XIII. SÍNTOMAS PSÍQUICOS

 

Bajo este epígrafe queremos referirnos a ciertos trastornos frecuentes que habitualmente se califican de «psíquicos». De todos modos, deseamos hacer constar que, desde nuestro punto de vista, tal denominación tiene poco sentido. En realidad, no es posible trazar una línea divisoria clara entre los síntomas somáticos y psíquicos. Todo síntoma tiene un contenido psíquico y se manifiesta a través del cuerpo.

 

También la ansiedad y las depresiones utilizan el cuerpo para manifestarse. Estas correlaciones somáticas, sin embargo, proporcionan también a la psiquiatría académica la base para sus tratamientos farmacológicos. Las lágrimas de un paciente depresivo no son «más psíquicas» que el pus o la diarrea. La diferencia, en el mejor de los casos, está justificada en los puntos finales del continuo, en los que compara una degeneración orgánica con una alteración psicótica de la personalidad.

 

Pero cuanto más nos alejamos de los extremos hacia el centro, más difícil es encontrar la divisoria, aunque tampoco el examen de los extremos justifica la diferenciación entre lo «somático» y lo «psíquico» ya que la diferencia sólo reside en la forma de manifestación del símbolo. El cuadro del asma se diferencia de la amputación de una pierna tanto como de la esquizofrenia.

 

La distinción entre «somático» y «psíquico» provoca más confusión que claridad.

Nosotros no vemos necesidad para esta diferenciación, ya que nuestra teoría es aplicable a todos los síntomas sin excepción. Los síntomas pueden servirse, de las más diversas formas de expresión, desde luego, pero todos necesitan del cuerpo, a través del cual el factor psíquico se hace visible y experimentable. De todos modos, el síntoma, ya sea pena o el dolor de una herida, se experimenta en la mente.

 

En la Primera Parte, hemos señalado ya que todo lo individual es síntoma y que el término enfermo o sano responde a una valoración subjetiva. El llamado aspecto psíquico no es excepción. También aquí tenemos que librarnos de la idea de que existe el comportamiento normal y el anormal. La normalidad es expresión de una frecuencia estadística, por lo que no puede entenderse ni como concepto clasificador ni como medida de valor. La normalidad, desde luego, hace disminuir la ansiedad pero es contraria a la individualización.

 

La defensa de una normalidad es una pesada hipoteca de la psiquiatría tradicional. Una alucinación no es ni más real ni más irreal que cualquier otra percepción. Sólo le falta ser reconocida por la colectividad. El «enfermo psíquico» funciona según las mismas leyes psicológicas que todas las personas. El enfermo que se siente perseguido o amenazado por asesinos proyecta su propia sombra agresiva al entorno lo mismo que el ciudadano que reclama penas más severas para los delincuentes o que tiene miedo de los terroristas.

 

Toda proyección es ilusión, por lo que huelga preguntar hasta dónde es normal una ilusión y a partir de dónde es enfermiza. El enfermo psíquico y el sano psíquico son puntos terminales teóricos de un continuo que resulta de la interrelación entre el conocimiento y la sombra. En el llamado psicótico tenemos la forma extrema de una represión bien lograda.

 

Cuando todas las vías y campos posibles para vivir la sombra están totalmente cerrados, en un momento dado, cambia el predominio y la sombra pasa a gobernar por completo la personalidad. Para ello anula la parte de la conciencia que ha dominado hasta ahora, y se resarce con gran energía de la represión sufrida, viviendo intensamente todo lo que la otra parte del individuo no se había atrevido a asumir. Así, los moralistas rigurosos se convierten en exhibicionistas obscenos, los pusilánimes dulces, en bestias furiosas y los perdedores resignados, en megalómanos exaltados. También la psicosis da sinceridad, ya que recupera todo lo perdido hasta el momento de una forma tan intensa y absoluta que infunde temor en el entorno.

 

Es el desesperado intento por devolver el equilibrio a la unilateralidad; intento, desde luego, que se expone a reducirse a una alternancia pendular entre uno y otro extremo. Esta dificultad por encontrar el punto medio, el equilibrio, se aprecia claramente en el síndrome maníaco–depresivo. En la psicosis, el ser humano vive su propia sombra. El loco nos abre una puerta al infierno de la mente que está en todos nosotros. Las frenéticas tentativas por combatir y ahogar este síntoma, provocadas por el miedo, son comprensibles pero poco aptas para resolver el problema.

 

El principio de represión de la sombra provoca precisamente la violenta explosión de la sombra; tratar de reprimirla aplaza el problema, pero no lo resuelve. El primer paso en la dirección correcta será también aquí el reconocimiento de que el síntoma tiene su sentido y su justificación. Partiendo de esta base, uno puede plantearse la manera de atender con eficacia la sana indicación que nos hace el síntoma.

 

Por lo que respecta al tema de los síntomas psicóticos, deben bastarnos estas observaciones. Las interpretaciones profundas son escasamente provechosas, ya que el psicótico no aporta ninguna base para una interpretación. Su miedo a la sombra es tan grande que casi siempre la proyecta enteramente hacia fuera.

 

El observador interesado no tendrá dificultad para hallar la explicación si no pierde de vista las dos reglas que se comentan repetidamente en este libro:

  1. Todo lo que el paciente experimenta en el mundo exterior son proyecciones de su sombra (voces, ataques, persecuciones, hipnosis, ansias asesinas, etc.).

  2. El comportamiento psíquico en sí es la realización de una de las sombras no asumida.

Los síntomas psíquicos, a fin de cuentas, no se prestan a una interpretación, ya que expresan directamente el problema y no necesitan otro plano en el que plasmarse.

 

Por ello, todo lo que uno pueda decir sobre la problemática de los síntomas psíquicos enseguida suena trivial, ya que falta el paso de la traducción. De todos modos, en este capítulo nos referiremos, por vía de ejemplo, a tres síntomas muy difundidos y relacionados con el campo psíquico: la depresión, el insomnio y la adicción.

 

 

La depresión

La depresión es un concepto compuesto por un cuadro de síntomas que abarcan desde el abatimiento y la inhibición hasta la llamada depresión endógena con apatía total.

 

La depresión va acompañada de la total paralización de la actividad, la melancolía y de una serie de síntomas corporales como cansancio, trastornos del sueño, inapetencia, estreñimiento, dolor de cabeza, taquicardia, dolor de espalda, trastornos menstruales en la mujer y baja del tono corporal. El depresivo sufre sentimiento de culpabilidad y continuamente se hace reproches, trata de hacerse perdonar. Cabe preguntar qué es lo que en realidad deprime al depresivo.

 

En respuesta hallamos tres temas:

  1. Agresividad. Antes hemos dicho que la agresividad que no es conducida hacia el exterior se convierte en dolor corporal. Esta afirmación puede completarse diciendo que la agresividad reprimida en el aspecto psíquico conduce a la depresión. La agresividad bloqueada y no exteriorizada se dirige hacia dentro y convierte al emisor en receptor. En la cuenta de la agresividad reprimida se cargan no sólo los sentimientos de culpabilidad sino también los numerosos síntomas somáticos que la acompañan, con sus dolores difusos. En otro lugar decimos que la agresividad sólo es una forma especial de energía vital y actividad. Por lo tanto, el que reprime con miedo su agresividad, reprime también su energía y su actividad. La psiquiatría trata de inducir al depresivo a alguna actividad, pero esto el depresivo lo vive como una amenaza. El depresivo evita todo lo que no tiene el reconocimiento público y trata de disimular los impulsos agresivos y destructivos con una vida irreprochable. La agresividad dirigida contra uno mismo encuentra su expresión más clara en el suicidio. En el deseo de suicidio siempre hay que preguntar a quién se dirige en realidad el propósito.
     

  2. Responsabilidad. La depresión es —dejando aparte el suicidio—la forma extrema de rehuir la responsabilidad. El depresivo no actúa sino que vegeta, más muerto que vivo. Pero a pesar de su negativa a encarar activamente la vida, el depresivo, a través de la puerta trasera de los sentimientos de culpabilidad, sigue teniendo que afrontar el tema de la «responsabilidad». El miedo a asumir responsabilidad está en primer término en todas las depresiones que se producen precisamente cuando el paciente tiene que entrar en otra fase de la vida, por ejemplo, claramente en la depresión postparto.
     

  3. Renuncia, soledad, vejez, muerte. Estos cuatro conceptos íntimamente relacionados entre sí abarcan el último y, a nuestro entender, más importante conjunto de temas. El paciente que sufre depresión es obligado violentamente a afrontar el polo de la muerte. Todo lo vivo, como movimiento, cambio, relación social y comunicación es arrebatado al depresivo y se le ofrece el polo opuesto a lo vivo: apatía, inmovilidad, soledad, pensamientos sobre la muerte. El polo de la muerte que con tanta fuerza se manifiesta en la depresión, es la sombra de este paciente.

El conflicto radica en que se teme tanto a la vida como a la muerte.

 

La vida activa trae consigo culpabilidad y responsabilidad y esto es lo que uno quiere evitar. Asumir responsabilidad significa también renunciar a la proyección y aceptar la propia soledad. La personalidad depresiva tiene miedo de esto y, por lo tanto, necesita personas a las que aferrarse. La separación o la muerte de una de estas personas suele ser desencadenante de una depresión.

 

Uno se ha quedado solo, y uno no quiere vivir solo ni asumir responsabilidad. Uno tiene miedo a la muerte y, por lo tanto, no reconoce las condiciones de la vida. La depresión nos da sinceridad: hace visible la incapacidad de vivir y de morir.

 

 

Insomnio

El número de personas que, durante un período más o menos largo, padece trastornos del sueño, es muy grande. No menos grande es el consumo de somníferos. Al igual que la comida y el sexo, el sueño es una necesidad instintiva del ser humano.

 

Pasamos en este estado una tercera parte de la vida. Un lugar seguro, abrigado y cómodo donde dormir es de capital importancia para el hombre y para el animal. Por cansado que esté un animal o una persona, recorrerá un buen trecho con tal de encontrar una buena cama. Las perturbaciones del sueño las combatimos con gran inquietud y la falta de sueño la siente el individuo como una de las mayores amenazas. Un buen descanso suele estar asociado a muchas costumbres: una cama determinada, una postura determinada, una hora determinada, etc.

