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			La epopeya vikinga en México y el Perú 
 Cada verano, los vikingos abandonaban sus tierras estériles, se lanzaban por el Atlántico, entraban en los ríos de la Europa occidental y tomaban por asalto sus ricas ciudades que saqueaban sin piedad. 
 Preferían, sin embargo, cuando podían, establecerse de modo permanente en los territorios conquistados por las armas o conseguidos por tratado y convertirlos en sus feudos. Irlanda, Escocia, Normandía y buena parte de Inglaterra estaban sometidas a su autoridad. Por ello, para la guerra y el comercio, los drakkares surcaban los mares del Occidente. 
 Eran barcos muy marineros, pero a los cuales su vela cuadrada sólo permitía maniobras limitadas. 
 
			
			A menudo las grandes tempestades del Norte los 
			llevaban muy adentro en el océano y los grandes descubrimientos que 
			nos relatan las sagas, los de Islandia, de Groenlandia y de Vinlandia - la Nueva Inglaterra de hoy - fueron él resultado 
			inesperado de desvíos involuntarios. Tenemos derecho a pensar que 
			fue por la misma razón que Ullman se encontró, un buen día, en las 
			costas de México. 
 
			
			De lo que podemos estar seguros, es que los 
			indios quedaron mucho más impresionados por los barcos de los 
			vikingos que por la apariencia física de estos últimos. Ya habían 
			visto a otros blancos, unos monjes irlandeses que llamaban papar, a 
			la 
 
			
			Por el 
			contrario, los drakkares de proa delgada, cuyos flancos cubiertos de 
			escudos de metal centelleaban en el sol y cuya gran vela movediza 
			parecía palpitar con el viento, les habrán parecido animales 
			fabulosos. Tal vez sea ésta la razón por la cual Ullman entró en la 
			historia mexicana con el nombre de Quetzalcóatl, la Serpiente 
			Emplumada. 
 
			
			Allí, impusieron su autoridad a 
			los toltecas, una Tribu nahuatl. 
			Quetzalcóatl fue su quinto rey. Dio 
			leyes a los indígenas, los convirtió a su religión y les enseñó las 
			artes de la agricultura y la metalurgia. 
 Con sus compañeros leales, se hizo a la mar en el punto en que había desembarcado veintidós años antes. Reencontramos los rastros de los vikingos en Venezuela y en Colombia, que cruzaron lentamente. Llegaron así a la costa del Pacífico donde reembarcaron, a las órdenes de un nuevo jefe que parece haberse llamado Heilamp - Pedazo de Patria, en norrés - en botes de piel de lobo marino, para ir a fundar, más al sur, el reino de Quito y, luego, hacia mediados del siglo XI, el imperio de Tiahuanacu. 
 Ignoramos el nombre del jarl que los mandaba cuando llegaron a la altura del puerto actual de Arica y subieron al Altiplano del Perú. Las tradiciones indígenas lo llamaban, en efecto, en un danés apenas deformado, Huirakocha, "Dios Blanco". 
 
			
			Pues, en Sudamérica como en México, los indios no tardaron 
			en divinizar a sus héroes civilizadores respectivos, aunque los 
			habían tratado tan mal durante su vida. 
 La mayor parte de sus compañeros fueron degollados por los vencedores. El mismo logró huir con algunos hombres. 
 
			
			Subió a 
			lo largo de la costa hasta el actual Puerto View en el Ecuador, 
			construyó balsas y se fue hacia las islas oceánicas. Otros daneses 
			lograron refugiarse en la montaña donde rehicieron sus fuerzas con 
			la ayuda de tribus leales y, más tarde, bajaron hacia el Cuzco donde 
			fundaron el imperio incaico. Unos pequeños grupos, por fin, se 
			escondieron en la selva oriental donde iban a degenerar lentamente. 
 Pero no nos íbamos a detener en tan buen camino. Queríamos pruebas materiales, tangibles, indiscutibles. 
 
			
			 Las encontramos. 
 
 
			
			 
			
			 
 Son los achés, que los indios y los paraguayos llaman guayakíes, nombre que viene del quichua huailla, llanura, y k'kellu, blancuzco, (la ll y la y sé pronuncian del mismo modo, en este idioma; la e y la i se confunden en una sola vocal) y significa, pues, "blancuzcos de la llanura". 
 Los cronistas españoles de la Conquista ya los conocían con el nombre de Caaiguáes o de guachaguíes. Pero fue en vano que los jesuitas intentaran convertirlos, y hasta acercárseles. Los españoles y los indios los temían tanto que veían en ellos especies de monos. 
 Así el capitán de fragata Juan Francisco Aguirre, geógrafo de la Comisión de Fronteras,' podía escribir al final del siglo XVIII: 
 Sólo en los últimos setenta años unos pocos etnólogos lograron establecer con esos extraños indígenas algunos contactos esporádicos. 
 En el campo de la antropología, no se tenían, hasta nuestro estudio, sino datos parciales, extraídos de series insignificantes, y hasta de individuos aislados, que no permitían llegar a conclusiones serias. 
 
			Lo que sabíamos, en este plano, acerca de los guayakíes no salía, en 
			suma, del dominio de las simples impresiones personales. 
 Esta tesis supone la supervivencia, en tierras americanas, desde hace quince a treinta mil años, de una raza que descendería de los blancos prehistóricos que poblaban el Asia central hasta la irrupción de los amarillos. Es éste un fenómeno difícil de admitir. 
 Tanto más cuanto que, por otro lado, fuera de su pequeña estatura, común a tantas razas distintas, no hay ninguna coincidencia esencial, desde el punto de vista morfológico, entre los fuéguidos y los guayakíes. Manrique, por el contrario, quiere ver en éstos el producto evolutivo de una mezcla láguido-amazónida en la cual habría predominado, al juzgar por ciertos indicios somatológicos, el primero de dichos elementos. 
 
			Pero 
			tampoco coinciden las características de ambas razas. 
 Maynthusen, que vivió largos años en medio de los guayakíes, reconoce que son, desde el punto de vista somático, muy diferentes de los guaraníes, sin dejar por ello de asociárselos. 
 Cadogan, que sostiene la misma opinión, sólo se respalda en los datos culturales del problema: 
 
			Pero veremos más 
			adelante que Imbelloni tenía razón en cuanto a este punto y que se 
			trata, sin duda alguna, de una cultura adquirida. 
 Sin retomar lo que se sabe acerca de los auténticos pigmeos negroides, bástenos recordar que éstos se caracterizan, no sólo por una estatura inferior a 150 cm, sino también por una larga serie de rasgos diferenciales filogenéticos. 
 
			La adaptación al medio no crea pigmeos: 
			en el caso contrario, todos los negros de las selvas africanas lo 
			serían. Pero sí condiciones de vida adversas hacen que ciertas razas 
			degeneren con formas aberrantes. Lo que se encuentra, en Sudamérica, 
			son poblaciones que sufren las consecuencias variables del enanismo. 
			Vamos a ver que éste es el caso de los guayakíes. 
 De los cinco grupos conocidos de la raza en cuestión - de trescientos a quinientos individuos, pero deben de existir otras bandas aún no detectadas - cuatro se caracterizan por un color blanco pálido, mientras que el quinto es moreno. Yaj Bertoni quería ver en tal coloración contrastada la prueba de un doble origen racial y, para él, los morenos habrían constituido la base de una evolución posterior. 
 Cadogan acepta la tesis de la fuerte pigmentación de los protoguaraníes. El color blanco en el seno de la raza se debería a un cruce con mujeres caaiguáes. De este modo, los guayakíes, 
 Dicho con otras palabras, Cadogan imagina el "blanqueo" de una raza de color por hibridación con sujetos exógenos. 
 Tal explicación es inadmisible desde el punto de vista biológico, pues semejante mezcla, aún seguida por un largo proceso endogámico, sólo habría podido producir un conjunto mestizo de individuos más o menos grises, a lo más blancoides. Por otra parte, la descripción que de ellos nos da Lozano prueba, sin duda alguna, que los caaiguáes eran los antepasados directos de los guayakíes: mero problema de denominación. 
 Por fin, sabemos que la tez morena y la facies mongoloide de los miembros de uno de los grupos provienen de una mestización reciente con siete matacos, extremadamente oscuros, que se escaparon, en 1907, de la reducción argentina de Santa Ana y se incorporaron a una banda de guayakíes blancos que no debían de comprender más de unos treinta individuos. 
 
 
			 
 
 No es nuestro propósito imponer a nuestros lectores treinta páginas de números que los especialistas podrán encontrar en el informe publicado por nuestro Instituto. 
 Nos limitaremos, pues, a resumir aquí sus datos esenciales. Desde el punto de vista morfológico, el guayakí varón tiene seis características fundamentales: 
 El guayakí da así la impresión de poseer un biotipo compuesto: brevilíneo encima de la cintura, longilíneo debajo. Tiene la silueta característica de un enano que habría adquirido en anchura lo que hubiera perdido en altura. 
 Su estructura horizontal, sus piernas cortas y ligeramente arqueadas hacia afuera (a la inversa de las de un jinete) y sus pies vueltos hacia adentro le dan, cuando camina, una apariencia simiesca. No obstante, si comparamos su silueta con las que utilizamos como elementos de referencia, comprobaremos que se acerca mucho más al tipo ario nórdico que al tipo alpino y al tipo quichua. 
 
			Salvo en un punto: su tórax es el de 
			un respiratorio montañés, según la clasificación de Sigaud. 
			Agreguemos que tiene músculos alargados, una fuerza física 
			extraordinaria - sus vecinos mbyáes no consiguen armar su arco - y una 
			agilidad poco común. 
 Lo mismo sucede en cuanto a la forma de la cara: 
 
			Los 
			pómulos sólo son francamente salientes en un caso de cada cinco. 
 En realidad, las variaciones que acabamos de señalar son mucho más importantes que estos valores estadísticos. En efecto, sólo pueden ser la consecuencia de una mestización reciente de dos conjuntos raciales, el uno dolicocéfalo, el otro braquicéfalo. Ahora bien, los indios, guaraníes y otros, del Paraguay y sus alrededores son fuertemente braquicéfalos. 
 
			Luego, la raza primitiva de los guayakíes tenía una 
			dolicocefalía pronunciada." Por otra parte, si la mestización fuera 
			antigua, el proceso de homogeneización, especialmente rápido en 
			grupos endogámicos tan reducidos, habría concentrado los índices 
			individuales y éstos se apartarían muy poco del promedio. 
 
			Los 
			segundos, por el contrario, tienen una piel que cubre varias 
			tonalidades de pardo, de lo claro a lo oscuro. Sucede lo mismo con 
			los ojos, castaños claros en los blancos y castaños oscuros en los 
			morenos. Todos tienen cabellos que van del castaño claro al castaño 
			oscuro, a menudo con reflejos rojizos. 
 El análisis de las veintiocho muestras tomadas, hecho por el Laboratorio de Anatomía Patológica (Cátedra de Medicina Legal) de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, estableció que todos los cabellos ofrecían una sección ovoidea que se acerca a la redondeada sin nunca alcanzarla. Es ésta una característica propia de las razas blancas. 
 
			Los amerindios, como 
			todos los mongoloides, tienen un pelo de sección redonda. 
 Ahora bien: los amerindios son generalmente lampiños y sólo los ancianos de algunas razas tienen una barba pobre, de tipo mongoloide, que nunca cubre sino el mentón. 
 La pilosidad corpórea es más variable que la barba, en los sujetos que estudiamos. Es siempre abundante en el pubis, pero a menudo rala en las axilas. Sólo se la nota en el tronco de un poco más de la mitad de los sujetos. 
 
			Casi todos los guayakíes 
			blancos varones, más de la mitad de los guayakíes morenos y casi la 
			mitad de las mujeres llevan vello en sus miembros, fenómeno éste 
			desconocido entre los amerindios. Más extraño todavía resulta el 
			hecho de que numerosos varones tienen mechones de pelos abundantes 
			en las orejas y en las narices. 
 En la Lámina II aparece otro guayakí blanco, cubierto de pintura medicinal: 
 La Lámina III reproduce la fotografía de un guayakí de aspecto netamente ario. 
 Llaman la atención el color blanco pálido de la piel, el pelo ondulado, la frente despejada, los ojos derechos aunque entrecerrados por el sol. Únicamente recuerda el amerindio la nariz ligeramente achatada del sujeto, el que podría pasearse en cualquier región de Europa sin resultar extraño. En la mujer de la Lámina IV, llaman la atención los senos de tipo europeo y, en especial, el color rosado del pezón y la aureola, que las indias tienen negros. 
 
			En contrapartida, los 
			rasgos de la cara son mucho más mongoloides que en los varones, 
			fenómeno éste que se comprueba en todos los conjuntos mestizos de 
			Sudamérica. 
 Debajo de los promedios estadísticos se disimulan particularidades étnicas que no caben en esquemas aún demasiado simplistas. 
 Se lo ignora todo acerca de las correlaciones existentes entre factores serológicos y factores morfológicos y no disponemos de ninguna investigación clínica sobre las modificaciones fisiológicas que provoca las degradaciones de la raza, con mestización o sin ella. 
 
			En fin, demasiado a menudo, se generaliza la 
			supuesta homogeneidad hematológica de los amerindos. La mayor parte 
			de ellos pertenecen al grupo O, pero se encuentran, por ejemplo, en 
			los blood y en los blackfeet de raza pura "algunas de las 
			frecuencias más altas de A que se conozcan en cualquier parte del 
			mundo" y la repartición de los tipos, A, B y O entre los esquimales 
			no mestizados es análoga a la que se puede observar entre los 
			europeos. 
 Tales son los resultados obtenidos por Saguier Negrete en setenta muestras, por Brown y Gajdusek, en un número igual de sujetos, y por Matson y sus colaboradores en cincuenta y uno. Estos últimos concluyen que los guayakíes "en verdad se parecen más a los europeos" que a los amerindios. Desde este punto de vista, la ausencia del factor Diego en todos los sujetos tiene especial importancia, pues aparece en el 20 % de los guaraníes que los rodean. 
 
			Brown y Gajdusek no dejan por 
			ello de afirmar, muy imprudentemente, que los guayakíes son 
			amerindios puros y homogéneos, en especial por su sangre del grupo 
			O. Si buscáramos probar una teoría y no analizar un problema, nos 
			sería fácil contestar que este mismo hecho prueba que nuestros "indios 
			blancos" descienden de los normandos, ya que el 75 % de éstos, en 
			Francia, también tienen sangre O. 
 En los europeos, las presillas dominan con respecto a los torbellinos de 2,24 a 1, en promedio. 
 En los amerindios, esta misma relación es de 1,16 a 1. Efectuamos veintidós relevamientos dactiloscópicos completos de guayakíes (doscientos veinte improntas digitales) y el análisis hecho por la Facultad de Medicina de Buenos Aires nos dio una proporción de 2,66 a 1 entre presillas y torbellinos. 
 
			Lo cual excluye totalmente a los guayakíes de la raza 
			amerindia y los sitúa, por el contrario, no sólo en la raza aria, 
			que tiene el más alto índice de la gran raza
			blanca, sino también en la subraza nórdica cuyo índice es el más 
			elevado de la raza aria. Encontramos, en efecto, en los daneses 
			contemporáneos, una relación de 2,23 a 1 y en los noruegos, más 
			puros, una de 2,64 a 1, idéntica a la que relevamos en los guayakíes. 
 Sólo se encuentra una proporción comparable de arcos en algunos pigmeos del África y en los bosquimanos. El fenómeno no está vinculado de ninguna manera con el pigmoidismo: no se manifiesta ni en los pigmeos del Kivu ni en los bakolas, y tampoco en los negritos del Asia, mientras que los bosquimanos, en los cuales se lo nota, no son pigmeos. 
 
			Tal vez se trate de la 
			consecuencia de un proceso de degeneración regresiva. Inclusive nos 
			podemos preguntar si las razas pequeñas con alto porcentaje de arcos 
			del África central son realmente pigmeas, y no simplemente enanas 
			como los guayakíes y los bosquimanos. Pero esto no es sino una 
			hipótesis. 
 Séanos permitido, pues, reproducir aquí las conclusiones generales de nuestro Informe completo: 
 En resumen: los guayakíes son los descendientes de un conjunto humano de raza blanca y biotipo longilíneo - como el Homo europaeus septentrionalis - que vivió, durante siglos, en el Altiplano donde se le produjo el ensanchamiento del tronco. 
 Posteriormente, este conjunto bajó a la selva tropical o subtropical donde sufrió un proceso degenerativo que provocó la reducción de su estatura, con todas las características propias del enanismo patológico. 
 Más tarde, se mestizó con mujeres amerindias - verosímilmente guaraníes - que le trajeron genes mongoloides. 
 
			Este último proceso es muy 
			reciente - dos o tres generaciones - pues la homogeneidad de los dos 
			aportes - blanco y amarillo - está muy lejos de haber sido alcanzada 
			en los grupos blancos. En el mismo lapso, un grupo se mestizó de 
			modo más acentuado incorporándose algunos indios pertenecientes a 
			una raza especialmente oscura. 
 Los guayaquíes, de raza blanca y de características nórdicas, mestización aparte, venían del Altiplano donde vivían, hasta el final del siglo XIII, los descendientes de los daneses que habían llegado de México 'doscientos cincuenta años antes. Todo dejaba suponer pues, entre unos y otros, una filiación directa. 
 
			Pero faltaban pruebas concretas. 
 
 
			
			 
 Por razones que constituyen todavía un misterio científico, nacen entre ellos tres veces menos mujeres que varones: el mismo fenómeno que se produce en el Tíbet y entre los waikaes, una tribu de "indios blancos" del Amazonas. 
 No siempre fue así. Los guayakíes conservan el recuerdo de un pasado lejano en el cual sus familias eran poligámicas, vale decir respondían a las normas biosociales de los pueblos guerreros. El exceso de nacimientos masculinos ya se manifestaba, sin embargo, en el siglo XVIII. 
 
			
			El P. Lozano escribía en efecto, en aquella 
			época: "Suelen hacerse la guerra entre sí para robarse las mujeres, 
			pues el número de varones es muy superior al de las mujeres, cosa 
			rara en América". 
 En primer lugar, la tasa de natalidad es muy baja, lo cual, agregado a condiciones de vida excepcionalmente duras y a la guerra, va llevando la raza hacia su desaparición. En segundo lugar, la familia poliándrica se ha impuesto. Cada mujer vive con dos o tres varones: un marido principal y uno o dos maridos secundarios. 
 De ahí un extremo relajamiento de las costumbres; El marido secundario es, por lo general, un amante "legitimado". La mujer, por cierto, no manda en el seno del grupo, pero sí constituye su elemento más importante, el que no puede fácilmente reemplazarse. 
 Por un lado tiene tendencia a considerarse el factor de continuidad de la familia y a cambiar sus maridos según su fantasía o su interés. Los niños, por otro lado, tienen dos o tres padres "carnales", más los maridos sucesivos de su madre. En el seno de una banda de treinta o sesenta individuos, prácticamente son los hijos de todo el mundo. 
 Llegamos así muy cerca del estado de promiscuidad. En fin, la dependencia familiar del varón con respecto a la mujer zapa la autoridad masculina. Si el orden natural no rige en la familia, es difícil que lo haga en la tribu. 
 
			
			La vida nómada contribuye a la inestabilidad social. Un 
			guerrero o cazador se impone por sus hazañas y todos se someten a su 
			autoridad. Pero envejece, y se va acercando el momento en que se 
			convertirá en una traba para los suyos y habrá que abandonarlo a los 
			urubúes. Mucho antes de este día, por lo demás, un jefe más joven ha 
			surgido y ha tomado el lugar del anterior, exactamente como un 
			marido joven desplaza al marido viejo. 
 Aquí también se trata de una situación relativamente reciente. Hasta el siglo XVII, los guayakíes vivían en el estado sedentario. Cazaban, por cierto, y guerreaban entre sí y con sus vecinos, los mbyáes-guaraníes. Pero tenían sus aldeas y cultivaban el maíz. Lozano lo señala aún en el siglo XVIII, cuando el proceso de degeneración ya se encontraba muy adelantado. 
 ¿Por qué este cambio de modo de vida? ¿Por qué estos agricultores cazadores se convirtieron en cazadores recolectores? Por su espíritu de independencia. 
 En 1628, en efecto, los jesuitas evacuaron el Guayrá (cf. mapa, al final del volumen) e instalaron a los neófitos, como decían, que trajeron de allá entre el Paraná y el Paraguay, por un lado, y en las actuales provincias argentinas de Misiones y Corrientes, por otro. 
 
			
			Reforzaron las reducciones existentes en estas 
			regiones, pero también fundaron nuevos establecimientos. Y situaron 
			uno de estos últimos en San Joaquín, a unos 20 km de la gran aldea 
			guayakí de Cerro Morotí. Volveremos sobre este punto. 
 Los jesuitas habían tratado de crearse un imperio en el Guayrá y habían debido renunciar a su proyecto cediendo ante la presión portuguesa. Ya no tenían otra solución que conquistar la selva virgen del Paraguay propiamente dicho, lo más lejos posible de las autoridades españolas. 
 Hablando del Guayrá, el P. de Charlevoix no disimula en absoluto esta tendencia a hacer carpa aparte: 
 Para los guayakíes, la amenaza era seria. 
 En San Joaquín no había un mero grupo de agricultores, sino una milicia bien entrenada y provista de armas de fuego traídas del Guayrá. Algún día, habría que someterse, como los guaraníes se habían sometidb, y aceptar el paternalismo esclavista de los jesuitas. Los guayakíes no tenían la capacidad de aceptación de los indios. 
 Prefirieron abandonar sus casas y sus campos y lanzarse en la selva. La vida nómada que adoptaron no era, en aquel entonces, tan dura como en nuestros días. Había, por cierto, que renunciar a vivir bajo un techo y hasta a vestirse. 
 
			Pero la caza no faltaba. Y, sobre todo, los habitantes de 
			la selva eran libres. Libres, a la noche, de cantar en coro y de 
			repetir incansablemente las historias del pasado. Libres, tal o cual 
			día de cada año, de encaminarse hacia algún santo lugar donde las 
			bandas se juntaban para celebrar, como otrora, el culto del Sol. 
 Cada verano, los nómades, que vivían cómodamente, hasta entonces, de caza y de miel silvestre, empezaron a conocer el hambre. Tenían que comer la pulpa de la palmera pindó, y hasta las larvas de un gran coleóptero que vive en la madera podrida. 
 
			Veían, sin embargo, muy cerca, animales desconocidos que ni 
			nombre tenían en su idioma, y este maíz cuyo recuerdo conservaban. 
			El hambre da malos consejos. Los guayakíes empezaron a degollar 
			vacas y caballos que despedazaban con sus hachas de piedras y a 
			saquear los campos de los berú. 
 
