por Jacques de Mahieu
1974

del Sitio Web Editorial-Streicher

 

 


Del antropólogo francés nacionalizado argentino profesor Jacques de Mahieu (1915-1990), hemos encontrado una única versión liberada de su primer libro "El Gran Viaje del Dios Sol - Los Vikingos en México y en el Perú (967-1532)", terminado en Agosto de 1971 pero publicado en 1974, que es una versión defectuosa e incompleta que está en la Internet.

 

Pese a ello hemos restaurado y editado su capítulo tercero y lo presentamos ahora a manera de resumen para los estudiosos lectores, por el innegable interés que tienen sus hipótesis antropológicas con respecto a la verificación de la mitología del continente americano en general, que, en la temática planteada en este libro por el señor Mahieu, se habría originado en los viajes que algunos europeos nórdicos habrían hecho a este continente, ciertamente mucho antes de Colón.
 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 3

Las Aventuras Americanas de Ullman y de Heimlap
14 Junio 2013


 

 


1. El País de los Antepasados

La presencia en el Nuevo Mundo, antes del Descubrimiento, de hombres Blancos de apariencia nórdica no tiene como único respaldo los testimonios históricos y las pruebas antropológicas que reseñamos en los capítulos anteriores; también la mencionan, en efecto, las tradiciones de los pueblos civilizados de las tres Américas.

 

La palabra "tradición" no debe llamarnos a engaño. Los relatos que indígenas cultos hicieron a los cronistas españoles inmediatamente después de la Conquista y los textos que redactaron entonces, en castellano o en idiomas locales, indios en cierta medida hispanizados no se referían a meras leyendas oralmente trasmitidas generación tras generación, pues los pueblos de Mesoamérica tenían libros de Historia escritos con caracteres ideográficos y los del Perú, quipus, conjuntos de piolines con nudos, que constituían para los amautas, especializados en su composición e interpretación, una base mnemónica segura.

La extraordinaria coincidencia e ilación de tradiciones que pertenecían a pueblos tan distintos y tan alejados los unos de los otros - hayan tenido o no contactos esporádicos - como los nahuas y los quechuas, casi excluye, por otra parte, la posibilidad de que se trate de simples productos de la imaginación o de mitos carentes de fundamento reales.

 

Ahora bien; sabemos por los cronistas y por los Conquistadores mismos que los indígenas no se asombraron de la llegada de los españoles ni intentaron seriamente ofrecerles resistencia.

 

Cortés entró en Tenochtitlán (la actual ciudad de México) con 400 hombres y Pizarro emprendió la conquista del Perú con 177 oficiales y soldados. En todas partes, los recién llegados, blancos y barbudos, fueron considerados como "Hijos del Sol" y se les rindió pleitesía como a dioses.

La explicación de semejante actitud la encontramos claramente expuesta en el discurso que Moctezuma pronunció ante Cortés, cuando lo fue a visitar en el palacio de su padre Axaiaca, que había puesto a la disposición de sus huéspedes:

"...(Os tengo) a vosotros por parientes; ca, según mi padre me dijo, que lo oyó también del suyo, nuestros pasados y reyes, de quien yo desciendo, no fueron naturales de esta tierra, sino advenedizos, los cuales vinieron con un gran señor, y que dende a poco se fue a su naturaleza; y que al cabo de muchos años, tornó por ellos; más no quisieron ir, por haber poblado aquí, y tener ya hijos y mujeres y mucho mando en la tierra.

 

Él se volvió muy descontento de ellos, y les dijo a la partida que enviaría sus hijos a que los gobernasen y mantuviesen en paz y justicia, y en las antiguas leyes y religión de sus padres. A esta causa pues hemos siempre esperado y creído que algún día vendrían los de aquella parte a nos sujetar y mandar, y pienso yo que sois vosotros, según de donde venís..."

Tampoco se sorprendió el emperador inca Huayna Kapak cuando, en 1523, ocho años antes de la llegada de Pizarro, recibió la noticia de que "gente extraña y nunca vista en aquella tierra" - era la expedición de Vasco Núñez de Balboa - andaba en un navío por la costa Norte del Perú.

 

Moribundo, reunió a sus hijos, sus capitanes y los jefes indígenas que lo acompañaban y les dijo:

"Muchos años ha que por revelación de Nuestro Padre el Sol tenemos que, pasados doce reyes de sus hijos, vendrá gente nueva y no conocida en estas partes y ganará y sujetará a su Imperio todos nuestros reinos y muchos otros; yo me sospecho que serán los que sabemos que han andado por la costa de nuestro mar; será gente valerosa que en todo os hará ventaja.

 

También sabemos que se cumple en mí el número de los doce reyes. Os certifico que, pocos años después de que me haya ido de vosotros, vendrá aquella gente nueva, y cumplirá lo que Nuestro Padre el Sol nos ha dicho, y ganará nuestro imperio y serán señores dél. Yo os mando que les obedezcáis y sirváis como a hombres que en todo os harán ventaja; que su ley será mejor que la nuestra, y sus armas poderosas e invencibles más que las nuestras.

 

Quedaos en paz, que yo me voy a descansar con mi padre el Sol que me llama".

Este testimonio no es tan preciso como el anterior, tal vez por la trasmisión oral que lo hizo llegar a oídos del cronista; pero no deja de ser significativo, pues Huayna Kapak no habría podido esperar a la "gente nueva" de no haber tenido anteriormente su pueblo o su linaje algún contacto con ella.

El llamado Popol Vuh, texto quiché-maya de que nos ocuparemos en el próximo capítulo, nos proporciona indicaciones que aclaran singularmente los relatos anteriores:

"¿Qué hemos hecho, decían los sacerdotes? ¿Cómo hemos podido abandonar a nuestra patria, a Tulán-Zuiva? ¡Y nuestros dioses, los que trajimos desde aquellas tierras del Oriente, yacen ahora entre las parásitas y el musgo de los árboles, sin tener siquiera una tabla en qué descansar!".

¿De dónde habían venido los antepasados de Moctezuma y de los quichés?

 

Las tradiciones azteca y maya dan la respuesta a través de las versiones complementarias de casi todos los cronistas. Éstos se refieren al lejano país de origen de los toltecas, el pueblo civilizador por excelencia del Anáhuac, cuya acción se proyectó hasta el país maya.

 

El príncipe azteca hispanizado Ixtlilxóchitl nos habla de la grande y opulenta ciudad de Tula, antiquísima capital de los toltecas antes de su llegada a México. Nos describe sus templos y sus pirámides dedicadas al Sol y a la Luna.

 

Menciona su religión, exenta de todo culto sangriento, y su elevado nivel cultural. Un canto fúnebre tolteca agrega un detalle altamente significativo, como veremos: había en Tula un templo de madera, material éste que ningún pueblo náhuatl ni maya empleó jamás para la construcción de sus edificios religiosos.

El padre Bernardino de Sahagún, historiador de los mayas, también transcribe tradiciones indígenas relativas a Tula, cuyo nombre adopta, al cambiar el idioma, las formas de Tolán y Tulán.

 

Según ésas, la ciudad sagrada se encontraba en un verdadero paraíso terrenal. Sus ricos palacios de jade y de concha blanca y rosa estaban rodeados de campos donde las espigas de maíz y las calabazas alcanzaban el tamaño de un hombre y donde el algodón crecía de todos los colores.

 

Era el "país de Olman". Había en él caucho y cacao en abundancia y sus habitantes llevaban joyas incomparables y lujosa vestimenta, inclusive sandalias de goma.

Notemos de inmediato que la descripción de Sahagún no es sino la de un país de ensueño, tal como podía imaginarlo un pueblo tropical. Lo que quedaba, para los mayas, de la tradición de Tula era simplemente el recuerdo, embellecido por una fantasía basada en la realidad vivida, de la tierra lejana de donde habían venido, no sus propios antepasados, sino los de los toltecas.

 

Pues no hay duda alguna de que éstos llegaron al Yucatán desde el Anáhuac, como habían llegado anteriormente a los valles mejicanos desde el Norte. Se trataba, pues, de una tradición ajena, y no es de extrañar que se haya modificado profundamente con el tiempo.

Enterarse de que los toltecas, de quienes sabemos que entraron en el territorio de México en el siglo IX, procedían de un país lejano no carece, por cierto, de interés.

Pero mucho más importante sería establecer dónde estaba situada Tula.

 

En vano se ha tratado de identificarla con Teotihuacán o Xicotitlán, pero estas ciudades que los toltecas ocuparon a su llegada al Anáhuac se hallaban, respectivamente, a 50 y 100 kms. de Tenochtitlán y difícilmente pueden ser consideradas como capital de un país lejano. El problema queda planteado, pues, y sólo por deducción podemos llegar a una hipótesis al respecto.

 

El ya mencionado detalle del templo de madera nos suministra una indicación preciosa. La única región donde existía, en la Edad Media, este tipo de edificio religioso era, en efecto, Escandinavia. Si consideramos que la ciudad donde se encontraba el templo en cuestión se llama Tula, palabra ésta extrañamente parecida a Thule, nombre primitivo de las tierras del Gran Norte europeo, los hechos relatados por los cronistas empiezan a tomar cierto sentido.

 

Hay más todavía: el nombre del "país de Olman" - a veces, "Oliman" u "Oloman" - de donde, para los mayas, venían los toltecas.

 

Se quiso hacer derivar Olman de ulli u olli - la u y la o se confunden en los idiomas americanos - palabra maya que significa "caucho" y que el castellano incorporó con la forma hule y, por lo menos en México, con el mismo sentido.

Esta interpretación no es imposible, por supuesto, pero sí altamente improbable. Pues, para los mayas, el caucho era un producto de lo más común que no podía de ninguna manera constituir la característica esencial de una tierra lejana y extraordinaria.

 

Lo lógico sería que Olman - o Ulman - en la expresión empleada por Sahagún, se refiriera al nombre del país de donde procedían los recién llegados o al nombre del jefe de estos últimos.

 

Ahora bien: Ull o Ullr es, en la mitología nórdica, el dios de los cazadores. Ullman significa, pues, en cualquiera de los idiomas germánicos, "el hombre de Ull", nombre o apodo adecuado para un guerrero escandinavo.

Agreguemos que las crónicas también dan otro nombre al país de origen de los toltecas. Lo llaman Zuyua o Zuiva, según las transcripciones.

 

Se trata evidentemente de la misma palabra, escrita con una u o una v, pero esta variación ortográfica nos impide saber cuál era su pronunciación. De cualquier modo, el nombre no es náhuatl ni maya. Encontramos, por el contrario, posibles raíces en el antiguo escandinavo: sol, sol, y huitr - o hvitr - blanco. El "sol blanco" es el del alba, que aparece en el Oriente.

 

Tal vez no sea por casualidad, pues, que Quetzalcóatl, el Dios Blanco de los nahuas, tenga entre sus apodos mas comunes, el de "Señor de la Aurora" y que Manko Kapak, el Hijo del Sol fundador del imperio incaico, haya salido, al comienzo de su empresa, de un lugar llamado Pakkari Tampu, vale decir Albergue de la Aurora.

Por supuesto, tales argumentos etimológicos son extremadamente dudosos si los exponemos de modo aislado y, en este punto de nuestra búsqueda, el lector tendría todo el derecho de considerarlos descabellados.

 

Pero vamos a ver que no hacen sino confirmar pruebas de naturaleza muy distinta.

 

 


2. Quetzalcóatl, el Rey Blanco de los Toltecas

La historia del pueblo tolteca es muy breve.

 

Se inició en 856 de nuestra era, cuando los recién llegados al Anáhuac empezaron a construir, al Norte de la actual ciudad de México, un gran centro urbano. Diez reyes se sucedieron hasta 1174, año en que los chichimecas tomaron e incendiaron la ciudad. El quinto soberano, que reinó en la segunda mitad del siglo X, nos interesa particularmente: era blanco y barbudo y venía de un país lejano.

 

Los toltecas, que lo llamaban Quetzalcóatl, lo consideraban un dios, hijo del Sol. A él debían su alta cultura, su religión, sus leyes, su calendario, y también las técnicas de la agricultura y las artes de la metalurgia.

Quetzalcóatl había desembarcado en Panuco, sobre el Golfo de México, con un grupo de guerreros blancos y barbudos como él. Después de subir hasta la meseta del Anáhuac, se había impuesto a los toltecas, convirtiéndose en su rey.

 

Unos veinte años más tarde, emprendió, con un grupo de los suyos, una expedición al Yucatán, donde sólo permaneció unos años.

 

De regreso al Anáhuac, se encontró con que los guerreros blancos que había dejado al mando de un lugarteniente - que los nahuas llamarán Tezcatlipoca y del que harán el dios solar de la descomposición (el Sol putrefactor) se habían casado con mujeres indígenas.

 

Quetzalcóatl trató vanamente de imponer su autoridad. Sus hombres se dividieron en dos grupos. Con los que le quedaron fieles, el rey bajó hasta la costa del Atlántico, en la desembocadura del río Coatzacoalcos. Aquí, las tradiciones divergen. Una dice que desapareció sin que nadie se diera cuenta de cómo lo hizo. Otra, que murió y que su cuerpo fue quemado.

 

Una tercera, que construyó un "barco de serpiente", se reembarcó con los suyos y desapareció por el mar. Sin embargo, casi todos los relatos coinciden en un punto: Quetzalcóatl anunció que, un día, hombres blancos y barbudos como él llegarían del Oriente para vengarlo y dominarían el país.

Acerca de la personalidad del rey de los toltecas, no queda duda alguna. Quetzalcóatl fue un personaje histórico de raza blanca, que en poco más de dos decenios transformó e incrementó, con su enseñanza, la cultura del Anáhuac. Había llegado del Este por el mar y se fue hacia el Este, lo que excluye toda posibilidad de que se tratara de un mito solar. Pues, en este último caso, habría desaparecido en dirección al Oeste.