 

La ruptura de esa costumbre puede perturbarnos el sueño. El sueño es un fenómeno curioso. Todos podemos dormir sin haber aprendido, pero no sabemos cómo. Pasamos una tercera parte de nuestra vida en este estado pero no sabemos nada de él. Deseamos dormir y, sin embargo, con frecuencia, percibimos una amenaza que nos llega del mundo del sueño.

 

Tratamos de desechar estos temores restando importancia al tema, por ejemplo: «Sólo ha sido un sueño», o: «Vano como un sueño», pero, si hemos de ser sinceros, reconocemos que en el sueño experimentamos y vivimos con la misma sensación de realidad que en la vigilia. Quien medite sobre este tema, tal vez saque la conclusión de que el mundo de la vigilia es también ilusión, sueño como el sueño nocturno y que ambos mundos sólo existen en nuestra mente.

 

¿De dónde sale la idea de que nuestra vida, la que hacemos durante el día, es más real o más auténtica que la de los sueños? ¿Quién nos autoriza a poner un sólo delante de la palabra sueño?

 

Cada experiencia de la mente es igual de verdadera, no importa que la llamemos realidad, sueño o fantasía. Puede ser un buen ejercicio mental invertir la óptica habitual de la vida y el sueño e imaginar que el sueño es nuestra verdadera vida, interrumpida a intervalos regulares por períodos de vigilia.

«Wang soñó que era una mariposa. Estaba entre hierbas y flores. Revoloteaba de un lado a otro. Luego despertó y no sabía si era Wang que soñaba que era una mariposa o era una mariposa que soñaba que era Wang.»

Esta inversión es un buen ejercicio para descubrir que, desde luego, conciencia de día y conciencia de noche, son polos que se compensan mutuamente.

 

Por analogía, corresponde al día y a la luz la vigilia, la vida, la actividad y a la noche, la oscuridad, el reposo, el inconsciente y la muerte.

De acuerdo con estas analogías de arquetipos, la voz popular llama al sueño el hermano menor de la muerte.

 

Cada vez que nos dormimos, ensayamos la muerte. El sueño nos exige soltar todos los controles, toda meditación, toda actividad. El sueño nos exige entrega y confianza, abandonarnos a lo desconocido. No se puede conciliar el sueño a la fuerza, con un acto de voluntad.

 

No hay como querer dormir a toda costa para no poder pegar ojo. Nosotros no podemos sino crear las condiciones favorables, pero a partir de ahí tenemos que aguardar con paciencia y confianza que el sueño venga. Apenas nos está permitido observar el proceso: la observación nos impediría dormir. Todo lo que el sueño (y la muerte) exigen de nosotros no pertenece precisamente a los puntos fuertes del ser humano.

 

Todos estamos muy anclados en el polo de la actividad, estamos muy orgullosos de nuestras obras, dependemos mucho de nuestro intelecto y de nuestro rígido control como para que el abandono, la confianza y la pasividad sean formas de comportamiento familiares. Por lo tanto, a nadie debe asombrar que el insomnio (¡junto al dolor de cabeza!) sea uno de los trastornos más frecuentes de nuestra civilización.

 

Nuestra cultura, a causa de su unilateralidad, tiene dificultades con todos los campos antipolares, como puede apreciarse rápidamente por la lista de analogías que exponemos. Tenemos miedo del sentimiento, de lo irracional, de la sombra, del inconsciente, del mal, de la oscuridad y de la muerte. Nos aferramos a nuestro intelecto y a nuestra conciencia de día con la que creemos poder entenderlo todo. Cuando llega la invitación a «abandonarse» se produce el miedo, porque la pérdida nos parece excesiva.

 

Y, no obstante, todos ansiamos dormir y experimentamos la necesidad. Como la noche pertenece al día, así la sombra nos pertenece a nosotros y la muerte, a la vida. El sueño nos lleva todos los días a ese umbral entre el Aquí y Allá, nos acompaña a la zona oscura de nuestra alma, nos hace vivir en el sueño lo no vivido y nos sitúa otra vez en equilibrio.

 

El que sufre de insomnio —mejor dicho: de dificultad para conciliar el sueño— tiene dificultades y miedo de soltar el control consciente y abandonarse a su inconsciente. El individuo actual apenas hace una pausa entre el día y la noche, sino que lleva consigo a la zona del sueño todos sus pensamientos y actividades. Prolongamos el día durante la noche y pretendemos analizar el lado nocturno de nuestra alma con los métodos de la conciencia diurna.

 

Falta la pausa de la conmutación consciente. El insomne debe aprender ante todo a terminar el día conscientemente para poder entregarse por completo a la noche y a sus leyes. También debe aprender a preocuparse de las zonas de su inconsciente, para averiguar de dónde procede la ansiedad.

 

La mortalidad es un tema importante para él. El insomne carece de confianza y de capacidad de entrega. Él se considera «activo» y no puede abandonarse. Los temas son casi idénticos a los que consideramos al tratar del orgasmo. El sueño y el orgasmo son pequeñas muertes que las personas con un Yo muy desarrollado experimentan como peligro.

 

Por lo tanto, la conciliación con el lado nocturno de la vida es un somnífero infalible. Los viejos sistemas, tales como contar, dan resultado sólo en la medida en que permiten distraer el intelecto. La monotonía aburre la mitad izquierda del cerebro y la induce a cejar en su afán de predominio. Todas las técnicas de meditación utilizan este recurso: concentración en un punto, o en la respiración, en la repetición de una mantra o un koan inducen a pasar del hemisferio izquierdo al derecho, del lado del día al lado de la noche, de la actividad a la pasividad.

 

Quien experimente dificultades en esta rítmica alternancia natural debe dedicar atención al polo que rehúye. Esto es lo que pretende el síntoma. Proporciona al individuo tiempo para dilucidar sus conflictos con las alarmas y los temores de la noche.

 

También en este caso el síntoma da sinceridad: todos los que padecen de insomnio tienen miedo a la noche. Cierto. La excesiva somnolencia denota el problema contrario. El que, a pesar de haber dormido lo necesario, tiene problemas para despertar y levantarse, debe analizar su temor a las exigencias del día, a la actividad y el esfuerzo.

 

Despertar y empezar el día significa actuar y asumir responsabilidades. La persona que tiene dificultad para pasar a la conciencia del día pretende huir al mundo de los sueños y a la inconsciencia de la niñez y evitar los desafíos y responsabilidades de la vida. En este caso, el tema se llama: huida a la inconsciencia. Si el dormirse guarda relación con la muerte, el despertar es un pequeño nacimiento.

 

El nacimiento y el despertar a la conciencia pueden resultar tan angustiosos como la noche y la muerte. El problema está en la unilateralidad; la solución está en el medio, en el equilibrio, en la conjunción.

 

Sólo aquí se descubre que nacimiento y muerte son uno.

 

 

TRASTORNOS DEL SUEÑO

El insomnio debe hacer que nos planteemos las siguientes preguntas:

1. ¿En qué medida dependo del poder, el control, el intelecto y la observación?
2. ¿Soy capaz de desasirme?
3. ¿Están desarrolladas en mí la capacidad de entrega y la confianza?
4. ¿Me preocupo del lado nocturno de mi alma?
5. ¿Cuánto temo a la muerte? ¿He meditado sobre ella lo suficiente?

La excesiva somnolencia sugiere estas preguntas:

1. ¿Rehuyo la actividad, la responsabilidad y la toma de conciencia?
2. ¿Vivo en un mundo de sueños y tengo miedo de despertar a la realidad?

 

La adicción

El tema de la somnolencia nos lleva directamente a los estupefacientes y la adicción, en general, problema cuyo tema central es también la huida. Huida y búsqueda a la vez. Todos los drogadictos buscaban algo pero dejaron la búsqueda muy pronto conformándose con un sucedáneo. La búsqueda no debe acabar sino con el hallazgo.

 

Jesús dijo:

«El que busca no debe dejar de buscar hasta que encuentre; y cuando encuentre estará conmovido; y cuando esté conmovido se admirará y reinará sobre el Todo.»

(Tomás. Evangelios Apócrifos, 2.)

Todos los grandes héroes de la mitología y la literatura buscan algo —Ulises, Don Quijote, Parsifal, Fausto— pero no dejan de buscar hasta que lo encuentran. La búsqueda lleva al héroe por peligros, perplejidad, desesperación y oscuridad. Pero cuando encuentra, lo encontrado hace que todos los esfuerzos parezcan insignificantes. El ser humano va a la deriva y en su deambular es arrojado a las más extrañas playas del alma, pero en ninguna debe demorarse ni encallar, no debe dejar de buscar hasta haber encontrado. «Buscad y encontraréis...», dice el Evangelio.

 

Pero el que se asusta de las pruebas y peligros, de las penalidades y extravíos del camino, se queda en la adicción. Proyecta su afán de búsqueda en algo que ya ha encontrado en el camino y ahí termina la búsqueda. Asimila el sucedáneo a su objetivo y no se ve harto. Trata de saciar el hambre con más y más del «mismo» sucedáneo y no advierte que cuanto más come más hambre tiene. Se intoxica y no advierte que se ha equivocado de objetivo y que debería seguir buscando.

 

El miedo, la comodidad y la ofuscación le aprisionan.

 

Todo alto en el camino puede intoxicar. En todas partes acechan las sirenas que tratan de retener al caminante y hacerlo prisionero. Cualquier cosa puede provocar adicción cuando no la limitamos: dinero, poder, fama, influencia, saber, diversión, comida, bebida, ascetismo, ideas religiosas, drogas. Sea lo que fuere, todo tiene justificación en tanto que experiencia y todo puede convertirse en manía cuando no sabemos decir basta. Cae en la adicción el que se acobarda ante nuevas experiencias.

 

El que considera su vida como un viaje y siempre va de camino es un buscador, no un adicto. Para sentirse buscar hay que reconocer la propia calidad de apátrida. El que cree en ataduras ya es adicto. Todos tenemos nuestras adicciones, con las que nuestra alma se embriaga una y otra vez. El problema no es lo que nos provoca la adicción sino nuestra pereza para seguir buscando.

 

El examen de las adicciones nos indica, en el mejor de los casos, el objeto de las ansias de cada cual. Y nuestra perspectiva queda sesgada si absolvemos las adicciones aceptadas por la sociedad (riqueza, trabajo, éxito, saber, etc.).

 

De todos modos aquí mencionaremos brevemente sólo las adicciones que en general son consideradas patológicas.