			De vez en cuando, organizaban expediciones punitivas, 
			haciendo prisioneros - por lo general niños - que convertían en 
			verdaderos esclavos. No sin pérdidas, por otro lado, pues el arco guayakí es un arma temible. Era la guerra, y sigue siendo la guerra 
			aún hoy. Pero, cuando un conflicto de este tipo opone sedentarios a 
			nómades, siempre ganan los primeros, a la larga. Fue ésta la razón 
			por la cual, cierto día de 1959, un primer grupo de guayakíes se 
			sometió. 
 ¿En qué se habían convertido esos agricultores organizados del siglo XVI? En fieras, o poco menos. 
 Los guayakíes caminaban sin cesar, totalmente desnudos, y dormían a la intemperie, alrededor de un fuego, sin siquiera un techo de hojas que los protegiera de la lluvia, cada noche en un lugar distinto. Ya no plantaban nada desde hacía mucho tiempo. 
 Ya no sabían fabricar nada, salvo sus arcos, sus flechas, sus hachas, y esos extraños cestos con capa de cera en los cuales trasportaban la miel. No habían olvidado del todo el arte de la alfarería, pero tenían cada vez menos oportunidades de practicarlo. 
 Por otro lado, les faltaban mujeres. 
 ¿Por qué no robar algunas a los mbyáes, sus vecinos guaraníes, como robaban vacas a los paraguayos? Pero la mujer, aun cautiva, trae con su sangre sus costumbres y su idioma. 
 
			Ya muy 
			olvidadas, las tradiciones guayakíes fueron guaranizándose cada vez 
			más y, en la cara de los niños, empezaron a aparecer los estigmas de 
			la mestización. Todo iba cambiando, menos el hambre que, desde hacía 
			tiempo, había llevado a ciertas bandas a hacerse caníbales. 
 El endocanibalismo se presenta bajo aspectos muy distintos. 
 Consiste en absorber con alguna bebida alcohólica o hasta con agua pura, los huesos reducidos a polvo del miembro de la tribu que acaba de morir y que, previamente, se ha incinerado. 
 En el primer caso, la antropofagia es principalmente alimenticia aunque ciertos etnólogos quieren ver en ella, también, una especie de "comunión" mediante la cual uno se incorpora el poderío vital de la víctima. En el segundo caso, constituye un rito de protección contra el alma telúrica de la muerte que reside en los huesos y que se elimina consumiendo éstos. 
 
			Muy pocas veces las dos 
			formas coexisten en una misma tribu. 
 En ambos casos, la carne se consume íntegramente, salvo el sexo de las mujeres que se entierra. Los huesos y, en especial, el cráneo son rotos a golpes de arco y luego abandonados, lo que también hacen los guayakíes no antropófagos que dejan, previamente, el cuerpo descomponerse. Pues la rotura del cráneo aleja de los vivos, a quienes amenaza, el alma del muerto que, liberada, huye en la selva. 
 El canibalismo en sí, por lo tanto, es independiente del ritual funerario, aun cuando lo acompaña. Lo cual permite suponer que nació como consecuencia del hambre. 
 El asco que provoca en nosotros la idea de comer carne humana es sólo el producto de cierta sensibilidad que las circunstancias, y tenemos ejemplos recientes, pueden muy bien anular. 
 
			En los guayakíes, la antropofagia 
			no constituye sino un aspecto secundario del proceso de degeneración 
			que han ido sufriendo en un medio cada vez más hostil. 
 
			Este etnólogo nos dice, en efecto, 
			que los guayakíes poseen, en su lengua, para designar el maíz que no 
			cultivan, una palabra (waté) distinta del término guaraní (avatí), 
			mientras no tienen ninguna para la mandioca que conocen, sin 
			embargo, puesto que la roban en los campos de los paraguayos. Luego, 
			cultivaban en otro tiempo el maíz, pero no la mandioca, salvo que 
			hubieran olvidado el vocablo correspondiente a este tubérculo. 
 Los guayakíes llaman jaka los recipientes metálicos que roban a los paraguayos. Ahora bien: existe en la lengua guaraní un término muy parecido, ajaká, que designa una gran canasta que sirve para trasportar las mazorcas de maíz y las raíces de mandioca. La palabra guayakí no constituye un empréstito reciente, pues los guaraníes emplean, para nombrar los recipientes metálicos, el vocablo castellano lata que los guayakíes desconocen. 
 Estos tenían, por lo tanto, en su dialecto un término que correspondía a un recipiente de cestería, de uso agrícola, que ya no empleaban pero del cual habían conservado un vago recuerdo y que aplicaron a las latas que obtenían de los berú. 
 
			El hecho de que la palabra sea más o menos la misma que en guaraní 
			no proviene de ningún modo de una trasferencia reciente - si fuera 
			así, los guayakíes dirían: lata - sino lisa y llanamente del origen 
			del idioma que hablan: un dialecto guaraní o, por lo menos - la 
			opinión de los lingüistas no es unánime - fuertemente guaranizado. 
 
			Se convierten 
			rápidamente, no sólo en trabajadores incansables, lo que, por cierto 
			no es el caso de los indios, sino también en artesanos de 
			excepcional habilidad. 
 Sacados de sus bandas como consecuencia de expediciones punitivas, fueron criados en estancias; luego, ya adultos, se han fundido lisa y llanamente en la población. Una nenita, raptada en la selva, a los cuatro años de edad, por un francés y adoptada por él, cursó estudios notables, en la Argentina y en Europa. 
 
			Hoy, es doctora en 
			antropología. 
 
			
			 
 Sólo se diferencian de las de sus vecinos guaraníes por su extremada simplicidad: íbamos a decir su extremada pureza. Nuestro Primer Padre, el Trueno Relámpago, salió de las tinieblas originarias y, sin acercarse a su esposa, por el solo efecto de su palabra, engendró al dios creador que hizo brotar la luz de su pecho y, luego, formó el mundo con su propia sustancia. 
 
			
			Pero, a este fondo 
			común, se agregan, en los guayakíes, dos mitos que, por motivos 
			distintos, nos interesan especialmente. 
 No es malo, pero le gusta hacer chistes. Mujeriego, su esposa lo pega para castigarlo. 
 
			
			Como vemos, se trata de una personificación de las dos 
			razas en presencia. Los amerindios, morenos, son malos porque son el 
			enemigo. Los guayakíes, blancos, no tienen sino defectos amables y 
			Dios los protege. Lo que merece reflexión es el hecho de que 
			Jacarendy no sea solamente blanco, como los acnés de hoy, sino 
			también rubio. Hay que admitir, pues, que los antepasados de los 
			guayakíes lo eran. 
 Clastres, a quien debemos esta comprobación, quedó muy sorprendido, pues, de oír a los achés llamar paénlos machetes que les regalaba. Dedujo que habían debido de tener, en otra época, espadas de madera como las que los guaraníes, que las usaban para ejecutar a sus prisioneros, llamaban del mismo modo. 
 
			
			Lo 
			que nos hace dudar de la validez de esta explicación es que los guayakíes, cuando hablan del palo de Japery, no dicen paén, sino 
			wyrá paén, vale decir "paén de madera". Lo cual deja suponer que 
			tienen el vago recuerdo de paén hechos, como los machetes, con otro 
			material que no podía ser sino metálico. Nada más natural de ser, 
			como creemos, los descendientes de los daneses de Tiahuanacu. 
 Cadogan, a quien debemos este texto, deduce del mito en cuestión que los antepasados de los achés eran de piel oscura. 
 Pero también nos dice que la palabra guayakí broa, moreno, negro, significa también sucio, y parece que este último sentido es el correcto: los antepasados de los guayakíes, cuando lograron escapar siguiendo un curso de agua, estaban desprovistos de todo y mugrientos hasta el punto de tener mal olor. 
 Más aún: nos preguntamos si la expresión "profundidades de la tierra" no proviene de un error de traducción y si no se trata, en realidad, de las "profundidades de la montaña", vale decir de los Andes, de donde venían, en efecto, los daneses que se refugiaron en la selva. 
 
			
			Pues, 
			en guaraní, tierra (yuy) y montaña (yvyty) tienen la misma raíz, y 
			lo mismo debe de darse en el dialecto guayakí. 
 Esta última, sin embargo, sólo consigue abandonar la tierra gracias a un procedimiento un tanto sorprendente. 
 
			
			Fabrica una gran urna de barro 
			que llena de cenizas y en la cual los "pájaros del alma" vienen a 
			descansar. En el momento de elevarse hacia la Floresta Invisible, 
			entierra su urna entre las raíces de un árbol y los pájaros levantan 
			vuelo con ella. 
 Esta hipótesis es difícil de admitir, pues no se han encontrado nunca cementerios guayakíes y todo hace suponer que, antes de comerse a sus muertos, los achés los incineraban o enterraban, como lo hacen aún algunas de sus bandas, volviendo cuidadosamente, una vez descompuesto el cuerpo, para romper los huesos, como lo exige la liberación del alma o, más bien, de las almas. 
 
			
			Pensamos, por nuestra 
			parte, que existe otra explicación, como veremos en el próximo 
			capítulo. 
 
			
			 
 Estos, fuera de silbatos de hueso que responden a otras necesidades, son de dos tipos: flautas de Pan, de hueso o de caña, cuyos tubos están tapados en la base, y especies de guitarra de tres cuerdas, sin mango, hechos de una pieza de madera ahuecada y tapada con una tablilla provista de un orificio rectangular. El primero de estos instrumentos está muy difundido entre los indios del Altiplano andino. 
 
			
			Se supone, pero sin la menor prueba, que el segundo es una 
			imitación reciente de la guitarra propiamente dicha. 
 
			
			Una de ellas 
			representaba una "guitarra" aché. 
 
			 
 
			
			 
 Era poco decir, pues los dibujos en cuestión tenían todas las apariencias de runas. ¡En el marco de nuestra hipótesis de trabajo, esto casi parecía demasiado bonito! 
 
			
			No ignorábamos, por cierto, 
			hasta qué punto la extrema simplicidad geométrica de los caracteres 
			escandinavos hace fáciles coincidencias meramente casuales. Uno de 
			dichos signos, no obstante, parecía descartar toda eventualidad de 
			este tipo. Muy complicado, era la reproducción exacta de una "runa 
			secreta" que figura en la inscripción de Kingigtorssuaq, en 
			Groenlandia, y que probablemente represente el número 10 C). 
 El otro, representado por un punto en nuestra trascripción, es dudoso: runa deformada, runa invertida, o una u latina cuyo empleo era corriente, sobre todo en Gran Bretaña y en Irlanda, al final de la época rúnica. 
 El penúltimo signo, ea, pertenece, por lo demás, al futhorc anglosajón y no al futhark escandinavo (cf. Fig. 4). El suboficial paraguayo, jefe del campamento, ni siquiera nos había enseñado la pieza, descubierta por casualidad, en su cabaña, por un miembro de nuestra expedición. 
 Por supuesto, no había nunca oído hablar de la escritura rúnica. Nos explicó que el fragmento de cerámica había sido desenterrado en los alrededores y que una mujer guayakí había grabado en él algunos de los signos tradicionales de la tribu. La inscripción, efectivamente, era muy reciente. 
 
			
			Parecía confirmarse,
			pues, que los guayakíes utilizaban como elementos de decoración - no 
			como letras, pues son totalmente analfabetos - caracteres rúnicos 
			medievales. 
 El autor de los dibujos del instrumento de música había muerto de gripe en Arroyo Morotí. Nos señalaron, sin embargo, a dos hombres del campamento que aún sabían trazar símbolos tribales. 
 
			
			El Lie. 
			Rivero les pidió que lo hicieran para nosotros y consintieron, 
			riéndose a carcajadas. 
 
			 
 
			
			 
 El resultado fue sorprendente: arabescos lineares complicados que, si se nos los hubiera enseñado sin indicarnos su origen, nos habrían hecho pensar en alguna escritura cursiva desconocida. 
 Es cierto que estos dos "indios blancos" vivían desde hacía diez años en el campamento y debían de haber visto a menudo textos manuscritos. 
 Un segundo intento, sobre tablas, con carbón de madera, dio, por parte de uno de los guayakíes - el otro había renunciado - dos series totalmente distintas. Sus signos separados no eran runas, por cierto, pero tampoco garabatos cualesquiera. 
 
			
			En nuestra opinión, 
			esos analfabetos conservan una tradición gráfica, aunque han 
			olvidado su sentido. 
 Nuestro guayakí se puso a trabajar con extrema rapidez. El resultado fue, en pocos minutos, una inscripción caótica (cf. Fig. 3) en la cual se destacan algunas runas, en especial unas U, unas I y unas S. El texto, por supuesto, no tiene continuidad fonética. 
 Pero, en las inscripciones auténticamente rúnicas, las repeticiones indican, por lo general, la encantación mágica. 
 ¿Gente en situación desesperada que reclama, por todos los medios a su alcance, como les permitía hacerlo, lo veremos en el capítulo siguiente, el valor ideográfico de las runas, ganado (llamas), frescura y sol? La estación de las lluvias, que es también la estación más cálida, hace difícil la supervivencia, en la selva paraguaya, para los guayakíes nómades. 
 ¿Los de hoy, que han perdido su cultura y la mayor parte de sus tradiciones, habrán conservado en su memoria algunos de los caracteres que, para sus antepasados, expresaban simbólicamente la plegaria? ¿O bien los signos trazados por "Benigno" solo por casualidad se parecen a runas? 
 
			
			Pronto íbamos a tener que descartar 
			esta segunda explicación. 
 
			
			 Cuando la revista alemana de Buenos Aires, La Plata Rllf, tuvo a bien reseñar nuestro estudio sobre los guayakíes, puso espontáneamente como título a su nota: Bei den "Schrumpfgermanen" Paraguays. Unos "germanos en reducción". 
 
			Era esto, exactamente, mestización aparte. Uno de los análisis de antropología física más 
			completos que se hayan jamás efectuado en Sudamérica demostraba, en 
			efecto, que los achés pertenecen a la raza aria y siguen teniendo 
			características de nórdicos degenerados, salvo en cuanto a su tórax, 
			ensanchado por la estada de sus antepasados en el Altiplano andino. 
 
			Seiscientos años en la selva 
			tropical explicaban ampliamente su degeneración física y la 
			regresión cultural que había señalado un etnólogo de la categoría de Clastres. 
 
			Sería realmente una extraña casualidad que estos salvajes 
			analfabetos hubieran reinventado totalmente signos que correspondían 
			tan bien al origen que su apariencia física permitía atribuirles. 
 
 
			
			 
			
			 
 
			Aprovechamos el viaje para ir a Cerro Morotí, y el coronel Infanzón, director del Departamento de Asuntos 
			Indígenas, tuvo la cortesía de acompañarnos, el profesor Pedro 
			Eduardo Rivero y nos. No se trataba en absoluto de turismo. 
 
			En 
			el anterior mes de enero, en efecto, un incidente muy serio había 
			obligado a nuestros colaboradores y al oficial de policía adscripto 
			a la Misión a dejar el campamento de improviso, más temprano de lo 
			que pensaban. 
 
			Nos explicó que 
			estos fragmentos se habían encontrado, unos días antes, a orilla de 
			la aldea donde los guayakíes desmontaban un pedazo de selva para 
			plantar maíz. Habían aparecido entre las raíces de un tronco que se 
			acababa de arrancar. 
 
			Formulamos innumerables preguntas y se 
			nos contestó que, según los habitantes indios y mestizos de la 
			región, había habido, cuatrocientos años antes, en el emplazamiento 
			del campamento, una importante villa española, que ésta había sido 
			destruida y que la selva no había tardado en reconquistar sus 
			derechos. 
 
			Por otra parte,
			una aldea colonial habría dejado algunos vestigios, cuando más no 
			fuera cimientos de casas. 
 El mismo nombre de la zona, anterior a la instalación del actual campamento, parecía indicarlo. Cerro es palabra española, pero morotí significa "blanco" en guaraní. Ahora bien: no nieva nunca en la Sierra de Caaguazú, aunque las noches son muy frías durante todo el año, y la tierra es colorada, mientras que los indios mbyáes que viven en la región son morenos oscuros. 
 
			Los guayakíes representaban 
			el único elemento blanco posible. Es por ellos, sea dicho entre 
			paréntesis, que el lugar donde se encontraba el primer campamento se 
			llama, desde tiempos inmemoriales, Arroyo Morotí, Arroyo Blanco. 
 
			Tres, esto 
			era demasiado, o demasiado poco. Los guayakíes, naturalmente, nunca 
			trabajan de balde. Apenas terminada su tarea, habían cerrado el 
			hueco y apisonado la tierra para plantar su maíz. Esto, habíamos 
			podido comprobarlo. Teníamos, pues, que hacer excavaciones. 
 
			Luego, en el 
			lugar de la excavación, hicieron abrir una trinchera de dos metros 
			de profundidad, y algunos otros pedazos de cerámica aparecieron aún, 
			hasta 70 cm del suelo. Efectuaron entonces sondeos sistemáticos que, 
			de inmediato, dieron sus frutos. 
 Detrás - con respecto a la excavación - de la parte del tronco que, curiosamente, se prolongaba bajo tierra (cf. Lám. V), nuestros colaboradores desgajaron lentamente, a cuchara y a mano, una urna aplastada por las raíces que la rodeaban. Había conservado su forma, más o menos, pero sus dimensiones se habían reducido, pues sus fragmentos se superponían en parte. 
 
			En el interior, y fue esto la mayor sorpresa, 
			aparecieron otros fragmentos que no le pertenecían, algunos de los 
			cuales, pronto lo íbamos a saber, llevaban inscripciones de la mayor 
			importancia. 
 
			Desplazamientos 
			de tierra a lo largo del tiempo, tal vez, y de seguro el trabajo de 
			los guayakíes habían dispersado numerosos fragmentos. Por el 
			contrario, pudimos reconstruir íntegramente (cf. Lám. VI) la urna 
			encontrada por nuestros colaboradores. 
 Su fabricación, por rodete en espiral, es grosera. Cocida al aire libre, su tierra es de un color ocre pálido. Modelado dígito-pulgar irregular con cuatro hiladas de signos runoides en el cuello, de que hablaremos más adelante. 
 
			En todos sus aspectos, la factura es de muy 
			bajo nivel. Como los anteriores, se podría atribuir este vaso, desde 
			este punto de vista, a cualquier tribu amerindia de la región. 
 Al salir para la selva, tal vez ante una amenaza inmediata, les era evidentemente imposible llevarse nada que no fuera lo indispensable: sus armas. Probablemente pensaran, por lo demás, volver una vez pasado el temporal. Tuvieron que abandonar lisa y llanamente sus cabañas y los pocos artefactos que podían contener. 
 Pero poseían tesoros que ni podían soñar en abandonar al enemigo: pedazos de vasos, cubiertos de inscripciones que provenían de sus antepasados. 
 
			Tal vez ya no entendieran su sentido. Pero les tenían un respeto 
			casi religioso. Imposible llevarse estos fragmentos frágiles. La 
			única solución era enterrarlos en un escondrijo, como lo hacían, tal 
			vez, en la misma época, pero no podían saberlo, sus primos de la 
			isla
			de Pascua que encerraban sus rongo-rongo - tablillas de madera 
			grabadas-en "cuevas de familia" con entrada cuidadosamente 
			disimulada. 
 Luego, enterraron sus "cajas-fuertes" improvisadas en la parte alta del Cerro, fuera de alcance de las inundaciones: donde encontramos nuestra urna. Tal vez hubieran agrupado varios de estos recipientes, debidamente llenados, en un mismo escondrijo. Lo que lo deja suponer es que fragmentos de cerámica inscripta, desenterrados con la raíz que está en el origen de nuestro descubrimiento, aparecieron en medio de pedazos de urna de la misma factura que "la nuestra". 
 
			Muchos otros 
			habrán desaparecido al mismo tiempo que los fragmentos de "cajas 
			fuertes" que faltan. 
 
			Al abandonar su aldea, los descendientes de los daneses de 
			Tiahuanacu habían enterrado inscripciones que simbolizaban para 
			ellos el alma de sus antepasados, el alma de la raza, y este gesto 
			trágico los había marcado profundamente. Olvidaron poco a poco el 
			hecho histórico. Pero conservaron el recuerdo de una relación entre 
			el alma guayakí y una urna enterrada que la selva había cubierto, de 
			una urna aprisionada por las raíces de un árbol. 
 El Instituto de Ciencia del Hombre, de Buenos Aires, lo expuso en una memoria destinada a los especialistas. Limitémonos a decir que las piezas son extremadamente heterogéneas: de gruesa tierra y de pasta fina; ocres, negras, marrones, grisáceas; con engobe gris-beige o blancuzco y sin él; lisas y con estrías, incisiones unguiculares e hiladas de signos runoides con modelado dígito-pulgar e incisiones. 
 Algunas provienen de fuentes, de platos, de vasos. El origen de las demás es imposible de determinar. 
 Estos treinta y tres fragmentos, a los cuales corresponde agregar los tres desenterrados por los guayakíes, sólo tienen una cosa en común: a pesar de su nivel técnico muy desigual, son de una factura muy superior a la del recipiente que los contenía. Lo cual no tiene porque sorprendernos, puesto que sabemos que, desde el punto de vista cultural, los guayakíes están en franca regresión. 
 El abandono de Cerro Morotí y de sus otras aldeas no marcó el principio de su decadencia. Sólo fue, visiblemente, una etapa. Nada más natural, pues, que hayan considerado, en aquel entonces, un tesoro fragmentos de cerámica que venían de sus antepasados más civilizados que ya eran incapaces de imitar. 
 
			Tanto más cuanto
			que algunos de dichos fragmentos llevaban misteriosas inscripciones. 
			Todos, tal vez, en el principio, pues algunos, mal protegidos 
			después de la rotura de la urna-caja fuerte, debieron de ser lavados 
			por el agua de lluvia que penetraba en la tierra, lo que parecen 
			indicar los rastros de dibujos pintados o grabados que se pueden 
			divisar en muchas piezas. 
 
			Algunos responden a 
			las características de la alfarería guaraní clásica, por lo menos 
			tal como se manifiesta en la cuenca del Río de la Plata, desde el 
			Paraguay a las puertas de Buenos Aires. Señalemos, sin embargo, que 
			ni las fuentes ni los platos parecen haberse conocido en el área 
			antes de la Conquista. 
 Tenemos, pues, el derecho de pensar, cuanto más no fuera a título de hipótesis, que los antepasados de los guayakíes, llegados del Altiplano andino, fueron los que introdujeron en su esfera de influencia ciertas formas, ciertas técnicas y ciertos motivos de decoración que los indios imitaron, aun después que los descendientes de sus civilizadores los habían olvidado. 
 Por el contrario, las inscripciones y los dibujos mitológicos sólo tenían sentido para sus autores y no había razón alguna para que indios analfabetos los copiasen. 
 
			Y, una vez perdido 
			su significado exacto, sólo conservaban un valor histórico - y tal 
			vez religioso - para los herederos de quienes los habían trazado. 
 
			La autenticidad de 
			algunos caracteres grabados en tal o cual de nuestros fragmentos no 
			deja mucho lugar a duda y la naturaleza de los motivos modelados o 
			grabados en serie raya en la evidencia. No obstante, preferimos, tal 
			vez por exceso de prudencia, dejar a un lado unos y otros para 
			encarar exclusivamente lo indiscutible. 
			 
