por Alberto Medina Méndez
04 Abril 2016
del Sitio Web
TeoduloLopezMelendez
Parece que los principios ya no importan mucho a la hora de hacer
política.
Al menos eso es lo que surge al observar
lo que hace la inmensa mayoría de los dirigentes cuando debe fijar
posturas y brindar discursos en público.
Queda en el aire esa sensación de que las decisiones se toman en
base a un conjunto de conveniencias circunstanciales, a un pactado
intercambio de beneficios mutuos y siempre de la mano de ocultos
acuerdos que la gente desconoce, no por azar, sino por expresa
voluntad de los protagonistas.
La política sigue siendo una actividad de escaso prestigio.
Las acciones poco transparentes de
quienes la ejercen no ayudan demasiado. La gente percibe que los que
hoy opinan de una manera, mañana pueden hacerlo de un modo
diametralmente opuesto, sin siquiera sonrojarse.
Debe quedar en claro que cambiar de parecer no es un pecado. De
hecho, puede ser el síntoma de una meritoria evolución y sinónimo de
una gran honestidad intelectual. Cuando una visión sobre la realidad
es cuestionada y los argumentos que sostienen esa crítica tienen
suficiente sustento, pueden dar paso a una idea mucho mejor,
superadora y con mayor fundamento.
En esa circunstancia, ese gesto de
reemplazar opiniones debe ser aplaudido.
Se requiere, para eso, de una colosal capacidad para dudar de lo que
se ha dicho siempre y estar dispuesto a someter las propias miradas
al complejo desafío de una interpelación constante frente a otras
ideas, contrastándolas con nuevas perspectivas e interpretaciones
diferentes y originales.
Lamentablemente, esto se verifica con mayor frecuencia en los
ámbitos científicos y académicos, que en el mundo de la
política, donde la hipocresía, la versatilidad y el cinismo parecen
ser, no solo moneda corriente, sino una virtud en el desempeño de
esa tarea.
Cuesta comprender
la falta de escrúpulos de muchos
dirigentes que con la misma potencia que sostenían hoy una visión,
luego reniegan de ella.
Vale la pena insistir en esto de que el
problema no pasa por cambiar de posición frente a un tópico
cualquiera, sino en la escasa dignidad para aclarar los motivos de
esa revisión, que pudiendo ser genuina, se desacredita ya no por la
eventual mutación, sino por la inocultable ausencia de
explicaciones.
Mucha gente se indigna frente a este tipo de montajes burdos,
excesivamente habituales en la política contemporánea.
Pero no menos cierto es que estas mismas
sociedades no han tenido la osadía suficiente para repudiar con
determinación estas acciones que tanto critican por lo bajo. La
queja aparece por poco tiempo, en el intercambio superficial entre
amigos, pero luego se olvida rápidamente con preocupante
displicencia.
Ya se sabe que lo que no tiene costo político para un dirigente, lo
que no implica una caída en sus posibilidades futuras, termina
convirtiéndose en un estímulo. Es bueno comprender que en países
como estos, ese tipo de imposturas se reiteran hasta el cansancio,
cíclicamente, justamente porque la sociedad las pasa por alto
borrándolas de su registro.
Todo esto también ocurre como consecuencia de un premeditado proceso
de vaciamiento ideológico que se ha vivido en las últimas décadas
con mayor impulso, bajo el paraguas del endiosado pragmatismo.
Los partidos políticos que se han ocupado expresamente de hacer una
apología de la flexibilidad de sus creencias han generado
deliberadamente este fangoso terreno que les resulta muy cómodo
porque pueden decir lo que sea sin costo alguno y cambiar de visión
con total maniobrabilidad.
En los
países más serios, con mayor gimnasia cívica,
los partidos promueven un conjunto de ideas, se identifican con
ciertos preceptos y la gente sabe que esperar de ellos frente a cada
tema planteado.
Sus posturas no son sorpresivas y el
margen de ductilidad se utiliza solo para cuestiones instrumentales,
pero no para abandonar los principios básicos.
Mientras se siga idolatrando a los pícaros, mientras se continúe con
esta detestable práctica ciudadana de apoyar a personas
despreciables, los resultados serán estos y habrá que soportar esta
maldita inercia.
La política actual prioriza solo sus intereses.
Hace acuerdos a espaldas de todos,
canjea favores personales, ofrece ventajas sectoriales y privilegios
de casta.
Esa volubilidad le resulta tremendamente
funcional y cuenta con la complicidad de una irresponsable
ciudadanía que avala ese esquema porque prefiere no apegarse a una
escala de valores tan inquebrantable.
Nadie ha "recuperado la capacidad de reflexionar, ni de decir lo que
piensa".
En todo caso, sería más apropiado
reconocer que hoy resulta conveniente hacer esto, decir eso y borrar
con el codo lo que se escribió con la mano.
Es solo una muestra de la perversidad de
un sistema, del descaro de una generación de políticos y de una
sociedad que tiene mucho que replantearse, porque no solo ha votado
a personajes como esos, sino que aprueba a diario, tal vez sin darse
cuenta del todo, este tipo de conductas que no son aisladas, sino
que forman parte de su inalterable escenografía.
Muchos repiten hasta el cansancio aquello de que "la política es el
arte de lo posible", y utilizan esta frase para justificar su eterna
adaptabilidad y sus ambiguas posiciones.
Que estos episodios se hayan
naturalizado más allá de lo deseable no los convierte, de modo
alguno, en éticamente correctos.
El presente no es fruto de la causalidad.
Buena parte de lo que sucede tiene que
ver con lo que se hace mal y la clase política no es la excepción a
la regla, sino en todo caso, una prueba irrefutable de la decadencia
moral de una sociedad que, en su vida diaria, funciona de idéntico
modo, con un doble estándar, reclamando a los demás un status moral
que no se pide a sí misma.
No solo la política hace siempre lo que
más le conviene.
Muchos individuos también han caído en
la tentación de desechar las convicciones.
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