por
Alberto Medina Méndez
18 Septiembre 2016
del Sitio Web
TeoduloLopezMelendez
Muchos dirigentes políticos se ofenden cuando se sienten criticados
por la actividad que han elegido como profesión.
Sostienen que la generalización
es siempre una injusticia y en eso probablemente tengan un poco de
razón.
Algunos personajes de ese ambiente encajan perfectamente en la
descripción universal, pero otros intentan salir de la matriz
habitual. Pocos lo consiguen pero es cierto que existen unas pocas
excepciones a la regla.
El problema de fondo está vinculado a los antecedentes de la clase
política.
El descrédito no es producto de una
campaña de ensañamiento contra los dirigentes, sino de una
percepción de la sociedad, siempre subjetiva, que observa múltiples
conductas impropias en los líderes convencionales.
Historias de corrupción y despilfarros, de abuso de
poder y soberbia, de inadmisibles posturas reiteradas
hasta el cansancio, de manipulaciones perversas e intrigas
infinitas.
La lista de indeseables comportamientos
es demasiado extensa y la gente los identifica de este inconfundible
modo.
El que está fuera del poder, el opositor de turno, intentará
diferenciarse al máximo señalando con dureza a los que gobiernan,
mostrándolos como seres maliciosos dignos del más absoluto repudio
popular.
Es interesante analizar esto en perspectiva porque un instante de la
política contemporánea no alcanza a exhibir con realismo esa
dinámica cambiante en la que los actores mutan sus roles y quienes
gobiernan dejan el poder en manos de los que hasta hace poco estaban
en la vereda de enfrente.
Es allí cuando la moral con mayúsculas entra en escena con
contundencia. Se observa claramente como los paradigmas terminan
girando, como los valores se deterioran y lo que hasta ayer era
cierto, ahora deja de serlo.
Los que eran poderosos y cometieron todo tipo de desmadres ahora
pretenden que sus adversarios sean transparentes, inmaculados, que
rindan cuentas y cumplimenten todas las normativas, esas mismas que
ellos pisotearon vulnerándolas durante años sin descaro, ni pudor
alguno.
Los flamantes triunfadores ya no pueden ampararse en sus
acostumbradas críticas despiadadas. Ahora les toca ser protagonistas
y tomar la iniciativa a diario.
Ya no alcanzan los rimbombantes
discursos desde la cómoda postura de observadores circunstanciales
analizando todo cruelmente, buscando siempre los errores ajenos y
siendo punzantes en sus consideraciones.
Es tiempo de realizaciones, de lidiar con la realidad, de
hacer lo que prometieron, de tomar determinaciones con
coraje superando obstáculos y dejando de lado los inconvenientes que
inexorablemente aparecen.
Lo curioso es observar como ese nuevo oficialismo (ver Brasil,
Argentina, Estados Unidos, Mexico, etc...) ahora naturaliza lo
incorrecto. Lo que antes estaba mal ahora parece estar bien. Lo que
en el pasado configuraba un atropello ahora emana del mandato de la
sociedad.
Cuando eran minoría, reclamaban respeto por las opiniones ajenas,
tildando de antidemocráticos a los que les refregaban los fríos
números electorales. Hoy son ellos los que cuentan con ese respaldo
y no les parece tan mal ufanarse de ese apoyo coyuntural para avalar
cualquiera de sus decisiones.
Hasta hace poco derrochar recursos de los contribuyentes les parecía
inapropiado.
En el ejercicio de gobernar esos dineros
han tomado otra entidad y ahora les parece lógico malgastarlos en
cuestiones personales, gestiones privadas y hasta familiares
haciendo que lo paguen los ciudadanos, como si de pronto se hubiera
convertido en algo legítimo.
Convivir con la ineficacia, la informalidad y el despilfarro ha
pasado a ser un hábito y ahora que están en el gobierno, esas
cuestiones ya no molestan como antes. Es como si los parámetros
hubieran mutado velozmente.
El modo de hacer política sigue siendo muy parecido. Utilizar los
recursos del Estado para hacer proselitismo, financiar la acción
partidaria desde las arcas públicas es moneda corriente.
Sostienen ahora que en el pasado los
otros lo hacían y que no existe razón alguna para no continuar con
ese esquema.
Ese argumento no convierte mágicamente
lo inmoral en justo.
-
amedrentar adversarios
-
comprar voluntades con dádivas
-
hacer favores políticos
designando amigos en cargos públicos
-
obtener dudosos apoyos
parlamentarios a cambio de transferencias de recursos para
jurisdicciones de otro signo político,
...siguen siendo parte del patético
paisaje.
Es importante comprender que la moralidad de las decisiones no se
debe medir según el lado del mostrador en el que se está operando.
Esa circunstancia no lo describe.
En todo caso justamente son sus
actitudes cuando detenta el poder las que mejor explican su
verdadera naturaleza.
Por mucho que se molesten algunos dirigentes y también sus
partidarios, no alcanza con hacer ciertas cosas bien. No
tiene que ver con la eficacia de la gestión y sus eventuales
resultados efectivos.
La integridad de un líder político no
depende ni del éxito, ni del fracaso de sus políticas públicas.
Si realmente se quiere jerarquizar la actividad política es tiempo
de que los que la ejercen muestren señales inconfundibles con sus
comportamientos cotidianos. Si quieren ser respetados tendrán que
hacer un esfuerzo mayor y proceder en consecuencia priorizando los
valores apropiados.
Hasta ahora, lo que se logra identificar fácilmente es una sinuosa
actitud, una zigzagueante conducta, una cuestionable impronta que
confirma un rumbo con una larga y deplorable tradición, cuya
característica principal sigue siendo la ética versátil de la
política.
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