 

 

Bulimia

Vivir es aprender. Aprender es asimilar principios que hasta el momento sentíamos ajenos al Yo.

 

La constante asimilación de lo nuevo ensancha el conocimiento. Se puede sustituir el «alimento espiritual» por «alimento material», el cual sólo provoca el «ensanchamiento del cuerpo». Si el hambre de vida no se sacia con experiencias, pasa al cuerpo y se manifiesta como hambre de comida. Y es un hambre que no puede saciarse, ya que el vacío interior no puede llenarse con comida.

 

En un capítulo anterior dijimos que el amor es apertura y aceptación: el bulímico sólo vive el amor en el cuerpo, ya que en el espíritu no puede. Ansía amor, pero no abre su interior sino sólo la boca y se lo traga todo. El resultado se llama obesidad.

 

El bulímico busca amor, afirmación, recompensa, pero por desgracia en el plano equivocado.

 

 

Alcohol

El alcohólico ansía un mundo sin penas ni conflictos. El objetivo en sí no es malo, lo malo es que él trata de conseguirlo rehuyendo los conflictos y problemas. Él no está dispuesto a encararse con la conflictividad de la vida y resolverla con el esfuerzo. Con el alcohol, adormece sus conflictos y problemas y se pinta un mundo sano. Generalmente, el alcohólico busca también el calor humano.

 

El alcohol produce una especie de caricatura de humanidad al destruir las barreras y las inhibiciones, borra las diferencias sociales y provoca una rápida camaradería, a la que, desde luego, falta profundidad y solidez. El alcohol es la tentativa de apaciguar el deseo de búsqueda de un mundo sano, feliz y hermanado.

 

Todo lo que se oponga al ideal hay que ahogarlo en vino.

 

 

Tabaco
El hábito de fumar está relacionado con las vías respiratorias y los pulmones. Recordemos que la respiración tiene que ver sobre todo con la comunicación, el contacto y la libertad. Fumar es el intento de estimular y satisfacer este afán.

 

El cigarrillo es el sucedáneo de la auténtica comunicación y la auténtica libertad. La publicidad de los cigarrillos apunta deliberadamente a estos deseos de las personas: la libertad del cow–boy, la superación de alegre compañía: todos estos deseos relacionados con el Yo se satisfacen con un cigarrillo. Uno hace kilómetros, ¿para qué?

 

Quizá por una mujer, por un amigo, por la libertad..., o uno sustituye todos estos nobles fines por un cigarrillo, y el humo del tabaco borra los verdaderos objetivos.

 

 

Drogas

El hachís (marihuana) tiene una temática similar a la del alcohol. El individuo huye de sus problemas y conflictos a un estado agradable. El hachís les quita las aristas duras a la vida y suaviza el contorno.

 

Todo es más suave y los desafíos desaparecen. La cocaína (y estimulantes similares como «Captagon») tiene el efecto contrario. Mejora enormemente el rendimiento y, por lo tanto, puede proporcionar un mayor éxito. Aquí hay que examinar detenidamente el tema «éxito, rendimiento y reconocimiento», ya que la droga no es más que el medio de aumentar artificialmente la fuerza creadora.

 

La búsqueda del éxito es siempre búsqueda de amor. Por ejemplo, en el mundo del espectáculo y del cine está muy extendido el uso de la cocaína. El ansia de amor es el problema específico de esta profesión. El artista que se exhibe busca el amor y espera calmar estas ansias con el favor del público. (¡La circunstancia de que esto no sea posible hace que, por un lado, constantemente se «supere» y por el otro, se siente cada vez más desgraciado!) Con o sin estimulante, aquí la adicción se llama: éxito con el que se pretende calmar el hambre de amor. La heroína permite dejar atrás definitivamente los problemas de este mundo.

 

Las drogas psicodélicas (LSD, mescalina, hongos, etc.) son distintas de las citadas hasta ahora. El que consume estas drogas tiene el propósito (más o menos consciente) de realizar experiencias mentales y trascendentales. Las drogas psicodélicas tampoco crean hábito en el sentido estricto. No es fácil determinar si son medios legítimos para abrir nuevas perspectivas a la conciencia, ya que el problema no se halla en la droga propiamente dicha sino en la mente del individuo que la utiliza.

 

El ser humano sólo tiene derecho legítimo a aquello que conquista con su esfuerzo. Por lo tanto, suele ser muy difícil controlar el nuevo espacio mental que nos abren las drogas y no ser invadido por él. Cuanto más se adentra uno en el camino de la verdadera búsqueda, menos necesita de las drogas, desde luego.

 

Todo lo que pueda conseguirse por medio de las drogas se consigue también sin ellas, sólo que más despacio.

 

¡Y la prisa es mal compañero de viaje!

 

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XIV. CÁNCER (TUMORACIÓN MALIGNA)

 

Para comprender el cáncer hay que dominar el pensamiento analógico.

 

Tenemos que tomar conciencia de la circunstancia de que todo lo que nosotros percibimos o definimos como unidad (una unidad entre unidades) es, por un lado, parte de una unidad mayor y, por otro lado, está compuesta por otras muchas unidades. Por ejemplo, un bosque (como unidad definida) es, por un lado, parte de una unidad mayor, «paisaje», y, por otro, está compuesto por muchos «árboles» (unidades menores). Lo mismo puede decirse de «un árbol».

 

Es parte del bosque y, a su vez, se compone de tronco, raíces y copas. El tronco es al árbol lo que el árbol es al bosque o el bosque al paisaje. Un ser humano es parte de la Humanidad y está compuesto de órganos que, a su vez, se componen de muchas células. La Humanidad espera del individuo que se comporte de la manera más adecuada para el desarrollo y supervivencia de la especie.

 

El ser humano espera de sus órganos que funcionen de la manera mejor para asegurar su supervivencia. El órgano espera de sus células que cumplan con su cometido tal como exige la supervivencia del órgano. En esa jerarquía que aún podría prolongarse hacia uno y otro lado, cada unidad individual (célula, órgano, individuo) está siempre en conflicto entre la vida propia personal y la supeditación a los intereses de la unidad superior. Cada organización compleja (Humanidad, Estado, órgano) se basa para su buen funcionamiento en que la mayoría de las partes se sometan a la idea común y la sirvan. Normalmente, todo sistema soporta la separación de algunos de sus miembros sin peligro para la totalidad.

 

Pero existe un límite y, si éste es superado, el conjunto corre peligro. Un Estado puede apartar a unos cuantos ciudadanos que no trabajen, que tengan un comportamiento antisocial o que combatan al Estado. Pero, cuando este grupo que no se identifica con los objetivos del Estado crece y alcanza una magnitud determinada, constituye un peligro para el todo y, si llega a conseguir la superioridad, puede poner en peligro la existencia del todo.

 

Desde luego, el Estado tratará durante mucho tiempo de protegerse contra este crecimiento y de defender su propia existencia, pero cuando estos intentos fracasen su caída es segura. La mejor política consiste en atraer a los grupitos de ciudadanos disidentes a los objetivos del bien común, proporcionándoles buenos incentivos. A la larga, la represión violenta o la expulsión casi nunca tienen éxito sino que favorecen el caos. Desde el punto de vista del Estado, las fuerzas opositoras son enemigos peligrosos que no tienen más objetivo que destruir el orden y propagar el caos.

 

Esta visión es correcta, pero sólo desde este punto de vista. Si preguntáramos a los insurgentes oiríamos otros argumentos no menos correctos, desde su punto de vista. Lo cierto es que ellos no se identifican con los objetivos y conceptos de su Estado sino que propugnan sus propias ideas e intereses que quieren ver realizados.

 

El Estado quiere obediencia y los grupos quieren libertad para realizar sus propias ideas. Se puede comprender a unos y otros, pero no es fácil dar gusto a ambos al mismo tiempo sin hacer sacrificios. No se trata aquí de desarrollar teorías ni de exponer creencias sociopolíticas sino de describir el proceso del cáncer en otro plano, a fin de ensanchar un poco el ángulo desde el que suele contemplarse.

 

El cáncer no es un hecho aislado que se presenta únicamente bajo las formas así denominadas sino un proceso muy diferenciado e inteligente que debería ocupar a los seres humanos en todos los planos. En casi todas las demás enfermedades sentimos cómo el cuerpo combate, con las medidas adecuadas, una anomalía que amenaza una función. Si lo consigue, hablamos de curación (que puede ser completa o no). Si no lo consigue y sucumbe en el intento, es la muerte.

 

Pero con el cáncer experimentamos algo totalmente distinto: el cuerpo ve cómo sus células, cada vez en mayor número, alteran su comportamiento y, mediante una activa división, inician un proceso que en sí no conduce a ningún fin y que únicamente encuentra sus límites en el agotamiento del huésped (terreno nutricio). La célula cancerosa no es, como por ejemplo los bacilos, los virus o las toxinas, algo que viene de fuera a atacar el organismo sino que es una célula que hasta ahora realizaba su actividad al servicio de su órgano y, por consiguiente, al servicio del organismo en su conjunto, a fin de que éste tuviera las mejores posibilidades de supervivencia.

 

Pero, de pronto, la célula cambia de opinión y deja de identificarse con la comunidad. Empieza a desarrollar objetivos propios y a perseguirlos con ahínco. Da por terminada la actividad al servicio de un órgano determinado y pone por encima de todo la propia multiplicación. Ya no se comporta como miembro de un ser multicelular sino que retrocede a una etapa anterior de vida unicelular.

 

Se da de baja de su asociación celular y con una multiplicación caótica, se extiende rápida e implacablemente, cruzando todas las fronteras morfológicas (infiltración) y estableciendo puestos estratégicos (metástasis). Utiliza la comunidad celular, de la que se ha desprendido, para su propia alimentación. El crecimiento y multiplicación de las células cancerosas es tan rápido que a veces los vasos sanguíneos no dan abasto para alimentarlas.

 

En tal caso, las células cancerosas prescinden de la oxigenación y pasan a la forma de vida más primitiva de la fermentación. La respiración depende de la comunidad (intercambio) mientras que la fermentación puede realizarla cada célula por sí sola. Esta triunfal proliferación de las células cancerosas termina cuando ha consumido literalmente a la persona a la que ha convertido en su suelo nutricio. Llega un momento en el que la célula cancerosa sucumbe a los problemas de abastecimiento.

 

Hasta este momento, prospera.