 
 Queda un último punto fundamental: 
 Tenemos tres buenas razones para excluir estas hipótesis y cualquier otra del mismo género. 
 La primera no es concluyente, pero tiene un valor real: los fragmentos negros son exclusivamente característicos de la cerámica guayakí. 
 La segunda, que no elimina, por lo demás, la posibilidad de un aporte exterior, es de orden lógico, pero sabemos que la lógica está muy lejos de dar cuenta de todos los actos humanos: los guayakíes no habrían enterrado - ni siquiera conservado - pedazos de vasos sin ninguna utilidad práctica si no hubieran tenido para ellos un valor especial. 
 
			La tercera razón es decisiva. 
 
			Los guayakíes, en efecto, emplean, para 
			fabricar sus hachas de guerra y de trabajo, una técnica sumamente 
			ingeniosa, que los mayas parecen haber conocido, muy distinta de la 
			que utilizan la mayor parte de los amerindios. No atan la piedra 
			cortante en la punta de un palo ahorquillado o hendido: la 
			introducen en una incisión que hacen en el tronco de un árbol joven. 
			Al cicatrizarse, la madera se cierra alrededor del cuerpo extraño 
			que ya no se puede arrancar. 
 
			Pero no de nuestra 
			época. 
 Así el hacha con que nos obsequió el jefe guayakí de Cerro Morotí y la que figura en las colecciones del Museo del Jardín Botánico de Asunción. La piedra de la urna, por el contrario, está tallada en hematita. 
 Por otro lado, el trabajo es mucho más fino. Las piedras de hacha contemporáneas son rugosas, como ya hemos dicho. La del "tesoro", por el contrario, es tan pulida que parece vitrificada. Luego, pertenece a una cultura artesanal mucho más adelantada que la de los guayakíes actuales. 
 
			Vale decir, puesto que se trata de un pueblo degenerado, mucho más 
			antigua. 
 
			
			 
 Se llaman así los caracteres de la escritura que los pueblos germánicos emplearon desde el siglo III a.J.C., y probablemente mucho antes, hasta el siglo XIII de nuestra era, y aún más tarde. 
 Se conocen tres alfabetos rúnicos principales, designados por sus seis primeras letras: el antiguo-futhark de 24 signos, utilizado hasta el siglo vm, el futhorc anglosajón de 28, luego 33, signos, adaptación del anterior al antiguo inglés, empleado, por lo que se sabe, del siglo VI al siglo XI, y el nuevo futhark. o futhark joven-danés, de 16 signos, posterior al siglo VIII. 
 
			
			Este último conoció algunas 
			variantes, sea por conservación
			de runas arcaicas, sea por creación de nuevas runas, como en el futhark "punteado" de 28 signos que apareció en el siglo X. La 
			Figura 4 nos muestra los cuatro sistemas que acabamos de mencionar y 
			que, todos, son necesarios para nuestro análisis. 
 
			
			De cualquier modo, los sistemas 
			rúnicos constituyen lo que no tenemos más remedio que llamar, a 
			expensas de la etimología, alfabetos o, si se prefiere, las 
			variantes de un alfabeto. Los pueblos germánicos utilizaban las 
			runas como nosotros las letras griegas o latinas. Pero les daban, 
			además, otro empleo. 
 En antiguo inglés, por el contrario, la letra en cuestión lleva el nombre de feoh, ganado y, por extensión, dinero, bienes. 
 
			
			Pero, por otra parte, en las lenguas escandinavas, sea que 
			el antiguo inglés haya influido en ellas, sea por el contrario que 
			les deba el vocablo, f se llama a veces fauhu, ganador. Para 
			facilitar sus análisis, los runólogos han sistematizado los nombres 
			de las runas en un "germánico común", un tanto arbitrario, es 
			cierto, pero cómodo. Nos mismo utilizaremos sus formas. 
 
			
			Otros, mas 
			escasos, tienen un sentido ideográfico y, para entenderlos, es 
			preciso dar a cada signo, como en chino, su sentido conceptual. 
			Agreguemos que tal o cual runa es susceptible, además, de una 
			interpretación simbólica (la runa de la muerte, la runa de la 
			fidelidad, etc.), pero es éste un empleo posterior a la época que 
			nos interesa. 
 Una de ellas es indudablemente fonética. Otras son ideográficas. Una última ha resistido victoriosamente cualquier intento de interpretación. Corresponde señalar, por otra parte, el hecho extraño de que los signos rúnicos de nuestros grafismos pertenecen a varios sistemas, con predominio del futhorc, y que caracteres de distinto origen se mezclan en un mismo grupo. 
 
			
			A 
			primera vista, estas peculiaridades aberrantes sorprenden e 
			intrigan. Sin embargo, se explican en el marco de nuestro estudio. 
 
			
			En cuanto a la presencia dominante de los 
			caracteres del futhorc anglosajón, sólo puede significar una cosa: 
			la expedición de Ullman, aunque compuesta por daneses del Schieswig 
			y algunos alemanes, no había partido de la península escandinava 
			sino del Danelaw británico o de Irlanda. Lo cual precisa el trazado 
			de su itinerario tal como lo reconstituimos en nuestra obra 
			anterior. 
 
			
			En primer 
			lugar, los vikingos de Tiahuanacu, en el momento de la destrucción 
			de su imperio, hacia 1290, estaban aislados de su patria desde hacía 
			más de trescientos años y los contactos esporádicos - uno solo, hacia 
			1250, nos es conocido - no habían podido ayudarlos mucho a conservar 
			un rigor gráfico que estos guerreros y marinos tal vez ni tuvieran 
			cuando su salida de Europa. 
 
			
			Por fin, las tradiciones incaicas nos 
			enseñan que el uso de la escritura fue prohibido, con las penas más 
			severas, al día siguiente de la derrota de la isla del Sol y que un 
			amanta - un sabio - que había inventado, un poco más tarde, un nuevo 
			alfabeto murió en la hoguera. 
 
			
			Lo cual explica que hayan conservado la escritura 
			mientras que ésta desparecía en el Perú. 
 
			
			 
 
			
			Se ve en 
			él, en efecto, la fecha de 1305. Las cifras "en cimitarra" tienen la 
			forma que se les daba en Europa después que los Árabes las habían 
			introducido en el siglo x y el 5, que tiene el aspecto de nuestro 4, 
			es característico de la época. 
 Los números llamados arábigos fueron introducidos muy temprano en Escandinavia y, especialmente, en Dinamarca donde el gran puerto de Hedeby - se encontró en su área un gran número de monedas árabes de la época - comerciaba activamente con el Medio Oriente. Pero, en el año 967, aún no se empleaba allá el calendario cristiano. 
 El fragmento en cuestión confirma igualmente el origen peruano de los antepasados de nuestros "indios blancos". 
 
			
			Hallamos, 
			en efecto, cerca de la fecha, la imagen de una llama (cf. Lám. VII). 
 
			 
 
			
			 
 Sólo después de la Conquista se trató de introducirlo allá. Infructuosamente, por lo demás, pues la especie no resistía el clima tropical. Sólo prosperaba en las alturas de la Cordillera de los Andes. 
 
			
			El artista 
			que grabó el animal-pues era un verdadero artista - venía, por lo 
			tanto, del Altiplano. El lado b - el interior del plato - del mismo 
			fragmento (cf. Fig. 6) ofrece un extraño caos de signos dudosos, 
			trazados con tinta gris, o vuelta gris
			con el tiempo, debajo de un cuadriculado irregular, de tinta azul, 
			que eliminamos de nuestro dibujo por no tener la menor apariencia 
			alfabética. 
 
			
			¿Trátase 
			de un mero garabato? Lo que lo dejaría creer es la inclinación de 
			los signos. 
 
			 
 
			
			 
 No está excluida, sin embargo, la posibilidad de que este conjunto se relacione con un nuevo alfabeto, de origen rúnico pero adaptado a algún dialecto indígena. 
 
			
			Lo que 
			respalda esta hipótesis es la semejanza notoria del "texto" con una 
			inscripción (cf. Fig. 3) trazada delante - de nosotros por un "indio 
			blanco" que no había visto, por supuesto - como tampoco nosotros en 
			aquel entonces - el fragmento CM-15. 
 Están trazados con pintura marrón y bien dibujados. El primero se acerca a una V latina, letra ésta que se había introducido en el futhorc anglosajón mucho antes de la conquista normanda. 
 El segundo es un Uruz correcto. El tercero, por el contrario, es altamente fantasista, aunque recuerda un tanto el Fehu del futhorc tal como lo encontramos en el manuscrito Cotton Domitianus. 
 
			
			Tres signos aislados no pueden tener sino un sentido 
			ideográfico. Tendríamos así: voluptuosidad, virilidad, ganado. 
			Deseos comprensibles por parte de daneses de Tiahuanacu perdidos en 
			la selva,
			amenazados en su descendencia y desprovistos de todo y, en 
			particular, de las llamas - su ganado - que constituían, en el 
			Altiplano, lo esencial de su alimentación. 
 
			
			 
 
			
			No sólo, en 
			efecto, constituye una prueba indiscutible del origen escandinavo de 
			los guayakíes, sino que también nos da la solución de uno de los 
			problemas antropológicos más apasionante de nuestra época. 
 Su naturaleza no deja lugar a duda, puesto que ambos llevan, en la rama más alta, el águila que, en la cima del Fresno Yggdrasill de la mitología escandinava, representa el Valhól, morada de los Campeones, y, en lo alto del Árbol del Mundo, o Árbol de Vida, de los nahuas y los mayas, simboliza el Sol con el que van a unirse, después de su muerte, los guerreros caídos en el, campo de batalla. 
 
			
			Al pie del 
			árbol de la derecha, justo debajo de las dos grandes letras del 
			centro, vemos la Serpiente del Mundo, tan a menudo reproducida en 
			las estelas y los monumentos del período vikingo. 
 
			 
 
			
			 
 
			
			Esta 
			interpretación no nos satisface. 
 Ahora bien: sabemos que los daneses del Altiplano habían recibido, a mediados del siglo XIII, un aporte cristiano lo suficientemente profundo para que hubiera dejado rastros en los monumentos de Tiahuanacu. 
 Si había, en 1290, a orilla del Lago Titicaca, una iglesia católica en construcción, la copia, que los bolivianos llaman hasta hoy "El Fraile", de la estatua de un apóstol no identificado de la catedral de Amiens y un friso que representaba, en la llamada "Puerta del Sol", la escena apocalíptica de la Adoración del Cordero, tal como figura en el tímpano del mismo edificio, si, por otra parte, raíces latinas habían pasado de la lengua particular - danesa - de los incas al quichua, no es nada sorprendente encontrar una sigla latina en uno de los fragmentos de nuestra urna-caja fuerte. 
 Es ésta una interpretación discutible, pero la creemos correcta. 
 De ser así, el pájaro es una paloma, símbolo del alma salvada. Hay, sin embargo, una dificultad aparente. Los dos primeros signos pueden ser indiferentemente, rúnicos o latinos. 
 El tercero, por el contrario, es un Wunjo del antiguo futhark o un Thurisaz (o Thurs) del nuevo. Se parece mucho, no obstante, a la P latina, hasta el punto que los islandeses contemporáneos, que han conservado el Thurs rúnico en medio del alfabeto latino que emplean, lo utilizan en lugar de la p, que no tienen, cuando escriben a máquina en inglés o en francés. 
 
			
			Nuestro grabador, más acostumbrado a las runas que a los 
			caracteres latinos, muy bien habría podido hacer lo mismo. Tanto más 
			cuanto que, en el nuevo futhark, el cuerpo del Thurs era 
			indiferentemente arredondado o triangular. 
 La cuarta - k - por lo demás mal orientada, lo que es frecuente en las inscripciones rúnicas, figura en estos dos últimos sistemas. Por otra parte, el quinto signo constituye, sin duda alguna, la marca del genitivo, pues Inguk es un nombre vikingo. 
 
			
			Pero, entonces, deberíamos hallar una s 
			y no una z. Se trata aquí, muy simplemente, de una falta de 
			ortografía que reencontraremos, por lo demás, en las inscripciones 
			de Yvyty-ruzú (cf. Cap. V). El grupo significa, por lo tanto, "de 
			Inguk", sin que sepamos si representa la firma del autor o el nombre 
			de un muerto. 
 
			
			La cuarta, situada en la quebradura de la pieza, es 
			más difícil de definir y subsiste, a su respecto, cierto margen de 
			duda. 
 
			 
 
			
			 
 
			
			Por el contrario, si consideramos los rongo-rongo de la isla de Pascua esas tablillas de madera en las 
			cuales los antepasados blancos y rubios de sus actuales habitantes 
			o, más bien, de algunos de ellos dibujaban hiladas de signos 
			ideográficos cuyo significado desconocemos aún, no tendremos, por 
			cierto, dificultad alguna en reconocer en ellos figuras 
			absolutamente idénticas a las que constituyen el objeto de nuestro 
			análisis (cf. Fig. 9). 
 Aportamos así la primera prueba material de la teoría de Thor Heyerdahí que sostiene, y no le faltan argumentos, que la isla de Pascua fue parcialmente poblada por un grupo de hombres del Titicaca, sobrevivientes de la batalla de la isla del Sol, que se habían embarcado en Puerto Viejo, en el actual Ecuador, en balsas que, arrastradas por las corrientes marinas, los habían llevado hasta Polinesia. 
 Heyerdahí no precisa el origen de los fugitivos. Inclusive excluye explícitamente, en unas pocas palabras, la posibilidad de que se haya tratado de vikingos. 
 Se basa, para hacerlo, en una cronología equivocada que creyó poder establecer a partir de los datos genealógicos indígenas. Parece que éstos fueron mal comprendidos, pues Francis Maziére, cuya mujer, tahitiana, habla polinesio, llegó, por el contrario, sobre la base de las tradiciones insulares, a la misma fecha que nosotros. 
 Recordemos aquí que existe cierta semejanza entre los ideogramas de los rongfo-rongo y los que figuran en los kellka "rezapaliche" del Titicaca, pergaminos en los cuales los primeros misioneros españoles habían redactado un catecismo con un sistema de escritura muy anterior a la Conquista y cuyos primeros rastros se encuentran en Kivik, en Suecia. 
 
			
			Sabemos ahora que este 
			sistema, en 1290, comprendía ideogramas en todo idénticos a los que 
			se conservaron, en la isla de Pascua, hasta la llegada de los 
			europeos. 
 
			
			 
 
			
			Está 
			compuesta de seis runas alineadas, más dos signos indefinibles. Las 
			dos primeras runas, muy pálidas (entre corchetes en nuestra 
			reproducción), son un tanto dudosas. La cuarta, fácilmente 
			identificable, está mal trazada o, tal vez, parcialmente borrada. 
 
			 
 
			
			 
 
			
			El hombre-caballo es, en 
			efecto, en la mitología escandinava, el hombre de la caza salvaje, 
			el mensajero. O, mejor aún, en razón de la situación en la cual se 
			encontraban los daneses perdidos en la selva tropical: Un hombre y 
			una mujer audaces (llaman) al mensajero de Odín. 
 
			 
 
			
			 
 Se trata, esta vez, de un monograma compuesto de cuatro letras, las dos últimas ligadas, que tienen todas las características de los ideogramas rúnicos clásicos. Estas letras son: Uruz, Solewu y, acoplados, Wunjo, Hagalaz. Vale decir: uro (símbolo de fuerza y de virildad), Sol, voluptuosidad y nacimiento. 
 
			
			De ahí la siguiente 
			interpretación: Fuerza viril del Sol (danos) al mismo tiempo 
			voluptuosidad y descendencia. 
 
			
			Los descendientes de los vikingos de Tiahuanacu ya no 
			pedían auxilio. Pero sí rogaban al Dios-Sol, por el porvenir de su 
			raza. 
 
			 
 
			
			 
 Lo relevamos en una piedra de hacha que el Dr. Ramiro Domínguez, director del Museo Municipal de Villarica, encontró en el curso de excavación superficiales efectuadas por él en el emplazamiento la Posta de Cerro Polilla (cf. Cap. V). 
 
			
			La inscripción, trazada con 
			tinta marrón, muy cerca del filo del arma, es muy pálida, pero fácil 
			de leer bajo una fuerte luz. Desgraciadamente, no es posible 
			datarla. 
 
			
			Pero ignoramos en qué época la 
			urna se rompió y en qué medida, posteriormente, las piezas que 
			contenían fueron alcanzadas por las aguas filtrantes. Todo lo que 
			podemos decir, por lo tanto, es que la piedra de hacha en cuestión 
			es muy antigua. Su texto nos lo va a confirmar. 
 Vale decir: Odín-fuerza viril, voluptuosidad, nacimientos-Sol. Lo que se traduce por: Fuerza viril de Odín, (danos) voluptuosidad y nacimientos machos. 
 
			
			Luego, la falta 
			de mujeres aún no se manifestaba en la época en que fue escrita esta 
			plegaria, lo que indica una fecha muy anterior al principio del 
			siglo XVII. 
 En las cuatro hiladas circulares del cuello de la urna-caja fuerte, relevamos además los signos: Odala (Odín o herencia), Reido (viaje), Fehu (mujer o ganado, bienes), Kaunaz (barco o audacia), Thurisaz (gigante en el futhark, espina en el futhorc), Wunjo (voluptuosidad) e Inguz (linaje ancestral). 
 
			
			Pero, dada la época, sólo puede tratarse aquí de 
			simples reminiscencias desprovistas de significado. 
 
			
			 
 Del análisis y la síntesis de datos que pertenecían a dominios tan distintos como fuera posible. 
 Se desprendía que unos vikingos se habían establecido en Sudamérica en el siglo XI y que su imperio había sido destruido hacia 1290. Nuestro estudio antropológico de los guayakíes había demostrado, por otra parte, que estos "indios blancos" eran, en realidad, los descendientes, degenerados y ligeramente mestizados desde hacía poco, de europeos de raza nórdica que, anteriormente, habían vivido durante mucho tiempo en el Altiplano. 
 
			
			Ahora bien: nuestras excavaciones nos 
			permitieron hallar inscripciones rúnicas pertenecientes a los 
			antepasados de nuestros caníbales, y una de ellas lleva, además del 
			dibujo de una llama, la fecha de 1305. No podíamos pedir más. 
 Tanto más cuanto que el fragmento CM-4 - una verdadera "Piedra de Rosetta", a su manera - confirma indudablemente su origen, puesto que contiene un nombre vikingo, Inguk, escrito en signos alfabéticos. 
 
			
			Más todavía: esta pieza nos muestra que el autor de la 
			inscripción - luego el grupo humano al que pertenecía - estaba 
			empapado de mitología escandinava, pero, si nuestra interpretación 
			de la sigla RIP es exacta, cristianizado por lo menos 
			superficialmente. También nos permite, gracias a los signos de rongo-rongo que se encuentran en ella, aportar la prueba de que los 
			blancos de la isla de Pascua habían venido, también ellos, de 
			Tiahuanacu y eran, por lo tanto, daneses. 
 Sólo en el siglo x, en efecto, los daneses podían utilizar indiferentemente las letras del antiguo futhark y las del futhorc, y esto únicamente en sus colonias de Gran Bretaña e Irlanda. 
 
			
			El futhark punteado, por el contrario, nació más tarde: no existía aún 
			- o, de cualquier modo, apenas empezaba a ser empleado en Dinamarca 
			- cuando Ullman y sus hombres desembarcaron en México, antes de pasar 
			al Perú. Su empleo en nuestras inscripciones, junto con los 
			elementos cristianos que, manifiestos en 
 
 
			
			 
			
			 
 ¿Por qué, ya que estaban en eso, no se habían quedado en el Beni de la actual Bolivia, al pie de los Andes, adonde los di agüitas de Cari no habían ido a buscar a los daneses que se habían replegado en la región y donde Alcide d'Orbigny, a principios del siglo XIX, pudo aun encontrar y estudiar a sus descendientes, o hasta en la seductora Santa Cruz de hoy donde viven los guarayos que parecen tener el mismo origen? 
 
			
			La lógica, por cierto, no siempre 
			inspira a los fugitivos. 
 Este solo hecho hace verosímil, y aun probable, la presencia, en la región que nos interesa, de fortines permanentes donde soldados vivían con sus familias. Tal vez, inclusive, y el descubrimiento en Cerro Morotí de inscripciones rúnicas que es difícil atribuir a soldados rasos tiende a confirmarlo, las dos hipótesis sean conjuntamente válidas. 
 
			
			En este caso, algunos 
			refugiados de Tiahuanacu se habrían replegado sobre las plazas 
			fuertes del Paraguay donde se habrían instalado y habrían 
			degenerado, salvo que ellos hubieran proseguido su viaje hasta el 
			Atlántico y se hubieran hecho a la mar. 
 Lo más sencillo, al respecto, es citar al P. de Charlevoix que resume perfectamente los relatos que figuran en las Cartas Annuas, los informes enviados cada año a Roma por los jesuitas del Paraguay, y en particular la carta del P. Jerónimo Herrán, procurador general de la Provincia. 
 A este resumen agreguemos, según el P. Guevara, una mención del Diluvio, común, en su esencia, a todos los pueblos amerindios, o casi: 
 En cuanto a lo que Charlevoix, en el lenguaje de su tiempo, llama "fábulas groseras" y "dogmas monstruosos", contiene, al lado de las creencias que constituyen el fondo común de la religión tupí-guaraní, elementos paganos que se acercan extrañamente a la mitología germánica y deben remontarse al período precristiano de la presencia danesa. 
 El P. Guevara nos dice, por ejemplo, respecto de los mocovíes, establecidos al oeste de Asunción: 
 Es éste, muy exactamente, transpuesto en un pueblo de pescadores, el mito escandinavo del Fresno Yggdrasill. 
 Ni le falta una versión del fin del mundo - parcial, aquí, es cierto - que recuerda las hazañas del lobo Fénrir y los del Monstruo de la Tierra de los nahuas el alma de una anciana que nadie había ayudado a pescar se convirtió en una capivara - un carpincho, ratón de agua del tamaño de un chancho silvestre - y royó el Árbol del Mundo hasta derrumbarlo, con lo que causó un daño irreparable para toda la nación mocoví. 
 
			
			Para los mbyáe del Oriente paraguayo, el universo 
			descansa en cinco palmeras Pindó. Una sexta se alza en el centro de 
			la Tierra, donde fue engendrado el Padre de la Raza - el Padre Sol - a 
			orillas del manantial donde el Creador y su mujer habían satisfecho 
			su sed. Parece un relato de la Edda. 
 Realmente, uno se pregunta lo que puede significar este creador de cabrillas. Tal vez el buen padre haya entendido mal lo que le contaban los indígenas. 
 Pero el nombre que lleva el Dios supremo de los mocovíes, Gdoapidagalte - y este nombre no tiene sentido alguno en guaraní - empieza con dos sílabas, gdo (que se parecen extrañamente a goat, cabra en antiguo escandinavo. 
 Cosa más curiosa aún, este animal insólito se encuentra mencionado, en 1555, en la primera Relación de los agustinos sobre sus misiones peruanas de Guamachuco, al norte de Lima y al este de Trujillo, que relata como, según la mitología local, 
 
			
			Cabra es palabra 
			castellana y la ausencia de mayúscula parece indicar que no se 
			trataba de un nombre de persona. Gabrad parece no ser sino una 
			deformación accidental del vocablo anterior, mal copiado o mal 
			leído. 
 ¿Los jesuitas habrán inventado este cuento? No lo creemos y hasta encontramos, en uno de sus textos, una prueba convincente de su buena fe. 
 En una Carta annua de 1614, el P. Diego de Torres, Provincial de la Compañía, relataba, en efecto, que el santo Apóstol había llegado, del Brasil, al Guayrá por el río Tibagipa. Este curso de agua existe, pero se llama simplemente Tibagí. 
 