 

El motivo de su partida fue de orden racial: no pudo soportar la mestización, de parte de sus compañeros y los abandonó a su suerte para salvar la pureza de sangre de los que permanecían leales a su estirpe. La impresión que dejó en los indígenas su breve reinado fue tal que éstos lo incorporaron a su mitología, como veremos en el próximo capítulo.

 

El había establecido el culto del Sol: ellos lo consideraron encarnación de su nuevo dios.

¿Qué significado tiene el nombre del rey blanco? El quetzal es un pájaro mejicano (trogon splendens) de magnífico plumaje verde. Cóatl quiere decir serpiente. Quetzalcóatl se traduce, pues, por serpiente-pájaro y, menos literalmente, por serpiente emplumada.

 

Es éste un nombre extraño para un rey como para un dios, aun teniendo en cuenta la fértil imaginación de los indios. Y tanto más cuanto que la expresión parece haberse aplicado no solamente al jefe blanco sino, en cierta medida, a todos los forasteros e inclusive, posteriormente, a los descendientes de los que permanecieron en el Anáhuac.

 

Tal vez nos ayude a comprenderlo la apariencia que podía tener, para los indígenas, un barco vikingo, con su proa levantada y afilada, su gran vela cuadrada y, en sus bordas, los escudos relucientes en el Sol. No era sin razón que los escandinavos llamaban snekkar, serpientes, a sus barcos de menor tamaño que sus grandes drakkar.

La hipótesis es reforzada por las descripciones que las crónicas nos dan de Quetzalcóatl.

 

Todas nos lo muestran como un hombre Blanco, de elevada estatura y larga barba. Pero la unanimidad se detiene en esta apariencia física. Los textos no se ponen de acuerdo en cuanto a su vestimenta. Según algunos, llevaba un largo vestido blanco y, encima, una manta sembrada de cruces coloradas, usaba sandalias, cubría su cabeza con una especie de mitra y tenía en la mano un báculo.

 

Otros lo pintan como vestido de una casaca de tela negra grosera, con mangas cortas y anchas, y cubierto con un casco ornamentado con serpientes.

Tampoco coinciden las definiciones psico-sociales del personaje. Por un lado, en efecto, Quezalcóatl aparece como un sacerdote de costumbres austeras. No tenía mujer ni hijos y se entregaba, en la montaña, a prácticas ascéticas. La religión que predicaba no debía de parecerse mucho a la que encontraron los españoles, pues prohibía terminantemente los sacrificios humanos.

 

Por otro lado, Quetzalcóatl era un temible guerrero que no reparaba en los medios para alcanzar la victoria.

 

Al comprobar esta antinomia, que la iconografía azteca confirma (ver Fig. 8), se tiene la impresión de estar frente a dos personajes distintos que se superpusieron a lo largo del tiempo y se confundieron en un nombre genérico que expresaba su origen común y dejaba a un lado sus respectivas características peculiares.

 

Lo cual está confirmado por las tradiciones mayas que se refieren claramente a dos dioses Blancos distintos.

 

 


3. Itzamná y Kukulkán, los Dioses Blancos Mayas

Los mayas del Yucatán recordaban dos llegadas sucesivas de hombres blancos y barbudos.

 

La primera - la Gran Llegada - fue la de un grupo encabezado por un sacerdote, Itzamná, que vino por mar desde el Oriente. El jefe tenía todas las características físicas y morales del Quetzalcóatl ascético.

 

Dio a la población sus dogmas y sus ritos, sus leyes y calendario, y también la escritura. Le enseñó las virtudes medicinales de las plantas y le transmitió el arte de curar.

La segunda llegada, que fue posterior - la Ultima Llegada - trajo al Yucatán un grupo menos numeroso, conducido por un guerrero blanco y barbudo, Kukulkán, que vino del Oeste - vale decir del Anáhuac - tomó el mando de los itzáes que, verosímilmente, lo habían llamado y con ellos sometió todo el país, en el cual fundó, sobre las ruinas de un poblado anterior, la ciudad de Chichén-Itzá.

 

Así estableció la paz y la prosperidad. Pero una sublevación indígena lo obligó a reembarcarse.

 

Es de notar que el nombre de Kukulkán es la exacta traducción de Quetzalcóatl: Kukul es el pájaro quetzal y kan significa serpiente.

 

No nos extrañará pues, comprobar que en las tradiciones mayas, si bien Kukulkán siempre es distinto, como personaje histórico y como dios, de Itzamná, adquiere a veces las características de este último.

 

Quetzalcóatl y Kukulkán son la misma persona, pero el primero representaba, para los nahuas, a la vez el sacerdote y el guerrero, que los mayas seguían distinguiendo. De ahí que los relatos nos describan a Kukulkán como si se tratara de Itzamná: ascético, humanitario y con un largo vestido blanco flotante.

 

El proceso de unificación de los dos personajes estaba en marcha, pero no tuvo tiempo de completarse.

La confusión aparece otra vez como total entre los tzendales del Chiapas, pueblo de habla maya instalado al Oeste del Yucatán. Allá llegó, en una época indeterminada, un civilizador extranjero que trajo, con el orden y la paz, el calendario, la escritura y las técnicas de la agricultura, sin hablar de las creencias y ritos religiosos.

 

Él y sus compañeros usaban largos vestidos blancos flotantes. Terminada su misión, el dios blanco dividió la región en cuatro distritos, cuyo gobierno encargó a subordinados suyos, y entró en una cueva, desapareciendo en las entrañas de la tierra.

 

El nombre que los tzendales daban a Kukulkán no deja de llamar la atención: Votan o Uotán, como el dios germano Wotan, Wuotan o Voden, también conocido como Odín.
 

 



4. Bochica, el Dios Blanco de los Muiscas

Con distintos nombres y características menos definidas, podemos encontrar al dios blanco y barbudo en casi todas las regiones de Centroamérica.

 

Condoy sale de una cueva entre los zoques de la costa, al pie de las sierras de Chiapas. En Guatemala, los quichés lo llaman Gucumatz - traducción de Kukulkán - e Ixbalanqué.

 

Las tradiciones de los cunas, de Panamá, lo mencionan, pero sin nombre. Tal vez se trate de una mera asimilación por contacto. Pues si es lógico que Itzamná o Quetzalcóatl haya, desde el Yucatán, recorrido Chiapas y hasta Guatemala, regiones de población maya, parece improbable que haya viajado más al Sur.

 

En cuanto a Quetzalcóatl, sabemos que se quedó sólo pocos años en Centroamérica y pronto volvió al Anáhuac.

De cualquier modo, no fue por el Istmo que Quetzalcóatl - y tal vez, anteriormente, Itzamná, sobre quien, por más antiguo, estamos mucho peor informados - alcanzó América del Sur donde lo encontramos en las tradiciones de los muiscas o chibchas, con los nombres de Bochica, Zuhé (o Sua, o Zué) y Nemterequetaba, y también con el apodo de Chimizapagua, palabra que parece significar Mensajero del Sol.

 

Pues Bochica entró en la actual Colombia por Pasca, después de haber cruzado los llanos de Venezuela, donde encontramos su recuerdo, como en muchas tribus tupi-guaraníes, hasta el Paraguay, con los nombres de Zumé, Tsuma, Temú y Turné; pero nada más que su recuerdo, lo cual no deja, con todo, de plantear un problema, pues parece difícil que se haya producido una difusión por simple contacto a través de la selva amazónica.

Bochica era un hombre de raza blanca, con abundante cabellera, larga barba y vestido flotante, conforme a las descripciones anteriores. Encontró a los muiscas en un casi competo estado salvaje.

 

Los agrupó en pueblos y les dio leyes. Cerca de la aldea de Coto, los indios veneraban una colina desde la cual el civilizador predicaba a las muchedumbres reunidas en su base.
 

 



5. Huirakocha, el Dios Blanco Peruano

¿A dónde se fue Bochica? Las tradiciones son vagas y contradictorias al respecto.

 

Tenemos motivos para suponer, sin embargo, que embarcó con su gente en el Pacífico, pues vemos a los blancos barbudos llegar, en canoas "de piel de lobo" (o sea en barcos semejantes a los grandes umiaks de los esquimales o a los curachs irlandeses), a la costa del actual Ecuador.

 

Como lo habían hecho al desembarcar en el Golfo de México y como lo harán en el Perú, y verosímilmente por las mismas razones climáticas, abandonan rápidamente la zona tórrida y se instalan en la meseta andina, donde fundan el reino de Kara - o de Quito - que más tarde los incas anexarán a su imperio. No sabemos nada de sus actividades.

 

Sólo nos queda el título que ostentaban sus reyes: se hacían llamar Sciri - o Scyri.

 

Esta palabra no tiene sentido alguno en quechua - el idioma de la región - pero en antiguo escandinavo skirr significa "puro" y skírri, "más puro". En la época cristiana, skíra, "purificar", tomará el significado de "bautizar" y se llamará a Juan el Bautista como Skíri-Jón.

Estamos mejor informados sobre la etapa siguiente de nuestros viajeros: la costa del Perú donde, desde hacía siglos, estaba establecido el pueblo chimú. El P. Miguel Cabello de Balboa, cronista del siglo XVI, relata en efecto que, según la tradición local, había venido del Norte una gran flota al mando de un poderoso jefe, Naylamp, al que secundaban ocho dignatarios de su casa real.

 

La expedición había tocado tierra en la desembocadura del río Paquisllanga (Lambayeque). Naymlap se había adueñado del país y sus descendientes lo habían gobernado hasta la conquista de la región por el emperador inca Tupak Yupanki, al final del siglo XV.

 

No sabemos a ciencia cierta en qué época sucedió la llegada de la flota en cuestión, pero podemos deducir el dato de la historia misma de los chimúes, pues el imperio del Gran Chimú desapareció repentinamente y con un cambio de dinastía, alrededor del año 1000, lo que corresponde perfectamente, como veremos más adelante, con la cronología mesoamericana.

 

La tradición relatada por Balboa no nos dice quiénes eran Naylamp y sus compañeros.

 

Pero el nombre del jefe "venido del Norte", tiene, para aclarar este punto, un valor inestimable, pues se vincula indudablemente con algún pueblo germano. Heim - que se pronuncia casi como naym en español - significa en efecto, tanto en antiguo alemán como en antiguo escandinavo, "hogar" o "patria", mientras que lap se traduce por "pedazo".

 

Heimlap - Pedazo de Patria - podría perfectamente haber sido el apodo dado al jefe de una colonia nórdica establecida en el suelo americano, o el nombre de esta misma colonia, confundido por la tradición indígena con el de su fundador.

También es posible que Naylamp sea una deformación de Heimdallr, dios guerrero de la mitología escandinava. Ésta lo llama "Centinela de los dioses", por estar encargado de vigilar, durmiendo siempre con un ojo abierto, la entrada del Cielo, y también "Enemigo de Lóki" - el dios malo - porque, dios del fuego como este último, pero del fuego benéfico, aniquilará, cuando el Ocaso de los Dioses, al dios infernal y será aniquilado por él.

 

Pero su apodo más común es el de "dios blanco", lo cual explica suficientemente por qué, en tierras indias, un jarl vikingo haya podido usar su nombre. Notemos, en respaldo de esta segunda hipótesis, que la deformación de dallr en lap es insignificante si consideramos que la palabra, de difícil pronunciación, se trasmitió entre los indígenas, por vía oral, durante siglos y que sólo la conocemos a través de la trascripción fonética de un religioso que no tenía, por cierto, ningún conocimiento de filología.

 

Agreguemos que el dios de los chimúes se llamaba Guatán, nombre éste que se parece mucho al de Votan o Uotán, y era dios de la Tempestad, como el Votan mesoamericano y como el Wotan u Odín germánico.

Volvemos a encontrar a hombres blancos barbudos más al Sur, en el altiplano del Perú, a orillas del lago Titicaca, a donde, según el cronista Velasco, habían llegado por el mar desde el Ecuador. Los españoles, poco después de la Conquista, encontraron las enormes ruinas de Tiahuanacu, y los indios aseguraron que ya estaban allá cuando se fundó el imperio de los incas.

 

Los monumentos no eran obra de los pueblos indígenas sino de hombres Blancos que, primitivamente instalados en la Isla del Sol, en medio del lago, habían poco a poco civilizado la región.

 

La tradición los menciona con el nombre de atumuruna, acerca de cuyo sentido los estudiosos del idioma quechua no consiguen ponerse de acuerdo.

 

Brasseur de Bourbourg ve en esta palabra una deformación de hatun runa, hombres grandes, mientras que Vicente Fidel López traduce literalmente "pueblo de los adoradores - o de los sacerdotes - de Ati", vale decir de la Luna decreciente.

La dificultad procede de la imprecisión con la cual los cronistas transcribieron los términos indígenas, lo que es muy explicable, por lo demás no sólo el quechua no se escribía en la época de la Conquista, sino que el alfabeto latino no conseguía expresar fielmente todos los sonidos del idioma. Esto, sin hablar de la dicción apagada que caracteriza aún hoy a los indios del Altiplano, que pronuncian todas las vocales no acentuadas más o menos como la "e" muda francesa.

 

Tratándose del nombre quechua de los hombres Blancos de Tiahuanacu, tenemos derecho a preguntarnos si atumuruna no debería leerse en realidad atumaruna, lo que significa "hombres de cabeza de luna", expresión equivalente al "cara pálida" de los indios norteamericanos.