Queda la pregunta de por qué la que fuera excelente célula hace todas estas cosas. Su motivación debería ser fácil de explicar. En su calidad de miembro obediente del individuo multicelular sólo tenía que realizar una actividad prescrita que era útil al multicelular para su supervivencia. Era una de tantas células que tenía que realizar un trabajo poco atractivo «por cuenta ajena». Y lo hizo durante mucho tiempo.

 

Pero, en un momento dado el organismo perdió su atractivo como marco para el propio desarrollo de la célula. Un unicelular es libre e independiente, puede hacer lo que quiera, y con su facultad de multiplicación, puede hacerse inmortal.

 

En su calidad de miembro de un organismo multicelular, la célula era mortal y esclava. ¿Tan raro es que la célula recuerde su libertad de antaño y regrese a la existencia unicelular, a fin de conquistar por sí misma la inmortalidad? Somete a la comunidad a sus propios intereses y, con implacable perseverancia, empieza a labrarse un futuro de libertad.

 

Es un proceso próspero cuyo defecto no se descubre hasta que ya es tarde, es decir, cuando uno se da cuenta de que el sacrificio del otro y su utilización como tierra nutricia acarrea también la propia muerte. El comportamiento de la célula cancerosa es satisfactorio únicamente mientras vive el casero, su final significa también el fin del desarrollo del cáncer.

 

Aquí reside el pequeño pero trascendental error en el concepto de la realización de la libertad y la inmortalidad. Uno se retira de la antigua comunidad y no se da cuenta de que la necesita hasta que ya es tarde. Al ser humano no le hace gracia dar su vida por la vida de la célula cancerosa, pero la célula del cuerpo tampoco daba su vida con gusto por el ser humano. La célula cancerosa tiene argumentos tan buenos como los del ser humano, sólo que su punto de vista es otro. Ambos quieren vivir y hacer realidad sus ansias de libertad. Ambos están dispuestos a sacrificar al otro para conseguirlo.

 

En el «ejemplo del Estado» ocurría algo parecido. El Estado quiere vivir y hacer realidad su ideología, un par de disidentes también quieren vivir y hacer realidad sus ideas. En un principio, el Estado trata de eliminar a los disidentes. Si no lo consigue, los revolucionarios sacrifican al Estado. Ninguna de las partes tiene piedad. El individuo extirpa, irradia y envenena las células cancerosas mientras puede, pero si ganan ellas aniquilan al cuerpo. Es el eterno conflicto de la Naturaleza: comer o ser comido.

 

Sí, el ser humano se da cuenta de la implacabilidad y la miopía de las células cancerosas, pero ¿ve también que él se comporta del mismo modo, que nosotros, los humanos, tratamos de asegurar nuestra supervivencia por el mismo procedimiento que utiliza el cáncer? Aquí está la clave del cáncer. No es casualidad que prolifere tanto en nuestra época ni que se le combata con tanto empeño y tan poco éxito. (¡Las investigaciones del oncólogo norteamericano Hardin B. Jones indican que la esperanza de vida de los pacientes no tratados parece mayor que la de los pacientes tratados!)

 

La enfermedad del cáncer es expresión de nuestra época y de nuestra ideología colectiva. Experimentamos en nosotros como cáncer sólo aquello que nosotros mismos vivimos. Nuestra época está caracterizada por la expansión implacable y la persecución de los propios intereses. En la vida política, económica, «religiosa» y privada, el ser humano trata de extender sus propios objetivos e intereses sin miramientos sobre las fronteras (morfología), establecer puestos estratégicos para favorecer sus intereses (metástasis) y hacer prevalecer exclusivamente sus ideas y objetivos utilizando a todos los demás en beneficio propio (parasitismo).

 

Todos argumentamos como la célula cancerosa. Nuestro crecimiento es tan rápido que también nosotros tenemos problemas de abastecimiento. Nuestros sistemas de comunicación se extienden por todo el mundo, pero a veces falla la comunicación con nuestro vecino o con nuestra pareja. El ser humano tiene tiempo libre, pero no sabe qué hacer con él.

 

Producimos alimentos y luego los destruimos, para manipular los precios. Podemos dar la vuelta al mundo cómodamente, pero no nos conocemos a nosotros mismos. La filosofía de nuestro tiempo no conoce otro objetivo que el crecimiento y el progreso. El ser humano trabaja, experimenta, investiga, ¿para qué? ¡Por el progreso! ¿Qué objetivo tiene el progreso? ¡Más progreso!

 

La Humanidad va en un viaje sin destino. Constantemente se fija cada vez nuevos objetivos, para no desesperar. La ceguera del hombre de nuestro tiempo no tiene nada que envidiar a la ceguera de la célula del cáncer. A fin de favorecer la expansión económica, durante décadas el hombre utilizó el medio ambiente como un suelo nutricio y hoy comprueba «consternado» que la muerte del huésped significa también la muerte propia.

 

Los seres humanos consideran todo el mundo su suelo nutricio: plantas, animales, minerales. Todo está ahí únicamente para que nosotros podamos extendernos sobre toda la Tierra. ¿De dónde sacan los hombres que así se comportan el valor y la desfachatez para quejarse del cáncer? ¡Si no es más que nuestro espejo! Él nos muestra nuestra conducta, nuestros argumentos y también el final del camino. No hay que vencer el cáncer, sólo hay que comprenderlo, para poder comprendernos a nosotros mismos.

 

¡Pero los seres humanos siempre tratan de romper el espejo cuando no les gusta su cara!

 

Los seres humanos tienen cáncer porque son cáncer. El cáncer es nuestra gran oportunidad para ver en él nuestros vicios mentales y equivocaciones. Por lo tanto intentemos descubrir los puntos débiles de ese concepto que tanto el cáncer como nosotros utilizamos como ideología. En última instancia, el cáncer naufraga por la polarización «Yo o la comunidad».

 

Él sólo ve esta disyuntiva y se decide por la propia supervivencia, independiente del entorno para comprender demasiado tarde que él depende del entorno. Le falta la conciencia de una unidad mayor y más completa. Él sólo ve la unidad en su propia limitación. Esta falta de comprensión de la unidad es algo que las personas tienen en común con el cáncer. También el individuo se limita en su propia mente, marcando ante todo la división entre Yo y Tú. Se piensa en «unidades» sin advertir que es un concepto aberrante.

 

La unidad es la suma de todo lo que es y no conoce nada fuera de sí. Si se divide la unidad, se forma la multiplicidad, pero esta multiplicidad sigue siendo, a fin de cuentas, parte integrante de la unidad.

Cuanto más se aísla un ego más pierde la conciencia del todo de que él sólo es una parte. El ego concibe la ilusi6n de poder hacer algo «por sí solo». Pero el verdadero aislamiento del resto del universo no existe. Es algo que sólo puede imaginar nuestro Yo. En la medida en que el Yo se aísla, el ser humano pierde la «religión», la trabazón con el principio del Ser.

 

Después el Ego trata de satisfacer sus necesidades y nos traza el camino a seguir. Al Yo le resulta grato todo aquello que favorece la separación, que sirve a la diferenciación, porque con cada acentuación de los límites se percibe más claramente a sí mismo.

 

El Ego sólo tiene miedo de la unión con el todo, porque eso presupone su muerte. El Ego defiende su existencia con ahínco, con inteligencia y buenos argumentos, utilizando las teorías más sacrosantas y los prop6sitos más nobles, cualquier cosa con tal de sobrevivir. Y así se crean objetivos que no son tales objetivos. El progreso como objetivo es absurdo, ya que no tiene punto final. Un objetivo auténtico sólo puede consistir en una transformación del estado anterior, pero no en la simple continuación de algo que ya existe.

 

Nosotros, los humanos, estamos en la polaridad, ¿de qué nos sirve un objetivo que sólo sea polar? Ahora bien, si el objetivo es la «unidad», ello significa una cualidad del Ser totalmente diferente de la que experimentamos en la polaridad. Al individuo que está en la cárcel no se le motiva proponiéndole otra cárcel, aunque ésta sea un poco más cómoda; pero la libertad es un paso cualitativamente mucho más importante. Ahora bien, el objetivo de la «unidad» sólo puede alcanzarse sacrificando el Yo, porque mientras haya un Yo habrá un Tú y seguiremos en la polaridad.

 

Para «renacer en espíritu» antes hay que morir y esta muerte afecta al Yo. Rumi, el místico islámico, condensa graciosamente el tema en este cuento: «Un hombre llamó a la puerta de la amada. Una voz preguntó: "¿Quién es?" "Soy yo", respondió él. Y la voz dijo: "Aquí no hay sitio suficiente para mí y para ti" Y la puerta siguió cerrada. Al cabo de un año de soledad y añoranza, el hombre volvió a llamar a la puerta. Una voz preguntó desde dentro: "¿Quién es?" "Eres tú", respondió el hombre. Y la puerta se abrió.»

 

Mientras nuestro Yo luche por la vida eterna, seguiremos fracasando como la célula del cáncer. La célula del cáncer se diferencia de la célula corporal por la sobrevaloración de su Ego. En la célula, el núcleo hace las veces de cerebro. En la célula cancerosa, el núcleo adquiere más y más importancia y, por lo tanto, aumenta de tamaño (el cáncer se diagnostica también por la alteración morfológica del núcleo de la célula).

 

Esta alteración del núcleo equivale a la hiperacentuación del pensamiento cerebral egocéntrico que marca nuestra época. La célula cancerosa busca su vida eterna en la proliferación y expansión material. Ni el cáncer ni el ser humano han comprendido todavía que buscan en la materia algo que no está ahí, la vida. Se confunde el contenido con la forma y con la multiplicación de la forma, se trata de conseguir el codiciado contenido.

 

Pero ya Jesús advirtió: «El que quiera conservar la vida la perderá.» Por lo tanto, todas las escuelas iniciáticas enseñan desde tiempo inmemorial el camino opuesto: sacrificar la forma para recibir el contenido o, en otras palabras: el Yo debe morir para que podamos volver a nacer en el Ser. Desde luego el Ser no es mi ser, sino el Ser. Es el punto central que está en todo. El Ser no posee un ser diferenciado, puesto que abarca todo lo que es. Y por fin aquí huelga la pregunta: «¿Yo o los otros?»

