por
Alberto Medina Méndez
21 Agosto 2016
del Sitio Web
TeoduloLopezMelendez
El debate contemporáneo ha instalado una falacia tan clásica como
burda.
Propios y extraños defienden la idea de
que los cambios no pueden ni deben hacerse porque no están
dadas las condiciones mínimas para llevarlos adelante dado el
elevado costo social que provocaría hacerlo.
Es esa visión la que detiene a muchos en el camino hacia lo correcto
y, bajo esa perspectiva, empiezan a pergeñar retorcidos atajos,
senderos alternativos y discursos siempre funcionales para
finalmente sortear las imprescindibles determinaciones que se
necesitan.
Obviamente, los más interesados en no dar pasos firmes en el
trayecto apropiado son justamente los que gobiernan, que no
están dispuestos en realidad a hacer lo necesario, sino que
prefieren dejarle esa incomoda labor a otros, a los que puedan venir
después, que por otra parte jamás llegan.
Desde cualquier posición política, transmiten a viva voz esta idea
de que no se pueden concretar ciertas acciones porque eso implicaría
que una parte importante de la sociedad pagaría los platos rotos,
como si postergar la decisión resolviera el problema de fondo y no
lo agravara aun más.
Quienes inspiran esta mirada no lo dicen, ya no porque no lo
identifican, sino porque se suman al engaño institucionalizado que
la política instrumenta sistemáticamente desde hace décadas,
escondiendo la realidad.
La verdad es que no están dispuestos a hacerlo por el costo
político que eso conlleva y no por el costo social que se
deriva de las eventuales decisiones adecuadas.
Claramente esos dos conceptos no son
idénticos.
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El supuesto costo social, al que
ellos se refieren, se ampara en la hipotética imposibilidad
práctica de los sectores más vulnerables para adecuarse, en
esa transición, pasando de su situación actual a otra con
reglas de juego diferentes, que demandan significativos
esfuerzos adicionales.
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La otra cara de la moneda, esa
que les preocupa, es la del costo político, vinculado al
apoyo electoral que precisa cualquier gobierno para llevar
adelante su gestión y tener sustentabilidad durante ese
proceso.
La política le tiene miedo a sus propios
costos y no a los de la gente.
No les asusta como se adaptará la
sociedad a esa nueva dinámica más sensata y racional,
más equitativa y justa. Les preocupa solo la próxima
elección y su supervivencia frente a los embates de su
circunstancial opositor de turno.
Por esos motivos implementan un discurso mentiroso, donde el embuste
está en el centro de la escena.
Falsifican la realidad no solo a la
sociedad en su conjunto haciéndoles creer que muchas medidas son
absolutamente irrealizables, sino que manipulan a sus propios
partidarios, instigándolos a recitar sin pensar, ideas que no
resisten demasiado análisis pero que han conseguido instalarse en la
agenda política general.
Lo que no cuentan, lo que no dicen, lo que ocultan deliberadamente,
es que el supuesto costo social que intentan evitar, protegiendo a
los más débiles y que la comunidad no parece dispuesta a tolerar, se
paga igualmente todos los días y sin ningún tipo de contemplaciones.
La astucia del sistema ha consistido en inyectar veneno de un modo
imperceptible, disimuladamente, sabiendo que lo hace, lo que
convierte su ejecución en una perversidad gigante de los
implementadores y de quienes asumen cotidianamente la
responsabilidad de continuarlas hasta el infinito.
No solo los creadores de este engendro tienen la culpa. Claro que
son ellos los que han fabricado este monstruo, pero eso no exime de
responsabilidades a quienes, pudiendo encaminarse en la dirección
opuesta sostienen este nefasto régimen sin ningún tipo de
atenuantes.
Mantener la vigencia de infinitos planes sociales y la endemoniada
estructura de subsidios con la transferencia de recursos que eso
implica, en la mayoría de los casos desde los sectores que menos
tienen hacia los de mayor poder adquisitivo, es una actitud ruin e
imperdonable.
La pérfida dinámica impositiva de este tiempo le hace creer a
demasiada gente que recibe cuantiosas ayudas, que ciertos servicios
son gratuitos, que los paga alguien que no son ellos mismos, cuando
en realidad lo que ocurre es exactamente lo contrario.
Los ciudadanos, sin registrarlo, pagan por esto todos los días.
Los supuestos beneficiarios de esos
privilegios financian esta fiesta con exagerados impuestos e
inflación, con corrupción y despilfarro, sosteniendo una estructura
parasitaria, ineficiente e incapaz de gestionar con calidad.
La sociedad paga desproporcionados tributos para sostener un aparato
político cuya ingeniería letal ha sido construida durante años. Más
de la mitad de los ingresos que los individuos crean con su propio
esfuerzo quedan en manos de los diferentes estamentos del Estado que
a cambio ofrece, invariablemente, servicios de dudosa
calidad.
No es cierto que los cambios no se puedan concretar. Lo que no
quieren reconocer es que hacerlo implicaría desmantelar
la maquinaria política que han edificado y es ese costo, y no
otro, el que no están dispuestos a pagar.
La clase política ha logrado instalar la inmoral idea de que la
sociedad debe hacerse cargo de sostener un Estado caro, ineficaz e
injusto. Lo debe hacer sin chistar y además debe soportar hasta el
infinito que los problemas que nacen de esa dinámica jamás
encuentren soluciones definitivas.
Aunque no se logre percibir con suficiente claridad, la mayoría de
la gente no ha logrado evitar eso a lo que tanto parece temerle,
gracias a sus cuestionables creencias.
No deberían asustar los cambios, sino la
eterna continuidad de un esquema que genera cada vez más
inconvenientes y que jamás ha conseguido esquivar el ineludible
costo social.
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