			
			Pa es un sufijo guaraní que significa "todo, entero". Luego, 
			el informante del P. de Torres, que verosímilmente no dominaba 
			todavía el guaraní en todos sus matices, se había limitado a 
			transcribir lo que los indios le habían contado. Se le había dicho 
			"Tibagipa" y repetía "Tibagipa" sin entender que la palabra quería 
			decir: "el Tibagí todo", de su fuente a su desembocadura. 
 Charlevoix, ya lo hemos visto, pone de entrada en duda la predicación de Santo Tomás: 
 Pero Charlevoix escribía en París, sin haber pisado jamás la tierra paraguaya. 
 Más interesante resulta citar al P. Lozano , quien, él sí, conocía muy bien el país y sus habitantes: 
 Aun el P. Cataldino, uno de los primeros misioneros que hayan relatado las tradiciones indígenas relativas al Apóstol Blanco, no lo hizo jamás sino con una extremada prudencia: 
 El buen padre muestra, por lo demás, una inocencia que refuerza, si no su capacidad de juicio, por lo menos su buena fe de relator. 
 
			
			Entre esas "particularidades" que los indios le habían 
			contado "antes que sucediesen", menciona el hecho de que los 
			indígenas serían concentrados en aldeas que "tendrían por capitán a 
			un español"... 
 El P. Diego de Torres, destinatario de la carta que acabamos de citar escribía tranquilamente el año siguiente, desde Córdoba, en la actual Argentina, donde residía, en una de sus Cartas Annuas: 
 Estas pocas citas, y podríamos multiplicarlas sin agregarles nada, esclarecen suficientemente el problema. 
 Los padres que la Compañía enviaba a las Misiones no eran ni sabios, ni filósofos, ni siquiera teólogos, sino hombres de acción y organizadores. Tenían la fe del carbonero, sólida y sin matices. 
 Al llegar al Paraguay, pensaban encontrar a salvajes posesos del Demonio. ¡Qué sorpresa la suya cuando estos adoradores de los ídolos, caníbales y polígamos, por colmo, les cuentan que un predicador cristiano, en otros tiempos, había recorrido la región, les había dejado profecías que estaban realizándose y les había hablado de un Dios trinitario cuyo Hijo, redentor del género humano, había nacido de una virgen! 
 
			
			Los indios, 
			no lo dudamos, de seguro habían embellecido un tanto sus 
			tradiciones. Pero no lo podían haber inventado todo, tanto menos 
			cuanto que los mismos relatos se oían, desde Bahía al Perú - sin 
			siquiera hablar de México - en pueblos que no tenían entre sí, por 
			lo menos en la época de la evangelización jesuítica, el menor 
			contacto. 
 Pero este algo era entonces, y hasta hoy, perfectamente inexplicable. Se podía, por lo menos, utilizarlo ad majorem Dei gloriam. Bastaba dar, por consonancia, al Predicador desconocido un nombre de Apóstol y afirmar lisa y llanamente como hecho indiscutible, no sin adornarlo con milagros evangélicos - el cojo, el ciego, el resucitado - su paso por el Paraguay. 
 
			
			Los Padres 
			Provinciales y sus superiores se encargaron del asunto. Tal vez 
			ayudaran así a la cristianización de los indios. 
 Se niega a todo análisis de los relatos hechos por los misioneros. Para él, la mención del Apóstol Santo Tomás es inseparable de la tradición indígena tal como la relatan los jesuitas. 
 
			
			Y puesto que la 
			presencia del Apóstol en América es inadmisible, no hay más remedio 
			que rechazar el conjunto. Nada más equivocado. 
 
			
			 
 Del nombre Zumé, cuyo origen probable veremos más adelante, los jesuitas hicieron Turné y, luego, Tomé. Ahora bien: en castellano, Santo Tomé se dice a menudo por Santo Tomás. 
 La falsificación onomástica es flagrante. La prueba el hecho de que el P. de Charlevoix, que escribe en francés, no vacila, a pesar de su prudencia, en convertir la e final en una a. Pay Zumé o Turné se transforma así en Pay Zuma o Tuma. ¡De ahí Thomas, la única forma francesa del nombre del Apóstol! 
 
			
			No se puede tratar de un 
			error de transcripción ni de tipografía, pues no se encuentra en 
			ninguna otra parte esta substitución en las obras del buen padre. 
 
			
			Para seguir mejor el 
			itinerario del santo varón, llegando al Guayrá "por la mar del 
			Brasil", vamos a empezar por los que se refieren a las tierras 
			portuguesas, cuya frontera del sudeste estaba situada, en el siglo 
			XVI, al norte del río Paranapanema (cf. Mapa al final del volumen). 
 
			
			Ya se trata del personaje que vamos a 
			reencontrar a lo largo de todo nuestro estudio: un sacerdote 
			taumaturgo de raza blanca que, con un grupo de discípulos, predicaba 
			a los indios "la fe del Cielo", como dice Charlevoix, y las normas 
			de la moral cristiana, no sin agregar algunos consejos prácticos 
			sobre el cultivo de la mandioca y sobre el modo de hacer tapioca con 
			este tubérculo. 
 Estos puntos son tres: Bahía, donde Pay Zumé desembarcó en el Brasil por primera vez; Cabo Frío, a 200 km a vuelo de pájaro al norte de Río de Janeiro y a 240 km al sur del cabo que se llama todavía hoy Sao Tomé; la isla de Santos, en la bahía donde está situada el puerto del mismo nombre y en la cual se hallaba, en el siglo XVI, la capitanía de San Vicente. 
 
			
			En la Bahía de Todos los Santos habría 
			salido milagrosamente de las aguas, cuando Zumé era perseguido por 
			enemigos que trataban de matarlo, un camino de arena de 2,5 km que 
			los indios llamaban Maraipé, vale decir Camino del Hombre Blanco. 
 
			
			El P. Nicolás du Toict, más conocido con el 
			nombre hispanizado de Nicolás del Techo, cuenta en efecto que 
			colonos brasileños de la frontera, traficantes de esclavos indios 
			que habían venido a los nuevos pueblos guaraníes a venere - para 
			fornicar - habían penetrado a duras penas, y no sin correr 
			considerables peligros, hasta el río Marañón - era éste, en aquel 
			entonces, el nombre que llevaba el Amazonas - y habían comprobado que 
			los indios de la región conservaban, por tradición, el recuerdo de 
			Santo Tomás. 
 Es evidente que el recuerdo de una llegada por el mar, y precisamente a Cabo Frío, no puede referirse a los antepasados de los guaraníes propiamente dichos ni de ningunos otros amerindios. 
 Sólo puede tratarse, pues, de blancos que desembarcaron en el Brasil, no encontraron en la región sino "fieras", vale decir ningún pueblo civilizado, y construyeron ciudades - los guaraníes no conocían sino las aldeas de cabanas - para dispersarse después, como consecuencia de querellas intestinas, por Sudamérica. 
 La afirmación de que una fracción de los recién llegados había ido del Río de la Plata a "Chile, Perú y Quito" bastaría para mostrar que se trataba indudablemente de blancos. 
 
			
			Pues jamás los guaraníes han ocupado esas 
			regiones, mientras que el itinerario Cabo Frío-Paraguay-Perú-Ecuador 
			fue por el contrario, como veremos, el de Pay Zumé y sus compañeros. 
 Notemos, por fin, una extraña coincidencia sobre la cual volveremos en el capítulo VI: en 1504, el capitán dieppense Paulmier de Gonneville, a la vuelta de una expedición que lo había llevado a la costa de Santa Catalina, a la altura del Guayrá, hizo escala en el país de los Tupinambás - cuyo centro costero era, precisamente, Cabo Frío - y en Bahía. 
 
			
			¿Fue por casualidad, o tenía él datos geográficos 
			conocidos por los normandos? Y podemos formularnos la misma pregunta 
			con respecto a otro capitán dieppense, Jean Cousin, que habría 
			alcanzado, en 1488, la desembocadura del Amazonas. 
 
			 
 
			
			 
 Data de 1538 y lo encontramos en una carta dirigida a Juan Bernal Díaz Lugo, oidor del Consejo de Indias. No se refiere a Pay Zumé, sino directamente a Santo Tomé y a uno de sus discípulos, un indio llamado Etiguará que predicaba "en distancias de doscientas leguas" - unos 1100 km - y que, mucho antes de que se hubiera oído hablar de los españoles, anunciaba la llegada de "hermanos de Santo Tomás" que bautizarían a los indígenas. 
 Sin omitir, por supuesto, condenar la poligamia y los casamientos consanguíneos, ni enseñarles "cantares que hasta hoy guardan y cantan". 
 Por el contrario, es el nombre de Pay Zumé el que figura en un documento real de 1546, anterior, también él, a la primera carta jesuítica, que relata una anécdota sumamente significativa. 
 Para ir a Asunción, el P. Bernaldo de Armentía se había unido a la expedición del Adelantado del Río de la Plata, don Alvar Núñez Cabeza de Vaca, de la que hablaremos largamente en el capítulo IV. 
 En un punto de la travesía del Guayrá, el jefe de la columna, 
 Por lo tanto indios recientemente convertidos llamaban "Pay Zumé" a un religioso católico. 
 
			
			Exactamente como los nahuas daban a los 
			capellanes españoles, en la época de la conquista, el nombre de 
			papas que no pertenecía a su idioma, sino que venía, por el 
			contrario, de los monjes irlandeses que habían evangelizado México 
			cinco siglos antes. 
 El P. Cataldino nos trae, en la misma carta, importan datos geográficos respecto del itinerario, que reconstituimos en el próximo capítulo, de Pay Zumé por el Guay: 
 Al retomar casi textualm te estas líneas, el P. Diego de Torres, Provincial de la Compañía, escribe más correctamente, en su carta annua de abril de 1614, "río Tibagipa": ya hemos visto que el nombre exacto de este curso de agua es Tibagí. 
 
			
			En cuanto a Huybay, es ésta la transcripción fonética 
			española del nombre que, en los mapas actuales, se escribe Ivaí. El 
			P. Lozano, por su lado, precisa que el santo varón se fue del 
			Pequirí al Iguazú. Lo
			que confirman tanto el trazado del camino que recorrió Pay Zumé en 
			el Guayrá, ya lo veremos, como el itinerario que siguió en el 
			Paraguay propiamente dicho. 
 En especial la que se refería a la monogamia obligatoria. Daban, en efecto, a los misioneros el apodo que ya aplicaban a su santo predecesor: Pay Abaré. E. P. Ruiz de Montoya explica que abaré - avaré, según la ortografía moderna - significa Homo segregatus a venere, hombre casto. 
 Es ésta una traducción eufemística. Pues Pay Abaré quiere decir muy exactamente, salvo respeto, Padre Marica. Montoya no lo ignoraba, puesto que reconocía que, 
 Y explica por qué: 
 El buen padre agrega, no sin razón, que el hecho de que los indios hayan dado a Pay Zumé el apodo de Pay Abaré constituye la prueba de que se trataba de un sacerdote cristiano. 
 
			
			Jamás los "viejos, los Magos y 
			hechiceros"... "que usurparon el vocablo Pay" habrían hecho lo mismo 
			con abaré, palabra insultante si la hubiera. 
 
			
			Más adelante, 
			los jesuitas insistirán mucho menos en este género de episodios... 
 
			
			 
 Va a reaparecer, con el nombre de Thunupa, en el Perú. Estudiaremos en el capítulo siguiente el camino que siguió para llegar allá. Bástenos decir, por el momento, que se lo reencuentra - siempre según las crónicas - en las actuales provincias bolivianas de Tarija y Santa Cruz. 
 El doctor Francisco de Alfaro, citado por el P. Lozano, escribe: 
 El P. Ramos precisa: 
 Pero el P. Lozano excluye su paso por esta última provincia que comprendía entonces los actuales territorios del Ñoroeste argentino, desde Córdoba a la frontera boliviana. 
 
			
			El P. 
			Antonio de la Calancha, un agustino del Perú, hace llegar al apóstol 
			a Tarija a la vez por el Tucumán y por
			Chile. Veremos más adelante que se equivocó en cuanto este último 
			itinerario. Todo eso, por lo demás, es muy confuso. No así, ni mucho 
			menos, la tradición peruana. 
 El P. de la Calancha nos da un ejemplo altamente cómico de los esfuerzos realizados en este sentido: 
 En realidad, no veremos nada, pues el cronista no vuelve sobre el tema. 
 En contrapartida, nos explica el origen filológico del nombre de Tunupa: 
 Generosamente, el P. de la Calancha atribuye a Dios su propio trabajo... Todos los cronistas del Perú, por lo demás, no actuaron del mismo modo, ni mucho menos, y, como en el Paraguay, no faltaron escépticos entre ellos. 
 Sarmiento de Gamboa, por ejemplo, trata muy mal el mito aymará de la creación del mundo por un Dios de raza blanca: 
 Cieza de León va a ver la estatua de un templo de Cacha del que, 
 
			
			Y el 
			P. Ramos, que siempre habla de un santo pero se cuida mucho de no 
			darle jamás un nombre cristiano, no vacila - daremos un ejemplo de 
			ello más adelante - en reproducir varias opiniones contrarias a su 
			propia teoría. 
 Al citar las tradiciones indígenas, los cronistas mencionan el "santo con muchos nombres: Tunupa, Tonapa, Taapac, Tarapac; Viracochapacha, Arunau, y otros más. Pero es el primer el que vuelve más frecuentemente. 
 Pachacuti Yamqui Sacamayhua, convertido por el bautismo en Juan de Santa Cruz, le da, sin embargo, una ortografía un tanto distinta de la que se encuentra en los escritos de los españoles. Este indio hispanizado era un hombre muy culto y dominaba a fondo el quichua y el aymará, los dos idiomas indígenas del Altiplano, y disponía, por lo tanto, mejor que nadie de las tradiciones locales. 
 
			
			Ahora bien, él escribe Thunupa. La combinación de las letras t y h no existe en castellano. 
			Agregar una h - letra siempre aspirada, quichua - a la t de Tunupa 
			sólo puede tener como propósito y como resultado lograr el 
			equivalente del th inglés - o norrés - cuyo sonido figura en la lengua 
			del Perú. 
 
			
			De Thuí Gnupa a Thunupa, no 
			hay sino un paso, sobre todo teniendo en cuenta el habla cerrada de 
			los indios del Altiplano. Y Thunupa se vincula entonces con Zumé, ya 
			que la pronunciación de la z se acerca, en algunas regiones de 
			España, a la del th inglés. 
 Salcamayhua se encarga de disipar nuestras últimas reservas. Precisa, en efecto, que el Apóstol era llamado Thunupa Vihinquira y Thunupa Varivilica. Quira, en quichua (kira, según la ortografía actual) significa "hijo", en el sentido lato del término, "descendiente". 
 Y vihink, si se tiene en cuenta el doble hecho de que la h es aspirada, en quichua, y que la k y la g se confunden, se parece realmente mucho a vikingo. El Sacerdote Gnupa, hijo de vikingo: ¡imposible exigir una definición más clara! 
 En cuanto a Varivilica, tenemos la impresión de que Salcamayhua tomó a El Píreo por un hombre, como dice La Fontaine. Esta palabra proviene, en efecto, de dos vocablos escandinavos: vari, guerrero, de la cual proceden el nombre de los famosos varegos, los conquistadores vikingos de Rusia, y el de Varinga, el héroe mítico de los Maoris, y virk, fortaleza, que ha dado vilka (huilka, según la ortografía actual), en quichua. 
 
			
			Luego, Thunupa Varivilica significa, por el juego del genitivo sajón, algo 
			como Fortaleza Protectora del Sacerdote Gnupa, el lugar de repliegue 
			que mucho necesitaba, como veremos, el santo varón. 
 En este punto, no hay ni el menor asomo de duda en la mente de los cronistas, aun cuando se niegan a identificarlo con Santo Tomás, como Cieza de León, aun cuando no vacilan, como el P. Ramos , en citar la opinión adversa de tal o cual religioso que no quiere ver en él sino un hechicero "contrario del Santo... así como San Pedro tuvo por opuesto y émulo a Simón el Mago", según las palabras del Licenciado Bernabé Sedeño, cura y beneficiado de Carabuco. Thunupa recorría sin cesar el país y, en todos lados, predicaba "la ley de Dios" y enseñaba a los indios, a quienes hablaba "amorosamente y con mucha mansedumbre", el amor del prójimo y la caridad, les reprochaba sus vicios y los exhortaba a no tener sino a una sola mujer. 
 En todas partes atacaba el culto del Sol y destrozaba los ídolos. 
 En todas partes, también, curaba a los enfermos, devolvía la visión a los ciegos , expulsaba a los demonios C10), hacía caer sobre los impíos el fuego del cielo, tan violento que las piedras quemadas se hicieron livianas como corcho (r>1'r14). Es probable que todo eso haya sido un tanto "actualizado" por los indios y por los misioneros. 
 
			
			Aun despojada de cualquier fantasía 
			"apostólica" u otra, la imagen de Thunupa sigue siendo, de cualquier 
			modo, la de un predicador cristiano. 
 A veces llevaba puesta una "vestidura" o una túnica con cinturón que "le daba hasta los pies" - Salcamayhua, Betanzos - blanca, precisa el último; otras veces andaba vestido "casi como los indios - Ramos - o usaba una camiseta morada y una manta carmesí - Oliva - , lo que debía de darle una apariencia un tanto episcopal. 
 
			
			A veces lleva en la mano un 
			breviario - Salcamayhua, Betanzos -  y un báculo o bordón - Salcamayhua 
			, Ramos - . Siempre tiene un aspecto autoritario y venerable. 
 Las crónicas nos dan la respuesta: 
 Los indios, 
 E.P. Ramos, que relata largamente, no sin contradicciones, los viajes del apóstol, no se atreve a definir el itinerario de su predicación y opina que los acontecimientos que reseña "bien pudieran haber sucedido en diversos tiempos". 
 El P. de la Calancha más preciso, menciona a "dos predicadores", el Maestro, Thunupa, y el Discípulo, Taapac, del que los indios hacían el hijo del primero, lo cual, 
 
			
			Betanzos, por su parte, encargado por el Virrey don 
			Antonio de Mendoza de estudiar la cuestión, habla, ya en 1551, vale 
			decir menos de veinte años después del inicio de la Conquista, de 
			los viracochas, en plural, y relata que su jefe, Con Ticsi 
			Viracocha, había enviado a dos de ellos al interior del país, uno 
			hacia el Norte y el otro hacia el Sur, mientras que él mismo iba al 
			Cuzco. 
 Betanzos, en efecto, se refiere al mito aymará de la creación del mundo por el Dios Blanco al que menciona con el nombre danés apenas deformado que le daban los quichuas: Huirakocha - que los españoles escribían Viracocha - de hvitr, blanco, y goth, dios. 
 Vimos en El Gran Viaje del Dios-Sol que este mito descansaba en la tradición histórica de la llegada al Altiplano de un grupo de vikingos que civilizó la región, y que mito y tradición no siempre estaban bien separados en la mente de los indios. La misma confusión impera en lo que atañe a Thunupa. 
 Pues no cabe duda de que es él a quien Betanzos nos describe con el nombre de Con Ticsi Viracocha, vale decir el del Dios Blanco: 
 
			
			Esta misma confusión, la 
			señalamos en otro lugar en cuanto a Quetzalcóatl, el Dios Blanco de 
			los Nahuas, que la tradición nos presenta a veces como un guerrero, 
			otras veces como un sacerdote, mientras que los dos personajes están 
			perfectamente diferenciados entre los mayas. 
 El P. de la Cala cha, en 1636, es terminante al respecto: Thunupa no llevaba el nombre "de Viracocha, como pretende el Padre Fr. Gregorio García, que ese dieron al primero que después del Diluvio vino por la parte del Septentrión a poblar este Nuevo Mundo con otros que le acompañaron; y andando el tiempo lo adoraron por Dios". La aclaración perfecta. 
 
			
			Nos encontramos frente a dos grupos de personajes: por un lado, los 
			vikingos paganos que llegan del Norte, por el mar, en el siglo XI y 
			cuyo jefe, Huirakocha,
			será divinizado; por otro lado, Thunupa, el sacerdote cristiano, y 
			sus discípulos que alcanzan el Altiplano por el Brasil, el Paraguay 
			y Santa Cruz, sin que se excluyan, lo demás, varias llegadas 
			distintas, escalonadas en el tiempo, de sacerdotes cristianos, 
			unificados y mitificados, las tradiciones indígenas, con el nombre 
			de uno de ellos. 
 El jefe local, padre del futuro Manko Kápak, el primer emperador inca, lo recibió amistosamente, pero no así la población. El viajero fue hospedado en su casa por el jefe en cuestión, a quien regaló un pedazo de su báculo y gracias a cuya influencia logró hacerse escuchar. 
 
			
			Manko 
			marchó sobre el
			Cuzco hacia el año 1300. El encuentro entre su padre y Gnupa no pudo 
			acontecer, pues, sino en la segunda mitad del siglo XIII, antes de 
			1290, fecha de la derrota de los daneses en la isla del Sol. 
 Debemos, en efecto, a Cieza de León dio un relato extrañísimo, pero sumamente revelador, acerca del desembarco en la Punta de Santa Elena, cerca de Puerto Viejo, en el actual Ecuador - allá mismo donde reembarcaron los Hombres de Tiahuanacu después de la derrota de 1290 - de gigantes que, en una época indeterminada, asolaron la región: 
 Sigue una descripción horrífica de estos gigantes - "el vulgo... siempre engrandece las cosas más de lo que fueron", aclara Cieza - que saqueaban los bienes de los indios, les robaban mujeres por no haber traído ninguna con ellos, pero también cavaron pozos hondísimos y, 
 El que esos gigantes se hayan entregado a la sodomía, 
 Pero sí un punto fundamental atrae nuestra atención: las extrañas características de barcos que tripulaban los gigantes, balsas de juncos tenían forma de grandes barcas. 
 Jamás pueblo alguno, diga lo que diga Thor Heyerdahí, empleó en el mar embarcaciones de este tipo que se utilizaron en el Nilo, milenios atrás, y en el Lago Titicaca donde se las puede ver todavía hoy. Se trata realmente de balsas, pues están hechas de haces de juncos atados unos a otros, sin calafatear. Pero tienen forma de botes. 
 