 

El ser no reconoce a otro, porque es todo uno. Este objetivo, naturalmente, resulta peligroso para el Ego y poco atractivo. Por ello no debemos admirarnos que el Ego haga todo lo que puede por cambiar este objetivo de la unión con el todo por el objetivo de un Ego grande, fuerte, sabio e iluminado. La mayoría de los peregrinos, tanto los que siguen el camino esotérico como los que eligen el religioso, fracasan porque tratan de alcanzar con su Yo el objetivo de la salvación o la iluminación. Muy pocos son los que comprenden que su Yo, con el que aún se identifican, nunca puede ser iluminado ni redimido.

 

El objetivo supremo exige siempre Sacrificio del Yo, la Muerte del Ego. Nosotros no podemos redimir nuestro Yo, sólo podemos desprendernos de él y entonces estamos salvados. El miedo que en este momento suele sentirse a no ser en adelante, sólo confirma lo mucho que nos identificamos con nuestro Yo y lo poco que sabemos de nuestro Ser. Y precisamente aquí está la posibilidad de solución de nuestro problema con el cáncer. Cuando al fin, lenta y gradualmente, aprendemos a cuestionarnos nuestra obsesión por el Yo y nuestro afán de diferenciarnos, y nos decidimos a abrirnos, empezamos a vivir como parte del todo y también a asumir responsabilidad por el todo.

 

Entonces comprendemos que el bien del todo y nuestro bien son el mismo porque nosotros somos uno con todo (pars pro toto). También cada célula recibe toda la información genética del organismo. ¡Ella sólo debe comprender que, en realidad, ella es el Todo! «Microcosmos = Macrocosmos», nos enseña la filosofía hermética.

 

El vicio mental reside en la diferenciación entre Yo y Tú. Así se crea la ilusión de que uno puede sobrevivir como Yo sacrificando al Tú y utilizándolo como suelo nutricio. En realidad, la suerte del Yo y del Tú, de la Parte y el Todo, no puede separarse. La muerte que la célula cancerosa produce en el organismo es también su propia muerte, del mismo modo que, por ejemplo, la muerte del medio ambiente trae consigo nuestra propia muerte. Pero la célula del cáncer cree en un Exterior separado de ella, lo mismo que los seres humanos creen en un Exterior.

 

 Esta creencia es mortal.

 

El remedio se llama amor. El amor cura porque suprime las barreras y deja entrar al otro para formar la unidad. El que ama no coloca su Yo en primer lugar sino que experimenta una unidad mayor. El que ama siente con el amado como si fuera él mismo. Esto no sólo vale para el amor humano. El que ama a un animal no puede contemplarlo desde el punto de vista del ganadero.

 

No nos referimos a un pseudoamor sentimental sino a ese estado que realmente hace sentir algo de la unión de todo lo que es y no esa actuación con la que con frecuencia uno trata de neutralizar sus inconscientes sentimientos de culpabilidad por las propias agresiones reprimidas, por medio de «buenas obras» y de un exagerado «amor a los animales».

 

El cáncer no muestra amor vivido, el cáncer es amor pervertido:

  • El amor salva todas las fronteras y barreras.

  • En el amor se unen y funden los opuestos.

  • El amor es la unión con todo, se hace extensivo a todo y no se detiene ante nada.

  • El amor no teme la muerte, porque el amor es vida.

  • El que no vive este amor en su conciencia corre peligro de que su amor pase a lo corporal y trate de imponer ahí sus leyes en forma de cáncer.

  • También la célula cancerosa salva todas las fronteras y barreras.

  • El cáncer pasa por alto la individualidad de los órganos.

  • También el cáncer se extiende por todas partes y no se detiene ante nada (metástasis).

  • Tampoco las células cancerosas temen a la muerte.

El cáncer es amor en el plano equivocado. La perfección y la unión sólo pueden realizarse en el espíritu y no en la materia, porque la materia es la sombra del espíritu.

 

Dentro del mundo transitorio de las formas, el ser humano no puede realizar lo que pertenece a un plano imperecedero. A pesar de todos los esfuerzos de los que aspiran a mejorar el mundo, nunca existirá un mundo perfectamente sano, sin conflictos ni problemas, sin fricciones ni disputas. Nunca existirá el ser humano completamente sano, sin enfermedad ni muerte, nunca existirá el amor que todo lo abarca, porque el mundo de las formas vive de las fronteras.

 

Pero todos los objetivos pueden realizarse —por todos y en todo momento— por el que descubre la falsedad de las formas y en su conciencia es libre. En el mundo polar, el amor conduce a la esclavitud: en la unidad, es libertad. El cáncer es el síntoma de un amor mal entendido. El cáncer sólo respeta el símbolo del amor verdadero.

 

El símbolo del amor verdadero es el corazón.

 

¡El corazón es el único órgano que no es atacado por el cáncer!
 

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XV. EL SIDA

 

Desde la publicación de este libro, en el año 1983, un nuevo síntoma ha surgido con ímpetu situándose en el centro del interés público y probablemente —a juzgar por los indicios— permanecerá de actualidad durante mucho tiempo.

 

Cuatro iniciales simbolizan la nueva plaga: SIDA, Síndrome de Inmuno–Deficiencia Adquirida. El causante material es el virus HTLV-III/LAV, un agente minúsculo muy sensible que sólo puede vivir en un medio muy específico, por lo cual, para la transmisión de este virus, tienen que pasar al sistema circulatorio de otra persona células de sangre fresca o esperma. Fuera del organismo humano, el agente muere.

 

Son reserva natural del virus del SIDA ciertas especies de monos del África Central (especialmente el macaco verde). Fue descubierto a finales de los años setenta en un drogadicto de Nueva York. Por la utilización común de agujas hipodérmicas, el virus se extendió primeramente entre los toxicómanos y pasó después a los homosexuales donde siguió extendiéndose por el contacto sexual.

 

Actualmente, entre los grupos de riesgo, los homosexuales ocupan el primer lugar, debido a que la relación anal practicada preferentemente suele producir pequeñas heridas de la sensible mucosa del intestino recto. Ello permite a los espermas que contengan el virus pasar a la sangre (la mucosa vaginal es más resistente a las heridas).

 

El SIDA apareció en el momento en que los homosexuales habían mejorado y legitimado considerablemente su status en América. Después se ha sabido que en el África Central el SIDA no está menos extendido entre los heterosexuales, pero en Europa y América los homosexuales son la tierra de cultivo de la epidemia. Actualmente, la libertad sexual está seriamente amenazada por el SIDA: unos lo lamentan y otros ven en ello el justo castigo de Dios.

 

Lo cierto es que el SIDA se ha convertido en un problema de la colectividad: El SIDA no es cosa de unos cuantos sino de todos. Por consiguiente, tanto a nosotros como a la editorial nos pareció oportuno agregar al libro este capítulo sobre el SIDA, en el que tratamos de esclarecer el fondo de la sintomatología del SIDA.

 

Al examinar los síntomas del SIDA llaman la atención cuatro puntos:

  1. El SIDA provoca la destrucción de las defensas del cuerpo, es decir, que ataca la capacidad del cuerpo a aislarse y defenderse de los agentes del exterior. Este daño irreparable causado a las defensas inmunológicas expone a los enfermos del SIDA a las infecciones (y a ciertos tipos de SIDA) que no son una amenaza para las personas con las defensas intactas.
     

  2. Dado que el virus HTLV-III/LAV tiene un período de incubación larguísimo (entre el momento de la infección y el de la manifestación de los síntomas pueden transcurrir varios años), el SIDA tiene un carácter inquietante. Si descontamos la posibilidad del test (el test Elisa) uno no puede saber cuántas personas puede haber infectadas por el SIDA, ni si lo está uno. Por lo tanto el SIDA es un adversario invisible, muy difícil de combatir.
     

  3. Puesto que el SIDA sólo puede contraerse por contagio a través de la sangre y el semen, no se trata de un problema personal y particular, sino que revela con elocuencia nuestra dependencia de los demás.
     

  4. Finalmente, en el SIDA la sexualidad es factor primordial ya que es prácticamente la única vía de contagio, aparte de las otras dos posibilidades —utilización de agujas de inyección usadas y transfusión de sangre afectada— relativamente fáciles de eliminar. Con ello, el SIDA ha alcanzado categoría de «enfermedad de transmisión sexual» y la sexualidad tiene connotaciones angustiosas.

Hemos llegado al convencimiento de que el SIDA como peligro colectivo es la continuación lógica del problema que se manifiesta en el cáncer. El cáncer y el SIDA tienen mucho en común, por lo que cabe reunirlos bajo el epígrafe común de «El amor enfermo».

 

Para entender lo que queremos decir con ello será necesario referirnos brevemente al tema «amor» y a lo dicho en capítulos anteriores (pág. 54). En el Capítulo IV de la Primera Parte de este libro (Bien y Mal) vemos que el amor es la única instancia que está en condiciones de superar la polaridad y unir los contrarios. Pero, como sea que los contrarios siempre están definidos por fronteras —Bueno/Malo, Dentro/Fuera, Yo/Tú—, la función del amor consiste en superar —o, mejor dicho, derribar— fronteras.

 

Por lo tanto, nosotros definimos el amor, entre otras cosas, como capacidad de apertura, de «aceptar» al otro, de sacrificar la frontera del Yo. El sacrificio que impone el amor tiene una larga y rica tradición en la poesía, la mitología y la religión; nuestra cultura lo conoce en la figura de Jesús que, por amor a la Humanidad, aceptó el sacrificio de la muerte y con ello siguió el mismo camino que todos los hijos de Dios.

 

Cuando hablamos de «amor» nos referimos a un proceso espiritual, no a un acto corporal; cuando nos referimos al «amor corporal» decimos sexualidad. Hecha esta distinción, en seguida comprenderemos que en nuestro tiempo y en nuestra cultura tenemos un gran problema con el «amor». El amor apunta, en primer lugar, al alma del otro, no a su cuerpo; la sexualidad desea el cuerpo del otro. Ambos tienen su justificación; lo peligroso —en esto como en todo— es la unilateralidad.

 

La vida es equilibrio, es compensación entre Yin y Yang, Abajo y Arriba, Izquierda y Derecha. Referido a nuestro tema, esto significa que la sexualidad tiene que equilibrarse con el amor ya que, de lo contrario, nos quedamos en la unilateralidad, y toda unilateralidad es «mala», es decir, insana, enfermiza. Ya casi no nos damos cuenta de la fuerza con la que en nuestro tiempo se subraya el Ego y se marcan los límites de la personalidad, ya que este tipo de individualización ha llegado a hacerse perfectamente natural.