 

Tenemos un ejemplo de confusión entre la "a" y la "u" en la misma palabra. Según Garcilaso, los españoles llamaban Vilaoma al Sumo Sacerdote del Sol, en lugar de Villak Umu. Y veremos más adelante que los cronistas dan indiferentemente a una de las fiestas incaicas los nombres de Umu Raymi o de Urna Raymi.

 

De cualquier modo, la referencia a la Luna decreciente parece poco aceptable, pues sabemos a ciencia cierta que los hombres Blancos del Titicaca adoraban al Sol (Inti) y la Luna (Quilla) y que Ati no era para ellos sino una divinidad secundaria.

En cuanto a la interpretación de Brasseur de Bourbourg, no es de descartar, ni mucho menos, especialmente si se toma en cuenta que hatun parece proceder de yotun, gigante en antiguo escandinavo.

 

Más importante que el nombre quechua de los primeros pobladores de Tiahuanacu es el de su jefe, Huirakocha, que los españoles escribían Viracocha. Nos encontramos a su respecto con las interpretaciones más fantasistas. Algunos traducen "espuma (Huira) del mar (kocha)". El cronista Montesinos, llevado por su imaginación abusiva, no vacila ante una trasposición más bíblica: "espíritu del abismo".

 

Desgraciadamente para él, el inca Garcilaso, cuya lengua materna era el quichua, hace notar que, en ese idioma, el genitivo precede al sustantivo que complementa y, por otro lado, se muestra más prosaico: Huirakocha significaría "mar de sebo". ¡Es éste, admitámoslo, un extraño nombre para un dios!

 

Tal vez sea oportuno buscar una etimología que corresponda al presumible idioma de los recién llegados.

A título de mera hipótesis, pues en el campo de la filología - y volveremos sobre el asunto a principios del capítulo V - toda prudencia es poca, notaremos entonces que huitr, o hvitr, palabra ésta que cualquier indio del Altiplano pronunciaría huir, significa "blanco" en antiguo escandinavo y god, "dios". El sonido particular que tiene la d (idéntico al de th en inglés) en esa lengua existe en el quichua, pero no en el castellano.

 

Es normal que, en este último idioma, se haya convertido en ch.

 

Sin embargo, las tradiciones peruanas no concuerdan más que las mesoamericanas en lo que atañe a la personalidad y apariencia del Hijo del Sol. Guerrero para algunos cronistas, Betanzos, que estaba casado con una indígena y estaba así en estrecho contacto con los quechuas, describe a Huirakocha como a un sacerdote tonsurado, blanco y con barba de un palmo, vestido con una sotana blanca que le caía hasta los pies y portador de un objeto parecido a un breviario.

 

Veremos más adelante que no se trataba del producto de su imaginación.

 

Notemos que en aymará, idioma de los indios del Altiplano boliviano, sometidos por los incas, el nombre de Huirakocha era Hyustus, según la transcripción española, y se pronunciaba exactamente como el latín justus.

Los atumuruna impusieron su autoridad a las tribus aymaráes y quechuas, extendiendo su imperio hasta más al norte del Cuzco. Al mismo tiempo, construyeron la ciudad de Tiahuanacu, que no llegaron a terminar. Lo que los incas y, más tarde, los españoles encontraron no fue un conjunto de edificios en ruina, sino un obrador. Un cacique indígena de Coquimbo, Cari, se sublevó en efecto contra la dominación de los Blancos.

 

Vencidos en sucesivas batallas, éstos se replegaron en la Isla del Sol, donde tuvo lugar el último combate, que fue también para ellos una derrota. Los indios degollaron a la mayor parte de los varones. Sólo unos pocos consiguieron huir.

 

Emprendieron viaje hacia el Norte y llegaron al actual Puerto Viejo, en la provincia ecuatoriana de Manta, donde se encontraba la madera especial con la cual se construían las balsas. Y Huirakocha "se fue caminando sobre el mar". No pereció en el viaje.

 

Pues sabemos de su llegada a la Isla de Pascua y a los archipiélagos polinésicos, donde sus descendientes se recuerdan con el nombre de arii. No hace falta insistir sobre este punto, perfectamente demostrado por Thor Heyerdahl.

El cacique Cari, vencedor de los Blancos, permanece aún en la memoria de los indios bolivianos. Es para ellos lo que Atila para los franceses, y las madres amenazan con él a sus hijos, como los europeos con el "hombre de la bolsa" o el "croquemitaine".

 

¿Pero el degollador de los atumuruna se llamaba realmente Cari, o se le dio el nombre conocido de algún genio maléfico?

 

Nos lo podemos preguntar, pues Kari, en la mitología escandinava es el siniestro gigante de la tempestad, de muy mala fama: se lo llamaba "él devorador de cadáveres".

 

 


6. Los Incas, Hijos del Sol

La derrota y eliminación de los atumuruna hundió al Perú en el caos.

 

Huyendo de los invasores, la población se dispersó y no tardó, según el relato que Garcilaso pone en boca de un tío suyo, en volver al estado salvaje:

"Las gentes en aquellos tiempos vivían como fieras y animales brutos, sin religión ni policía, sin pueblo ni casa, sin cultivar ni sembrar la tierra, sin vestir ni cubrir sus carnes, porque no sabían labrar algodón ni lana para hacer de vestir.

 

Vivían de dos en dos y de tres en tres, como acertaban a juntarse en las cuevas y resquicios de peñas y cavernas de la tierra...".

Sin embargo, no todos los Blancos habían desaparecido.

 

Un grupo de "hombres del Titicaca", cuatro varones y cuatro mujeres, todos hermanos - vale decir, sin lugar a duda, de la misma raza - se había refugiado en la montaña, detrás de la quebrada del Apurimac, al mando de diez tribus leales.

 

Reunidos en consejo, los cuatro jefes decidieron:

"Hemos nacido fuertes y sabios y, ayudados por nuestros pueblos, somos poderosos. Partamos en demanda de tierras más fértiles que las que poseemos y, al llegar a ellas, sojuzguemos a sus pobladores y demos guerra a quienquiera no nos reciba por señores".

Saliendo de las cuevas de Tampu Toku - el Albergue-Refugio - y después de detenerse un tiempo en Pakkari Tampu - el Albergue de la Aurora - el ejército emprendió su marcha hacia el Cuzco, a unos 40 kilómetros.

 

Los Blancos y sus guerreros indígenas hicieron varias etapas de unos años, la última en Matahua, en la entrada del valle del Cuzco y, finalmente, reconquistaron la ciudad que había pertenecido a sus antepasados, edificando de inmediato el templo del Sol. Durante el largo viaje, uno de los Blancos, Manko Kapak, se había librado, por medios desconocidos, de sus tres "hermanos" y se había proclamado rey.

 

Otra versión sólo menciona a él y a su mujer y hermana, Mama Oclo, simplificando así el relato y, probablemente, tratando de echar el manto del olvido sobre las rivalidades internas del grupo. En las tradiciones indígenas, los cuatro varones blancos llevaban mismo título: ayar.

 

La palabra, nos dice Garcilaso,

"no tiene significación en la lengua general del Perú (el quichua); en la particular de los incas, la debía de tener".

Señalemos aquí, adelantándonos al capítulo V, que los señores escandinavos se llamaban jarl, término éste que se traduce habitualmente por "conde" y cuya pronunciación por un indio quichua sería idéntica, salvo en cuanto a la a aumentativa antepuesta, a la de ayar.

 

A esta similitud se agrega una duda muy seria acerca del significado de Kapak, título de Manko y de todos los emperadores incas, sus sucesores. Garcilaso nos da dos interpretaciones distintas, lo que demuestra su inseguridad al respecto. Por un lado nos dice que Capa Inca significa "Solo Señor" (capa = solo) y, por otro, que Capac tiene el sentido de "rico y poderoso en armas".

 

Ahora bien: capa y capac son dos formas de la misma palabra. Nos podemos preguntar, pues, si no correspondería buscar en la "lengua particular" de los incas una acepción más satisfactoria. La encontramos en el viejo escandinavo kappi, héroe, campeón, caballero.

 

El origen del nombre de Manko, que no tiene sentido en quichua, no es menos evidente. Pues, en antiguo escandinavo, man significa "hombre" y ko parece ser una abreviatura de konr, "rey". El fundador de la dinastía incaica se llamaba, pues, "hombre rey": el hombre que se convirtió en rey.

Los descendientes de Manko Kapak y Mama Oclo - o más probablemente los de todos los "hombres del Titicaca" - constituyeron una casta aristocrática: los incas de sangre real, que se casaban exclusivamente entre sí.

 

Más aún, los miembros de la familia imperial lo hacían entre hermanos, para conservar pura su sangre de "Hijos del Sol". Ahora bien: ¿de dónde viene la palabra inca, que no es quichua ni aymará?

 

La respuesta es fácil: en el antiguo germano, la desinencia –ing servía para designar a los miembros de un mismo linaje, como en las palabras merovingio, carolingio y lotharingio, por ejemplo.

 

No es por casualidad ni por equivocación, pues, que la mayor parte de los cronistas españoles escriben inga en lugar de inca como lo hacemos hoy en día. Los incas eran, por lo tanto, los Descendientes por excelencia: los descendientes de Manko y de sus "hermanos".

Los soberanos, sin embargo, tenían concubinas que no todas eran de sangre real y, por otro lado, en los comienzos del Imperio, se habían creado "incas de privilegio" entre los jefes indios que habían colaborado en la reconquista.

 

En la teoría, se trataba de un estrato social situado inmediatamente debajo de los incas de sangre real, con los cuales no se debían mezclar.

 

De hecho, sin duda alguna, se produjo cierto mestizaje. Los emperadores incas, tales como fueron retratados en los frescos de la iglesia Santa Ana del Cuzco, tenían la tez muchísimo más clara que sus súbditos. No eran blancos puros, sin embargo.

 

Entre las momias reales encontradas por los españoles, se mencionan como excepciones la de Huirakocha, de pelo rubio muy pálido, y la de su mujer, "blanca como huevo".
 

 



7. Itinerario y Cronología

Consideremos ahora el conjunto de las tradiciones que acabamos de resumir.

 

Es imposible dejar de comprobar su perfecto encadenamiento. El Dios-Sol y sus compañeros, blancos y barbudos como él, desembarcan en la costa atlántica de México. Con el apoyo de los toltecas, Quetzalcóatl se impone en el Anáhuac, a cuyas poblaciones aporta religión y cultura.

 

Organiza una expedición al Yucatán donde, conocido como Kukulkán, emprende con la colaboración de los itzáes una tarea semejante que termina en una sublevación indígena. De vuelta al Anáhuac, indignado por el comportamiento de los Blancos que había dejado allá, abandona el país embarcándose en el Atlántico, lo que elimina toda interpretación mítica de sus hazañas.

Lo reencontramos, como Bochica, llegando a Cundinamarca, en la actual Colombia, desde los llanos de Venezuela, en cuyas costas atlánticas evidentemente había desembarcado.

 

Se hace de nuevo a la mar, esta vez en el Pacífico, en barcos de piel de lobo y alcanza el Ecuador donde funda el reino de Quito. Siguiendo para el Sur, llega a la región de Arica y, como Huirakocha, sube al Altiplano donde se establece en las islas y orillas del lago Titicaca e impone su mando a las poblaciones indias que civiliza.

 

Una sublevación indígena lo obliga a huir, y lo vemos reembarcarse en el Pacífico para un viaje que lo llevará a Polinesia.

 

Sólo queda en el Perú un reducido grupo de blancos que, después de reorganizar sus fuerzas, marchan victoriosamente sobre el Cuzco y fundan el Imperio de los incas, que perdurará hasta la llegada de los españoles. Nada más coherente, salvo en cuanto a la ya mencionada superposición de dos dioses blancos, que sólo en el país maya las tradiciones distinguen hasta cierto punto, problema éste sobre el cual volveremos en el capítulo IV (mas abajo).

Queda por saber si la cronología permite semejante unificación de los distintos relatos. No podemos confiar en las fechas que dan los especialistas: son a menudo altamente fantasiosas, y no es excepcional notar entre dos autores serias variaciones de siglos, cuando no de milenios. Afortunadamente, tenemos dos puntos de referencia exactos y seguros.

El primero es la fundación por Quetzalcóatl - o, si se quiere, la segunda fundación, puesto que ya existían las ruinas de un centro poblado anterior - de la ciudad maya de Chichén Itzá.

 

Ya vimos que el Dios-Sol bajó de la meseta mexicana unos veinte años después de su desembarco en Panuco y que sólo permaneció unos pocos años en el Yucatán. Ahora bien: conocemos la fecha de su llegada a Chichén Itzá: katún 4 Ahau del calendario maya, vale decir el año 987 de nuestra era.

 

Por lo tanto, Quetzalcóatl surgió del océano en 967, aproximadamente.

El segundo punto de referencia es apenas menos preciso. Cuando llegaron los españoles, acababa de ser asesinado por su medio hermano mestizo, Atahualpa, el último emperador inca, Huáscar. Sin contar a éste habían reinado doce soberanos, desde Manko Kapak, pero dos de ellos lo hicieron conjuntamente por ser mellizos.

 

Una generación equivalía, en aquel entonces, a unos veinte años. Así, en la misma época y en condiciones de vida bastante parecidas, para los once reyes de Francia que se sucedieron entre Felipe III, que ascendió al trono en 1270, y Carlos VIII, fallecido en 1498.

 

La genealogía de los reyes aztecas entre 1375 y 1520 nos da nueve soberanos, con un promedio de dieciséis años por reinado. Ahora bien: Huayna Kapak, el emperador de la undécima generación, murió en 1525. Luego, Manko Kapak fundó su imperio alrededor del año 1300.

Ignoramos, por cierto, la fecha del desembarco de Huirakocha en el Perú.

