por Alberto Medina Méndez
20 Junio 2016
del Sitio Web
TeoduloLopezMelendez
La corrupción es un fenómeno social que no merece
contemplación alguna.
Cuando la sociedad siente que se la ha
engañado, robándole no solo sus recursos económicos sino también sus
ilusiones, no precisa justificadores seriales que ensayen
explicaciones insólitas que agravian a todos.
Es imprescindible que los aberrantes hechos del presente no solo
sirvan para el debate coyuntural, sino que sean el puntapié inicial
para revisar el fondo de la cuestión e implementar los cambios que
eviten que sucesos de este tipo se puedan repetir cíclicamente y con
tanta frecuencia.
Esta vez lo que horroriza tiene que ver con lo ordinario y lo burdo,
con lo grotesco y esa ausencia de barreras inhibitorias de los
protagonistas. El descaro absoluto, la falta total de pudor, la
desaparición del mínimo aceptable de decoro es lo que, en todo caso,
impresiona e impacta.
Ese dirigente político, que haciendo uso de su depravada mentalidad,
apela al patético recurso argumental de minimizar la importancia de
lo acontecido, aduciendo que otros actores inducen al corrupto en
cuestión desde posiciones diferentes, ofende a la sociedad e insulta
su inteligencia. Cuando un "mercachifle" ofrece dinero a cambio de
favores comete un delito pero además abusa de la gente en provecho
propio.
Nadie sensatamente puede defender esa
postura.
Pero ponerlo en un pie de igualdad con
el funcionario que fue colocado allí por quien ha sido electo por la
sociedad para administrar lo de todos, es un tremendo error
conceptual.
Los que ocupan un lugar en el gobierno, llegan ahí de la mano de
elecciones populares, en las que los partidos políticos ofrecen a la
sociedad propuestas y también personas que las representarán para
generar un círculo virtuoso que impactará en sus vidas de un modo
favorable.
Por el contrario, ese ciudadano que algunos definen equivocadamente
como "empresario", no es más que un mero "traficante de
privilegios", alguien que no ofrece servicios para satisfacer a la
sociedad, sino que comercia amparado en la existencia de oscuras
normativas que le permiten obtener un cuestionable provecho
personal.
Ese deshonesto personaje de esta historia es un simple "ratero", un
delincuente común, que jamás ha sido seleccionado por la sociedad
directamente, ni tampoco de un modo indirecto. Es un bandido, un
pillo, pero que no representa a nadie.
Por eso no está en la misma situación
que el funcionario que le ha posibilitado construir su pérfido
negocio.
No es relevante, desde un punto de vista ético, establecer
categorías de culpabilidad, porque no importa demasiado en qué lugar
de esa escala se coloca a cada malandrín, sino su inobjetable lugar
en ese proceso diseñado para consumar el perjuicio final.
Pero tampoco se debe aceptar tan mansamente esa suerte de pretexto
argumental que cierto sector de la política intenta utilizar para
minimizar sus propias culpas, que claramente existen por acción o
por omisión.
Si las más altas esferas forman parte de ese perverso plan de saqueo
sistemático al Estado, resultan especialmente repudiables no solo
por su nefasto cinismo, sino también por su inocultable actitud
delictual.
Pero aun si no fueran cómplices directos de semejante estafa social,
tendrían responsabilidades por su evidente negligencia, su
indisimulable inoperancia y esa manifiesta incapacidad para conducir
un gobierno.
No es saludable detenerse frente a la anécdota. Hay que evitar que
la vergüenza convierta a esto que ha ocurrido otra vez, como en
tantas otras oportunidades, en solo un eslabón más de una
interminable cadena.
Para eso es preciso comprender la naturaleza de la corrupción.
No es un accidente, ni un hecho fortuito
que brota porque un par de inmorales se ponen de acuerdo. Es un
suceso que se concreta gracias a la potestad que tienen los
gobiernos de decidir discrecionalmente sobre la vida de la gente.
Si esa facultad no estuviera habilitada no habría margen por donde
pasar, y estos indecentes no tendrían la chance de llevarlo a cabo.
El problema no es la moralidad de las
personas, sino la permeabilidad de un sistema que genera
hendijas por donde filtrarse con comodidad, a espaldas de todos.
Si no se quiere seguir transitando este humillante camino no alcanza
con reclamar más controles, ni tampoco con mejorar el proceso de
selección de los que tendrán la tarea de conducir. La labor implica
destruir los pilares de un esquema intrínsecamente
corrupto que viene asociado al poder que cualquier gobierno
dispone para tomar decisiones inconsultas.
Es tiempo de mirarse en el espejo, y de asumir la parte que le toca
en suerte a cada uno.
Mucho de lo que ocurre tiene que ver con
decisiones erróneas, pero también con ciertas visiones sobre los
asuntos públicos que conforman una gran fantasía alejada de la
verdad. La presencia de paradigmas distorsionados hace que muchos
supongan que las cosas son como deberían ser y no como realmente
son.
Por eso insisten y se repiten.
A estas alturas ya no se trata de juzgar a los corruptos por el
volumen de sus fechorías, sino por lo que hacen a diario.
Eso implica independizar la magnitud de
lo hecho de sus respectivos actos delictivos. No es significativo
clasificar a los ladrones por la dimensión de lo apropiado. Importa,
en todo caso, establecer con claridad quiénes son finalmente los
malhechores.
El país tiene una enorme oportunidad entre sus manos.
La puede dejar escurrir entre sus dedos
nuevamente como en tantas otras ocasiones en el pasado, o puede
tomar "el toro por las astas" y enfocarse en el núcleo del problema,
para que eso no suceda nunca más, o al menos para que si ocurre no
aparezcan otra vez estas justificaciones que insultan...
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