 

Si nos paramos a pensar en el valor que hoy en día tiene el nombre en la industria, la publicidad y el arte y lo comparamos tiempos pasados en los que la mayoría de los artistas quedaron en el anonimato, comprenderemos con claridad lo que queremos decir con la acentuación del Ego. Esta evolución se muestra también en otros campos de la vida, por ejemplo en la transformación de la gran familia en pequeña familia y en la más moderna forma de vida, la del «soltero». Hoy día, el apartamento de una habitación es expresión de nuestro creciente aislamiento y soledad.

 

El individuo moderno trata de contrarrestar esta tendencia por dos medios: la comunicación y la sexualidad. El desarrollo de los medios de comunicación se ha disparado: Prensa, radio, TV, teléfono, ordenador, télex, etc., todos estamos conectados electrónicamente. Primeramente, la comunicación electrónica no resuelve el problema de la soledad y el aislamiento; en segundo lugar, el desarrollo de los modernos sistemas electrónicos muestra claramente a los seres humanos la futilidad y la imposibilidad de aislarse realmente, de guardar algo en secreto para sí o reivindicar un ego. (¡Cuanto más avanza la electrónica, más difíciles e inútiles se hacen el secreto, la protección de datos y los copyrights!)

 

La otra fórmula mágica es libertad sexual: cualquiera puede «establecer contacto» con quien le apetezca y, no obstante, permanecer espiritualmente intacto. No es, pues, de extrañar que se pongan los nuevos medios de comunicación al servicio de la sexualidad: desde los anuncios en la Prensa hasta el «telefonsex» y el «computersex», el último juego USA.

 

La sexualidad sirve, pues, para el placer, concretamente, en primer lugar, el propio —la «pareja» suele ser un simple accesorio—. Pero, a fin de cuentas tampoco se necesita al otro, ya que el placer se experimenta también por teléfono o a solas (masturbación).

 

El amor, por el contrario, significa el verdadero encuentro con otra persona; pero el encuentro «con el otro» es siempre un proceso que genera ansiedad, porque exige que uno se cuestione la propia manera de ser. El encuentro con otra persona es siempre encuentro con la propia sombra. Por esto es tan difícil la convivencia. El amor tiene más de trabajo que de placer. El amor pone en peligro la frontera del ego y exige apertura.

 

La sexualidad es un estupendo complemento del amor, para abrir fronteras y experimentar la unión en lo corporal. Pero, si se excluye el amor, la sexualidad por sí sola no puede cumplir esta función. Nuestra época, ya lo hemos dicho, es egocéntrica en grado superlativo y tiene aversión a todo lo que apunta a la superación de la polaridad.

 

Y nosotros, forzando el énfasis en la sexualidad, tratamos de ocultar y compensar la incapacidad para el amor: nuestro tiempo está sexualizado pero falto de amor. El amor pasa a la sombra. Es un problema de nuestro tiempo y de toda nuestra cultura occidental, un problema colectivo. Desde luego, el problema incide especialmente en los homosexuales.

 

Aquí no se trata de discutir las diferencias que existen entre homosexualidad y heterosexualidad sino de resaltar la clara tendencia observada entre los homosexuales hacia una disminución de las relaciones estables con una pareja única, y un aumento de la promiscuidad: no es excepcional que, en un solo fin de semana, se establezca contacto sexual con diez y hasta con veinte personas.

 

Cierto, la tendencia y la problemática que acarrea es la misma para homosexuales y para heterosexuales, pero entre éstos está menos acentuada y generalizada. Cuanto más se disocia el amor de la sexualidad y se busca sólo el placer propio, más se disipan los estímulos sexuales. Ello exige una escalada del estímulo que tiene que ser cada vez más original y refinado, y el recurso a prácticas sexuales extremas que denotan clara mente lo poco que cuenta la pareja, que es degradada a la condición de simple estímulo.

 

Suponemos que estas esquemáticas observaciones pueden servir de punto de partida para comprender el cuadro del SIDA.

Si el amor ya no es vivido interiormente como encuentro e intercambio espiritual entre dos personas, pasa a la sombra y, en última instancia, al cuerpo. El amor es enemigo de fronteras e insta a la apertura y la unión con lo que viene de fuera. La destrucción de las defensas que provoca el SIDA refleja claramente este principio. Las defensas del organismo protegen la necesaria frontera corporal, pues toda forma exige un límite y, por consiguiente, un ego.

 

El enfermo de SIDA vive en el plano corporal el amor, la apertura, la accesibilidad y la vulnerabilidad que rehuyó por miedo en el plano espiritual. La temática del SIDA es muy parecida a la del cáncer, por lo que catalogamos ambos síntomas con el mismo epígrafe de «amor enfermo». Pero existe una diferencia: el cáncer es más «personal» que el SIDA, es decir, que el cáncer afecta al paciente individualmente, no se contagia.

 

El SIDA, por el contrario, nos hace comprender que no estamos solos en el mundo, que cada individualización es una ilusión y que el ego es, a fin de cuentas, una aberración. El SIDA nos hace sentir que somos parte de una comunidad, parte de un gran todo y que, corno parte, somos responsables del todo. El paciente del SIDA siente de modo fulminante el peso de esta responsabilidad y debe decidir lo que va a hacer en adelante. El SIDA impone responsabilidad, precaución y consideración hacia los demás, cualidades de las que hasta el momento anduvo escaso el paciente del SIDA.

 

Por otra parte, el SIDA exige la total renuncia a la agresividad en la sexualidad, ya que, si hay sangre, la pareja se contagia. El uso del condón (y guantes de goma) reconstruye artificialmente la «frontera» que el SIDA había derribado en el plano corporal. Con el abandono de la sexualidad agresiva, el paciente tiene la posibilidad de adquirir ternura y delicadeza como forma de relación y, además, el SIDA lo pone en contacto con los temas soslayados de debilidad, indefensión, pasividad, en suma, con el mundo del sentimiento.

 

Es evidente que los aspectos que el SIDA obliga a replegar (agresividad, sangre, desconsideración...) se hallan situados en la polaridad masculina (Yang) mientras que los que obliga a cultivar corresponden a la polaridad femenina (Yin) (debilidad, indefensión, delicadeza, ternura, consideración). No es de extrañar, pues, que el SIDA tenga tanta incidencia entre los homosexuales, puesto que el homosexual rehuye el debate con lo femenino (¡por más que el homosexual asuma tan ostensiblemente la feminidad en su manera de actuar, ya que este comportamiento en sí es síntoma!).

 

Los mayores grupos de riesgo del SIDA son los formados por drogadictos y homosexuales. Son, en general, grupos automarginados que suelen rechazar e, incluso, odiar al resto de la sociedad y que, a su vez, suscitan repulsa y aversión. El SIDA enseña al cuerpo a renunciar al odio: al destruir las defensas, implanta el amor indiscriminado.

 

El SIDA enfrenta a la Humanidad con una zona de la sombra muy profunda. El SIDA es un emisario del «submundo», y en más de un sentido, ya que la puerta de entrada del agente se encuentra en el «submundo» del ser humano. El agente propiamente dicho permanece mucho tiempo en «la oscuridad», ignorado, hasta que, poco a poco, se manifiesta a través de la vulnerabilidad y el debilitamiento del paciente. Entonces el SIDA conmina a la conversión, a la metamorfosis.

 

El SIDA nos resulta inquietante porque actúa desde lo oculto, lo invisible, lo inconsciente: el SIDA es el «enemigo invisible» que hirió de muerte a «Anfortas», el rey del Grial. El SIDA tiene una relación simbólica (y, por consiguiente, temporal) con el peligro de la radiactividad. Después de que «el hombre moderno», a costa de tantos esfuerzos, se liberara de todos «los mundos invisibles, intangibles, de números y desconocidos», ahora los mundos declarados «inexistentes» contraatacan; devuelven al hombre al miedo primitivo, tarea que en los viejos tiempos incumbía a demonios, espíritus, dioses coléricos y monstruos del reino de lo invisible.

 

Es sabido que la fuerza sexual es una fuerza misteriosa e inquietante que tiene la facultad de separar y de unir, según el plano en el que actúe. Desde luego, no se trata de condenar y reprimir nuevamente la sexualidad, pero sí de dotar a una sexualidad entendida de forma puramente física de una «apertura espiritual» llamada, sencillamente, «amor».

 

En resumen:

  • Sexualidad y amor son los dos polos de un tema llamado «unión de contrarios».

  • La sexualidad se refiere al cuerpo y el amor al alma del otro.

  • La sexualidad y el amor deben estar en equilibrio.

  • El encuentro psíquico (amor) se considera peligroso y angustioso, ya que atenta contra las fronteras del Yo.

  • El énfasis en la sexualidad corporal hace que el amor pase a la sombra.

  • En estos casos, la sexualidad tiende a hacerse agresiva e hiriente (en lugar de atacar la frontera psíquica del Yo se atacan las fronteras corporales y corre la sangre).

  • El SIDA es la fase terminal de un amor que ha descendido a la sombra.

  • El SIDA derriba en el cuerpo las fronteras del Yo y hace experimentar al cuerpo el miedo al amor que fuera rehuido en el plano psíquico.

Por lo tanto, en definitiva, también la muerte no es sino la forma de expresión corporal del amor, ya que realiza la entrega total y la renuncia al aislamiento del Yo (véase el cristianismo).

 

Ahora bien, la muerte no es más que el principio de una transformación, el comienzo de una metamorfosis.

 

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XVI. ¿QUÉ SE PUEDE HACER?

 

Después de tantas reflexiones y consideraciones dirigidas a comprender el mensaje de los síntomas, el enfermo se pregunta: «Y ahora que ya sé todas estas cosas, ¿qué tengo que hacer para curarme?»

 

Nuestra respuesta es siempre la misma: «¡Abrir los ojos!»

 

Esta invitación en un principio, suele considerarse trivial, simplista e inoperante. Y es que uno quiere hacer algo, quiere cambiar, actuar de otro modo. ¿Y qué se cambia con «abrir los ojos»? Nuestro constante afán de «cambio» es uno de los mayores peligros que acechan en el camino. En realidad, no hay nada que cambiar, excepto nuestra visión. Por eso nuestro consejo se reduce a «abrir los ojos».