 

Pero podemos presumir que tuvo lugar poco después de la partida de Quetzalcóatl de México y que el viaje entre la desembocadura del río Coatzacoalcos y el actual puerto de Arica fue relativamente breve. De ser de otro modo, encontraríamos a lo largo del itinerario del dios Blanco rastros de su estada, cuando sólo hallamos recuerdos de su paso.

 

Por el contrario, los edificios de Tiahuanacu, sobre los cuales volveremos en el capítulo VII, demuestran que los atumuruna se habían radicado definitivamente en la zona del Titicaca. Salido de México sobre el final del siglo X, el Dios-Sol pudo haberse desplazado hacia el Sur, en sucesivas etapas, durante medio siglo o un siglo.

 

Llegó a Tiahuanacu, pues, entre 1050 y 1100 y le quedaron unos dos siglos para crear su Imperio y construir su capital inconclusa: más de lo que hacía falta, en cuanto a esta última tarea, si se piensa que en Europa, durante el mismo lapso, se edificaban las catedrales góticas.

En resumen, estamos en condiciones de trazar el siguiente, esquema cronológico:

  • 967 Desembarco de Quetzalcóatl en Panuco, Golfo de México.

  • 987 Llegada de Kukulkán al Yucatán.

  • 989 Regreso de Quetzalcóatl al Anáhuac, reembarco en el Golfo de México y desembarco en la costa venezolana.

  • 1050/1100 Desembarco de Huirakocha en Arica, Perú.

  • 1280/90 Derrota de Huirakocha en la Isla del Sol, huída y embarco en el Pacífico.

  • 1300 Conquista del Cuzco por Manko Kapak y fundación del imperio incaico.



 


8. Los Héroes Blancos Precolombinos

Las tradiciones de los distintos pueblos considerados se encadenan, pues, perfectamente.

 

Nos muestran a un grupo de guerreros Blancos, de tipo nórdico, que desembarca en la costa mexicana y deja algo de su cultura en el Anáhuac, el Yucatán y zonas adyacentes.

 

Con el apodo,

  • de Quetzalcóatl en el país náhuatl

  • de Kukulkán en tierras mayas

  • de Votan en Guatemala

  • de Zuhé en Venezuela

  • de Bochica en Colombia,

...el jefe blanco, que verosímilmente se llamaba Ullman, se convierte en el recuerdo indígena, con el tiempo, en un dios civilizador, a pesar de las dificultades encontradas por él durante su estada en los distintos países.

 

¿Cuánto tiempo dura exactamente el viaje que lleva a los Blancos hasta la costa colombiana del Pacífico, y cuándo muere Ullman? No lo sabemos.

 

Pero sí la tradición nos muestra a los nórdicos, ya al mando de un nuevo jefe, Heimlap o Heimdallr, llegan en barcos de piel de lobo al Ecuador, donde fundan el reino de Quito, y luego al Perú, donde se radican en la zona del lago Titicaca y empiezan a construir una metrópoli: Tiahuanacu.

Vencidos, después de unos dos siglos, por una invasión de indios chilenos, los Blancos se dispersan. Unos se desplazan por la costa hacia el Norte y se embarcan en balsas que los conducen hasta las islas oceánicas.

 

Otros escapan del Altiplano y desaparecen en la selva amazónica, donde se encuentran, hasta hoy, sus descendientes.

 

Unos pocos, en fin, se refugian en la montaña desde donde, con la ayuda de indios leales, reconstruyen su Imperio. La tradición nos permite, gracias a los nombres y títulos que nos ha trasmitido, identificar a los blancos que capitaneaba el Dios-Sol.

 

En efecto, Ullman y Heimlap o Heimdallr son nombres escandinavos, y encontramos el mismo origen para los títulos sciri (de skirr, puro), ayar (de jarl, conde) e inca o inga (de ing, descendiente), así como para el apodo Huirakocha que viene del antiguo escandinavo hvitr, blanco, y god, dios.







 



 

Presentamos ahora el capítulo cuarto, continuación de la entrada anterior, del libro El Gran Viaje del Dios-Sol del profesor Jacques de Mahieu, publicado según entendemos en 1974, que ya hemos dicho que hemos reconstruido a partir de una estropeada versión electrónica.

 

El interés de este capítulo no es otro que el de, además de ir confirmando la hipótesis ya planteada por el autor, ofrecer un muy buen resumen panorámico de los asuntos en la América precolombina y en el tiempo de su conquista.

 

Hay interesantes informaciones para los que comienzan a enterarse del tema y agudas observaciones para los que ya saben algo de ello.

 

 




 

Capitulo 4

El Dios-Sol

17 Junio 2013
 


1. Dos Mitologías

Un grave peligro acecha a quienes, sin tener una profunda formación teológica, entran a considerar las creencias religiosas de los pueblos amerindios.

 

Conocemos a éstas, en efecto, casi únicamente a través de los relatos de los cronistas españoles o hispanizados que se limitaron a describirnos "las idolatrías" de los nahuas, mayas y quechuas tales como los indígenas se las contaron, y lo hicieron, con pocas excepciones entre las cuales se destaca la del padre Bernardino de Sahagún, con poco discernimiento y menos benevolencia.

 

Ignoramos todo, por lo tanto, de la teología americana prehispánica, que se nos presenta encubierta por mitos múltiples, a menudo contradictorios cuando no incoherentes.

 

De ahí una doble tentación: la de considerar las relaciones indígenas como sartas de supersticiones y ritos mágicos, y la de introducir en las imágenes que nos han llegado elementos teológicos, metafísicos y místicos que les son extraños.

 

Lo cual nos llevaría, por un lado, a rebajar a los pueblos civilizados de la América precolombina al nivel de las tribus animistas del África negra, o, por otro, a hacer de Teotihuacán una segunda Alejandría.

No es muy fácil, para nosotros que estamos acostumbrados a religiones reveladas, comprender el sentido de una mitología y casi diríamos su procedimiento.

 

El vedismo, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo se basan en textos inmutables de los cuales los teólogos deducen racionalmente los dogmas, al modo de un matemático que desarrolla un postulado, y los exponen mediante fórmulas más o menos sencillas, para ponerlos al alcance de todos los creyentes, cualquiera que sea su nivel mental.

 

Los pueblos paganos, por el contrario, recurrían a representaciones simbólicas que servían de simple marco para interpretaciones cuyo grado de profundidad variaba con la capacidad intelectual y mística de cada uno.

 

Nos encontramos, pues, ante la mitología germana o mejicana, por ejemplo, un poco en la situación de quien sólo dispusiera, para estudiar el catolicismo, de esculturas de catedrales, relatos populares sobre la vida de Jesús, extraídos de los evangelios canónicos y apócrifos, y libros de hagiografía barata.

 

Lo más probable es que tal estudioso llegara a la conclusión de que los cristianos adoraban a tres dioses principales y una diosa, madre de uno de ellos, y que figuraban en su panteón una multiplicidad de dioses secundarios, unos benéficos y los otros maléficos, que se peleaban entre sí.

 

Le resultaría, por cierto, imposible reconstituir, sobre esta base, la Summa Theologica, y ni siquiera un catecismo de nivel escolar.

El problema se complica, para nosotros, por el hecho de que toda mitología perteneciente al pasado es un complejo incoherente de fábulas, en el sentido propio de la palabra, que responden a simbolizaciones yuxtapuestas y sucesivas. No solamente cada tribu y hasta cada aldea expresaban a su modo una creencia común, lo que hace que el mismo cuento nos llegue en distintas versiones a veces contradictorias, sino que los personajes míticos mismos a menudo carezcan de consistencia.

 

De un dios se desprende en determinado momento una nueva individualidad que no es sino expresión simbólica de una calidad o potencia de su "padre", mientras que, por el contrario, dos dioses pueden llegar a "fusionarse" sin perder por ello las apariencias distintas con las cuales se los conocía anteriormente.

 

Este último fenómeno se nota especialmente en la mitología mesoamericana, por la superposición que se produjo, en el Anáhuac y el Yucatán, con la llegada tanto de los civilizadores Blancos como de tribus de cazadores nómades, que se mezclaron con pueblos de antigua cultura y, a menudo, los dominaron.

 

Todos traían a sus dioses, y éstos fueron incorporados al panteón preexistente que enriquecieron y modificaron sustancialmente, en el marco de lo que podríamos llamar un panteísmo sincretista.

"Lo que más admira al estudiar el sistema religioso de los aztecas - dice William Prescott -  es la disimilitud de sus diversas partes; unas parecen ser emanación de un pueblo culto, y otras respiran un espíritu de ferocidad indómita; con lo que, naturalmente, viene la idea de atribuirle dos orígenes diversos, y de suponer que los aztecas recibieron una fe mansa y suave, en la que después injertaron la suya propia".

También pudo haber sido al revés, injertándose una religión "mansa y suave" en un mundo salvaje - o meramente cruel - preexistente. Y también pueden haberse producido aportaciones sucesivas de sentido contrario, con el dios Blanco ascético y el dios Blanco guerrero.

La "ferocidad" que Prescott nota en el culto náhuatl se refiere evidentemente, en efecto, a los sacrificios humanos.

 

Es probable que éstos, que tanto horrorizaban a los españoles - como la tortura española horrorizaba a los indios - hayan pertenecido a costumbres primitivas de las tribus locales, puesto que la tradición nos dice que el Quetzalcóatl ascético los abolió.

 

Pero no podemos excluir su aceptación y regulación por el Quetzalcóatl vikingo. Pues los escandinavos efectuaban sacrificios humanos, aunque no de modo habitual y sistemático como lo hacían los nahuas.

 

Adán de Bremen, al describir el gran templo de Gamia Upsala en la época de su relato (alrededor de 1070), cuenta que,

"cada nueve años tiene lugar en Upsala una festividad en la que intervienen todas las regiones de Suecia. La asistencia es obligatoria, y reyes, pueblos e individuos envían sus ofrendas, con excepción de los que se han convertido al cristianismo, quienes están obligados a pagar una multa.

 

El sacrificio que se lleva a cabo en dicha ocasión consiste en la matanza de nueve varones, cuyos cuerpos se cuelgan en un bosquecillo cercano al templo...".

Un texto del año 1000, el Tietman germano de Merseburg, relata que, cada nueve años, en el mes de Enero se sacrificaban en Lejre, Selandia (en Dinamarca), ante la vista de todos, noventa y nueve seres humanos.

 

También en las ciudades náhuatl la asistencia a los sacrificios humanos era obligatoria, y esta coincidencia en un aspecto secundario del rito refuerza poderosamente la hipótesis de una regulación, por el Quetzalcóatl guerrero, de prácticas anteriores.

Al margen de esta dualidad que señala Prescott, lo que caracteriza la mitología mejicana es la personificación antropomórfica de las fuerzas de la Naturaleza, consideradas como emanaciones, hipóstasis o avalares de un dios supremo que a la vez crea el mundo y le pertenece. No es ésta una concepción original: la encontramos entre los pueblos arios y, en particular, entre los germanos.

Tratemos de presentar el cuadro fundamental de semejante cosmovisión mitológica:

"Al principio era el caos. Todo estaba en suspenso, todo inmóvil. No había aún ni tierra, ni animales, ni seres humanos. Sólo existía, encima del inmenso abismo de la noche eterna, el Padre del Cielo, que vive en todo tiempo y rige su reino con poder absoluto.

"El Padre del Cielo decidió entonces crear la tierra y el hombre. Se unió a la Madre del Cielo, o Madre Tierra, que era a la vez su madre, su esposa y su hija, y en ella engendró a los dioses creadores. Estos ordenaron el caos e hicieron la tierra, una esfera cuyo eje es el Árbol del Mundo, sostenida en los cuatro puntos cardinales por sendas deidades. Luego crearon los animales y, por fin, se dedicaron a formar al hombre.

"Sus primeros intentos resultaron en fracasos. Dieron vida a gigantes malvados que tuvieron que ahogar en el Diluvio universal. Tomaron entonces dos maderos e hicieron con ellos la primera pareja humana. El hombre recibió un alma inmortal. En la cima del Árbol del Mundo está el Paraíso de los Guerreros, donde éstos moran con los dioses.

 

En las profundidades del mundo subterráneo, un Infierno helado, de nueve círculos, recibe a las almas condenadas. El mundo así formado tiene un fin previsto, pues al lado de todos los dioses creadores que lo conducen está el dios malo que trata de destruírlo. Con sus acólitos, éste atacará y vencerá a los dioses buenos, y monstruos a sus órdenes devorarán el cosmos.

 

Volverán las tinieblas y el caos. Sin embargo, el Padre del Cielo resucitará a sus hijos, y todo volverá a empezar".

¿Esta exposición, que hemos puesto entre comillas, corresponde a la mitología germana o a la mejicana? No lo hemos precisado, justamente para dejar subsistir la duda.

 

Pues el esquema que acabamos de presentar vale tanto para la una como para la otra, y lo vamos a demostrar.
 

 



2. El Cosmos Mesoamericano

Fuera de los relatos de los cronistas españoles e hispanizados, la fuente fundamental de los datos que tenemos acerca de las convicciones religiosas de los nahuas y mayas es un texto anónimo, el Manuscrito de Chichicastenango, redactado poco después de la Conquista, que conocemos con el nombre de Popol Vuh, con el cual lo publicó Brasseur de Bourbourg.

 

En realidad, su autor, un indio cultísimo recientemente convertido al cristianismo, declara en la obra misma que quiso salvar, escribiéndola en su idioma pero con caracteres latinos, el patrimonio religioso e histórico del pueblo quiché-maya al que pertenecía,

"porque ya no se ve el Popol Vuh... que tenían antiguamente los reyes, pues ha desaparecido".