			
			Más aún: con su proa y su popa alargadas 
			y con su vela cuadrada - de lejos se parecen a drakkares. Los indios 
			sólo conocían las balsas chata troncos y los botes de totora del 
			Titicaca. Los barcos los gigantes tenían la misma forma que estas 
			últimas: dedujeron de ello que estaban hechos del mismo material y 
			construidos según la misma técnica. Parece que los gigantes en 
			cuestión no eran más que vikingos. 
 Ya en el siglo XVI el P. Miguel Cabello de Balboa había recogido entre los indios de Chile una nación que contenía la misma referencia geográfica. Pero no se trataba de gigantes, sino de hombres blancos de aspecto sacerdotal llegados, 
 ¿Sacerdotes o gigantes, quiénes podían ser esos marinos que antes del siglo XVI, subían por la costa del Pacífico desde el extremo Sur y desembarcaban en Chile y Ecuador? 
 
			
			Para contestar esta pregunta, 
			basta echar un vistazo al mapa de Martín 
 
			
			Ahora bien: los únicos europeos que conocían la región eran los 
			daneses de Tiahuanacu. 
 Sin embargo, en el Perú como en el Paraguay, el misionero padeció innumerables persecuciones por parte de los indios y, tal vez, también de sus compatriotas paganos. En Cacha, trataron de lapidarlo en Yamquisupa, lo expulsaron brutalmente , como también en Pucará; en Carapucu (Carabuco), donde había bautizado a la hija de Makuri, el príncipe sanguinario que había unificado el país, lo echaron en la cárcel y lo condenaron a una muerte cruel; en Sicasica, metieron fuego al "lecho de esparto" en el cual dormía. 
 Cada vez, escapó gracias a un milagro. Un día, sin embargo, se aventuró hasta la isla del Sol, y llegó el final. 
 Los indios - ¿o los daneses? - lo empalaron y, luego, colocaron su cuerpo en una balsa que "echaron en la gran laguna del Titicaca". Un viento milagroso empujó la embarcación hasta la costa de Cachamarca que se abrió para dejarla pasar por lo que es, desde entonces, el río Desaguadero. 
 La balsa, 
 
			
			El P. Oliva nos da del mismo acontecimiento una versión un 
			tanto distinta: los matadores se embarcaron con el cuerpo que tenían 
			el propósito de abandonar en una isla desierta, pero su bote zozobró 
			en el medio del lago y despareció para siempre. 
 El quinto emperador inca, Kápak Yupanki, mandó una expedición al Titicaca a buscar agua del lago para bautizar a su hijo Inka Roka durante las ceremonias de la fiesta de Thunupa, fiesta ésta que las crónicas, por lo demás, sólo mencionan en esta oportunidad. 
 
			
			El agua "que había sido tocada" por Thunupa se volcaba en un recipiente de oro situado en el medio de la 
			plaza Huacay-Pata, en el Cuzco, donde se le rendían honores. La casa 
			que tenía
			nuestro apóstol al pie de una pequeña colina, cerca del río que se 
			encuentra al entrar en Jauja por el camino del Cuzco, se conservó 
			por orden del emperador. 
 
			Luego, 
			no es yendo para el Perú que Pay Zumé pasó por Chile, como lo 
			escribe en otro lugar el P. de la Calancha, sino, por el contrario, 
			desde el Perú. 
 
			
			 
 
			
			Según sus tradiciones, en efecto, los pies del apóstol - y a veces de 
			sus discípulos - se habían grabado en la piedra, sea en el lugar 
			donde el santo varón había detenido milagrosamente a enemigos que lo 
			perseguían, sea en alguna roca elevada donde solía predicar. (Cf. Lám. VIII). 
 "Huellas de pie" del mismo género abundaban también en Cabo Frío y en el campo de Paraíba, en los alrededores, probablemente a orillas del río del mismo nombre que pasa a unos 60 km al noroeste del lugar en cuestión, donde estaban acompañadas de letras, esculpidas en la piedra, cuyo sentido se desconocía. 
 
			
			El P. 
			Ruiz de Montoya agrega que en el fin de la playa de Santos donde Pay Zumé desembarcó, frente a la barra de San Vicente, se podían ver las 
			huellas que dejó en una roca elevada, a un cuarto de legua del 
			pueblo. El P. Lozano precisa que no estaban grabadas, sino pintadas. 
 
			
			Mencionemos también, según el P. 
			Lozano, los rastros dejados por Pay Zumé a orillas del Iguazú, en el 
			lugar donde se había reclinado "para recrear un poco - sus fatigados 
			miembros". En los alrededores de 
 A los relatos de Ruiz de Montoya y de Lozano, y testimonio del Dr. Lorenzo de Mendoza, obispo de Asunción, que menciona el último, los críticos no faltaron oponer una opinión de peritos que reproduce lealmente P. José Quiroga. 
 Tres geógrafos, el capitán de fragata Manuel Flores, el teniente de navío Atanasio Baranda, el teniente de fragata Alonso Pacheco, habían oído hablar de las huellas del Apóstol Santo Tomás y quisieron dar cuenta de si se trataba verdaderamente de improntas de pie. 
 
			
			Fueron a ver y, a la vuelta, 
			afirmaron que los rastros "ni semejanza tenían de haber sido huellas 
			de hombre". 
 
			
			Cuando las 
			aguas bajaban, sin embargo, se descubrían las huellas de un hombre, 
			grabadas en una de las piedras. Los indios las atribuían a Pay Zumé. 
 Según varios testimonios, entre los cuales el de Julio Ramón César, oficial ingeniero que pasó dieciocho años en el país como miembro de la Comisión de Fronteras, se la llamaba "Gruta del Apóstol Santo Tomás". No tenía nada de especial, ya en aquella época, salvo que el sol entraba por una claraboya. 
 Se creía ver en ella un altar con sus atriles y candeleros, todo de una sola piedra, una sacristía y un pulpito donde predicaba el Apóstol. 
 Esta gruta era, evidentemente, un lugar de culto y el detalle del rayo de sol parece indicar que se trataba de un culto solar, luego anterior o, por lo menos, ajeno a Pay Zumé. 
 
			
			La descripción sugiere 
			un dolmen bípode subterráneo. Tal vez el hecho no carezca de alguna 
			relación con el templo, del que nos habla Lozano y, que se alzaba en 
			el cerro de Nautinguí, cerca de la Sierra de Yvytyrembá. En este 
			Sancta Sanctorum, según los propios términos del cronista, los 
			indios veneraban las osamentas de un tal Urubolí o Urubumorotín: 
			Cuervo Blanco, en guaraní. 
 La primera se debe a Fray Raimundo Hurtada, doctrinante del pueblo, que escribe: 
 El otro testimonio es más preciso. 
 Está contenido en el informe enviado en 1625 al arzobispo Gonzalo de Ocampo por el Licenciado Duarte Fernández, visitador de Calargo: 
 El P. de la Calancha - quien, por su parte, escribe Cantaucaro - precisa que los indios decían que la estrella era la vestimenta del Santo. 
 Se escandaliza de que el Visitador haya hecho picar "una huella tan digna de veneración" con el pretexto de que los indios la adoraban, cuando la cruz que se había colocado en ella habría bastado ampliamente para desterrar toda idolatría. 
 
			
			Y, lo que es más 
			importante para nosotros, reproduce el dibujo que el iconoclasta 
			había incorporado a su informe. (Cf. Fig. 14). 
			 
 
 Notemos de inmediato que no se trata en absoluto de un conjunto incoherente de grabados rupestres de estilo indígena, sino de un cuadro cuidadosamente compuesto que tiene la forma de un escudo francés antiguo de alrededor de 75 cm de alto. 
 Vemos en su centro la huella en cuestión, con dos signos, uno a cada lado, que tal vez sean llaves como piensa Fernández, o también las letras latinas minúsculas d y b; debajo, tres círculos concéntricos y una ancla; y encima, once o doce letras. Las dos primeras pueden ser rúnicas y la penúltima de la primera hilada pertenece indudablemente al alfabeto escandinavo. 
 Pero los dos signos que dominan la huella son x latinas minúsculas, tan claras como sea posible, mientras que los dos grupos J C y el grupo J-C sugieren - pero nada más - la idea de monogramas latinos que simbolicen a Jesucristo. De cualquier modo, el conjunto carece de sentido para nosotros. 
 
			
			Pero se vincula, sin duda alguna, a 
			los daneses de Tiáhuanacu - los indios de la época incaica no 
			conocían el ancla - y muy probablemente al Padre Gnupa: la mezcla de 
			letras latinas y rúnicas, por un lado, y la forma medieval y, más 
			especialmente, francesa del escudo parecen indicarlo. 
 Una o dos plantas de pie grabadas o pintadas en una roca bien visible eran, para los vikingos, el equivalente de las flechas de nuestra señalización caminera. 
 No es nada sorprendente, pues, que rastros de este género, acompañados a veces de signos convencionales incomprensibles para nosotros, hayan sido encontrados en los lugares por donde Pay Zumé había pasado. 
 
			
			Él no los había dejado: los había 
			seguido. Nada extraño tampoco, por lo tanto, en que se los haya 
			encontrado en otras partes y hasta en México. 
 En el curso de una pelea entre dos tribus rivales, los urinsayas y los anansayas, estos últimos habían reprochado violentamente a sus enemigos el haber lapidado a un santo, en otros tiempos, e intentado quemar una cruz que llevaba. Pero ellos, los anansayas, la habían recogido y escondido. Algunos jóvenes se apresuraron a avisar al cura. 
 
			
			Según otra versión, éste se 
			enteró por su sacristán que había obtenido el dato de una mujer 
			"durante una fiesta y borrachera". O también por un indio que 
			esperaba una gratificación. 
 Más aún, prosiguió con las excavaciones en el lugar donde se la había desenterrado y un tercer clavo de cobre apareció, el que se llevó a Charcas. 
 Entre tiempos, se habían soltado las lenguas y los indios ya no habían vacilado en contar lo que la tradición les había enseñado: un santo varón había traído la cruz y la había plantado en la cima de un cerro que los indígenas utilizaban para sacrificios paganos. 
 
			
			Cuando la llegada de los 
			españoles, observando que éstos levantaban cruces en todas partes 
			como símbolos de su toma de posesión del
			país, habían derribado la suya e intentado destruirla. Pero había 
			resistido el fuego y en vano habían tratado de hundirla en el lago: 
			por más que la hubieran cargado con piedras, siempre había vuelto a 
			la superficie. Entonces habían decidido enterrarla. 
 
			
			Y el P. del 
			Techo agrega que nadie había visto jamás, en el Perú ni en las 
			regiones adyacentes, una materia semejante a la de que la cruz 
			estaba hecha y que el P. Ruiz de Montoya suponía que había llegado 
			del Brasil, donde hay árboles de esta especie, a través del Guayrá y 
			el Paraguay. 
 Bandelier que estudió a fondo el problema, inclusive yendo a Carabuco en 1897, nota con razón que las tradiciones indígenas relativas a la cruz y que relatan, no sólo sacerdotes, sino también laicos como Simón Pérez de Torres y Christóbal de Jaque de los Ríos de Mancaned no pueden haber sido inventadas, puesto que perjudicaban a los indios. 
 
			
			El P. Uría , por lo demás, describe dos cuadros, de 
			factura muy primitiva, que ornamentaban la capilla de Carabuco y 
			mostraban que se le había debido someter a tormento, para que 
			revelara donde estaba enterrada la cruz, a la mujer de quien el 
			sacristán del P. Sarmiento había recibido la primera información. 
 
			
			Pues este "pequeño cofre" no podía ser sino 
			un breviario medieval de cierre metálico, como el que Betanzos pone 
			en manos de Viracocha - a quien confunde, ya lo hemos visto, con el 
			predicador cristiano del siglo XIII - y como el que lleva el "Fraile" 
			de Tiahuanacu, estatua ésta que sólo por indicaciones del Padre Gnupa o de alguno de sus compañeros pudo ser esculpida por los 
			indios. 
 Se trata de, 
 
			
			 
			
			 
 Una túnica sin costura, tornasolada e incombustible, hecha de una materia desconocida en la Sudamérica precolombina, no hay sino un objeto que responda a esta definición; la cota de mallas que constituía lo esencial de la vestimenta de combate de los normandos, pero que los vikingos no conocían y que los españoles, que usaban coraza, ya no utilizaban desde hacía tiempo en la época de la Conquista. 
 La que mencionan los cronistas - y es difícil que la hayan inventado, pues, manifiestamente, no saben de qué están hablando - no debía de pertenecer al Padre Gnupa, aunque no faltaban sacerdotes, en la Edad Media, que practicaran el oficio de las armas. 
 
			Pero de seguro había 
			llegado con él. 
 
			
			 
 
			
			La coincidencia de 
			ciertas esculturas de Tiahuanacu y algunas imágenes, en el sentido 
			medieval del término, de la catedral de Amiens nos había llevado a 
			la conclusión de que un enlace entre Europa y el Altiplano había 
			tenido lugar a mediados del siglo XIII. Ahora sabemos que existió. 
			Inclusive tenemos algunas informaciones precisas sobre el personaje 
			que lo realizó. 
 
			
			En su recorrido, tropezó con serias resistencias: ni los 
			descendientes paganos de los vikingos ni los indígenas podían 
			aceptar de buena gana dogmas y, sobre todo, costumbres que 
			contradecían sus creencias y trastornaban su modo de vivir. Al 
			juzgar por los resultados, logró, sin embargo, a pesar de las 
			dificultades, imponerse en el Altiplano. 
 
			
			Tal vez, inclusive, hayan 
			agrupado bajo el nombre de un personaje único, convertido en mito, a 
			varios predicadores distintos y hasta sucesivos. Uno de ellos, de 
			cualquier modo, llegó al Perú en la segunda mitad del
			siglo XIII, después de la construcción del portón central de la 
			catedral de Amiens: el padre de Manko' Kápak lo conoció, y esto 
			basta para demostrarlo. 
 
			
			De ser así, el mapa 
			de Martín Waídseemüller permanecería, por lo demás, inexplicable, 
			como también el Tapiz de Ovrehogdal donde figuran llamas. Por lo 
			tanto, es lógico pensar que fueron los vikingos de Tiahuanacu los 
			que retomaron contacto, en un momento dado, con Europa. 
 
			Pero sí sabemos que el 
			camino que siguió nuestro misionero por el Guayrá y el Paraguay no 
			había sido trazado por él y, más aún, estaba destinado a permitir el 
			acceso al océano desde Tiahuanacu más bien que a Tiahuanacu desde el 
			océano, puesto que las "flechas indicadoras" de su señalización 
			- las 
			huellas grabadas o pintadas - en varios puntos de la costa, se 
			dirigían hacia el mar. 
 
 
 IV. Los Caminos del Paraíso 
 
 1. El imperio de Tiahuanacu 
			 
 
			Esta laguna proviene 
			de la deformación sistemática que los incas habían impuesto a la 
			historia. Querían hacer olvidar a su súbditos la derrota de la isla 
			del Sol y la destrucción del imperio de sus antepasados. Todo debía 
			haber empezado el día que, hacia 1300 los sobrevivientes de la gran 
			batalla, refugiados en la montaña, habían retomado El Cuzco y, en el 
			marco del nuevo imperio, sacado a las poblaciones andinas del caos y 
			la barbarie. 
 
			Sólo con Manko 
			Kápak la historia adquiría consistencia. 
 Por lo demás, Sarmiento de Gamboa nos habla, sin precisar su cronología, de un reino colla cuyo soberano, Chauchi Cápac, mandaba en un territorio que se extendía desde 100 km al sur del Cuzco hasta Arequipa y Atacama, en el norte de Chile, y, al este, hasta las montañas que dominan los Moxos. 
 No sabemos quién era Chauchi, pero su título", Kápak, es escandinavo (del norrés kappi, hombre valeroso, héroe, campeón, caballero) y es el mismo que llevarán los emperadores incas. También se lo llamaba, por otro lado, Colla Cápac - algo como Príncipe de los Collas - y se trataba tal vez del jefe local que los vikingos se subordinaron. 
 
			Pero el 
			imperio de Tiahuanacu se extendía mucho más allá del reino colla 
			que, probablemente, sirvió de base para las conquistas ulteriores. 
			Bastaría para probarlo el hecho de que la ciudad del Cuzco, en 
			territorio quichua, le pertenecía. 
 Notemos, sin embargo, con las reservas del caso, que el Mallku (rey) Takuilla habría llegado, con sus ejércitos, hasta el norte del Ecuador y, en Colombia, hasta la frontera de la actual Venezuela, mientras que, en el sur, habría alcanzado Coquimbo, en Chile. Por otro lado, habría penetrado en las llanuras del Amazonas y del Paraguay y a él se debería el nombre de Tumuk-Humak dado a un macizo montañoso de la meseta brasileña, a 300 km, a vuelo de pájaro, al norte de las bocas del Amazonas y a 200 km del mar. 
 Es mucho para un solo monarca. Pero bien podría tratarse de una atribución mítica de las conquistas efectivamente realizadas, con tropas aymaráes, por los Hombres del Titicaca. Sabemos, por otro lado, que los daneses controlaban el imperio chimú y el reino de Quito que habían fundado. 
 
			De seguro 
			había por lo menos contactos entre Tiahuanacu y estos dos centros y 
			tal vez cierta unidad política. 
 El texto, siempre muy preciso, del cronista mestizo no deja ninguna duda al respecto. 
 Manko no trazó de ninguna manera estas rutas: 
 
			Y emplea exactamente las mismas palabras en lo 
			que atañe a las otras direcciones. 
 
			Estaba limitado, al 
			oeste, por el Pacífico y comprendía, al este, el Tucumán, vale decir 
			todo el noroeste de la actual Argentina hasta Córdoba, y las 
			actuales provincias bolivianas del Beni, Santa Cruz y Tarija. 
 En efecto, confunde Santa Cruz, entonces llamada Provincia de los Moxos, con el territorio de los musus (o de los mosos, puesto que, en quichua, la o y la u constituyen una sola vocal). 
 Nos dice que, para alcanzar esa región, Yupanki siguió el curso de un gran río cuya fuente se encuentra al este del Cuzco, el Amarumayu. 
 
			Sabemos, 
			nosotros, que el Amarumayu - hoy día, el Madre de Dios - es un 
			tributa - río del Beni, afluente del Madeira que desemboca en el 
			Amazonas al este de Manaos. La región que podía alcanzar el 
			emperador Yupanki por el Amarumayu es, por lo tanto, el Beni y no la 
			Provincia de los Moxos, situada más al sur. 
 De ahí que Yupanki hiciera cortar una gran cantidad de árboles de la zona. 
 Con esos troncos, el emperador mandó construir, lo cual exigió dos años, balsas capaces de llevar treinta, cuarenta o cincuenta hombres, más el abastecimiento colocado, en el centro de cada embarcación sobre una plataforma ligeramente levantada. 
 
			La 
			"flota", con diez mil hombres, descendió por el río hasta la 
			provincia de Musu. 
 Si la aplicamos a un itinerario qué siga el Amarumayu, nos lleva mucho más allá de este río y del Beni, muy abajo en el curso del Madeira. Pero ninguno de estos cursos de agua se acerca, ni de lejos, a los 33 km de ancho. 
 En Sudamérica, sólo el Amazonas alcanza, antes dé su desembocadura, dimensiones de este orden. Ahora bien: a unas 200 leguas al norte del Cuzco, encontramos el Marañón, vale decir el Alto Amazonas, que tiene, en Iquitos, si no 33 km, por lo menos una buena docena y más aún. 
 
			El Camino Real llega hasta él, en Jaén y hay en la región 
			ruinas incaicas, y hasta preincaicas como las de la ciudad que 
			descubrió, en 1954, cerca de Chachapoyas, la expedición von Hagen. 
 No cabe ni la menor duda, por lo tanto, de que fue por el Amazonas que Yupanki trató, vanamente, por lo demás, de alcanzar la provincia de Musu. 
 Pero, al tomar este camino, no hacía, una vez más, sino seguirles el rastro a sus antepasados. Las inscripciones de la Piedra Pintada, entre otras, prueban que los vikingos frecuentaban la región. Inclusive nos podemos preguntar si, en 1290, no tenían en ella algunos establecimientos que, cortados de su base, subsistieron durante cierto tiempo, totalmente aislados. 
 Según el coronel Fawcett, que no da sus referencias, las tradiciones indígenas de Bolivia indican que los musus, en la época de las grandes invasiones, se hicieron rodear por sus tribus vasallas más salvajes, con orden de matar a quienquiera tratara de penetrar en su territorio. 
 
			Tal vez, por otro 
			lado, no sea mera casualidad que el nombre de musu (o moso)
			aplicado a una región donde las tierras y las aguas nunca están 
			estrictamente separadas, se parece tanto a mose, pantano en danés. 
 En 1535, apenas llegado al Perú, Hernando Pizarro enviaba a Pedro de Candia a buscar el Reino de Ambaya y la capital, Manoa, del Gran Paytiti, emperador de los musus; luego a Pedro Anzures, en 1539; en fin a su propio hermano, Gonzalo, y a Orellana, en 1541. 
 Todas estas expediciones se dirigieron hacia la Amazonía que Orellana fue el primero en cruzar, por el río, de parte en parte. Pero no encontraron nada que se pareciera a la Tierra del Oro que estaban buscando. 
 Parece que uno de los orígenes del mito de El Dorado fue una ceremonia religiosa de los indios de Guatavitá, en Colombia, en el curso de la cual, cada año, el príncipe local, cubierto de polvo de oro, se bañaba en el lago vecino en homenaje al Dios-Sol. 
 
			Sin 
			embargo, fue por una tribu tupinambá - tupí-guaraní - que, en 1539, 
			después de cruzar la Amazonia en su ancho máximo en busca de la 
			tierra del "Gran Antepasado", llegó al Perú que los españoles 
			recibieron confirmación de la ciudad de los palacios de oro. 
			Dedujeron que ésta se encontraba en las selvas orientales de donde 
			venían los indios, mientras que éstos, en realidad, habían 
			emprendido su extraordinaria marcha hacia el oeste para alcanzarla. 
 Los indios les contaron que al oeste, más allá del Chaco, se encontraba el imperio del Gran Moxo (Mojo, según la actual ortografía española), el Candiré cuya capital estaba situada en una isla, en medio de un lago inmenso. 
 En Puerto de los Reyes, sobre el Alto Paraguay, Hernando de Ribera oyó hablar de "ciudades con casas de piedra poblada de gente vestida", situadas al noroeste, vale decir exactamente en el Perú, a orillas de una grandísimo lago. 
 Llamas, evidentemente, lo cual bastaría para identificar el Perú. 
 
			La capital de la isla, cuyos 
			templos y palacios estaban cubiertos de oro, Barco de Centenera nos 
			la describe abundantemente, en 1602, con el palacio del Gran Moxo, 
			la fuente y sus cuatro gruesos caños de oro, la imagen del Sol, de 
			oro, y la de la Luna, de plata, etcétera. 
 El misterioso imperio se desplazó entonces hacia el Alto Paraguay, al norte de Puerto de los Reyes y al sur de la Laguna de los Xarayes - en realidad un inmenso pantano del actual Mato Grosso brasileño - en la cual tanto el Paraguay como el Amazonas habrían nacido. La isla se hallaba al sur de la laguna y los cartógrafos jesuitas le dejaron el nombre que le daban los indios: Isla del Paraíso. 
 