En este mundo, el ser humano no puede hacer más que aprender a ver, aunque, desde luego, es lo más difícil. La evolución se funda únicamente en la modificación de la visión: todas las funciones externas son mera expresión de la nueva visión. Comparemos, por ejemplo, el actual estado de desarrollo de la técnica con el de la Edad Media y la única diferencia es que desde entonces hemos aprendido a ver determinadas leyes y posibilidades. Son leyes y posibilidades que ya existían hace diez mil años, sólo que entonces nadie las había visto.

 

El ser humano gusta de imaginar que él crea algo Nuevo, y habla con orgullo de sus inventos. Pero no se da cuenta de que más que inventar, lo que hace es encontrar una posibilidad ya existente. Todos los pensamientos y las ideas están ahí en potencia, pero el ser humano necesita tiempo para integrárselos. Por mucho que les duela a los que se empeñan en mejorar el mundo, en este mundo no hay nada que mejorar ni que cambiar, más que la propia visión. Los más complicados problemas se reducen, en última instancia a la vieja fórmula de ¡conócete a ti mismo!.

 

Esto, en realidad, es tan difícil y tan arduo que continuamente tratamos de desarrollar complicadas teorías y sistemas a fin de conocer y cambiar a nuestros semejantes, nuestras circunstancias y nuestro entorno. Después de tantos afanes, es irritante que las ampulosas teorías, sistemas y elucubraciones, sean barridos de la mesa y sustituidos por un simple «conócete a ti mismo». Ahora bien, el concepto puede parecer simple pero su puesto en práctica no lo es.

 

Jean Gebser escribe:

«El necesario cambio del mundo y de la Humanidad no será operado por los intentos de reformar el mundo; los reformadores, en su lucha por un mundo mejor como ellos dicen, rehuyen la tarea de mejorarse a sí mismos; practican la vieja táctica, humana pero lamentable, de exigir a los demás lo que ellos no hacen por pereza; pero los éxitos aparentes que consiguen no les disculpan de haber traicionado no sólo al mundo sino a sí mismos.»

(Decadencia y participación.)

Pero mejorarse a sí mismo no es sino aprender a verse tal como uno es. Reconocerse a sí mismo no significa conocer su Yo. El Yo es al Ser lo que un vaso de agua es al océano. Nuestro Yo nos enferma, el Ser está sano. El camino de la salud es el camino que va del Yo al Ser, de la cárcel a la libertad, de la polaridad a la unidad.

 

Cuando un síntoma determinado me indica lo que (entre otras cosas) me falta para alcanzar la unidad, tengo que aprender a ver esta carencia y asumirla conscientemente. Con nuestras interpretaciones pretendemos conducir la mirada hacia aquello que siempre pasamos por alto. Cada uno lo ve, bastará con que no lo pierda de vista y lo mire con más y más atención. Sólo una observación constante y atenta vence las resistencias y hace crecer ese amor que es necesario para asumir lo observado. Para ver la sombra hay que iluminarla.

 

Errónea —pero frecuente— es la reacción de querer librarse lo antes posible del principio que el síntoma revela. Así el que al fin descubre su agresividad subconsciente se pregunta con horror: «¿Y qué hago yo ahora para librarme de esta terrible agresividad?» La respuesta es: «Nada. ¡Disfrútala!» Es precisamente este «no querer tener» lo que provoca la formación de la sombra y nos pone enfermos: ver la agresividad nos sana. Quien lo considere peligroso olvida que no por mirar hacia otro lado vamos a hacer desaparecer un principio.

 

El principio peligroso no existe, sólo es peligrosa la fuerza desequilibrada. Cada principio es neutralizado por su polo opuesto. Aislado, todo principio es peligroso. El calor solo es tan malo para la vida como el frío solo. La mansedumbre aislada no es más noble que la intemperancia aislada. Sólo en el equilibrio de las fuerzas está la paz. La gran diferencia entre «el mundo» y «los sabios» consiste en que el mundo siempre trata de hacer realidad un polo, mientras que los sabios prefieren el justo medio entre los dos polos.

 

El que llega a comprender que el ser humano es un microcosmos, poco a poco pierde el miedo a ver en sí todos los principios. Si en un síntoma descubrimos un principio que nos falta, basta con aprender a querer el síntoma ya que él hace realidad lo que nos falta. El que espera con impaciencia la desaparición del síntoma no ha comprendido el concepto. El síntoma expresa el principio que está en la sombra: si nosotros aceptamos el principio, mal podemos rechazar el síntoma. Aquí está la clave. La aceptación del síntoma lo hace superfluo.

 

La resistencia provoca mayor presión. El síntoma desaparece rápidamente cuando al paciente se le ha hecho indiferente. La indiferencia indica que el paciente acepta la validez del principio manifestado en el síntoma. Y esto se consigue sólo con «abrir los ojos». Para evitar malas interpretaciones, repetiremos una vez más que nosotros hablamos del plano esencial de la enfermedad y en ningún caso pretendemos prescribir el comportamiento a observar en el plano funcional. El examen de la esencia del síntoma no tiene por qué excluir determinadas medidas funcionales.

 

Nuestra explicación de la polaridad ya debe de haber dejado claro que nosotros, en cada caso, evitamos las disyuntivas y no excluimos ninguna opción. Por ejemplo, ante una perforación de estómago, nuestro planteamiento no será: «¿Operamos o explicamos?» Lo uno no excluye lo otro sino que le da sentido. Pero la simple operación pronto perderá todo sentido si el paciente no lo capta, como la explicación pierde también todo sentido si el paciente se muere.

 

Por otra parte, no hay que olvidar que la gran mayoría de los síntomas no presentan peligro de muerte y, por lo tanto, la cuestión de las medidas funcionales a adoptar no se plantea con tanta urgencia. Las medidas funcionales, sean eficaces o no, nunca afectan al tema de la «curación». La curación sólo puede realizarse en la mente. En cada caso queda en el aire la duda de si un paciente llega a conseguir ser sincero consigo mismo.

 

La experiencia nos ha hecho escépticos. Incluso personas que han dedicado la vida al trabajo intelectual suelen tener una sorprendente ceguera ante sí mismos. Ésta es, pues, la medida en que cada cual podrá beneficiarse de las interpretaciones de este libro. En muchos casos, será necesario someterse a procesos más enérgicos e incisivos para descubrir lo que uno no quiso ver. Estos procesos para vencer la propia ceguera se llama hoy psicoterapia.

Nos parece necesario desterrar el viejo prejuicio de que la psicoterapia es un método para tratar síntomas psíquicos o a las personas que sufren trastornos mentales. Quizás esta idea pueda aplicarse a los métodos orientados a los síntomas (como el conductismo o terapia del comportamiento) pero no a la psicoterapia profunda ni a los sistemas transpersonales.

 

Desde que empezó a practicarse el psicoanálisis, la psicoterapia está orientada al autoconocimiento y toma de conciencia de elementos inconscientes. Para la psicoterapia, no existe el individuo «tan sano» que no necesite urgentemente tratamiento psíquico.

 

El terapeuta de la forma Erving Polster escribió:

«La terapia es muy valiosa como para reservarla sólo a los enfermos.»

La misma opinión la formulamos nosotros, tal vez con un poco más de contundencia al decir: «El ser humano en sí está enfermo.»

 

El único sentido comprensible de nuestra encarnación es la toma de conciencia. Asombra lo poco que la gente se preocupa del único tema importante de su vida. No carece de ironía que se derrochen tantos cuidados y atenciones en el cuerpo, a pesar de que es sabido que un día ha de ser pasto de los gusanos. Y también está bastante claro que un día uno tiene que dejarlo todo (familia, dinero, casa, nombre). Lo único que perdura más allá de la tumba es la conciencia y es lo que menos preocupa.

 

Tomar conciencia es el objetivo de nuestra existencia y sólo a este objetivo sirve todo el universo. En todas las épocas, los seres humanos han tratado de desarrollar los medios para recorrer el arduo camino de tomar conciencia y encontrarse a sí mismos. Llámese yoga, zen, sufismo, cábala, magia o como quiera, el método y las prácticas son diferentes, pero el objetivo es el mismo: el perfeccionamiento y liberación del ser humano.

 

Los últimos de la serie, la psicología y la psicoterapia, han nacido de la filosofía occidental y cientifista. En un principio, cegada por la arrogancia y el atolondramiento de la juventud, la psicología no supo ver que estaba empezando a estudiar algo que, con otro nombre, ya se conocía desde hacía tiempo. Pero, puesto que toda criatura tiene que aprender por sí misma, también la psicología hubo de acumular experiencia hasta que, lentamente, enderezó sus pasos por la vía común de todas las grandes doctrinas del alma humana.

 

Los pioneros del movimiento de integración son los propios psicoterapeutas, pues la consulta diaria corrige los prejuicios teóricos mucho más deprisa que la estadística y los ensayos. Así hoy, en la aplicación de la psicoterapia, observamos la confluencia de ideas y métodos de todas las culturas, signos y épocas. En todas partes se busca una nueva síntesis de las antiguas experiencias en el camino de la toma de conciencia. Que en procesos tan entusiastas se produzca también mucho material de desecho no debe desanimarnos.

 

La psicoterapia es el medio por el que hoy en día más y más personas ensanchan la mente y aprenden a conocerse a sí mismas. La psicoterapia no produce iluminados, pero esto es algo que ninguna técnica pretende. El verdadero camino es largo y arduo y sólo accesible a unos pocos.

 

Pero cada paso que se da en la dirección de ampliar la conciencia es un progreso y sirve al desarrollo. Por lo tanto, por un lado, no hay que poner en la psicoterapia unas esperanzas exageradas, pero por otro lado hay que ver que hoy en día es uno de los mejores medios a los que recurrir para hacernos más conscientes y más sinceros.

 

Al hablar de psicoterapia, es inevitable que, en primer lugar, nos refiramos al método que nosotros aplicamos desde hace años y que llamamos «Terapia de la Reencarnación».

 

Desde la primera exposición de este concepto, hecha en 1976, en mi libro Das Erlebnis der Wiedergeburt, esta definición ha sido utilizada para describir todos los ensayos terapéuticos imaginables, con la consiguiente desvirtuación del concepto, así como las más diversas asociaciones. Por lo tanto, creemos conveniente decir unas palabras sobre la terapia de la reencarnación, a pesar de que no tenemos el propósito de explicar detalles concretos de esta terapia. Toda idea preconcebida que un cliente traiga de esta terapia será un obstáculo.