Veremos, en el capítulo siguiente, cuáles son el significado y el origen del título de esta obra perdida.

El Manuscrito de Chichicastenango empieza con una descripción del cosmos antes de la creación:

"Esta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio, todo inmóvil, callado, y vacía la extensión del cielo.

 

Esta es la primera relación, el primer discurso. No había todavía un hombre, ni un animal, pájaros, peces, cangrejos, árboles, piedras, cuevas, barrancas, hierbas ni bosques; sólo el cielo existía. No se manifestaba la faz de la tierra.

 

Sólo estaba el mar en calma y el cielo en toda su extensión.

 

No había nada junto, que hiciera ruido, ni cosa alguna que se moviera, ni se agitara, ni hiciera ruido en el cielo. No había nada que estuviera en pie; sólo el agua en reposo, el mar apacible, solo y tranquilo. No había nada dotado de existencia.

 

Solamente había inmovilidad y silencio en la oscuridad, en la noche..."

No faltaron comentadores para señalar el parecido de este texto con el primer versículo del Génesis:

"...la tierra era nada y vacío, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo, mientras el Espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas",

...y para sospechar que el autor del Popol Vuh - respetemos la costumbre de llamar así al Manuscrito de Chichicastenango - debe haber introducido en su obra, para conseguir el beneplácito de los españoles, elementos cristianos.

 

La hipótesis no es de descartar totalmente, aunque el resto del libro no hace concesión alguna a la nueva fe. Pero la concepción del caos originario, en realidad muy poco cristiana puesto que contradice el dogma de la creación ex nihilo, no es privativa de la Biblia. La encontramos en los libros sagrados de todos los pueblos arios.

 

Así dice el Rig-Veda:

"Entonces no había ni ser ni no ser. Ni universo, ni atmósfera, ni nada encima. Nada, en ninguna parte, para el bien de quien fuera, continente o contenido. La muerte no era, ni la inmortalidad, ni la distinción del día y de la noche. Pero eso palpitaba..."

Y el Voluspá escandinavo, poema del siglo IX, anterior al cristianismo, que forma parte de las Edda, reza:

"En los viejos días - nada existía - ni la arena ni el mar - ni las olas arrolladoras; - no había tierra -  ni firmamento -  ni una brizna de hierba; -  sólo el Abismo abierto".

En formas apenas diferentes, la idea es la misma en los cuatro textos: la del caos, o sea de la materia desordenada, distinta a la vez del ser, que supone orden, y del no-ser - el nihil de la teología cristiana - que excluiría toda potencialidad.

 

Y, también en los cuatro textos, el Ser absoluto está presente por encima del caos:

  • el Corazón del Cielo, en el Popol Vuh

  • el Espíritu de Dios, en el Génesis

  • el Padre del Cielo, en los Vedas

  • el Padre de Todo, en las Edda

Dejemos a un lado las cosmogonías hindú y hebraica para considerar exclusivamente las que nos interesan aquí: la mesoamericana y la escandinava.

 

En ambas, la creación del cosmos se da del mismo modo: mediante la introducción de Dios en la Materia. De Dios se desprenden los Dioses Creadores que dan forma al caos.

De su obra surgen la tierra y el firmamento, luego las plantas y los animales. La creación del hombre resulta tarea más difícil. Los Creadores, dice el Popol Vuh, hicieron en primer lugar un hombre de lodo, pero carecía de entendimiento y se humedeció, deshaciéndose. Hicieron entonces muñecos de madera que hablaban como el hombre y poblaron toda la tierra.

 

Pero sus hijos no tenían alma, y el Corazón del Cielo los aniquiló en un gran Diluvio. Algunos sobrevivieron: sus descendientes son los monos.

Tradiciones náhuatl de Michoacán y mayas de Chiapas nos presentan una interesante variante de este relato.

 

Según ellas, esos primeros seres pseudo-humanos fueron gigantes. Siete de ellos consiguieron salvarse del Diluvio y edificaron - en Cholula, precisa la tradición náhuatl - una gran pirámide gracias a la cual pretendían escalar los cielos. Pero Dios los destruyó con una lluvia de fuego.

La cosmogonía escandinava es casi idéntica. Del caos nacieron en primer lugar los Gigantes Helados, encabezado por el hermafrodita Ymir que los había engendrado. Los Dioses los aniquilaron mediante un Diluvio del que sólo uno consiguió salvarse con su familia. Con el cuerpo de Ymir, los Creadores hicieron la Tierra.

También la formación del hombre ofrece gran semejanza en ambas cosmogonías.

 

Según el Popol Vuh, los Dioses hicieron cuatro varones con masa de maíz, les dieron vida, aunque limitando su sabiduría, y durante su sueño hicieron sus mujeres. Para los mixtecos del Anáhuac, el hombre salió de un árbol. En las Edda, los Creadores tomaron dos maderos arrojados por las olas, según una versión, o dos árboles, según otra, y los tallaron con forma humana, dándoles alma y vida.

 

Así completada la obra de creación, ¿cómo resultó la estructura del cosmos?

En cuanto a Mesoamérica, no es al Popol Vuh al que podemos recurrir para encontrar la respuesta, sino a los relatos de los cronistas, plenamente confirmados por los códices. Nos esperaría una sorpresa si no hubiéramos adelantado el hecho en el inciso anterior.

Tanto para los nahuas como para los mayas, en efecto, la Tierra era redonda. Los griegos lo sabían, por supuesto, pero el Occidente europeo de la Edad Media lo había olvidado. El globo terráqueo tiene como eje al Árbol del Mundo, o Árbol de la Vida, cuyas raíces se hunden en el mundo subterráneo, reino de la muerte, y cuyas ramas se elevan hasta el cielo.

 

Cuatro genios - los bacab de la mitología maya: Kan, Muhuc, Ix y Canac - sostienen el mundo en sus cuatro puntos cardinales.

 

También para las Edda el cosmos es redondo y un árbol constituye su eje: el fresno Yggdrasil, que también es símbolo fálico, o sea vital, y en cuya cima anida un águila. Este último detalle carecería de importancia si no encontráramos también, a menudo, un águila, símbolo del Sol, en la cima del Árbol del Mundo náhuatl y maya.

El cosmos que conocemos - el quinto sucesivo para los pueblos de Mesoamérica, y uno de los nueve contemporáneos para los escandinavos - no es eterno. Así como nació del caos, volverá al caos.

 

Instrumentos del dios malo, el tigre y la serpiente, según las creencias mesoamericanas, o el lobo Fénrir, en la mitología nórdica, devorarán al Sol y a la Luna, y todo acabará hasta un nuevo renacer.
 

 



3. Dios y los Dioses de Mesoamérica

El error más común que se comete con respecto a la religión mesoamericana es el de creer que nahuas y mayas adoraban al Sol.

 

En realidad, adoraban al Padre del Cielo, directamente o a través de sus personificaciones diferenciadas - sus avatares, en buen lenguaje teológico - los dioses creados. Y sucedía exactamente lo mismo entre los escandinavos y, de modo general, en todos los pueblos "politeístas".

 

Por supuesto, no debían de faltar creyentes que aceptaran los mitos en su sentido literal, como hay cristianos de poca formación religiosa que no interpretan correctamente el misterio de la Trinidad o hasta toman a las diversas Madonnas por personas distintas.

 

¿No es el mito, precisamente, la representación imaginaria de una idea compleja o de difícil comprensión, que se pone así al alcance de todos?

Los mesoamericanos, como los escandinavos, creían en un dios supremo, creador y conservador del universo, un dios,

"invisible y no palpable, bien así como la noche y el aire", dice Sahagún.

 

"El dios por quien vivimos; el Omnipotente que conoce todos nuestros pensamientos y dispensador de todas las gracias; aquel sin el cual nada es el hombre; el dios invisible, incorpóreo, de perfecta perfección y pureza, bajo cuyas alas se encuentra descanso y seguro abrigo".

No se rendía culto alguno a este Padre del Cielo, porque estaba más allá de los sacrificios, era inaccesible a las plegarias y no se podía representar físicamente.

 

Se lo honraba en la persona de los dioses creados, que no eran sino expresiones diversificadas de su poderío absoluto. Sólo entre los mayas parece haber tenido un nombre: Hunab-Ku, y ni eso es muy seguro.

 

Los nahuas sólo lo designaban por perífrasis:

"El de la vecindad inmediata" y "Aquel por quien vivimos".

Este dios no tenía estatuas porque nadie,

"lo había conocido ni visto hasta ahora", como dice Ixtlilxóchitl. Y sólo sabemos de un templo dedicado, por el rey Netzahualcóyotl, al "dios desconocido y creador de todas las cosas".

La necesidad de un dios supremo para pueblos panteístas la explica perfectamente Snorri Sturlusson, el autor islandés de la Edda en prosa (1189-1241) en el prefacio de su obra:

"Surgió entre ellos la idea de que debía haber un rector de las estrellas del firmamento, alguien que podía ordenar su curso según su voluntad y que debía ser fuerte y tener un gran poder.

 

Y creyeron que eso era verdadero: que si gobernaba las cosas más importantes de la Creación, debió de haber existido antes que las estrellas del cielo, y comprendieron que si regía el curso de los cuerpos celestes también debía de gobernar el brillo del Sol, y el rocío del aire, y los frutos de la tierra, y todo cuanto crece en ella, y, de la misma manera, los vientos del espacio y las tempestades del mar.

 

No sabían aún dónde se encontraba su reino, pero creían que ordenaba todas las cosas en la tierra y en el firmamento...".

Un siglo más tarde, el Inca Tupak Yupanki hará el mismo razonamiento casi con los mismos términos, como veremos más adelante.

Sin embargo, el Padre del Cielo se personificaba más especialmente, a los ojos de los creyentes, en un dios principal que se consideraba como el jefe de los dioses creados y a quien se rendían los máximos homenajes.

 

Pero este dios no era necesariamente el mismo en todas las épocas ni para todos los pueblos de una misma fe. No solamente cada grupo, cada estrato social y cada comunidad tenían un dios protector, sino que también elegían según su conveniencia al dios principal.

 

Así entre los escandinavos de nuestra era la máxima personificación del Padre del Cielo era Tyr (o Tiu, o Ziu, del sánscrito dyeva que dio origen al griego Zeus y Theos, al latín Júpiter, y al germano antiguo Tiwaz), mientras que en la época vikinga, Odín (Odinn o Voden, en Escandinavia, Wuotan o Wodan, en Germania) lo había suplantado, no sin que Thor le disputara el rango, por lo menos en las capas inferiores de la población.

La elección de Odín como dios principal era perfectamente lógica. Avatar del Padre del Cielo, la Madre Tierra, Yord o Frigg, es a la vez su esposa y su hija, y hasta parece que también su madre, lo que basta para demostrar que las genealogías divinas son puramente simbólicas.

 

El dios Creador está en el Abismo Abierto, vale decir, en la materia - su madre - como es normal en una religión panteísta. Pero no puede ordenar dicha materia ni dar así nacimiento a la Tierra - su hija - sin haberse unido a ella - su esposa.

 

Como Creador, Odín es el enemigo de la oscuridad, y el Sol es uno de sus ojos. Ya que su soplo anima la materia, es el dios del viento. Y se le atribuye además la función de psicopompo, o sea, de guía de las almas.

Odín tiene su equivalente en la mitología mesoamericana con un dios principal - en náhuatl, teotl, palabra semejante, por su común origen (dyeva) al theos griego - que lleva entre los nahuas el nombre de Ollin Tonatiuh y entre los mayas el de Kinich Ahau (Señor de la Frente del Sol). Es el dios solar por excelencia, lo cual significa simplemente que el Sol - Nuestro Padre el Sol - es su representación visible.

 

Su nombre maya, pues, no plantea problema alguno. Pero sí su nombre náhuatl.

 

Tonatiuh no tiene sentido en el idioma del Anáhuac, y tanto los cronistas como los autores modernos traducen la palabra por "Dios" o por "Sol", vale decir, por lo que expresa. Ollin (las dos "l" se pronuncian separadamente) significa movimiento, y también temblor, terremoto, lo que no tiene sino una relación muy lejana con la divinidad.

 

Lo extraño es que la palabra Tonatiuh parece compuesta de los nombres de dos dioses germanos: Thonar (Thor) y Tiu (Tyr).

 

Ante tal comprobación, uno empieza a preguntarse si Olin no es una deformación, por lo demás ligera teniendo en cuenta la imprecisión de las transcripciones españolas - Sahagún escribe Donadiu por Tonatiuh - del nombre de Odín.

 

Tendríamos así una tríada al modo escandinavo - Odín, Vili y Vé; Odín, Thor y Frey, etc. - como al modo mesoamericano: el Corazón del Cielo de los quichés-mayas es triple, compuesto por Caculhá-Hurakán, Chipi-Caculhá y Raxa-Caculhá.

 

Se trataría, pues, de una Trinidad sui generis que abarcaría a Odín, dios principal, dios del Sol y dios del viento; Thor, dios del trueno, su hijo; y Tyr, dios de la guerra. Notemos que el dios solar azteca, Uitzilopochii - el Mago Colibrí - unificado con Olin Tonatiuh cuando la conquista del Anáhuac por los cazadores nómades, es dios de la guerra.

Podríamos proseguir nuestro análisis comparativo y mostrar cómo Yord encuentra su equivalente americano en Coatlicue, la Madre Tierra; Loki, el dios malo, en el Tezcatlipoca náhuatl y en ei Zotzilahá-Chamalcán maya, etc.