			Pero jamás se la encontró fuera de los mapas de la 
			época. 
 Los españoles, que no lo ignoraban puesto que ya ocupaban el Perú, supusieron que la isla del Paraíso estaba poblada de incas que se habían refugiado en ella cuando la Conquista. 
 ¿Por qué no pensaron en el Lago Titicaca y la isla del Sol? 
 La respuesta a esta pregunta es sencillísima: el lago no fue descubierto sino hacia 1540, después de las grandes expediciones en las selvas del Nordeste. Por otra parte, se creía entonces, ya lo hemos visto, que el Río de la Plata y el Amazonas nacían de un mismo gran lago situado entre las respectivas bacías de los dos ríos, en algún lugar en la dirección donde se encontraban Guatavitá y también el imperio de los musus al que pertenecían, tal vez las "ciudades perdidas" que, desde aquel entonces, se buscan en vano. 
 
			Espontáneamente, los distintos relatos 
			se fusionaron poco a poco en un mito único: el de la isla de los 
			palacios de oro, en medio del lago del Dorado. 
 Pay, ya lo sabemos, significa sacerdote, en guaraní, y Titi parece ser una variante de Ticci o Ticsi: por lo demás, una forma más cercana de Ti, raíz de Tiwaz, nombre del Padre del Cielo en antiguo germánico, que la que se encuentra en Kon Ticsi Huirakocha, el Dios Blanco de la religión incaica. 
 Una forma más primitiva, también, probablemente, puesto que es ella la que figura en el nombre del lago sagrado de los Hombres de Tiahuanacu, el Titicaca * y en el de - una dinastía pre-incaica que nos han conservado las tradiciones aimaraes del Kollasuyu, la de los Mallku Titi. 
 
			Quizá se equivoque 
			Thor Heyerdahl cuando ve en
			Titi, como en Tiki, una deformación polinesia de Ticsi. Antes bien, 
			parece que Titi sea la forma originaria - repetición, al modo de los 
			idiomas amerindios, del Ti germánico - de la cual salieron el Ticsi 
			incaico y el Tiki oceánico. 
			
			 
			
			 
 
			
			Queda 
			por saber si se trataba sólo de contactos esporádicos o si el 
			Paraguay y el Guayrá constituían una marca del imperio. 
 
			
			 
			 
 Una de estas rutas, de 4.056 km' bordeaba la costa, de Tumbes, en el norte del Perú, a Talca, en Chile. 
 
			La otra, de 5231-km, partía de Quito, seguía la línea del 
			Altiplano de la Cordillera de los Andes, a veces a más de 5000 m de 
			altura, hasta el lago Titicaca, alrededor del cual se desdoblaba, 
			luego el río Desaguadero hasta el lago Poopó cuya costa oriental 
			bordeaba, se inclinaba hacia el este para alcanzar a Potosí y 
			Tarija, continuaba hacia el sur por Jujuy, la Rioja y San Juan y 
			luego, hacia el oeste, llegaba a Mendoza, se internaba en la 
			Cordillera por el Puente del Inca y se unía, en Santiago de Chile, a 
			la ruta costera. 
 Bordeado de murillos, pavimentado en los tramos de tierra blanda, tallado en la roca, a menudo en escalera, en la montaña, con túneles - uno de los cuales, el del Apurimac, mide 230 m de largo - y asentado en terraplén en las zonas pantanosas, estaba tan sólidamente construido que la expedición von Hagen, en 1952-54, pudo seguirlo, en camión o a caballo, en casi todo su recorrido peruano, a pesar del estado de abandono en que se encuentra desde la Conquista. 
 En toda su extensión, había, de distancia en distancia - de 2,5 a 4 km - una posta donde dos chasquis - dos corredores - siempre estaban listos para trasportar un mensaje hasta la estación siguiente, a 20 km por hora, y, cada 6 a 25 km según las dificultades del camino, un tampu, un albergue donde los viajeros y sus recuas de llamas podían pasar la noche. 
 Todo deja suponer que los incas se habían limitado a restaurar, no sin ampliarla, una red caminera anterior, debida a los daneses de Tiahuanacu. 
 La expedición von Hagen descubrió, en la Península de Paracas, al noroeste de lea, el rastro de un camino de 3 m de ancho que conducía de la ruta costera a las cuevas donde fueron halladas las momias rubias de Hombres del Titicaca y que parecía mucho más antiguo que el Camino Real. 
 
			Luis de 
			Monzón, corregidor de Huamanga (hoy, Ayacucho), en el centro del 
			Perú, escribía por lo demás, en 1586, que los indios ancianos decían 
			que, según sus tradiciones ancestrales, los viracochas, mucho antes 
			de los incas, hacían construir por los indígenas caminos anchos como 
			una calle, bordeados de murillos y provistos de casas en las etapas. 
 
			Nada más normal, pues los incas, salvo cuando su expedición 
			fluvial contra los antis, nunca fueron más allá. Inclusive habían 
			construido, en esta frontera, para defenderse de las incursiones 
			guaraníes, una línea de fortalezas que los españoles descubrieron en 
			el siglo XVI y de la cual subsisten todavía algunos restos. 
 Había otros más. 
 
			El 
			coronel Fawcett que recorrió la zona en cuatro oportunidades, entre 
			1906 y 1913, señala la existencia, en la provincia boliviana de 
			Caupolicán, de un camino pavimentado de 10 pies de ancho (unos 3 m) 
			que iba de Carabaya al borde del río Beni, en la llanura de los 
			Mojos. 
 
			
			 
			 
 Si nos trasladamos, en efecto, del Perú a los territorios guaraníes, encontraremos caminos de otro género, pero no menos construidos por el hombre. Reproduzcamos aquí lo que dice al respecto el historiador y antropólogo paraguayo Moisés Bertoni: 
 Pareja, en guaraní - Parehá, según la ortografía moderna - significa posta y correo. 
 El primer problema que se nos plantea es el de saber si esta red, acerca de la cual Bertoni no nos da sino indicaciones muy generales de las que precisaremos algunas más adelante, provenía realmente de los guaraníes. Lo podemos dudar, por tres razones. 
 En primer lugar, como muy bien lo dice el historiador paraguayo Cardozo, éstos, 
 
			Lo cual, entre paréntesis, indica que los guaraníes conocían los 
			metales que no trabajaban, luego que estaban en contacto con un 
			pueblo que lo hacía, vale decir, pues era el único, con el del 
			Altiplano. 
 Es altamente improbable, por lo demás, que los guaraníes hayan jamás constituido una confederación. Todo lo que sabemos de ellos, y hasta el nombre que se daban - guaraní significa guerrero - indican que sus tribus cultivaban asiduamente el arte de la guerra. Es ésta nuestra segunda razón de dudar de que se les pueda atribuir una red caminera tan compleja. 
 Más todavía: el P. Cataldino nos cuenta que los indios no utilizaban nunca el camino principal que iba de la costa del Atlántico a la desembocadura del Iguazú, 
 
			Más probablemente por tratarse de un 
			Cancino "oficial" reservado, anteriormente, a los vikingos y a sus 
			correos. 
 
			Ahora bien: los 
			guaraníes no tenían ninguna, ni alfabética, ni ideográfica, ni 
			mnemónica siquiera. Por lo tanto, si no los caminos, por lo menos la 
			posta había sido creada por otro pueblo que disponía de algún medio 
			de trasmisión del pensamiento. La red de senderos herbosos que 
			cubría el Paraguay propiamente dicho, el Guayrá y los actuales 
			estados brasileños del Sur debía, pues, de haber sido construida por 
			un pueblo civilizado. 
 Tenemos, en lo que atañe al primero, algunos datos precisos. Era, en efecto, según los cronistas jesuitas, el que había tomado Pay Zumé para llegar al Paraguay y las tradiciones indígenas lo recordaban; sin hablar, hasta hoy, de la toponimia. 
 Los jesuitas, por lo demás, habían encontrado algunos de sus tramos que nos describen las Cartas Aminas resumidas por el P. Lozano: 
 Y más adelante: 
 Nadie, por lo demás, ha puesto jamás en duda la existencia de este camino. 
 Jiménez de la Espada, aun él, adversario sin matices de las tradiciones recogidas por los jesuitas, no vacila en darnos, al respecto, un testimonio tanto más precioso cuanto que proviene de un escéptico: 
 
			Por lo tanto, aún 
			existían, en el siglo XIX, caminos del tipo de los que describen las 
			Cartas Annuas. 
 De allá, se desviaba hacia el oeste y luego hacia el noroeste, pasaba por las actuales ciudades de Ourinhos, donde cruzaba el Paranapané (hoy, Paranapanema), Cambaré y Procópio, atravesaba el río Tibagí, alcanzaba a Londrina y, por Apucarana, después de franquear el Huybay (hoy en día Ivai), la villa que se llama aún hoy Peabirú. Seguía después, en dirección sur-sudoeste, hasta la desembocadura del Iguazú. 
 O sea, a vuelo de pájaro, un recorrido de 1000 km. 
 
			El P. 
			Lozano habla de "más de 200 leguas", vale decir de más de 1100 km, 
			lo cual
			coincide perfectamente. Este camino .es, tan lógico que es hoy en 
			día, grosso modo, el que sigue, hasta Maringá, la vía de ferrocarril 
			Santos-Guayrá. De ser cierto que improntas de pie se encontraban en 
			el valle del Paraíba, el camino en cuestión debía de prolongarse, 
			hacia el norte, hasta el puerto actual de Sao Joáo da Barra, a unos 
			30 km del Cabo Santo Tomé. 
 Antonio de Pinelo lo menciona en su obra El Parayso en el Nuevo Mundo, escrito en 1636, que cita Jiménez de la Espada: 
 
			La Conquista espiritual es de 1639. El mapa en cuestión era, por lo 
			tanto, anterior a esta fecha. 
 
			Constituía una escala 
			obligada para los buques que iban al Río de la Plata. Núñez Cabeza 
			de Vaca desembarcó en el lugar y mandó a uno de sus lugartenientes, 
			Pedro Dorantes, con algunos arcabuceros, a reconocer el "camino de 
			tierra firme" que debía de conducirlo a Asunción. 
 Con 250 hombres y treinta caballos, Núñez Cabeza de Vaca desembarcó al norte del Itabuco. La columna pasó sucesivamente por las aldeas de los caciques Cipopay, Añanirí y Tocaguazú. 
 
			Llegó a las 
			fuentes del Iguazú y, luego, del Tibaxiva (Tibagí) y del Tacuarí, en 
			cuya orilla encontró la aldea del cacique Abangoby, y, unos días más 
			tarde, entró en el pueblo de Tocangucir donde el piloto tomó la 
			altura: 24° 30' de Latitud Sur. 
 En 1607, Hernando Arias de Saavedra, gobernador del Río de la Plata, recomendaba al Rey de España el poblamiento de las provincias de Santa Catalina y Santa Cruz, camino éste, 
 Agregaba, en otra carta del mismo año, que al adoptar este camino, 
 Estos dos caminos, el del norte - el Peabirú - y el del sur, preferido por los españoles porque, contrariamente al primero, no cruzaba territorio portugués, los conocemos, por lo tanto, en sus líneas principales por testimonios precisos. 
 Sabemos, sin embargo, mucho más, lo vamos a ver, gracias a nuestro descubrimiento de un mapa precolombino - más exactamente, un portulano - respecto del camino que conducía de la desembocadura del Iguazú a Paraguaí, la actual Asunción. Pero, antes de abordar este punto, debemos señalar que la elección, como puertas de acceso al Guayrá, del Golfo de Santos y de la isla de Santa Catalina era perfectamente lógica. 
 
			Por un lado, se 
			trataba de radas bien abrigadas; por otro, la excelente bahía de Paranaguá que utilizaron más tarde españoles y portugueses está 
			rodeada por las montañas de la Sierra de Curitiba, lo que habría 
			planteado a la "Vialidad" precolombina problemas de difícil 
			solución. 
 Esta contradicción geográfica resulta comprensible si pensamos que los vikingos, llegados del este, se habían establecido al oeste de los territorios guaraníes y que los indios conocían perfectamente la existencia de los pueblos civilizados del Altiplano y, en particular, lo indica la mención de un lago y una isla, del de Tiahuanacu. 
 Fue por los indígenas de la isla de Santa Catalina que Alejo García oyó hablar de Potosí y de sus minas de plata, y fue en la costa que se le indicó el camino a seguir. O uno de los caminos: tal vez no sea por casualidad, en efecto, que Ivai, el nombre del curso de agua por el que bajaron Salazar y Trejo y cerca del cual se encuentra la villa de Peabirú, significa "Río del Paraíso". 
 
			Ahora 
			bien: la isla del Paraíso era para los españoles, ya lo hemos visto, 
			uno de los avalares del Dorado. 
 
			
			 
			 
 
			Le 
			vamos a dedicar íntegramente nuestro próximo capítulo, en el cual 
			veremos que la mítica "Confederación guaraní" no tenía nada que ver 
			en el asunto. Pero no podemos esperar para hablar del mapa que 
			encontramos allá. 
 Dos de estas rectas, casi verticales, se prolongan mutuamente, con una ligera distorsión angular. Las otras cuatro se abren en abanico a la izquierda de las anteriores (cf. Lám. IX y Fig. 15). 
 En un primer momento, se podría pensar en un sistema planetario, pero esta hipótesis no resiste el menor análisis, pues el petroglifo en cuestión no corresponde ni a la realidad del cosmos tal como lo conocemos, ni a la imagen que podían hacerse del cielo los astrónomos pre-copernicanos, fueran ignorantes o sabios. Dicho con otras palabras, la figura no se parece a nada. 
 
			Sí: se parece a 
			
			un portulano. 
 Los de Roma eran a menudo un tanto más complejos y representaban, siempre en forma de líneas rectas, los cambios de dirección y las ramificaciones de las famosas calzadas. 
 El sistema se aplicó, en la Edad Media - y tal vez no fuera novedad - a los mapas marítimos. De ahí el portulano, o "mapa de rumbo", cuyo más antiguo ejemplar conocido figura en él Historia eclesiástica de Adán de Bremen, que data del siglo XI. 
 
			Las direcciones y las distancias - estas últimas calculadas en días de navegación 
			- son indicadas por 
			líneas rectas que salen de un centro. Los incas, al contrario de los 
			aztecas que utilizaban mapas clásicos, recurrían al mismo 
			procedimiento para situar, con respecto al Cuzco, las cuatro 
			provincias de su imperio. 
 
			Aquí, nos dimos cuenta 
			de inmediato que el grabador del portulano había procedido como 
			estos últimos. 
 
			 
 
			
			 
 Si tomamos en cuenta las vueltas que imponen los accidentes del terreno, las distancias relativas son correctas. 
 
			Las direcciones están indicadas como una aproximación que 
			no tenían los mapas españoles del siglo XVIII. Y los caminos 
			correspondientes - "caminos naturales", dice el mapa del Instituto 
			Geográfico Militar Argentino - existen aún hoy, por lo menos en gran 
			parte. 
 
			Situado en el centro geográfico del 
			Oriente paraguayo, a igual distancia de los dos grandes ríos que 
			rodean en tres de sus lados, su portulano indicaba la ruta del Guayrá y el Atlántico, la de Cerro Morotí que debía de ser entonces 
			una villa importante, y la de Asunción punto de partida de los 
			caminos que llevaban al Perú. 
 Días de Guzmán, al describirnos el itinerario de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, precisa que el gobernador, a partir de la desembocadura del Iguazú, 
 
			Era ésta la ruta normal para 
			alcanzar a Asunción desde el Guayra" 
 
			
			 
			 
 Paraguaí era, en efecto, antes de la Conquista, el centro de comunicación más importante de la América del Sur oriental, de donde partían, acabamos de verlo, el camino que, por Yvytyruzú, se dirigía hacia la costa que alcanzaba en dos puntos, de fácil acceso por vía terrestre, donde los buques de alta mar encontraban una rada segura; el Golfo de Santos y la isla de Santa Catalina; el (camino?) que orillaba el río Paraguay, en particular hacia el (norte?) y el que seguía el curso del Pilcomayo - aún existe en parte - y llegaba a Potosí y, más allá, al Lago Titicaca, en un punto muy cercano a un pueblo que, notable coincidencia, se llama Guaki o Guayki. 
 
			Sin hablar del río que 
			desembocaba, al sur, en el Río de la Plata y permitía, al norte, 
			alcanzar los Xarayes, en el actual Matto Grosso. Este último detalle 
			reviste para nosotros una especial importancia, pues era por el 
			norte que pasaban las rutas que los españoles siguieron para ir del 
			Paraguay y, por lo tanto, del Atlántico al Perú. 
 Este verdadero ejército subió a lo largo del Paraguay hasta un promontorio - el Pan de Azúcar - que dominaba el río en el lugar que más tarde se llamará San Fernando, unas leguas al sur de Santa María de la Candelaria. 
 
			Desde 
			allá, atravesando la provincia de Santa Cruz, alcanzó los 
			contrafuertes de los Andes y penetró en territorio incaico hasta 
			Tomina y Tarabuco. Pero los charcas, vasallos de los incas, los 
			rechazaron. García tuvo que emprender la vuelta. El y sus compañeros 
			españoles fueron muertos, en el Paraguay, por los indígenas. 
 Este, con unos 170 hombres, subió por el Paraná y, luego, por el Paraguay hasta la Candelaria donde encontró a un indio, antiguo esclavo de Alejo García, que prometió llevarlo a la Sierra de la Plata, vale decir a Potosí. 
 
			Con 137 hombres, el Alguacil Mayor 
			se lanzó a través del Chaco. Alcanzó el Alto Perú, juntó un 
			considerable botín de oro y plata, pero tropezó con fortalezas - probablemente las que los incas habían edificado después de la 
			incursión de Alejo García - y, atacado por los indios, desapareció 
			para siempre. 
 Citemos aquí la relación anónima de uno de los miembros de la expedición: 
 
			Por lo tanto, se 
			trataba de un camino trazado que las lluvias de verano - la 
			expedición había tenido lugar en febrero - habían hecho 
			intransitable. Irala tuvo que volverse, no sin haberse enterado, por 
			los indios de la región, de cuál había sido la suerte de Ayolas. 
 
			Subió por el Paraguay hasta el lugar donde 
			fundó Puerto de los Reyes y, luego, penetró en la selva, hacia el 
			oeste, por un sendero que debía conducirla a la Sierra de la Plata. 
			Pero sus víveres se agotaron en pocas semanas y, sin medio alguno de 
			renovarlos, Núñez tuvo que retroceder y volvió a Asunción. 
 
			
			 
			 
 
			Se 
			trata sin duda alguna de una recopilación de datos de fuentes 
			diversas, como lo prueba la ortografía portuguesa - Taquarí - del 
			nombre del río Tacuarí, afluente del Paranapané. 
 
			Notamos, en efecto, que el Marañón - el Alto Amazonas 
			- lleva, en este mapa, el nombre del primer 
			navegante español, Orellanada, que lo recorrió, pero que este nombre 
			está escrito Oregliana, al modo italiano. 
 
			 
 
			
			 
 El Guayrá aún se conoce bastante mal: los jesuitas apenas si empiezan a explorarlo con el propósito de instalar futuras reducciones, lo que harán unos años más tarde. 
 Sólo se ven tres de los cuatro cursos de agua principales que nacen en la provincia y desembocan en el Paraná: 
 
			Falta el Ivaí, cuya importancia hemos 
			señalado más arriba. 
 
			Pero hay cuatro 
			excepciones que sólo resultan comprensibles en el marco de nuestro 
			estudio. 
 Estas dos últimas palabras, por lo demás, tienen la misma raíz. Precisemos que, en aquel entonces, se escribían constantemente la b y la v una por otra y que, en escritura rúnica tardía, la k y la g se expresaban con el mismo carácter. En fin, la w, para representar el primer sonido v no nos debe sorprender. Había, en aquel tiempo, varios jesuitas austríacos en la provincia del Río de la Plata. 
 
			Probablemente uno de 
			ellos colaboró en la confección del mapa. Tenemos, pues: Señal del 
			Camino o Ángulo del Camino: el lugar donde el camino del Perú gira, 
			en efecto, del norte al oeste. 
 En las trascripciones de la época, la h aspirada se escribía generalmente g. La otra palabra, Tocanguzir, es danesa. Viene de toga, genitivo plural de tog, expedición - la n es evidentemente fonética, como en Abangobi - y husir, nominativo plural de hus, casa. Significa, pues, "Casas de las Expediciones". La forma de estos dos vocablos unidos bastaría para excluir toda posibilidad de que se tratara de danés moderno. 
 En el siglo XVII, hacía tiempo que las declinaciones habían desaparecido. Tocahusir, por lo tanto, es indiscutiblemente un vocablo norrés. 
 Mencionemos que Weibingo, Tocanguzir y Abangobi están acompañados de un mismo signo: un pequeño círculo que no se halla en ningún otro lugar del mapa y que simboliza, pues, algo distinto a todo lo demás. Desgraciadamente, no sabemos qué a ciencia cierta. A lo más podemos suponer que se trata de aldeas. 
 
			El signo que representa las villas españolas está
			constituido, en efecto, de un círculo idéntico y de los dos 
			campanarios de una iglesia que lo rodean y dominan. 
 Se trataría, ya lo hemos visto, del nombre de un cacique cuya tribu estaba establecida a diez días de marcha del río Tacuarí donde, efectivamente, en dirección al Pequirí, el mapa lleva la inscripción. Confundir una tribu, su ¿efe y su aldea, esto no tiene nada de sorprendente por parte de un español recientemente desembarcado que lo ignoraba todo del guaraní y estaba acostumbrado a ver a los nobles de Europa usar nombres de tierra. 
 El mismo fenómeno se produce cuando Cabeza de Vaca menciona al cacique Tocanguazú (su secretario, Pedro Hernández, escribe: Tocaguazú), hallado entre Santa Catalina y las fuentes del Iguazú. Cosa rara, el cartógrafo jesuita hace de Tocanguazú el nombre del Paranapané. 
 
			Para 
			quien mire un mapa exacto (cf. Mapa al final del volumen), la 
			explicación de este doble error es sencillísima: hay, en el Guayrá, 
			dos ríos Tacuarí. Uno es un afluente del Paranapa-nema el otro, un 
			tributario del Tibagí. Núñez Cabeza de Vaca se refería a este 
			último. Pero el autor del mapa de 1609 lo confundió con el primero. 
			De ahí un desplazamiento hacia el norte que explica igualmente el 
			nombre de Tocanguazú atribuido equivocadamente al Paranapanema. 
 
			¿Pero por qué haber dado este nombre a un río? 
			Simplemente porque se parecía a Iguazú y que un curso de agua así 
			denominado debía hallarse en la región, mientras que el verdadero 
			Iguazú estaba mucho más al sur. 
 
