuego = poner las manos en el fuego por una persona, etc. El fuego es aquí sinónimo de peligro. Por lo tanto, las quemaduras indican que uno no supo ver o medir el peligro oportunamente.

 

Tal vez uno no acierte a ver lo candente que es en realidad un tema determinado. Las quemaduras nos hacen comprender que estamos jugando con el peligro. Además, el fuego tiene una clara relación con el tema del amor y la sexualidad. Se dice del amor que es ardiente, uno se inflama de amor, un enamorado es fogoso. El simbolismo sexual del fuego, es, pues, evidente.

 

Las quemaduras afectan primeramente la piel, es decir, la envoltura o frontera del individuo. Esta violación de la frontera significa siempre el cuestionamiento del Yo. Con el Yo nos aislamos y el aislamiento impide el amor. Para poder amar tenemos que abrir la frontera del Yo, tenemos que inflamarnos con la brasa del amor, derribar obstáculos. Al que se resista al fuego interior, quizás un fuego exterior le queme la frontera de la piel, dejándolo abierto y vulnerable.

 

Un simbolismo parecido encontramos en casi todas las heridas que, desde luego, empiezan por perforar la frontera exterior de la piel. Por ello se habla también de heridas psíquicas y se dice que uno se siente herido por una determinada palabra. Pero uno puede herir no sólo a los demás sino también lacerarse la propia carne. También el simbolismo de la «caída» y el «tropezón» es fácil de descifrar.

 

Los hay que dan un resbalón en el parqué o que ruedan escaleras abajo. Si el resultado es conmoción cerebral, el pensamiento del individuo queda afectado. Todo intento de incorporarse en la cama produce dolor de cabeza, por lo que uno vuelve a echarse enseguida.

 

Por consiguiente, se arrebata a la cabeza y al pensamiento el predominio que tuviera hasta el momento y el paciente experimenta en su propio cuerpo que el pensar duele.

 

 

Fracturas

Los huesos se rompen, casi sin excepción, en circunstancias de hiperdinamismo (automóvil, moto, deportes), por intervención de un factor mecánico externo. La fractura impone inmediatamente la inmovilización (reposo, escayola). Toda fractura provoca una interrupción del movimiento y la actividad y exige descanso. De esta pasividad forzosa debería surgir una reorientación.

 

La fractura indica claramente que se ha olvidado el imperativo de la finalidad de una evolución, por lo que el cuerpo tiene que romper con lo viejo para permitir la irrupción de lo nuevo. La fractura rompe con el camino anterior que estaba caracterizado por la hiperactividad y el movimiento. El individuo exagera el movimiento y la sobrecarga o hiperactividad se acumula hasta que el punto más débil cede.

 

El hueso representa en el cuerpo el principio de la solidez, de las normas que dan un punto de apoyo, y también al de la anquilosis. El hueso anquilosado es frágil y no puede cumplir su función. Algo parecido ocurre con las normas: tienen que proporcionar una base, pero una rigidez excesiva las hace inoperantes. Una fractura nos señala en el plano físico que se ha pasado por alto un exceso de rigidez de la norma en el sistema psíquico. El individuo se había hecho excesivamente rígido e inflexible. La persona, con la edad, suele aferrarse a sus principios con mayor rigidez y pierde su capacidad de adaptación, la anquilosis de los huesos aumenta a su vez y el peligro de fractura crece.

 

Todo lo contrario de lo que ocurre al niño pequeño, que tiene unos huesos tan flexibles que prácticamente no pueden romperse. El niño pequeño no conoce normas ni medidas en las que petrificarse. Cuando una persona se hace excesivamente inflexible, una fractura de vértebras corrige la anomalía: se le parte el espinazo.

 

¡Esto puede evitarse doblegándolo voluntariamente!

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