 

Pero, en realidad, tales identificaciones no probarían gran cosa, pues toda religión que personifique las fuerzas de la Naturaleza tiene, para definir a sus dioses, un número reducido de posibilidades. Por lo demás, las analogías que hemos señalado hasta ahora - dejando a un lado el nombre de Olin Tonatiuh, que tiene una implicancia mucho mayor - se hacen insignificantes cuando se enfoca a Quetzalcóatl.

Ya encontramos en el capítulo III a este personaje histórico, rey de los toltecas en el siglo X y civilizador de los pueblos náhuatl y maya.

 

Vimos cómo, disgustado con la actitud de sus compañeros, se había hecho a la mar en dirección a Sudamérica, donde pudimos seguir su rastro. Si bien desapareció físicamente del Anáhuac y del Yucatán, Quetzalcóatl no sólo perduró en las memorias, sino que se convirtió en un dios que llegó a dominar el panteón mesoamericano.

 

El dios Quetzalcóatl, blanco y barbudo como lo había sido el hombre, pierde las características guerreras que habían pertenecido a una de las dos personalidades de este último. Es el sacerdote y reformador religioso el que se proyectó hasta el Cielo, y se le hace una biografía mítica correspondiente a su nueva dignidad y, sobre todo, a los valores que representa.

No es fácil ubicar a Quetzalcóatl entre los demás dioses mesoamericanos. No se agrega, en efecto, a la mitología preexistente como lo pudo hacer Uitzilopochii, que encontró sin mayor dificultad a un dios con el cual fusionarse, sino que se superpone a ella y en gran parte, la contradice.

 

Pugna con Olin Tonatiuh para desplazarlo de su rango de dios principal y lo consigue, pero sin anular a su rival.

 

En ciertos aspectos, se confunde con él, ya que ambos aparecen como hijos de Coatlicue, la Madre Tierra, y su concepción tiene el mismo carácter muy peculiar, pues reproduce, virginidad aparte, el misterio cristiano de la Encarnación:

Coatlicue quedó encinta de Tonatiuh después de haber escondido en su vestido una pluma blanca encontrada en un templo, y de Quetzalcóatl, después de haberse tragado una piedra preciosa.

Dios principal, o sea máxima expresión del Padre del Cielo, se convierte en el Creador, en el dios de la vida y, como Odín, en el dios del viento a través de su hipóstasis Ehecatl, o Hurakán, entre los mayas.

No es éste, sin embargo, el aspecto más importante de su personalidad: sólo la consecuencia del ascendiente que adquirió en el marco de un mundo que lo había vencido. Lo que aporta Quetzalcóatl a los hombres es una nueva concepción de la vida y, por lo tanto, de la moral. Trata de sustituir el culto sanguinario del heroísmo por una religión de la penitencia. Con él aparecen las nociones asociadas de pecado, remordimiento y perdón. Y, como corolario, la de redención.

 

La vida mítica de Quetzalcóatl, calcada de su vida real pero totalmente transformada, es altamente ilustrativa al respecto.

 

Tezcatlipoca se convierte en su hermano, dios del Sol de la Tierra - el Sol putrefactor - y, con sus cómplices Ihuimécatl y Toltécatl - este último nombre se refiere claramente a la participación de los toltecas en los acontecimientos que llevaron su jefe a irse - consiguió embriagar al Sacerdote y hacerlo dormir con la bella Quetzalpétatl.

 

Al despertar, Quetzalcóatl lloró por su pecado y se marchó hacia el mar. En la costa, lloró de nuevo y se prendió fuego.

 

El alma del hombre-dios bajó a los Infiernos donde consiguió, no sin peligros ni terrores, arrancar al Señor del Reino de los Muertos un fardo de huesos de condenados. Quetzalcóatl vertió sobre ellos sangre sacada de su miembro viril y, con esta penitencia que imitaron todos los dioses, salvó a la Humanidad.

La Redención por la sangre de un dios: es imposible no pensar de inmediato en Cristo. También podría recordar el mito de Bálder, el segundo hijo de Odín, matado por el dios ciego Hodr engañado por Loki - el dios malo - y que, dios sangrante y dios de lágrimas, bajó a los Infiernos de donde retornará tras el Ocaso de los Dioses, redimido por sus sufrimientos y por el llanto del mundo, para entrar en el nuevo Cielo.

 

Esta doble comparación no es de extrañar: a menudo, en la Edad Media europea, Jesús y Bálder se superponen y se fusionan.

 

Tal vez no sea por mera casualidad que el significado originario de "Báldr" es señor y que Jesucristo es llamado "Nuestro Señor". Y los nahuas decían habitualmente, al mencionar a su dios redentor, "el Señor Quetzalcóatl".

Las características del Itzamná-Redentor de los mayas son semejantes a las del Quetzalcóatl ascético.

 

Kukulkán, por el contrario, conserva, como dios, la configuración del Quetzalcóatl guerrero que, en el Anáhuac, tiende a confundirse con Olin Tonatiuh, el dios de la guerra, y toma, en la iconografía, las apariencias de Odín.

 

 


4. La Suerte de los Hombres y de los Dioses en Mesoamérica

Sin la doble idea de pecado y de penitencia, la existencia del Cielo y del Infierno carecería de sentido.

 

Hubo autores, sin embargo, para afirmar que la suerte de las almas era, entre los nahuas y los mayas, puramente estamental: los guerreros muertos en combate, las mujeres fallecidas durante el parto y los sacrificados a los dioses iban a unirse con el Sol; los campesinos y los ahogados eran recibidos en los limbos del Tlalocán, y los demás caían en el Mictlán, el Infierno.

 

Después de Quetzalcóatl, evidentemente ya no fue así, pues la Redención no se puede concebir sin pecado ni castigo.

 

Pero la sangre del dios no hizo sino generalizar la salvación que ya aseguraba, individualmente, la sangre de los guerreros, de las parturientas y, lo que prueba nuestra aserción, de las víctimas de los sacrificios humanos.

Los elegidos eran conducidos por Teoyaomiqui, mujer de Uitzilopochii, a la Casa del Sol, el Paraíso de los mesoamericanos. Convertidos en "compañeros del águila", himnos guerreros y combates simulados ocupaban su eternidad. Cada día, seguían al Sol hasta el cénit, donde los sustituían las mujeres muertas al dar a luz.

 

Los campesinos, de vida vegetativa, sin grandes méritos ni grandes culpas, y también los que mataba el rayo, los ahogados, los leprosos y los sarnosos, iban a una especie de paraíso terrenal donde encontraban todas las satisfacciones que hubieran deseado tener en vida. Los réprobos eran echados en el Mictlán, un mundo subterráneo situado debajo de las heladas y sombrías estepas del Norte.

 

Era el reino de Mictlantecuhtli, el dios de los muertos. Ni siquiera era fácil llegar hasta él. Acompañado por un perro psicopompo, el condenado vagaba durante cuatro años en medio de vientos helados, perseguido por monstruos, y debía finalmente cruzar los Nueve Ríos, detrás de los cuales encontraba el descanso de la Nada.

 

El Popol Vuh nos da de los Infiernos, el reino de Xibalbá, una descripción más completa pero concordante.

 

Para los quichés-mayas, los condenados pasaban por cinco moradas donde sufrían otros tantos castigos: la Casa Oscura, la Casa Helada, la Casa de los Tigres, la Casa de los Vampiros y la Casa de las Navajas. El Libro no nos dice cómo acababa el viaje, ni si acababa alguna vez.

Con el agregado del Tlalocán, de vaga reminiscencia cristiana, la concepción que los nahuas y los mayas tenían del Cielo y del Infierno parece calcada, hasta en sus menores detalles, de la mitología escandinava.

 

En Asgard, residencia de los dioses, situada en lo alto del Fresno Yggdrasil, está el Valholl, la "Morada de los Matados", adonde los guerreros muertos heroicamente en el combate - los Campeones - son conducidos por las walkirias,

"seleccionadoras de los que murieron violentamente".

Éstas tienen la doble misión de recorrer los campos de batalla y elegir a los héroes, y de asegurar el servicio doméstico del Walhala.

 

Los Campeones se pasan el tiempo comiendo, bebiendo hidromiel y peleando. Cada día salen al campo de maniobras y combaten, hiriéndose y matándose. Pero, al atardecer, todos recobran integridad o vida.

Los demás muertos, los réprobos, van al Hel, el "Lugar de Ocultación" situado en las profundidades subterráneas. Es una región fría y neblinosa, dividida en nueve círculos superpuestos, cada vez más helados a medida que se va bajando.

 

Se llega a ella entrando por una puerta que guarda el perro Gármr y se cruza un río de navajas y afiladas espadas hasta llegar al reino de la diosa Hel, donde los pecadores - perjuros, asesinos y adúlteros - llevan una vida miserable, rodeados de serpientes. En el Hel está Loki, el dios malo, el dios caído, que muchos autores emparentan con Lucifer.

La estada de los condenados en los Infiernos no será eterna.

 

Un día Loki se escapará del Hel, encabezándolos y, con la ayuda de los gigantes, descendientes de la familia que había sobrevivido al Diluvio, del lobo Fénrir y sus hijos y de la Serpiente del Mundo, que Thor había tratado vanamente de pescar y que Odín había echado al mar que rodea la tierra, se lanzará al asalto de Asgard.

 

Llegará el Ragnarok, el Ocaso de los Dioses, pues éstos serán vencidos.

 

El lobo Fénrir y la Serpiente del Mundo, antes de morir en el combate, devorarán al Sol y a la Luna. Las heladas se apoderarán del mundo y todo habrá terminado. Pero Bálder, el Redentor, resucitará a los dioses y un nuevo cosmos nacerá.

La misma concepción del fin del mundo, aunque conocemos menos detalles a su respecto, formaba parte de las creencias mesoamericanas. Cuatro Soles, o sea cuatro Mundos, fueron destruidos hasta llegar al nuestro: el Sol de Tierra o de Noche, el Sol de Aire, el Sol de Lluvia de Fuego y el Sol de Agua.

 

El Quinto Sol, o Sol de los Cuatro Movimientos, perecerá a su vez cuando los Monstruos del Crepúsculo surjan del fondo del Occidente, instigados por Tezcatlipoca, el dios malo, para destruir a los seres vivos, mientras el Monstruo de la Tierra quiebre el globo entre sus fauces.

 

Se acabará el género humano.

 

Pero nacerá un Sexto Sol: un nuevo mundo en que los hombres estarán sustituidos por los planetas, vale decir por los dioses.
 

 



5. La Religión del Imperio Incaico

Los conocimientos que tenemos acerca de las creencias religiosas imperantes en el Imperio incaico son mucho menores que los que nos han llegado con respecto a Mesoamérica.

 

Tal vez esta diferencia se deba en parte al hecho de que el Perú no tuvo a ningún cronista del nivel intelectual de Sahagún. Pero, de cualquier modo, el motivo fundamental está en la simplicidad y pureza de una religión que prácticamente carecía de mitología.

 

Tales características no excluyen, sin embargo, una dualidad primitiva que se manifestaba aún, de modo atenuado, en la época considerada.

La capa más antigua de la religión peruana estaba representada por los setenta y ocho dioses que, en el Panteón del Cuzco, manifestaban las creencias de los pueblos incorporados al Imperio. Los incas toleraban y hasta acogían favorablemente sus ídolos, como lo hacían los césares romanos, por conveniencia política.

 

Uno de esos dioses, sin embargo, gozaba de una situación privilegiada, y el mismo Emperador condescendía a veces a celebrar sacrificios rituales en su gran templo del Rimac. Era Pachakamak, el dios del fuego de los chimúes, cuyo nombre significa "Animador de la Tierra", el Creador inmanente cuya obra está personificada hasta hoy, entre los aymaráes de Bolivia, en Pachamama, la Madre Tierra.

 

Pachakamak es el espíritu ordenador por el cual el caos se da forma y dura. Pues pacha es a la vez la tierra y el tiempo. Desgraciadamente, no sabemos nada de la cosmogonía peruana que, de existir en épocas lejanas, habrá sido borrada de las mentes por el imperial e imperioso culto del Sol.

Nuestra ignorancia de la teología preincaica también abarca el tiempo de los atumuruna, lo cual es muy explicable, puesto que los "hombres de Tiahuanacu" desaparecieron casi todos como consecuencia de su derrota de la Isla del Sol.

 

Hubo una solución de continuidad en la civilización creada por ellos, y el Imperio incaico recogió una herencia espiritual simplificada. Sabemos, sin embargo, que las creencias de los Blancos que desembarcaron en la costa del Perú no debían de ser muy distintas de las que dejaron en Mesoamérica: lo prueba la teología incaica.

La religión cuyas bases echó Manko Kapak y que conocieron los españoles a su llegada, se reduce aparentemente traer a los seres humanos una Revelación y una Redención. Dios invisible y todopoderoso, no necesitaba de nadie ni de nada.

 

Por ello no se le rendía culto alguno ni se le elevaban templos. El templo que el Inca Huirakocha - a quien se le había aparecido en sueños y que, por este motivo, había adoptado su nombre - hizo construir, estaba dedicado al "fantasma" del dios.

 

El cronista García cuenta cómo, según las creencias indígenas, en el tiempo en que todo era noche y no había aún ni luz ni día, salió de un lago situado en la provincia de Collasuyu (el Titicaca) un Señor llamado Contice-Viracocha (Kon-Ticsi Huirakocha) que creó en un momento el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas.

No tenía "huesos, ni miembros, ni cuerpo" y "veía mucho y muy rápidamente... como hijo del Sol que decía ser".

Pero Pachakamak lo venció y lo obligó a huir.

 

Maldiciendo a los hombres que lo habían abandonado y se habían convertido en animales, Kon-Ticsi Huirakocha bajó a la costa hasta la provincia de Manta y,

"se hundió en el mar con todos los suyos", según la versión de García, o "extendió su manto sobre el mar y desapareció para siempre en el seno del océano", según Velasco.