			Tocaguazú viene de Tocahuasi 
			que viene de Togahusir que ya hemos encontrado. El mismo nombre, con 
			dos formas distintas, de la cual una es directamente norresa 
			mientras que la otra muestra la influencia sucesiva del quichua y 
			del guaraní, se halla, pues, dos veces en el mapa jesuítico. 
 El sonido th no existe en guaraní, lengua en la cual el término llegó a los oídos del cartógrafo. 
 
			Notemos que el Parlamento noruego se llama, aún hoy, Storting. 
 
			 
 
			
			 
 La construcción, por cierto, era distinta, como lo era la naturaleza del terreno. 
 
			En la selva 
			tropical, una ruta pavimentada hubiera sido rápidamente destruida 
			por el empuje de las raíces. Merced a su ingeniosa técnica, los 
			daneses habían sabido resolver, en el Paraguay y en el Guayrá, un 
			problema difícil que no se planteaba en el Altiplano. 
 
			En el globo 
			terráqueo construido por Vulpius en 1542 (cf. Fig. 17), la costa de 
			Santa Catalina lleva, en efecto, el nombre revelador de Costa Doñeo, 
			vale decir muy exactamente, en el latín de la época, Costa Danesa. 
 
			
			 
			 
 Llegados al Perú a través de Venezuela y Colombia, los daneses no habían tardado en establecer una vía de comunicación más cómoda con el Atlántico y, por el Atlántico, con Europa de donde provenían. El Amazonas, por cierto, era utilizable, y lo empleaban. 
 Pero el clima debía de hacerles muy penosa la navegación por este río ecuatorial. Por el sur, el itinerario era más largo, pero más agradable. 
 
			Más seguro, también, 
			probablemente. Los españoles lo adoptaron, más tarde, por las mismas 
			razones. 
 
 
			
			 
			
			 
 
			
			Tiene la forma de una media 
			luna y sus puntas norte y sur están orientadas hacia el este. En el 
			centro de la apertura que éstas dibujan está situada una gran roca 
			de unos 30 m de alto, llamado Cerro Polilla o Cerro Pelado, que 
			constituye una especie de avanzada del conjunto. 
 
			
			Las dos paredes 
			están unidas por un pequeño túnel que se abre en el fondo de una 
			gruta natural situada al oeste. En la cima de la roca, se ve una 
			especie de altar tallado, de mano de hombre, en la piedra. La pared 
			occidental del bloque, el interior de la gruta y los dos lados de la 
			salida oriental del túnel están cubiertos de dibujos y de 
			inscripciones. 
 El coronel Fawcett menciona, por referencia, en sus notas de viaje de 1910, las inscripciones, redactadas en un idioma desconocido, cuya existencia se le señalaba cerca de Villa Real: simple lapsus, puesto que no existe ninguna ciudad con este nombre en el Paraguay. 
 Pero, en aquella época, hacía tiempo que el área se había convertido en un coto de caza de los guayakíes, sólo accesible para expediciones fuertemente armadas. No hace más de unos cuarenta años que se la puede otra vez recorrer sin peligro, por lo menos cuando las inundaciones crónicas de la estación de las lluvias no la aíslan. 
 Nada, sin embargo, se ha publicado acerca de los dibujos e inscripciones de la roca, salvo, en el diario La Tribuna de Asunción, un breve artículo del Dr. Ramiro Domínguez que habla de símbolos guaraníes y de caracteres latinos. Su autor tuvo a bien mostrarnos algunas fotografías del Cerro y lo que vimos en ellas nos hizo dudar respecto de su interpretación. 
 
			
			Valía la pena ir allá y 
			mirar de más cerca. 
 
			
			Su revelado hizo aparecer, con gran 
			sorpresa nuestra, dos drakkares, imposibles de confundir - hay 
			cuatro, en realidad - que permanecían invisibles a simple vista, y 
			unas quince inscripciones poco legibles pero indiscutiblemente 
			rúnicas. 
 
			
			¿Pero cómo resolver el problema de las avispas? No 
			queríamos, de ninguna manera. tomar la responsabilidad de 
			destruirlas con alguna fumigación: es gracias a ellas que el sitio 
			ha quedado protegido de los graffiti con los cuales los niños, los 
			enamorados y los turistas no habrían faltado en cubrir las 
			inscripciones. 
 Acabaron encontrando, en Asunción, un producto fumígeno destinado a adormecer las abejas y, gracias a su empleo, pudieron efectuar el relevamiento, no sólo en el exterior, sino también en la gruta que hubo, previamente, que limpiar con machetes, pues innumerables nidos la llenaban casi completamente. 
 
			
			Lo cual hicieron con guantes, máscaras y camperas 
			acolchadas del ejército paraguayo - ¡con 45° en la sombra! - ya que 
			el gas no había penetrado en todas las anfractuosidades de la roca. 
 
			 
 
			
			 
 
			
			No 
			quedaba rastro de la posada que había debido de hallarse en él: 
			probablemente la selva había cubierto sus ruinas. Pero la roca 
			estaba intacta y, en el cielo raso de la gruta, un dibujo tan claro 
			como fuera posible (cf. fig. 18) indicaba su destinación principal: 
			un chasqui
			estilizado, un corredor en todo semejante a los que empleaban los 
			incas en sus Caminos Real. 
 
			
			Lo cual no tiene por qué sorprendemos, puesto que sabemos que los 
			daneses de Tiahuanacu procedían del Schieswig y que alemanes 
			formaban parte del grupo llegado a América en el siglo X. 
 
			
			 
 Se ven en él, 
 
			Por fin, más arriba, 
			otra serpiente, acostada, y algunos grandes signos que podrían ser 
			runas (cf. Lám. X y XI). 
 Para ellos - se interrogaron varios, separadamente - se trataba de símbolos cartográficos: el "árbol" representaba un camino principal cruzado por cinco caminos secundarios; las "serpientes", caminos sinuosos. 
 
			El portulano de piedra, y esto confirmaba 
			plenamente nuestra interpretación, era un mapa que indicaba la 
			dirección de aldeas o de cotos de caza, representados con círculos 
			de dimensiones variables, y la distancia, en días de marcha, a 
			partir del centro. 
 Esos caracteres, trazados con una especie de alquitrán negruzco que, con el tiempo, se ha corrido por todos lados, han perdido el rigor de su contorno. En la medida en que hemos podido reproducirlos, esos signos tienen casi todos la apariencia de runas, pero, la mayor parte, de runas alocadas. Imposible transliterarlos, ni menos aún traducir su conjunto. 
 
			Encontraremos más adelante otras 
			formas de la misma degeneración gráfica. 
 
			
			 
 
			
			Cosa extraña, pero perfectamente 
			explicable, obtuvimos así dos cuadros totalmente distintos, lo cual 
			indica una superposición de imágenes que deben de pertenecer a 
			diferentes épocas. 
 
			 
 
			
			 
 El primero y el tercero están encimados por caracteres rúnicos que se pudieron relevar en parte. La palabra de tres letras que figura junto al tercero es fácil de transliterar (rij) y de traducir: significa "riqueza", en norrés. 
 La inscripción que acompaña el primero resulta menos clara. Está compuesta de tres líneas de una palabra cada una. La primera, casi totalmente borrada, no ha podido descifrarse. La segunda sólo contiene dos letras, ók, que significan "y". La tercera es parcialmente dudosa. Se lee en ella, en efecto, por transliteración, ais.-.fk. 
 
			
			Los dos caracteres del medio no son identificables. Todo 
			lo que se puede decir es que esta inscripción recuerda uno de los 
			nombres de la quinta runa del antiguo futhark, aizirk, moneda de 
			plata. Tal asimilación sólo se puede aceptar a título de hipótesis 
			de trabajo y con las reservas del caso, pero es muy lógica, puesto 
			que confirma y precisa el vocablo "riqueza" del barco anterior. 
 ¿Recordaban el o los navíos utilizados por el P. Gnupa y su gente para venir de Europa? La cruz hace tal hipótesis altamente probable. ¿Pero, entonces, para que mostrárnoslos cargados con riquezas? ¿Debemos supone que esas embarcaciones, y tal vez muchas otras, antes después de ellas, habían llevado a Europa cargamentos de plata extraída de las minas de Potosí? Tal eventualidad no se puede descartar a priori. 
 Al margen de los drakkares, esta primera imagen de la cruz de Cerro Polilla contiene una quincena de inscripciones de cuatro a doce caracteres de los que casi todos son runas perfectas. Sin embargo, ninguna de estas palabras ha podido ser traducida hasta ahora. 
 
			
			Tal 
			vez se trate de inscripciones criptográficas, como hay tantas en 
			Escandinavia, o del empleo de algún alfabeto rúnico especial, 
			inventado para escribir el quichua, el aymará o el guaraní. 
 
			 
 
			
			 
 
			
			El hecho de 
			que estas fechas aparezcan en la misma foto que los barcos no 
			significa necesariamente que fueron trazadas en la misma época que 
			ellos. ¿Los descendientes de los daneses de Tiahuanacu aún 
			utilizaban drakkares en el siglo xv? Es esto altamente improbable. 
 
			
			Detalles interesante: el 7, en todo 
			semejante al nuestro, tiene para su tiempo una forma arcaica que 
			corresponde al siglo X, vale decir a la época de la partida de 
			Ullman de Europa ('). 
 
			
			 
 Vemos en ella, en efecto, la imagen de un vikingo (cf. Lám. XII), barbado y cubierto con el casco de Odín. Este personaje está sentado en actitud hierática, con las manos apoyadas en las rodillas. Los rasgos de la cara son netamente nórdicos, pero tiene el tórax anormalmente desarrollado de los habitantes del Altiplano - y de los actuales guayakíes. 
 
			Está vestido con una túnica - o una cota de 
			mallas - con colete protector. 
 En efecto, se descifra sin dificultad en él la parte frontal de una inscripción rúnica que, al juzgar por la perspectiva del dibujo de las letras, lo rodea: Wunjo, Fehu, Ehwaz, Solewu y Ansuz. Sigue un carácter ilegible. 
 
			La transliteración da vfesa, lo que no parece tener 
			sentido, aun admitiendo que la o sea la última letra de una palabra 
			cuya mayor parte permanezca escondida. Por lo contrario, la 
			transcripción ideográfica - voluptuosidad, riquezas, caballo, Sol, 
			Ase - es comprensible. 
 Por otro lado, el "Dios del caballo", el Dios que se representa habitualmente a caballo, es Odín. 
 Por lo tanto, los tres caracteres en cuestión quieren decir: 
 Sería menos fácil explicar la presencia de. las dos primeras letras, Wunjo (voluptuosidad) y Fehu (riquezas), que sólo tienen con Odín relaciones muy lejanas, si la imagen del Dios-Sol no llevara, en sobreimpresión, la línea de caracteres rúnicos, perfectamente descifrables, que reproduce la Figura 21. 
 
			Su transliteración da 
			sakhoberg, vale decir, teniéndose en cuenta la haplografía - supresión de una letra repetida 
			- normal en escritura rúnica, sakh 
			ob berg: literalmente, "la cosa encima de la montaña". La palabra 
			cosa tiene evidentemente, aquí, un" mero sentido indefinido. De ahí 
			la traducción: Lo que (estaba) encima de la montaña. 
 
			 
 
			
			 
 
			La 
			extensión 'anormal hacia arriba del asta derecha de la primera letra 
			es verosímilmente la consecuencia de la superposición de caracteres 
			pertenecientes a distintas capas de signos. 
 
			Tenemos, en efecto, 
			de izquierda a derecha, Laguz y Thurisaz ligados (atmósfera 
			tempestuosa), Pertha (selva), Solewu (Sol), un signo que no es 
			rúnico pero representa el tercer cuarto de la Luna, Fehu (bienes) y 
			Odala (herencia). Lo que da: En la selva sofocante:, el Sol y la 
			marea (nos traen de vuelta) los bienes de nuestra herencia. 
 
			
			 
 
			
			En su orilla, se nota, además de 
			una inscripción indescifrable - las hay de todas partes en la pared 
			occidental del Parcha - dos cruces célticas (cf. Lám. XIII), una de 
			las cuales está inscripta, no en un círculo, como de costumbre, sino 
			en un cuadrado de ángulos arredondados. 
 
			 
 
			
			 
 Se lee a simple vista y es fácil de relevar, a pesar de que un criminal no haya encontrado nada mejor que repasar sus caracteres con una punta de metal, no sin retocarlos para darles la forma latina que suponía corresponderles. 
 
			
			Muy felizmente, el nuevo trazado, superficial, no perjudicó el 
			primitivo, profundamente marcado. 
 
			
			La th de ruitha está parcialmente borrada, como también la segunda asta de la 
			h de hrukka. A pesar de estas insignificantes anomalías, fáciles de 
			corregir, el sentido es clarísimo: Mas allá de la pequeña sierra 
			colorada. 
 
			
			La t, la th y la .f tienen una forma latina. Al 
			final d-q la primera de estas dos líneas figura un signo semejante, 
			aunque más fantasiosa todavía, al que hemos encontrado en el mismo 
			lugar en la inscripción anterior. 
 
			 
 
			
			 
 
			
			Al final de la segunda línea, se ve otro 
			signo no menos incomprensible, salvo que se trate de una mano 
			estilizada que muestra el norte. Todas las letras están claramente 
			dibujadas, menos la cuarta de la primera línea, cuya parte inferior 
			de la primera asta está borrada. 
 
			
			La traducción del 
			texto norrés no plantea problema: Cementerio cerca de (o: en) la 
			sierra atormentada. 
 
			
			 
 En ella se ve, en efecto, un cielo raso esculpido que lleva, además de unos motivos secundarios, cuatro soles radiantes - o cuatro estrellas - que no pueden en absoluto compararse con los productos del arte neolítico de América ni de Europa. La fotografía parcial que reproducimos aquí (cf. Lám. XIV) pone en evidencia el talento y la técnica extraordinarios de un artista que, manifiestamente, sólo podía pertenecer a un pueblo blanco de alto nivel cultural y de alta época. 
 
			
			Decimos: a un pueblo blanco, porque el dinamismo del dibujo 
			es extraño a todas las manifestaciones conocidas, eminentemente 
			estáticas, del arte amerindio. 
 Las más numerosas, constituidas por varias decenas de líneas cada una, están formadas por letras, regularmente trazadas con tinta, que son runas clásicas, a pesar de algunas deformaciones fantasiosas que, por lo demás, puedan proceder de un relevamiento imperfecto. Pues, salvo unos pocos fragmentos, esas líneas están casi completamente borradas y se las adivina más que se las ve (cf. Lám.. XV y fig. 25). 
 
			
			Tal vez 
			fuera posible trascribirlas reavivando la tinta por algún 
			procedimiento químico. Pero, para hacerlo, sería indispensable 
			contar con medios que no tenemos por el momento. Lo cual es de 
			lamentar, pues textos tan largos deben de constituir verdaderos 
			relatos. 
 
			 
 
			
			 
 A este mismo estilo pertenece la inscripción de 1457 que hemos mencionado más arriba. 
 En un nivel más bajo aparecen, trazadas con pintura marrón, algunas palabras aisladas (cf. Lám. XV, arriba a la derecha) y algunos monogramas (cf. fig. 28) en las cuales se puede aún reconocer una inspiración rúnica, pero nada más. Son, por supuesto, totalmente incomprensibles. En fin, como última etapa de este proceso de degeneración, señalemos todavía una inscripción de origen netamente de la entrada de la gruta. 
 
			
			Debajo de uno de los 
			pocos souuenirs contemporáneos que las avispas hayan tolerado, se 
			puede leer, en efecto, la palabra norresa storm (trasliteración: 
			sturm), o sea: Tempestad. 
 
			 
 
			
			 
 
			 
 
			
			 
 Pero, en las condiciones de vida difíciles que el medio les imponía, esos hombres, cuyo nivel cultural, por lo demás, ignoramos, no pudieron conservar la herencia de sus antepasados. La escritura rúnica degeneró lentamente para terminar en un mero conjunto de signos simbólicos, algunos de los cuales emplean todavía los guayakíes contemporáneos. 
 La inscripción - incomprensible - situada debajo del puente que colaboradores nuestros descubrieron en los alrededores de Cerro Morotí nos muestra que, en 1457, los blancos del Paraguay seguían empleando el calendario cristiano que les había traído el Padre Gnupa. 
 
			
			Por lo 
			tanto, no se habían convertido en salvajes, a pesar de su 
			decadencia, cuando, 45 años más tarde, los normandos empezaron - o 
			volvieron - a frecuentar las costas del Guayrá. 
 
 
			
			 
			
			 
 Las ruinas de Tiahuanacu nos dan al respecto, una indicación precisa, puesto que encontramos en ellas motivos esculpidos de la catedral de Amiens. Tenemos derecho a suponer, pues, a título de hipótesis de trabajo, que el P. Gnupa procedía de la capital picarda cuyo puerto natural era Dieppe, en Normandía, a menos de 100 km. 
 
			
			Ahora bien: los dieppenses de la Edad 
			Media ya frecuentaban las costas americanas. 
 
			
			Estos guerreros también eran 
			mercaderes y sus buques frecuentaban asiduamente los puertos de 
			Escandinavia. Allá, no pudieron dejar de oír hablar de Groenlandia, 
			de fóarkiandia y de Vinlandia donde los noruegos habían establecido, 
			en el siglo X, colonias permanentes con las cuales mantuvieron, 
			hasta el siglo XIV, relaciones seguidas. 
 Los Anales de Skálholt nos relatan que, en 1347, luego en pleno siglo XIV, 
 
			En 1354 el rey Magnus ordenó a Poul Knudsson 
			montar una expedición destinada a reencontrar en Vinlandia a los 
			sobrevivientes de los establecimientos groenlandeses, y todo parece 
			indicar, aunque algunos, cada vez menos numerosos, es cierto, aún lo 
			dudan, que los escandinavos alcanzaron la región de los Grandes 
			Lagos. 
 El saqueo de Eystribygd por los ingleses demuestra que una parte de la población, de vuelta al paganismo si debemos creer a Gissie Odsson, obispo de Skálholdt en el siglo XVIII, aún vivía en la isla en 1418. 
 Y más tarde todavía,, puesto que en 1431 Eric de Pomerania, rey de la Unión Escandinava, protestó vivamente ante los enviados del rey de Inglaterra contra el comercio clandestino y la piratería a los cuales se dedicaban los ingleses en las colonias noruegas de Islandia, Groenlandia, Shetlandia y Oreadas, y, 
 Obtuvo satisfacción, por lo menos en el papel. 
 
			Por el tratado de 
			1432, Enrique VI se comprometió a indemnizar a las víctimas y 
			prohibir a sus súbditos, so pena de muerte, salvo en caso de 
			naufragio, establecer cualquier contacto con las colonias noruegas, 
			prohibición ésta que renovaron los tratados de 1444 y 1449. 
 A propósito de este viaje, el Canciller Bacon escribe por lo demás, lealmente, que, 
 Evidentemente, las "otras islas" del rey Eirik. 
 
			Y, en particular, la que el geógrafo italiano Andrea 
			Bianco hace figurar 'en su carta de 1436, en el lugar de Terranova, 
			con el nombre - o la indicación - de Stocafixa, clara deformación de 
			Stockfisch, bacalao seco erTT^^T.Ós idiomas germánicos. 
 
			Todo el 
			mundo, pero sobre todo los bretones y los normandos. Lo prueba una 
			carta de la reina Juana de Castilla que reproduce la autorización 
			dada, en 1511, por su padre Fernando de Aragón al catalán Juan 
			'c[e"7^ram'onte "de descubrir y encontrar una tierra que se llama 
			Terranova". El Rey imponía el embarco exclusivo de "naturales de 
			estos Treinos", salvo dos pilotos que debían ser "bretones o de 
			alguna otra nación que allá hayan estado". 
 
			El mapa, por lo demás muy inexacto, diseñado por Gastaldi para ilustrar el relato nos muestra la Térra di Norombega 
			como una isla que se extendía desde 'el Cabo Bretón hasta un brazo 
			de mar que bañaba también la Nueva Francia y debe de ser el Kennebek 
			unido al río de la Chaudiére. Esta "isla" corresponde muy 
			exactamente a Acadia (Nuevo Brunswick y Nueva Escocia) y a la parte 
			meridional del estado norteamericano del Maine, situado al oeste del 
			Kennebek. 
 
			Del este al oeste 
			de los Bretones (hoy Cabo Canseau), Port du Refuge, Port-Réal y Le 
			Paradis, en la costa, frente a la isla Briso, Flora, más o menos en 
			el medio de la costa de Norombega, en fin Angoulesme, cerca de la 
			frontera occidental del territorio. En el globo terráqueo de Vulpius 
			(cf. Fig. 17), que data de 1542, encontramos, hacia el grado 43 ó 44 
			de Latitud Norte, el nombre aún más significativo de Normanvilla. 
 Pues Norombega recuerda de modo irresistible Noroenbygd, país de los Norreses, o noruegos. Angoulesme es el nombre de una ciudad francesa. En cuanto a Normanvilla, el vocablo puede ser una deformación italiana de Normannavirk - pero ésta habría dado más bien Normannavilla o Normavilla - y provendría entonces de los colonos escandinavos de Markiandia, o de Normanville, y constituiría una prueba más dé la presencia de los normandos, en la Edad Media, en esa Térra Nova que comprendía, no sólo la isla que ha conservado este nombre, sino también Norombega y Gaspesia. 
 
			Entre 
			paréntesis, de seguro que no fue sin algunas buenas razones que se 
			bautizó Montréal la primera ciudad francesa fundada en el Canadá, en 
			homenaje, no al Rey, como se lo podría suponer, sino a la capital 
			del reino normando de Sicilia, Montreale, y esto a pesar de que 
			Jacques Cartier fuera bretón. 
 En 1541, por ejemplo, Jean Alphonse, el piloto que acompañó a Roberval en su viaje a la Nueva Francia, cuenta que exploró Norombega hasta la bahía, situada en el grado 42 de Latitud Norte, que la separa de Florida - probablemente la bahía de Long-Island - y que, en el país, 
 
			En 1607, Champlain encontró una cruz de madera 
			en la Bahía Francesa, o de Fundy, en la costa septentrional de 
			Acadia. 
 Los acadios mencionaban el Diluvio y una Trinidad, una de cuyas personas, a la que llamaban Messou (Mesú), redentor como el Mesías, tenía a una madre que, nos dice el P. Théodat, 
 Daban al Dios Sol los nombres de Jesús, Kesús, Kisús y Gischí, según la tribu. 
 
			Aún 'en el siglo XVIII, el Aleluya se oía en sus cantos. 
			En este campo, por cierto, los misioneros pueden, con toda buena fe, 
			no ser muy objetivos. Pero resulta significativo, con todo, que 
			gente seria de la época, legos y clérigos - Champlain, Lescarbot, 
			Nicolás Denys, Mons. de Saint-Vallier, el P. Le Clerq - hayan llegado 
			a la conclusión de que el cristianismo ya se había predicado en el 
			país antes de la llegada de los franceses. 
 Tal vez no fuera por mera casualidad, por lo demás, que los indígenas micmacs y abenakís de Acadia mantuvieran excelentes relaciones con los franceses, al punto de que éstos se casaban frecuentemente, sin ninguna repugnancia, con indígenas. 
 