 

Las ideas preconcebidas distorsionan la visión de la realidad. La terapia es una empresa aventurada y así debe entenderse. La terapia quiere librar al hombre de su encogimiento y de su pusilánime afán de seguridad por medio de un proceso de transformación. Además, una terapia no debe basarse en un esquema rígido, que podría impedirle ajustarse a la personalidad del cliente. Por todos estos motivos, poca información concreta daremos sobre la terapia de la reencarnación: nosotros no hablamos de ella, nosotros la aplicamos.

 

Pero es lamentable que este vacío sea llenado por las ideas, teorías y opiniones de quienes no tienen ni remota idea de nuestra terapia. La parte teórica de nuestro libro indica ya, entre otras cosas, lo que no es la terapia de la reencarnación: nosotros no buscamos las causas de un síntoma en una vida anterior. La terapia de la reencarnación no es un psicoanálisis prolongado en el tiempo ni una terapia del grito primitivo.

 

De ello no se desprende que en la terapia de la reencarnación no se utilice ni una sola técnica que no se aplique ya en otras terapias. Al contrario, la terapia de la reencarnación es un concepto claramente diferenciado que, en el aspecto práctico, acoge muchas técnicas acreditadas. Pero la diversidad de técnicas es sólo el instrumental de todo buen terapeuta y no constituye la terapia en sí.

 

La psicoterapia es algo más que técnica aplicada; por ello la psicoterapia casi no puede enseñarse. Lo esencial de una psicoterapia se sustrae a la explicación teórica. Es un gran error creer que basta imitar con exactitud un proceso externo para conseguir los mismos resultados. Las formas son el vehículo del contenido, pero también hay formas vacías.

 

La psicoterapia —como cualquier técnica esotérica— se convierte en farsa cuando las formas carecen de contenido.

La terapia de la reencarnación debe su nombre a que en ella ocupan lugar preponderante la toma de conciencia y el reconocimiento de la existencia de encarnaciones anteriores. Dado que para muchas personas el trabajar con encarnaciones tiene todavía algo de espectacular, muchos pasan por alto que la toma de conciencia de encarnaciones es un método de trabajo y no un fin en sí mismo. La sola vivencia de encarnaciones no es terapia, como tampoco es terapia el dar alaridos; pero lo uno y lo otro pueden aplicarse con fines terapéuticos.

 

Nosotros no tomamos conciencia de encarnaciones anteriores porque consideremos importante o emocionante saber qué hemos sido antes, sino que utilizamos las encarnaciones porque actualmente no conocemos otro medio para alcanzar el objetivo de nuestra terapia.

 

En este libro hemos expuesto detenidamente que el problema de una persona está siempre en su sombra. El encarar la sombra y asimilarla progresivamente es, pues, el tema central de la terapia de la reencarnación. Desde luego, nuestra técnica permite el encuentro con la gran sombra kármica que supera en mucho la sombra biográfica de esta vida.

 

Afrontar la sombra no es fácil, desde luego, pero es la única vía que conduce a la curación en el verdadero sentido de la palabra. De nada serviría decir más acerca del encuentro con la sombra y su asimilación, ya que la experiencia de realidades espirituales profundas no puede transmitirse por medio de palabras. Las encarnaciones ofrecen aquí la posibilidad, difícilmente asequible por otras técnicas, de vivir e integrar la sombra con plena identificación. No trabajamos con recuerdos: las encarnaciones se hacen presente al vivirlas.

 

Esto es posible porque, fuera de nuestra mente, el tiempo no existe. El tiempo es una posibilidad de contemplar procesos. Por la física sabemos que el tiempo puede convertirse en espacio porque el espacio es la otra manera de contemplar una serie de circunstancias.

 

Si aplicamos esta transformación al problema de las encarnaciones sucesivas, la sucesión se hace simultaneidad o, en otras palabras: de la cadena de vidas situadas en el tiempo se forman vidas en paralelo. Por supuesto, la disposición espacial de las encarnaciones no es ni más correcta ni más equivocada que el modelo temporal: ambas apreciaciones representan puntos de vista subjetivos de la menta humana legítimos (compárense las teorías onda–corpúsculo de la luz). Todo intento de vivir lo simultáneo en el espacio convierte otra vez el espacio en tiempo.

 

Ejemplo: en una habitación hay varios programas de radio a la vez. Si queremos oír estos programas que están en la habitación simultáneamente, tendremos que establecer un orden. Para ello sintonizaremos con el receptor las distintas frecuencias sucesivamente, y el aparato nos pondrá en contacto con diferentes programas, según el modelo de resonancia. Sustituyamos en este ejemplo el receptor de radio por nuestra mente, en la que se manifiestan las encarnaciones correspondientes a cada modelo de resonancia.

 

En la terapia de la reencarnación instamos al cliente a abandonar momentáneamente su frecuencia (su identificación) actual para dejar lugar a otras resonancias.

 

En el mismo momento, se manifiestan otras encarnaciones que son vividas con la misma sensación de realidad que la vida con la que hasta el momento se identificaba el cliente. Dado que «las otras vidas» o identificaciones existen paralela y simultáneamente, pueden ser experimentadas con todos los sentidos. El «tercer programa» no está más lejos que el «primero» o que el «segundo programa»; desde luego, nosotros sólo los captamos uno a uno, pero podemos sintonizarlos a voluntad.

 

Es decir, variamos la «frecuencia mental» para cambiar el ángulo de incidencia y la resonancia. En la terapia de la reencarnación jugamos deliberadamente con el tiempo. Bombeamos tiempo en las diferentes estructuras de la mente que se hinchan y se hacen visibles y abandonamos otra vez el tiempo para que se vea que todo sigue estando en el Aquí y Ahora. A veces, se oyen críticas de que la terapia de la reencarnación es bucear inútilmente en vidas anteriores, cuando los problemas tienen que ser resueltos aquí y ahora.

 

En realidad, lo que nosotros hacemos es diluir la ilusión del tiempo y causalidad y confrontar al cliente con el eterno Aquí y Ahora. No sabemos de otra terapia que elimine tan completamente todas las superficies de proyección y transfiera al individuo la plena responsabilidad. La terapia de la reencarnación trata de poner en marcha un proceso psíquico: el proceso en sí es lo importante, no su orden intelectual ni la interpretación de los hechos.

 

Por ello, al final de este libro hemos vuelto a hablar de psicoterapia, ya que está muy extendida la opinión de que con la psicoterapia se curan trastornos y síntomas psíquicos. Ante los síntomas puramente somáticos, todavía se piensa poco en las posibilidades de la psicoterapia. Desde nuestro punto de vista y experiencia, podemos afirmar que precisamente la psicoterapia es el nuevo y prometedor método para curar verdaderamente los síntomas corporales. Al final de este libro, huelgan estas explicaciones.

 

El que haya desarrollado la visión para observar cómo en cada proceso y cada síntoma corporales se manifiesta un factor psíquico, ése sabrá también que sólo los procesos de la conciencia pueden resolver los problemas que se han exteriorizado en el cuerpo. Por lo tanto, nosotros no dictaminamos sobre indicaciones ni contraindicaciones de la psicoterapia. Sólo vemos a unos seres humanos que están enfermos y a los que los síntomas empujan a la curación. Ayudar al ser humano en este proceso de evolución y transformación es misión de la psicoterapia.

 

Por ello, en el tratamiento, nos aliamos con los síntomas del cliente y les ayudamos a conseguir su objetivo, porque el cuerpo siempre tiene razón. La medicina académica hace todo lo contrario: se alía con el paciente en contra del síntoma. Nosotros nos situamos siempre en el lado de la sombra y la ayudamos a salir a la luz.

 

Nosotros no peleamos contra la enfermedad y sus síntomas sino que tratamos de utilizarlos como eje de la curación.

La enfermedad es la gran oportunidad del ser humano, su mayor bien. La enfermedad es la maestra de cada cual, que guía en el camino de la curación. Existen varios caminos que conducen a este objetivo, la mayoría duros y complicados, pero el más próximo e individualizado suele pasarse por alto: la enfermedad. Es el camino menos propicio para hacer que nos engañemos a nosotros mismos o alimentemos ilusiones.

 

Por ello es tan poco grato. Tanto en la terapia como en este libro queremos sacar a la enfermedad del habitual y estrecho marco en el que siempre se la contempla y exponerla en su verdadera relación con la existencia humana. El que no esté dispuesto a guiarse por este otro sistema de valores es que ha entendido mal nuestras explicaciones.

 

Pero al que entienda la enfermedad como un camino se le abrirá un mundo de perspectivas nuevas. Nuestra manera de tratar la enfermedad no hace la vida ni más fácil ni más sana; lo que nosotros pretendemos es dar al ser humano el valor que necesita para mirar cara a cara los conflictos y problemas de este mundo polar.

 

Nosotros queremos disipar las ilusiones de este mundo enemigo de conflictos, que piensa que sobre la falta de sinceridad puede levantarse un paraíso terrenal. Hermann Hesse dijo: «Los problemas no existen para ser resueltos, son únicamente los polos entre los que se genera la tensión necesaria para la vida.» La solución está más allá de la polaridad; pero para llegar a ella hay que unificar los polos, reconciliar los contrarios.

 

Este difícil arte de la unión de los contrarios sólo lo domina el que ha conocido los dos polos. Para ello hay que estar dispuesto a encarar e integrar con valentía todos los polos. «Solve et coagola», dicen los viejos textos: disuelve y coagula. Primeramente tenemos que ver las diferencias y sentir la separación y la división antes de poder aventurarnos a la gran obra de las bodas químicas, la unión de los contrarios.

 

Por ello primeramente el hombre tiene que descender a la polaridad del mundo material, en materia, enfermedad, pecado y culpa, para encontrar, en la noche más negra del alma y en la más profunda zozobra, la luz del conocimiento que le permita ver su camino a través del sufrimiento y el dolor como un acto significativo que le ayudará a encontrarse allá donde siempre estuvo: en la unidad.

Conocí el bien y el mal

pecado y virtud,

justicia e infamia;

juzgué y fui juzgado

pasé por el nacimiento y por la muerte,

por la alegría y el dolor,

el cielo y el infierno;

y al fin reconocí

que yo estoy en todo

y todo está en mi.
HAZRAT INAYAT KHAN

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RELACIÓN ALFABÉTICA

DE LOS ÓRGANOS Y PARTES DEL CUERPO CON SUS RESPECTIVOS ATRIBUTOS PSÍQUICOS
 

 

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