Es ésta la exacta transposición mítica de la historia de Huirakocha, tal como la relatamos, según la tradición, en el capítulo III.

Huirakocha es, por lo tanto, a la vez el creador y el hijo del Sol. Como Creador, es inmaterial y todopoderoso. Por el contrario, como Redentor - hijo de su propia creación - es vulnerable y lo vencen las fuerzas de la Naturaleza.

 

Como Quetzalcóatl, con el cual históricamente se confunde, si no como individuo, por lo menos como grupo racial, Huirakocha nos hace invenciblemente pensar en el dios del cristianismo, Creador y Redentor, Padre e Hijo de sí mismo, inmaterial y encarnado, todopoderoso y crucificado por los hijos del Diablo.

 

Ya vimos en el capítulo III cuál es el origen y sentido del nombre de Huirakocha: "Dios Blanco", en antiguo escandinavo. No nos extrañará, pues, comprobar que Kon, en nominativo Konr, significa "Rey" en el mismo idioma. En cuanto a Ticsi, palabra que se traduce por lo general, arbitrariamente, por Creador, tal vez no sea abusivo encontrar en ella la raíz "Ti" del antiguo germano Tiwaz, nombre del Padre del Cielo.

Al lado de tan elevada teología, resulta de poco interés agregar - y sólo lo hacemos para que nuestra exposición sea completa - que, en el culto popular, la Luna era una diosa, esposa del Sol; que se veneraba una tríada - Illapa - de "esclavos del Sol" - el Relámpago, el Trueno y el Rayo - que no eran dioses, y que el dios Kanopa representaba los siete planetas conocidos.

 

Más importante es notar que la religión incaica enseñaba la inmortalidad de las almas y hasta la resurrección de los cuerpos.

 

Los elegidos tenían su destino en el Cielo, situado encima de la Tierra, donde llevarían una vida de Paraíso Terrenal, mientras que el Infierno, dominio del demonio Kupay o Supay y situado debajo de la Tierra, recibiría a los réprobos, que sufrirían en él los peores tormentos.

Mencionemos, por fin, una tradición del Diluvio, semejante a la de Mesoamérica: las aguas destruyeron a los primeros hombres. Según una versión, siete de ellos sobrevivieron y salieron de una cueva para poblar otra vez el mundo. Según otra, todos perecieron y Huirakocha creó una segunda Humanidad.

 

En Quito, se creía que el Diluvio había sido la consecuencia de un combate con la Gran Serpiente, que escupió tanta agua que anegó el mundo.

En resumen, encontramos en la teología incaica los mismos elementos que en la mesoamericana, pero dispuestos diferentemente y con un valor relativo distinto.

 

En el Perú, el Quetzalcóatl ascético, "manso y suave", ha superado su derrota y, gracias a Manko Kapak, se ha impuesto a los residuos "salvajes" de los cultos indígenas y ha borrado el recuerdo del Quetzalcóatl guerrero. También han desaparecido el dios malo y la lucha entre dioses.

 

Apenas subsiste un ligero resabio de maniqueísmo teológico en el combate del dios de la materia, Pachakamak, con el dios del espíritu, Kon-Ticsi, y esto sólo en un mito geográficamente muy localizado y en vías de desaparición. Tampoco hay dios de los infiernos ni dios de los muertos. Sólo queda un demonio al estilo de Satanás. Todo se ha simplificado, depurado y armonizado.

 

Un dios binario - Padre e Hijo - cuya expresión y símbolo visible es el Sol, gobierna las fuerzas cósmicas y salva a los hombres por la Encarnación.

 

Se trata todavía, por cierto, de un paganismo panteísta al modo escandinavo, pero no es difícil reconocer en él un aporte extraño que ya habíamos encontrado, tan definido pero menos afirmado, en la religión de Mesoamérica.

 

 


6. Elementos Cristianos en las Religiones de Mesoamérica y el Perú

El aporte extraño al que acabamos de referirnos es indudablemente de origen cristiano.

 

No queremos, por cierto, caer en el error de esos cronistas españoles, ridiculizados por Garcilaso, que "han hecho trinidades... no habiéndolas imaginado los indios", con el objeto de asimilar "su idolatría a nuestra santa religión".

 

No fue, sin embargo, por un afán de sincretismo - la última cosa en que pudieran pensar - que dichos cronistas, y en especial los sacerdotes que había entre ellos, señalaron y hasta exageraron las similitudes que encontraban entre el cristianismo y las religiones amerindias. No fue por obra de su imaginación que llegaron a hablar de una predicación en América del apóstol Tomás, por analogía fonética con uno de los nombres - Pay Tomé - del dios Blanco.

 

Hasta les habrá costado mucho dar muestra de tal lealtad intelectual, por lo menos en cuanto atañía al culto náhuatl cuyas características sanguinarias los horrorizaban.

 

La evidencia fue, sin duda alguna, más fuerte que sus prejuicios y su sensibilidad.

Tampoco era por simpatía ni por consideración que los Conquistadores llamaban papas a los sacerdotes náhuatl. Nada debía de parecerles más indecoroso, para no decir sacrílego, que dar a esos ministros de los "ídolos", por más que llevaran sotanas negras con capuchones "como los de los dominicos", el título del Sumo Pontífice de la cristiandad.

 

Si lo hacían, era porque los sacerdotes de Olin Tonatiuh y los de Quetzalcóatl se designaban a sí mismos con este nombre, Ahora bien, en idioma náhuatl, sacerdote se dice tlamacazqui y, por otro lado, papa no es vocablo náhuatl. Los indios utilizaban esta palabra para hacerse entender por los Blancos, y lo conseguían.

 

¿Pero cómo conocían el término, que los españoles no empleaban, por cierto, para designar a sus capellanes?; ¿dónde se llamaban "papas" los simples sacerdotes?

 

En Irlanda. Los papas (paba, del latín papa) eran los monjes anacoretas que poblaron las islas del Atlántico Norte, inclusive Islandia, antes de los escandinavos que los conocían muy bien y los llamaban papar.

 

Por otro lado, sabemos por las sagas que los irlandeses habían colonizado Huitramannaland, tierra situada al Sur de Vinlandia y sólo separada de México por Florida, y que entre sus pobladores había sacerdotes.

 

Lo inverosímil para ellos son los aspectos a la vez profundos y secundarios de su fe que guerreros analfabetos, o poco menos, no habrían sabido exponer. Los elementos a que nos referimos son más tangibles y sólo pueden haber sido aportados por cristianos.

Tampoco aludimos a los relatos de tipo bíblico que recogieron los cronistas después de la Conquista y que pueden haber sido el producto de la imaginación sincretista de los indios. Vale la pena, sin embargo, mencionar, cuanto más no fuera a título de curiosidad, dos versiones del Diluvio, en las cuales se nota una doble influencia local y hebraica.

 

En Michoacán, se decía que Tezpi y su mujer escaparon del Diluvio en un bote, llevando consigo aves y animales (sic). Después de un tiempo, el Noé náhuatl echó a volar un buitre, que se quedó devorando cadáveres de gigantes ahogados. Luego, soltó un colibrí, que volvió con un ramo en el pico.

 

En Chiapas (actual Guatemala), se contaba que Votan era nieto del ilustre anciano que se salvó con su familia, en una balsa, de la gran inundación en la cual pereció la mayor parte de los seres humanos. El dios-hombre cooperó en la construcción de un gran edificio gracias al cual se pretendía escalar los cielos. Teotl se enojó.

 

Destruyó por el fuego la pirámide sin terminar, dio a cada familia un idioma distinto y mandó a Votan a poblar el país del Anáhuac.

Reencontrar en la meseta mejicana el Misterio de la Encarnación es, por cierto, más sorprendente y no hay, en este caso, probabilidad de sincretismo, pues el mito constituye uno de los fundamentos de la teogonía náhuatl.

 

Ya hemos relatado más arriba cómo Olin Tonatiuh y Quetzalcóatl tenían la misma madre, Coatlicue - también llamada Cihuacóatl, mujer serpiente - que concibió a sus hijos sin intervención masculina, al segundo al tragarse una piedra preciosa y al primero, al esconder en su seno una pluma blanca - algunos textos dicen una bola de plumas - recogida en un templo que estaba barriendo como castigo por haber arrancado la rosa prohibida.

 

Coatlicue, que los nahuas llamaban Madre Tierra y Nuestra Señora y Madre, es así, como la Eva bíblica, la responsable del pecado - y de los dolores del parto, con los cuales el dios lo sanciona - y, como la Virgen María, la madre del Redentor milagrosamente concebido.

¿Podría un analista extremadamente suspicaz dudar de la autenticidad de estas últimas coincidencias y atribuirlas a la astucia de los indios, deseosos de congraciarse con los sacerdotes españoles?

 

Semejante escepticismo no cabría, de cualquier modo, ante la existencia, entre los nahuas, de cuatro de los siete sacramentos de la Iglesia Católica: el bautismo, la confesión, la comunión y el matrimonio. El orden debía de existir también, puesto que el sacerdocio estaba rígidamente organizado y reglamentado.

 

Sólo se desconocían la confirmación, que tenía poca importancia litúrgica en el catolicismo medieval, y la extremaunción, que no es sino una forma particular de absolución de los pecados.

El sacramento náhuatl del bautismo no necesitaba del sacerdote, cuya intervención tampoco es imprescindible para el bautismo cristiano.

 

Su ministro era la partera que, después de cortar el cordón umbilical, dirigía esta plegaria a la diosa del agua, Chalchiuhtlicue:

"Ya está en vuestras manos. Lavadla (la criatura) y limpiadla como sabéis que conviene. Purificadla de la suciedad que ha sacado de sus padres, y las mancillas y suciedades, llévelas el agua y deshágalas, y limpie toda inmundicia que en ella hay. Tened por bien, Señora, que sea purificado y limpio su corazón y su vida..."

Unos días después, se celebraba, en medio de grandes festejos familiares, el bautismo propiamente dicho.

 

Con sus dedos mojados, la partera depositaba algunas gotas de agua en la boca del recién nacido:

"Toma, recibe. Con esta agua vivirás en la tierra, crecerás y reverdecerás. Por ella recibimos lo que nos es necesario para vivir en la tierra. Recibe esta agua".

Luego, mojaba del mismo modo el pecho del niño:

"Esta es el agua celeste. Esta es el agua purísima que lava y limpia tu corazón. Recíbela. Que tenga por bien purificar tu corazón".

Después, la partera le echaba unas gotas en la cabeza:

"Que esta agua entre en tu cuerpo y viva en él, esta agua celeste, esta agua azul".

En fin lavaba todo el cuerpo del recién nacido:

"Dondequiera estés, tu que podrías perjudicar a este niño, déjalo, anda, apártate de él, pues ahora este niño nace de nuevo, de nuevo lo forma y le da luz nuestra madre Chalchiuhtlicue".

El sacramento náhuatl de la penitencia se recibía, como el Consolamentum de los Cátaros, sólo una vez en la vida, y mediante confesión auricular.

 

El sacerdote decía al penitente:

"Estos son tus pecados, que no solamente son lazos y redes y pozos en los cuales has caído, pero también son bestias fieras, que matan y despedazan el cuerpo y el ánima...

 

Por tu propia voluntad te ensuciaste... y ahora te has confesado... has descubierto y manifestado todos ellos (los pecados) a Nuestro Señor que es emperador y purificador de todos los pecadores...

 

Ahora nuevamente has tornado a nacer, ahora nuevamente comienzas a vivir, y ahora mismo te da lumbre y nuevo sol Nuestro Señor Dios... Conviene que hagas penitencia trabajando un año o más en la casa de Dios..."

El sacramento náhuatl de la comunión se daba, una vez por año, a los adolescentes, que sólo podían recibirlo después de un año de penitencia.

 

Con harina molida por ellos mismos, los sacerdotes preparaban la masa con la cual hacían el cuerpo de Uitzilopochii. Al día siguiente, un hombre que representaba a Quetzalcóatl - tal vez el Sumo Sacerdote de este dios - disparaba una flecha en el corazón de la hostia. Luego, se deshacía el cuerpo.

 

El corazón se repartía entre los jóvenes.

"Cada uno comía un pedazo del cuerpo de este dios - dice Sahagún - y los que comían eran mancebos, y decían que era el cuerpo del dios".

El casamiento se realizaba mediante dos ceremonias distintas.

 

En la primera, los novios se sentaban cerca del hogar y las casamenteras anudaban juntos el manto del joven y la blusa de la joven. Ya estaban casados, pero sólo podían consumar el matrimonio después de cuatro días de plegarias en la cámara nupcial.

 

El quinto día, un sacerdote bendecía su unión echando sobre ellos un poco de agua consagrada.

Hemos dicho más arriba que los nahuas no conocían el sacramento de la confirmación. Éste constituía, por el contrario, entre los mayas, uno de los ritos de mayor importancia. Se realizaba en el patio del templo, en cuyas esquinas se sentaban cuatro honorables ancianos, sosteniendo una soga. En el cuadro así formado se ubicaban niñas de doce años y varones de catorce.

 

El sacerdote, con su sotana blanca y sus ornamentos, los purificaba con copal - el incienso de Mesoamérica - y los jóvenes confesaban públicamente sus pecados.

 

Luego, después de la debida amonestación, el oficiante aplicaba a cada uno "agua virgen". No sabemos si esta ceremonia reemplazaba el bautismo y la confesión o se agregaba a ellos.

 

El matrimonio maya era semejante al náhuatl y, como éste, comportaba una bendición sacerdotal.