			¿Tratábase de una población mestiza? Probablemente. 
 
			
			 
 
			
			Hay varias razones. En primer lugar, el comercio 
			de ultramar, en la Edad Media, inclusive la pesca, lo practicaban 
			guildas cerradísimas, en apretada competencia, 
 
			 
 
			
			 
 Supone conocimientos que sólo, como ya sabemos, podían haber adquirido los vikingos de Tiahuanacu. 
 La fecha de 1507 es, sin duda alguna, auténtica, puesto que Glateano, en 1510, Stobnica, en 1512, y Apiano, en 1520, retomaron, sin mencionar al autor, los dos mapas en cuestión. 
 Habría más bien que decir videncia, en un campo en el cual la parapsicología no señala ningún caso. 
 Confesamos que este género de explicación no nos satisface en absoluto y que estamos convencido de que Waídseemüller disponía de datos secretos que, tal vez, conservara probablemente, con sumo cuidado, el monasterio de Saint-Dié. Pues el hecho de que el famoso mapa haya sido publicado en 1507 no significa de ninguna manera que su autor acababa de recibir los elementos necesarios para diseñarlo. 
 Mucho más probable es que el Canónigo Gaultier Lud, que dirigía en el 'monasterio, con la protección de Renato II de Vaudemont, Duque de Lorrena y de Bar, heredero por su madre, Yolanda de Anjou, hija del Rey Renato, de los títulos de Rey de Jerusalén y de Rey de Sicilia, el célebre Gimnasio Vosgiano, sólo se decidió a utilizarlos una vez montada la imprenta indispensable para una gran difusión del trabajo, vale decir en 1500. 
 
			
			Fue en este año, por lo 
			demás, que se incorporó al gimnasio Martín Waitzeemüller o, como 
			prefería ortografiar su nombre, Waídseemüller, o también Martinus 
			Hylacomylus. 
 Comparemos, con Rodríguez Gaitero, las dimensiones representadas en los dos mapas con las que conocemos hoy día (en kilómetros): 
 
 
			 Si se tiene en cuenta la enorme dificultad que ofrecía entonces, en razón de la imprecisión de los instrumentos utilizados y de la imposibilidad de sincronizar exactamente los relojes a la distancia, el cálculo de las longitudes, habrá que admitir que los mapas de Waídseemüller son perfectos. 
 Sobre todo el grande, por supuesto, pues el pequeño no pasa de un esquema, aunque llama más que el otro, precisamente por este motivo, la atención del lego. 
 Entre el gran mapa y el mapa actual, los valores son idénticos en el 10° grado y el error no supera nunca, en las demás latitudes, el 12 %. Lo cual es inferior a las distorsiones que son comunes, en los mapas de la época, para Europa y Asia. 
 
			Y esto cuando los mapas inmediatamente 
			anteriores - los de Juan de la Cosa, en 1500; de King-Hamy, Kunstmann 
			II, Pesaro, Caverio y Cantino, en 1502; de Maiollo, en 1504; y de 
			Conterino-Roselli, en 1506 - sólo muestran de Sudamérica el vago 
			contorno de la costa oriental, desde Panamá al Río de la Plata, no 
			sin errores, y a veces - King - Hamy y Kunstmann II - con blancos. 
 Si nuestro Hylacomylus agregó al título de su obra segundum Ptholomaei traditionem e Americi Vespucci aUorumque lustrationes, "según la tradición de Ptolomeo y los viajes de Américo Vespucio y otros", es sencillamente porque el Gimnasio acababa de recibir, de manos del Duque Renato, un ejemplar en francés de la Lettera de Vespucio, la que, traducida al latín, se incorporó a la Cosmographiae introductio que acompañaba el atlas y porque su autor definía en ella, por primera vez, las tierras nuevas como un cuarto continente. 
 
			Y nada más... 
 
			 
 
			
			 
 
			Ahora bien: en 1515, Magallanes aún no había descubierto 
			el "paso". Schóner dispuso, pues, de una fuente secreta de 
			informaciones, y tal vez no sea abusivo el suponer que se trataba de 
			la misma que la de Waídseemüller. 
 En 1492, Behaim pasó algún tiempo en su ciudad natal, en casa de su primo el senador Miguel Behaim, y diseñó un mapamundi que quería dejar "como recuerdo a su patria" antes de retornar a las Azores donde vivía en casa de su suegro, el Caballero lobst van Hürter, gobernador de la isla de Fayal. 
 
			Este globo terráqueo, 
			netamente arcaico, no hace sino retomar los datos, tradicionales en 
			la Edad Media, de Marino de Tiro y de Ptolomeo. América no figura en 
			él. 
 
			 
 
			
			 
 Se decía comúnmente, en aquella época, que era él quien había indicado a Colón, no solamente la ruta a seguir para alcanzar el Asia, sino también la existencia de un continente desconocido. 
 Y que era él también quien había mostrado, en un globo terráqueo, a Magallanes el estrecho que lleva hoy en día el nombre de este último pero que, en el siglo XVI, se llamaba habitualmente Fretum Bohemicum, no sin sugerir que hubiera sido justo designar el continente entero con el nombre de Bohemia. 
 Guillermo Postel no vacilaba en escribir en su Cosmographia: "Ad 54 grad. (lat. mer.) ubiest Martini Bohemi fraetum a Magaglianeso alis nuncupatum". 
 Que Colón haya conocido a Behaim, no hay mucha duda al respecto. Ambos vivieron en Lisboa desde 1482 a 1484, el uno cartógrafo, el otro geógrafo del rey. Tenían, por lo demás, relaciones comunes. Behaim formaba parte, con dos médicos de Juan II, Maese Rodrigo y el judío Maese Josef, de la Junta de Matemáticos encargada por el soberano de buscar el medio de navegar por la altura del sol, y fue en esa época que inventó un astrolabio de nuevo tipo. 
 
			Ahora bien: estos dos médicos fueron designados por 
			Diego de Ortiz, obispo de Ceuta, para examinar el proyecto de Colón 
			relativo a un viaje a Cipango (el Japón). Más todavía: el suegro de 
			Colón, Bartolomé Muñiz Perestrello, era gobernador de Porto Santo, 
			mientras que el Caballero von Hüter, suegro de Behaim, ya lo hemos 
			dicho, ocupaba el mismo cargo en Fayal, una de las islas Azores. 
 Explicó a los ministros del rey - probablemente el Cardenal Ximénez y Mons. de Gébres - que él había visto dicho estrecho, 
 
			El error cometido en cuanto a la nacionalidad de Behaim 
			era de lo más común. 
 Lo encontramos en el Diario que hizo llegar, a su regreso, al Papa Clemente VII y al Gran Maestre de Rodas, el normando Felipe de Villiers de l'Isle Adam: 
 
			Notemos que Pigafetta se 
			había portado, en las horas difíciles de la expedición, como amigo 
			leal de Magallanes y que no se lo puede en absoluto sospechar de 
			querer disminuir el mérito de su jefe. 
 Lo sabemos, en particular, por Ruysch que escribía como leyenda de la Térra Sanctae Crucis, mal diseñada y separada del Yucatán por un paso libre: 
 Los portugueses no habían pasado, pues, del 50° de Latitud Sur. 
 Los españoles, por su parte, en 1508, fecha del mapa en cuestión, no habían ido más lejos que el Cabo San Agustín (8° 20'). Juan Díaz de Solís y Vicente Yáñez Pinzón sólo debían de alcanzar el 40" de Latitud Sur muchos años más tarde. 
 Por otro lado, ningún viaje clandestino que hubiera tenido lugar entre la expedición de Alvares Cabral, en 1500, y la publicación del mapa de Ruysch, en 1508, explicaría la certeza anterior de Colón, sin olvidar que los autores que menciona Ruysch no habrían alcanzado el Estrecho de Magallanes. 
 
			Si Behaim, pues, como es probable, conocía la existencia 
			del Nuevo Mundo y del paso austral, no pudo ser sino sobre la base 
			de otras informaciones, probablemente recogidas en Alemania. 
 
			
			 
 Se intercambiaban a menudo pilotos e intérpretes. Más aún, ¿no se convirtió el normando Roberto de Braquemont en almirante castellano y Juan de Béthencourt, en rey de las Canarias, con dependencia de Castilla? 
 
			
			Tal vez el apoyo político y financiero que 
			Colón encontró en España se debiera en parte al hecho de que se 
			conocía muy bien allá la existencia de América, cuyas costas 
			meridionales los normandos frecuentaban desde mediados del siglo XVI, vale decir desde la época del desembarco del Padre Gnupa en el 
			Guayrá: lo podemos probar. 
 Los catalanes, que servían de intermediarios entre Italia y Castilla, la llamaban brasil. 
 A ellos debemos la segunda mención documentada del producto: en 1252, figuran en la Tarifa de Aduanas de Collioure, en el Rosellón, conques de brasil, laca y grana. La conque era, según parece, madera triturada o pasta de madera; laca no exige explicación; grana se aplicaba a un extracto complejo sacado del coccus polonicus, del coccus laca y del crotón lacciferum. 
 La primera mención nos viene de la Tarifa de Aduanas de Ferrara que, en 1193, hace figurar la grana di brasil! al lado de la pimienta, el azúcar y el azafrán. 
 
			La Tarifa de Módena incluye, en 1376, la soma di braxiíis, 
			vale decir "harina", "polvo". Los árabes, cuyos buques no estaban en 
			condiciones de trasportar troncos, vendían a los italianos, 
			juntamente con las especias, extractos de tintura elaborados en los 
			países de origen, de gran valía con reducido volumen. 
 Y agrega: 
 A fines del siglo XIII, el brasil se menciona como artículo de importación en las Droitures, consternes et appartenances de la uiscomté de l'eau, de Rúan. 
 
			En 1387, la Costumbre de Harfleur fija los derechos 
			sobre este producto en cuatro denarios y medio cada cien libras. En 
			1396, la Aduana de Dieppe cobraba "para la carche de brasil VIII 
			denarios, para el fardo III denarios". Está demostrado, pues, que el 
			brasil entraba en Francia por los puertos de Normandía. 
 
			Ahora bien: fuera del 
			Asia meridional, la madera de tintura colorada sólo se halla en 
			Centroamérica y en el Brasil: una variedad del sapang, la 
			caesaípinia brasiíiensis. 
 El Portulano Mediceano la llama, en 1351, Brazil; Pizigano, en 1367, Bracir; el Mapa Catalán, en 1375, y el Portulano de Macia de Villadeste, Brazil; el Portulano de la Biblioteca de Dijón, en 1428, y los mapas de Bianco, en 1436, y de Fra Mauro, en 1457, Berzil. 
 Su situación en el océano es sumamente variable y encontramos la isla tanto al oeste de Irlanda como en el archipiélago de las Azores, tanto a la altura de las Antillas como a la de Pernambuco. 
 Nada más natural: los normandos no habían podido disimular por mucho tiempo la existencia de la nueva tierra - y todas las nuevas tierras eran "islas", en aquel entonces - a donde iban a buscar el palo brasil, pero se reservaban celosamente el secreto de su emplazamiento. 
 
			Notemos aquí que Pizigano mencionaba, en su mapa, que 
			el nombre de Bracir había sido dado por ellos a la isla en cuestión. 
 Gonneville, del que volveremos a hablar, lo precisa en 1503: 
 
			Sólo se 
			encontraban todos estos productos a la vez en la región que los 
			portugueses, que la descubrieron en 1500 pero no tomaron posesión de 
			ella sino muchos años más tarde, llamaban Térra Sanctae Crucis pero 
			que los franceses siempre designaban con el nombre de Brasil. 
 
			
			 
 
			El relato 
			que nos dejó Desmarquets de la de Jean Cousin es, sin embargo, 
			demasiado preciso, aun cuando se noten muchos errores de detalle en 
			la obra que lo contiene, para poder haber sido inventado lisa y 
			llanamente. En cuanto al viaje posterior de Gonneville, lo respaldan 
			documentos indiscutibles. Y es éste el más importante para nosotros. 
 
			Se lo había visto 
			combatir victoriosamente a los ingleses como capitán de un buque 
			mercante artillado, y nadie desconocía sus numerosos viajes por las 
			costas del África. Nada sorprendente, pues, en que fuertes 
			mercaderes de su ciudad natal le ofrecieran, en 1488, tomar el mando 
			de una expedición destinada a adelantarse a los portugueses en la 
			ruta de las Indias Orientales. 
 
			Cousin no
			tenía ni los medios ni, probablemente, el propósito de fundar un 
			establecimiento. Reembarcó, pues, navegó hacia el sudeste, alcanzó 
			el África austral a la altura del Cabo de las Agujas, subió hacia el 
			norte a lo largo de las costas del Congo y de Guinea, donde canjeó 
			sus mercancías, y por fin volvió a Dieppe. 
 Hubo de lamentarlo, pues el individuo en cuestión intentó, por lo demás en Vano, sublevar la tripulación. Exonerado por el Consejo del Almirantazgo de Dieppe, Pingori' desapareció. Hay fuertes probabilidades de que se trate de Alonso Pinzón, lugarteniente de Colón unos años más tarde. Sabemos, en efecto, que el Almirante consultaba a menudo a éste y no vacilaba, para ello, a ir a visitarlo a bordo de su buque. 
 
			Todo parece indicar que el 
			capitán de La Pinta sabía cuál era el rumbo a seguir. Insistió en 
			varias oportunidades, y con razón, para que la flotilla navegara 
			hacia el sudoeste, lo que consiguió finalmente. Cuando las 
			tripulaciones amenazaron amotinarse, fue él quien devolvió el coraje 
			a los marineros. 
 
			Lo que 
			suscita la duda al respecto es el viaje de Gonneville que, al 
			contrario del anterior, es indiscutible. 
 Allá lo sorprendió un violento temporal que lo zarandeó, durante varias semanas, entre Sudamérica y el Cabo de Buena Esperanza (Cabo de las Tormentas) y luego lo echó, hacia el oeste, sobre una tierra desconocida, 
 Tenemos la relación original de Gonneville, conservada en la Biblioteca del Arsenal, en París: 
 
			Se trata de un documento judicial elevado por Gonneville al Almirantazgo a pedido del Procurador del Rey, el 19 de 
			julio de 1505, en razón del ataque de su buque por dos navíos 
			piratas y de la pérdida, en
			el naufragio que resultó del combate, de su libro de bitácora. Nada 
			más auténtico, por lo tanto. 
 
			Más exactamente 
			aún: en las costas del Guayrá. Después de explorar el país, un 
			Espoir entró en un gran río que era "casi como el río Orne". 
 
			Gonneville se llevó 
			muy bien con el jefe supremo de la región, Arosca, hombre de sesenta 
			años "de porte grave y mediana estatura, regordete y de mirada 
			bondadosa". Distribuyó regalos y tomó posesión del territorio 
			erigiendo una cruz de treinticinco pies que llevaba, en uno de sus 
			lados, una inscripción latina con la fecha y, en el otro, los 
			nombres del Papa Alejandro VI, el Rey Luis XII, el almirante, el 
			capitán, los armadores y los tripulantes del Espoir. 
 Sólo seis meses después de su llegada L'Espoir se hizo a la mar. Llevaba un precioso cargamento de mercancías locales y, lo que es más importante, el hijo de Arosca, Essomericq, de quince años de edad, y su sirviente Namoa. El navio luchó penosamente contra las corrientes marinas, entonces desconocidas, del Atlántico Sur. 
 El escorbuto se declaró a bordo y Namoa falleció por su culpa. Muy enfermo, Essomericq fue bautizado con el nombre de Binot. Se curó. Gonneville hizo escala en el país de los tupinambáes, en las costas de los actuales estados de Río de Janeiro y Espíritu Santo. 
 Los indígenas ya habían visto a europeos, 
 Tal vez, inclusive, tuvieran motivos para quejarse de ellos, pues atacaron a la tripulación de L'Espoir, matando a dos hombres e hiriendo a cuatro. 
 
			Después de una nueva escala en el Golfo de Bahía, el navio 
			retomó su rumbo, avistó a la isla. Fernando de Noronha, cruzó el Mar 
			de los Sargazos que asustó mucho a los marineros y, luego, alcanzó 
			las Azores, Irlanda y Jersey. A lo largo de Dieppe, dos buques 
			piratas lo atacaron y, a pesar de una bella defensa, lo obligaron a 
			encallar. 
 
			Pero dio al joven una educación esmerada, lo
			casó, en 1521, con su hija Suzana y le legó, al morirse, parte de 
			sus bienes, con obligación para él y sus descendientes varones de 
			usar el nombre y las armas de los Gonneville. 
 Si los normandos hubieran tenido mapas exactos de América tal como la conocían'-'los vikingos, hubieran sido atraídos muy exactamente por esos tres puntos. 
 En segundo lugar, Gonneville, un noble orgulloso de su nombre y su blasón, casa a su hija con uno de esos indios que, en 1518, otros dieppenses, probablemente parientes suyos, Prosper y Mathieu Paulmier, describen con estos términos poco halagüeños: 
 
			Esta alianza, muy real, sin embargo, resulta sumamente inverosímil. 
			Pero todavía hay más. El hijo de Essomericq y Suzana, Binot Paulmier 
			de Gonneville, tomó los hábitos y fue canónigo de la catedral de San 
			Pedro de Lisieux. 
 
			No hacía tanto tiempo que los blancos de Yvytyruzú todavía trazaban runas. 
 
			No sólo los dieppenses, por lo demás. Bajo Francisco I, 
			verdaderas flotas mercantes iban al Brasil también desde Honfleur, 
			Rúan y, más tarde, El Havre. Esto por lo menos hasta 1555, fecha en 
			la cual Villegaignon fundó en la bahía de Río de Janeiro, por orden 
			del Almirante de Coligny, su efímera Francia Antártica. 
 El mismo Villegaignon recibió, hasta el último momento, el apoyo eficacísimo de los indígenas de Río. " 
 Esta asimilación tan rápida y tan completa de normandos a la vida y la mentalidad de los indios nos ayuda a entender, entre paréntesis, cómo los descendientes de los daneses de Tiahuanacu se han convertido, en la selva en los actuales guayakíes. 
 Hay más todavía. Cuarenta y seis años antes de la llegada de Gonneville, aún había en el Guayrá blancos que sabían escribir con runas y, por lo tanto, verosímilmente, aún hablaban el norrés o, por lo menos, un derivado del norrés. Ahora bien: en la Edad Media, Normandía y Dinamarca mantenían intercambios comerciales seguidos. 
 Los barcos daneses frecuentaban asiduamente los puertos de Normandía y los navios normandos, los de Dinamarca. No debían de faltar, pues, marineros capaces de farfullar el norrés. 
 
			Comprendemos así cómo y por qué los 
			intérpretes normandos se entendían tan bien y tan fácilmente con los 
			indígenas o, por lo menos, con algunos de ellos, especialmente en el Guayrá. 
 Cincuenta tupinambáes de la tribu de los tabagerres, a las órdenes de su morbichá - correctamente, mburuvichá - (cacique) simularon un combate. Se les habían agregado doscientos cincuenta intérpretes y marineros que habían vivido en el Brasil. 
 O sea trescientos hombres, 
 
			Ya que el puritanismo aún no había 
			corrompido las mentes, a mediados del siglo XVI, la Corte y, en 
			especial, la Reina mostraron ante el espectáculo "cara alegre y 
			riente". 
 Así la piedra conserva el recuerdo de la epopeya marítima de los normandos en Sudamérica a donde habían vuelto siguiendo los rastros de sus antepasados. 
 
			De elle queda igualmente 
			un aporte
			apreciable a la lengua francesa en la cual gran número de palabras 
			guaraníes entraron directamente, sin pasar por el portugués ni el 
			español: tapir, sagouin, ara, acajou, manioc, y cien otras más. 
 
			
			 
 
			
			Las dos principales 
			potencias marítimas de la época, España y Portugal, poseían - y 
			mantenían secretos con el mayor cuidado - datos precisos acerca de un 
			mundo que no era tan nuevo como se lo proclamó después de 1492. Pero 
			lo esencial de dichos datos no provenía de los marinos castellanos y 
			lusitanos. Ellos lo habían recibido, los primeros de Normandía, los 
			segundos de Alemania. 
 
			
			Los normandos, por su lado, 
			utilizaban desde hacía tiempo sus conocimientos, tanto para ir a 
			pescar bacalao en Terranova y Acadia - no eran ellos los únicos - como 
			para ir a buscar el palo brasil en la región del Amazonas. 
 En lo que atañe a Norteamérica, no hay duda alguna: las colonias islandesas de Vinlandia habían mantenido durante largo tiempo, lo prueban los mapas, un estrecho contacto con Escandinavia. Pero el problema se plantea en cuanto a la parte meridional del continente. 
 ¿La habían alcanzado, en la Edad Media, expediciones europeas, navegando en su derredor? No existe al respecto ni el menor rastro y los barcos de que se disponía en la época no permiten considerar seriamente esta posibilidad. 
 Por el contrario, sabemos que un grupo de vikingos se había establecido, en el siglo XI, en el Altiplano andino y había conquistado, en Sudamérica, un inmenso imperio cuya red caminera se extendía, al este, hasta el Atlántico. Tenemos la prueba de que, hacia 1250, se había establecido un contacto entre los daneses de Tiahuanacu y sus primos de Normandía. 
 
			
			Fue en aquella época, en 
			efecto, que el palo brasil apareció en Rúan, en Harfleur, en Dieppe. 
			Y fue en aquella época igualmente que surgieron a orillas del Lago 
			Titicaca elementos arquitectónicos que provenían de Amiens. 
 
			
			De cualquier modo, las tradiciones indígenas nos hablan de un 
			sacerdote católico - tal vez ni el primero ni el último - que los 
			daneses de Tiahuanacu llamaban Padre Gnupa y que había llegado al 
			Altiplano, en la segunda mitad del siglo XIII, después de seguir, 
			desde San Vicente, uno de los caminos - el Peabirú - que cruzaban el Guayrá y el Paraguay. 
 ¿Había traído consigo a un arquitecto y un imaginero, o él mismo era lo uno y lo otro? 
 Todo lo que podemos afirmar es que por lo menos uno de los miembros del grupo que él encabezaba procedía de Normandía y había trabajado en la construcción de la catedral de Amiens. El tapiz de Ovrehogdal y sus llamas muestran, es cierto, que los vikingos de Tiahuanacu no habían omitido, al volver a Europa, visitar su patria de origen. 
 Pero fue a Normandía, y no a Escandinavia, que trajeron su conocimiento de Sudamérica, y fue de Normandía que este pasó, por Salüt-Dié, a la Alemania occidental. En el caso contrario, el palo brasil habría aparecido en Hamburgo y no en Rúan. 
 
			
			Todo parece indicar, pues, que el Padre Gnupa era normando.  
 
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