Más "cristiana" en su teología que la mesoamericana, la religión peruana lo era menos en cuanto a sus ceremonias. Probablemente porque sólo conocemos de ella la forma que adoptó en el Imperio incaico, cuando el Emperador, encarnación del Sol, centralizaba en su persona - y a veces confundía - el orden político y el orden religioso.

 

Es así cómo el matrimonio tenía un mero carácter civil, formalizado por el soberano para los miembros de la familia Real y por los curacas - los señores indígenas - para el pueblo, con la simple unión de las manos de los contrayentes.

 

No sabemos si existía en el Perú algo parecido al bautismo. Estamos muy bien informados, por el contrario, respecto de la comunión que formaba parte de las fiestas de Intip Raymi y de Uma Raymi.

 

En la primera, que Garcilaso asimila a las Pascuas cristianas y que tenía lugar, poco después de éstas, en el solsticio del verano europeo (o sea en el solsticio de invierno austral), las Vírgenes del Sol, para los incas, y "doncellas" para la gente común, como dice Garcilaso, preparaban una grandísima cantidad de una masa de maíz, que se llamaba zancu, y hacían con ella panecillos redondos del tamaño de una manzana, de los que se tomaban dos o tres bocados al principio de la comida.

 

Al día siguiente, cuando salía el Sol, el Emperador iba a la plaza mayor del Cuzco y tomaba dos grandes vasos de oro, llenos de su brebaje. El vaso que tenía en la mano derecha, lo volcaba en un tinajón de oro, que se comunicaba por un caño con la Casa del Sol.

 

Del vaso de la mano izquierda, el Inca tomaba un trago y, luego, repartía el resto entre los demás incas, dando un poco a cada uno en un pequeño vaso de oro o plata. Los curacas, que estaban en otra plaza, recibían la misma bebida, preparada por las Vírgenes del Sol, pero no tocada por el Emperador. Nada más parecido que este rito a la Santa Cena de algunas iglesias protestantes.

En la segunda de las mencionadas fiestas, se preparaban dos tipos de pan de maíz.

 

Uno, amasado normalmente, se comía con el desayuno, después de la salida del Sol. El otro, preparado con sangre de niños de cinco a diez años, a quienes se lo extraía de la juntura de las cejas, hombres y mujeres se lo pasaban por el cuerpo y luego lo pegaban a los umbrales de la puerta de su casa. Notemos que las dos fiestas en cuestión eran los únicos días en que los incas y sus súbditos usaban pan.

Los cronistas mencionan también la existencia, en el Perú, de la confesión pública.

 

Pero hay ciertas dudas acerca de su significación. Mientras los españoles de la Conquista le atribuían un carácter religioso, algunos autores de hoy piensan que se trataba más bien de una autocrítica hecha ante las autoridades civiles, lo cual confirmaría lo que hemos dicho más arriba acerca de la secularización de la vida religiosa en tiempos del imperio incaico.

Las ceremonias náhuatl, mayas e incaicas a menudo estaban acompañadas de ayunos y mortificaciones. El mismo Quetzalcóatl, o mejor uno de los dos personajes históricos que la tradición fusionó con este nombre, llevaba una vida ascética, se flagelaba y se levantaba de noche para rezar. Pero Quetzalcóatl - el Señor de la Penitencia - era "manso y suave".

 

No así los nahuas que lo habían echado. Para ellos, el autosacrificio debía ser sangriento.

 

Quetzalcóatl,

"punzaba sus piernas y sacaba la sangre con que manchaba y ensangrentaba las puntas de maguey", lo que no pasaba de una práctica común entre los místicos cristianos, y sus sacerdotes seguían el ejemplo.

Pero los fieles de Uitzilopochli, en vísperas de las fiestas o, de modo mucho más riguroso, como penitencia posterior a la confesión, iban mucho más lejos: se sangraban las orejas y se traspasaban la lengua con espinas de maguey, pasando por el agujero "muchos mimbres delgados".

 

Peor aún entre los mayas, que se agujereaban el miembro viril.

El ayuno precedía todas las ceremonias. Los jóvenes mejicanos que aspiraban a ingresar en la Orden de Caballeros Águilas y Caballeros Tigres, por ejemplo, ayunaban de cuarenta a sesenta días. En el país maya, los padres de los confirmandos y los oficiantes de la ceremonia debían abstenerse de alimentos y de relaciones sexuales durante determinado lapso.

 

Para la fiesta de Intip Raymi, los incas y sus súbditos se preparaban con tres días de ayuno riguroso, en los que sólo comían un poco de maíz blanco crudo y no dormían con sus mujeres. No son éstos sino ejemplos, pues este tipo de penitencia se practicaba en innumerables oportunidades, tanto en Mesoamérica como - a diferencia de las mortificaciones sangrientas - en Perú.

Mortificaciones y ayunos formaban parte de la vida monástica que los sacerdotes náhuatl llevaban en sus conventos, reuniéndose para orar tres veces durante el día y una vez a medianoche.

 

Pero es en el Perú donde encontramos la institución más parecida a nuestras órdenes religiosas, no sólo por el modo de vida, sino también y sobre todo por los votos perpetuos. Nos referimos a las Vírgenes del Sol, verdaderas monjas que vivían en clausura absoluta en las Casas de Escogidas. Las del Cuzco, todas de sangre Real, eran las esposas del Sol, como las religiosas católicas son las esposas de Cristo.

 

En los conventos esparcidos por todas las provincias, jóvenes de sangre mezclada y hasta, por favor especial, indias puras eran las esposas del Emperador, Hijo del Sol, quien tomaba a las más hermosas por concubinas. Sólo en este último caso las monjas podían quebrar su clausura y su voto de castidad perpetua.

 

En los conventos, las escogidas se dedicaban, al margen de sus obligaciones religiosas, a hilar, tejer y coser las vestimentas que el Emperador empleaba o regalaba.

 

También preparaban la bebida y el pan que el Inca utilizaba para la "Santa Cena" del Intip Raymi y del Uma Raymi. Pero su misión principal consistía en conservar, como las Vestales de Roma, el Fuego Nuevo que, en el día del Intip Raymi, los sacerdotes prendían con un espejo o, de estar el cielo nublado, con dos palillos "barrenando uno con otro".

La coincidencia de las fechas en las cuales los pueblos americanos celebraban sus principales fiestas con el calendario litúrgico de la Iglesia Católica puede provenir simplemente de una fuente única: el cielo astronómico.

 

Más difícil resultaría explicar del mismo modo las coincidencias de significado que se notan.

 

Ya hemos visto que la fiesta incaica del Intip Raymi, que Garcilaso identifica con la Pascua cristiana, tenía lugar, poco después de estas últimas, en el mes de Junio. Pero la ceremonia del Fuego Nuevo, que se celebraba en esa fecha, no tenía sentido alguno en el solsticio austral de invierno.

 

La iglesia sudamericana comete hoy el mismo error al bendecir el Fuego Nuevo, símbolo del Sol Nuevo, en la misa pascual de medianoche, vale decir, a principios del invierno austral, pues festejar la Resurrección del Dios-Hombre, como la del Dios-Sol, tiene sentido en la primavera, cuando la Naturaleza se despierta e inicia un nuevo ciclo vital, o a principios del verano, pero no en el otoño ni a principios del invierno, cuando la noche va desplazando el día y la tierra se adormece.

Primitivamente, Intip Raymi era también el Día de los Muertos.

 

La familia Real visitaba las huakas donde descansaban las momias de sus antepasados y, en cada hogar, había ritos en homenaje al Kanopa (Penate) de la casa. Pero el Inca Yupanki trasladó estas recordaciones al mes de Noviembre-Diciembre, haciéndolas coincidir, por lo tanto, con el calendario litúrgico cristiano, y también con el Día de los Muertos de los nahuas.

 

Estos últimos, por otro lado celebraban a su manera, en Mayo, la Pascua de Resurrección: se sacrificaba en el altar de Tezcatlipoca a un joven hermoso y educado que personificaba al Sol. Luego se colocaba en la cima de una pirámide una estatua de Uitzilopochli. ¡Muerte y resurrección del dios!.

Veremos en el capítulo VII que las comparaciones que acabamos de efectuar no constituyen las únicas pruebas de la incidencia del cristianismo en la América precolombina, pues quedan rastros arqueológicos de significado indiscutible. Limitémonos aquí a mencionar, con los cronistas españoles, que la cruz se veneraba en innumerables templos de Mesoamérica y del Perú, y que los mayas del Yucatán colocaban cruces en las sepulturas.

 

En una ruina de Palenque, que por esto se llama hoy en día Templo de la Cruz, figura, esculpido en bajorrelieve, el símbolo cristiano de la Redención, con a su pie un niño orando.

 

En Cozumel se veneraba una gran cruz de diez palmos de largo. Y podríamos citar muchos casos más. Entre otros, el que cuenta el cronista Zamora: según las tradiciones indígenas, Sua-Kon, también llamado Hukk-Kon, enviado por Kon Ticsi Huirakocha para civilizar los pueblos del Norte peruano, les enseñó a pintar cruces en sus mantos para vivir santificados en su dios.

Sabemos, por supuesto, que la cruz es anterior al cristianismo y que, en las civilizaciones paganas, simboliza a menudo los cuatro elementos, los cuatro puntos cardinales, y en forma de swástica, el Sol en movimiento.

 

No es éste el caso, sin embargo, de cruces netamente cristianas como la llamada cruz de Malta, ya conocida por los escandinavos en la Edad Media, y es ella la que adorna buena parte de las representaciones de Quetzalcóatl. La encontramos igualmente en Tiahuanacu.

Las "trinidades", como decía Garcilaso, que se encuentran en la América precolombina nos merecen menos fe que las cruces:

Bochica, el dios Blanco de los muiscas, tenía un solo cuerpo y tres cabezas, y estatuillas de las mismas características fueron halladas en el Perú.

Es muy probable, sin embargo, que no tengan ningún origen cristiano y representen meramente algunas de las tríadas conocidas, por ejemplo la del Relámpago, el Trueno y el Rayo.

Concluyamos este inciso con una anécdota histórica bastante reveladora.

 

Cuando, cerca del Cuzco, los soldados españoles penetraron por primera vez en el único templo dedicado a Huirakocha, llegaron a la capilla central y hallaron en ella, en lugar del oro que buscaban, la estatua de un anciano barbudo y erguido, que tenía en la mano una cadena atada al cuello de un animal fabuloso tendido a sus pies.

 

No tuvieron vacilación alguna: era la venerada y bien conocida imagen de San Bartolomé.
 

 



7. Mitos Nórdicos y Ritos Cristianos

Nuestros análisis del presente capítulo confirman y refuerzan considerablemente los datos que nos suministran las tradiciones indígenas.

 

Quetzalcóatl, Itzamná y Huirakocha, personajes históricos, aparecen ahora como divinidades, más o menos confundidos con los dioses que habían traído consigo de Europa.

 

En Mesoamérica, la dualidad que ya notamos entre el Quetzalcóatl guerrero (Kukulkán entre los mayas) y el Quetzalcóatl ascético (Itzamná) se precisa mediante la superposición de dos teologías difícilmente conciliables:

una, panteísta, que se confunde, hasta en detalles insignificantes de su expresión mitológica, con el paganismo escandinavo; la otra, con su dogma de la Redención, que manifiesta un inconfundible espíritu cristiano.

El origen de la primera es indudablemente germano: lo prueba el nombre de su Dios-Sol - Olin Tonatiuh - en el cual se unifican los dioses de la tríada nórdica:

  • Odín

  • Thonar (Thor)

  • Tiu (Tyr)

Lo que llama aquí la atención es que los dos últimos dioses mencionados figuran con sus nombres alemanes, y no escandinavos. Lo cual nos permite precisar, como veremos en el capítulo X, la procedencia danesa de Ullman y sus compañeros.

En el Perú, la teología nos aparece más unificada y más depurada: más cristiana, a pesar de su trasfondo panteísta, por privar en ella el dogma de la Encarnación. Kon-Ticsi-Huirakocha - el Rey-Dios Blanco - es dios y hombre a la vez: el dios eterno que se encarna para llevar a la Humanidad el orden y la paz.

 

A la teología se agrega, como aporte cristiano, la práctica de sacramentos:

  • bautismo, penitencia, comunión y matrimonio, entre los nahuas

  • confirmación, que incluye el bautismo y la penitencia, y el matrimonio, entre los mayas

  • comunión en el Imperio incaico - dos de los cuales - la penitencia y la comunión - se encuentran exclusivamente en el ritual cristiano

No olvidemos las fiestas religiosas, en especial la del Intip Raymi que, con su ceremonia del Fuego Nuevo, se celebraba, como sigue haciéndose para las Pascuas cristianas actuales, cerca del solsticio de invierno austral y no en el de verano, como sería lógico.

 

Contrasentido éste que sólo puede explicar un cambio de hemisferio sin modificación de la fecha anteriormente establecida conforme a las estaciones europeas.

Los relatos de la Conquista nos permiten identificar el origen de este aporte cristiano, por lo menos en cuanto a Mesoamérica:

los papas, monjes irlandeses que, según las sagas escandinavas, se habían instalado en Huitramannalandia, muy cerca del Golfo de México, sabemos ahora que llegaron al Anáhuac, personificados por el Quetzalcóatl ascético, y al país maya, donde se los recordaba con el nombre de Itzamná.

Ignoramos si el paganismo cristianizado del Perú incaico provino de la fusión de los grupos Blancos cuando la partida de Quetzalcóatl hacia Sudamérica, o de una evangelización posterior, ya en el Altiplano, de los atumuruna, cuyas nuevas creencias sólo habrían sobrevivido parcialmente al degüello o huída de la mayor parte de ellos después de su derrota de la Isla del Sol.